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¿No sería genial que los perros hablaran?
Dice mi mamá que los perros no pueden
hablar. Pero debe haber alguna manera de
entender lo que están pensando, ¿no os
parece? Yo me imagino algo así como un
aparato que se pueda conectar en el perro.
Mi mamá dice que no se puede saber lo que
un perro piensa porque, según ella, los
perros no piensan.
Yo siempre me he preguntado cómo es
posible que las mamás sepan tantas cosas
que los niños no sabemos. Debe ser porque
la gente mayor ya no va a la escuela y allí les
enseñaron todo lo que saben. O porque han
vivido muchísimos años y han ido
aprendiéndolo todo con el tiempo.
Pero luego me he dado cuenta de que los
mayores tampoco saben muchas cosas;
bueno, no conozco a nadie que lo sepa todo.
A veces se desesperan porque les hago
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demasiadas preguntas, o simplemente no
tienen la menor idea de lo que les estoy
preguntando. Entonces mi mamá me dice:
“¿Qué sé yo?” o “¿Cómo quieres que yo
sepa eso?”
Y mi papá me dice: “Pues eso, la verdad, no
lo sé”.
Además, no todos los mayores saben las
mismas cosas. Unos saben unas y otros
saben otras, o sea que hay que fijarse muy
bien a la hora de preguntarles, porque a los
mayores no les gusta nada, pero nada de
nada, que uno se dé cuenta de su ignorancia.
Por ejemplo, mi papá sabe muchísimas cosas
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sobre ordenadores, pero no le preguntéis
nunca jamás qué quiere decir adjetivo
determinativo singular. Mi tía Licha sabe
todo lo que se puede saber sobre la Nueva
España en el siglo XVI, pero nunca ha
sabido cómo se le pone gasolina al coche. Mi
tío Eduardo se sabe los nombres de todas las
calles de la ciudad, pero no sabe dónde
están los cubiertos. Y entre todos saben
muchas cosas que mi mamá no sabe; pero
hay otras cosas que solo ella sabe: por
ejemplo, a qué hora se deben ir a dormir los
niños, cuántas verduras se deben comer,
cuál es mi talla y cuál es mi número de
zapatos.
Los mayores saben mucho, pero de todos los
adultos de mi familia no conozco a nadie
que sepa de qué trata todo lo que me están
enseñando en la escuela. Cada vez que les
pregunto, me dicen. “Es que a mí no me lo
enseñaron igual” Eso no quiere decir que las
maestras y los maestros sí sepan todo. Por
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ejemplo, el de deportes no sabe cuál es la
diferencia que existe entre un rombo y un
romboide, y mi maestra Cecilia no entiende
cómo un gol puede ser fuera de juego.
Los mayores siempre están leyendo libros,
revistas y periódicos, y yo creo que de ahí
sacan muchas cosas. Pero todos, en algún
momento, me han contestado: “¡Pues quién
sabe!”. O sea, que todavía no conozco a
nadie que sepa todo, pero todo todo todo lo
que yo me pregunto.
La gente mayor a veces se impacienta
porque yo pregunto mucho. Pero decidme,
la verdad, si no pregunto, ¿cómo Voy a
llegar a saber todo lo que quiero saber?
Mi mamá dice que lo busque en la
enciclopedia y la deje en paz por favor,
aunque sea un minuto. Eso es porque viene
muy cansada de trabajar y a veces de mal
humor. Y también porque a veces le
pregunto cosas que ella no sabe.
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Mi papá me enseñó a buscar en una
enciclopedia. En mi casa tenemos varias y
hay otra en la casa de los abuelos. No sé si lo
sabéis, pero la mayoría de las enciclopedias
vienen en orden alfabético, o sea que si
alguien no entiende como se usa el orden
alfabético, mejor que no busque en la
enciclopedia. Yo tuve que aprenderme el
abecedario de memoria, porque si no, nunca
me habría acordado de si la “hache” va
antes de la “pe” o después, y ese es el
motivo de que tarde uno mucho en
encontrar lo que está buscando.
Yo he tratado de buscar respuesta a mis
dudas en la enciclopedia, y he encontrado
muchas palabras; por ejemplo, si buscáis
samurái, pronto encontraréis que es un
miembro de la antigua nobleza del Japón,
que formaba parte de la guardia imperial, y
luego se transformó en una casta
caracterizada por la práctica de las artes
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marciales y un rígido código del honor
guerrero.
Pero si no se trata de una palabra, sino de
una pregunta, encontrar la respuesta no es
nada fácil. Por ejemplo, si uno busca la
pregunta: “¿No sería genial que los perros
hablaran?”, se tropieza con varios
problemas. Se puede empezar buscando en
la “p” de perro. En algunas enciclopedias
viene un capítulo dedicado a los perros, y en
el diccionario enciclopédico dice que un
perro es un mamífero carnívoro de la familia
de los cánidos cuya dentadura está formada
por 42-44 piezas y varias cosas más.
También dice que así se le llama
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a una persona cuando es ruin o indigna.
Pero no dice nada sobre el idioma de los
perros o dónde aprenderlo.
Y luego se puede buscar “hablar”o “idioma”
Pero en ninguno de esos dos lugares vais a
encontrar algo que pueda responder a mi
pregunta. Y así es más o menos con todo. Tal
vez no he buscado bien o no he buscado
donde hay que buscar. A lo mejor es cosa de
tener paciencia y poco a poco uno va
aprendiendo todo sobre los pérridos y lo
demás.
De todas formas, me encantaría poder
hablar con los perros. Mi mamá dice que los
perros solo hablan en la televisión, también
dice que yo veo demasiada televisión. Está
preocupada, cree que me puedo confundir y
no ver la diferencia entre un perro de
dibujos animados y un perro de carne y
hueso. Yo le digo: “Mamá, soy pequeño,
pero no soy tonto”
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¿Y para qué quiero hablar con los perros?
¡Ah, esa es una buena pregunta! Mi mamá
me dice: “A ver, ¿qué cosas puede saber un
perro como para que sea tan interesante
hablar con él?”. Yo estoy casi
completamente seguro de que los perros
saben muchas cosas. Mi tío Eduardo dice
que todos los perros descienden de los
lobos, entonces todos los perros deben saber
algo acerca de la vida salvaje. Por eso son
tan buenos cazadores. Y no necesitan ir a la
escuela para saber hacer muchas cosas,
como seguir un rastro o cobrar una presa.
También saben cuidar su territorio, proteger
a su amo y atacar al enemigo. Yo creo que ya
con eso sería suficiente para hablar con ellos.
Un día leí un cuento que trataba de un
hombre que entendía el idioma de los
pájaros. Un cuento de esos en los que
ocurren muchas cosas de las que no pueden
pasar en la vida real. (A mi mamá le gusta
que yo lea cuentos de hadas, pero no le
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gusta que vea tanta televisión. ¿Me podéis
explicar por qué?)
Ya sé que en los cuentos ocurren cosas que
son imposibles en la vida real, o sea, cosas
imaginarias. Pero ¿no sería genial entender
lo que dicen todos los animales?
No nada más los perros o los pájaros. Para el
hombre del cuento, entender el idioma de
los pájaros resultó de lo más ventajoso,
porque así se enteró de cosas que todos los
demás personajes no sabían y pudo
encontrar el tesoro y adivinar todos los
enigmas, y al final se casó con la princesa.
Si yo pudiera entender el idioma de los
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animales, me haría rico. Mi tía Licha dice
que a lo mejor cada animal habla un idioma
diferente: los perros hablan perrés, los gatos
hablan gatés, las gallinas hablan gallinés, los
elefantes hablan elefantés. En-tonces habría
que aprender muchos idiomas distintos para
entenderlos a todos. Eso no me desanimaría.
Pero yo me imagino algo diferente.
Yo me imagino un aparato que se conecte o
en el perro o en la persona (todavía no estoy
seguro) y que permita entender lo que el
perro está diciendo, sin necesidad de
aprender otro idioma.
Entonces, cuando me preguntan qué voy a
ser de mayor, contesto que voy a inventar
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ese aparato traductor.
Yo tenía un perro. Se llamaba Chispa.
Vivíamos en una casa con jardín y todo.
Pero ahora vivimos en un apartamento que
es muy pequeño y ya no podemos tener
perro.
A Chispa me lo regaló mi mamá cuando era
chiquitito. Él era chiquitito y yo también. Él
era más pequeño que yo: podía llevarlo en
brazos porque era como una bolita de pelos
y no pesaba casi nada. Cuando lo abrazaba,
me lamía la cara y su lengua me hacía
cosquillas. Era un perro muy divertido.
Chispa creció más rápido que yo y a los seis
meses ya no lo podía levantar, pero me
seguía lamiendo la cara cada vez que
llegábamos a casa, porque mi mamá y yo
nos íbamos muy temprano -ella a trabajar,
yo a la escuela- y no regresábamos hasta la
tarde.
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Al perro le daba mucho gusto vernos llegar
y corría de un lado a otro del jardín y
meneaba la cola como un loco. El perro
creció y creció. Cuando cumplió un año ya
era más grande que yo. Si se levantaba sobre
dos patas, me pasaba. Entonces ponía sus
patas delanteras en mis hombros y me lamía
la cara. Si me pillaba descuidado, me podía
tumbar.
A veces, por la tarde, veníamos cargados
con las bolsas del súper, la mochila y un
montón de cosas que traíamos mi mamá y
yo cuando regresábamos a casa.
Y mi mamá se desesperaba porque Chispa
no la dejaba pasar.
Le decía: “¡Quítate, perro, de mi camino!”,
pero el perro no hacía caso porque estaba
muy contento de vernos y yo creo que por
esa actitud tan negativa de Chispa, mi
mamá tuvo desde entonces la opinión de
que los perros no pueden pensar.
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En realidad, a mi mamá nunca le han
gustado mucho los animales de ningún tipo;
es decir, no le gustan los perros, pero
tampoco le gustan los gatos; los ratones no
solo no le gustan, sino que los odia con odio
mortal, igual que odia a las cucarachas, las
moscas y los mosquitos; tampoco le gustan
las tortugas ni las lagartijas.
Las arañas y las tarántulas, además de no
gustarle, le dan miedo, igual que las víboras
y las serpientes. Las lombrices y las
cochinillas le dan asco. Los peces le dan
repelús. Creo que solo le gustan los pajaritos
que trinan en los árboles, porque no tiene
que tratar con ellos.
A Chispa me lo regaló porque yo me moría
de ganas de tener un perro. Y es que a mí sí
me gustan los animales. Me encantan. Yo
podría vivir en un zoológico. Me gustan
hasta los alacranes. Bueno, me dan un poco
de miedo, pero ¿habéis mirado con cuidado
un alacrán? ¡Son geniales!
