"caliópila, memorias de una mujer romana" (anticipo)
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CALIÓPIla
(Memorias de una mujer romana)
Viviana Cecilia Atencio
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Son pocos los que esperan la libertad, lo que desea la mayoría son amos justos”
(Cayo Salustio Crispo, 86 -34 a .C.)
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Praefatio La muerte de los otros nos dispara siempre hacia atrás, hacia una vida, hacia
otras vidas. Los recuerdos se dibujan en el rostro ausente con la claridad del vacío. A un día de la muerte de mi padre invoco su presencia para que la parca
Nona no detenga su hilar, y una mi destino a su destino.
Él era Roma y su nombre en los versos de Horacio:
“Antonio Musa ve a Bayas ineficaz para mí
y a ella más que nunca me vuelve hostil,
metiéndome en una ola helada en pleno frío…”
Antonio Musa, mi padre, el hombre que amé, el que tuve, el que perdí. Una y
mil veces lo imaginé muerto, para no sufrir su ausencia, para no temer a su
olvido. Lo preferí aire, nada, a vivo y sin él. Pero siempre volvió, hasta quedarse
para siempre en mí, como parte de la historia de un héroe de la que nació mi
estirpe, esa que soy ahora y la que seré en los otros, como recuerdo, como amor
y desamor. Ellos me juzgarán en mi muerte como lo hacen en mi vida, como mis
palabras le juzgarán, aun cuando no sea mi intención, en la historia que rescatede mi pluma.
Él fue mi padre, su historia es mi historia. Perpetuarla es tenerlo, buscarme
en él y por fin encontrarme en algún sitio de su camino. Miraré en sus
recuerdos, en los de aquellos que lo trajeron al mundo, en los que hicieron su
historia (que también es la mía) incluso antes de que estuviera vivo. Porque
somos también en el deseo de los otros, en el vientre que nos engendró, en el
lazo que nos dio substancia, en los seres que perdimos, en su duelo en lamemoria.
¿Sabré hacerlo, traerlo a mí, dispararlo al pasado y al futuro, decir que fue,
que amó, que erró, acertó, que emergió del polvo y a él volvió? Viviré el intento
para expiar mi dolor y rescatar esas gotas robadas de una ausencia. Alguien
nacerá o ha nacido para leer esta historia, que se irradia en quienes rozaron su
existencia y en mí.
Desde el origen más pretérito, desde el huevo de Leda que engendró a Helena
hasta la destrucción de Troya, desde el inicio del banquete de la vida hasta la
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dispersión de sus migajas, desde la gustatio hasta la secundae mensae, que
puede ser tan dulce como amarga dependiendo del arte, de la destreza o de la
sabiduría del coquus, iré, como diría nuestro querido poeta de Venusia ab ovo
usque ad mala, desde el principio hasta el fin…
CALIÓPILA
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Primera Parte
El renacimiento
“¡Ah, puerto de Hades nunca purificado! ¿Por qué a mí precisamente, por qué me aniquilas?
¿Qué palabras dices? Nueva muerte has dado a un hombre que ya estaba muerto.”
(Creonte, en Antígona de Sófocles)
“Un gemido recorre también la ciudad: gimen las torres;
gime el suelo que amaba a esos hombres.”
( Esquilo, Los siete contra Tebas)”
“ Así, todas las especies de la tierra, hombres y bestias, y especies marinas, y reses y aves de
vivos colores, se precipitan en la pasión y el fuego: el amor es igual para todos.”
(Virgilio, Bucólicas)
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Capítulo 1
Destino Roma
Quien escribe soy, Antonia Musa Caliópila, nacida libre y romana. Gracias ami padre y sobre todo gracias a mi madre. Como mi segundo nombre es de
origen griego, podéis deducir correctamente que alguno de mis antepasados fue,
o bien un esclavo liberto, o bien un extranjero que pasó a engrosar la clientela
de un romano. El extranjero, que se salvó por muy poco de ser esclavo, fue mi
abuelo paterno, el médico ateniense Musa. Perteneció por algún tiempo a esa
clase de habitantes de Roma cuya patria de origen había sido derrotada, a ese
grupo clientelístico de la capital del Imperio conformado por los extranjeros sin
patrón. Pero aunque no se le permitía residir en su ciudad, y fue obligado a
emigrar a Roma, nunca fue declarado oficialmente esclavo. Por fin obtuvo su
ciudadanía y pasó a formar parte de la clientela de Cayo Antonio Crético, padre
de Marco Antonio el Triunviro.
Escribo en el duodécimo consulado de Augusto, annus 749 después de la
fundación de Roma, y en el 772 después de la primera olimpíada. Hace unos
treinta y nueve años que Augusto, venerado por muchos y no tanto por otros,
dejó de ser Cayo Octavio para transformarse en Cayo Julio César Octaviano, hijo
adoptivo del asesinado dictador popular Cayo Julio César.
Soy conocida en mi ciudad como Musa gnata, aunque en la intimidad sea
simplemente Caliópila, que es uno de esos apodos híbridos entre el griego y el
latín, muy comunes en Roma. Con lo cual, sin padre o madre de puros orígenes
patricios tengo, gracias al destino, tria nomina. Con las leyes augustas podría
haber sido Cornelia, como mi madre, en lugar de Antonia Musa, si los Cornelio
fuesen de mayor alcurnia que los Antonios (mi abuelo materno fue un LucioCornelio Celso). Pero mis padres sintieron siempre gran debilidad por las
musas. Que yo fuera una Musa era para ellos algo muy especial. Además,
después de todo, el padre de mi madre se transformó en Cornelio gracias al
patronazgo de Sila. ¡Desde Sila Roma está plagada de Cornelios libertos, manos
ejecutoras de sus proscripciones, eficaces cortadores de cabezas! Los cientos, tal
vez miles de cabezas que coronaron los rostra en el foro fueron el siniestro
remate de la primera gran guerra civil entre romanos. Aunque tampoco pareceque mis ancestros Cornelios hayan sido esclavos, y mucho menos pertenecientes
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a aquellas famosas bandas de decapitadores silanos. Los Celso con seguridad
eran de origen galo. Según pude saber se unieron a las tropas romanas en la
Galia Transalpina, en la época en que fuera ocupada por el procónsul Domicio
Ahenobarbo, quien construyera la Vía Domicia para asegurar el camino hacia
Hispania, y no contento con ello fundó la ciudad de Narbo Martius. Esto
sucedió allá por el consulado de Quinto Marcio Rex, ni más ni menos que el
bisabuelo materno del futuro dictador Cayo Julio César.
Mi tatarabuelo, el primer Aulio Celso, se alistó por entonces en las legiones, o
tal vez lo reclutaran a la fuerza. Sea como fuere, las razones tendrían que ver con
su supervivencia. Siempre me he preguntado: ¿cómo sería su nombre galo?
Imposible saberlo. A través de lo que pude preguntar sólo me ha llegado que se
le llamaba Aulio Celso. El ― Aulio‖ habría surgido de un mote, que le vendría por
su aspecto: de estatura elevada, sobre todo comparándola con la de un romano.
Y el ―Celso‖ no haría más que rematar la misma idea de altura, pero agregando
un sentido de ―excelso‖ originado en su perfección como copista de obras de
arte. Al parecer era un artesano de exquisito talento. Aún hoy conservamos,
después de tanto tiempo, algunas pequeñas obras que se han salvado de ser
vendidas. De bronce o de hierro, representan extraños dioses que seguramente
jamás conoceré, pero que en la niñez suscitaban en mi imaginación historias de bosques lejanos. Aquel galo y primer Celso pronto aprendió a hablar, a escribir y
a leer en latín, lo que probaría aún más el sentido predestinado de su nombre.
Mi bisabuelo nació pues en un campamento romano; como corresponde a la
tradición del primogénito, también fue un Aulio Celso, y heredó de tal forma la
pasión por la escritura que con el tiempo se transformaría en un excelente
escribiente. Mi abuelo Lucio nacería también en un castrum, siendo el menor de
cinco hijos varones, de los cuales sobrevivirían sólo dos: él y el mayor, mi amadotío Aulio.
Lucio demostró de pequeño tantas dotes para las letras y las ciencias como
todos los Celso. En época de Sila, siendo apenas un niño de doce años, ya
trabajaba en el campamento como alfabetizador de los soldados. Su padre Aulio
llegó a ser asistente de Crisógono, el secretario liberto de Sila, quien al volver a
Roma y transformarse en dictador le concedió la ciudadanía. De todas formas,
sus hijos ya eran ciudadanos romanos, e incluso Cornelios, pues su concubina,
mi bisabuela, era una romana pobre, pero romana al fin. Cornelia tuvo que
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ganarse la vida como artesana en las legiones, pues su padre había estado muy
cerca de ser esclavizado por deudas. Formar parte del gran grupo femenino de
los castra fue para ella una gran fortuna: era una opción mejor a la esclavitud, a
la prostitución, o a ambas cosas.
Mi bisabuelo Aulio y mi abuelo Musa se conocieron durante el sitio de Sila a
Atenas. Y casualmente juntos reiniciaron sus vidas en Roma. Inmediatamente
surgió entre ellos una amicitia que se haría extensiva a sus jóvenes hijos, Aulio y
Lucio. Aquella amistad se nutriría del humanismo y el amor por el saber, de
intercambiar información sobre literatura, filosofía, ciencias, historia… Mi
bisabuelo Aulio moriría casi dos años después de llegar a Roma; mi abuelo
Musa honró su amistad protegiendo a sus hijos como si fueran propios.
La diferencia de edad entre mis dos abuelos era, por lo tanto, considerable:
¡más de dos décadas! Pero a pesar de ello Musa pudo ayudarles a los dos
hermanos huérfanos a pasar el trance que significó para ellos situarse en la que
era la urbe más importante del mundo. El destino y una vida saludable dieron a
Musa una longevidad que le llevó a salvar muchas vidas. Musa venía de una
gran metrópoli como Atenas, los Celso habían vivido siempre circunscriptos a
los límites de los campamentos militares. Los tres se encontraban diariamente,
hacia la hora novena o décima del día, en los alrededores del foro para visitaralguna taberna y comer algo ligero después de trabajar. Tras compartir la
deliciosa rutina de los baños se dedicaban a su mayor vicio: un paseo por las
librerías de los alrededores del foro. Por aquella época mi abuelo Musa y los
muchachos Celso vivían en el barrio del Subura; cada tarde los jóvenes le
acompañaban desde el foro, por el Argiletum, hasta su casa. Durante toda su
vida les llamó ―mis lictores‖, pues cuando el sol caía sobre la ciudad de Rómulo,
no era fácil la soledad en Roma. Siempre que debía visitar pacientes a deshorasen rincones inhóspitos lo hacía acompañado de sus elevados y jóvenes amigos
pelirrojos. Era complicado, aún lo es, encontrar la entrada a los callejones de
Roma, pero aún más difícil lo era hallar la salida.
Ya entonces la zona del Argiletum comenzaba a ser un paseo codiciado por el
pequeño sector de aficionados a la lectura e intelectuales de la ciudad. Muchas
veces los tres hombres se detenían a la salida del Vicus Tuscus, junto a la estatua
de Vertumno, el dios etrusco de las estaciones, a comentar sus hallazgos
librescos. Los mejores días, si la bolsa lo permitía se consentían terminar la
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tarde en la tabernae Voltumna, donde eran asiduos los libreros, copistas,
escritores noveles, intelectuales de toda clase, desde eruditos ex esclavos griegos
libertos, hasta pedagogos o incluso a romanos de alta alcurnia deseosos de
intercambiar las novedades librescas del momento o conocer jóvenes poetas a
quien ayudar con fines entre filantrópicos y narcisistas.
No era sencillo para los ciudadanos que no pertenecían a la primera clase
comprar algún volumina. La mayor parte de las veces lo adquirían reuniendo
los ahorros entre los tres; otras, simplemente, tomaban anotaciones en
humildes codex o cuaterni de ocho hojas rectangulares, cocidos en los bordes,
diseñados por Cornelia, la madre de los Celso. Y por supuesto los libros que
lograban obtener solían ser pobre calidad… ¡Ni un año de trabajo les hubiera
alcanzado para comprar uno de esos magníficos papiros que los señoritos de las
clases superiores paseaban con tanto desparpajo por las calles del foro!
Mi abuelo Musa acostumbraba conseguir libreros entre sus pacientes, en
especial para que le permitieran copiar durante un par de horas al día los textos
a los que le sería imposible acceder de otra forma. Para aquella tarea contaba
con la inestimable ayuda de los Celso, quienes tenían una rapidez y una claridad
en la escritura que él no poseía, propia del oficio que ambos tenían. Mientras
Aulio leía Lucio copiaba, y el médico Musa escuchaba embelesado, ya que lapresteza de los hermanos era ciertamente asombrosa. Para mi abuelo aquellos
instantes eran los más esperados del día; era un espectáculo maravilloso verlo a
mi tío abuelo Aulio –quien adoraba leer de pie– utilizando sus manos blancas
de larguísimos dedos para sostener los dos cilindros y la página perfectamente
estirada en el centro. Aulio modulaba su voz con tanto esmero como si se
encontrase frente a un gran auditorio. Algunas veces un grupo de visitantes se
unían a escuchar la lectura. Mientras tanto mi abuelo Lucio, el más joven de losdos, copiaba con una sonrisa y con los oídos atentos a las pausas y los tonos de
Aulio, bien en un cuaterni , bien en simples tablillas cuando tenían demasiada
prisa como para realizar una escritura cuidadosa.
Ambos se ganaban la vida como copistas asalariados de los hermanos Rubelii,
cuyos respectivos hijos varones, Vibio Rubelio y Appio Rubelio (que por
supuesto llevaban el mismo nombre de sus padres) eran casi de la edad de los
galos y solían acompañarlos también muy a menudo en sus paseos librescos.
Vibio, el mayor de los dos hermanos, tenía, además de un hijo varón, tres hijas,
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todas casadas, y Appio era padre de Appio el Joven y de una niña, la adorable
Rubelia, una joven de cabellos y ojos de un dorado oscuro intenso y un genio e
inteligencia casi temibles para una mujer. Una tarde mientras esperaban a que
Aulio regresara de sus habituales trapicheos y conversaciones con sus amigos
mercatores, Lucio le comentó a Musa:
—¿Sabes Musa que he descubierto un volumen de Safo en el estudio de Tito
Pomponio Ático? Ha de ser muy antiguo, porque el rollo es de tela, en lugar de
papiro. Casi le pido que me permitiera abrirlo, pero sabes que soy sólo un
miserable copista que debía entregar los materiales de mi patrón y no me he
animado. Pero he visto una copia de menor calidad en la librería de tu paciente,
Tito Didio. ¿Crees que nos dejaría copiar aunque sea unos versos? Comentó
Lucio a Musa.
