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FILOSOFÍA DE LA MENTE LOS FENÓMENOS MENTALES: INTENCIONALIDAD Y CONCIENCIA 1.1 Fenómenos mentales En los últimos años ha surgido una tendencia, dentro de la filosofía de la mente, a pensar que todas las preguntas que nos hacemos desde esta disciplina acerca de la mente y sus relaciones con la materia, etc., se derivan, en última instancia, de una mala formulación del problema. Algunos autores, especialmente Richard Rorty (La filosofía y el espejo de la naturaleza), han defendido esta posición. En concreto, la idea de Rorty es que es sólo una mala comprensión de los problemas tradicionales lo que se ha acabado traduciendo, en el siglo XVIII, en toda una problemática referida a la naturaleza de la representación y de que ésta tiene un medio propio en el cual inhiere: la mente. En ese sentido, la tarea de Rorty es claramente deconstructiva: resolvamos el problema averiguando las confusiones sobre las que se sustenta. La tradición cartesiana y pos-cartesiana identificó en la mente una especie de esencia de reflejo del mundo como algo separado –y, en cierto modo, independiente ontológicamente- del cuerpo, de la sustancia material, cosa que hoy rechazamos. Por tanto, ahora debemos preguntarnos si esto que tanto nos preocupa y que denominamos mente es verdaderamente algo consustancial a nuestra condición o si, por el contrario, tiene un origen filosófico/cultural y debemos ir limándola hasta ver si queda algo de ella. Para Rorty, por ejemplo, el espacio de los estados mentales cartografiables no es nada más que una construcción monstruosa. Sin embargo, frente a esta concepción, existe también una más tradicional que se apoya en nuestra experiencia cotidiana en cuanto seres insertos en un mundo que interactúan entre sí y son capaces de intercambiar y chocar entre ellos, siempre bajo una cierta perspectiva o mirada. Y es que hay algo que hacemos de forma inmediata: reconocer y distinguir entre seres a los que atribuimos estados mentales y seres a los que no. A nosotros mismos también 1

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Filosofía de la mente

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FILOSOFÍA DE LA MENTE

LOS FENÓMENOS MENTALES: INTENCIONALIDAD Y CONCIENCIA

1.1 Fenómenos mentales

En los últimos años ha surgido una tendencia, dentro de la filosofía de la mente, a pensar que todas las preguntas que nos hacemos desde esta disciplina acerca de la mente y sus relaciones con la materia, etc., se derivan, en última instancia, de una mala formulación del problema. Algunos autores, especialmente Richard Rorty (La filosofía y el espejo de la naturaleza), han defendido esta posición. En concreto, la idea de Rorty es que es sólo una mala comprensión de los problemas tradicionales lo que se ha acabado traduciendo, en el siglo XVIII, en toda una problemática referida a la naturaleza de la representación y de que ésta tiene un medio propio en el cual inhiere: la mente. En ese sentido, la tarea de Rorty es claramente deconstructiva: resolvamos el problema averiguando las confusiones sobre las que se sustenta. La tradición cartesiana y pos-cartesiana identificó en la mente una especie de esencia de reflejo del mundo como algo separado –y, en cierto modo, independiente ontológicamente- del cuerpo, de la sustancia material, cosa que hoy rechazamos. Por tanto, ahora debemos preguntarnos si esto que tanto nos preocupa y que denominamos mente es verdaderamente algo consustancial a nuestra condición o si, por el contrario, tiene un origen filosófico/cultural y debemos ir limándola hasta ver si queda algo de ella. Para Rorty, por ejemplo, el espacio de los estados mentales cartografiables no es nada más que una construcción monstruosa.

Sin embargo, frente a esta concepción, existe también una más tradicional que se apoya en nuestra experiencia cotidiana en cuanto seres insertos en un mundo que interactúan entre sí y son capaces de intercambiar y chocar entre ellos, siempre bajo una cierta perspectiva o mirada. Y es que hay algo que hacemos de forma inmediata: reconocer y distinguir entre seres a los que atribuimos estados mentales y seres a los que no. A nosotros mismos también nos reconocemos como dotados de mente, signifique esto lo que signifique, y lo hacemos de forma inmediata e intuitiva. Pero, ¿qué es lo que subyace a estas actitudes? A través de ellas estamos llevando a cabo una doble tarea: en primer lugar, de clasificación, en segundo lugar, de valoración; y es que la clasificación puede tener alguna consecuencia o algún fundamento de orden empírico, pero involucra siempre un cierto tipo de actitudes valorativas, que se acaban traduciendo en un trato diferente de los objetos clasificados. Otorgar a un objeto o individuo ciertas formas de lo mental, lo que estamos haciendo es acercarlo a la posibilidad de ser también un objeto moral, lo que exigirá de nosotros algo más. Este reconocimiento tan básico será lo que pueda llegar a dar lugar a problemas filosóficos o no.

Pero podríamos preguntarnos también, ¿existen distintos tipos de mente? Y si es así, ¿cómo se relacionan? ¿Qué es lo que verdaderamente estamos diciendo cuando decimos que algo o alguien tiene mente? La dificultad de la mente consiste en que se trata de un problema epistemológico y, al mismo tiempo, también ontológico. O mejor dicho, se trata de una cuestión epistemológica que tiene consecuencias ontológicas. En ese sentido, la capacidad de simulación de estados mentales supone un problema crucial para la comprensión de lo que significa tener estados mentales, como también lo hace la

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identificación de seres pre-lingüísticos o animales1. La cosa se complica aún más cuando salimos del reino animal; ¿puede llegar a tener mente un robot u otro artefacto similar? ¿Sería legítimo tratar a un robot que actuase indistinguiblemente de un ser humano como le trataríamos a éste, dotado de mente? ¿No tendría derecho a un trato semejante al de aquello que simula ser?

En los años 80, John Searle planteó una crítica a quienes aceptaban el test de Turing y pensaban que podíamos llegar a atribuir mentalidad a las máquinas, mediante su ejemplo de la “habitación china”. Se trataba de mostrar que, en última instancia, los robots no son sino arquitecturas tecnológicas más o menos complejas que permiten exhibir aquellas conductas para las cuales están codificados. En principio, nadie diría que la habitación tiene mentalidad y, sin embargo, recibe un input, lo procesa mediante una serie de reglas fijas (programa) y expulsa un output.

Parece que, cuando uno empieza a pensar el problema de la mente de esta forma ya no importa tanto la estructura corporal: la mente se entiende como una especie de configuración funcional susceptible de ser movida o trasladada. Según esto, ¿podríamos llegar a transferir una mente a un cerebro en una cubeta? Bastaría con conservar la estructura funcional mediante un ordenador. Como vemos, los criterios de reconocimiento de los que hablábamos al principio no son tan obvios, y, dado que no lo son, requerimos de una suerte de claves que no están dadas en el acceso directo a nuestras mentes y a las que sólo podemos acceder a través de las conductas. ¿Qué pasaría en el caso del cerebro un la cubeta, dado que su posible mente no se manifestaría mediante ninguna conducta? ¿Cómo podríamos identificarla? Pero, por otro lado, ¿por qué pensar que hay algo tan especial en el cerebro humano que no puede ser reproducido? ¿Por qué ese chauvinismo cerebral?

Decíamos que nos topamos con la mente de forma inmediata e intuitiva cuando nos miramos a nosotros mismos (en primera persona) o a seres como nosotros, y que al hacerlo establecemos una categorización valorativa que conllevará uno u otro trato. El por qué y cómo hacemos esto es ya problemático en sí mismo pues, ¿qué tipo de criterios o rasgos estamos manejando para poder llevar a cabo este reconocimiento? ¿Hasta dónde vamos a poder aplicarlos? ¿Qué algo tenga mente tiene que ver con la estructura física a la que está ligado? ¿O se trata meramente, como piensan algunos, de una mera configuración personal? Al final, la filosofía de la mente no es más que una especie de recorrido por todos aquellos seres a los que estaríamos dispuestos a atribuir mente aun sin saber muy bien por qué; para hacer este reconocimiento, deberemos estudiar la serie de rasgos o fenómenos que identificamos como mentales y encontramos en el caso paradigmático: nosotros mismos. Tenemos creencias, deseos, pensamientos, imaginación, sensaciones, etc.

En la cartografía de la mente, las emociones se sitúan más o menos entre las experiencias y las actitudes, siendo estas últimas, en su caracterización mínima, relaciones proposicionales con estados de cosas posibles.

1 En los años 70 y 80, los filósofos de la mente prestaron mucha atención al tipo de mente que podía tener una rana, al considerar que su comportamiento no era meramente instintivo, sino que estaba gobernado por diferentes bucles de respuesta que le permitían actuar en base a su propia representación del mundo como albergándola a ella: ¿cómo se está representando el bicho la rana cuando saca o no saca la lengua? Es posible que contenga circuitos no representacionales, que no sea mero instinto, pero sin llegar a tener una mente.

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Tal vez los fenómenos mentales más relevantes y menos evidentes tengan que ver con nuestra capacidad de agentes (pero, ¿acaso es una acción un fenómeno mental?). Pero, ¿no es sospechoso –Rorty pensaba que sí- que sea algo intrínseco del dolor el que seamos conscientes de él? El caso es que utilizamos caracterizaciones metafísicas muy distintas para discriminar entre estados mentales, por lo que cabría preguntarse: entonces, ¿por qué hemos llegado a juntarlos?

Como vimos el otro día, dentro de la cartografía de la mente encontramos tres vórtices (actitudes, experiencias y acciones) que enfatizan algunos de los diferentes rasgos de lo mental, y en torno a los que se articulan todos los demás: creencias y deseos, sensaciones y experiencias perceptivas, decisiones e intenciones… A medio camino existe un área, seguramente central, que tiene que ver con las emociones y con los fenómenos ligados a la imaginación, etc. Cada uno de estos aspectos incide en una caracterización diferente de lo que es lo mental, por ejemplo, determinando si es o no observable, expresable o accesible. En principio, podría decirse que lo único verdaderamente observable es la acción, sin embargo, se podría responder que la acción propiamente dicha no es nunca observable más allá de los meros movimientos físicos, es decir, de la conducta (las acciones están imbuidas de mentalidad, luego no pueden ser tratadas como simples movimientos; qué sea lo que distingue unas de otros dependerá de las diferentes teorías, si es que admiten que, efectivamente, hay algo que difiere). ¿Vemos las intenciones en el movimiento? ¿En su expresividad? ¿Es observable aquello que otorga mentalidad a los movimientos? ¿Son, acaso, ambos aspectos separables? Podrían darse los mismos movimientos expresando mentalidad y sin expresarla, de modo que, desde el punto de vista de una tercera persona, fueran indistinguibles (no ocurre así, pero podría), ¿qué consecuencias tendría? Por otro lado, no cabe duda de que el dolor es expresable, como las creencias o los deseos, pero, ¿es observable? No todos los fenómenos mentales lo son. Del mismo modo, podríamos preguntarnos: ¿cómo se expresa una voluntad? ¿Y algo imaginado? Una creencia podría expresarse incluso mediante unas acciones que involucrasen mantener dicha creencia, pero, ¿podría haber estados mentales no expresables?2 Según la tradición freudiana, sí.

Las actitudes son fenómenos mentales de nuestra vida psicológica que consisten en relaciones proposicionales de cierto tipo, de forma tal que, hacia una misma proposición o contenido proposicional, podemos mantener distintas de estas actitudes: querer, desear, esperar, temer, etc. Los tipos fundamentales son creencias y deseos, pues ordenan aquellos que posibilitan la actuación en el mundo y nos ayudan a catalogar toda otra serie de fenómenos: las actitudes conativas, que se distinguen de las cognitivas por lo que John Searle denomina “direcciones de ajustes” (basándose en la filósofa E. Enseamble): cuando un individuo piensa o cree una determinada cosa, siente una vivencia positiva o negativa hacia la misma, actúa de una manera determinada hacia su objeto (se trata de actitudes de inclinación o predisposición a actuar de un modo determinado).

2 Que un primate no pueda articular lingüísticamente su deseo no significa que nosotros no podamos hacerlo; tal vez mantengan el mismo tipo de relación o actitud proposicional con el mundo. Sin embargo, Davidson opina, en contra de esto, que no se puede tener una creencia si se carece de conceptos de creencia, de modo que un primate nunca podría tener creencias genuinas.

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Existen otros muchos estados mentales que exhiben esta misma estructura proposicional, como la imaginación proposicional o algún tipo de emociones, pero, si uno sigue este camino, acabará pensando que lo más básico de lo mental son nuestras actitudes proposicionales (gran parte de los filósofos piensa que esto es todo lo que hay, que nos coordinamos gracias a que somos capaces de reconocer en los otros determinadas actitudes proposicionales) y dejando fuera el componente experiencial, que también forma parte –y muy notable- de lo mental. En efecto, el tipo de experiencia ligado a ciertas emociones muy básicas no es analizable en términos de estructura proposicional y, sin embargo, el nivel experiencial es relevante a la hora de diferenciar un movimiento de una acción (aunque es posible, después, que la conducta no sea suficiente para discriminar las cualidades sentidas de la experiencia). La tradición ha distinguido (¿?) entre estructuras proposicionales y estados cualitativos o fenoménicos (caracterizados por los qualia, siendo un quale un rasgo de éstos que consiste en un modo particular de sentir y que es introspectible, accesible en primera persona), entre conciencia e intencionalidad, pero, ¿cómo es posible que se haya logrado juntar conciencia e intencionalidad? ¿Se trata de una mera construcción filosófica? ¿Qué ocupa la casilla de lo que no exhibe intencionalidad ni conciencia? Hay que tener en cuenta que estamos identificando rasgos que pueden tener calado ontológico, y, en este sentido, parece que, para ciertos filósofos, lo físico no fuera más que un residuo al que no puede atribuírsele ninguno de los dos rasgos de lo mental.

Nuestro punto de partida es neutral filosóficamente, pues no toma como dado que sólo reconozcamos lo que significa estar dotados de mente mediante la introspección, sino el hecho de que vivimos en un mundo en el que continuamente reconocemos seres a los que atribuimos mente, condición de posibilidad de nuestra interacción. Una forma tradicional de enfocar el problema, que deriva de las reflexiones filosóficas sobre cómo organizar los estados mentales, se traduce en el cuadro de Rorty.

Con propiedades fenoménicas

Fenoménicas sin propiedades

Intencional, representacional

Pensamientos que ocurren, imágenes mentales

Creencias, deseos, intenciones

No-intencional, no- representacional

Sensaciones primarias, por ejemplo, los dolores y lo que tienen los bebés cuando ven objetos

Lo meramente físico

Rasgos de los fenómenos mentales

¿Qué tipo de criterios podemos identificar para discernir si un fenómeno es un fenómeno genuinamente mental? Para Descartes, los fenómenos y estados mentales son un tipo de fenómenos para los cuales tenemos un tipo de acceso epistémico diferente y peculiar, siendo las características de ese acceso: conocimiento inmediato, directo o no-inferencial de nuestros estados (no están mediado por ningún tipo de justificación especial); privacidad (se trata de un conocimiento de uno mismo y sobre uno mismo, de forma que no podemos tener acceso a los estados mentales de otros;

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existe una asimetría muy clara); privilegio en primera persona; infalibilidad e incorregibilidad (no podemos estar equivocados con respecto a nuestros propios estados mentales, no podrían corregirse); y accesibilidad. Para los fenómenos mentales exhibimos una serie de rasgos epistémicos que no exhibimos en los físicos, y que, si tomamos en sentido ontológico fuerte –cosa que no tenemos por qué hacer-, manifiestan una ligación entre lo que es ser un estado mental y lo que es conocerlo.

Otro rasgo de los fenómenos mentales es que no les podemos atribuir extensión ni espacialidad; no tienen dimensiones. Esto no quiere decir que de hecho no estén en el espacio (si resulta que se reducen a estados cerebrales, entonces, claramente lo están), sino que su descripción no puede valerse de categorías espaciales. Podríamos pensar, como Kant, que sí se manifiestan en el tiempo, aunque no lo hagan en el espacio, pero tampoco tenemos por qué hacerlo: Descartes no lo hacía, pues entendía lo mental como el ejercicio de una capacidad (en ese sentido, los estados mentales se darían en el tiempo sólo en la medida en la que somos seres creados, sin ser ello una característica esencial del pensamiento).

El siguiente rasgo es el de la intencionalidad: a la hora de caracterizar los estados mentales, siempre necesitamos apelar a algo a lo cual éstos apuntan o se dirigen, a un estado de cosas del mundo. Brentano, el gran inspirador de la fenomenología -posterior de Husserl-, decía que todo fenómeno mental exhibe el rasgo de la intencionalidad, de la direccionalidad hacia objetos, cosa que ningún fenómeno físico exhibe (de modo que, como dice el intencionalismo, si no podemos mostrar que los dolores exhiben esta intencionalidad, entonces, habremos de admitir que no son fenómenos mentales).