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Un día vi un documental donde los
retrataban de muy cerquita. Si me dijeran
que un alacrán no me iba a picar, yo tendría
uno en mi cuarto y le daría de comer y todo.
Me gustaría tenerlo en una caja de cristal,
con rocas de colores y un charquito para que
tome agua.
Desde luego, mi mamá dice que cómo se me
ocurre eso de tener un alacrán, si son tan
peligrosos. Pero yo sé, porque lo vi en un
programa de televisión, que hay unos
laboratorios donde tienen animales
venenosos y les quitan el veneno. Entonces
yo pensé: “Si le quitan el veneno a una
víbora, ¿por qué no habrían de quitárselo a
un alacrán?”. Se volvería un animal muy
manso y amigable.
También me hubiera gustado tener una
musaraña. Las musarañas son los mamíferos
más chiquititos de todos. Mi tío Eduardo
dice que son tan pequeños que caben en una
cuchara. Pero no se os ocurra decirle a mi
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mamá que me consiga una musaraña; lo
bueno es que existen los perros.
Mi mamá me regaló a Chispa cuando yo
tenía cinco años. Todavía no había
empezado la primaria. Y como yo, poco a
poco, ella también se fue encariñando con él.
Pero el perro fue la causa de muchos
problemas, porque era muy inquieto, hacía
muchas travesuras, nos babeaba de tanto
cariño, soltaba mucho pelo, aullaba de
noche, les ladraba a los vecinos, destrozaba
las cosas y una vez tiró el tendedero con la
ropa recién lavada y la revolcó por todo el
jardín.
En otra ocasión, cuando todavía era un
cachorro (aunque ya estaba bien grandote)
destrozó unas botas de mi mamá, las hizo
cachitos; nada más encontramos enteros los
tacones. Unas botas carísimas que a mi
mamá le encantaban, aunque nunca se las
ponía; las tenía guardadas en el armario.
Todo sucedió un día por la mañana, es-taba
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lloviendo y a mí me dio mucha lástima que
el perro se quedara fuera. Le rogué tanto a
mi mamá que me dio permiso para que lo
dejara esperarnos dentro de la casa.
Los perros no entienden cuando unas botas
son carísimas, porque lo mismo hubiera
podido destrozar unos zapatos más baratos
o que estuvieran más gastados o que no le
gustaran tanto a mi mamá, pero no, fueron
aquellas botas.
Bueno, hay unos perros que sí entienden a la
primera. Por ejemplo, en el circo he visto
unos perros que se comportan de una
manera increíble. Pero Chispa no era un
perro de circo, sino un perro totalmente
desbocado.
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Eso decía mi mamá cuando llegábamos a
casa porque, en cuanto abríamos la puerta,
Chispa se metía en la sala a toda velocidad.
Durante el día, lo dejábamos en el jardín.
Ahí tenía su casita, pero nunca le gustó. Yo
nunca lo vi meterse en su cuchitril. Era una
casita con su techo a dos aguas donde yo
cabía perfectamente bien cuando tenía cinco
años.
Mi mamá se la compró para que no se
mojara con la lluvia ni pasara frío en
invierno y, cuando aprendí a escribir, le
pinté su nombre delante con letras rojas,
algo feas, pero se entendían. Aunque a
Chispa le gustaba más meterse debajo del
lavadero.
Bueno, en realidad, lo que más le gustaba a
Chispa era correr todo el día por el jardín,
no importaba si hacía frío o calor o si estaba
lloviendo a mares. Yo creo que era un perro
medio salvaje (un día leí que muchos
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animales son mitad salvajes y mitad
domésticos).
Chispa creía que el jardín era la selva y
nuestra casa era su cueva. Durante el día, se
quedaba solo y podía brincar, correr y ladrar
sin que nadie le dijera nada.
Al atardecer, regresaba a su madriguera, o
sea a nuestra casa, y se reunía con nosotros,
que éramos los miembros de su jauría.
Ya os podréis imaginar que no era un perro
muy limpio que digamos: siempre estaba
lleno de hierbas, de hojas, de barro, de todo
lo que había en el jardín. Con todo eso
pegado en el pelo y con las patas
embarradas, entraba en la casa y dejaba
siempre la alfombra llena de huellas, sobre
todo en temporada de lluvias.
También le gustaba husmear por todos
lados y sacar lo que se encontraba y
arrastrarlo con el hocico. Por ejemplo,
volcaba el cubo de la basura y se ponía a
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jugar con las cochinadas y cuando
regresábamos el jardín estaba hecho un asco
y mi mamá siempre se quejaba de que ese
perro era un desastre y tenía la casa hecha
una porquería.
Mi mamá se enfadaba, sobre todo, porque
cuando yo le pedí que me regalara un perro,
ella me hizo prometer que me iba a ocupar
de él. Y, bueno, si queréis que os diga la
verdad, no siempre lo hacía.
Nada más tenía que hacer cuatro cosas: una,
ver que siempre tuviera agua limpia en su
cubeta (una cubeta amarilla que era nada
más para él); dos, darle de comer por la
mañana, antes de irnos, y por la tarde, en
cuanto regresábamos; tres, recoger todos los
días su caca, para que no estuviera sucio el
jardín, y cuatro, bañarlo por lo menos una
vez al mes, o más seguido si era necesario.
Pero había veces en que yo, en lugar de
ocuparme de mi perro, me ponía a ver la
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televisión y entonces mi mamá se enfadaba
mucho y me regañaba porque había pisado
caca en el jardín o porque la cubeta estaba
vacía o por cualquier otra cosa.
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Yo sé que los perros necesitan algunos
cuidados y que le había prometido a mi
mamá que me ocuparía siempre de mis
deberes, pero no creáis que es tan fácil,
muchas veces me olvidé y de pronto oía que
ella me decía: “¡Cuánto quieres a tu perro!
Un día se va a morir de sed y tú ni cuenta te
vas a dar”.
Creo que mi mamá llegó a encariñarse
mucho con mi perro, porque ella sí estaba
siempre pendiente de él y lo cuidaba más
que yo. O a lo mejor fue porque las mamás
son más responsables. Me acuerdo de que
ella también se divertía mucho cuando lo
bañábamos con la manguera en el jardín y
había que perseguirlo y sujetarlo, porque él
creía que estábamos jugando, y eso nos
provocaba mucha risa.
Primero lo sujetábamos y luego lo
mojábamos. A Chispa no le gustaba mucho
el agua fría, solo cuando hacía mucho calor.
Se sacudía de la cabeza a la punta del rabo y
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nos salpicaba y acabábamos los tres
empapados.
Cuando ya estaba mojado, mi mamá lo
enjabonaba con uno de esos jabones
especiales que sirven para que los perros no
tengan pulgas (mi mamá odia las pulgas) y
entre los dos lo frotábamos hasta que estaba
todo cubierto de espuma. Luego lo
enjuagábamos y se volvía a sacudir.
Después, yo iba por una sábana vieja para
secarlo; esa era la toalla del perro. Luego lo
soltábamos, él corría, se restregaba por la
hierba y nosotros nos reíamos y yo creo que
él también se reía porque todo era muy
gracioso.
Solo lo bañábamos los domingos. Ese día no
había prisa y mi mamá siempre estaba
contenta. Se nos olvidaban todos nuestros
problemas. Comprábamos un pollo asado y
nos lo comíamos con las manos. A Chispa le
dejábamos los huesos y le encantaba comer
con nosotros después de bañarse.
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Los días normales, le dábamos de comer
alimento para perros, que comprábamos en
el súper en unas bolsas enormes, y
“huacales” de pollo hervidos. Además,
cuando se podía, mi mamá le compraba
carne fresca, que le encantaba. Se la tragaba
en un dos por tres, sin masticarla siquiera. Y
en las temporadas del año en que soltaba
mucho pelo, mi mamá me decía. “Vamos a
cepillarlo”, y eso lo volvía loco de felicidad.
En la noche se dormía en una alfombrilla
junto a mi cama. Bueno, en realidad, cuando
mi mamá ya no nos estaba viendo, Chispa se
subía a mi cama y se dormía a mis pies. Pero
yo creo que dormía con un ojo abierto y otro
cerrado, porque cada vez que oía un ruido,
se levantaba e iba a ver qué estaba pasando.
Era un buen guardián y mi mamá se sentía
muy segura con él en casa. Aunque a veces
se enojaba porque los domingos el perro
empezaba a ladrar desde muy temprano y
ya no nos dejaba dormir.
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Me acuerdo muy bien de esas mañanas,
sobre todo en temporada de lluvias, porque
Chispa se levantaba muy temprano y se
salía al jardín a perseguir pájaros. Luego
regresaba todo mojado y me despertaba. Me
lamía la cara, subía sus patazas a la cama y
dejaba sus huellas en mis sábanas blancas.
No vayáis a pensar que por eso Chispa ya
no pudo vivir con nosotros. Siempre que
hacía una de las suyas, mi mamá se enojaba
y pegaba un par de gritos, pero luego se
contentaba y varias veces la oí conversar con
él. Bueno, ella hablaba pero él no le
contestaba.
Por las tardes, después de todo el trajín de la
merienda, mi mamá se acomodaba en su
sillón, se quitaba los zapatos, se aflojaba la
ropa y se tomaba su chocolate con galletas.
Entonces, el perro le ponía la cabeza sobre
una rodilla y ella lo acariciaba con la punta
de los dedos.
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Un día nos tuvimos que cambiar de casa.
Los motivos de ese cambio fueron muchos y
muy complicados. Yo los entendí poco a
poco. El día que mi mamá me dijo que nos
teníamos que ir, yo pensé que era por culpa
de Chispa.
Entonces le prometí que el perro se iba a
portar bien en adelante, que yo me ocuparía
de él y ya nunca más le íbamos a dar guerra.
Mi mamá trató de explicarme, pero yo no la
quería oír y nada más lloraba y lloraba
porque no me quería separar de Chispa. Mi
mamá me llevó con mi papá para que
hablara conmigo y él me explicó lo que era
más conveniente. También tuve que hablar
con los abuelos y con mi tía Licha y todos
me dijeron lo mismo: que nos teníamos que
cambiar a un apartamento y allí no iba a
caber Chispa.
No hubo más remedio, porque el
apartamento donde vivimos ahora está más
cerca de mi escuela, del trabajo de mi mamá
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y de la casa de los abuelos. Antes vivíamos
muy lejos y teníamos que levantarnos muy
temprano, mi mamá tenía que conducir
durante muchas horas y todo era muy
complicado.