—¡Safo! ¿Desde cuándo te interesas tú por la literatura femenina griega?
—Pues no sabía que las mujeres romanas editaran versos, aunque seguramente
los escriban, comentó Lucio escrutando agudamente a Musa con sus ojos grises.
—Qué listo eres pequeño Lucio, le contestó mirándole de abajo a arriba mi
abuelo Musa, contradiciendo con su mirada el adjetivo. Apuesto a que con un
buen movimiento de tus pestañas castaño-rojizas Tito Pomponio accedería a
permitirte muchas cosas. ¡Aunque por lo visto es una griega la que te estápartiendo el corazón!
—¡Que griego libertino eres Musa!, le contestó Lucio, pegando un manotazo con
la intensidad propia de sus veinte y pocos años en el escuálido hombro del
griego, haciéndolo caminar un par de pasos para controlar el equilibrio. ―Ella‖
no es griega, pero la última vez que nos despedimos me recitó aquellos versos de
Safo que dicen: “Se ha escondido la luna. También las Pléyadas. Es media
noche y las horas se deslizan. Duermo sola” –recitó Lucio en un griegoateniense que denotaba que en los últimos años había pulido notablemente su
pronunciación junto al médico ateniense–, y con respecto a Tito Pomponio
Ático, no quisiera ser yo quien constate la veracidad de su apodo...
—Tu griego también lo seduciría amigo Lucio. Casi perfecto. Pues ahora que lo
pienso, creo que adivinar el nombre de la recitadora…
—Sí, puedes, pero no lo digas todavía. No es otra que ella. Quisiera copiarle
todos los versos que pueda conseguir de Safo, y con ellos decirle o darle a
entender… ¿Crees que tengo posibilidades?
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— Ya era hora que te pusieras en campaña, que tu madre desea veros a ti y a
Aulio llenos de niños, y yo también. Por supuesto que creo que tienes muy
buenas posibilidades; la he visto como te mira, aunque no es el prototipo de una
mujer romana sumisa y obediente me parece una mujer bella, inteligente y leal.
De hecho, por la despedida que te ha echado, ella ha de estar loca por ti. A
diferencia de muchos romanos, soy de quienes creen que los cónyuges son más
felices si se aman, sobre todo si son tan pobres como nosotros. Por los versos
que se ha animado a recitarte la cosa ha de estar bastante avanzada. Aunque, si
he de serte sincero, el hecho de que no tengas un padre que hable por ti me
preocupa; pero como el tuyo no ha hecho más que ahorrar durante toda su vida,
y os ha dejado una casa propia y bastantes ahorros no eres tampoco tan mal
partido. Sin embargo no nos anticipemos a los acontecimientos, llegado el
momento yo hablaré por ti, y su padre te tiene en gran estima. No obstante
deberías ir despacio, con cuidado, y no es que me contradiga: aseguraros de lo
que sentís, y en unos meses pasamos al ataque. Me gustaría que algún día tú y
Aulio pudierais tener vuestro propio taller de copias, aunque ya haya varios y
buenos en la ciudad, doy fe que sois los mejores, sólo hace falta que Roma
entera se entere. Pero tendremos que ir arreglando las cosas para que tu futuro
suegro no pueda pensar que vas por interés. Démonos un tiempo y veremos quélogramos.
Capítulo 2
Una segunda oportunidad
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El abuelo Musa cuidaba de esos jóvenes como si fueran sus hijos. Había
tenido la desdicha de perder a toda su familia a manos de los soldados de Sila.
Durante la encarnizada lucha de Roma contra el rey de El Ponto, Mitrídates, laciudad de Atenas, gobernada por el tirano Aristón, se había transformado en un
títere del rey póntico. Después de un durísimo cerco el mismo Sila, a la cabeza
de sus tropas, atravesó a medianoche las murallas de la ciudad causando el
terror y el espanto con el sonido de clarines y trompetas, entre los gritos y la
satisfacción de los soldados, a los que dio entera libertad para robar, matar y
desatar sus más bajos instintos. Las legiones entraron enloquecidas por las
calles, con las espadas desenvainadas. Ni griegos ni romanos han sabido decir
nunca cuál fue el número de muertos.
Desde aquella noche los Celso se fueron reduciendo a casi toda su familia, y
para ellos él lo era también de algún modo. Sin padre y con una madre inmersa
en un luto que llevaría de por vida, la compañía de mi abuelo Musa, un hombre
sabio con una increíble energía que se alimentaba de salvar vidas humanas, era
una parte trascendente de sus existencias. Cuando mi abuelo Musa pisó Roma
por primera vez tenía cuarenta y dos años. Creía que era el fin de su vida y lo
era, por lo menos de una de sus vidas. Le habían arrancado todo cuanto habíaposeído: a quien fuera su mujer y compañera durante veintidós años, a sus dos
hijos, su casa, su patria, su prestigio como médico, hasta su nombre ya no era el
mismo. Sin embargo no era fácil descubrir el dolor en su rostro. Sólo algunas
veces sus ojos, de un verde otoñal, miraban hacia el cielo, como si quisieran
buscar o recuperar algo de todo cuanto se había desvanecido.
Durante casi diez años visitó a los enfermos de Roma y veló por sus vidas
haciendo honor al juramento hipocrático:― Juro por Apolo el Médico y Esculapio y por Hygeia y Panacea y por todos los
dioses y diosas, poniéndolos de jueces, que este mi juramento será cumplido
hasta donde tenga poder y discernimiento. A aquel quien me enseñó este arte,
le estimaré lo mismo que a mis padres; él participará de mi mantenimiento y
si lo desea participará de mis bienes. Consideraré su descendencia como mis
hermanos, enseñándoles este arte sin cobrarles nada, si ellos desean
aprenderlo. Instruiré por precepto, por discurso y en todas las otras formas, a
mis hijos, a los hijos del que me enseñó a mí y a los discípulos unidos por
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juramento y estipulación, de acuerdo con la ley médica, y no a otras personas.
Llevaré adelante ese régimen, el cual de acuerdo con mi poder y
discernimiento será en beneficio de los enfermos y les apartará del perjuicio y
el terror. A nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada, ni daré
consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer pesarios
abortivos. Pasaré mi vida y ejerceré mi arte en la inocencia y en la pureza. No
cortaré a nadie ni siquiera a los calculosos, dejando el camino a los que
trabajan en esa práctica. A cualquier casa que entre, iré por el beneficio de los
enfermos, absteniéndome de todo error voluntario y corrupción, y de lascivia
con las mujeres u hombres libres o esclavos. Guardaré silencio sobre todo
aquello que en mi profesión, o fuera de ella, oiga o vea en la vida de los
hombres que no deban ser públicos, manteniendo estas cosas de manera que
no se pueda hablar de ellas. Ahora, si cumplo este juramento y no lo
quebranto, que los frutos de la vida y el arte sean míos, que sea siempre
honrado por todos los hombres y que lo contrario me ocurra si lo quebranto y
soy perjuro.”
Cuando algunos de sus pacientes pertenecientes a altos cargos o al orden
senatorial lo impelían a alistarse en las legiones para acrecentar su fortuna,
Musa decía ser demasiado viejo para ello. La verdad era que no podía soportarel ambiente de la guerra sin recordar las consecuencias que habían tenido en los
suyos, los cuerpos desgarrados, el sonido del chocar de las espadas, el olor de las
ciudades ardiendo, el llanto impotente de mujeres y niños, muchedumbres
enteras corriendo enloquecidas entre las llamas. O tal vez fuera que no deseaba
volver a curar a los hombres del mismo ejército que había acabado con todo
cuanto había amado. Se dedicó a sanar a los enfermos de esa ciudad que lo
había absorbido. Intentó también que los jóvenes Celso se mantuvieran todo loal margen posible de los campamentos romanos, de las guerras de conquista.
Rápidamente les consiguió un puesto como copistas en casa de un par de
agradecidos pacientes, los hermanos Rubelii. Como medicus no sólo asistía a los
ciudadanos medios y pobres, sino también a muchas de las familias
acomodadas. Fue en una de ellas, la de un Cecilio Metelo, donde conoció a mi
abuela Cecilia.
Aquel había sido un año trágico para Roma. Un grupo de gladiadores se había
sublevado y huido de la escuela más famosa de Capua, en la zona de Campania,
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dando comienzo a la llamada ―guerra de los esclavos‖. No era la primera vez que
algo similar sucedía, la última rebelión de esclavos había sucedido más de
cincuenta años atrás, en la lejana provincia de Sicilia. Pero la revuelta se hallaba
esta vez a apenas una semana de marcha de la urbe y el terror se apoderaba de
la ciudad. En Roma quedaban, además, muy pocas tropas, la mayoría de las
legiones se habían desplazado hacia Hispania, al mando de Cneo Pompeyo y
Quinto Cecilio Metelo Pío, intentando acabar con los últimos focos de la facción
del difunto Cayo Mario (líder de los enemigos de Sila) que resistían gracias a su
alianzas con los nativos, comandados Quinto Sertorio, sobrino del propio Mario.
Lo cierto es que Roma entera temblaba ante la perspectiva de una invasión de
esclavos muy especial, puesto que tenían entre sus filas grandes luchadores,
algunos de ellos esclavizados por haber desertado de las tropas romanas.
Una de aquellas tardes, Musa, acompañado por su reducido equipo médico –
su único asistente y discípulo, el joven romano Marco Acilio y el cirujano
romano de origen griego, Octavio Adelfos– esperaban junto al joven Lucio que
Aulio, como de costumbre, por fin se les uniera para dirigirse a la última visita
médica de Musa del día. Mientras tanto, se divertían viendo las coloridas
ofrendas realizadas a la estatua de Vortumno, que lucía espigas de trigo en las
orejas y una corona de pequeñas y oscuras vides. Por fin llegó Aulio,acompañado por unos cuántos pastelillos de miel.
—He intercambiado estas exquisiteces por un cartel muy bien escrito que decía:
“No dejes de probar estos pastelillos de ambrosía. Firmado: Júpiter Maximus‖.
No es que crea que Roma esté llena de hombres y mujeres que sepan leer, pero
los que tienen dinero sabrán apreciar el detalle, ¡y podremos tener pastelillos a
muy buen precio por una temporada! Además he recopilado mucha
información. Me ha dicho la vendedora que de los supuestos setenta y cuatrogladiadores iniciales fugados de la escuela de Capua la suma se ido
multiplicando de una manera asombrosa. Mientras hablaba con ella se acercó el
hijo del senador Apio Claudio y me contó interesantísimas nuevas…
—Después dicen que los griegos somos magníficos comerciantes, pues para ser
un galo romano no te desempeñas nada mal, Aulio, haces verdadero honor a tu
nombre, eres verdaderamente excelso en las relaciones públicas. Y ahora:
¡venga otro pastelillo que no soy de los que adulan gratis!, dijo Adelfos mientras
cogía otro pastelillo.
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—Pues mientras nos cuentas, vayamos andando hacia el Palatino, muchachos.
Continúa, Aulio, cuéntanos todo lo que sepas. He escuchado que sus líderes son
unos tales Espartaco, Criso y Enomao; el primero dicen que es un tracio y los
dos últimos son galos. ¿No serán parientes vuestros?, preguntó Musa con su
habitual ironía hacia los Celso.
—Déjate de bromas Musa, contestó Aulio, que la cosa está que arde, a ver si nos
delatan por conspiradores. Hablan de otros nombres también: Cánico y Casto. A
que tú sabes algo Musa, que tú te haces el tonto pero siempre estás más
enterado que cualquiera, como buen griego que eres.
—¡Ah, muy bien, y luego soy yo el que bromea! Pues estamos uno a uno Aulio
Celso. Sé que son hombres de temer, que han huido de esa escuela de Capua
matando a los guardias con lo que encontraron a mano, desde cuchillos de
cocina hasta utensilios de limpieza. Y parece que la fortuna les fue muy propicia,
porque en la fuga se toparon con una caravana que transportaba cientos de
armas para gladiadores…
—Pues dicen que el líder es el tracio —agregó Lucio demostrando también estar
muy bien informado– y que es un desertor de tropas auxiliares romanas, que
fue capturado y convertido en esclavo, y que fue comprado en una subasta por el
Léntulo Batiato ese, que es un gordo y sagaz comerciante de esclavos. Pareceque el tipo tiene muy buen ojo y conocimiento, que elige principalmente a
esclavos con formación o antecedentes militares, o bien hombres condenados a
muerte con buen físico, y que siempre les promete que si resisten lo suficiente y
dan buenos espectáculos de valor y ferocidad sanguinarios lograrán su libertad,
para animarlos a ser inhumanos entre sí, aunque son muy pocos los que la
alcanzan. Se sabe que es tan cruel como el más cruel de los romanos y que la
instrucción de sus gladiadores es tan atroz como famosa la calidad de susespectáculos.
—Deberías hablar en pasado, porque ya le han mandado junto a las parcas,
añadió Aulio. Pues oíd: parece que los hombres de Espartaco toman las
decisiones como bárbaros, en consejos de iguales, y que reparten a partes
iguales los botines entre sus seguidores y que los esclavos de las haciendas por
las que pasan se suman por centenares a sus filas, antes de acabar primero con
las vidas de sus antiguos amos.
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—Sí que he escuchado por boca de algunos de mis pacientes romanos de rango
senatorial que la capacidad de liderazgo de Espartaco es incomparable a la de
otros líderes rebeldes que se recuerdan en Roma, como aquel profeta loco de los
esclavos sicilianos, el mago Euno.
—Pues escuchad esto: parece que los rebeldes, se atrincheraron en la boca
misma del mons Vesuvius.
—Pues han elegido bien, Aulio –añadió el joven Marco Acilio. No sé si sabréis
que el Vesubio es un monte consagrado al héroe y semidiós Hércules. ¡Cómo
estarán los súper poderosos y estirados el senado! ¡Un lugar divino profanado
por una horda de servii sublevados!
—¿Y qué pensarán los Olímpicos de todo esto? Danos una descripción del lugar,
tú que eres el más romano de nosotros Aulio Acilio. Acotó con ironía Adelfos
mientras se detenía a tomar un poco de aire para tomar la cuesta del Clivus
Palatino.