Por último, algunos teóricos definen la conciencia como un fenómeno mental. Descubrimos lo que es la mente sólo porque lo mental está ligado a la conciencia, que la hace identificable. El hecho de que existan fenómenos mentales inconscientes no lo desmiente, pues, en última instancia, éstos también tienen relación con la conciencia, están disponibles para ella: «Un estado es mental si y sólo si es consciente o podría ser consciente o es del tipo de los que son o podrían ser conscientes».

1.2 Los conceptos psicológicos

El vocabulario mental es omnipresente en nuestra vida (¿cuántos términos relativos a lo mental utilizamos a lo largo del día?), de hecho, no somos seres que podamos manejarnos en el mundo con un vocabulario objetivo que refiera a estados del mundo independientemente de lo mental. Estamos imbuidos, insertos en ello; es parte de nuestra condición. Pero si somos capaces de servirnos de ese vocabulario es porque está ligado a un conjunto de conceptos a su vez mentales o psicológicos, es decir, no sólo tenemos fenómenos mentales, sino que exhibimos también una conducta lingüística que refiere constantemente a ellos mediante la utilización de un marco conceptual de carácter precientífico que desplegamos todos los seres humanos a la hora de predecir, explicar, interpretar y manipular la conducta de los otros (y la propia). Atribuimos mente a los seres que tratamos de esta forma (si pudiéramos hacerlo con un ordenador, ¿qué es lo que le distinguiría de nosotros?). Ahora bien, como todos los conceptos, los conceptos mentales nos plantean una serie de preguntas: 1.

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¿Cómo analizar el significado de estos términos mentales? Semántica; 2. ¿En qué consiste poseer estos términos mentales? Epistemología; 3. ¿Qué realidad –si alguna- está apuntada con el uso de tales términos mentales? Metafísica.

DESCARTES, Meditaciones metafísicas

¿Qué llegamos a aprender sobre la naturaleza de la mente? ¿Qué es eso que somos?

¿En qué sentido conocemos mejor la naturaleza de la mente que la de los cuerpos?

¿Cómo establece Descartes el dualismo? ¿Cómo argumenta a su favor? ¿Encontramos ya en la segunda meditación el argumento a favor de la distinción real entre la mente y el cuerpo?

En la segunda meditación, Descartes lleva a cabo una destrucción sistemática de todas las opiniones comunes -de origen aristotélico o escolástico- sobre la naturaleza de la mente; le basta con examinar con detalle y atención las ideas que concibe de manera clara y distinta en su mente cuando reflexiona sobre esas cuestiones. Pero lo realmente original es que, en la medida en que rechaza el hilemorfismo, nos proporciona, en varios pasos, una nueva concepción de la mente. ¿Cómo lo hace? En primer lugar establece las primeras certezas, las proposiciones cogito, que tienen un estatuto especial, a saber: que las conocemos de manera indubitable y que son necesariamente verdaderas (al menos, cuando las pensamos). A continuación, y dado que sabe que es, se pregunta qué es eso que es, es decir, qué más puede decir de sí en cuanto ser que piensa y existe. Esta es la cuestión que más nos interesa.

Las preguntas sobre la naturaleza de algo pueden ser entendidas de muchas formas y llama la atención que, en este momento, no aparece en el texto la noción de “esencia”. De hecho, en principio no sabemos muy bien qué es lo que está preguntando cuando se pregunta por la naturaleza de aquello que es. En cualquier caso, la conclusión va a ser: lo que sé que soy, cuando sé que soy, es que soy mente; es decir, del saber que soy se sigue en cierto modo el saber que soy mente (lo cual no excluye que sea otras muchas cosas). Ahora bien, ¿qué es ser mente? ¿Qué es ser yo siendo una mente? Rechazar el hilemorfismo aristotélico-escolástico conlleva necesariamente hacer estallar el modelo de la percepción sensorial, cuyo proceso involucra irremediablemente el cuerpo (en cuanto mediación entre las particularidades del mundo y los universales de la mente). Por tanto, Descartes tiene que transformar nuestra noción del conocimiento perceptivo conforme a lo que él considera una nueva ciencia de la naturaleza (de hecho, dijo que no había nada en sus Meditaciones que no apareciese ya en su física), y distingue dos elementos en el proceso de percepción, uno de los cuales es puramente intelectual (cosa que choca radicalmente con la tradición).

En su opinión, los actos más fundamentales son siempre los del intelecto -concebir y juzgar-, que, siendo necesarios para el resto (sentir, imaginar, etc.), no involucran ellos mismas ninguna mediación (en todo caso, lo único que añaden los sentidos es confusión). Lo interesante de la meditación segunda es cómo utiliza eso para resolver la segunda cuestión:

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¿en qué sentido conocemos mejor la naturaleza de la mente que de la de los cuerpos? Para Descartes, en cada acto de conocimiento de los cuerpos está incluido un acto intelectivo y, por tanto, el conocimiento de uno mismo como mente, siendo las cogitationes mucho más básicas. En ese sentido, todo lo que se puede llegar a saber de los cuerpos, en cuanto seres materiales, son únicamente sus cualidades de extensión o –si existieran- otras cualidades primarias. El resto sólo las creemos percibir, pues no son intrínsecas a los cuerpos: Descartes introduce los actos del sentir como fenómenos o apariciones mentales (no sabemos en qué consiste exactamente percibir, pero, al menos, hay un aspecto del sentir que involucra cogitatio).

Pero, ¿qué es una cosa que piensa? ¿Qué es una mente? Obviamente, en primer lugar: una cosa que duda, que entiende, que concibe, que afirma (los actos del juicio son, para Descartes, actos de la voluntad -y, por lo tanto, cogitationes-), que quiere y no quiere, que imagina y que siente. Todo ello en tanto mente. Ahora bien -y este es el gran reto-, ¿qué rasgo unifica todos estos elementos, todas estas actividades o poderes que forman parte de lo que somos como seres pensantes? Es decir, ¿cómo individua Descartes las mentes? Lo único que uno puede descubrir es que todas esas actividades son en cuanto ocurrentes, en cuanto se dan. Son un tipo muy particular de actos, que configuran la mente. ¿Qué es lo que hace que esos actos sean propios, que no sean mero pensamiento? Aunque, dada su argumentación, podríamos imaginar que somos seres que sólo existimos en la medida en que realizamos actos de concebirnos a nosotros mismos como siendo o existiendo, hay algo que siempre está presupuesto en Descartes: el yo que se descubre es un continuo que perdura en el tiempo y en el espacio.

Como habíamos dicho, en nuestra vida cotidiana manejamos una serie de conceptos y expresiones referentes a lo mental, tales como “creencia” (esto es, un tipo de actitud proposicional consciente o inconsciente) o “sensación” (estado cualitativo o fenoménico caracterizado por un tipo particular de conciencia –sin el cual no sabríamos qué son-), que nos sirven tanto como para pensar como para hablar de ello, y, fundamentalmente, para atribuir dichos estados mentales o rasgos psicológicos, ya sea en primera o en tercera persona. Sin embargo, encontramos que existen una serie de condiciones de uso para dichas atribuciones, que determinan si son o no correctas, y que –esto es lo interesante- no tienen por qué ser las mismas en primera o en tercera persona (algo que no ocurre con ninguna otra clase de conceptos). En el caso de estas últimas, tienen que ver con la conducta externa, verbal o no verbal, de aquel a quien atribuimos la creencia. Por el contrario, parece que –al menos a un nivel intuitivo- las atribuciones a uno mismo descansan en una suerte de acceso inmediato, privilegiado y transparente, en ciertos criterios de conciencia interna (aunque ello no descarta que pueda obtenerse una comprensión basada en el análisis de nuestra propia conducta).

Entender qué es lo que expresa un concepto mental tiene que ver, precisamente, con esta asimetría en las atribuciones. De hecho, todos los problemas de la filosofía de la mente se basan en esto, siendo así que las dos visiones imperantes dentro de esta disciplina parten, justamente, de una mayor atención a cada uno de los criterios de atribución, bien a los internos (Descartes, etc.), bien a los externos (Ryle, etc.). Pero, ¿podemos decir que hay condiciones de verdad? ¿O sólo de verificación? Si las hubiese, ¿cuáles serían?

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Podría ocurrir que sólo fuera legítimo atribuir estados mentales en primera persona, o, al contrario: que todo estado de conciencia interna tuviera que ser traducido en términos externos de conducta. ¿Se trata de una cuestión epistemológica? ¿Semántica? ¿Metafísica?

Wittgenstein se planteó este problema en toda su profundidad3, lo que le llevó a formular preguntas como: cuando nos auto-atribuimos un estado mental, ¿es posible un estado de cosas del mundo según el cual nos equivocásemos en dicha atribución? Evidentemente, ello supondría imaginar un cierto espacio en el que pasasen esas cosas, una suerte de universo de los estados mentales, como separado de una instancia capacitada para identificarlos. Sin embargo, no parece que estemos describiendo realmente nada, es decir, no hay nada que nos permita identificar objetos en las auto-atribuciones. Pues bien, el plan que va a trazar Wittgenstein para analizar los conceptos psicológicos consiste en lo siguiente: los verbos psicológicos se caracterizan porque la tercera persona del presente se identifica por medio de la observación y la primera persona del presente no (no se trata de un criterio, sino de un hecho). En ese sentido, parece que cualquier oración en tercera persona del presente transmite información, mientras que para las oraciones en primera persona no queda claro su función: ¿informan? ¿Expresan? Para Wittgenstein, no existe ninguna diferencia entre oraciones como «yo creo que p» y «p», de modo que las actitudes que podemos mostrar a través de esos matices del lenguaje no son sino facetas de la expresión, que no involucran la descripción particular de ningún estado mental como estando separado.

En este sentido, parece que toda la tradición filosófica no ha sido sino una desviación metafísica derivada de haber utilizado el lenguaje objeto para hablar de los estados mentales, cuando realmente no hay un objeto tal como “la mente”. Dicha mistificación parte de haber atendido meramente al carácter informativo de la atribución de creencias en tercera persona. Pero la metafísica asociada a los conceptos psicológicos no puede consistir en equiparar el espacio de lo mental al espacio de lo físico, en sustancializarlo, pues ello deja de lado algo que el uso de estos conceptos involucraba y revelaba: lo mental es lo que es, precisamente, porque se entrega al dominio de la expresión (es aquello que se expresa en la expresión y que se queda en la propia expresión). El problema es, entonces, que no sabemos cómo hacer compatibles ambos aspectos, información y expresión.

Descartes

Para la tradición cartesiana, los conceptos psicológicos son de tal forma que realmente describen e informan sobre una determinada substancia individual, la mente, cuyo atributo es el pensamiento (que, a su vez, admite distintos tipos de modificaciones). El criterio último es un criterio epistemológico; Descartes se toma en serio la posibilidad de que los informes sean oraciones que, en primer lugar,

3 Wittgenstein mantiene una concepción del lenguaje tal que este es una parte del mundo que representa otra parte del mundo. Además, entendía la noción de “sentido” en términos de condiciones de verdad, esto es, de estados posibles de cosas del mundo (es decir, dentro de una metafísica modal), lo que conlleva una desaparición del “yo”, como un punto sin extensión (el mundo no incluye yoes, sólo estados de cosas). Además, reflexionando sobre los múltiples usos del lenguaje, llegó a mantener que éstos no podían reducirse a la representación. Entonces, empezó a reflexionar sobre las oraciones que hablan sobre el significado, sobre los números, sobre los estados psicológicos… Se trataba de describir estos “juegos del lenguaje” y ver qué es lo que realmente hacemos con ellos cuando los empleamos.

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en el momento de darse sean necesariamente verdaderas, y que además identifiquen condiciones de ese objeto que es la mente, revelando algo sobre el mundo: la existencia de substancias mentales.

Pero lo que más nos interesa de Descartes es cómo configura la lista de conceptos psicológicos, pues no es equivalente a la de la antigüedad (al menos, en su disposición). Del mismo modo, dualismos hay muchos, pero ni el de Aristóteles ni el de la tradición cristiana se asemejan al de Descartes, que es un dualismo de sustancias (podría ser, por ejemplo, de propiedades, pero ni siquiera todos los dualismos de sustancias tienen por qué ser iguales). Se puede dar dos respuestas a la pregunta sobre qué es una sustancia, a saber: aquello que puede funcionar como sujeto de predicación y, la cartesiana, aquello que puede existir independientemente, por sí misma.

1. Para Descartes, en el mundo sólo existen dos tipos de sustancias: las mentales y las materiales, siendo la esencia o atributo de las primeras el pensamiento y el de las segundas, la extensión espacial (excluyéndose mutuamente).

2. Por otro lado, un ser humano consiste en una unión sustancial de cuerpo y mente. La fenomenología propia de la conciencia de uno mismo en Descartes incorpora corporeidad.

3. Las mentes son distintas de los cuerpos (es una distinción real, no conceptual).4. Las mentes y los cuerpos se influyen mutuamente de forma causal. Descartes

defiende un interaccionismo causal (que hubo de buscar una explicación en la glándula pineal), porque es el único modo que tiene de justificar que la mente pueda interferir en el mundo corporal.

DESCARTES, Meditaciones metafísicas

En la segunda meditación, parece que son una serie de actividades (dudo, juzgo, deseo, imagino y siento) lo que supuestamente caracterizan -o son atribuibles a- un ser pensante. Como tales, dan pie a proposiciones que podemos conocer o desconocer. Es decir, por un lado está aquello que hace a los rasgos mentales ser tales, y, por otro, el cómo podemos establecer la verdad de las proposiciones que nos permiten identificar dichos estados mentales. La cuestión es: cuando intentamos indagar acerca de lo que somos, nos topamos con una serie de proposiciones, autoevidentes para nosotros, y esto mismo constituye la característica epistémica que unifica los rasgos mentales en cuanto rasgos que podemos conocer. Este es uno de los aspectos que descubre Descartes de sí mismo en cuanto meditador. El siguiente rasgo, también netamente epistémico, es que estas proposiciones son necesariamente verdaderas en el momento de concebirlas (no son necesarias en un sentido metafísico; puede ocurrir que cuando no pensemos, no existamos). Entonces, si lo planteamos en estos términos –cosa que no tenemos por qué hacer-, la mente se caracterizaría, precisamente, por un determinado modo de ser conocida.

Pero, ¿cómo se produce el salto de lo meramente epistémico a lo ontológico? ¿Puede realmente Descartes dar ese paso? Hay un paréntesis en la segunda meditación que da cuenta de ello y lo explica: todo es atribuible a una mismidad: el yo, la identidad que permite decir que un pensamiento es propio. Esto no parece del todo legítimo: el yo podría no ser más que la forma en que se revelan este tipo de pensamientos.

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¿Por qué considerarla una sustancia portadora de propiedades? Los críticos del cartesianismo siempre se aferraron a esto; sin embargo, tampoco está del todo claro que esté dando este paso.

Ahora bien: la estrategia de autodescubrimiento es propiamente un acto del sujeto. Para Descartes, no parece haber diferencia entre ser un sujeto y descubrirse como tal. ¿Por qué esto es así? El meditador descubre, precisamente, aquello que ejerce como meditador. Tampoco distingue entre el acto de ver y el acto de pensar que ve, y aquí está la clave, el desliz ontológico. Esto puede entenderse de dos formas diferentes: por un lado, pensando que ver y pensar que se ve son, en realidad, el mismo acto (pensamiento); y por otro, entendiendo que son actos distintos pero que no pueden darse de forma aislada el uno del otro (siempre que veo, pienso que veo; siempre que pienso que veo, veo –claramente problemático). La tradición lo ha interpretado como una forma de conciencia, de apercepción: todo acto de ver es un acto consciente, emparejado con un acto de pensar que se ve. En definitiva, no parece más que una distinción epistémica.

Todos los acontecimientos mentales se definen, en su núcleo, como propios, y, consiguientemente, susceptibles de ser sometidos a nuestra actividad (es ahí cuando uno se autodescubre, etc.). Eso no quiere decir que no existan otros aspectos de la vida mental, pero sí que estos deben, en última instancia, manifestarse como aspectos sobre los que poder ejercer autonomía.

Según la traducción tradicional de la cartografía cartesiana de la mente, ésta se define por ser pensamiento y llevar incorporada la conciencia de uno mismo en cuanto ser pensante («mediante la palabra ‘pensar’ entiendo todo aquello que acontece en nosotros de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello» Principios de filosofía). Para nuestro plan de los conceptos filosóficos era muy importante considerar la asimetría de acceso a los estados mentales propios y ajenos, independientemente de la importancia que luego le vayamos a otorgar (p.e., metafísica), porque, ¿cómo explicarla? Para Descartes, la explicación –es decir, la relación privilegiada de intimidad de uno con su propia mente- es de orden epistémico: podemos conocer de manera inmediata nuestros estados mentales propios porque, por definición, son acontecimientos de los cuales nos apercibimos de aquella manera (el tipo de autoridad que parecemos exhibir radica, simplemente, en que tenemos un acceso directo a ellos).