Yo le pregunté a mi tía Licha que por qué no
nos podíamos cambiar a una casa grande y
con jardín para que se pudiera venir a vivir
con nosotros el perro y ella me dijo que no
nos alcanzaba el dinero. Entonces le dije que
un día yo iba a ser
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muy rico para tener una casa muy grande
donde cupieran todos los perros y gatos que
yo quisiera.
Yo le dije que tenía un secreto, que se lo iba
a decir si prometía no revelárselo a nadie. Y
entonces le conté mi idea de inventar un
aparato para entender el idioma de los
perros.
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EL día que cumplí ocho años, mi tía Licha
me regaló un cuaderno al que yo llamé
“cuaderno secreto”. Ahora vais a saber por
qué. Me lo dio cuando nadie nos estaba
viendo. Me dijo que era para que yo
escribiera todo lo que se me fuera
ocurriendo.
Yo le pregunté si podía escribir
absolutamente todo lo que yo quisiera y me
dijo que sí. Le pregunté si no me iban a
regañar por eso.
—No -me dijo-, porque nadie va a leer lo
que tú escribas, a menos que tú quieras que
alguien lo lea.
—¿Y puedo escribir palabrotas?
—Sí, si eso es lo que quieres.
—¿Y puedo escribir mentiras?
—Sí.
—¿Y puedo escribir tonterías?
—Sí.
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—¿Y puedo escribir con faltas de ortografía?
—Sí.
Siempre se necesita preguntar estas cosas,
sobre todo si uno tiene una familia como la
mía. Porque en mi familia siempre me están
regañando.
No sé cómo les irá a otros niños en otras
familias, pero en la mía, aunque parezca
difícil de creer, siempre hay alguien que te
corrige y te dice que no subas los pies en los
muebles, que no pongas los codos en la
mesa, que te pongas derecho, que te acabes
la comida, que esa palabra no se dice así,
que hagas la tarea, que te calles, que hables,
que te levantes, que te acuestes, que te
bañes, que te laves las orejas, que recojas tus
cosas, que no hagas ruido, que apagues la
televisión, que te duermas y así todo el día.
Os voy a contar cómo es mi familia, para
que os hagáis una idea.
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Por un lado está mi papá, que vive solo en
un apartamento. El tiene dos hermanas y un
hermano, o sea mis tíos, y su mamá que es
mi abuelita Cuca.
Por el otro lado estamos mi mamá y yo, que
vivimos juntos en otro apartamento. Ella
tiene un hermano y una hermana, y un papá
y una mamá que son mis abuelos, y todas
las semanas los vamos a ver.
Entre todos mis tíos y tías tienen varios hijos
que son mis primos, pero mi mamá y mi
papá son los más jóvenes de sus respectivas
familias; además, tardaron mucho tiempo en
casarse y, según cuenta la leyenda, luego
tardaron mucho tiempo para que yo naciera.
Entonces, yo soy el más pequeño de todos
los sobrinos y de todos los nietos, y todos,
pero absolutamente todos los miembros de
mi familia, se han dedicado, desde el día en
que nací, a educarme. Y a todos les preocupa
que yo esté muy bien educado.
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Esto se debe, sobre todo, a que mi mamá
tiene que trabajar muchísimo y desde que yo
era muy pequeño siempre me ha tenido que
dejar al cuidado de alguien.
A veces me toca quedarme con la abuelita
Cuca, a veces con mi tía Licha, otras en casa
de los abuelos, y a veces con mi prima Julia;
en fin, mi vida es un ir y venir.
Por eso me costó trabajo creer a mi tía Licha
cuando me regaló el cuaderno.
—¿Nadie, pero nadie nadie, me lo juras,
nadie va a abrir mi cuaderno para ver lo que
yo haya escrito?
—No, nadie.
—¿Y nadie me va a querer corregir?
—Nadie.
—¿Y nadie va a decirme que eso no se
escribe así y que cómo se me ocurren esas
bobadas y que no sea idiota?
—Nadie -me dijo.
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—¿Y, de veras, nadie me va a regañar si
escribo cosas?
—Nadie.
No me lo podía creer. Pero ella me dijo que
debía ser un cuaderno supersecreto (por eso
lo llamé así), que lo podía guardar en un
lugar que no supiera nadie y que, para eso,
lo mejor era que no le contara a nadie que lo
tenía.
Y me prometió que ella no iba a decírselo a
nadie.
—¿Ni siquiera a mi papá y a mi mamá?
—No, a nadie, este es un secreto entre tú y
yo.
Entonces le pregunté:
—¿Y tú no vas a querer leer todo lo que yo
escriba?
—Solamente si tú me lo pides.
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—¿No me vas a preguntar todos los días si
ya he escrito algo?
—No.
—¿Y si nunca escribo nada?
—No importa.
Ese día hubo bronca (ya os lo contaré más
tarde): mi mamá estaba muy enojada
conmigo porque tuve un problemilla en la
escuela, pero como era mi cumpleaños todos
la convencieron de que me perdonara y me
dieran mis regalos antes de irnos.
Yo me traje el cuaderno a mi casa (aunque
ya no vivimos en una casa, sino en un
apartamento, pero le seguimos llamando
“casa”), junto con todos los demás regalos, a
pesar de que tenía absolutamente prohibido
jugar con ellos.
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Metí el cuaderno debajo de mi colchón.
Esperé a que mi mamá me mandara a la
cama y entonces lo abrí. Tenía las hojas muy
blancas y las rayas muy azules. Pensé en
todo lo que me había dicho mi tía y lo
primerito que se me ocurrió escribir fue:
“caca” No pasó nada. Nadie me estaba
mirando. Era verdad. Nadie podría saber lo
que yo estaba escribiendo, a menos que yo
se lo
enseñara. Entonces escribí: “mierda” Y
tampoco pasó nada. Me di cuenta de que
podía escribir exactamente lo que me diera
la gana sin que nadie me regañara, y eso me
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dio mucho gusto. Entonces escribí, “culo,
pito” ¡Y no pasó nada!
Tras escribir todas esas cosas, de pronto ya
no se me ocurrió nada. Pensé que era muy
fácil escribir cualquier cosa y me di cuenta
de cuántas ganas había tenido de escribir
esas palabras, pero ahora que las había
escrito se habían vuelto un poco aburridas.
Era como cuando buscaba una de esas
palabras en el diccionario y encontraba un
significado totalmente diferente del que yo
me había imaginado, porque en el
diccionario a las palabrotas no las tratan
como palabrotas, sino que las tratan como si
fueran palabras normales y entonces ya no
tienen tanta gracia.
Como cuando mi prima Julia me dijo que si
repetía muchas veces una palabra, por
ejemplo cu-lo, cu-lo, culo, culo, culo culo
culo culo culoculoculoculoculoculo, llegaba
un momento en que ese sonido ya no
significaba nada.
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Pensé: “¿Qué ocurrirá si escribo otra cosa?”;
por ejemplo, puse: “En mi escuela hay una
piscina de olas”, lo cual no es cierto. Estuve
pensando otro rato y se me ocurrió: “Rulo es
un criminal buscado por la justicia”, lo cual
tampoco es cierto. Me estaba empezando a
aburrir cuando puse: “Mi maestra Cecilia
tiene pelos de bruja”. Luego escribí: “A mi
mamá se le ha aflojado un tornillo”. Lo leí
varias veces y sentí una cosa muy rara en la
tripa, como cuando tienes miedo, porque
estás en la montaña rusa y te gusta, pero
tienes que respirar tan fuerte que casi te
mareas.
Luego puse: “Soy el rey de las zanahorias,
pimrimplín, parramplamplán” Enseguida
escribí: “Zurfafedro, cachampu-rrumpu,
rascuarán, chuchupu, pachafleto, cucho,
clingurio, crastumpatempicuntro”, y me dio
un ataque de risa tan fuerte que mi mamá se
acercó a mi puerta a preguntar qué me
estaba pasando. “¿Qué ocurre aquí?”, dijo.
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“Nada”, contesté yo, y metí rápidamente el
cuaderno bajo la almohada para que mi
mamá no lo viera.
Cada vez que volvía a leer lo que había
escrito, me volvía a dar un ataque de risa. Y
luego, nada más de imaginármelo, me daba
más y más risa, una risa insoportable, de
esas que te dan cuando todo el mundo está
de lo más serio y tú eres el único de toda la
clase que no puede dejar de reír como un
loco.
Pelusa79
44
Por supuesto, mi mamá se asomó a mi
cuarto y me encontró doblado de la risa
debajo del edredón. “Pero, ¿qué te pasa?”,
me dijo. “¡Nada, nada!”, le respondí yo sin
dejar de reír.
Y cuanto más trataba de calmarme, más risa
me daba. Hasta que ella se fue, porque ya
me conoce, y solo entonces pude calmarme
y volver a mi estado normal más o menos
serio.
Entonces arranqué esa hoja donde había
escrito todas esas palabras, hice con ella una
bolita, la eché a la basura y dije: “Quiero
empezar de otra manera este cuaderno” Así
que escribí una lista con todos los regalos
que me habían regalado por mi cumpleaños:
mi tía Licha, un cuaderno mi mamá,
unas deportivas nuevas, mi abuelo,
“El libro de la selva” de Rudyard
Kipling, mi abuela, un avioncito al
que se le mueven las hélices. Julia,
unos soldaditos en miniatura y mi tío
Pelusa79
45
Eduardo me dijo que me regalaría un
gatito dentro de unas pocas semanas,
cuando ya pueda comer solo.
No me podría acordar de todo esto si no lo
hubiera escrito en mi cuaderno secreto.
Las deportivas están muy viejas; el avioncito
se rompió; los soldaditos quién sabe dónde
andan. El libro tardé un tiempo en
terminarlo de leer, pero me gustó mucho.
El gatito estaba recién nacido. Era hijo de
una gata que tenía mi abuela y que acababa
de tener cuatro gatitos. Ya había abierto los
ojos, pero todavía debía quedarse con su
mamá. Ahora es grande. Al gatito me lo
dieron después de mucho esperar y me ha
traído muchísimos problemas.
Luego pensé que quería escribir un cuento.
Aquí está mi primera historia, espero que
comprendáis que yo era demasiado joven
todavía y no os riáis mucho de mí.
Pelusa79
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El niño fuera de órbita
Había una vez un niño tan tonto que un día que
estaba en la luna se quedó atrapado y no pudo
regresar, pero le gustó tanto que decidió que se
iba a quedar allí para siempre.
Luego estuve acordándome de las cosas que
me ponen triste, por ejemplo: “Yo tenía un
perro. Se llamaba Chispa.”