—Las laderas del monte están cubiertas de viñedos y flores, pero su ascenso
hacia la cima es muy escarpado; imaginaos un anfiteatro de precipicios
perpendiculares. Yo creo que hay en la cumbre un llano lo suficientemente
espacioso como para que el ejército de los esclavos pueda situar su
campamento.—Pues seguid escuchándome: parece que el primer grupo de soldados que fue
enviado en su captura fue barrido rápidamente. ¿Podéis creéroslo? ¡Lo único
que logró el senado fue que los esclavos cambiaran sus armas de gladiadores por
los sólidos pertrechos del ejército romano! Luego los brillantes senadores
enviaron tres mil hombres al mando de Clodio Glabro, quien estableció el
campamento a los pies del Vesubio, justo donde termina el único camino que
desciende del monte. Con toda su inteligencia de primera clase pensó quelograría rendirlos de hambre; menospreciando al ejército servil, Glabro no tuvo
la menor precaución de establecer la clásica barrera de contención, como lo
hubiera hecho cualquier general que se precie en el instante mismo de montar
su campamento. Oíd cómo sigue la historia: los esclavos fabricaron cuerdas y
escalas con las parras y arbustos que crecían en las laderas del Vesubio, por la
noche se descolgaron desde el precipicio del lado opuesto al campamento de
Glabro. La sorpresa fue decisiva, ocasionaron tantas bajas que los pocos milites
sobrevivientes se dispersaron, perseguidos por los combatientes esclavos. Unos
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pocos de ellos llegaron semi moribundos a traer las malas noticias a los notables
de la ciudad.
Los hombres se miraban con una mezcla de sentimientos. En el fondo de sus
corazones ver a los senadores de Roma humillados por ese puñado de esclavos
no dejaba de resultarles agradable. Incluso a un romano nativo de origen
humilde como Aulio Acilio le divertía ver a los ricos y corruptos senadores de la
primera clase ser escarmentados por gente común.
—¿Y cómo siguió la cosa, Aulio?, preguntó Lucio, quien conociendo a su
hermano sabía que todavía había más para contar.
—Sigo. Tercer intento. Los senadores de Roma asignan la represión de los
insurrectos al pretor Varinio con dos legiones y… no sólo no pudieron derrotar a
rebeldes, sino que además el propio Varinio pudo escapar por un pelo de ser
capturado. ¡Creo que pasará mucho tiempo hasta que podamos volver a verlo
por el foro! Ahora resulta que los esclavos fugitivos se han ido fortaleciendo tras
cada batalla sumando más armas y más seguidores a su causa. ¿Y cuántos
hombres creéis que suman ya?
—Cinco mil, aventuró Lucio.
— Veinte mil, apostó Adelfos haciendo brillar algunos sestercios.
—Diez mil, arriesgó Marco Acilio.—Pues no os habéis acercado ni remotamente. Hablan de un ejército de nada
más ni nada menos que… ¡setenta y cinco mil hombres!
—¡Por Zeus! Que yo recuerde en mi larga vida jamás un ejército de esclavos ha
humillado de tal forma a los representantes del senado y del pueblo de Roma,
declaró Musa sin salir de su asombro. ¡Setenta y cinco mil hombres hacen 15
legiones! Claro que la calidad de esos soldados no será la misma de un milite
romano, pero le están dando un buen dolor de cabeza a los de la toga praetexta.—¡Tiembla Roma!, exclamó Lucio mientras sacudía sus manos.
Lo cierto es que la ciudad fundada por Rómulo y Remo temblaba de
expectativa ante lo que sucedería. El ambiente era pesimista, apocalíptico. Por
fin llegaron a la casa de Lucio Cecilio Metelo, un romano de rango senatorial a
quien Musa no conocía más que de nombre. Había sido recomendado nada
menos que por Marco Terencio Varrón, un verdadero erudito y amigo personal
de Musa a quienes los hermanos Celso tenían también en enorme estima.
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—Creo que esta es la casa. Acomodaos por allí muchachos Celso, y pasad
desapercibidos.
—Cada vez nos codeamos con romanos más ilustres, Musa. ¡Quién nos ha visto y
quién nos ve, nada menos que en la casa de un Cecilio Metelo! Comentó Adelfos.
—No se trata del propio Lucio Cecilio Metelo, sino de su madre… Esperemos
poder hacer algo por la señora. ¡Anda, golpea tú Marco, que eres el más joven
del equipo y el único romano de verdad!
Marco Acilio se acomodó la toga y se puso muy erguido, poniendo cara de
ciudadano ilustre y dio tres golpes secos con el llamador que no era sino una
mano de bronce bien pulida. Un esclavo de edad avanzada abrió una de las
hojas de una enorme puerta después de largo rato de espera y los acompañó en
silencio, con paso arrastrado, a través del vestíbulo y del atrio hasta el peristilo.
Allí los recibieron dos mujeres, sentadas y sombrías. La mujer mayor se levantó
apresuradamente y les pidió, en un murmullo casi incomprensible, que la
acompañaran hasta el cubículo en el que una anciana acurrucada en posición
fetal agonizaba. El olor a muerte se abría paso a través de un aire nauseabundo,
a pesar del aroma del incensum y del especial aseo que mostraba la habitación.
— Ya no come ni habla. Sólo se queja. Hemos traído a los mejores médicos de
toda Roma y nos han dicho que queda muy poco por hacer. Han decidido nosuministrarle medicina alguna. Pero es que a veces comienza a gritar y se
retuerce como si un dolor insoportable se apoderara de su cuerpo.
Después de revisarla durante más de media hora, ayudado por Marco Acilio y
Adelfos y hacer varias preguntas de rigor, el médico Musa fue conducido al
tablinum.
—No quisiera defraudar la confianza que vuestra familia ha puesto en mí. Sé que
soy su última esperanza, pero es evidente que algún tumor maligno ha avanzadoprovocando esta situación. Sólo su corazón resiste, seguramente ha sido una
mujer que ha llevado una vida muy sana. Estos tumores malignos pueden ser
tremendamente dolorosos. Creo lo mejor que podemos hacer por la señora es
quitarle el dolor y el sufrimiento con jarabe de adormidera.
—¿Insinúa usted que lo único que podemos hacer por ella es suministrarle un
jarabe para niños?
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— Así es. ¿Acaso no es esa la muerte que todos desearíamos? Vivir todos los años
que la señora ha vivido, y deslizarnos en un sueño infantil hacia el mundo de los
dioses.
—Déjeme pensarlo unos días…
—Muy bien, tal vez desee consultarlo con médicos más romanos que yo. Pero, a
pesar de que su suegra se está muriendo, debemos compadecernos de su dolor.
A veces el dolor puede ser mucho más terrible que la muerte.
—No, por favor, médico Musa, no piense que no confío en usted. Terencia, la
sobrina de su amigo Terencio Varrón me ha hablado mucho de usted. Sé que es
un médico de gran confianza y dignidad. Si usted fue capaz de salvar a Sila de la
muerte después de lo que él hizo con su familia y su ciudad, sé que sería incapaz
de mentirme.
A mi abuelo no le gustaba que le recordaran aquella historia. Pero después de
todo a él se también se le había escapado su situación de ―pseudo romano‖.
—Simplemente temo no tomar la decisión adecuada, médico Musa. Mi marido
llega en pocos días y…
—Señora, un día puede ser demasiado tarde. Ni el dolor ni la muerte esperan.
—Bien, médico Musa, haré lo que usted juzgue conveniente. Y puede usted
llamarme por mi nombre, Flavia.—Le agradezco su confianza Flavia. ¿Cultiva usted adormideras en su jardín?,
preguntó Musa mirando hacia el peristilo admirado del magnífico aspecto de
aquellas flores tan maravillosas para la vida médica cotidiana. No pudo dejar de
observar también a la joven que continuaba sentada en el jardín, mirando como
si escuchara con atención. El hombro izquierdo de la muchacha reflejaba la luz
rosada del atardecer, mientras algunos rizos de un peinado recogido algo casual
se deslizaban hacia su nuca.—Sí, médico Musa, por supuesto, y de las mejores, las de flores blancas. Además
tengo un esclavo médico griego que es un excelente recolector.
—Me gustaría conversar con él acerca de la concentración del preparado.
—Llamaré a Epícteto.
—¿No será Epícteto, el ateniense?
—El mismo. ¿Lo conoce usted?
—¡Si es quien yo creo estudiamos juntos en Atenas junto a Menodoro!
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Flavia (mi bisabuela) acompañó a Musa hasta el atrio e hizo llamar a Epícteto.
Dejó solos a los hombres, con gran sentido del pudor.
—Os dejo para que os pongáis de acuerdo sobre el preparado.
Cuando se retiró, ambos hombres se abrazaron y seguramente algunas
lágrimas rodaron por sus mejillas. Hablaron en griego:
—He oído hablar de ti Musa, me alegró tanto saber que no eras esclavo. ¿O es
que debo llamarte Antonio, ahora que eres un romano?
—No seas cínico Epícteto, por favor, apenas soy un maldito híbrido.
—Eres un médico ateniense, amigo mío, que ha podido conservar su libertad
gracias a la caridad de un buen romano. No te sientas culpable.
—Es tanto lo que quiero saber de ti, amigo. ¿Tienes algún rato libre como para
juntarnos en algún sitio?
—Es muy difícil, pero dime algún lugar y una hora fija e intentaré escaparme
algún día de estos cuando me envíen por algún recado.
—La estatua de Vertumno, a la hora décima, allí no hay día que no me dé un
respiro con un par de amigos galos a los que he adoptado casi como hijos; me
encantará presentártelos. Y del preparado para la anciana Cecilia ni hablar, ¡si
tú lo conoces mejor que yo! Pero dime Epícteto, amigo mío: ¿quién te ha
convertido en un esclavo?— Yo mismo Musa. Me era imposible sobrevivir en Atenas, me he vendido y
enviado el dinero de mi subasta a mi hermana que tiene ya tres niños. Mi mujer
había muerto de parto y ya no me ataba a Atenas más que la miseria. La guerra
se lo llevó todo. Mi cuñado, ¿lo recuerdas?, el pedagogo Ágaton, también se ha
vendido, ya veremos de visitarle algún día.
Musa suspiró y e intentó sonreír.
—¡Me alegra saber que estáis vivos Epícteto, tú y ese maestro cabezón con vozde trueno! No quiero abusar de la amabilidad de Flavia, pero sabes que volveré y
espero verte cualquier día que puedas para que me cuentes cómo has llegado a
esta maldita ciudad y cómo dejaste nuestra amada Atenas.
—¡Cuánto me alegra tenerte cerca querido amigo! Exclamó Epícteto sonriente
en un perfecto griego.
Musa le devolvió la sonrisa con melancolía y se despidió con otro abrazo.
Mientras Marco Acilio y Adelfos miraban la escena en silencio, como si se
tratase de una ceremonia religiosa. Luego de ser presentados los cuatro
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que me gustaría hacerle sobre mi salud. En realidad, quisiera que cuando
regrese mi padre nos reunamos para consultarle sobre mi enfermedad.
—Si a su padre le parece bien.
—Le parecerá, le parecerá...
Entonces se paró para enseñarle de qué se trataba. Musa puedo ver que tenía
una bella figura, pero que una de sus piernas se adivinaba bastante más corta
bajo la larga túnica color crema. Anduvo unos pasos, muy despacio, simulando
elegancia, tratando de parecer lo menos torpe posible, pero el balanceo era
inevitable.
—Se trata de mi pierna izquierda, como puede usted ver. Pero no le entretengo
ya más. ¿Entonces, nos visitará usted mañana para ver nuevamente a mi
abuela?, preguntó la joven Cecilia.
—Por supuesto. A la misma hora de hoy, si le parece bien a su madre y a usted.
—Nos parece perfecto. Hasta mañana a la misma hora, médico Musa.
—Hasta mañana, Cecilia.
Cuando salió por fin a la calle sentía que sus mejillas ardían, su corazón latía a
un ritmo más acelerado que el normal. Sus pies querían correr por sí solos. Los
hermanos Celso se miraron y se hicieron un gesto cómplice.
—¿Y qué sucedió con la muchacha? ¿Qué quería?, preguntó Marco Acilio,pegándole un codazo a Lucio, mientras los tres se apresuraban a alcanzarle y
Adelfos resignado los dejaba avanzar.
—¡No te rezagues Adelfos, apura el paso, que los lictores somos nosotros! Que
podemos perderte antes de llegar al Subura, le espetó Aulio.
Mi abuelo no los escuchaba… ¡Qué mujer, por todos los dioses! ¡De dónde
habrá salido!
—¿Y qué te ha dicho por fin esa mujer que te has echado a correr como Perseo?,lo apuró el joven Acilio.
—Como os imaginaréis es la hija de Lucio Cecilio Metelo, y me ha dicho que
cuando vuelva su padre tenemos que volver a verla a ella especialmente, dijo
Musa volviendo a la realidad.
—¿Para pedir su mano, viejo Musa? Bromeó Lucio.
—¡Que dices pedazo de galo!, respondió mi abuelo con una carcajada.
Cuánto le conocían esos pequeños y enorme monstruos galos, pensó mi
abuelo. Y agregó:
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— Volveremos para hacer algo por una de sus piernas, que está enferma. Aunque
regresaremos mañana, de todas formas, para ver a su abuela, de hecho no creo
que la pobre anciana que pase de esta semana. Y me he puesto las sandalias de
Perseo porque los pastelitos de miel ya han desaparecido de mi estómago y
estoy deseando sentarme a cenar. Así que: ¡a volar mei medici !
Lo cierto es que durante el resto del día la imagen de Cecilia lo asaltó una y
otra vez. Por la noche grabó en su memoria todas las preguntas que pensaba
hacerle cuando sucediese la consulta. ¿Había nacido con ese defecto? ¿O era el
tipo de parálisis flácida que aquejaba a los niños y niñas menores de quince
años durante la época estival? La última era la hipótesis más probable. Sin
embargo, no fue con su pierna con lo que soñó aquella noche, sino con sus ojos.
Soñó que despertaba en medio de la oscuridad y que sus ojos estaban allí
velándolo, iluminando sus sombras. Cecilia, acostada a su lado, lo miraba
mientras sonreía con la misma sonrisa que le había regalado en el peristilo.
Acariciaba su rostro mientras le susurraba acercando sus labios a su boca:
—No temas, Musa, aquí estoy, vuélvete a dormir.
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Capítulo 3
El rostro de la muerte
A partir de aquella noche en que soñó con los ojos de mi abuela, Cecilia
Metela, durante muchos días y noches el desfigurado rostro de Sila volvió aasaltar la memoria del mi abuelo Musa. Cada vez que intentaba conciliar el
sueño, la imagen de aquel ilustre romano muerto asomaba entre una niebla
espesa que traspasaba la vigilia. Después de muchos años una mujer volvía a
perturbarlo; ese sentimiento le recordaba que alguna vez había sido un hombre
capaz de deseo.