No existe consenso respecto de si para Descartes la mente constituye un ámbito privado de contenidos de pensamiento -entendidos como contenidos de conciencia- al que cada uno accede de modo directo e infalible a través de la introspección o no. La idea cartesiana es, en primer lugar, que la mente se constituye como un espacio de subjetividad cuyo ser es su ser privado (independientemente de que pueda después compartirse o interpretarse en términos de conducta, etc.) y que goza de un rasgo de transparencia, articulado en dos tesis o niveles: infalibilidad (no podemos equivocarnos con respecto a nuestros propios pensamientos) y accesibilidad (todo pensamiento que tengamos no es accesible o es susceptible de serlo). Para todo pensar hay un pensar-que-pienso; para todo pensar-que-pienso hay un pensar. Una parte importante del planteamiento responde a la pregunta:

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¿cómo intervienen los enunciados que hablan sobre nuestra vida mental? Según la concepción cartesiana, los enunciados en primera persona informan o describen los estados o eventos presentes a la conciencia; de forma que los términos mentales adquieren significado en virtud de su conexión con los estados o eventos mentales a los cuales refieren.

Pero, ¿qué pasa con los enunciados en tercera persona? ¿A qué refieren? No está claro que podamos dar el mismo tipo de semántica a los enunciados en primera y en tercera persona. Una posible lectura sería como sigue: cada vez que hablamos de estados mentales ajenos, nos estamos apoyando, en realidad, en una suerte de procedimiento analógico, que requiere de un autorreconocimiento introspectivo previo4.

Así, los datos que tenemos no serían más que datos de conciencia propios, extrapolados. Pero, ¿cómo podemos ser capaces de construir egos que no nos son propios, con los que compartimos subjetividad? Si uno tiene una concepción cartesiana, es difícil comprender la alteridad más allá de una mera proyección analógica.

Por otro lado, para Descartes lo mental es independiente de los cuerpos -que son esencialmente máquinas- y de la conducta externa que en ellos puedan generar, lo que da pie al siguiente problema: el problema mente-cuerpo, que, aplicado al dualismo cartesiano de substancias5, adquiere la siguiente formulación: ¿cómo es posible que la mente -que ni es material ni está situada en el espacio- pueda ejercer poder causal sobre el mundo físico? Repasemos la tesis de Descartes:

1. Somos mentes; nuestra esencia es ser seres pensantes.2. El cuerpo es distinto de la mente (a nivel real, no epistemológico).3. La distinción mente-cuerpo se expresa en términos de substancias: la mente es

una y el cuerpo es otra. Sus respectivas propiedades, pensamiento y extensión, son mutuamente excluyentes.

4. Además, la mente está íntimamente –o sustancialmente6- unida al cuerpo.

La única manera que tiene Descartes de explicar esta unión es pensarla a modo de procesos de interacción causal, que pueden ser de varios tipos: de abajo a arriba (ser un sujeto de experiencias implica alguna clase de relación causal con los objetos del mundo físico a través del cuerpo), de arriba abajo (la mente permea el cuerpo y constituye una fuente causal de acciones en el mundo físico) e incluso de estado mental a estado mental (los procesos inferenciales de razonamiento también pueden entenderse como causales en virtud de lo que expresan los estados mentales, de su contenido). Isabel de Bohemia fue la primera en criticar de forma clara y directa la idea de que una mente pudiera introducir cadenas causales en el mundo físico, siendo –como se pretendía- independiente de él.

Siempre hay muchos presupuestos implicados a la hora de formular este problema; nosotros, por ahora, abandonemos un rato a Descartes. Además de lo que ya 4 Este problema siempre se ha planteado en clave epistemológica, como no podría ser de otra manera. Para muchos, lo que hay detrás del problema de ‘otras mentes’ es, dado el planteamiento de Descartes, un problema de escepticismo irresoluble.5 Es importante tener en cuenta que, ni todos los dualismos cartesianos son dualismos de substancias, ni todos los dualismos de substancias son dualismos cartesianos.6 Esta forma de explicarlo ha dado lugar, en algunos autores, a considerar un de substancias.

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hemos visto, existe una segunda cuestión relacionada con el problema mente-cuerpo: el principio metafísico del cierre causal del mundo físico, según el cual todos los efectos físicos tienen causas físicas que son suficientes para producirlos, dadas las leyes de la física (de modo que no necesitamos apelar a causas añadidas; ninguna cadena causal que involucra un evento físico cruza la frontera de lo físico a lo no físico7).

Una salida a esta cuestión viene dada por la teoría de la sobredeterminación casual, que dice lo siguiente: hay ciertos eventos físicos que pueden contar, al mismo tiempo, con una causa física y otra mental, siendo la causa física suficiente, en sí misma, para provocarlos. Sin embargo, se trata de una tesis metafísicamente bastante rara -y, hasta cierto punto, poco razonable-, pues: ¿cómo produce un efecto físico una causa mental si la causa física es ya suficiente para provocarlo? Si el mundo está compuesto de estos dos tipos de sustancias -y aceptamos la teoría de la causalidad implícita en Descartes-, esto implicaría la imposibilidad de llegar a desarrollar una teoría física completa del mundo físico, pues eventos físicos y mentales podrían formar parte de una misma cadena causal (tampoco podríamos desarrollar teorías psicológicas del mundo psicológico). ¿Cómo salimos de aquí? Tendremos que negar, al menos, alguno de estos tres presupuestos:

1. Los fenómenos mentales tienen efectos en el mundo físico.2. Todos los efectos físicos tienen causas físicas que son suficientes para

producir estos efectos.3. Las causas físicas y mentales no sobredeterminan los efectos físicos.

En ciertas teorías de la causalidad, que algo produzca un efecto depende de las características o propiedades físicas que tengan los elementos implicados. Entonces, si la mente tiene alguna realidad o efectividad, tenemos que entender cómo encuentran su lugar en el mundo físico. Si, como pensaba Descartes, se trata de dos dominios ontológicos diferentes –bien como substancias, bien como atributos-, dichos dominios deben interactuar. Nuestras salidas son, de momento: aceptar el interaccionismo cartesiano (claramente inconsistente), aceptar la teoría de la sobredeterminación causal (insuficiente), o, finalmente, aceptar el epifenomenalismo.

Esta salida, el epifenomenalismo, constituye una de las posibles maneras de negar el primer presupuesto (acerca de la causación mental), asumiendo la vida mental como un mero epifenómeno del mundo físico, como un subproducto derivado. Según el epifenomenalismo, aunque parezca que nuestra conducta es causada por nuestras creencias, deseos, sensaciones, etc., la sucesión de eventos causales y físicos es en realidad resultado de procesos neurofisiológicos subyacentes. Ningún evento mental es idéntico o reductible a un evento físico. Además, existe una dependencia causal de los estados mentales por parte del mundo físico (para todo evento mental que tenga una causa, esta será –por completo- un evento o conjunto de eventos físicos) que se pone a la impotencia causal de los propios estados mentales

(ningún evento mental puede ser causa -completa o parcial- de otro evento, ni siquiera de otro evento mental: las regularidades entre eventos mentales no son 7 Lo que no prejuzga que no haya cadenas de otro tipo ni implica un materialismo (sólo tiene que ver con cómo entendemos los eventos y las causas).

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conexiones causales genuinas). Es decir, en definitiva, lo que el epifenomenalismo propone es que la mente no hace nada. Entonces, si esto es así, ¿en qué sentido decimos que es real?

Otra teoría que podría utilizarse para resolver esto -sin negar, por cierto, ninguno de los principios-es el paralelismo (p.e., el paralelismo leibniziano), que rechaza el interaccionismo y propone que lo mental y lo físico constituyen cadenas separadas sin ninguna correlación (en el caso de Leibniz, Dios habría garantizado, en un momento inicial, la completa simetría –armonía preestablecida- entre estos dos órdenes).

RYLE, El mito de Descartes

El texto de Ryle tiene muchos más matices e interpretaciones que los de tratar de mostrar meramente dónde estaban los errores históricos. Precisamente, parte de su interés radica en que Ryle es capaz de comprender muy bien la importancia del cartesianismo, por qué fue una filosofía capaz de configurar nuestra imagen moderna del mundo. Por eso, la última nota es importante: a veces, un cierto mito nos ayuda a desembarazarnos de un mito aún más dañino (en este caso, el mito político de la obediencia a la autoridad); pero oculta también algo, y es que el cartesianismo no fue sólo la respuesta a una nueva condición histórica, al mecanicismo: respondía también a ciertas intuiciones básicas acerca de cómo accedemos a nuestros estados mentales, a cuál es nuestra intimidad con respecto a ellos o al grado de privacidad con que se nos presentan. Ryle no quiere reconocer esto, que es lo más evidente. En realidad, no nos importa tanto que la reconstrucción histórica sea o no correcta; sino la forma que él tiene de presentar el error: ¿por qué no reconocer que parte de los méritos del cartesianismo derivan de ser un proceso intuitivo de autodescubrimiento que coincide con nuestra conciencia introspectiva?

Detrás del mito, Descartes esconde un programa, un plan, que es lo que nos importa realmente: dar una geografía lógica de los conceptos mentales cotidianos, es decir, aquellos que no están ligados a una elaboración ya teórica o filosófica, y que utilizamos para catalogar las actuaciones –inteligentes o no inteligentes- de los seres humanos. El plan consiste, pues, en tratar de situarlos adecuadamente en relación con otros conceptos. Dice Ryle: «Los teóricos asumieron correctamente que cualquier hombre sano podría reconocer las diferencias entre emisiones significativas y no significativas…»; que luego esas diferencias se tradujeran en una división ontológica fuerte fue, precisamente, uno de los errores del cartesianismo.

No queda socavado el carácter propositivo de nuestras acciones; cualquier teórico debe partir de ello. Tampoco está en juego la intuición introspectiva, aunque puede ser solamente ilusoria, sino la capacidad que tenemos los seres humanos de atribuir conciencia e interpretar a terceros sujetos como teniendo determinados estados mentales. Este debe ser el punto de partida: tenemos una serie de conceptos que nos sirven para juzgar el conocimiento en cuanto propositivo y que usamos con sentido y significado.

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Lo que tenemos que hacer es tratar de que no se desvirtúe nuestra metafísica debido a una mala compresión de la utilización de dichos conceptos, que no haya deslices categoriales.

El uso correcto de estos conceptos cotidianos se desarrolla de acuerdo con unos ciertos criterios de aplicación, de forma tal que sólo se puede llevar a cabo conociendo dichos criterios. La idea de Ryle es que, detrás del cartesianismo, se daba un uso erróneo del vocabulario sobre lo mental. Pero, ¿en qué consistía este error? ¿Por qué Ryle lo considera un mito? El plan de conceptos cartesiano se basaba –dice Ryle- en un error categorial, según el cual los conceptos “mente” y “cuerpo” pertenecían al mismo tipo lógico, y, consiguientemente, podían plantearse en términos de conjunción y disyunción. La clave está en lo siguiente: el vocabulario sobre lo mental es previo a cualquier elaboración filosófica; es el punto de partida, que nos inserta en un mundo de sentidos y de significados.

Cuando Ryle intenta explicar el error categorial a través de ejemplos, lo hace con situaciones cada vez más difíciles. Sin embargo, es importante darse cuenta que, en todos ellos, la persona que pregunta se caracteriza por no haber entendido bien los términos, por no ser capaz de emplearlos con propiedad (por desconocer los criterios lógicos de aplicación de sus categorías específicas y tratar de aplicarles otros). Ahora bien, existe otra clase de errores categoriales –y esto Ryle lo enfatiza mucho- aquellos que involucran términos que aplicamos correctamente y con sentido: Descartes era un ser perfectamente competente en la utilización de los conceptos mentales –al menos, en situaciones familiares-, y, con todo, cometió el error. ¿Podemos decir, entonces, que era realmente competente? ¿Es uno competente en algo sólo en la medida en que se restringen sus circunstancias? Lo curioso es que se trata de un error en el que todos podríamos incurrir, al que todos estamos propensos. En este sentido, empezar por la introspección era casi garantía de acabar cometiendo el mismo error, por lo que no era el modo adecuado de plantear la cuestión. El filósofo siempre se apoya en datos, por lo que deberíamos preguntarnos: ¿qué datos hay que eliminar? La experiencia de Descartes es la de un ser autoreflexivo; la de Ryle, la de un ser que interactúa con otros seres dotados de mente. En este caso, los datos, pues, no son relativos al carácter introspectivo de la conciencia, sino a la capacidad de interpretar la racionalidad.

Una forma de establecer un plan para los conceptos psicológicos es la que nos ofrece el planteamiento cartesiano, según el cual dichos conceptos se aplican directamente -de manera primaria- a los propios pensamientos, cuya misma noción está estrechamente ligada a cómo uno se apercibe de ellos, a través del proceso aperceptivo de introspección (esta dimensión epistémica impregna todo el planteamiento). Sin embargo, este plan está ligado a una cierta ontología, bastante problemática: los estados mentales suceden en una especie de lugar sui generis en el que se dan, de manera real, llegando a formar parte del mundo causal (están unidos a una sustancia). El problema, entonces, radica en cómo asumir que lo mental se halle inserto dentro del universo causal al mismo tiempo que aceptamos el dualismo de substancias. En realidad, el salto a la ontología no constituye exactamente un nuevo paso, un paso distinto, sino que responde a la siguiente pregunta: ¿refieren nuestros conceptos mentales a algo real? Si uno piensa que su aplicación requiere de una semántica de condiciones de verdad,

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entonces, debe admitir la existencia de unas instancias o elementos que determinen su valor de verdad; en este caso, los fenómenos mentales, entendidos como aquella realidad que se nos descubre de forma inmediata al realizar la introspección.

En cierto modo, este plan incluye una cierta semántica de condiciones de aplicación del vocabulario mental; de modo que se presupone que, al utilizarlos en primera persona, lo que estamos haciendo es informar. Aún más, estos informes podrían llegar a ser utilizados por una psicología científica, que los tomase como datos primarios –aunque, quizás, corregibles- de su investigación (como, de hecho, hizo parte de la psicología del siglo XX, de corte introspeccionista)8. Ahora bien, una parte importante de la comprensión de lo que sea la vida mental requiere tener en cuenta que, en cuanto que tenga efectos causales –y aún si no-, se va a traducir necesariamente en conducta; conducta que, por otra parte, podrá admitir diversos grados de complejidad. Descartes interpretó esta manifestación a partir de la causación, asumiendo la mente causaba movimientos físicos (la conducta no interesaba más que por depender de una instancia mental con la cual se asociaba). Pero Ryle vio esto como el producto de una gran confusión, de un tremendo error categorial. En consecuencia, él decidió tomar como punto de partida algo mucho más fundamental e inmediato que la introspección, a saber: el tipo de conducta que exhibimos y con la cual somos capaces de introducirnos en un universo de interpretación (punto explícitamente anti-cartesiano; poder interpretar la conducta como algo más que un movimiento causado). Cualquier persona sana puede distinguir caracterizaciones en la conducta de los otros, superando una visión mecanicista de la mente.

En realidad, lo que Ryle está haciendo es proponer un plan diferente, enriquecido, para el cual no importa tanto que los conceptos se apliquen o no correctamente a nuestros propios estados mentales, como que, al menos en circunstancias familiares, nos permitan hablar con sentido de los demás e interpretarlos. Para Ryle, los conceptos se aplican directamente a la conducta, entendida como algo más que un mero movimiento. La dimensión epistémica, en este caso, refiere al reconocimiento que ejercemos sobre la conducta de los otros mediante la observación; y la ontología que desarrollemos, tendrá que ser acorde con esto (no pudiendo poner al mismo nivel ontológico las cosas –stuff- y la mente). Ryle también es, como Descartes, anti-mecanicista; sólo que uno que considera que el cartesianismo debe ser revisado, pues conduce a una lógica errónea de nuestros conceptos mentales: Descartes no sólo se equivocó al pensar que los datos introspectivos referían a algo, sino también al identificarlos como lo más inmediato, como el punto de partida. Ahora vamos a ver que opciones nos abre el poner énfasis en la conducta como punto de partida.