Después, pensé que mi cuaderno secreto me
podía servir para escribir mis ideas y cómo
voy a lograrlas. Entonces puse: “Inventar un
aparato para poder hablar con los perros”
Después de escribir eso, lo cerré y me puse a
pensar en dónde iba a esconderlo para que
nadie lo encontrara. Si lo dejaba debajo del
colchón, mi mamá se iba a dar cuenta
cuando cambiara las sábanas. Si lo metía en
un cajón de mi armario, un día mi mamá lo
iba a encontrar cuando estuviera guardando
mi ropa. Si lo ponía debajo de una maceta,
Pelusa79
48
se iba a mojar Si lo escondía detrás del
mueble del salón, se me iba a estropear.
Después de mucho pensar y pensar,
encontré el lugar perfecto para guardarlo,
pero no se lo voy a decir a nadie porque es
un secreto.
Y así fue como empecé a escribir en mi
cuaderno. No escribo todos los días ni
pongo siempre las mismas cosas. A veces se
me olvida durante varias semanas, siempre
que me acuerdo lo vuelvo a sacar y desde
entonces decidí que también iba a servirme
para escribir las preguntas que los mayores
no me pueden contestar Y mis problemas.
Porque, aunque sea difícil de creer, tengo
muchísimos problemas.
Pelusa79
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CUANDO OS dije que tuve un problemilla
el día de mi cumpleaños fue porque me
expulsaron tres días de la escuela a causa de
una travesura que no cometí. Ese día,
después de que mi mamá fue por mí a la
escuela, fuimos a comer a casa de los
abuelos. Ellos habían comprado un pastel
para celebrarlo y me dieron los regalos que
ya os comenté.
Pero mi mamá estaba un poco furiosa,
aunque le expliqué más de cien veces que yo
no había tenido la culpa. Como no es la
primera vez que tengo problemas en la
escuela, ella cree que soy un niño demasiado
inquieto. Dice que ya está harta de mí.
Traté de explicarle, pero no me hizo caso; así
que, en cuanto regresamos a casa, me fui
castigado a mi cuarto y estuve tres días
completitos sin ver televisión.
Dejadme que os cuente mi versión de los
hechos.
Pelusa79
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Por si alguno de vosotros no lo sabe, una
escuela es un lugar donde las mamás y los
papás inscriben a los niños para que estén
encerrados durante toda la mañana. Pero,
como los perros, hay algunos niños que son
mitad salvajes y mitad domésticos.
A ningún animal le gusta que lo sujeten con
una cadena o que lo metan en una jaula. Si
os fijáis, os vais a dar cuenta de inmediato
de que eso les causa una gran incomodidad.
Las jaulas y las cadenas se inventaron
precisamente para mantener a los animales
en un lugar donde ellos no quieren estar. O
sea que los tienen allí en contra de su
voluntad. Porque si quisieran estar allí, se
estarían quietos sin necesidad de cadena ni
de jaula.
A los niños medio salvajes tampoco les
gusta estar en la escuela. Yo no creo ser un
niño mitad salvaje y mitad doméstico, sino
completamente doméstico, pero conozco a
otros que sí son medio salvajes y sufren
Pelusa79
51
mucho porque no quieren estar encerrados y
se pasan todo el tiempo pensando cómo se
van a escapar, igual que esos perros que
tiran y tiran de la cadena y se lastiman,
porque no aguantan estar atados.
Uno de esos niños medio salvajes es Rulo. A
mí a veces me parece muy aburrida la
escuela, pero otras, hasta me gusta ir. En
cambio, Rulo siempre ha odiado la escuela.
Por eso, se pasa todo el día buscando la
manera de distraerse, y en esa búsqueda,
siempre se le ocurre hacer alguna maldad
porque no se puede estar quieto.
El día de mi cumpleaños, yo estuve
conversando con él y con Diego a la hora del
recreo. Rulo nos enseñó una bola de papel
de periódico con una mecha y dijo:
—¿Qué os apostáis a que con esta bomba
hago que vuelen todos los cristales de la
escuela?
Pelusa79
52
—Te apuesto a que no -dije yo-, eso no es
una bomba.
—Claro que sí -dijo él-, está llena de
dinamita.
—¿Criptonita? -dijo Diego.
—No, tonto; dinamita, TNT, trinitrotolueno.
—No es cierto -dije yo-. En primer lugar, eso
es solamente una “paloma”, y a las palomas
no les echan TNT, las hacen con pólvora.
Eso me lo había explicado mi papá un día
que estuvimos tirando petardos. Y me dijo
que a la pólvora le ponen azúcar. Pero a
Rulo en realidad no le importaba de qué
estaba hecha la pólvora, sino su idea de que
todos los cristales de la escuela reventarían
en mil pedazos con la explosión.
—¿Apostáis o no?
Yo busqué en el bolsillo de mi pantalón y
encontré una moneda de cincuenta. Diego
dijo que tenía otra en la mochila.
Pelusa79
54
Entonces Rulo sacó unas cerillas de su bolsa
y encendió la mecha. Todos los niños
estaban distraídos, correteando por el patio
o jugando o cambiando cromos. Las niñas
de sexto estaban sentadas en la barandilla,
contándose secretos y muertas de la risa. El
de deportes andaba persiguiendo a unos
niños que estaban jugando a la pelota. No
había ninguna maestra a la vista.
Nadie nos prestaba atención.
Después de encenderla, Rulo se quedó con
la paloma en la mano durante unos
segundos que se me hicieron eternos, por-
que había visto en la televisión una película
de guerra donde había un soldado al que le
explotaba una granada en la mano. Le grité:
—¡Suéltala ya!
Rulo la tiró hacia el centro del patio y la
paloma se quedó ahí un rato, como si nada.
Rulo estaba a punto de acercarse a recogerla
cuando oímos: ¡buum!
Pelusa79
55
Hasta yo me asusté. Imaginaos entonces
cuánto se asustaron los que estaban
completamente desprevenidos. El estallido
fue tremendo, pero no se rompió ningún
cristal.
El director salió inmediatamente, seguido de
maestras y maestros, todos muy
alborotados. Alrededor del lugar donde
había estallado la paloma se formó un
enorme círculo de gente y todos hablábamos
al mismo tiempo. El de deportes se acercó a
todo correr.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido eso?
¿Quién ha sido?
Desde luego, alguien había visto al culpable
y lo delató inmediatamente. El director
agarró a Rulo del brazo y se lo llevó a
empujones a la dirección. Al rato salió la
maestra Maite y nos llamó a Diego y a mí.
En la dirección ni siquiera nos preguntaron
nada. Yo traté de defenderme, pero no pude
Pelusa79
56
convencer a nadie. Dijeron que yo era
cómplice o algo así. Nos expulsaron
inmediatamente. ¡Tres días sin ir a la
escuela!
Al principio, me gustó la idea, pero cuando
llamaron a mi mamá por teléfono a su
oficina, empecé a preocuparme. Ella llegó a
la escuela enfadadísima, porque había
tenido que salir de su trabajo. Habló con mi
maestra y con el director mientras Diego,
Rulo y yo esperábamos en el pasillo de la
dirección.
Diego lloró. Yo no, porque Rulo habría
dicho que soy un cobarde. Pero tenía mucho
miedo. En cambio, Rulo ni siquiera se
preocupó. Es más, estaba atacado de la risa y
cada vez que se acordaba se reía más. Decía:
—¡Vaya cara han puesto todos!
Quién sabe; yo solo sé que me echó a perder
mi fiesta de cumpleaños.
Pelusa79
58
Mi mamá está muy preocupada por mí. Dice
que soy un problema. En realidad, soy
bastante normal, pero tengo muy mala
suerte. Mi mamá no puede comprender que
a veces me aburro en clase y por eso me
pongo a hablar con los niños de alrededor
La gente mayor se toma la vida muy en
serio.
Todo se complicó porque esos tres días que
no fui a la escuela, mi mamá me tuvo que
llevar a casa de los abuelos para que me
cuidaran mientras ella estaba en el trabajo.
Toda esta aventura la escribí con mucho
cuidado en mi cuaderno secreto para que no
se me fuera a olvidar.
Pelusa79
59
DURANTE esos tres días que estuve
castigado por culpa de Rulo, mi único
entretenimiento fueron los gatitos, porque
tenía prohibidísimo ver la televisión. Como
ya os conté antes, a la gata de los abuelos le
acababan de nacer cuatro gatitos.
Eran tres blancos y uno atigrado como la
mamá. Mi tío Eduardo me dijo que el padre
era el gato siamés de los vecinos. Dos de los
blancos eran muy feroces. Aunque eran muy
chiquititos, atacaban a cualquiera que se
acercara, resoplaban, sacaban las uñas,
enseñaban los dientes y fruncían la nariz,
como unas verdaderas fieras salvajes. A mí
ya me habían prometido uno, desde que
supieron que la gata estaba preñada (o sea,
que iba a tener gatitos). Y cuando nacieron,
mi tío Eduardo me dijo que solo había que
esperar varias semanas antes de llevármelo,
porque los gatitos recién nacidos tienen que
mamar la leche de su mamá y solo los
pueden separar de ella después de
Pelusa79
60
destetarlos. El problema era que mi mamá
odia a los gatos; simplemente, no los puede
soportar. Desde que me dijeron que iban a
nacer unos gatitos, le rogué y le rogué que
me dejara tener uno, pero ella no quería y yo
no veía manera de convencerla.
Le dije a mi papá que me ayudara a
convencerla, que si ya no podía tener un
perro, por lo menos me dejaran tener un
gato. Porque los gatos, como son unos
animales bastante pequeños, caben
perfectamente bien en un apartamento.
Mi mamá no quería dar su brazo a torcer y
mi papá le dio la razón. Siempre hacen eso:
se ponen de acuerdo para llevarme la
contraria. Cuando se lo dije a mi abuela, ella
se encogió de hombros como diciendo: “Yo
no puedo hacer nada, a tu mamá tienes que
convencerla tú”.
Lo único que la convenció fue un ratón,
porque mi mamá odia a los gatos con odio
Pelusa79
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profundo, pero a los ratones los odia todavía
más.
Un día, antes de mi cumpleaños -cuando
apenas acababan de nacer los gatitos-,
estábamos ella y yo merendando en nuestro
apartamento. De repente corrió una cosita
negra a toda velocidad desde la puerta del
baño hasta debajo del mueble de la cocina.
Los dos nos miramos como diciéndonos:
“¿Has visto eso?”.
Pero no le dimos importancia. A la tarde
siguiente oímos un ruidito. Yo pensé que
tampoco entonces nos tendríamos que
preocupar, pero ese fin de semana mi mamá
dijo:
—Vamos a tener que hacer limpieza general.
La limpieza general es una costumbre
horrible que a veces tienen las mamás. Hay
que sacar la aspiradora, mover todos los
muebles, vaciar cajones, alcanzar las repisas,
sacar todo, sacudir, revisar, limpiar y luego
Pelusa79
62
volver a guardar. Cuando a una mamá se le
mete en la cabeza la idea de que hay que
hacer limpieza general, no queda más
remedio que ayudarla.