Mi abuelo Musa había nacido en Atenas, que por entonces ya hacía unos
cuántos años que se había convertido en un protectorado romano. Se había
casado a los veinte años, una edad relativamente normal para un joven griego.
Su esposa, Dina, entonces una bella muchacha de dieciséis años, había sido una
mujer sencilla y delicada que no sólo disfrutaba de las tareas propias del
gineceo, sino que había sabido ser una gran compañera y una dulce amante.
Dina era una secretaria muy especial, que había ido escribiendo a lo largo de
todos aquellos años que habían compartido juntos un herbolario en el que
compendiaba todas aquellas hierbas que mi abuelo utilizaba, así como sus
combinaciones y resultados. Por las noches, después de cenar, con voz cálida
pero obstinada, solía atiborrar de preguntas al pobre médico, tomando las notas
que luego volcaba en su minucioso sumario. Pero no creáis que a Musa le
desagradaba aquel acoso. Aquel intercambio solía ser el preludio del ejercicio
amor, pues cuantas más notas tomaba Dina más apasionadas eran las noches.
Cada día, antes de salir a trabajar, se acercaba a Dina para preguntarle:
— ¿Y qué dicen ―nuestros rollos‖, hermosa esposa mía?
Y ella con los ojos iluminados de satisfacción le leía sus nuevas anotaciones,que mi abuelo escuchaba con los ojos entornados, con el recuerdo aún tibio por
la confusión de los cuerpos que se habían amado. Dina provenía de una familia
de fabricantes de ánforas que se había esmerado en brindar a su hija una digna
educación. Desde que mi abuelo Musa pudiera recordarlo, ellos siempre habían
estado destinados el uno al otro. Y jamás lo había lamentado: ella era para él la
mujer perfecta, aunque no hubiese tenido tiempo de soñarla, aunque casi
hubiesen nacido teniéndose.
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Mi abuelo, de familia de médicos, podía considerarse un buen partido, ya que
en aquella época los médicos atenienses tenían en la ciudad de Atenea un
estatus mucho mayor que en la sociedad romana. Marido y mujer nunca se
habían cuestionado el amor, pues siempre había estado allí, junto al deseo, y la
fortuna nunca los había abandonado demasiado. Cuando las huestes de Sila se
cruzaron en su camino era imposible saber si los dos hijos engendrados por la
pareja continuaban con vida. Ambos habían sido reclutados por los ejércitos del
tirano Aristón. Poliarco, de veinte años, y Lisipo, de dieciocho años, se habían
despedido en las primeras horas de una mañana clara hacía ya más de un año.
Dina les había preparado su equipaje con todo el detalle del que una madre
puede ser capaz; mi abuelo había dispuesto, a su vez, una talega con distintas
drogas que pudieran serles útiles para distintas dolencias, y sobre todo el
antídoto para la mayor de las dolencias: una muerte deshonrosa o una vida
sentenciada a la esclavitud.
Musa recordaba una y otra vez aquella despedida casi con ensañamiento,
como una forma de mantener viva la imagen de sus eternos pequeños hombres.
Dibujaba la última imagen de sus hijos en la memoria: Poliarco, el mayor, un
poco más alto y más fuerte que su hermano, de cabellos castaño claro y con esos
ojos de color miel tan parecidos a los de su madre; Lisipo, tan alto como supadre, delgado como un junco, muy parecido a mi abuelo Musa, de cabellos
castaño algo más oscuros y muy rizados y unos enormes ojos de un verde más
intenso que los de su padre. Ambos irradiaban una mezcla de orgullo guerrero e
inconsciencia juvenil que los hacía aún más hermosos a los ojos de Musa.
— ¡Alegraos padres, acabaremos con los romanos antes de que podáis
recordarnos tres veces!, exclamó Lisipo con tono bravucón y desenvainando la
espada al aire.Poliarco, el mayor y más consciente de los dos, extendió un brazo hacia su
madre y otro hacia su padre. Y dejando escapar un suspiro dijo:
—Haremos cuanto esté a nuestro alcance por salvar nuestra patria y por salvar
nuestros pellejos, queridos padres…
Lisipo envainó su espada y se unió al abrazo. Mi abuelo trató de hablarles
midiendo sus palabras, consciente de que aquel podía ser el último momento en
que los cuatro estuvieran juntos.
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—La patria ya está perdida, hijos, luchad por vuestras vidas. La patria es nuestra
lengua, nuestra cultura, los dioses de nuestros antepasados, sus mitos, nuestros
recuerdos. Sea lo que sea lo que nos suceda a los cuatro no olvidéis que Atenas
no es libre ni en manos de Mitrídates ni en manos romanas. Estamos del lado
que el destino nos ha arrojado, aunque ninguno de esos dos lados sea tal vez el
justo. Sólo os pido y me comprometo ante vosotros, a quienes amo por sobre
todo lo que existe, a luchar por lo que nos quede de libertad, no la de nuestra
patria que ya hace tiempo se ha perdido, sino la de nuestras conciencias.
Intentemos mantenernos vivos siempre y cuando podamos sentirnos libres y
necesarios. Y si no, ya sabéis el camino, a veces la muerte puede ser el más
preciado de los bienes, no permitáis que os la roben.
Sus brazos no podían transmitir lo que los cuatro sentían. Hasta entonces
habían disfrutado de muchos momentos de felicidad. Las retinas del abuelo
Musa retuvieron las fuertes y jóvenes espaldas de sus hijos partiendo tal vez
hacia la muerte, hasta que fueron dos puntos imperceptibles perdidos en el
horizonte. ¿Ese y no otro había sido el comienzo del fin?
El origen de la guerra entre Atenas y Roma había sido una disputa entreMitrídates VI y Nicomedes IV , rey de Bitinia, por el control de Capadocia, una
antigua provincia de Asia. Mitrídates VI, llamado Eupator, era rey del Ponto
Euxino y un apasionado de la cultura helénica tanto como del poder. A la
muerte de su padre Mitrídates V , siendo aún muy niño, tuvo que huir para
salvar su vida, llevando durante siete años una vida casi salvaje. Con veinte años
regresó para vengar a su padre, asesinando a su madre Gespaepyris y a su
hermano Mitrídates Chrestos, el Ungido, casándose con su hermana Laódice. Pero este último Mitrídates no era exclusivamente un hombre decidido e
implacable con sus enemigos, poseía además formidables conocimientos:
políglota, conocedor de veintidós lenguas, gran lector, estudioso de las ciencias y
de las artes. Desde muy joven estaba decidido a encontrar un antídoto universal
contra los venenos. Cada día sus médicos le suministraban pequeñas dosis de
las más diversas sustancias. Mi abuelo Musa estaba seguro que era de esa
generosa pócima diaria que se auto procuraba de dónde provenía el magnífico y
temible brillo que veían en sus ojos cuántos le conocieron.
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Mitrídates comenzó apoderándose de la Cólquida, país que había sido
recuperado por Alejandro Magno de las garras persas. Aquella zona era un
excelente comienzo para el despiadado monarca: sus orígenes míticos le daban
un aura de protección divina. Se decía que de allí había tomado Jasón el
Vellocino de oro, verdadero símbolo de realeza, obsequio de los dioses que
aportaba la prosperidad a quienes lo poseían. Según la leyenda, a la Cólquida
había acudido Jasón junto a sus argonautas, en busca del vellón del carnero
alado Crisomallo. El rey de la Cólquida, Eetes, había prometido cedérselo a
cambio de ciertos trabajos. Jasón debía uncir dos bueyes que exhalaban fuego
por la boca y arar un campo con ellos. Una vez arado, debía sembrar en los
surcos los dientes de dragón que Eetes previamente le había entregado. Jasón
no tuvo más remedio que aceptar aquellas increíbles condiciones. Medea, hija
del rey y de la ninfa Idía, conocedora de las artes mágicas a través de su tía, la
hechicera Circe, amó a Jasón desde el primer momento en que lo vio. No dejó
escapar la ocasión, visitó su tienda aquella misma noche ofreciéndole las
pócimas y ungüentos necesarios para realizar sus hazañas, además de su propio
cuerpo. Jasón agradeció con pasión cada una de las ofrendas ofrecidas.
Cumplidos los encargos reclamó su premio al rey, pero Eetes enterado delfraude, se negó a entregarle el vellocino. Medea, empleando nuevamente sus
oficios mágicos, intervino durmiendo a la serpiente eternamente insomne que
custodiaba el vellón y Jasón se hizo por fin con él. Sabiendo que ya nunca sería
perdonada, la hija de Eetes huyó junto a Jasón y sus argonautas. Aunque el final
de ese amor sería poco feliz. ¿Sería acaso un mal presagio para el despiadado
monarca oriental?
Mitrídates se complacía en decir:—¡Reino sobre una verdadera terra mitica! Los dioses me han regalado lo que
no puedo sino merecer…
Con la ayuda del reino de Armenia Mitrídates se hizo finalmente con Bitinia y
Capadocia. Cuando Manio Aquilio, gobernador romano del territorio griego de
Anatolia, llegó para imponer las condiciones de Roma ante el avance descarado
de Mitrídates, éste accedió a retirarse. Pero cuando Aquilio le pidió que le
cediese parte de sus tropas e indemnizase al rey Nicomedes contestó:
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—Mis tropas son tan escasas como mis bienes, Manio Aquilio. ¿Con qué quieres
que le pague a Nicomedes, si mi dinero está en manos de los senadores que he
tenido que sobornar vanamente en tu maldita Roma? Así sois los romanos: con
una mano agarráis el dinero y con la otra desenvaináis la espada. ¡Pues de tanto
llenar vuestras bolsas la mía se ha quedado vacía!
Como resultado de las negociaciones, mientras Aquilio empujaba a
Nicomedes a invadir el Ponto, Mitrídates instalaba a su hijo en Capadocia. La
guerra total contra Roma había sido así declarada. Aquilio frente a su ejército
fue finalmente vencido; el gobernador romano fue entregado por la ciudad de
Mitilene y ajusticiado sin miramientos por los vencedores. La mayoría de las
ciudades de Asia Menor recibieron a Mitrídates como al justo liberador del yugo
romano, sin embargo, fracasó en el asedio de Rodas. Y fue tan atroz su
resentimiento ante esta primera derrota de importancia, que en un ataque de
furia desbocada hizo matar a los ochenta mil habitantes itálicos y romanos que
residían en la zona. Familias enteras fueron masacradas sin piedad. La ironía
del destino se ensañaba con ellas, pues la gran mayoría no eran romanas sino
itálicas. Ellas mismas ya habían sido víctimas de la expansión imperial de Roma
en su propia tierra, y habían huido hacia Oriente en busca de paz y seguridad.
Así, los vapuleados itálicos, por la mera similitud de sus costumbres, fueroninmolados en honor a sus opresores históricos.
Cada tarde, miles de niños, mujeres y hombres eran arrojados de sus casas,
alineados en la plaza pública y sentenciados a ser traspasados por las espadas.
Aquella matanza se haría tristemente célebre con el nombre de las " Vísperas
asiáticas". A partir de aquella masacre las ciudades griegas sabían que no podían
escapar a su suerte: si Roma vencía, su venganza sería directamente
proporcional al horror cometido por el sátrapa oriental. El pacto con el rey delPonto quedaba así sellado con la sangre de las víctimas civiles itálicas y
romanas.
Una de las grandes razones de que todos estos pueblos odiasen a los romanos
eran los publicani , quienes ahogaban la economía de las ciudades dependientes
del imperio desde hacía décadas. Estos actuaban como intermediarios entre las
colonias y el estado, cobrando impuestos o realizando cualquier tipo de
explotación que les pareciera interesante. Mientras a Roma llegaran los
excedentes que mantuvieran el nivel de vida de sus ciudadanos, tenían carta
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libre para cobrar a sus súbditos cuanto y como quisiesen. Con lo cual Mitrídates
no necesitaba de ninguna artimaña complicada para seducir a los pueblos que
buscaba someter. En las plazas públicas los habitantes aplaudían al escuchar de
boca de sus enviados los comunicados del déspota:
—― Yo, Mitrídates, rey del Ponto y Capadoccia, perdono los tributos de mis
aliados de Asia durante cinco años y doy por abolidas la mitad de las deudas.
Acuñaré a mi propia costa los tetradracmas de oro que sean necesarios para
invertirlos en las ciudades necesitadas y daré mi apoyo a los sublevados de toda
la Grecia continental contra la inhumana explotación romana.‖
En Atenas, el jefe de los conspirados era el pseudo pensador y filósofo
Aristión, quien asumió la función de estratega, al servicio de Mitrídates,
prometiendo restablecer el antiguo sistema democrático, así como la
manumisión de una gran cantidad de esclavos. La base social de las revueltas
eran los sectores más desfavorecidos, pues la aristocracia desde hacía tiempo
había alcanzado grandes prerrogativas públicas y privadas, llegando incluso a
adquirir cierto poder en Roma. A estas alturas la guerra había adquirido el
carácter de una insurrección de todo el Oriente contra los abusos romanos.
La flota de Mitrídates, al mando de Arquelao, se apoderó de la sagrada Delos y
fue bien acogida en todo el Pireo. El gobernador romano de Macedonia, Sencio,a través de su legado Bretio Sura, intentó intervenir. Enfrentando a Arquelao en
tres sangrientas batallas, Bretio Sura demostró gran valor y prudencia, logrando
la victoria en todos los casos. Expulsó rápidamente al comandante de Mitrídates
de Queronea, arrojándolo nuevamente al mar. Pero Lucio Licinio Lúculo, legado
de Sila, le pidió a Bretio que se mantuviera al margen: esta no era su guerra,
sino la de Sila. Y fue Sila quien con cinco legiones, logró recuperar toda Beocia, y
cercar por fin al puerto del Pireo y Atenas.
Atenas, la ciudad sitiada, se estremecía mientras sus ciudadanos intentaban
conciliar el sueño. Mi abuelo Musa pretendía dormir en el andrón echado en su
kliné preferido; su asistente Adelfos hacía lo propio en otro. A veces
conversaban en voz baja en la oscuridad, como si no quisieran despertar ni a los
vivos ni a los muertos.
—¿Piensas que estarán vivos mis muchachos, Adelfos?
—Que aún no hayas tenido noticias de ellos es muy bueno Musa…
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—Nada bueno puede sucedernos amigo. Los romanos no perdonan a un
enemigo en armas. Nuestras vidas, o mejor dicho, nuestra muerte es sólo
cuestión de tiempo.