Este giro es vinculable, principalmente, a dos tradiciones: el conductismo psicológico9, de carácter teórico y metodológico, y el filosófico, que tiene que ver con 8 Acudiendo a William James, uno se encuentra con declaraciones tales como que la psicología es una ciencia de lo mental, entendido como un dominio de fenómenos bien definido, y como que su estrategia consiste en atender a todos los datos introspectivos que uno extrae de su corriente de conciencia (eso sí, con todas las precauciones científicas…).9 El conductismo psicológico constituye una determinada forma de llevar a cabo esta ciencia, a través de la implantación de ciertas restricciones: en primer lugar, que sólo se pueden tomar como datos básicos aquellos que

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los modos en que podemos entender la relación entre términos mentales y conductuales (es decir, con el modo en que se pueden relacionar la mente y la conducta), y se subdivide, a su vez, en dos ramas: el conductismo analítico y el conductismo ontológico. Para el conductismo ontológico, por ejemplo, las relaciones serían de tipo evidencial; mientras que para el analítico, lo serían de tipo criterial, pues asume la posibilidad de entender los conceptos mentales mediante su reducción analítica –definicional- a manifestaciones de conducta (criterio verificacionista de aplicación de su significado)10. Pero, si asumimos esta última vía, ¿qué pasa con las disposiciones a la conducta? Éstas, como tales, son inobservables. Los conductistas tuvieron que desarrollar un criterio basado en condicionales subjuntivos para salvar esta falla, obligando a construcciones que resultaban ontológicamente muy extrañas (además, y en cualquier caso, lo que es evidente es que los criterios de significación verificacionistas dejan fuera de juego a prácticamente todo nuestro lenguaje).

La otra forma de entender las relaciones entre mente y conducta es pensar que esta le es constitutiva, en sentido ontológico; es decir, que, básicamente, lo mental es un tipo particular de conducta (no caracterizada de cualquier manera, como mero movimiento). Ryle quiere salirse de la dicotomía, quiere cortocircuitar las condiciones en las que el problema se plantea así; en su opinión, no hay forma de plantear la cuestión de lo mental sin hacer alusión a su conexión con la conducta. Tendremos que analizar las formas en que se puede dar esa conexión: evidencial, criterial…

El plan de Wittgenstein tenía que ver, fundamentalmente, con dos cosas: entender las oraciones en primera persona del presente y entender las oraciones en tercera persona del presente, que consideraba informativas (siendo la semántica de las oraciones informativas la de ilustrar estados de cosas posibles). Pero, si no son informativas, ¿qué es lo que hacen las oraciones en primera persona del presente? Para Descartes, eran también informativas, lo que se traducía en una semántica uniforme que, al chocar con una epistemología asimétrica, tenía como resultado una ontología absurda. Para el conductista, también la semántica era uniforme (informaba –en primera o tercera persona- sobre la conducta; sólo en apariencia sobre estados mentales), así como la epistemología; algo que hubiera constituido claramente una ventaja de no ser porque implicaba hacernos tragar que el autoconocimiento se fundamenta también en evidencia conductual, observacional. Pero entonces, ¿qué nos queda? Atendiendo a Wittgenstein, lo único que podía hacerse es romper la problemática uniformidad semántica, proponiendo, en definitiva, que los criterios de aplicación de los conceptos mentales difieren en primera y tercera persona.

La pregunta debe ser, entonces: ¿qué es lo que –de hecho- hacemos con nuestro lenguaje? No hay necesidad de suponer que hagamos siempre lo mismo; podríamos estar expresando pensamientos. Hasta entonces, se pensaba que el pensamiento, como tal, o bien era una cierta condición psicológica con la cual te encontrabas o bien era una

partan de la conducta observacional y pública de los individuos; y, en segundo, que sus explicaciones no puedan apelar a ninguna clase de causas ocultas de carácter psicológico inobservable.10 Se consideraba que un término era significativo siempre y cuando pudiese establecerse su criterio de verificación; en este caso, la conducta externa.

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entidad abstracta a la que accedías. Wittgenstein va a intentar salirse de esto, a fin de no caer ni en el puro solipsismo ni en el puro platonismo que le tentaban en el Tractatus (donde seguía pensando en la idea de lenguaje como expresión del pensamiento). En las Investigaciones, en cambio, se revela contra esta idea, optando por ir directamente a analizar aquello que hacemos con el lenguaje. Parece que si uno piensa que las oraciones en primera persona funcionan a modo de informes, tienen que tener un nivel descriptivo representacional de aquello de lo que informen. La alternativa es coherente con el cartesianismo y con la posibilidad de que alguien pueda formular privadamente un lenguaje que hiciera referencia a elementos que sólo su dueño pudiera reconocer, y, consiguientemente, que sólo él pudiera entender (cosa que, como veremos, no es posible).

Como vimos el otro día, el plan que traza Wittgenstein para el vocabulario sobre lo mental se basa en el análisis de las oraciones en primera y tercera persona del singular, de forma que, aparentemente, unas informan y las otras expresan (¿se puede establecer una continuidad semántica?). Para Wittgenstein, los criterios de aplicación de dichos conceptos difieren en ambos casos: Descartes se dejó engañar por una mala gramática, nos hizo pensar en ficciones gramaticales. Para poner esto de manifiesto, Wittgenstein va a introducir un problema que no es subsidiario: ¿es concebible que alguien pudiera hablar un lenguaje privado? De ser imaginable, ¿en qué consistiría? Para Wittgenstein, sería un lenguaje tal que haría referencia a elementos que sólo su dueño pudiera conocer -esto es, a sus sensaciones privadas-, y, en consecuencia, que sólo él podría llegar a entender: no estaría dado a la interpretación.

Sólo con que el cartesianismo fuese compatible con esta posibilidad, tendría que ser considerado erróneo, y, de hecho, la forma que tiene Descartes de plantear el problema deja abierta esta posibilidad (si bien es verdad que él no se compromete con ella; la salva planteando el lenguaje como una de las propiedades de lo mental). Pero que pueda haber lenguajes más allá de las prácticas interpretativas es filosóficamente muy sospechoso, por eso, de acuerdo con Wittgenstein, no se puede pensar sobre los estados mentales más que bajo de la perspectiva de su expresividad. Eso no quiere decir que los tengamos que eliminar, sino que debemos concebirlos dentro del contexto básico de su expresividad y de la posibilidad de informar sobre ellos. Entender que hay un lenguaje -incluido el que nos permite hablar de nuestros propios estados mentales- y que somos seres lingüísticos depende de la atención que prestemos a su marco expresivo e interpretable.

Mediante una serie de reflexiones, Wittgenstein va a mostrar que todas las posibilidades de imaginar un lenguaje privado se desmoronan, pues, entre otras cosas, Descartes no sólo hizo un mal uso de la gramática sobre los estados mentales, sino también sobre la idea se saber. En su opinión, no hay ninguna diferencia entre decir «sé que me duele p» y «me duele p», a no ser que previamente se haya planteado una duda al respecto, en cuyo caso ese «sé» tendría la función de enfatizar (si no, no aporta nada). Si esto es así, las caracterizaciones epistémicas aplicadas a lo mental introspectivo por Descartes -en términos de indutabilidad, infalibilidad, etc.- carecen de sentido. Para Wittgenstein, que algo pueda conocerse implica que puede conocerse por uno mismo y por otros: si no tiene sentido decir de mí mismo que estoy en duda sobre si tengo dolor,

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entonces, no tiene sentido aplicar el concepto de saber al hecho de que tengo dolor. Lo que Wittgenstein está proponiendo, en última instancia, es una clase de conductismo: no podemos dar sentido a las palabras sobre nuestras sensaciones si no las asociamos a sus manifestaciones naturales, la conducta (criterio de aplicación constitutivo de los estados mentales).

Un último problema que vamos a ver, a partir de Wittgenstein, se condensa en la pregunta: ¿refieren las palabras sobre lo mental? Y, si es así, ¿cómo se asocian con las sensaciones? Para Wittgenstein, el modo en que una palabra refiere tiene que ver con el modo en que se ha aprendido: hablar de sensaciones es una habilidad que se adquiere, también, en ciertos contextos de aprendizaje. ¿Cuáles serían los contextos en este caso? La solución es la siguiente: el vocabulario sobre lo mental no refiere, expresa; hablar de sensaciones no supone figurar un mundo, sino sustituir una expresión por otra, más sofisticada (la expresión verbal del dolor reemplaza a la manifestación natural del dolor –por ejemplo, un berrido-, no lo describe: ambas son manifestaciones conductuales). Los lenguajes privados no tienen sentido porque, aunque una persona fuese instaurando nombres por doquier (lo que parece que se pretende al hablar de las sensaciones privadas), en la medida en que no fuese capaz de explicarlos, éstos no serían significativos: para poder nombrar algo con sentido es necesario todo un lenguaje previo que siente las condiciones requeridas para su nombramiento: una gramática que establezca de antemano el puesto que va a ocupar ese término.

No hay nada más allá del propio uso y lo que el uso ha establecido. Por eso, no tiene sentido pensar el lenguaje desde fuera del lenguaje, cuando estos ya inmersos en su uso. «El significado no es más que lo que la explicación del significado explica». El lenguaje es aquello que nos permite explicar cuándo las palabras tienen significado.

Conductismo

El conductismo nace de la idea de que la barrera entre el cuerpo/conducta y la mente no puede ser una barrera metafísica, es decir, de que su relación tiene que ser un poco más íntima. Se trata, pues, de reaccionar contra una forma de cartesianismo según la cual lo mental sería algo así como una suerte de teatro al que sólo uno mismo se pudiera asomar. En consecuencia, y ya que su uso no puede fundamentarse en una serie de estados internos inobservables, considera que los conceptos psicológicos tienen que ser tratados en términos de conducta manifiesta o de disposiciones a la conducta. Si el conductismo tiene razón, podríamos hacer una traducción de todo nuestro lenguaje psicológico en estos términos y el tipo de oraciones que obtendríamos serían verdaderas en virtud del significado de sus términos (serían oraciones analíticas). Esto se entiende, básicamente, como un criterio verificacionista del significado, en base a un cierto tipo de condicionales, los condicionales subjuntivos: si se dieran ciertas circunstancias (observables), el sujeto se comportaría de cierto modo.

Esto no significa que haya una disposición en sentido realista, sino que ciertos condicionales se satisfarían. Los objetivos del conductismo se resumen en:

i. Disolver el tradicional problema mente-cuerpo.ii. Resolver el misterio del conocimiento de las otras mentes.

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iii. Clave: cerrar la distancia entre lo mental y las manifestaciones características en conducta.

En realidad no se trataría exactamente de “disolver” el problema mente-cuerpo porque, desde esta perspectiva, el problema ni siquiera se genera, no hay fronteras metafísicas que saltar. Una vez descubierta la lógica correcta del uso de los conceptos mentales, el debate se viene abajo (y, con él, toda una serie de posturas derivadas, como el materialismo y el idealismo). Ahora bien, si quiere ser serio, el conductista tendrá que especificar de manera muy precisa cómo se establece esa conexión que permite cerrar la distancia ontológica: es una conexión analítica o, al menos, que exhibe un cierto tipo de necesidad (si todos los estados mentales no son nada más allá de racimos de conducta o de disposiciones a la conducta, su conexión debe ser necesaria). Es importante, para ello, distinguir entre la propiedad disposicional y su manifestación, que no tiene por qué producirse.

Sin embargo, el conductismo, entendido de esta forma, no puede ser la respuesta final, pues adolece de múltiples defectos. En primer lugar, algunos de los argumentos a su favor descansan en principios verificacionistas del significado que dejan fuera la mayor parte de nuestro lenguaje. Como nos enseñaba Wittgenstein: el conductismo implica un modo de aprender nuestros conceptos -a través de la conducta externa observable- que no se corresponde con el modo en que, de hecho, los aprendemos (por eso él mismo no puede ser un conductista, como algunos consideran). Además, si la relación entre la mente y la conducta es tan estrecha como se sugiere, quedaría conceptualmente eliminada la posibilidad de las simulaciones de conducta, de modo que la mera satisfacción de los condicionales de conducta no puede ser suficiente para llevar a cabo una atribución de estado mental. Esta cuestión, la relación de los conceptos psicológicos con la capacidad de simular y fingir, es muy importante en Wittgenstein; y plantea cuestiones como: ¿qué relación hay entre la posesión del concepto de dolor y la posibilidad de fingir el dolor? ¿Sólo los seres capaces de fingir el dolor pueden tener el concepto de dolor?

Si entendemos el engaño como algo más que una mera manipulación de la conducta, es decir, como una manipulación de la conducta basada en una serie de presuposiciones y atribuciones complejas de la mente de los otros, la pregunta es: ¿cómo podríamos manipular mentes sin ser capaces de leerlas, es decir, en ausencia de un cierto tipo de conceptos? En efecto, las conductas de fingimiento y las aseveraciones insinceras parecen estar ligadas, al menos en nosotros, al dominio de ciertos conceptos y a la posibilidad de realizar atribuciones a terceros, y la lectura conductista nos deja en un nivel de comprensión que no involucra estos aspectos: no puede dar cuenta de una situación de posesión de ciertos estados mentales en la cual es posible desligarse de ellos del modo en que nos desligamos en el fingimiento.

Así las cosas, parece que la relación entre mente y conducta no puede ser conceptual, como se pretende, sino de un tipo más complejo que permita estos desacoplamientos manipulables. El propio concepto de lo mental no puede estar definido por disposiciones a la conducta.

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Cumplir los contrafácticos, entonces, no es suficiente, pues no es necesario estar en ciertos estados mentales para exhibir ciertas disposiciones a la conducta. Pero encontramos que lo mismo puede ocurrir a la inversa: tampoco es necesario para estar en ciertos estados mentales exhibir un cierto tipo de conducta: uno podría ser un super-espartano entrenado para no manifestar nunca sus dolores en conducta abierta. El conductista podría alegar, ante esta posibilidad, que aunque el espartano fuera capaz de reprimir el dolor, aun así tendría la disposición; podría estar dispuesto a manifestarlo, por ejemplo, a través de una oración. Pero por eso, para evitar esta réplica, Putnam planteó la posibilidad de un mundo en el que hubiera también super-super-espartanos, los cuales, además de reprimir el dolor, tampoco darían nunca informes de él, pues habrían conseguido suprimir incluso el habla sobre el dolor. Cada individuo, en este mundo, podría tener su modo privado de concebir el dolor e incluso conocer la palabra para el dolor, pero nunca la utilizaría más que, en todo caso, para hablar consigo mismo; pretendería, a todos los efectos, no conocer ni el fenómeno al que refieren estas palabras. Esta posibilidad pone de manifiesto que la conexión entre el dolor y algún tipo de conducta es contingente; de hecho, cualquiera manifestación de conducta que elijamos, podemos concebir un organismo tal que no lo presente. En ese sentido, podría ocurrir que las implicaciones entre estados mentales y conducta solo fuesen válidas en el interior de una misma especie, es decir, que no hubiese implicaciones de conducta universales.

Además de todo esto, el conductismo encuentra problemas a la hora de conocer los estados mentales propios. Si los estados mentales refieren, simplemente, a manifestaciones de la conducta externa, ¿podemos tener algún tipo de relación epistémica con nuestros propios estados mentales? Según el argumento Chisholm-Geach, parece que no es posible especificar las manifestaciones características de un estado mental sin hacer intervenir otros estados mentales: para cualquier implicación plausible entre un estado mental M y una conducta C, hay siempre otros estados mentales M1… Mn que juntos implican que no se dé tal conducta C. Es decir, existe un holismo de lo mental, en virtud del cual las disposiciones a la conducta sólo son vinculables a un estado mental en el contexto de otros muchos estados mentales. Y, por último: el conductismo no dice nada sobre la dimensión experiencial y cualitativa de los estados mentales.

PUTNAM, La naturaleza de los estados mentales

Hay que superar la aparente ruptura entre la mente, por un lado, y el cerebro y la conducta, por otro. Intuitivamente, sabemos que la mente tiene que tener algún tipo de conexión con la conducta, algo que, en cierto modo, podamos identificar. De hecho, la idea de que existan correlaciones entre un cierto estado mental y un cierto estado cerebral, algo que aprendemos empíricamente, es compatible hasta con el cartesianismo; si existe algo así como lo mental, entonces, tiene relación con estados cerebrales.

Ahora bien, para evitarlo (el cartesianismo), se puede adoptar una posición basada en lo siguiente: (i) Tenemos una serie de conceptos que nos permiten describir los estados mentales en términos de disposiciones a la conducta; y (ii) Si no podemos realizar reduccionismos, todos aquellos aspectos residuales de la experiencia consciente

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introspectiva podrían reunirse –como se hizo a finales de los años 60- bajo un mismo elemento, en base a una teoría de la identidad (de tipos). Por el momento, tenemos una crítica compleja al cartesianismo que involucra una cierta alusión al conductismo y según la cual para un estado consciente cualquiera éste es idéntico a un estado cerebral, es decir, existe un tipo de identidad entre los conceptos «estado mental» y «disposición a la conducta» (y, quizás, entre los estados mentales mismos y las disposiciones a la conducta). Con esto, hemos eliminado la barrera ontológica, pero, ¿cómo interpretar esas identidades?