En esas estábamos cuando, a la hora de
vaciar la despensa, mi mamá se encontró
una bolsa de arroz que tenía un agujerito.
Alrededor había un reguero de arroz.
Entonces dijo:
—¡Me parece que aquí hay ratones!
Y se puso tristísima, porque mi mamá
quisiera tener su casa como un espejo, pero
nunca tiene tiempo. Todas las mañanas
salimos muy temprano para llegar
puntuales, ella al trabajo y yo a la escuela.
Solo nos da tiempo a dejar los trastos del
desayuno en el fregadero y hacer las camas.
Por la noche, regresamos muy tarde y ella
siempre está muy cansada. Yo me baño y me
pongo el pijama mientras ella prepara la
merienda. Para entonces, de lo único que
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tenemos ganas es de ver un rato la tele antes
de irnos a dormir.
Por eso siempre se queja de que su casa se
está cayendo. No es verdad que se esté
cayendo, pero así es como ella dice.
Como ya os he dicho, ahora vivimos en un
apartamento, en el primer piso de un
edificio que tiene cinco pisos. Mi mamá dice
que todas las plagas vienen de la planta baja:
si ve una mosca o una cucaracha o un ratón,
inmediatamente le echa la culpa a la vecina
de abajo.
Yo creo que mi mamá también extraña
nuestra casa y nuestro jardín, sobre todo
porque allá no había vecinos ni arriba ni
abajo.
Lo cierto es que se puso tristísima porque
había ratones.
—¿Qué vamos a hacer?
Pelusa79
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Fuimos a la droguería. El droguero le dijo
que el mejor remedio contra los ratones es el
veneno. Le enseñó un frasquito que tenía
dibujada una calavera y dos huesos en cruz,
y le explicó que debía rociar una poca de
comida con eso y dejársela por la noche a los
ratones en un platito; pero a mi mamá le da
terror el veneno porque cree que me lo voy a
comer yo, ¡por favor!
Entonces el droguero nos dijo que tenía unas
trampas para ratones, así que mejor
comprábamos dos de esas. Son unas tablitas
con un resorte que se cierra sobre el ratón
cuando este se acerca a comer un pedacito
de pan que se le pone en medio de la
trampa.
Por la noche las pusimos en la cocina y nos
fuimos a dormir. A la mañana siguiente le
pregunté a mi mamá si había caído algún
ratón en la trampa.
—No -me dijo-, no cayó ninguno.
Pelusa79
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Y es que mi mamá había quitado las
trampas, porque nada más de imaginarse un
ratón atrapado, aplastadito con el resorte, no
podía ni dormir. Fue entonces cuando
pensamos en un gato.
Bueno, en realidad, a la que se le ocurrió la
idea del gato fue a mi mamá, porque en
aquel entonces yo no sabía que los gatos
cazan ratones. Yo quería tener uno
solamente porque me encantan. A mi papá
también le gustan los gatos y a toda la
familia de mi mamá. Pero ella los odia. No
sé por qué. No los puede soportar. Creo que
no le gusta ninguna clase de animal: reptil,
mamífero, pez, ave o batracio. Pero a los
gatos les tiene especial antipatía. No le gusta
m siquiera que se le acerquen. Siempre que
vamos a casa de los abuelos, la gata se
acerca a saludarla, se frota contra sus
piernas y quiere trepar encima de ella.
Mamá se retuerce y me dice:
—¡Quítame a esa bestia de encima!
Pelusa79
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A mí me encantaría que la gata de los
abuelos se me acercara. Yo siempre tengo
que perseguirla y todos me regañan porque
ando a cuatro patas por debajo de los
muebles hasta que la atrapo.
Esa mañana de las trampas, mamá me dijo:
—Vamos a tener que conseguir un gato.
Yo me puse feliz. Agarré el teléfono y hablé
con mi abuela. Le dije:
—Abuelita, mi mamá me ha dado permiso
para tener un gato.
—¿De veras? -dijo la abuela-. Pero, ¿cómo es
posible?
—Es que hay un ratón -dije yo.
En cuanto mi mamá oyó eso, se puso
furiosa.
—¿Cómo se te ocurre? -me dijo.
-¿Qué?
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—¿Cómo le dices a tu abuela que hay un
ratón? ¿Qué va a pensar de mí? Que soy una
descuidada.
Pero a la abuela, los ratones y el cuidado de
la casa no le preocupan gran cosa.
Más bien, se puso muy contenta porque le
dio mucho gusto que nosotros nos fuéramos
a quedar con uno de los cuatro gatitos.
El caso es que ya estaba todo listo para que
nos dieran un gatito. Mamá ya se había
resignado a vivir con una bestia peluda y yo
estaba feliz.
Sin embargo, unos días después de mi
cumpleaños, volvimos a encontrar rastros de
ratones en el horno. No sé si habéis visto
alguna vez una caquita de ratón. Es una cosa
muy chiquitita. Yo no la había visto nunca,
pero mi mamá me la enseñó y me dijo:
—Mira, los muy ingratos ya se lo han hecho
aquí.
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Pero eso no fue lo peor; lo peor fue que un
domingo nos fuimos a comer a mediodía y
al regreso nos encontramos un ratón
ahogado en el cubo.
Es que en este apartamento siempre
llenamos un cubo de agua por la mañana
porque muy a menudo nos quedamos sin.
Así que mamá recoge agua antes de meterse
en la ducha, porque una vez estaba toda
enjabonada, y cuando abrió el grifé no salió
ni una gota.
Yo estaba desayunando y oí sus gritos:
—¡No hay agua! ¡Corre, ve y dile a don
Vicente que encienda la bomba!
Don Vicente es el portero del edificio. Él
cuida de muchas cosas, hace la limpieza y
está de vigilante. Salí corriendo y bajé hasta
la portería. Le dije:
—Don Vicente: dice mi mamá que por favor
encienda la bomba, porque se está duchando
y se le acabó el agua.
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—Dile a tu mamá que no hay agua en la
cisterna.
Fui de regreso al apartamento y le grité a mi
mamá:
—Dice don Vicente que no hay agua en la
cisterna.
Entonces mi mamá se tuvo que enjuagar con
el agua para beber que había en una jarra y
se enojó mucho.
Desde ese momento tenemos siempre un
cubo de agua en el baño, por si hace falta.
Por eso nos encontramos allí a ese ratón
ahogado. Yo creo que estaba tratando de
beber, o quién sabe por qué se cayó en el
cubo. Además, yo creía que los ratones
podían nadar.
Era un ratoncito chiquitito, muy negro, con
su colita larga larga. Ni siquiera era tan feo.
Pero a mi mamá casi le da el soponcio.
“¿Cómo es posible que haya ratones en esta
casa?”, decía.
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Entonces llamó por teléfono a la abuela y le
dijo:
—Mamá, necesito un gato. Me urge.
Y le contó toda la historia. Cuando colgó, le
dije:
—Ahora has sido tú la que le has dicho que
había ratones.
Le dio la risa y me abrazó. Me dijo:
—Vas a tener un gato. Pero lo vas a cuidar,
¿de acuerdo?
Yo me puse a bailar de gusto alrededor de la
mesa. Me mandó a la cama, pero pude
dormir porque estaba feliz.
Saqué mi cuaderno secreto de su escondite y
puse: “La abuela dijo que el próximo lunes
nos podemos traer un gato. Voy a escoger al
más feroz. Tengo que pensar un nombre de
gato, para bautizarlo”.
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AL siguiente lunes, por alguna razón del
trabajo de mi mamá, no pudimos ir a casa de
los abuelos y no recogimos el gato. Yo
estaba muy nervioso, nada más pensando en
mi gatito, pero mi mamá siempre tiene algo
más urgente que hacer.
El lunes por la noche, cuando regresamos al
apartamento donde vivimos ahora, le
recordé a mi mamá que teníamos que ir por
el gato y ella dijo que sí, que era muy
urgente ir por el dichoso gato.
Pero yo sospecho que mi mamá no tenía la
más mínima intención de cooperar.
O sea que, después de haberse convencido
ella misma de la necesidad de tener un gato,
ahora simplemente no quería ir por él.
La mañana del martes, muy temprano, le
dije:
—Oye, mamá, ¿vamos a ir hoy por mi gatito
a casa de los abuelos?
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—Sí -me contestó-, posiblemente.
¿Vosotros sabéis qué quiere decir
“posiblemente”? No quiere decir m que sí ni
que no. Es igual que cuando una mamá dice
“a lo mejor”. Se parece mucho a “depende”.
Es más o menos lo mismo que “ya
veremos”. Yo volví a insistir esa misma
noche:
—Mami, ¿podemos pasar hoy por el gato?
—Ya es muy tarde -me contestó-. Mejor,
vamos mañana.
Al día siguiente por la mañana salí con la
misma canción, estaba empezando a
impacientarme. Ya había pasado todo el
domingo, más el lunes, más el martes. Eran
muchos días desde que mi mamá aceptó que
tuviéramos un gato y yo no lo veía nada
claro. Entonces le dije:
—Oye, mamá, ¿vamos a ir o no vamos a ir
por el gato?
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A mi mamá no le gusta que le hablen de esa
manera. Si queréis conseguir algo de ella,
tenéis que hablarle muy bajito, porque eso
de que la estén presionando le resulta muy
antipático. Además, aquella mañana, se
había bajado de la cama por el lado
izquierdo.
—Si se puede, iremos. Y si no, no -dijo en un
tono un poco brusco, pero como yo también
me había bajado de la cama por el lado
equivocado, seguí duro y dale.
—Eso me dijiste ayer -respondí muy
enojado.
—Pues, ¿sabes qué? -me dijo-, tú y tu
famoso gato ya me tienen un poco harta.
En ese momento me di cuenta de que
necesitaba un cómplice, porque mi mamá
era capaz de seguir alargando el asunto
hasta que todos nos volviésemos viejos.
De inmediato pensé en mi tía Licha y esperé
durante toda la mañana, el mediodía, la
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hora de la comida..., hasta que por la tarde,
cuando mi mamá ya había regresado a la
oficina, pude por fin hablar por teléfono con
ella desde la casa de mi abuelita Cuca, en
donde nos toca comer los miércoles..
—Tía -pregunté-, ¿podemos ir por mi gato a
casa de los abuelos, por favor?
—¿No pensabais pasar por él el próximo
lunes? -me contestó.
—¿El lunes? -dije yo. Faltaban miércoles,
jueves, viernes, sábado y domingo. Era
prácticamente una eternidad-. No, tía,
vamos hoy, ¿sí? Anda, no seas mala.