—Con suerte nos hacen esclavos. ¡Tú serías un excelente esclavo, Musa, a ti no te
matan seguro! Eres demasiado buen médico para que acaben contigo…
Mi abuelo rió, un destello de iluminación sobre la oscuridad del silencio.
— ¿Eso crees? No estaría tan seguro, a lo mejor me matan antes de saber lo que
soy o lo que sé mi querido Adelfos. Además, ya lo sabes bien, me prefiero
muerto a esclavo. Cada uno de los que habitamos en esta casa ya tenemos
nuestro frasquillo preparado, tenemos nuestro viaje al más allá asegurado.
—¡Pero Musa, tú puedes salvar muchas vidas, no deberías morir! Posees
demasiada sabiduría para que las moiras aprueben tu muerte. Y yo sé bastante
de la profesión médica, ¿no me dices siempre que tengo grandes dotes para la
cirugía? Si no hubiera sido por esta maldita guerra ya hubiera viajado a Egipto a
aprender sus técnicas milenarias... ¡Ahora con suerte podría ser un buen médico
de esclavos!
Adelfos soltó su risa cristalina, era uno de esos hombres capaces de bromear
ante la precisa mirada de la propia muerte.
—Tan pronto como se entra en esta vida, mi amigo, se está tan viejo para morir,no lo olvides nunca. ¿Y por qué no te alistaste Adelfos? Eres apenas unos años
mayor que mis hijos. No sé cómo te la vienes arreglando, pero te has ido
salvando por un pelo de no estar en el campo de batalla.
—Soy escurridizo como una rata de puerto, Musa. Imagínate si me hubiese
tocado estar en las tropas auxiliares de los orientales sanguinarios estos,
curando a todos esos asesinos amigos de la bestia Eupator, violadores,
matricidas, fratricidas y enfermos mentales que copulan con sus hermanas. ¡Portodos los dioses que habría estado tentado de dejar morir a más de uno! Aunque
no me hago demasiadas ilusiones, porque en cualquier momento me vienen a
reclutar a la fuerza. Desde que he quedado huérfano mi tío ha intentado
protegerme de todo y de todos. Sabes que el viejo está muy bien relacionado, y
por el momento lo ha logrado. Lo mejor que ha hecho es colocarme contigo, no
podría haber elegido mejor maestro. Además, Musa, él sabe igual que tú que
nunca me gustó ese imbécil de Aristón, no es más que un demagogo, no le creo
una sola palabra de lo que promete. Sólo intenta salvarse a sí mismo. Y ese
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Mitrídates, es un monstruo de mil cabezas, ¡tiene una por cada veneno que se
embute!
Musa sonrió a pesar de sí mismo. Volvieron a sumergirse en un mutismo que
pretendía imitar al sueño. Ninguno de los tres sirvientes que quedaban en la
casa descansaba en sus habitaciones. Dina, permanecía en el gineceo junto a la
cocinera y su ayudante personal, y el anciano Meles se había atrincherado en la
puerta de entrada, como si pudiese hacer algo para impedir la entrada de algún
fantasma invasor.
En medio de la noche unos golpes atronadores hirieron el simulacro de reposo
nocturno. Las seis personas que entonces habitaban la casa, en lugar de
esconderse, corrieron aterradas pero dispuestas hasta el patio central,
preparadas para presentar batalla. Mi abuelo hizo un gesto con su mano derecha
instándolos al silencio.
—Si golpean no es una mala señal, demasiada amabilidad para pasarnos por la
espada. ¡Ocultaos!, ordenó en voz baja pero firme.
Sólo Adelfos acompañó a mi Abuelo. Los dos recorrieron rápidamente el
pasillo que llevaba a la puerta de entrada, mientras el anciano Meles se
apresuraba a esconder a las mujeres.
—¡Quién llama!, preguntó Musa a viva voz.—¡Médico Musa, abre, soy Cafis! ¿Me recuerdas? ¡Soy Cafis, el focio!
A pesar del tiempo que hacía que Musa no escuchaba el acento jónico y el
peculiar tono agudo de aquella voz, lo reconoció al instante. La mente de mi
abuelo ató cabos en una décima de segundo. Se decía que Cafis estaba del lado
romano, luego: los romanos estaban buscándole. Se apresuró a abrir la puerta.
Tres hombres con capas griegas oscuras escoltaban a Cafis, igualmente cubierto
con una sencilla clámide. Descubrió su rostro a Musa y con la velocidad de unrayo uno de los que venían atrás empujó a Cafis hacia el interior de la casa y los
otros dos hicieron lo propio con Musa y Adelfos.
Los seis hombres se encontraron en un instante en el patio central de la casa.
Los tres que acompañaban a Cafis se despojaron de las prendas griegas,
mostrándose como lo que eran: tres recios milites romanos. Bajo la tenue luz de
las antorchas Musa podía verlos al descubierto. Eran decididamente soldados de
distintas categorías. El mayor de unos treinta y tantos años, era quien con sus
gestos dominaba la situación; el segundo más joven, de unos veinte tantos, de
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cabello castaño oscuro rizado, vivaces ojos casi negros, con aspecto de gladiador,
no perdía el más mínimo movimiento de Cafis, de Musa o de Adelfos y no
separaba su manaza derecha de la empuñadura de la espada, su cara se veía
surcada de antiguas y flamantes cicatrices; el tercero era casi un adolescente,
aunque mucho más alto que los otros dos, un Apolo con un rostro de rasgos
inconfundiblemente galos, se mantenía expectante en un tercer plano.
Cafis habló en griego, espaciando cada una de las palabras que pronunciaba,
mientras el joven Apolo lo traducía al latín. La voz del muchacho era
ciertamente melodiosa.
—Perdónanos Musa por esta visita tan inesperada… Estos amigos que me
acompañan son romanos, como habrás notado…
—¡Imposible ignorarlo Cafis! Pero disculpa que te interrumpa, amigo, hay algo
que me intriga sobremanera… ¿Cómo es que habéis logrado cruzar sin
problemas la muralla?
Cafis sonrió. Era uno de esos hombres de sonrisa fácil, pero no de cualquiera,
sino de la justa, la precisa. La gentileza en su trato confería a Musa cierta
tranquilidad. Mi abuelo intentaba parecer relajado, procuraba mirar lo menos
posible a los otros tres, quienes no presentaban una imagen demasiado
alentadora; con sus músculos alerta, eran tres lobos expectantes, al acecho delpeligro o de una posible presa. Fue el mayor de los tres soldados el que
respondió:
— Aquí, el joven milite Aulio Celso ha descubierto en su ronda por las
inmediaciones el derrumbe de un lienzo de la muralla sudeste de la ciudad. ¿No
es verdad Aulio Celso?
El enorme pelirrojo y el más joven de los tres romanos, se puso aún más
colorado todavía de lo que era. Miró al más viejo, quien asintió con la cabeza,como dando su consentimiento para que tomase la palabra. Con una voz grave,
que intentaba ocultar su naturaleza todavía juvenil, y que dejaba traslucir su
orgullo por el descubrimiento, Aulio contestó con sinceridad:
—En realidad escuché casualmente en una ronda solitaria por la tarde, pegado a
la muralla, a unos ancianos que comentaban que era una locura que hubieran
descuidado aquella zona, que no entendían por qué no se había reparado aún.
Así que me acerqué desde la zona de la muralla de Temístocles, donde me
encontraba, hacia la puerta Sacra y encontré en el trayecto el derrumbe del que
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hablaban los viejos. ¡Lo bueno es que por allí no sólo somos capaces de pasar
nosotros, sino cualquier ejército!
Un escalofrío recorrió la espina dorsal del médico Musa. Esa simple frase del
muchacho confirmaba la sentencia de muerte de su amada Atenas.
—Esto que ha descubierto Aulio Celso es muy importante para el fin de esta
guerra, que es lo que todos queremos, se apresuró a agregar Cafis.
A pesar de intentar enfriar la situación, Musa pudo ver la angustia que
reflejaban los ojos verde esmeralda del focio. Sabía que era sincero, que deseaba
el fin de la guerra. Incluso lo envidiaba, pues Cafis había decidido de qué lado
estar, y él sólo se había atrincherado entre las paredes de su hogar a esperar que
lo cazasen como a una pobre rata. Quiso persuadirse: ¿y si los romanos eran el
mal menor? ¿Acaso alguna vez el cónsul romano Flaminio no había sido capaz
de declarar a Grecia libre de todo impuesto y de toda guarnición, siendo
aclamado por el pueblo griego como liberador de las garras de Filipo de
Macedonia? ¿No podría ser acaso Sila, ese patricio romano enfermo que le
aguardaba, una suerte de libertador?
—Dime Cafis, ¿qué queréis de mí?
—Lucio Cornelio Sila necesita de tus servicios como médico.
—¡Vamos Cafis, no juegues con mi dignidad! ¿No me dirás que le faltan médicosa este gran noble romano?
—Los que tiene no dan en el clavo, Musa. Empeora día a día… Me disculparás
que te haya mencionado, pero no conozco un médico mejor que tú en Atenas.
¡Aunque los haya mucho más ricos, claro!
A pesar de lo tirante de la situación los dos sonrieron. Musa acotó:
—Me ha parecido escuchar algún corrillo popular que decía…
—―¡Si una mora amasaras con harina hallarás entonces el retrato de Sila!‖,respondió el joven Aulio rematando a Musa con un griego ático perfectamente
imitado. Los tres milites soltaron unas fuertes carcajadas que volvieron a
estremecer la columna del acorralado médico, esa frase griega sí que no
necesitaba traducción.
—¡Si que eres listo muchacho!, dijo el mayor de los milites con sincera
admiración, y agregó:
—Permitidme presentarme, médico Musa, soy el centurión Marco Ateyo, éste
fortachón es mi sombra, el soldado Manio Gelio y el muchacho que nos mira
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desde arriba ya te lo han presentado; este Aulio Celso es el cerebro que los
dioses se olvidaron de darnos a Manio y a mí mismo en el cuerpo de un futuro
coloso. Soltó otra carcajada, festejando sus propias palabras, e
instantáneamente miró a mi abuelo a los ojos e infló su pecho acorazado.
Puso su pesada mano sobre el hombro de Musa y lo presionó con sus dedos,
antes de sentenciar:
—Si Cafis de Focea cree que puedes ayudar a Sila es que puedes, médico Musa.
Ni se te ocurra decir a nadie lo que has escuchado, ni se te ocurra escapar, ni se
te ocurra hacer algo para acabar con tu vida hasta que nuestro general no esté
en condiciones de presentar batalla. Si lo haces, volveremos aquí y quemaremos
tu casa con los que hay adentro. Es más: si no logras que nuestro imperator
pueda ponerse en pie en menos de cuarenta y ocho horas te incluiremos
también en la fogata. ¿Entendido médico griego? Ya estamos hartos de todo este
juego. Queremos presentar batalla, y para eso necesitamos que nuestro general
vuelva a la vida.
—Entendido Marco Ateyo. Ahora necesito saber todos los síntomas de Sila para
cargar la medicación conveniente: ¿tiene fiebres, picazones…?
Fue Cafis quien respondió procurando aliviar la tensión:
—Todo eso y un gran estado de… locura. Es necesario por el bien de Atenas y deRoma que lo cures para poder poner fin a este sitio lo más pronto posible, Musa.
Estoy seguro, confío en que puedes aliviarlo.
—Bien, os suplico que me deis algunos minutos...
—Sabes que cuantos menos mejor, respondió el focio.
—Bien Musa, adelante –asintió Marco Ateyo. Acompáñalo Aulio Celio, a partir
de ahora tú serás su sombra. Si él muere o escapa, tú mueres, su familia muere y
la tuya, que está el campamento, muere también.El muchacho inspiró e hizo un leve asentimiento con su cabeza. Mi abuelo
sintió una espontánea corriente de simpatía por el pobre muchacho, le recordó a
sus hijos, un nudo le traspasó la garganta. Dirigiéndose a Adelfos, que se había
mantenido alerta en todo momento, le indicó:
—Trae todo lo que consideres necesario, mientras yo recojo algunos enseres
personales y otras drogas que puedan sernos útiles, Adelfos. Enseguida estoy
con ustedes señores…
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Musa caminó rápidamente atravesando el patio, con el joven Aulio pegado a
sus talones. Mi abuelo era un hombre de estatura mediana, un poco más alto
que un romano medio, pero muy delgado, se movía como una gacela a pesar de
ser un hombre relativamente maduro. Cuando Musa daba cuatro pasos Aulio
daba dos, con sus largas, increíbles piernas. Casi al unísono ingresaron al
andrón; Musa abrió una pequeña puerta que había en una esquina. Entraron a
una especie de despensa en la que algunas hileras de vajillas y jarrones se
exponían cuidadosamente en estanterías, junto a frasquillos muy pequeños casi
diminutos, recipientes de fármacos diversos. Musa corrió una cortina y atravesó
un estrecho pasillo, en el fondo del mismo se hallaba una portezuela de la mitad
del tamaño de una puerta normal. Mi abuelo dio tres golpes pequeños, luego
dos, luego uno. La portezuela se abrió. Allí estaban los demás habitantes de la
casa, pero sólo Dina salió a gatas. Musa le ofreció su mano para ayudarla a
incorporarse y la abrazó unos segundos en silencio.
—Este joven es mi guardia personal, Dina, se llama Aulio Celso y nuestras vidas
dependen una de la otra. Si me deja morir ustedes morirán y él y su familia
también, así que podemos hablar con confianza delante de él. Me llevan donde
Sila, parece que el romano está muy enfermo. No sé cuándo volveré, pronto las
tropas atravesarán las murallas…
—Qué extraño me resulta todo esto. ¿No tiene acaso médicos romanos ese gran
señor?
—Lo mismo les dije yo. Pero parece que no dan con la cura correcta. Fue Cafis
de Focea quien les habló de mí, ¿lo recuerdas?
—Por supuesto, un hombre agradabilísimo, muy bien relacionado, sobre todo
con los romanos, acotó con agudeza Dina.
Aulio Celso se separó un par de metros con la razón de un joven anciano,comprendiendo lo delicada de la situación, se puso casi de espaldas sabiendo
que mi abuelo no haría nada por escapar. Musa había comprobado que el joven
hablaba un griego bastante bueno, así que intentó bajar la voz todo lo que pudo.
Marido y mujer se susurraban al oído, con los cuerpos muy cerca, casi abrazados
el uno al otro.
— Ve tranquilo esposo. Ya lo hemos conversado con Meles y las mujeres. Todos
ellos son mayores y no quieren cambiar de amo y yo jamás seré una esclava. Si
nuestros hijos no están muertos pronto lo estarán...