Pues bien, el artículo de Putnam empieza, obviamente, con la forma en que se ha de entender la identidad en ese tipo de teorías, lo que acabará derivando en una teoría empírica de carácter general sobre la naturaleza de los estados mentales; teoría que, al mismo tiempo, constituirá una teoría acerca de los conceptos psicológicos, según la cual los estados de conciencia son estados funcionales. Por último, Putnam ofrece una crítica muy breve al conductismo (pues este tema ya lo había tratado en profundidad en su artículo sobre los súper-súper-espartanos) y a la teoría de la identidad mente-cerebro tal y como había sido planteada. Se trata, en definitiva, de establecer la formulación de una explicación filosófica que no se comprometa con abismos ontológicos; para ello, es Putnam enlaza las críticas a ambas propuestas a partir de una que las supera.

A: «Tener una creencia es estar dispuesto a comportarte así o asá». B: «Tener dolor es estar en un estado cerebral». C: «La temperatura es energía molecular cinética media».

Estos enunciados son claramente enunciados de identidad, no estructuras predicativas, ahora bien, ¿son informativos? Según Putnam, las identidades pueden ser tratadas como identidades conceptuales o como identidades genuinamente informativas o empíricas: las primeras se consideran verdaderas en virtud del mero significado de sus términos; en las segundas, en cambio, se produce un salto cualitativo, requieren de algo más: sólo son filosóficamente informativas si son reductibles hacia lo observacional. El propósito de Putnam va a ser mostrar que la oración B no se ajusta a ninguno de esos dos tipos de significación, definidos por el positivismo lógico: no todo lenguaje significativo se ajusta a esos criterios. Por tanto, parte de la estrategia pasa por salvar al teórico de la identidad del tipo de críticas según las cuales esta clase de enunciados son ininteligibles. La cuestión es que, independientemente de que el enunciado B sea o no verdadero, debe estar abierta la posibilidad de que una oración de identidad cuyos términos no sean sinónimos –en virtud de sus reglas de uso- sea igualmente significativa y aceptable sobre bases empíricas y metodológicas.

A partir del ejemplo de la temperatura, Putnam va a defender, por analogía, que B no expresa una relación entre conceptos, que no se trata de una mera identidad conceptual, y, en consecuencia, que tiene que ser tratado de otra forma. ¿Cuál es el siguiente paso?

Siguiendo a Carnap, tendrá que tratarse de un enunciado de reducción de propiedades. Sin embargo, Putnam propone lo siguiente: ¿y si lo que se está dando es una mera correlación, en lugar de una reducción? En ese caso, lo que habría que hacer es explicar dichas correlaciones, de carácter empírico. Para ello, Putnam va a proponer

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una hipótesis empírica de carácter general que funcione a modo de marco general para replantear la cuestión.

Nuestro objetivo es tratar de entender en qué consiste que un organismo presente o exhiba mente, como algo ligado a un conjunto de conceptos de uso cotidiano que utilizamos para realizar atribuciones de mentalidad. Para algunos autores, el marco de psicología ordinaria que configuran estos conceptos define una especie de teoría o ley, derivada de las relaciones sistemáticas entre todos ellos. Pero parece que tenemos, además, la posibilidad de llevar a cabo un estudio científico de lo que es la mente, con sus propios conceptos de psicología científica. Para alguien como William James, por ejemplo, la descripción de los conceptos psicológicos conforme a las categorías cotidianas había de ser aquello que guíe la investigación. En cambio, el conductismo científico propuso una forma de hacer psicología científica como no siempre comprometida con mantener las categorías de la psicología ordinaria; y un conductismo como el de Ryle pretendía, simplemente, establecer una geografía lógica de los conceptos. Por lo tanto, uno de los grandes problemas ha sido esto: ¿debe la psicología conservar algo de nuestra auto-comprensión ordinaria?

Para Fodor, la psicología ordinaría sería una especie de proto-ciencia que la psicología científica debe perfeccionar, refinar y, en ocasiones, revisar, ofreciendo taxonomías, algún tipo de enunciados legaliformes y explicaciones de la conducta en su exhibición de mentalidad. Pues bien, bajo esta perspectiva, tenemos que explicar, por un lado, la relación de la mente con la conducta (a priori – conceptos), y, por otro, su relación con el cerebro (teorías de la identidad – propiedades conocidas empíricamente). Ambos tipos de análisis están sometidos a críticas muy radicales: el conductismo es insostenible por la imposibilidad de especificar una la conducta o las disposiciones a la conducta sin mencionar otros estados mentales, como destaca el argumento Chisholm-Geach; si algo sabemos de los estados mentales es, precisamente, que no podemos conocerlos aislándolos unos de otros. Además, no se puede desarrollar una teoría psicológica conductista que no sea chovinista, es decir, restrictiva para una misma especie (presupone que cualquier ser que exhibiese dolor tendría que instanciar la misma propiedad físico-química que nosotros instanciamos). Además, según la teoría de identidad de tipos, si encontrásemos cualquier ser extraterrestre al que, por su conducta, estuviésemos dispuestos a atribuir dolor, entonces, sólo podría presentar esas mismas instancias de tipo neuroquímico: nuestra psicología científica no puede regirse bajo los principios de puras identidades, pues impiden la extrapolación a otras especies.

Funcionalismo

La teoría funcionalista, tal y como la propuso el propio Putnam, supone una crítica a la teoría de identidades de tipos, no de instancias, a la que propone una alternativa: un esquema empírico de carácter general para entender la mentalidad. Básicamente,

según esta teoría la mente y los estados mentales tienen que entenderse en virtud de sus papeles funcionales en el seno de sistemas u organismos adecuadamente organizados. En ese sentido, asume que la mentalidad es algo que tiene que ver con el grado de organización de un sistema complejo en el que los estados mentales contribuyen

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causalmente para su funcionamiento (se considera un estado funcional aquel que ocupa un determinado rol causal dentro de un sistema). Con esto, el funcionalismo hereda del conductismo el hecho de que no es separable de las atribuciones de conducta; de hecho, considera que exhibir un cierto tipo de conducta es constitutivo de tener unos ciertos estados mentales, sin que ello quiera decir que sea reductible. Es decir, la conexión con la conducta sigue siendo muy fuerte. Respecto de la identidad de tipos, plantea: es obvio que no se puede excluir a priori que las propiedades mentales se realicen sólo en unas estructuras físicas muy concretas, pero tampoco lo contrario.

Para el funcionalista, la relación existente entre un estado mental y un estado cerebral no es de identidad, sino de realización (a nivel metafísico). Pues bien, de acuerdo con el “principio de realización física múltiple” (R.F.M), las bases neuroquímicas a partir de las cuales se realizan los estados mentales pueden variar entre especies. Además, si uno no quiere caer en el inmaterialismo debe añadir, además, el matiz de que los estados mentales tienen, de hecho, realizaciones físicas; este es el segundo aspecto del principio: las mentes deben estar incorporadas, pero es un requisito añadido, posterior, que no deriva directamente de la propia noción de mentalidad. En definitiva, según lo dicho podrían existir distintas estructuras físicas y biológicas diferentes que realizasen los mismos estados mentales, y en ese sentido no hay ninguna restricción a priori, aunque lo que está claro es que siempre tiene que haber alguna. Para apoyar esto, el funcionalismo se basa en una analogía con respecto a los artefactos, y, en concreto, con respecto a dispositivos computacionales, que pueden ser descritos en virtud de su estructura o de su función. La pregunta que subyace es la siguiente: ¿y si la relación entre la mente y el cuerpo fuese análoga a la relación entre el software y el hardware de un ordenador? La mente podría ser un programa que se realizase en distintos lugares, en distintos hardwares, siendo lo único relevante la estructura funcional descrita en el software. Conviene tener presente que el funcionalismo no reduce el pensamiento a la disposición física de una máquina: sólo asume que puede instanciarse y realizarse en una.

Por otro lado, las propiedades mentales de carácter funcional han de ser entendidas como propiedades de carácter formal con poder causal, pues la descripción funcional de un sistema consiste, precisamente, en la descripción de un proceso causal acerca de cómo una serie de inputs, convenientemente identificados, dan lugar a una serie de outputs, a través de una serie de reglas y atendiendo a una serie de estados intermedios. El primer paso para una descripción funcional pasaría, entonces, por especificar el tipo de inputs válidos para una máquina –algo que, definitivamente, no es tan obvio como parece- y el tipo de outputs que es capaz de generar, así como el tipo de estados internos de los que es susceptible y las reglas que regulen sus transiciones, ya sea de forma determinista o probable [S, i → S’, (o)]. Hay que tener en cuenta que de una máquina pueden darse varias descripciones funcionales y, lo que es más curioso, que puede hacerse una descripción funcional casi de todo.

Asimismo, cualquier descripción funcional puede estar realizada por varios sistemas distintos, incluso teniendo descripciones estructurales muy diferentes (el funcionalista pondrá la atención en el software, no en el hardware, es decir, en la descripción funcional, no estructural). En este sentido, Putnam propuso la idea de que la

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mente debía ser como una máquina de Turing, de modo que pudiese especificarse una tabla que recogiese sus entradas, salidas e instrucciones. Así, los estados mentales dependerían de inputs y de otros estados mentales, y, a su vez, serían causa de otros estados mentales y outputs.

KIM, El problema mente-cuerpo tras cincuenta años

Texto metafísico. Revisión del panorama y profundización en problemas. Versión particular del funcionalismo.

El problema mente-cuerpo se resume en la cuestión de dar un lugar a la mente en la naturaleza. La concepción dualista le da un lugar privilegiado: propio dominio ontológico. El conjunto del mundo incluye dos sustancias: mente y materia.

Va a dar lugar a otro problema: causación mental. Fisicalismo: todo lo que es depende, en última instancia, de propiedades físicas. ¿Relación de dependencia? ¿Metafísica?

Conceptos metafísicos: Sobreveniencia Emergencia Identidad Realización (implementación) Reducción

Tesis: el problema mente-cuerpo tiene dos vertientes:o Físico-funcionalista: propiedades funcionales intencionales que pueden

reducirse a propiedades físicas.o Epifenomenista: hay propiedades intrínsecas cualitativas irreductibles.

Problema: causación. El problema de la conciencia y el de la causación mental se encuentran en un

punto. “Realización múltiple”: distintas estructuras / propiedades físicas dan lugar a una

misma propiedad mental funcional (ej., máquina de vender billetes y vendedor de billetes).

La idea de realización (≠instanciación) aparece en los años 60. Es una posibilidad: realizabilidad (que luego se dé o no es algo empírico).

Sobreveniencia: o Es un término filosófico introducido en la ética por Moore. Expresa el tipo

de dependencia que se da entre las propiedades base y las sobrevenientes. Relación metafísica. Noción general, no sólo fisicalista. Una vez fijadas las propiedades no normativas de algo, quedan fijadas las normativas. Se ha aplicado a numerosos dominios, como la estética: las propiedades físicas fijan las propiedades estéticas o también juicios. En la relación mente-cuerpo: propiedades base-físicas, propiedades sobrevenientes-mentales (no puedes tener un gemelo físico que no tengas tus mismas propiedades mentales; las contrapartidas en mundos posibles).

o Definición formal: «Si un organismo instancia una propiedad psicológica M (ej., dolor) en un momento dado, entonces, tiene en ese mismo momento alguna propiedad física P sobre la que M sobreviene, tal que necesariamente si algo tiene P, tiene M».

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I, II: ¿? III: crítica a una noción particular de reducción; IV, V: su propuesta. La relación de sobreveniencia no resuelve el problema. Apela a:

Correlaciones fenoménicas (nomológicas: leyes) Explicaciones

¿Por qué lo mental sobreviene a lo físico? No tiene por qué ser una explicación causal.

o Es compatible con diversas posiciones metafísicas, p.e., armonía preestablecida y teoría del doble aspecto (Leibniz y Spinoza, respectivamente)

o Genera los mismos problemas que tenía Descartes y ni siquiera excluye la relación de identidad –de Kim- (si se da identidad, se da sobreveniencia, en el sentido de sobreveniencia estricta).

o Reconoce la no-reductibilidad de las propiedades mentales a las físicas. Emergentismo: dadas ciertas propiedades físicas, emergen otras de otro nivel (ej.,

biológicas). Muy extendida. No buscar explicaciones más profundas; adquirido cierto grado de dificultad, ciertas cosas emergen.

Problema de la funcionalización: clave del texto. La noción de realizabilidad múltiple implica la noción de irreductibilidad. El

funcionalismo nos da una metafísica fisicalista no reductiva.o Realización: ≈ forma de reduccionismoo Sobreveniencia → no vale

Es reduccionista, según la noción específica de reducción. Reconoce la realizabilidad múltiple. ¿Cómo? Proceso de dos fases:

1. Funcionalización: definición funcional de un concepto. En relación al papel funcional que desempeña.

2. Identificación empírica de sus realizadores, de tal papel causal.o Es una teoría reductiva para las propiedades funcionales. Sólo las

intencionales.o Hay una identidad entre tener un estado mental y estar instanciando un tipo

de realizadores. Causación mental Causación múltiple

o No es el funcionalismo de máquinas

El funcionalismo ha tenido tanto impacto porque fue capaz de ofrecer una concepción metafísica muy enriquecedora en relación con las que había anteriormente. Su idea central es muy simple, aunque pueda llegar a diluirse dadas las muchas versiones de funcionalismo que hay: nuestros conceptos de estados mentales refieren a un estado interno, apropiado para causar cierto tipo de conducta y causado, a su vez, por una serie de inputs introducidos en un sistema con la organización adecuada. Dicho de otro modo: para cualquier concepto mental, sus estados son estados internos, adecuadamente causados por entradas sensoriales u otros estados internos, y que causan salidas conductuales, en virtud de formar parte de un sistema con una organización apropiada. Lo interesante de esta caracterización es que nos dice también en qué consiste formar parte de la clase de lo mental, pues la identificación de ciertos estados con una clase mental determinada se lleva a cabo en virtud de la contribución causal que lleven a cabo

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dentro del sistema, esto es, debido a su papel funcional. Además, esta concepción -según la cual los estados mentales son estados mentales que cuentan con poderes causales- contrasta y complementa tanto al conductismo lógico como a las teorías de la identidad de tipos.

El conductismo entendió mal lo que podían significar las disposiciones a la conducta, que siempre deben tener un responsable. Si uno hace un movimiento en sentido realista, asumiendo que las bases de las disposiciones podrían ser reductibles a una cierta clase de propiedades categóricas, puede hacer compatibles ciertas intuiciones del conductismo con los resultados funcionalistas. El segundo punto importante, en relación al conductismo, es el modo en que el funcionalista entiende las caracterizaciones de los inputs y los outputs, tal que, para él, identificar lo que éstos son para un cierto tipo de estado mental no puede ser independiente del tipo de relaciones en las cuales entran. Es decir: un cierto tipo de inputs/outputs es lo que es en la medida en que entra a formar parte de la clase de creencias a las que daría lugar en un sistema convenientemente organizado; o, con otras palabras: que determinados estímulos o respuestas conductuales sean consideradas como relevantes a la hora de llevar a cabo la caracterización psicológica de un individuo tiene que ver, en última instancia, con cómo entran a formar parte de todo el sistema (queda descartada la idea de una conducta específica asociada con cada estado mental, sino que ésta queda definida en virtud de los diferentes estados internos que la podrían causar). Para el funcionalista, la única diferencia entre los estados mentales, los estímulos y la conducta es que los primeros no son observables, pues todos son susceptibles de formar parte de una descripción funcional que especifique del mismo modo sus contribuciones causales. El funcionalista tiene las herramientas para resolver el problema Chisholm-Geach, aunque eso no pasa necesariamente –como en el caso de Fodor- por asumir un holismo de lo mental. El conductismo lógico había tenido intuiciones interesantes, pero tenían que ser expresadas de la forma adecuada.

Del mismo modo, y con el mismo efecto, el funcionalismo es capaz de superar las dificultades derivadas de las teorías de la identidad de tipos, mediante la introducción del concepto de realización y del principio de realización múltiple. En este sentido, lo que hizo Kim fue aportar una versión del funcionalismo que aceptaba el principio pero que no rechazaba directamente cualquier tipo de reducción, es decir, que recuperaba parte de las teorías de la identidad. Lo que tenemos que ver ahora es cómo puede el funcionalista ofrecer una noción de reducción adecuada en términos metafísicos, algo que Kim desarrolló en dos pasos: funcionalización (identificación conceptual del desempeño causal) e identificación de los realizadores (empírica, de las bases causales). Sin embargo, este es sólo un tipo de funcionalismo, el funcionalismo causal, que se deriva de una forma de materialismo que defendió Armstrong en los años 60. Para el funcionalista, las propiedades funcionales son funcionales reales, aquello que nos permite caracterizar los estados internos.