A mi tía sí le gustan los gatos.
—Pero, ¿cómo vamos a llevarlo? -me
preguntó.
—Yo lo puedo llevar sobre mis piernas -
contesté.
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—¡No! -me dijo-, necesitamos una caja de
cartón, porque el gatito se va a asustar y
puede escaparse. ¿Tienes una caja?
—No -le dije-, pero ahora la consigo.
Ya que nos pusimos de acuerdo le pedí a mi
abuelita Cuca una caja de cartón. Luego
llamé a mi mamá por teléfono a la oficina y
le dije que yo iba a ir por el gato, que ella no
se preocupara.
Mi tía Licha fue a buscarme a casa de mi
abuelita Cuca y me llevó a casa de los
abuelos. En el camino pasamos por el súper
para comprar alimento para gatos, una
palangana y una bolsa de arena.
Esa noche, mi mamá me mandó a dormir
como a las once, porque antes de esa hora no
hubo manera de despegarme de mi gatito.
Creo que él estaba muy asustado porque
todavía no conocía su nueva casa. Se metió
debajo de un mueble y no quería salir.
Cuando por fin pude atraparlo, lo dejé en la
Pelusa79
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caja de cartón donde lo habíamos traído y lo
puse en el baño, porque mi mamá creía que
si lo dejábamos en la sala o me lo llevaba a
mi cuarto, se iba a orinar en los muebles,
aunque la abuela me había dicho que no me
preocupara, porque ya sabía ir a su caja.
Mi mamá dijo que yo me iba a ocupar de
limpiar su caja de arena todos los días y yo
dije que sí.
Toda la tarde del día siguiente estuve
mirándolo. Estaba muy gracioso. Tenía la
nariz color de rosa y las almohadillas de las
patas también color de rosa. La piel de sus
orejas era tan delgada que se transparentaba
la luz de la lámpara.
—Te lo advierto: si no te portas muy bien y
obedeces, te quedas sin gato -me dijo mi
mamá.
Lo dejé acurrucadito en su caja de cartón. La
caja de arena la estrenó en cuanto la vio.
También le pusimos un recipiente para
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agua, un platito con alimento para gatos
bebés y un poco de leche.
Aquella noche lloró un poquito, pero pronto
se aclimató y no lo he vuelto a ver triste.
En mi cuaderno secreto apunté lo que sigue:
“Lo que más me gusta de los gatos es que un
gato es gato desde el principio; no tiene que
ir a la escuela para aprender a ser gato, sino
que ya sabe todo lo necesario: sabe maullar,
ronronear, afilarse las uñas en los muebles.
Sabe dónde hacer sus necesidades. Sabe
dónde está su plato y sabe quién le da de
comer”.
Mi cachorrito era genial. Estaba bien loco.
Corría por toda la casa, chocaba con todo y
no se lastimaba con nada. Mi mamá decía
que era como de goma.
En cuanto cogió confianza, se volvió el más
juguetón del mundo. Perseguía cualquier
cosa que se moviera, desde una bolita de
papel hasta una mosca. Mordía todo con sus
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dientes agudos como alfileres. Un día se
metió en el bolso de mi mamá, donde
encontró unos papeles que acabaron
completamente agujereados.
Y también mordisqueó un tenedor de
plástico.
El tenedor se lo encontró en mi cartera, que
estaba sobre la mesa. Por la noche oí el ruido
que hizo al caer al suelo. Al día siguiente me
la encontré debajo de la mesa y el tenedor ya
no estaba ahí. Lo encontré después, debajo
del cojín del sillón verde, donde estaban
además varios objetos pequeños que se
habían perdido porque el gatito se los había
llevado.
A mi gato le gustan las cuevecitas. Para él,
cualquier hoyo es una cuevecita. Mi mochila
le encantaba. Ahí mordió mis libros y mis
cuadernos. También le gustaba meterse
debajo de las mantas. Desde pequeño
escogió dormir conmigo y cuando me
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movía, perseguía mis pies por encima de las
mantas. Eso es muy divertido, pero los gatos
tienen las uñas tan afiladas que te pueden
lastimar
Por supuesto, mi mamá estaba furiosa con él
porque empezó a rascar su sillón.
Y como ya se le habían olvidado los ratones,
ahora resultaba que mi gatito era una plaga.
Mi mamá le puso un nombre: era el gatito
Estropicio.
Los perros y los gatos son muy diferentes.
Mi tío Eduardo dice que los gatos son los
únicos animales domésticos que pueden
regresar al estado salvaje. O sea que si los
sueltas en la selva, son los que tienen más
probabilidades de sobrevivir.
En cambio, los perros son más domésticos.
Son muy cariñosos; no te quieren dejar solo
ni un momento. Si los llamas, vienen
enseguida y les gusta estar pegados a ti todo
el rato.
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Los gatos, por el contrario, andan por su
cuenta. No hay manera de que entiendan
cuando los llamas por su nombre, pero
tampoco te hacen caso si les silbas o
chasqueas los dedos.
A veces, al regresar por la tarde, no lo
encontraba, y es que los gatos siempre
deben tener un escondite secreto porque
tienen en muy alta estima su intimidad. En
cambio, los perros siempre salen a recibirte
cuando llegas.
Chispa, por ejemplo, siempre estaba
ocupado en algo. O estaba escuchando a ver
quién pasaba por delante de la casa o se
quedaba muy atareado haciendo un hoyo en
el jardín. Hasta cuando estaba dormido
parecía estar alerta.
En cambio los gatos son muy perezosos. El
mío se puede pasar todo el día dormido en
el sillón. No sé si os habéis dado cuenta,
pero los gatos siempre escogen el lugar más
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cómodo y más cálido de toda la casa para
tumbarse. Allí se quedan hechos una bolita,
llueva, truene o relampaguee. Si les ponen
música es todavía mejor. A mi gato le gustan
Mozart y Beethoven.
Como a mi mamá le caía gordo el gato, decía
que era egoísta, interesado, aprovechado y
desconsiderado. Que nada más le hacía caso
cuando tenía hambre. Que quería más al
refrigerador de lo que nos quería a nosotros.
Yo creo que mi mamá extrañaba a Chispa,
aunque no lo quería aceptar, porque mi
gatito Estropicio nunca se le acercaba para
que le rascara la cabeza. Y a los gatos no hay
que bañarlos (excepto en situaciones muy
especiales), ellos solos se lavan con su
propia lengua y quedan muy guapos.
Lo peor del asunto es que Estropicio era el
gato más travieso que habéis conocido
jamás. El no destrozó ningunas botas; en
cambio, tiró todos los adornos de porcelana
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86
que tenía mi mamá en la repisa, se comió
sus plantas y destrozó con las uñas la
tapicería de su sillón preferido.
Yo jugaba con él todo el tiempo que
estábamos juntos. Pero como a los gatos no
les gusta que los sujeten, tenía siempre las
manos llenas de arañazos. Es que los gatos
tienen unas garras tremendas y nosotros, los
humanos, la piel muy delgada.
Mi mamá me regañaba todos los días por los
arañazos, por las travesuras y por los
destrozos. Yo procuraba hablar con
Estropicio, pero el gatito no me entendía.
Entonces volví a pensar que sería muy útil
mi invento, solo que ahora, en lugar de
inventar un aparato para entender lo que
dicen los animales, inventaría para que los
animales entendieran también lo que
decimos los seres humanos. En mi cuaderno
secreto escribí: “El aparato para poder
entender lo que dicen los perros tiene que
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88
servir también para entender lo que dicen
los gatos y para que los gatos entiendan lo
que dicen las personas”.
Pelusa79
89
Mi mamá soportó bastante bien a Estropicio
durante toda su infancia. Pero los gatos
crecen demasiado rápido, mucho más
rápido que las personas. Mi gato creció y
creció y se volvió un macho enorme.
Entonces fue cuando empezamos a tener
problemas de veras graves. El problema es
el olor de los machos. No sé si lo sabéis, pero
el pis de los gatos machos huele muy fuerte.
Mi tío Eduardo me dijo que lo usan para
señalar su territorio. Cada gato tiene un olor
diferente al de todos los demás y cada
macho va marcando su espacio con su
aroma (como si fuera su firma) para que no
se le vaya a meter otro macho
¿Cuál creéis que era el territorio de
Estropicio? Pues toda mi casa. Un día
decidió señalar todo el apartamento con su
pis. Olía horrible. Mi mamá opinaba que era
lo más repugnante que podía existir. Por
más que lavaba y limpiaba y echaba
ambientador por todas partes, el olor no se
Pelusa79
90
iba de ninguna manera. ¡Y eso que ella no
tenía que limpiar la caja donde Estropicio
hacía sus necesidades!
¿Sabéis cómo huele la arena en la caja de un
gato después de una semana de pis
acumulado? Mi mamá dice que así huele
una sustancia que se llama amoníaco. Sale
un vapor tan fuerte que hace arder los ojos.
Imaginaos: los gatos tienen que hacer pis
todos los días, varias veces al día. No tienen
otro remedio. Creedme que es un trabajo
pesado. Pues ese no era el único problema.
Estropicio estaba muy inquieto y, conforme
pasaban los días, iba acumulando travesuras
de esas que nunca se le hubieran ocurrido a
ningún perro. Por ejemplo, se colgaba de las
cortinas y las iba rasgando con sus uñotas.
De pronto, una cortina se quedaba como la
falda de una hawaiana.
Un día se metió en el refrigerador y robó los
filetes que nos íbamos a comer mi mamá y
yo. Le gustaba empujar las cosas de encima
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91
de la mesa y tiraba floreros, vasos llenos de
agua, tazas de café, saleros y ceniceros llenos
de colillas. Seguía afilándose las uñas en el
sillón preferido de mi mamá y se
comportaba como un animal completamente
salvaje.
Cuando le contamos que toda la casa olía a
pis, mi tío Eduardo nos dijo que Estropicio
ya era un gato adulto y necesitábamos
cruzarlo. Mi mamá creyó que con eso el gato
se iba a reformar y consiguió que una vecina
nos prestara a su gatita, que estaba con el
mismo problema, supuestamente.
Las siguientes tres noches nadie durmió ni
en nuestro departamento ni en el edificio,
porque Estropicio y su novia se dedicaron a
destrozar cuanto se interpuso en su camino,
mientras maullaban tan fuerte que parecían
bebés hambrientos.
Sin embargo, después de ese zafarrancho,
Estropicio siguió siendo una amenaza
Pelusa79
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pública. Una tarde, un amigo de mi mamá
vino de visita y se sentó en el sofá.
Estropicio le lanzó su mirada más
amenazadora y después rodeó al visitante y
fue marcando una circunferencia a su
alrededor con gotitas de orina.