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— ¡Por todos los dioses, Dina, no os apresuréis ni hagáis locura alguna! Esperad
a que regrese, no se os ocurra salir ni hablar con nadie de lo que acabo de
decirte…
— Mi querido Ariómico…
Antes de continuar, Dina le tomó el rostro con ambas manos para poder ver
sus ojos mientras le hablaba. ¡Hacía tanto tiempo que al médico Musa no le
llamaban de aquella manera! Una sensación de vértigo le subió por las piernas.
Ese era su apodo de niño, así le decían su madre y su padre; Ariómico: ―el
jefecito‖ de la casa. Dina continuó:
—Me dices: ―no sé cuándo volveré, pronto atravesarán las murallas‖, luego:
―esperad a que regrese‖. Tú sabes mejor que yo lo que harán de nosotros los
romanos cuando atraviesen las murallas. ¿Crees que te dejarán salvarnos antes?
¡No delires mi Ariómico! Nuestra ciudad no se ha rendido, cuando se harten de
matar, si acaso tienen ganas de ganar dinero extra, nos venderán como esclavos.
No nos pidas lo que no somos capaces de darte. Si puedes conserva la vida de
ese joven, hazlo, hasta soy capaz de pedírtelo por favor, querido mío, la de él y la
de su familia; después de todo tu vida es lo único que él necesita ahora mismo
para evitar la muerte. El destino ha querido que este muchachito esté del lado
de los vencedores, pero su suerte bien podría haber sido la de nuestros hijos.Permíteme emigrar a ese otro lugar a donde sólo se encuentran los justos, y si
como decía Platón no hay mal alguno para los buenos cuando se vive o cuando
se muere, ¿no crees que haya sido lo suficientemente buena para librarme de
más dolor?
Un silbido agudo interrumpió a Dina.
—Es Marco Ateyo, médico Musa, hora de irnos –dijo Aulio Celso. Me voy
adelantando para que se despida de su esposa, pero de prisa, se lo ruego.—Gracias muchacho.
Cuando Aulio comenzó a andar Musa abrazó a Dina.
—¡No hay otra mujer en el mundo que haya sido más buena para mí!
Musa la besó en los labios y luego ambos se abrazaron con toda la fuerza de la
que eran capaces; sus ojos, de un verde más oscuro que el habitual, se cargaron
de lágrimas contenidas. El recuerdo de infinitas noches atravesó su piel con el
mismo filo que una daga romana.
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— Y no me pidas tú tampoco lo que no puedo darte, querida, no sé cuánto
tiempo me dejaré llevar como a un imbécil. Te quiero. Perdóname si no te lo he
dicho más a menudo. No termino de comprender lo que nos está pasando, esta
pesadilla… ¡Espérame!
—Mi Ariómico, has sido mi hermano, mi hijo, mi padre, mi esposo, mi amante.
Has sido mi sino y me has hecho feliz. Si me hubiera sido dado elegirte, te
hubiera elegido. ¡Haz lo correcto y vete antes de que esa mora amasada con
harina se impaciente y se cargue a ese chiquillo y a su familia! Después de salvar
su vida, salva la tuya de manera que te sientas en paz. Y si tienes la oportunidad
de vivir con dignidad no les regales tu vida. Cuando todo haya acabado busca a
nuestros hijos, si puedes…
Aulio Celso chistó desde el fondo del pasillo e hizo un gesto con su mano
derecha apurando a Musa. Musa sonrió a Dina por última vez, le besó ambas
manos, la abrazó atrapando el olor de su cuello. Se besaron y acariciaron de
memoria. Dina le entregó una pequeña bolsa de cuero y le sonrió rozando sus
labios con los dedos como si fuese la última vez. Musa se alejó, apurando la
marcha, mientras Dina lo miraba deshacerse en la oscuridad. Como un
autómata, el médico fue echando frasquillos en aquella bolsa a medida que
recorría las estanterías que iba dejando atrás.Desde el preciso instante en que Musa dirigió sus pasos camino del
campamento romano, intentó borrar todo vestigio de su vida anterior, se
transformó en un mero instrumento de un destino impropio. La casa de Musa
quedaba en las inmediaciones del Ágora. A diferencia de Roma en que los
barrios estaban perfectamente discriminados en cuanto a la jerarquía social de
sus habitantes, en Atenas los hogares de los ricos se mezclaban con las casas
más humildes. La vivienda de Musa no era excesivamente espléndida, peroposeía una sencilla dignidad. Herencia familiar, su hogar había sido embellecido
por años de mediana prosperidad y escrupulosa reputación. Algunas pocas
obras de arte y sobre todo sus amados libros eran sus mayores tesoros. No podía
ni quería imaginar que su mundo pudiera transformarse en apenas un recuerdo.
Los seis hombres salieron a la calle dispuestos por Marco Ateyo en tres grupos
de a dos: el propio Marco Ateyo junto a Cafis, Manio Gelio junto a Adelfos y mi
tío abuelo Aulio Celso junto a mi abuelo Musa. Se dirigieron a pie y en absoluto
silencio por el Dromos en dirección a la Puerta Dipylon, aunque se desviaron
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mucho antes de llegar a la misma, previendo que la vigilancia estaría reforzada
en aquella zona. Pero de la totalidad del grupo era el joven Aulio quien se
manejaba entre las calles de la ciudad de Atenea como si fuera un hijo de la
propia diosa, decididamente era un guía natural perfecto. Una vez transpuesta
la zona en que la muralla estaba semi destruida, un grupo de diez soldados los
esperaban junto a los caballos para cabalgar hacia el final del itinerario. Habían
atravesado la ciudad cubiertos por el manto de la noche, protegidos por los
dioses o tal vez por el espectro moribundo de Lucio Cornelio Sila, quien
esperaba en el campamento romano que mi abuelo Musa lo devolviera por fin a
la vida. Si la totalidad del tiempo no era más que una única noche, éste no se
había acabado aún para el médico Musa.
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Capítulo 4
Entre Thanatos y Eros
De pronto la noción del tiempo y del espacio se evaporó en la noche. Miabuelo Musa se dejó llevar por la escolta de soldados romanos como si fuera un
caballo más, guiado por las riendas de algún jinete desconocido. Sólo cuando se
halló frente al inmenso castrum romano volvió a tomar conciencia de la
situación en que se encontraba. Nunca había tenido la posibilidad de entrar en
un campamento de semejante magnitud, aunque había leído a Polibio y
recordaba que todos ellos presentaban la misma estructura. Frente a lo que
Musa imaginó que sería una de las puertas principales, una voz desde
ultratumba exclamó:
—―¿Qué puede haber más resistente que la roca y más inconsistente que el
agua?‖
—― Y sin embargo la resistente roca es horadada por la inconsistente agua‖,
respondió Marco Ateyo.
Entonces el puente descendió sobre el foso que rodeaba la ciudadela. Musa
observó el agger , el terraplén por encima del cual se levantaba el vallum, un
imponente muro de piedra y madera atentamente vigilado por legionarios
encaramados sobre torretas. El grupo original de los seis que habían partido
desde la casa de Musa se dirigieron hacia la tienda del general, mientras los
demás milites se encargaban de los caballos. Antes de llegar, en lo que parecía
ser un pequeño forum, un hombre salió a recibirlos y se presentó, dirigiéndose a
Musa en un griego nativo:
—Supongo que tú serás el ansiadamente esperado médico griego Musa. Mi
nombre es Crisógono, soy el secretario personal de Lucio Cornelio Sila. A ver sieres capaz de demostrarle a estos imbéciles medici romanos de que los griegos
somos más capaces que ellos.
—Haré cuanto esté a mi alcance señor.
— ¡Cuanto esté a tu alcance y fuera de él, médico griego, que si no, no sales vivo
de este castrum!
Crisógono hablaba con la mirada fija en su interlocutor. Un destello amarillo
felino se desprendía de sus ojos, incitando a quien era observado por ellos a nodescuidarse ni por un instante de un zarpazo sorpresivo. Era un hombre de una
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belleza extraordinaria, vestía sólo una túnica clara, lo suficientemente corta
como para dejar ver sus magníficas piernas. Ni demasiado alto, ni tan bajo como
la mayoría de los legionarios romano. Llevaba su cabello bastante largo
cuidadosamente peinado, pero no de un modo que resultase femenino. El
centurión Marco Ateyo lo miraba con cierta mueca de disgusto. Cuando
Crigógono se adelantó con paso rápido para dirigir la comitiva hacia la tienda de
Sila, instalando cada parte de su cuerpo en su sitio adecuado, cual si de una
estatua de Praxíteles se tratara, Ateyo le pegó un codazo al soldado Manio Gelio
y comenzó a imitar el andar de Crisógono, pero meneando exageradamente el
culo. El joven Aulio Celso se tapó la boca para no lanzar una carcajada. La
espada de Marco Ateyo se movía como un péndulo hacia los lados, mientras el
robusto hombretón se levantaba el faldón militar que colgaba por debajo de la
espalda y ajustaba la túnica marcando sus nalgas. Musa se sorprendió a sí
mismo dibujando una mueca.
En cuanto llegaron a la tienda de Sila y atravesaron la puerta fuertemente
custodiada por cuatro guardias pretorianos, un calor desagradable se apoderó
del cuerpo de Musa. La habitación estaba lujosamente adornada con tapices y
alfombras de estilo oriental; el humo del incienso quemándose no hacía sino
enrarecer aún más el sopor que allí se respiraba. A la luz de una lámpara deaceite, en una cama revuelta y atestada de almohadones, apenas tapado con el
típico taparrabos romano, un subligaculum minúsculo, el paciente se retorcía
de prurito y de dolor. Con las manos nerviosamente entrelazadas, realizaba
movimientos espasmódicos, rozando o presionando algunas partes de su cuerpo
con los nudillos, para no herirse con las uñas. A pesar de que tendría algo más
de cincuenta años, su aspecto era el de un hombre muchísimo más anciano. Su
extrema delgadez dejaba al descubierto la flacidez de un cuerpo que anteshabría sido fuerte, incluso grueso. Musa jamás hubiera imaginado que ese
despojo humano era el conocido y temible patricio romano Lucio Cornelio Sila.
Musa comenzó su diagnóstico desde la primera visión que tuvo del paciente.
El horror que se pintaba en su piel no podría haber sido imaginado ni por el
propio Homero: de un blanco amarillento, fruto probablemente de algún
trastorno hepático, presentaba pequeños cráteres volcánicos al rojo vivo
esparcidos sobre la cara y el pecho. Las erupciones estaban salpicadas de
antiguos rastros de piel humana y de polvos de talco, los célebres diapasmata
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con los que las féminas romanas cubrían las imperfecciones de su rostro,
ayudadas por pomponcillos de plumas de cisne. Poco quedaban en sus ojos de
aquel azul glacial que alguna vez le había hecho famoso: un gris velado y
torturado perseguía en la penumbra la razón, el fin de un martirio desconocido.
Las uñas sucias, resignadas a crecer indefinidamente, asomaban desde los dedos
de las manos y los pies, inmunda extensión de una animalidad infrahumana.
Algunos pocos mechones de cabello blancos y dorados se pegaban a su cráneo,
como si hubiesen sido colocados allí por alguna mano compasiva que quisiera
recordarnos que tras esta especie bestial se escondía un hombre.
Lucio Cornelio Sila por fin tomó conciencia de la presencia de los hombres en
la tienda.
—¡Qué hacéis, multitud de idiotas! ¡Es que no os he dicho que me dejéis en paz!,
gritó arqueando la cintura boca arriba, agarrándose fuertemente a los lados de
la cama.
—Querido Sila, por fin ha llegado el médico griego que estábamos esperando…
dijo con voz empalagosa Crisógono.
—…y su compañero de equipo, el promisorio joven Adelfos, agregó cortésmente
Cafis.
Como si la sola presencia de su secretario le devolviera algo de cordura, Silacomenzó a dar órdenes. Adelfos, por su parte, se creció con aquella
presentación. No sabía muy bien por qué Cafis había exagerado al hablar de él,
pero hubo un triple cruce de miradas entre Adelfos, Musa y Cafis. Era evidente
que estaba intentarlo protegerlo. ¿Cuál era la razón? Seguramente el focio intuía
que Sila podría querer deshacerse del joven griego y había preferido adelantarse
a los hechos exaltando y acaso exagerando sus virtudes.
—¡A ver qué puedes hacer por esta mierda de cuerpo mío, médico griego!¿Puedes creer que de los cincuenta médicos romanos que me han visto ninguno
haya logrado detener esta puta maldición? ¡Ah, cómo quisiera crucificarlos de a
uno, después de dibujarles la espalda a latigazos! Pero no soy tan cruel, médico
Musa. Aunque la realidad es que los necesito para que cuiden de mis soldados,
por el momento no puedo darme el lujo de deshacerme de ellos. ¡Pero ya les
llegará su hora a ese atado de inútiles! Bien: Marco Ateyo y Manio Gelio retiraos
a descansar. El joven Aulio que espere afuera. Cafis, preséntame a tu
recomendado y al otro que está a su lado también.
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—Como tan bien has deducido éste es el médico Musa, del que tanto te he
hablado, y el otro es su asistente, el joven cirujano Adelfos, que posee unas
manos prodigiosas.
Cogió una jarra de vino y bebió directamente de ella. Lanzó una breve
carcajada demencial, suspiró, miró a Musa intensamente mientras dejaba
escapar un largo eructo y agregó.
—No te mentiré: sólo te necesito si eres capaz de devolverme a la buena vida. De
lo contrario puedes imaginarte lo peor, igual que tu asistente y quien te
acompañe en el camino. He perdido toda compasión. Roma es una amante
despiadada, ella me ha transformado en esto que soy, un ser desesperado e
inhumano. Así que ponte a trabajar de una puta vez, médico griego.
— Antes que nada me gustaría saber qué tipo de tratamiento está tomando en
este momento y cuánto tiempo lleva con esta afección.
— ¿Tomando? Vino con vino, nada agua. Y extracto de corteza de sauce blanco
para los dolores de cabeza.
— ¿Vomitas a menudo?
—Sólo cuando mi estómago se rebasa de líquido, pero sí, a diario.
—Bien, Lucio Cornelio, sólo quiero que sepas que si mi vida depende de tu
curación, tu vida depende de que sigas al pie de la letra mis consejos. Tu cuerpoes el barco y yo su timonel. Necesito como buen piloto de tormentas que me
otorguéis el beneficio de tu confianza para llegar a buen puerto.
— ¿Por cuánto tiempo?, lo interrumpió Sila.