Funcionalismo de máquinas

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La tesis básica de este tipo de funcionalismo es que los estados mentales son estados internos describibles en términos de una tabla de máquina de una máquina de Turing. Para determinar que una cierta función era computable se introdujo la noción de algoritmo, un método tal que permitía identificar el valor de cualquier función. Lo interesante de los algoritmos es que nos ofrecen los pasos a seguir, uno a uno, hasta el infinito. Respecto a la máquina de Turing, ésta consiste en una máquina especificada de manera abstracta y que funcionaría siguiendo una serie de reglas para realizar algoritmos, siendo lo verdaderamente importante de ella el conjunto de instrucciones que contenga: enunciados condicionales cuyo antecedente es un input + un estado de la máquina (S0) y cuyo antecedente es un output + un estado de la máquina (Sn). En cuanto a sus componentes, la máquina estaría formada por una cinta, ilimitada por ambos lados, que llevaría impresos una serie de símbolos (p.e., en sistema binario), y un cabezal con la capacidad de leer y reimprimir símbolos, guiado por una serie de reglas especificadas en su tabla de instrucciones.

En este sentido, los estados internos de la máquina (S), que se entienden de forma causal, van a estar definidos implícitamente en virtud de sus relaciones con el resto de elementos, es decir, en virtud de las reglas de la máquina; el criterio es relacional. La tabla no sería, entonces, sino una especie de red causal en la que cada uno de los estados desempeñaría una función específica de cara al conjunto del sistema. La pregunta que hay de fondo es: ¿y si nuestros estados internos no fueran más que los estados internos de máquinas de Turing? Podríamos introducir también un nuevo concepto, el de la máquina universal de Turing, que consiste en lo siguiente: introducir una máquina de Turing dentro de otra, codificando su tabla de máquina con símbolos que pasen a formar parte de la segunda máquina, más general; pero esto no añadiría mucho al problema (aunque es la base de nuestros ordenadores modernos). La cuestión es que los procesos que consideramos inteligentes podrían ser llevados por una máquina en base a las reglas especificadas en su tabla (estas reglas ni siquiera tendrían por qué ser deterministas, podría tratarse de un autómata probabilista). La primera consecuencia es: si la mente consiste en esto, ¿cómo deberíamos construir nuestras teorías psicológicas? ¿Deberíamos formular una especie de tabla de máquina en la que se recogiesen todas las correlaciones entre nuestros inputs y nuestros outputs dados ciertos estados?

Language of thought (LoT)

¿Por qué, no obstante, tiene que haber un lenguaje del pensamiento? FODOR

Dentro del vocabulario que nos sirve para hablar de nuestros estados mentales, hay un tipo particular que se relaciona con las actitudes proposicionales, permitiéndonos atribuir deseos o creencias. Pues bien, lo primero que deberíamos preguntarnos es: ¿son las actitudes proposicionales estados reales de los sujetos o son una especie de estatuto sobrevenido de las atribuciones que realizamos? Fodor no examina esta cuestión en este texto (lo hace en otros), sino que asume lo primero, optando por un realismo intencional (RI). Básicamente, lo que asume es que hay una serie de estados internos de carácter intencional

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-en los cuales se encuentran los sujetos psicológicos- que tienen efectividad en el mundo, esto es, que están dotados de poder causal (como parte de su realidad). El marco es el de un funcionalismo fisicalista, pero la pregunta que está sobre la mesa es: ahora, ¿qué concepción particular adoptar? En su caso, Fodor va a optar por la hipótesis metafísica del lenguaje del pensamiento (LoT), que tiene una proyección empírica.

La idea es que no sólo existen estados mentales con contenido intencional, es decir, actitudes proposicionales, sino que éstos se caracterizan por relacionarse con un tipo de objetos particular: representaciones en la mente (el propio proceso de pensar no sería más que una computación entre representaciones). Pero el debate que está por detrás es que, para que la teoría tenga alcance empírico, no vale con defender la existencia de las actitudes proposicionales, sino que hay que aceptar una hipótesis mucho más fuerte: un tipo de estructura propia del pensamiento que cuente con los rasgos propios de un lenguaje (en términos sintácticos); en línea con una tradición que nos remite a personajes de la talla de Kant y de Frege.

El primer punto que se plantea Fodor es qué añade la teoría del lenguaje del pensamiento al Realismo Intencional. En su opinión, nuestra idea de la psicología involucra una serie de asunciones de tipo realista muy de abuelita; tenemos la manía de pensar que nuestra psicología se sitúa dentro de un marco fisicalista y pensamos: ¿por qué no quedarnos con esto, para qué hacer hipótesis ultra-racionalistas más arriesgadas? En cierto sentido, es cierto: podemos explicar buena parte de lo que es la conducta en términos de causas mentales, sin necesidad de acudir a toda la parafernalia asociada al LoT. Sin embargo, Fodor va a presentar una batería de argumentos basados en una serie de asunciones en las que todos (es decir, él y la abuelita) estarían de acuerdo y que conforman las tesis del Realismo Intencional:

1) Existen, como cuestión de hecho, estados mentales de contenido intencional;2) El fisicalismo es coherente (no se compromete con que los estados mentales

sean, de hecho, estados cerebrales, pero sí señala, al menos, que hay una correlación muy alta entre ambos);

3) Esta clase de estados mentales tienen poderes causales, de los que la conducta es consecuencia.

Optando por esta postura tenemos ya la posibilidad de realizar explicaciones psicológicas de la conducta en términos de redes de causas, de estados internos con poder causal (uno de los aspectos a los que el funcionalismo intenta contribuir), de modo que, se pregunta la abuelita, ¿por qué tiene que haber un lenguaje en el cual se expresen estas actitudes?

Si tener una actitud proposicional significa establecer un tipo de relación particular con una el contenido abstracto de una proposición, el problema es: en primer lugar, dónde se ubica esa proposición, y en segundo lugar, cómo es que podemos entrar en relación causal con un objeto abstracto. Es decir, necesitamos de una teoría que nos permita explicar cómo introducirlas en las explicaciones psicológicas. Pues bien, para Fodor, la única posibilidad de explicar esto pasa por asumir que en cada una de las instancias de pensamiento se produce un tipo de relación con algo que sí tiene poder físico y causal: las oraciones, esto es, el conjunto de símbolos concretos y físicamente realizables que escribimos y/o proferimos para expresar las proposiciones

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(el contenido intencional). La idea es que sólo aquello que se estructure tal y como lo hace un lenguaje, por su forma y su sintaxis, puede actuar como medio del pensamiento. Sólo porque los símbolos tienen una interpretación semántica pueden hacer lo que hacen, pero la semántica, por sí misma, no es capaz de ejercer poder causal.

En definitiva, si uno quiere llevar a cabo una explicación psicológica compatible con el conductismo no puede recurrir al significado, al contenido intencional, sino a su representación efectiva a través de los símbolos de un lenguaje de pensamiento. Ahora bien, ¿cómo asegurarnos de que esos símbolos a su vez mantienen la coherencia de las relaciones semánticas de los objetos que contienen? Fodor va a intentar explicarlo a través de los ejemplos de la lógica, aunque no son los únicos; su tesis es que, una vez que tú has cuidado la sintaxis, le semántica se cuida a sí misma (de lo contrario, si no se preservara la semántica en cada transición, nuestra mente sería un caos).

El punto de partida para tratar el funcionalismo es comprender que constituye una tesis metafísica acerca de cómo se individúan los estados mentales, en virtud de sus contribuciones causales (esto es el núcleo, la alternativa a las teorías de la identidad y al conductismo; después, podemos ofrecer distintas versiones o detalles de cómo esto funciona, distintas versiones de funcionalismo). Pues bien, la primera cuestión que nos tenemos que preguntar es su alcance: no todo el mundo está de acuerdo en atribuir al funcionalismo un alcance total, hay quien piensa que sólo es aplicable a estados proposicionales de tipo intencional (lo que está en juego aquí es la inclusión o no de los elementos experienciales o cualitativos de la conciencia, que parecen imposibles de funcionalizar; las opciones son: bien dudar de estas características intrínsecas de la conciencia, bien restringir la funcionalización a los estados intencionales). La segunda cuestión radica en las diferentes formas que existen de categorizar y taxonomizar las clases que utilizamos en la psicología popular para caracterizar nuestros estados mentales, pues marca la distinción entre el funcionalismo empírico y el analítico.

Dicho esto, la forma de funcionalismo que más impacto ha tenido es el funcionalismo de tabla de máquina, que tiene un heredero –y esto es lo importante- en el funcionalismo computacional, cuya versión más destacada es equivalente a lo que se ha denominado la teoría representacional de la mente, desarrollada por Fodor. Sus ideas centrales son las siguientes:

Se trata de un funcionalismo computacional sólo para los estados intencionales, en cuanto que pueden ser expresados como actitudes proposicionales.

o Nuestros estados intencionales son pensamientos que involucran un objeto y un cierto modo de pensar sobre él.

Mismo objeto puede dar lugar a diferentes actitudes. Diferentes objetos pueden dar lugar a la misma actitud.

o Las actitudes proposicionales son una cierta relación entre un sujeto y el contenido intencional expresado en una proposición.

Los contenidos como tales no entran dentro de la producción causal de la conducta, es decir, no actúan como dispositivos de carácter psicológico, como si ellos mismos pudieran mover.

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La cuestión es, entonces, cómo el pensamiento puede entrar en relación efectiva con objetos abstractos y que ello dé lugar a ciertos efectos en el mundo: la idea es que, en algún nivel de descripción, las representaciones mentales son entidades caracterizables funcionalmente que están realizadas por las propiedades físicas del sujeto (al tener un pensamiento, no entramos en relación con proposiciones, sino con ciertas representaciones mentales instanciadas en nuestra mente que tienen como significado una determinada proposición).

TRM: para cualquier actitud proposicional, hay una actitud psicológica R única y distintiva, y para cada proposición P y sujeto S, S tiene la actitud A de que P si y sólo si hay una representación mental //P// tal que:

a) S tiene la relación R a //P//; b) //P// significa que P.

Ahora bien, las relaciones entre representaciones que se dan en nuestra mente han de ser racionales, a la vez que causales. Para Fodor, los procesos mentales consisten en secuencias causales de instancias de representaciones mentales; es decir, su teoría tiene dos componentes: una para cada pensamiento y otra para los procesos mentales del pensar. Estas dos tesis, cruciales, son lo que le van a permitir dar el siguiente paso: el sistema de representación tiene que ser de tipo lingüístico, es decir, el tipo de representaciones que se instancian en la mente tienen que adoptar la estructura propia de un lenguaje, que permita transiciones combinatorias en las que se preserve el contenido semántico de sus constituyentes: el mentalés. Esto es lo único que nos permite explicar que -al menos, en ocasiones- se conserve la racionalidad: una vez tenemos la sintaxis, la semántica se ocupa de sí misma (dicho de otro modo, la sintaxis gobierna la semántica).

Resumen: la mente es un dispositivo o ingenio semántico cuyo funcionamiento está basado en la sintaxis de ciertas representaciones simbólicas, una especie de máquina de Turing realizada físicamente. En este sentido, lo importante es cómo el sujeto representa el mundo, es decir, qué representación instancia, pues es ella la que puede producir la conducta, no el contenido (en todo caso, el contenido en cuanto que está representado en un símbolo). Se trata de una hipótesis empírica: el mentalés es un sistema de representaciones que se realiza físicamente en el cerebro de tal modo que sus operaciones son sensibles causalmente a la estructura sintáctica/formal definida por su sintaxis combinatoria, no por su semántica (que también es combinatoria). Conclusión: se ha perdido el misterio, no hay nada raro en esta noción de pensamiento, que implica, al mismo tiempo, una teoría de la racionalidad: no garantiza la racionalidad del pensamiento, pero explica que sea posible. Si la hipótesis del lenguaje del pensamiento es verdadera, entonces, los rasgos esenciales de nuestra concepción de sentido común sobre las actitudes proposicionales se podrá explicar de modo naturalista (lo que no quiere decir sino que su concepción de la mente defiende y preserva la psicología popular): el pensamiento es productivo, sistemático y composicional, como el lenguaje (aunque es primario).

Breve resumen del funcionalismo: la diferencia que introduce con respecto al conductismo consiste en establecer que la relación de la mente con la conducta no es meramente lógica, sino causal; o lo que es lo mismo: asumir que la conducta viene causada por un cierto tipo de estados internos, inobservables, que se causan al mismo tiempo entre sí.

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En principio, el funcionalismo deja abierta la posibilidad a priori de que el tipo de realizadores mentales no sean físicos, pero, en última instancia, todo aquello que pretenda desempeñar un papel causal debe involucrar factores físicos (en su caso, instanciaciones físicas de símbolos). Asimismo, el funcionalismo se aplica a un tipo característico de estados mentales, que son postulados para explicar la conducta: las actitudes proposicionales; quizá, y sólo quizá, pueda aplicarse también a las características experienciales de la mente, pero no necesariamente. En cuanto a su propósito, lo que el funcionalismo quiere entender es cómo el pensamiento puede tener poderes causales sobre el mundo, lo que les va a comprometer con una teoría computacional y representacional de la mente. Pues bien, el estudio de las actitudes proposicionales tiene que cubrir lo siguiente:

1) Que las actitudes proposicionales tengan esta clase de poder causal;2) Que sean semánticamente evaluables;3) Que puedan entran en generalizaciones.

Para ello, Fodor creyó necesario postular la hipótesis metafísica del LoT, según la cual pensar no era sino entrar en relación con una determinada oración (consistente, a su vez, en una representación), y el acto de pensar radicaba en un proceso de transición entre representaciones (que se daba en virtud de las propiedades formales de los símbolos). Ahora bien, la pregunta que se nos plantea es: ¿por qué asumir que los símbolos tienen que tener la estructura propia de un lenguaje y no, por ejemplo, de un mapa? En principio, podría ser que los sentidos nos aportasen algo así como diferentes mapeados del mundo, que pudiéramos luego asociar entre sí y con formas lingüísticas. Para Fodor, la respuesta radica en lo siguiente: es necesario que el pensamiento tenga partes constituyentes –y, por tanto, recombinables-, pues eso es lo que nos permite hacer transiciones mentales en las que se conserva la semántica. Por tanto, aunque es cierto que llevamos a cabo procesos de cognición basados en la manipulación de imágenes, no se trata de una capacidad que explique el hecho de que seamos seres pensantes: no nos sirve para articular y vehicular pensamientos, pues carecen de capacidad combinatoria (tienen que ser trans-codificados a una serie de símbolos que posibiliten sistematicidad, productividad y composicionalidad). La semántica es importante, pero viene de otro lado, de una determinada forma de anclar los símbolos a aquello que los representa.

Intencionalidad

La recuperación para la filosofía contemporánea del concepto de intencionalidad nos remite a Brentano, a Chisholm y a Searle. Atendiendo a nuestra experiencia como seres pensantes, nos topamos con que nuestro pensamiento hace referencia a algo externo al mero pensamiento, como si apuntase hacia ello (lo que Heidegger caracterizó como una “apertura de mundo”). Pues bien, esto es lo que se ha llamado intencionalidad: la capacidad de un estado o evento de hacer referencia a algo externo de sí, a un estado de cosas del mundo. La fenomenología aborda el problema de la mente desde la perspectiva de un ser consciente, pero teniendo en cuenta que ser consciente es siempre ser consciente de algo (el hecho en sí de ser consciente no aporta nada si no es en virtud de aquello que lo trasciende).

En consecuencia, para la fenomenología, conciencia e intencionalidad se conjugan juntos (no se trata de que algo sea efectivamente consciente, sino de que esté disponible

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para la conciencia): no parece que pueda haber ningún tipo de acto de conciencia que no implique esta característica de intencionalidad, que, al mismo tiempo, involucra necesariamente una dimensión cualitativa y experiencial. Vamos a intentar caracterizar en qué consiste esa propiedad intencional:

En primer lugar, el estado intencional está ligado a un objeto, en cuanto objeto intencional, que no puede ser interno al propio estado: implica una direccionalidad, una salida de sí, la capacidad de ser sobre otros estados, de apuntar más allá de sí. Pero, ¿qué clase de eventos o estados pueden exhibir intencionalidad? Desde luego, no sólo los estados mentales: también toda clase de mapas, imágenes, indicadores, palabras… En realidad, la cuestión que se nos plantea es que, en la medida en que estemos dispuesto a utilizarlo como símbolo, cualquier objeto puede exhibir intencionalidad. Parece, entonces, que la intencionalidad no puede ser una propiedad intrínseca de un determinado objeto, que no puede residir en el símbolo mismo, sino en aquel que lo mira e interpreta. ¿Cómo es posible que quien mira sea capaz de dotar de intencionalidad a los objetos? ¿De dónde deriva la posibilidad de llevar a cabo esta proyección? Se trata de una capacidad cognoscitiva nuestra que tenemos que ser capaces de comprender: la semiótica (Razón, verdad e historia, Hilary Putnam). Se pueden distinguir dos tipos de intencionalidad:

Intencionalidad intrínseca: no se debe a ningún agente (o sistema) que no sea el propio agente que tiene ese estado intencional. Es la intencionalidad que tienen los estados de las mentes de los seres humanos y otros animales.