El amigo se estuvo quietecito quietecito y
solo se atrevió a traspasar el territorio del
gato a la hora de despedirse. Al día
siguiente, llamó por teléfono a mi mamá
para decirle que Estropicio se había orinado
en su chaqueta de lana (carísima) y en la
tintorería le habían dicho que ese olor no se
iba a quitar con nada. Desde entonces, no
hemos vuelto a saber nada de ese señor.
Estropicio siempre odió las puertas, desde
que era muy chiquitito. Sobre todo si
estaban cerradas. O sea que si me encerraba
en mi cuarto, inmediatamente iba a rascar a
mi puerta, hasta que le abría. Pero luego, si
lo dejaba entrar y cerraba, entonces quería
Pelusa79
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salir y otra vez se ponía a rascar la puerta
como un loco.
Como es lógico, la única puerta por donde
no queríamos que pasara era la de entrada al
apartamento y tal vez por eso era la que le
provocaba mayor curiosidad. Siempre que
abríamos, él quería salir.
A mí me preocupaba que saliera al pasillo y
luego bajara por la escalera y llegara a la
puerta más peligrosa de todas: la de la calle.
Aunque esa puerta tiene un aparato que la
empuja -o sea, tiene un cerrador automático-
y nunca se puede quedar abierta, a menos
que le pongas alguna cosa -como por
ejemplo un ladrillo- para detenerla.
Estropicio siempre estaba preparado junto a
la puerta cuando alguno de nosotros se
acercaba, desde fuera o desde dentro. Así
que cuando abríamos, había que estar bien
atentos para que no escapara, porque en
cualquier descuido echaba a correr y salía.
Pelusa79
94
Un gato es rápido como un relámpago.
Además, como Estropicio no tenía nada que
hacer (porque los ratones desaparecieron
como por arte de magia en cuanto él llegó)
podía dedicar todo su tiempo a inventar una
manera de escaparse. Y es que a los gatos
tampoco les gusta estar encerrados. Yo creo
que, nada más por eso, odian todas las
puertas.
Mi gato siempre buscaba la oportunidad de
salir del apartamento y a veces lo lograba:
escapaba como un rayo y de pronto ya
estaba fuera, en el vestíbulo. Entonces yo
tenía que correr a toda velocidad para
atraparlo. A veces corría escaleras arriba, a
veces escaleras abajo. Sólo lo alcanzaba al
llegar a la puerta de entrada del edificio o
cuando se le acababan las escaleras en la
azotea.
Un día se llevó el susto de su vida porque se
encontró con los perros de la esquina. Claro
que los perros estaban fuera y el gato
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dentro, y solo los vio a través del cristal que
hay junto a la puerta, un vidrio grandotote
que va del suelo al techo.
Esos tres perros de la esquina, si queréis que
os diga la verdad, a mí me caen muy bien.
Son tres perros corrientes cruzados con otros
de la calle y siempre vienen al edificio
donde yo vivo porque don Vicente les da de
comer.
Yo digo que son de don Vicente, pero no
viven en su casa, sino que andan sueltos y
nadie los educa ni los regaña. O sea, que son
unos perros de entrada y salida, y no de
piso, como Chispa.
A mí me Caen bien porque son simpáticos y
siempre me saludan cuando nos vemos en la
calle. Además son muy inteligentes. Un día
los vi atravesar la avenida. Se pararon los
tres en la esquina y esperaron ahí muy
quietecitos hasta que vieron que una señora
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iba a pasar. Entonces atravesaron detrás de
ella, en fila india.
Si no fueran tan inteligentes, no habrían
sobrevivido tanto tiempo en la calle, ¿no os
parece?
El caso es que un día, Estropicio consiguió
salir del apartamento y echó a correr
escaleras abajo. Yo salí volado detrás de él,
pero un gato es capaz de correr mucho más
rápido que un niño de ocho años.
No sé si lo sabéis, pero el animal terrestre
más rápido de todos es el guepardo, que es
un gato. Esto me lo dijo mi tío Eduardo y yo
le pregunté si era más rápido que los
caballos o las gacelas, y me dijo que sí.
No sé si también sabéis que los gatos
domésticos son igualitos a los otros gatos de
la naturaleza, o sea los tigres, leones,
leopardos, linces, ocelotes, pumas, panteras,
jaguares y guepardos, nada más que en
Pelusa79
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miniatura. Entonces, ¿cómo iba a alcanzar a
Estropicio?
Cuando mi gato ya iba a llegar a la calle, se
encontró esa pared de cristal y, fuera, a tres
perros tremendos, todos contra él.
No sé por qué, pero los perros odian a los
gatos. Claro que no todos. Los he visto
convivir en la misma casa. Un amigo de mi
escuela tiene un perro y un gato, y no se
pelean. Pero cuando no se conocen, son los
peores enemigos.
Entonces, ahí tienen a mi pobre gato que
todavía era pequeño, frente a tres perros que
le ladraban hasta desgañifarse y se
estrellaban contra el vidrio enseñándole sus
enormes colmillos.
El gato se quedó congelado, porque aún no
entendía muy bien que los perros no iban a
poder atravesar el cristal, aunque se estaban
muriendo de ganas. Se le erizó todo el pelo
Pelusa79
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del lomo y se puso a soplar con todas sus
fuerzas.
Me le acerqué para tranquilizarlo y para
explicarle que los perros estaban fuera y él
dentro, pero no me entendió. Estaba
haciendo un ruido muy fuerte desde el
fondo de su garganta, una especie de
gruñido que hacen los gatos cuando están
muy enojados.
Lo traté de agarrar, pero pegó un brinco,
creedme, más alto que yo. Los perros
seguían ladrando y gruñían horriblemente.
Perros y gato estaban furiosos. Pero mi gato
estaba, además, asustadísimo.
Creo que yo también me quedé como
congelado, pero después de unos segundos
agarré a Estropicio y me lo llevé escaleras
arriba. Él iba tan alterado que me clavó las
uñas en un brazo y hasta me hizo sangre.
Al entrar en el apartamento, en cuanto se
sintió en territorio conocido, el gato saltó de
Pelusa79
100
mis brazos y se metió a toda velocidad bajo
un mueble de donde no quiso salir en toda
la tarde.
Por eso, mi gato desde entonces evita la
puerta de entrada. Pero, en cambio, le
encantan las ventanas.
Todo se complicó todavía más porque yo
acababa de pasar a tercero de primaria y me
tocó una nueva maestra con la que tenía
muchos problemas. La maestra mandaba
llamar a mi mamá y a mi papá casi todas las
semanas para decirle que yo me portaba
muy mal, que me pasaba toda la mañana
hablando y que distraía a mis compañeros.
Yo trataba de portarme bien, pero, por
alguna extraña razón, no lo lograba. Mi
mamá estaba tan enojada con Estropicio y
conmigo que varias veces estuvo a punto de
echar al gato. “¡Lo voy a tirar a la basura!”,
me decía, y yo lloraba. Entonces mi tío
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101
Eduardo nos dijo que lo mejor sería
castrarlo.
Una amiga de mi mamá le recomendó un
veterinario; lo llamamos y llegó con tina
jaula donde metimos a Estropicio, y se lo
llevó. Regresó dos días después. Me explicó
cómo lo había operado y me dijo que, de
ahora en adelante, se iba a portar de una
manera más civilizada.
El gato estuvo deprimido un par de días,
pero después se recuperó. Su pis dejó de
oler tan fuerte y se volvió un poco más
cariñoso con nosotros. Se volvió más
comilón, más dormilón, más tierno.
También se volvió un gato mucho más
calmado y mi mamá dijo que a lo mejor
ahora sí se iba a poder vivir con él.
Escribí en mi cuaderno secreto: “Mi gato
Estropicio es tan rápido como un guepardo
en miniatura. Los tres perros de la esquina
son sus peores enemigos, pero ahora ha
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103
ESTROPICIO siempre había sido un gato
ventanero. Ahora se volvió más ventanero
todavía. Lo que más le gustaba era asomarse
a la calle mientras llovía. En las mañanas se
quedaba mirando los colibríes que llegan al
árbol de mi ventana.
¿Alguna vez habéis observado con atención
un colibrí? ¿No os parecen increíbles? Son
unos pájaros de tamaño miniatura. Mi tío
Eduardo dice que algunos son tan pequeños
que pesan solamente treinta gramos. Yo no
sé cuánto son treinta gramos, pero debe de
ser bien poco.
Y si uno los mira, no son gran cosa: oscuros,
picudos, insignificantes. Pero nada más se
ponen a volar, la cosa cambia. Porque
entonces se ven de un color muy verde. Mi
mamá dice que son tornasolados y eso
quiere decir que camban de color con la luz.
Y, además, agitan las alas a una velocidad
enorme. Tan enorme que se pueden quedar
detenidos en el aire. Lo que más les gusta
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104
son las flores; pero también se acercan a
beber agua de unas cosas rojas de plástico en
forma de flor que la gente cuelga de los
árboles o las ventanas. Como meten el pico
en las flores, aquí a los colibríes también les
decimos chupamirtos, chuparrosas o
picaflores.
De esos pájaros hay muchos en esta ciudad.
Sobre todo en primavera, aunque también
en temporada de lluvias. Por ejemplo, hay
uno que se acerca a la ventana de mi cuarto.
Estropicio lo oía llegar, porque los colibríes
no cantan como los canarios, sino que hacen
un ruidito muy gracioso, algo así como “tic-
tic-tic”.
El colibrí se acercaba al gato como si no le
tuviera ningún miedo. Como si estuviera
bailando. Como si se estuviera burlando de
Estropicio, porque sabía perfectamente bien
que nunca lo iba a alcanzar.
Pelusa79
105
Yo me preocupaba, porque el gato sacaba
por la ventana toda la cabeza y la mitad del
cuerpo. Me daba miedo que se fuera a caer.
Pero Estropicio es un gato demasiado listo
como para andarse cayendo por la ventana.
Un día, al regresar a casa, no encontré a
Estropicio junto a la entrada, que era el lugar
donde estaba todas las tardes. Como ya se
había escondido otras veces, lo busqué en
todos sus escondites conocidos. No estaba
en ningún lado.
Se lo dije a mi mamá.
—¿Ya lo has buscado detrás del sofá? -dijo
ella.
—Ya.
—¿En el armario?
—Ya.
—¿Encima del vídeo?
—Ya.
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106
—¿En la caja de las herramientas ?
—Ya.
—¿No se habrá quedado dentro del
refrigerador?
Los dos corrimos a la cocina, porque ese
gato siempre se quería meter allí, pero
tampoco estaba.