—En principio, deberíamos tener una mejoría en cuarenta y ocho horas y luego
calculo que en una semana podrás salir a la calle evitando la luz del sol, si mi
diagnóstico es correcto…
— ¿Y si no lo es?— Yo seré hombre muerto, pero tú también. Yo soy tu última esperanza.
—Perfecto, yo también soy la tuya médico Musa.
—No, yo ya he perdido toda esperanza Musa. Pero quédate tranquilo, haré bien
mi trabajo, y luego cuando llegue el momento, sólo entonces, moriré.
—Una semana dices, pues olvídalo, menos de cuarenta y ocho horas, al tercer
día te corto el cuello. Médico griego, para Platón la medicina se encontraba
entre los bienes más bajos de la escala humana, era un bien de tercera clase,
oficio de esclavos y libertos, valía por lo que se podía ganar gracias a ella, por
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sus beneficios. Pues bien: si haces bien tu trabajo ganas tu vida, mi
agradecimiento de por vida, y el de Roma. Si lo haces mal, ya que tu vida te
interesa tan poco, me quedaré con la tuya y con la de tu asistente, por lo menos.
No quiero morir, pero estoy harto de resistir. Necesito regresar del Hades para
poder terminar con esta puta historia de Mitrídates antes de que sea demasiado
tarde, volver a Roma, recuperarla y poner mi ciudad en orden.
—Sila, para mi compatriota Platón, ya que lo has mencionado, los médicos
somos artesanos, capaces de discernir entre lo posible y lo imposible,
continuamos o abandonamos nuestra tarea según se trate del primero o el
segundo de los casos. A pesar de que no tengo elección, puedo ver que no has
tenido el tratamiento adecuado y creo que es posible detener tu mal. No pienso
mentirte: es probable que si logramos curarte tu rostro guarde cicatrices
imposibles de borrar...
—Lo que me dices es demasiado bueno para ser cierto. ¿Cicatrices? Si llego a
tenerlas serán sólo condecoraciones de una guerra más larga de lo que mi
cuerpo ha sido capaz de soportar.
—Bien, empecemos por el principio: suspender el extracto de corteza de sauce,
que es muy bueno para los dolores o las fiebres, pero que puede acentuar los
picores y la afección de tu piel.— ¿Crees que sea algún tipo de sarna persistente, médico Musa?, preguntó
Crisógono.
—No lo creo. Si te fijas bien las erupciones se presentan sobre todo en el rostro,
los codos, las rodillas, ¿las muñecas? –preguntó Musa mientras cogía las manos
de Sila– sí, en las uniones de las articulaciones. La sarna produce unas
pequeñas vejigas rojas cubiertas de color café, diferentes a las que podemos ver
en Lucio Cornelio. Se manifiestan además a lo largo de los brazos, las nalgas, losgenitales ¿cómo andas por allí abajo Sila?
—Con el espíritu caído pero sin picores –dijo Sila sonriendo– nada que merezca
la pena de ser visto por el momento.
—¿Cuánto hace que te encuentras en este estado, Sila?
—Comenzó de a poco, hace un año tal vez, con algunos manchones leves, pero
desde hace unos tres o cuatro meses se ha ido intensificando hasta la amargura.
—Creo que es una afección que tiene que ver más con el tipo de piel que tienes,
Sila, tan fina, tan blanca; este tiempo que has estado a la intemperie, sin los
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cuidados que deberías haber tenido dada tu naturaleza, sumado al entorno del
campamento, el polvo, la convivencia con los animales y una alimentación poco
adecuada, han hecho mella en ella. A lo que le sumamos la época del año: la
primavera, época del nacimiento de las flores, de Afrodita y del polen yendo y
viniendo por los aires…
— A lo que podemos agregar tratamientos inadecuados por parte de los médicos
que lo han atendido, agregó el secretario pestañeando profusamente.
— ¿Me pareció escuchar que hablabas de alimentación, Musa? ¡Si estos perros
de los senadores populares nos han cagado de hambre a mí y a mis soldados con
la esperanza de sepultarnos en Grecia! ¡Hambre más que alimentos es lo que
hay en este campamento griego!
— Agregaré otro factor: el emocional, tu hybris, noble Sila. La piel palidece o
enrojece, Lucio Cornelio, de acuerdo a nuestro estado de ánimo. En tu caso ha
estallado, evidentemente, con esos dos tremendos frentes que tienes pendientes:
Mitrídates y sus aliados por un lado, más tus enemigos romanos por el otro.
—¡Sigue, Musa, que ya casi me estás seduciendo! Esos ojos, esas largas pestañas,
ese pelo plateado, esa seguridad tan griega aún al borde de la muerte. Te creces
en el peligro. Estoy empezando a confiar en ti, tanto que hasta creo que ya me
voy sintiendo algo mejor.—Resumiendo tu diagnóstico, Lucio Cornelio, tenemos: insoportables picores,
enrojecimiento, inflamación, secreciones de la piel, costras, descamación, piel
disecada, manchas blancas en las zonas que ya hemos visto. ¿Dolor de espalda?
—También, contestó Sila, sin salir de su asombro.
—Empezaremos por esta tienda. ¡Fuera todas las alfombras –continuó Musa
dirigiéndose ahora a Crisógono– ni una sola alfombra y ni un cojín! Debéis
limpiar esta tienda hasta que brille, que no haya una sola pizca de polvo en todasu superficie. Evitad que la lona junte suciedad, impedid la presencia de todo
tipo de animales, dijo señalando a un bello gatito que dormía a los pies del
desolado general.
Sila lo cogió y se lo entregó a Crisógono, como si a medida que la voz de Musa
llenaba la habitación le fuera devolviendo la paz de la ilusión de la cura, y él se
fuera transformando en un niño pequeño y obediente, entregado a los preceptos
de sus mayores. Musa continuó.
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—Los caballos dejadlos lo más lejos posible de esta tienda. Mi asistente Adelfos
te preparará un baño en el que te sumergirás completamente al menos dos
veces al día, durante veinte minutos. Alternaremos con compresas de agua
hervida con sal, previamente enfriada que aplicaremos en las zonas afectadas y
una preparación que realizaré yo mismo de una pomada cuya base es la planta
que nosotros llamamos alos, que en oriente llaman aloe, y que vuestros médicos
llaman aloe vera. Cortaremos esas uñas que juntan suciedad, e incluso esos
ridículos mechones largos de pelo que sólo sirven para recoger sudor. Y por
último regularemos los apetitos controlando como un tirano vuestra dieta.
Reduciremos la ingesta de vino.
— ¡Ah, no Musa, eso sí que no! ¡Lo que tú quieras, pero el vino no puedes
quitármelo!
Musa tomó la jarra de vino de la que bebía Sila, bebió un sorbo muy pequeño
con total desparpajo.
—¡Pero si este es el peor vino que he bebido en mi vida! ¡Por el perro del Hades
que no vivirás mucho si continúas tragando este veneno Sila, te doy mi palabra
de ello!
—¿Acaso no decía vuestro poeta Alceo que en el vino estaba la verdad? Además
médico Musa, lo que es bueno para mis soldados lo es para mí.—Médico Musa –aclaró Crisógono– en realidad lo que bebe Sila es acetum, vino
agrio, sólo que él no le agrega agua. Los soldados en las buenas épocas preparan
con él la posca, agregándole también huevos, oleum de oliva, sal y hasta
servicia, todos ellos elementos de lujo por estos días.
—Pues será muy bueno para los soldados cuando lo mezclan tan bien, aunque
como cualquier droga, todo dependa de la cantidad que se utiliza. La medida
justa es lo que decide sus resultados. Eso que bebes tiene demasiado alcohol y del malo. Beber algo de vino es muy saludable, pero si te excedes te vendrán
alteraciones del sueño, acidez en el estómago y hasta podrás desarrollar
tumores. No olvides Lucio Cornelio que la mayor parte de las drogas puede
servir tanto para curar como para matar. Además el alcohol enciende aún más
tu piel, de eso que no te quepa duda. En principio cambiaremos la esencia de la
posca esa que estás tomando, o como la llamen, por un vino de mejor calidad
rebajado con agua de manantial…
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—¿Y de dónde crees brillante médico griego que podremos sacar un buen vino y
agua que no esté medio podrida, si apenas tenemos que comer?, lo interrumpió
Sila.
—Podríamos pedirle a Cafis que realice una incursión a casa de nuestro común
amigo el mercader Epamino, allí encontraréis excelentes vinos y agua de la
mejor, pues tiene un manantial privado.
Cafis, casi invisible y mudo en un rincón, asintió con un leve asentamiento de
cabeza. El agotamiento comenzaba a hacer mella en el pobre focio, pronunciar
una palabra significaba un esfuerzo demasiado intenso para él.
—Con ese vino que conseguiréis, mi asistente te preparará una pócima, que
incluirá algo de opio, entre otros elementos. Y ya veremos mañana que ha sido
de ti.
Durante el resto de la noche Adelfos y Crisógono permanecieron junto a Sila,
cumpliendo al pie de la letra las instrucciones de mi abuelo Musa. Musa fue
instalado muy cerca de allí junto a Aulio Celso, su enorme sombra pelirroja.
—Escucha Musa, yo duermo armado, al menor movimiento tengo el gladius
preparado para… no sé muy bien qué. Porque lo que yo tengo que hacer es e vitar
que te escapes y que te mates. ¿Qué haría si decidieras dejar de respirar, darte
una palmada en la espalda, por ejemplo? Sería muy complicado que intentarascualquiera de las dos cosas, para ti, para mí, para tu amigo Adelfos, y la lista
sería interminable. Así que si te parece bien nos echamos una sueñito de tres o
cuatro horas hasta el primer toque de tuba.
—Me parece lo mejor que podemos hacer Aulio Celso.
Los dos hombres mezclaron unas extenuadas sonrisas y se echaron en sus
catres. Aulio se durmió en una décima de segundo. Musa ingresó en un estado
de semiinconsciencia: se veía a sí mismo cubriendo con una manta a sus hijoscuando eran pequeños y podía tener la certeza de que respiraban muy cerca.
Acercaba su mano bajo la nariz para saber si inspiraban o espiraban.
Seguramente en algún momento el sueño finalmente lo venció… Hipnos, el
hermano de Thánatos, la muerte sin violencia, lo transportaba hacia la
oscuridad de su cueva negra como la ceguera, hasta las orillas del río del olvido.
Allí Musa cargaba en sus brazos a Dina, mientras el Leteo los empapaba con sus
tibias aguas. Eran las fiestas de las grandes Panaceas, ambos estaban ebrios y
felices. El cuerpo de Dina no le pesaba, si no que flotaba sobre su vientre; el
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calor que irradiaba su mejilla derecha reposando sobre su pecho le infundía un
vigor sobrenatural; el cobre de sus despeinados cabellos movidos por la brisa
acariciaban su rostro; el perfume de su piel se confundía con el de los lirios
blancos y morados de la diadema de flores que a duras penas se sostenía sobre
su cabeza.
—Huele mis lirios Ariómico, su esencia no te permitirá dormir hasta que no me
hayas llevado a nuestro puerto, le susurraba Dina al oído.
Sabía que un dios infinitamente generoso le había pedido y obsequiado a un
tiempo esa grata tarea de transportar el cuerpo de su amada y le esperaba, tras
la labor, el más dulce de los premios. Musa debía recorrer el camino contrario
de la procesión panatenáica: partían desde el Odeón, donde algunos músicos
rezagados aún continuaban tocando. No sabía cómo ni por qué Dina se había
despojado de casi toda su ropa, sólo un chitón dórico la cubría sin cubrirla. A
veces se detenían en rincones igualmente sombríos o iluminados por la luz de
antorchas móviles. Ella bailaba sobre los brazos de Musa que acompañaban los
movimientos de sus caderas, de sus hombros, de sus pies, de sus brazos. El
hombre Musa sonreía y disfrutaba de esa danza extraña que se detenía y se
reiniciaba sin más sentido que el de provocarlo y el de provocarse. Tan pronto
Dina se encontraba de espaldas arqueándose hacia él, como de frente sujeta desus hombros o de su cuello. Los pechos de Dina crecían a medida que la
coreografía se desplegaba sobre él. Ambos se respiraban, se aspiraban, los
sentidos se exacerbaban, eran capaces de percibir cada latido, cada roce, se
demoraban uno en el perfume del otro. Musa recorría con la mirada las curvas
de Dina, desde la espalda, estrechándose en su cintura, apretando sus caderas
contra él, dibujándola por fin con sus manos, invadiéndola amorosamente. El
peso de Dina sobre sus manos era liviano, era la medida exacta de su deseo.Cuando atravesaban el ágora, parado en una tarima, un rezagado recitador
solitario, semidesnudo, con una exómida que resbalaba de su cuerpo, giraba
hacia un lado, luego hacia el otro, declamando con una pasión desbordada por el
éxtasis, ebrio de luz lunar; los saludaba con una enorme y exagerada sonrisa
teatral y abriendo los brazos hacia ellos los nombraba en sus versos:
—¡Corred Dina en brazos de Musa,
Musa en tu deseo de Dina,
los dioses os esperan!
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—¿Y a dónde nos esperan los dioses?, preguntó Musa.
— En el fuego sutil que arde en vuestros cuerpos,
donde todo lo ligero discurre,
donde los ojos vagan libres de mirar o ser mirados
y los oídos crean su propio y dulce canto.
— Vamos, llévame allí Ariómico, le suplicó Dina, dejando caer su cabellera sobre
el pecho de Musa.
—Es allí donde estamos, contestó Musa fundiéndose en la profundidad de un
beso.
El poeta se desvaneció en el aire, la noche de Atenas los envolvió entre las
estrellas y la embriaguez colectiva. Los dos amantes reían, llegaban desnudos,
despojados de todo ropaje e historia humana, a su hogar. Atravesaban la puerta,
que los esperaba abierta de par en par, girando como un único ser enlazado en sí
mismo hasta alcanzar al patio. Era verano, y un par de clinés descansaban bajo
la noche. Una profusión de perfumes se elevaban desde una multitud de
pequeñas y grandes macetas. Suavemente Musa se despojó de Dina y ella se
estiró como un felino.
—No enciendas las antorchas –le dijo Dina– acércate en la oscuridad.
–No hay noche en tu cuerpo Dina, brillas en mí, dijo Musa mientras serecostaba junto a ella para volver a su piel, cuyo más mínimo contacto lo
abrasaba.