Intencionalidad extrínseca o derivada: ha sido atribuida o asignada por alguien/algo distinto a aquello que posee el estado intencional. Es la que poseen los estados de los artefactos (tales como termómetros, computadoras, símbolos, etc.).

Básicamente, la cuestión es cómo -o en virtud de qué- se conectan todos aquellos elementos de los cuales decimos que exhiben intencionalidad. Al final, el debate se concreta en una distinción, que John Searle utiliza constantemente, entre aquellos elementos cuya intencionalidad es intrínseca y aquellos elementos cuya intencionalidad depende de una serie de productores y usuarios. Ahora bien, esta distinción no es tan obvia, no está tan clara: ¿qué quiere decir que la intencionalidad es intrínseca de los estados mentales? En primer lugar, que los caracteriza esencialmente. Pues bien, Dennett se va a dedicar a criticar esta distinción, en base a argumentos como el que sigue:

1. La intencionalidad de un artefacto es derivada.2. Los seres humanos (y, en general, los seres vivos) son artefactos diseñados

por nuestros genes para facilitar su proliferación.3. Luego, los seres humanos (y, en general, los seres vivos) son artefactos

diseñados por la Selección Natural.4. Luego, la intencionalidad de los seres humanos (y, en general, los seres

vivos) es derivada.

El argumento, así presentado, no es muy bueno, pero señala algo interesante: la distinción parece involucrar que existen algo así como hechos brutos de exhibir

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intencionalidad, sólo atribuibles a un cierto tipo de seres vivos. Nosotros, como Dennett, vamos a tratar de mostrar en qué medida esto no es muy plausible.

Sin entrar en detalles, conviene tener en cuenta que la idea de la intencionalidad procede de la Edad Media, aunque fue recuperada por la obra de Brentano, que la expresó mediante dos tesis. La idea es la siguiente: todo fenómeno mental se caracteriza por lo que los filósofos escolásticos denominaron la in-existencia intencional (o mental) de un objeto y que podríamos llamar, aunque no sin ambigüedad, la referencia a un contenido, la dirección hacia un objeto (que no debe entenderse como significando “una cosa”) o hacia una objetividad inmanente. Todo fenómeno mental incluye algo como objeto dentro de sí mismo, aunque no todos lo incluyen de la misma manera (todavía no son representaciones, sino presentaciones, aunque después podamos tener representaciones de ellos). Es como una especie de relación interna entre el propio estado y aquello a lo cual remite: su contenido intencional. Esta inexistencia intencional es característica exclusivamente de los fenómenos mentales; ningún fenómeno físico exhibe algo parecido. Podemos, por tanto, definir los fenómenos mentales diciendo que son aquellos fenómenos que contienen un objeto intencional dentro de sí.

1. Primera tesis de Brentano:a. Ningún fenómeno físico tiene intencionalidad.b. Consecuencia: irreductibilidad de lo intencional a lo físico.c. Especificidad de la psicología: estudio de los estados intencionales.d. Los estados intencionales se distinguen así de otro tipo de estados

físicos.2. Segunda tesis de Brentano:

a. La intencionalidad es la marca de lo mental.

Para Brentano, la intencionalidad es suficiente para que algo sea mental. Pero nosotros podríamos preguntarnos: ¿no hay intencionalidad no-mental? De nuevo, el debate es acerca de si lo mental es la fuente o no de toda intencionalidad. ¿Son las sensaciones no-intencionales? Para muchos, las sensaciones son simplemente datos, un puro ser consciente de (p.e., rojo); pero la característica de intencionalidad, tal y como aparece presentada en Brentano, no tiene por qué ser necesaria para los fenómenos mentales. Veamos el origen de algunos conceptos:

a) Intentio/intendere. Analogía: tensar un arco para dirigirse a algo. Los medievales consideraban una intentio el concepto que es objeto de un estado mental.

b) Existencia intencional (o in-existencia intencional, para los medievales): el modo en que el objeto está en la mente cuando pensamos. Para toda la tradición medieval-aristotélica, las formas podían pasar de un sitio a otro, aunque instanciándose de modos distintos (esse naturale / esse intentionale); el modo de ser de una forma en la mente es su existencia intencional, lo que define al objeto en su esencia.

c) Realidad objetiva: el contenido de una idea en cuanto tal idea (Descartes), su intencionalidad, lo que la caracteriza en cuanto representación de algo. Realidad formal: lo que es real en cuanto real.

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d) Intensión (comprehensión)- Extensión: la intensión de un término es lo que se entiende por él; la extensión, el conjunto de cosas a las que se aplica.

e) Direccionalidad: los estados intencionales tienen objetos (objetos intencionales, no cosas).

f) Referencia a un contenido: en los estados intencionales, los objetos hacia los que se dirige la mente se presentan de un determinado modo, bajo un cierto aspecto. Pensar en algo es pensarlo de algún modo.

g) Distintos modos de referencia a un contenido: el objeto incluido en un fenómeno mental o intencional puede, además, estar incluido de modos diferentes según sea un estado intencional u otro.

La cuestión es, ¿qué es un objeto intencional? ¿Cuál es el tipo de naturaleza de los objetos intencionales? En principio, no podemos escapar de la circularidad: un objeto intencional es aquello sobre lo que versa un estado intencional. Pero, entonces, ¿son objetos en sentido ordinario? ¿Qué pasa con los objetos intencionales que no existen en realidad? Cuando tenemos estados mentales, éstos apuntan a estados de cosas del mundo, con independencia de que el mundo realice o no estos estados de cosas, que podrían no existir. Estructura de los estados intencionales (individuación):

1. Sobre qué estás pensando (lo que limita un objeto).2. El qué estás pensando (el contenido; el modo en que el objeto es presentado en

el pensamiento).3. De qué modo te relacionas con el contenido (como creencia, como deseo, como

memoria…).4. Estructura: [Sujeto → modo intencional → contenido → objeto].

Lo crucial son el modo y el contenido intencionales, dado que el objeto podría no existir y, en cualquier caso, queda definido por el contenido (el contenido puede ser entendido como una proposición, y el modo, como una actitud). La intencionalidad tiene una estructura aparentemente relacional.

¿Cómo se relaciona el concepto de intensionalidad con el de extensionalidad? Normalmente, se aplican a contextos dentro de un lenguaje o a la lógica que los estudia. En el contexto extensional, la verdad de una expresión depende de aquello a lo que la expresión refiere (esto es, de su extensión), de modo que se satisfacen los siguientes principios:

1) Sustitución de términos co-referenciales salva veritate (Ley de Leibniz); 2) Generalización existencial.

Pues bien, esto, en los contextos intensionales, no se puede hacer. Un contexto es intensional si es aquel en el que uno de estos dos principios (o ambos) no preservan la verdad. Pues bien, los contextos de atribución de estados mentales no permiten aplicar estos principios, de modo que se vinculan con los contextos intensionales, sensibles a cómo se describen las cosas (si Juan cree que Cicerón escribió las Catilinarias; y Tulio = Cicerón;

Juan no tiene por qué creer que Tulio escribió las Catilinarias. Tampoco se puede generalizar la existencia ni de Cicerón ni de las Catilinarias del hecho de que Juan piense en ello). De hecho, parece que las características propias de los estados

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intencionales están íntimamente relacionadas con la intensionalidad: Chisholm defendió que el criterio de intensionalidad podría ser suficiente para la intencionalidad, lo que ayudaría a evitar las dificultades ontológicas derivadas de la concepción de Brentano. “Digamos: 1) Que no necesitamos usar lenguaje intencional cuando describimos fenómenos no-psicológicos o físicos; podemos expresar todo lo que sabemos, o creemos, sobre tales fenómenos en un lenguaje que no es intencional. Y digamos: 2) Que, cuando deseamos describir ciertos fenómenos psicológicos, -en particular cuando deseamos describir (…) POWER POINT.

Entre los enemigos de esta idea está Searle, para quien no puede pasarse por alto el hecho de que no todos los contextos intensionales son intencionales (p.e., las oraciones modales generan fenómenos de intensionalidad), algo que cuestiona seriamente la idea de Chisholm. Además, para Searle, es crucial distinguir entre los fenómenos mentales mismos y el modo de hablar de ellos: la intensionalidad sería relativa a lo segundo, la intencionalidad, a lo primero. Su teoría es que los estados intencionales representan objetos y estados de cosas en el mismo sentido de representar en el que los actos de habla representan objetos y estados de cosas. POWER POINT, seguir copiando cositas de Searle.

Verdaderos creyentes, D. Dennett :

Lo que Dennett propone es una forma nueva de plantear la cuestión. La noción de creencia es el modo en el que los sistemas intencionales proyectan su forma de ver el mundo, su punto de vista sobre el mundo (modo particular de tomar al mundo como siendo de cierta forma); son una manera de representar. Lo primero que hay que tener en cuenta es este foco: la noción de creencia, como aquellos tipos de pensamiento respecto a su verdad o falsedad adoptamos un cierto compromiso. Los sistemas (u organismos, aunque esto es ya prejuzgar) que exhiben intencionalidad, genuinamente tienen creencias. Esto parece comprometerse con un cierto realismo. El contenido intencional o representacional puede estar vehiculado por un tipo de estados mentales. ¿Cómo es posible que exista en la naturaleza algo así?

Las creencias están caracterizadas por un determinado papel funcional y un contenido intencional. Lo que va a proponer Dennett es adoptar una estrategia diferente, que no prejuzgue si la intencionalidad involucra algún tipo de estados reales. En principio, la mejor forma de abordar el problema no es comprometerse con esta idea de estados que tienen esta propiedad sino con el análisis y estudio de nuestro vocabulario sobre lo mental, con el que realizamos atribuciones. ¿En qué condiciones aceptamos que estas atribuciones son correctas? Lo que importa es qué mirada estamos estableciendo hacia cualquier cosa. No podemos establecer a priori qué organismos exhiben o no intencionalidad, pero hay un tipo de estrategias que podemos utilizar para interpretar a otros: mediante nuestras atribuciones. Esto que hacemos, ¿cómo funciona? Y el que pueda hacer esto, ¿qué me dice respecto del sistema al cual se lo aplico? Hay que cambiar la perspectiva, empezar por la mirada, que es capaz de realizar atribuciones de creencia, algo que forma parte de lo que él denomina “la estrategia intencional”.

Llevar a cabo este movimiento aún es compatible con la respuesta de lo que es ser un genuino creyente, alguien que verdaderamente tiene creencias. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? Si esta estrategia se trata de una actitud que se puede llevar a cabo de forma

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libre e irrestricta, ¿cómo podemos llegar a identificar lo que es un genuino creyente? Podemos aplicarlo de forma irrestricta. Mientras que la filosofía tradicional intenta decir que las atribuciones son correctas o incorrectas en virtud de si el objeto es un genuino creyente, trazando una división, Dennett dice que esa división no es una división de principio. Hay diferencias cruciales respecto al valor de la estrategia de atribución de creencias en virtud del tipo de objeto. ¿En qué consiste esta estrategia o actitud intencional, esta instancia de lectura o de mirada? ¿Nos ayuda a entender en qué consiste genuinamente tener creencias y ser un ser intencional?

Una forma de interpretar este debate es considerarlo un debate entre los realistas y los defensores de una visión instrumentalista de la capacidad que tiene una estrategia. No se trata de atribuir creencias en aquellos casos en los que podamos reflejar y representar la estrategia de otro. Un realista se tiene que comprometer con lo siguiente: las oraciones de atribución de creencia tienen unas condiciones de verdad, que dependen de un estado de cosas del mundo: la existencia o no de creencias en el objeto de atribución. Haber llegado hasta aquí es el resultado de varios equívocos. Lo que hacemos en realidad es utilizar un vocabulario muy rico para referirnos a ciertas cosas; aquellos casos en los cuales perderíamos algo al no utilizar ese vocabulario, son casos en los que aquello que perderíamos sería lo que llamamos creencia.

Nuestro problema es cómo partir el mundo entre sistemas que exhiben intencionalidad y no la exhiben. Parece que no tenemos ningún problema con nosotros mismos, pero, ¿de dónde deriva este chovinismo? Tiene que haber algo que identifique esta intencionalidad y que compartamos con otros sistemas. ¿Qué significa llegar a entender que algo es como nosotros o que no lo es? Llegar a entender a otros como siendo como nosotros es haber adoptado una estrategia mucho más liberal. ¿Bajo qué condiciones podemos legítimamente adscribir estados como estados de creencia? Esto tiene que ver con haber adoptado la estrategia intencional, que no tiene unas limitaciones que las ponga el mundo de manera directa. ¿Adoptar la estrategia intencional involucra asumir que nosotros mismos somos ya seres intencionales? No; sólo tiene que ver con haber sido capaces de interpretar una serie de patrones, que podemos aplicarnos a nosotros o a otros. No es que yo, por el hecho de ser un ser intencional, tenga capacidad de atribuir intencional; no hay por qué asumir que en nosotros la intencionalidad es intrínseca. ¿Qué es lo que añade tratar a un sistema como si estuviera representando? En algunos casos, no añade nada, pero en otros es fundamental, pues si no se adoptara esta estrategia intencional, habría algo que se perdería a la hora de explicar y predecir su conducta. Esto no significa que haya algo en ellos que exhiba intrínsecamente intencionalidad. Es una ontología de lo mental no eliminativista y, ciertamente, deflacionaria.

Repaso: intencionalidad es un tipo de propiedad de estados o de eventos, tal que estos estados o eventos exhiben direccionalidad, es decir, que son sobre algo (otro tipo de estados o eventos, etc.). Suele explicarse como un tipo de relacionalidad que se traduce en actitudes proposicionales.

La teoría que hemos estado viendo es de tipo realista, implica un compromiso con la existencia de dichas actitudes: estas oraciones pueden tener una semántica de condiciones de verdad. El punto realmente sorprendente es que, mientras que las

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oraciones referentes a los objetos físicos del mundo cuentan con una serie de criterios, en el caso de las atribuciones de los estados de creencia, las condiciones de verdad son (pueden ser) inverificables. Si no, tendríamos que desarrollar una teoría que mostrase su verificabilidad. En cualquier caso, hay algo que hace verdaderas esas proposiciones: a saber, las creencias de cada uno; independientemente de que podamos establecer o no criterios para la evaluación de las atribuciones. El que pueda haber este tipo de hechos, las actitudes proposicionales, hace que esos hechos sean de tal forma que exhiban intencionalidad. La teoría representacional de la mente nos presentaba a las actitudes proposicionales como un tipo de relación a oraciones -o, en general, a representaciones-, entendidas como vehículos portadores de contenido o información sobre el mundo. Es decir, los fenómenos intencionales se presentan en nuestra vida mental como la instanciación de relaciones específicas a representaciones, que es lo que hacen que ese pensamiento sea un modo particular de abrirse al mundo.

Ahora bien, ¿en virtud de qué portan contenido esas representaciones? ¿Qué pasa con la semántica? Una forma de traducir el problema de la intencional es presentarlo mediante estas preguntas. Aquellas teorías que dicen que no hay nada más básico que la intencionalidad misma de los estados mentales renuncian a esta explicación: es un hecho bruto, no necesitamos explicar nada más (quizás, en todo caso, debemos explicar la intencionalidad derivada de otra clase de ítems); Brentano diría esto. Pero esto implica aceptar una división de principio entre intencionalidad intrínseca e intencionalidad derivada; algo que no tenemos por qué aceptar: el objetivo de Dennett es, precisamente, atacar esta distinción. Para ello, propone una estrategia, que intenta salirse de una cierta oposición entre realista e irrealista: lo que importa es nuestra habla sobre lo intencional, que tiene que ver con adoptar una cierta estrategia respecto de sistemas.

No se trata de si en principio hay algo a lo cual responda este vocabulario, algo así como hechos intrínsecos, sino que nosotros adoptamos estrategias respecto a ellos, por ejemplo, la estrategia intencional. Pero hay más:

Estrategia física: para cierto tipo de objetos, no es necesario incluir más información que la relativa a su constitución física para explicar o predecir su comportamiento.