Me puse a llorar y mi mamá me ayudó a
buscarlo en todos los lugares imaginables y
en varios inimaginables. Pero el gato no
apareció. Yo creo que nunca me había
sentido tan triste. Bueno, solo cuando me
despedí de Chispa.
Entonces empezamos a oír un maullido que
sonaba cada vez más claro, pero no
sabíamos de dónde venía. Me asomé a la
ventana de mi cuarto y miré hacia abajo. No
había nada, pero los maullidos se oían muy
cerca de la ventana.
Pelusa79
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Miré para arriba y ¿dónde creéis que vi al
gato? Había trepado hasta la punta de la
rama más alta del árbol. Es un fresno
grandote y muy frondoso, más alto que el
edificio; sus ramas siempre tocan en el
cristal cuando hace viento, y es como si
alguien llamara a mi ventana.
Mi tío Eduardo dice que los gatos no tienen
retrovisor. Eso quiere decir que, mientras
vayan hacia delante, pueden llegar casi a
cualquier parte. Pero para regresar tienen
que darse la vuelta. Como Estropicio estaba
tan, pero tan arriba, bien agarrado de la
punta de la rama con sus veinte uñas, pues
no se podía bajar sin darse la vuelta.
Os voy a decir lo que le ocurrió aquella
tarde, tal como me lo contó la vecina del
apartamento de enfrente, tal y como lo
escribí en mi cuaderno secreto.
Estropicio estaba asomado a la ventana de
mi cuarto y, cuando pasó muy cerca el
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colibrí, se le hizo fácil saltar a la rama más
cercana del fresno. El pájaro, por supuesto,
voló de inmediato a otra parte y el gato se
quedó en la rama, pensando qué hacer:
regresar a mi cuarto o mejor irse a dar una
vuelta por ahí. Desde luego que prefirió irse
a dar un paseo.
En ese momento lo descubrieron los tres
perros de la esquina y le dieron un gran
susto.
Por supuesto que los perros no pudieron
alcanzarlo, porque la rama que da a mi
ventana les queda muy alta; pero de todas
formas, el gato se asustó tanto que pegó una
carrera y subió de rama en rama hasta que
llegó a la punta del árbol y ahí fue donde lo
encontré, asustado y lloroso.
Llamé a mi mamá y estuvimos tratando de
convencerlo de que se diera la vuelta para
bajar cabeza abajo, pero no nos entendió ni
Pelusa79
110
media palabra. Estaba tan asustado que ni
siquiera nos oía.
Después de un rato, mi mamá decidió
llamar a los bomberos, porque nadie en su
sano juicio iba a trepar al árbol para rescatar
al gato. La aventura terminó con el camión
rojo y la escalera de incendios.
Yo pensé que, con esa experiencia,
Estropicio iba a entender que eso de salir
por las ventanas era una costumbre muy
peligrosa, pero no entendió nada. Tema
muchas ganas de ir a conocer el mundo.
También es verdad que mi mamá me dijo
muy claramente y varias veces que cerrara la
ventana de mi cuarto; primero, porque iba a
llover, y segundo, para que no se fuera a
escapar el gato. Pero a mí se me olvidó.
Varias semanas después se repitió la misma
historia: una tarde regresamos a casa y el
gato no apareció por ningún lado, solo que
al mirar hacia la punta del árbol, esta vez no
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me lo encontré. Por más que lo buscamos,
por más que lo llamamos, por más que lloré
y lloré y lloré, mi gato esa noche no apareció
por ningún lado.
Mi mamá primero me regañó un poquito
por haber dejado abierta la ventana. Luego
trató de consolarme.
—No te preocupes -dijo-. Acabará
regresando.
—Pero, ¿dónde está?
—Debe de haber ido a dar una vuelta.
—¿Y si lo atropella un coche? decía yo
desconsolado.
Y lloraba. Yo creo que nunca en mi vida me
había sentido tan triste.
Mi mamá me dio de merendar y me mandó
a la cama. En la cama estuve dando vueltas
y vueltas. Tenía la ventana abierta, por si oía
su maullido. Pero empezó a llover muy
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fuerte, con rayos y truenos y relámpagos. Mi
mamá vino v cerró la ventana.
—¿Y si quiere entrar y se encuentra con la
ventana cerrada? -protesté en un mar de
lágrimas.
—Con esta lluvia, debe de estar bien
resguardado en algún sitio, así que no te
preocupes y duérmete, que ya mañana,
cuando escampe, ya lo verás, regresara... Yo
seguí llorando un rato, hasta que me dormí
profundamente. Cuando desperté al día
siguiente, el gato no había regresado.
Se lo conté a mi tío Eduardo. Él me dijo:
—Los machos son así. Seguramente se fue a
vivir a otra casa; no te preocupes.
Pero yo no podía dejar de preocuparme.
Escribí en mi cuaderno secreto: “¿Dónde
está? ¿Se lo habrán comido los perros de la
esquina? ¿Se habrá perdido y no sabe cómo
regresar? ¿O nos habrá abandonado?”.
Pelusa79
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En la escuela, yo no podía ni pensar. Lo
único que quería era volver a mi casa para
ver si mi gato había regresado. Pero no.
Aquella segunda noche ya no lloré. Estuve
muy pendiente tratando de escuchar a
través de la ventana, hasta que empezó a
llover y mi mamá me dijo que cerrara.
—Mi amor -me dijo-, yo creo que tu gato ya
no va a regresar.
—Pero, ¿Por qué? dije yo, y me puse a llorar
otra vez.
Hablé por teléfono con mi papa y él me dijo
Pelusa79
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que con llorar no se arreglaba nada. Trató de
consolarme. Me prometió varias cosas. Me
dijo que él me iba a conseguir otro gatito,
pero yo le dije que no quería otro, sino a mi
gato Estropicio, y me puse otra vez a llorar.
Luego me dormí, desperté al día siguiente,
me fui a la escuela, o sea, como si todo fuera
normal, pero estaba muy triste.
La tercera tarde dejé otra vez la ventana
abierta y, cuando apenas estaba
comenzando a llover, el maullido de un gato
y me asomé. Estropicio estaba debajo del
árbol y lo reconocí de inmediato. Salí
corriendo a rescatarlo.
Estaba hecho un desastre. Olía a rayos, traía
las patitas llenas de barro y el pelo pegajoso.
En un costado le faltaba un mechón de pelo.
En fin, una porquería.
Hasta mi mama se alegró de verlo.
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Le servimos comida y agua. Venía con
hambre y sediento. Después de que comió,
mi mama dijo:
—Vamos a tener que bañarlo, porque la
peste que trae no se aguanta.
Preparamos una palangana con agua tibia y
lo metimos ahí. Estaba manso y se dejó
mojar, enjabonar y lavar sin ninguna
protesta. Estaba muy gracioso, todo mojado:
flaco flaco y muy desamparado; parecía
mucho más pequeño que cuando está seco y
el pelo se le esponja.
Después, lo secamos con una toalla vieja,
pero muy limpia. Yo creo que entonces entró
en calor, porque empezó a ronronear con
muchísimo entusiasmo. Ahora estaba en un
lugar seguro, en su casa, en territorio
conocido.
—Quién sabe por cuántos peligros habrá
pasado -le dije a mi mamá.
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—Eso le pasa por andarse escapando -dijo
ella.
Como ya era tarde, me mandó a la cama.
Estropicio se acurrucó y se durmió
enseguida cerca de mí. Yo estuve más
tiempo despierto, dándole vueltas a un solo
pensamiento: si ya hubiera inventado el
aparato para hablar con los animales,
Estropicio me habría podido contar todas
sus aventuras. Y traté de imaginármelas.
Al día siguiente, las escribí en mi cuaderno
secreto: “Estropicio se escapó otra vez por la
ventana y corrió árbol abajo. Estuvo un rato
persiguiendo mariposas, hasta que se lo
encontraron los tres perros de la esquina.
Echó a correr y se escondió en la furgoneta
de reparto del supermercado. Como los
perros lo seguían buscando, se acurrucó
entre las cajas y se quedó dormido. Cuando
se despertó, estaba al otro lado de la
avenida. Se bajó de la furgoneta y trató de
Pelusa79
118
encontrar el camino de regreso a casa, pero
la calle está llena de peligros...”.
Lo leí en voz alta, para que el gato me oyera.
Me escuchó muy atentamente y en ningún
momento trató de corregirme.
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DE todo esto ha pasado algún tiempo.
Aunque mi gato no se ha civilizado por
completo y todavía amanece de vez en
cuando con ganas de escapar, ya nunca ha
vuelto a desaparecer por tanto tiempo.
Tampoco es tan travieso como era antes.
A mi mamá todavía no le gustan los gatos
del todo, pero creo que Estropicio ya le ha
empezado a caer bien. Por lo menos, ya no
se queja cuando se frota contra sus piernas.
Mi tío Eduardo dice que cuando un gato se
frota contra las piernas de una persona es
para impregnarla con su olor y que así todos
los demás gatos sepan que esa persona ya
tiene un propietario y no se atrevan a
acercarse a él.
Yo sigo con algunos problemillas en la
escuela, pero no os preocupéis, no son muy
graves. La semana pasada, la maestra me
regañó porque mis cuadernos están sucios y
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deshojados, con la tapa rota y los cantos
doblados. Me dijo:
—¿Acaso no puedes tener un poco de
cuidado?
Pensé que todo se debe a que mis cuadernos
van y vienen dentro de mi mochila todos los
días, y en ese trayecto se van estropeando
sin que yo lo pueda evitar. En cambio,
deberíais ver mi cuaderno secreto, que
parece nuevo. Estuve a punto de decírselo,
pero me callé a tiempo, porque prefiero que
nadie sepa de la existencia de ese cuaderno.
Mientras tanto, sigo trabajando en mi
invento para entender lo que dicen los gatos
y los perros. Ya os avisaré, cuando esté listo.
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TE CUENTO QUE HORTENSIA
MORENO...
... es mexicana, pero su abuelo era español y
siempre le regalaba a su nieta caramelos de
café con leche. Quizá, por eso, ahora
Hortensia tiene muchos problemas con sus
dientes; pero por otro lado recuerda a su
abuelo con mucho, mucho cariño. A esta
autora le encanta el color amarillo, el cine -
sobre todo, las películas de risa-, leer a todas
horas y, para comer, un plato muy
mexicano: sopes, una especie de tortilla de
maíz con muchos ingredientes: judías,
cebolla, queso, chorizo y salsa picante. Los
sopes le dan las calorías necesarias para
trabajar sin parar, porque Hortensia tiene
claro que el trabajo duro es la mejor manera
de conseguir lo que se propone.
Hortensia Moreno nació en México D.F. en
1953. Estudió periodismo y, en la actualidad,
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