Estrategia de diseño: para cierto tipo de objetos, podemos adoptar una actitud general que nos permita explicar y predecirlos en virtud de sus elementos componentes y, principalmente, la relación entre ellos, su estructura de diseño.

Estrategia intencional: la tesis fundamental de Dennett es que un sistema es intencional si es predecible o explicable (interpretable) de acuerdo con esta estrategia; es decir, si la estrategia física o la estrategia de diseño no son suficientes para dar cuenta de y predecir su comportamiento y esta nos evita tener que recurrir a ellas.

Para cualquier objeto podemos, en principio, utilizar cualquiera de las estrategias. Pero, si exhibir intencional es ser predecible sólo a través de la estrategia intencional, y es imaginable que una inteligencia superior (un marciano) nos interprete empleando cualquiera de las otras dos estrategias, surgen dos preguntas: ¿se ha perdido algo de este

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mundo el marciano? Si esto pasara, ¿qué devendríamos: mera cosa, un animal instintivo…? ¿La intencionalidad depende de la mirada o hay un hecho bruto en la naturaleza que nos determine como intencionales? En los términos de Dennett, ser un sistema intencional tiene que ver con ser predecible mediante esa estrategia, y eso puede ocurrir sea o no reductible a la física. Lo que le preocupa es si hay algo más que debamos de suponer para dar coherencia a estas estrategias, ¿tienen que ver con un hecho más fundamental? No parece haber nada que nos permita hacer la inferencia de que, de hecho, somos seres intencionales, del –este sí- hecho de que utilicemos la estrategia intencional. Por detrás de Dennett hay una estrategia de deflación de la metafísica como herramienta explicativa de guía: no hay ninguna cuestión de principio que trace la línea; de aquí su aparente liberalidad.

La naturaleza es posible que nos haya diseñado como seres simbólicos; lo que habrían hecho todas las teorías (realistas, LoT, etc.) es tratar de recorrer el camino inverso. Lo fundamental de las atribuciones de creencia es que son todas ellas incrustables unas sobre otras de forma indefinida. Es posible que nuestros mecanismos representacionales deriven de cosas muy básicas, de elementos funcionales en la relación con objetos que se hubiesen internalizado (ya no hay ningún tipo de restricción para el pensamiento: imágenes, mapas, lenguajes… todo vale).

Importante: lo que hace la estrategia intencional es hacer visible rasgos de la naturaleza, que no son hechos brutos o intrínsecos, pero sí son rasgos; el marciano sí se perdería algo, una serie de patrones que sólo son identificables a través de la estrategia intencional. Sólo adoptando una perspectiva evolutiva de diseño nos va a dar una clave para identificar ciertos patrones en la naturaleza que no nos podrían ser dados de otra forma, incluso aunque pudiéramos reducir las propiedades de diseño a propiedades físicas (la clave de cómo hemos llegado a ser seres tales que podamos ser descritos y predichos de una forma tan favorable a partir de la estrategia intencional).

Pero, ¿en qué consiste la estrategia intencional? Parte de asumir que tenemos las creencias que debemos tener y los deseos que debemos tener (dadas las circunstancias). Es más, el otro debe ser interpretado como siendo un ser máximamente racional; debemos suponer que están disponibles para él todas las consecuencias lógicas de nuestras creencias (lo que supone una especie de omnisciencia). La tercera cuestión que es importante es que cuando uno supone todo esto, en última instancia lo que está asumiendo es que la mayoría de sus creencias, las cosas que ellos toman como verdaderas, son efectivamente verdaderas (obviamente habrá algunas falsas, pero si lo fueran la mayoría el ser en cuestión no sería interpretable).

Davidson lo que nos propone es una forma diferente de interpretacionismo, la teoría de la interpretación radical (≈ Quine: traducción radical). La capacidad de traducir a un indígena depende, al mismo tiempo, de la capacidad de interpretar sus estados mentales: hay una relación muy estrecha entre el significado, los estados mentales y la conducta.

Ante una situación de interpretación radical, sólo tenemos la conducta, de modo que tenemos que realizar inferencias a estos otros dos aspectos ocultos. No vamos a profundizar cómo sale él de eso, pero la idea es que no podemos realizar un esquema interpretativo de alguien sin asumir que la mayoría de sus creencias son verdaderas: esto

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es lo que se llama el ‘principio de caridad’, muy influyente hoy en día en otros ámbitos de la filosofía. Todo desacuerdo sólo se puede dar bajo condiciones de máximo acuerdo; el principio de caridad es la base de todas estas cuestiones y, sin él, no seríamos interpretables. En Fodor, las propiedades mismas de corrección de los estados mentales no intervenían de ningún modo, no intervenía el mundo.

Las representaciones no son más que objetos que desempeñan un determinado papel o función. No es fácil explicar en qué medida algo representa, ya sea un estado mental o las imágenes o palabras que pintamos, etc. Qué es lo que hace que algo represente otra cosa (o a sí mismo) es bastante problemático: ¿cómo es posible que algo pueda dirigirse a algo? Una forma de explicarlo es que para un pensamiento intencional se dan una serie de condiciones de satisfacción. Pero, ¿cómo entran los objetos a los que me refiero en la determinación de lo que pienso? Quizás el contenido genuino de nuestros pensamientos se determina con independencia de estos objetos, como planteaba Russel. Se generan paradojas.

Tres proposiciones aparentemente verdaderas:

1. Todos los pensamientos son relaciones entre los pensadores y las cosas sobre las que versan.

2. Las relaciones implican la existencia de sus relata.3. Algunos pensamientos son sobre cosas que no existen.

Posibilidades: interpretar estas tres proposiciones o negar una de ellas. Problema ontológico: qué es aquello sobre lo que versan los estados; ¿necesidad de postular objetos especiales? ¿Objetos no-existentes? ¿Objetos intencionales que no son cosas? ¿Meras ideas?

Uno podría decir que las relaciones no implican la existencia de sus términos, pero, ¿parece plausible? El pensamiento podría establecer algún tipo de relación especial de este tipo. La respuesta de Russel a esta estrategia es la siguiente: una mera cuestión de lógica no puede cambiar nuestra ontología del mundo. Su conclusión produce un dilema: dado que hay objetos de pensamiento que no existen, ¿son estos objetos reales? Si lo son, podemos decir que los pensamientos son relaciones a sus objetos (y aceptamos la realidad de objetos no-existentes). Si no lo son, entonces los pensamientos no pueden ser relaciones a estos. Tal vez haya que negar (1).

Los objetos intencionales no necesitan existir, salvo en las relaciones ordinarias. Un estado intencional puede estar dirigido a algo sin que haya una cosa particular con la que tenga tal relación. Un estado mental puede tener una relación intencional con a, pero no con b, aunque a sea b. Las relaciones ordinarias, por el contrario, se dan con independencia de cómo se especifiquen. ¿Debemos abandonar la idea de pensar la intencionalidad como una relación intencional? Este es el camino que adoptó Brentano, pero de una forma cuestionable, hablando de una “cuasi-relación”; ¿qué quiere decir que algo puede exhibir una estructura relacional sin que se dé una genuina relación?

¿En virtud de qué los estados mentales exhiben intencionalidad, sea esta relacional o no? No hay nada intrínseco en las imágenes o símbolos que actúan como representación que haga de ellos una representación; nada que, simplemente considerándolos a ellos, nos permita afirmar que son una representación. Putnam

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plantea un experimento de pensamiento: la posibilidad de cerebros en cubetas. Este planteamiento encierra un problema mucho más radical que el del escepticismo: ¿a qué se referirían los pensamientos de estos cerebros? ¿Podría pensar y/o expresar que es un cerebro en una cubeta? ¿Qué es lo que determina que un pensamiento tenga el contenido que tiene? Pues bien, en realidad, a nosotros se nos plantea el mismo problema. ¿Hay algún tipo de conexión entre los pensamientos y aquello de lo que versan que pueda explicar por qué son sobre aquello de lo que versan? ¿En virtud de que los pensamientos son pensamientos sobre lo que versan? ¿Qué cosas harían verdaderos a esos pensamientos si fueran verdaderos? La naturaleza e identidad propias de nuestro pensamiento dependen de esto, pero, ¿cómo es posible?

La solución de Putnam es que, si fuéramos cerebros en cubetas, no podríamos pensar que lo somos. Algo tiene que haber mal en los presupuestos filosóficos que subyacen a esta idea. Hay ciertas concepciones filosóficas que son capaces de pensar el pensamiento como algo que no requiere un contacto directo con sus objetos. El problema es que no se puede caracterizar el contenido de las representaciones de forma completamente independiente de aquello de lo cual versan (tradición cartesiana, fregeana, etc.). No hay pensamiento si no hay pensamiento determinado o individuado. ¿En qué sentido los pensamientos del cerebro en la cubeta versan sobre cerebros y cubetas cuando no tienen contacto con cerebros y cubetas? Lo que está haciendo Putnam es rechazar la hipótesis que está detrás del planteamiento de Fodor.

Internismo: el contenido intencional tiene como característica referir a objetos y estados de cosas en el mundo. PERO está determinado por lo que está en nuestras cabezas. El contenido está determinado por factores internos al individuo. Todos los contenidos de nuestros estados mentales intencionales están determinados enteramente por nuestras propiedades intrínsecas. PROPIEDADES INTRÍNSECAS: Una propiedad que no depende del entorno del individuo.

-La idea del puente de la torre de Cummins es que puedes tener un nivel de representación tal que te permita captar una estructura de representación diferente sin que ambos niveles sean reductibles. Pueden existir diferentes niveles de descripción que no tienen por qué involucrar ninguna reducción definicional (p.e., estados mentales con contenido, descripciones computacionales e implementación física).

-Fodor: la explicación causal de la conducta se hace exclusivamente en virtud de la forma de los símbolos, lo que no significa que los símbolos sean ininterpretados.

-Searle: atendiendo sólo a la forma de los símbolos no vamos a poder dar cuenta de nuestro comportamiento, ya que nuestra actuación en el mundo depende del cómo pensamos sobre las cosas, de nuestra perspectiva acerca del mundo. La forma en que los símbolos nos hablan del mundo es relevante causalmente para dar cuenta de las sutilezas. No es la forma del símbolo, sino la forma en la que el símbolo nos representa el mundo (¿?): la sintaxis no es suficiente para la semántica. Sin la semántica no tenemos una comprensión de cómo el pensamiento ejerce poder causal sobre el mundo. La semántica es el modo en el que especificamos nuestro pensamiento sobre el mundo, en base a cómo el mundo es.

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-Putnam: el punto no es tanto si la sintaxis es necesaria para la semántica; pues la idea de semántica que manejan ambas partes es errónea: presentan la semántica con independencia del contexto, de las relaciones con el mundo que mantiene un sistema. Aunque intentáramos dotar de contenido al tipo de esquemas que pasarían el test de Turing, ello llevaría a una situación incoherente: el contenido semántico se adquiere en la interacción con el mundo. Fodor asume un solipsismo metodológico que también critica Putnam, que es el residuo cartesiano por antonomasia (en Descartes, el contenido de los pensamientos de un ser pensante podía permanecer sin modificación con independencia de que el mundo sea así o de otra forma; quedaba fijado con independencia de esto. Esta es la idea de los cerebros en cubetas: por definición, no hay mundo). Para Putnam, el contenido de los pensamientos de un ser pensante que actúa en virtud de ellos debe estar “lleno de mundo”; no puede haber pensamientos con contenido intencional si no hay relación con el mundo: las actitudes intencionales tienen condiciones de satisfacción, apuntan más allá de sí mismos. El enredarse con el mundo es definitorio de lo que es tener estados con contenido.

-Lo que hay en la cabeza podría ser lo mismo, pero el significado diferiría. Intensión/extensión. Que cómo concibamos las cosas sea suficiente para establecer el significado tiene que ser falso. El significado de un término tiene que ver con su extensión, con independencia de los errores interpretativos que el sujeto puede cometer (mundos gemelos).

Conciencia

El ser conscientes es lo más difícil de comprender y de explicar. Hay un aspecto del ser consciente que no podemos expresar directamente a través de nuestros términos y que parece que nos atrapa constantemente. No obstante, una forma de empezar a hablar de la conciencia es volver a Descartes, donde se fraguan las respuestas a las dos características básicas de lo mental: qué es un pensamiento y por qué se caracteriza. La idea cartesiana es la de un espacio de subjetividad, de experiencias de pensar, que involucran dos dimensiones: tener contenido intencional y estar acompañados de un sentir consciente (son inherentemente conscientes para el ser pensante). Estas dos dimensiones pueden manifestarse en diferentes grados de intensidad para cada estado. ¿Qué quiere decir que son conscientes? Vamos a empezar a hacer distinciones.

Ser consciente de manera transitiva / intransitiva. Lo primero es básicamente lo que expresamos mediante pensamientos como «yo soy consciente de que p», es una consciencia del mundo; lo segundo es el estado mismo en tanto que estado consciente. Pero, ¿un estado del cual somos conscientes, lo es en virtud de qué? ¿Qué quiere decir? ¿Cuál de las dos es más fundamental?

o A. Un estado es consciente en la medida en que uno es consciente transitivamente de él (es una forma de explicar el carácter intransitivo como transitivo).

o B. Cuando somos conscientes de nuestros estamos mentales exhibimos un cierto tipo de autoconciencia.

Pero, ¿toda conciencia involucra algún tipo de autoconciencia? Y si es así, ¿qué involucra la autoconciencia propia de un ser consciente? Familiaridad con uno mismo en cuanto teniendo una cierta experiencia. ¿Pero esto cómo se analiza?

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Existen problemas serios de circularidad y de regreso. El tipo de relación autoconsciente vinculado al estado del cual yo soy consciente cuando soy consciente de algo en el mundo tiene que tener una estructura más sencilla (p.e., conciencia pre-reflexiva, una familiaridad directa con tales estados pero no subsumible bajo una estructura transitiva: yo no puedo ser objetivable en la misma medida que el resto de objetos del mundo).

o ¿En qué consiste la inseparabilidad entre el ser consciente de algo y el ser consciente de tu ser consciente de algo?

Conciencia fenoménica: es un elemento de subjetividad. Estrategia cognitivo-funcional: consiste en algo que tiene una estructura

cognitivo-funcional, es decir, es una forma de rastrear cognitivamente que tengo un estado (fenoménicamente, la experiencia de algo y la experiencia de ser consciente de algo se presentan como indisolubles, pero son habilidades distintas).

La cuestión general del curso era cómo es posible que el mundo esté en la naturaleza, y las teorías computacionales de la mente pueden dar pistas al respecto. Pero, ¿qué hacer con el carácter cualitativo de nuestras experiencias conscientes? Esto tiene muchas formas de verse: la primera, el modo de acceso a ellas (a su información). Ned Block, conciencia de acceso: disponibilidad funcional de las representaciones mentales. Pero, ¿esto es lo que es ser consciente? Visión ciega: se tiene un acceso a la información que permite actuar, pero se carece de conciencia fenoménica. ¿Qué tipo de explicación podríamos tener respecto de la conciencia fenoménica? Primero, tendremos que ver en qué consiste; después, qué tipo de explicación y por qué la requerimos.

Hay cantidad de aspectos de la conciencia fenoménica que se nos imponen, de los cuales no podemos sustraernos; datos prefilosóficos. McGinn: intentar ir más allá, demandar una explicación ulterior, está condenado al fracaso; se trata de un misterio condenado a permanecer irresoluble. ¿Hay algo que nos obligue a pensar que hay un fondo de realidad en nuestra experiencia conciencia? ¿Es solamente una ilusión? ¿Puede ser real e ilusión? Aspectos de la conciencia fenoménica: 1) forma de aspectualidad subjetiva en todas nuestras experiencias, en cuanto conscientes; 2) es constitutivo de tener un punto de vista sobre el mundo (subjetivo). La conciencia de un mundo objetivo depende de la autoconciencia.

¿Cómo motivar que existe algo así como la conciencia fenoménica? Uno puede tener dos experiencias con el mismo contenido sobre el mundo pero diferente fenomenología. Espectro invertido: podría ocurrir que aquello que todos denominamos rojo es experimentado por mí como aquello a lo que todos denomináis azul. El contenido y la descripción funcional de esos estados es equivalente, pero la experiencia es diferente. Si esto es posible (no sólo concebible), parece que puede haber variaciones en el carácter fenoménico de las experiencias. Otro tipo de argumentos van en la línea de los qualia ausentes (no invertidos). Se supone que no pueden ser tratadas de manera relacional, como sí pueden serlo otras propiedades. El propio rasgo que caracteriza el estado es lo que le hace introspectible; es en virtud de tener tal o cual característica cualitativa que puedo tener conocimiento de que estoy en un tal estado, bajo una conciencia de familiaridad inmediata. Si estos qualia son reales en el mundo, deben tener algún tipo de poder causal en él.

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