A medida que sus cuerpos se encendían, se penetraban, se disolvían poco a a
poco; una claridad blanca los esfumaba hasta perderlos en la brisa etérea del
sueño que los atraía. Mientras los músicos se evaporaban por las calles sus
fantasmas continuaban tocando, cada vez con más fuerza. Musa sintió en su
carne el inicio del éxtasis final hasta que el sonido de las liras, las cítaras y losaulos se transformaron en el primer toque ensordecedor de la tuba del
campamento romano que devolvió a Musa a la realidad. Cuando abrió los ojos
se encontró frente al rostro casi infantil de Aulio:
— Apresúrate médico Musa, que podemos desayunar algo antes de que visites a
Sila, porque sino morirás de hambre, y no puedo permitírtelo.
—Muchas gracias por tu preocupación, Aulio, contestó Musa confundido. Su
corazón latía de prisa, mientras intentaba situarse en el espacio real, volver a la
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razón. ¿Cómo era posible que su mente en reposo fuese capaz de producir
semejantes visiones?
—Estoy ansioso por ver si después de cinco horas tu cura progresa Musa, ni te
imaginas cuánto.
—Dime entonces cuánto es aproximadamente ―cuánto‖…
— Algo parecido al precio de la libertad. Significa entrar de una vez en combate,
tomar Atenas y lo que venga después, llegar por fin a Roma.
Musa terminó de arreglarse en silencio. Deseaba sentirse diferente, envidiaba
esa confianza de alcanzar momentos mejores que traslucían las palabras del
joven Aulio. Se sentía un muerto en vida, un fracasado, un ser ajeno al presente,
un cadáver sin lazos inmediatos con la existencia. Pero a pesar de no abrazar
ninguna ilusión, en algún rincón de su mente anhelaba cualquier desenlace feliz,
aunque el destino fuese para él una sombra.
En una gran tienda con unas cuantas mesas dispuestas a lo largo, sentado en
una larga banca, Musa compartió la comida de la mañana con algunos milites.
Comió por primera vez en la vida esas galletas extranjeras de las que tanto había
escuchado hablar, las buccellata, hechas con una mezcla de cereales, que
variaba según las provisiones con la que contaba el castrum; pasó de beber la
posca y prefirió algo de agua, eso le pareció suficiente para sobrevivir durantealgún tiempo más.
Esa magra ingestión le devolvió las ganas de volver a ver a Adelfos lo antes
posible, para saber al menos cómo había transcurrido la noche. Antes de partir
de la tienda comedor se cruzaron con un hombre anciano, de aspecto poco
saludable.
—¡Padre!, exclamó Aulio, deja que te presente a Musa, el médico griego que
fuimos a buscar para curar a Sila. Este es mi padre Musa, se llama Aulio Celso,como yo, es escribiente, lleva junto a Crisógono el diario personal de Sila,
escribe sus notas...
— Ya está bien hijo, suficiente. Muchísimo gusto médico Musa, espero tenga más
suerte que los que ya lo han intentado antes que usted, dijo Aulio padre
mientras levantaba la mano derecha al uso de saludo griego.
—El gusto es mío Aulio Celso, tiene usted un hijo muy competente,
devolviéndole el gesto de la mano.
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—Muchas gracias, médico Musa. Aunque le confieso que lo sé, ojalá esta guerra
acabe pronto para que pueda formarse y tener otra profesión que la de la
espada.
Musa sintió una corriente de simpatía y una pena instintiva por aquel
hombre; era evidente que no le quedaban muchos años de vida, el color de su
piel, el velo gris que cubría sus ojos. Tendría que echarle un buen vistazo en
cuanto le fuera posible. Ambos hombres se agradaron mutuamente a primera
vista. Las palabras de Aulio Celso, pensó Musa, fueron de las más sensatas que
había escuchado en los últimos días.
Al llegar a la carpa del general el cambio era ya evidente. Adelfos se
encontraba sentado en el escritorio de Sila leyendo en voz alta. Sila, sentado en
la cama escuchando con los ojos cerrados, presentaba un aspecto mucho menos
feroz además de inmaculado. La habitación parecía otra, se veía limpia y
aireada. Al verlo entrar a Musa Adelfos calló y le sonrió con cansancio y
satisfacción.
—¿Por qué callas Adelfos? Continúa, por favor, dijo Sila con la suavidad de
quien ha bebido su jarabe de amapolas.
—Es que ha entrado Musa, Lucio Cornelio.
—Pues termina la estrofa de la invocación para agradecerle a las musas deMusa… ¡Oh, gratias agere!
Adelfos concluyó aquella estrofa de Agamenón de Esquilo:
—―Zeus, quienquiera que sea, si así le place ser llamado, con este nombre yo lo
invoco… Ninguna salvación me puedo imaginar, excepto la de Zeus, si de verdad
debo expulsar esta inútil angustia de mi pensamiento.‖
—¡Musa, Musa! ¡Gracias a ti médico de nombre maravilloso! ¡Cómo no fui capaz
de verlo desde el momento en que te vi, desde que me nombraron tu nombre!¡Perdóname Musa por no haber creído en ti! Dime Musa, ¿cuál es el número de
la fortuna, nueve como las musas de Hesíodo en un perfecto tres veces tres?,
¿ocho como proclamaban los pitagóricos según sus esferas celestes?, ¿siete,
como las musas de Lesbos?
—Sí, Musa, –acotó Adelfos mientras Sila se quedaba extasiado mirando sin ver–
le ha pegado fuerte la adormidera, pero por lo demás progresa estupendamente.
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—No hables demasiado Sila, esperemos a que vayamos disminuyendo la dosis
para que no digas nada de lo que pueda arrepentirte. Si te parece me quedaré
contigo mientras Adelfos descansa y luego por la noche hacemos el recambio.
—Lo que tú digas es para mí sacrum. Aulio, acompaña a Adelfos y hazlo
descansar, y gracias por los baños y por la compañía. Regresa por Musa en…
¿Cuánto tiempo Musa?
—Ocho horas me parece bien.
Adelfos enrolló el libro y lo depositó cuidadosamente en el escritorio de Lucio
Cornelio. Una vez que se quedaron solos Sila suspiró y volvió a la carga.
—¡Cuál es el número entonces de las Musas, Musa!
—En esencia sólo hay una musa, que es la unidad en la pluralidad.
— Ah, me gusta y me gustas, la unidad en la pluralidad, la unidad en la
pluralidad…
Sila continuó repitiendo aquella frase hasta que se quedó dormido. Musa
cogió el rollo, lo desplegó en la primera página, y se detuvo en las líneas:
―…cuando digo quiero cantar o silbar y conseguir así con el canto un remedio
contra el sueño, entonces lloro lamentando la desgracia de esta casa…‖
Rápidamente volvió a cerrar el libro y se concentró en pensar en la salud de su
noble paciente. Crisógono llegó algunas horas después, ambos pasaron las horas velando por el general dormido y conversando de los trágicos griegos. El día
pasó sin mayores incidentes, la mejoría de Sila era manifiesta. Cuando Adelfos
llegó para reemplazarlo Musa le indicó:
—La dosis de adormidera la disminuiremos a la mitad de la medida de anoche,
reforzaremos con algo de vino resinado con cannabis del que ha dejado Cafis el
focio de su incursión a la bodega de Epamino. Mañana reduciremos a la tercera
parte la adormidera, con igual parte de vino y cannabis.—Felicitaciones viejo Musa, parece que has dado en el clavo. No puedo creer lo
que has logrado.
—Lo que hemos logrado, tú, yo y Lucio Cornelio mismo, sus deseos de volver a
Roma le aportan una energía extraordinaria.
Adelfos pasó su segunda noche junto a Sila y cuando Musa volvió en las
primeras horas de la mañana se asombró al ver al general ya vestido con una
túnica impecable, sentado en su mesa de trabajo. Había transcurrido un día y
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medio. Se lo veía alegre, el rojo había desaparecido de su cara dando paso a
manchas sonrosadas. Sus ojos habían ganado en brillo y vivacidad.
—¡Bien Musa, parece que lo has conseguido y aún no han pasado las cuarenta y
ocho horas! Échame un vistazo y vete a recorrer el campamento, a ver si puedes
hacer algo por mis legionarios enfermos. Si todo va tan bien como lo está yendo
esta noche prescindiré de Adelfos, la pasaré con Crisógono y algunos de mis
hombres preparando la batalla. Gracias a ti mañana será un gran día:
entraremos por fin en Atenas. Por supuesto que todo lo que escuches de mi boca
no podrás repetírselo a nadie, pues siempre existe la clara posibilidad de que te
quedes sin cabeza.
Sila lanzó una de esas carcajadas con las que sólo se festejaba a sí mismo,
Musa intentó devolverle una sonrisa. Se acercó luego a Sila para verlo mejor.
—Procura no beber ni una gota más de lo que te hemos indicado Sila, comer
liviano y descansar. Si quieres salir a dar un paseo hazlo de noche, evita el sol a
cualquier precio.
—¿Crees que convendrá a mi salud que el asalto a Atenas sea nocturno?
—Por supuesto, pero también procura no encender grandes fuegos pues el calor
podría resultarte fatal.
—¡Qué listo eres médico Musa! Eres un griego consumado, embaucador hasta lamédula: lo que quieres es evitar que haga arder tu ciudad. ¡Vete antes de que me
arrepienta de mi bondad! A propósito, descansa todo lo que puedas, quiero que
estés en óptimas condiciones físicas para que disfrutar de un presente que
quiero darte.
—Muchas gracias Lucio Cornelio.
Antes de que cayera la noche Aulio invitó a Musa y a Adelfos a comer a la
tienda de su familia. Allí Musa tuvo oportunidad de hablar y conocer enprofundidad al viejo Aulio Celso, a su esposa romana, Cornelia, y al pequeño
Lucio Celso de doce años. Se quedó gratamente impresionado y hasta
emocionado por que le permitiesen formar parte de esa humilde reunión
familiar. No podía entender cómo en medio de la guerra podían vivir en
semejante armonía. Era evidente que el viejo Aulio comía y bebía demasiado
poco. Luego de comer unos cuántos bocados le rogó a Cornelia que diese el resto
de su plato al más pequeño, que ya era casi tan alto como su padre.
—¡Dale a Lucio, mujer, que tiene que alcanzar a su hermano de una buena vez!
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Allí supo que el joven Aulio contaba sólo con dieciséis años. Por sus facciones
había adivinado que tendría una corta edad, pero nunca hubiera imaginado que
fuera aún tan niño. Le agradó Cornelia, tan vivaz y observadora, poseía la
mirada serena que se suponía debían tener las matronas romanas reflejada en
unos enormes ojos color avellana. Muy pendiente de su familia y de sus hijos,
compartía la mesa como cualquiera de los hombres, sentada a la derecha de
Aulio Celso, iba y venía dando órdenes a sus hijos para que atendieran al
invitado. La cena fue verdaderamente frugal, considerando que era la comida
más importante del día. Pulmentum, una papilla que en las mejores épocas era
de harina de trigo, pero que dado el momento de carestía se había sustituido por
harina de mijo, cebada y huevos revueltos, de postre algunas uvas y algunos
frutos secos que Adelfos había tenido precaución de recoger de la casa antes de
la partida. Musa había aportado una tinaja de vino que le había obsequiado
Cafis, un inmenso lujo para aquella sencilla familia.
—Musa, lamento muchísimo la historia de tu familia. Quiero que mi hijo Aulio
se comprometa en este instante a recoger a tu mujer y a tus sirvientes a la hora
de entrar en tu ciudad, ya veremos cómo alojarlos. Hablaré con Marco Ateyo
para poder traerlos al campamento sanos y salvos.
—Muchas gracias Aulio Celso, no sabes cuánto te lo agradezco. Ojalá que no seademasiado tarde.
Aulio se puso de pié, levantó la mano solemnemente y mirando a su padre
dijo:
—―Juro por Júpiter… o por Zeus –agregó mirando a Musa— o como quieras que
te invoque, que atravesaré Atenas en la batalla y traeré con vida a la esposa de
Musa y a quienes la acompañen. Si así no lo hiciere que la maldición…‖
—No, por favor, Aulio, no invoques ninguna maldición contra tu persona o lostuyos. Yo creo en ti joven amigo, tanto como que en estos dos días me has
demostrado que eres un gran hombre, tan honesto como esta familia tan
extraordinaria que me has presentado. ¿Y qué he hecho yo por vosotros para
merecer vuestra hospitalidad?
La voz de Musa se quebró, pero continuó:
—Haz todo lo que puedas hacer por los míos, como que siento egoístamente que
lo harás sobre todo por mí. Pero si al final no logras lo que me has prometido,
será porque la fuerza el destino ha sido tan contraria a tu voluntad que habrá
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vencido. Entonces, yo no necesitaré perdonarte por ello, puesto que estaré
seguro que habrás dado todo de ti para cumplirla.
Desde aquella noche un manto de solidaridad unió a Musa con los Celso, esos
lazos que sólo son posibles en los momentos en que la muerte se ensaña
profundamente con la vida. Cuando Musa y Adelfos regresaron a descansar a su
tienda se encontraron con el soldado Manio Gelio esperándolos en la puerta
junto a una muchacha que se miraba los pies.
—¡Por fin llegáis, que ya estaba por disfrutar yo del regalo que os envía Lucio
Cornelio! ¡Mirad qué belleza, nada menos que una virgen rubia macedonia, para
adornar vuestra tienda y calentar vuestros catres!
—¡Ay Manio! ¿A ti te parece que puedo tener ganas de desflorar a esta niña en el
estado de incertidumbre en que me encuentro?
A pesar de que estaba bastante borracho una oleada de vergüenza encendió
aún más las mejillas de Manio. Echó un extraño bufido de buey por la boca.
— Allá tú Musa, pero yo no puedo volverme con esta niña; además estará mejor
aquí que entre los demás esclavos. Cuídala, haz lo que quieras o no hagas nada,
ahora es tuya por orden de Sila.
La tomó de un brazo, la empujó contra Musa y se perdió tambaleándose en lanoche. Una vez dentro Musa y Adelfos sentaron a la joven en una silla y le
preguntaron algo de la historia de su vida. Se llamaba Pandora, su familia había
sido vendida tras la toma de Macedonia por los ejércitos silanos, algunos habían
tenido la fortuna de morir, otros habían sido vendidos como esclavos, ella había
sido seleccionada junto con otras tantas por el propio Sila para ser entregada
como premio a algún hombre de las tropas. Pero lo que más maravilló a Adelfos
y a Musa era que su padre era un farmacéutico macedonio, y que todos losintegrantes de su familia trabajaban en la tienda preparando medicinas,
ungüentos, aromas, pigmentos. Podía serles de gran ayuda, era probable que
Sila la hubiese elegido también por esa razón. Mientras conversaban Pandora no
dejaba de temblar y retorcerse las manos. Su cuerpo era redondeado como el de
una niña pequeña, el maquillaje con el que la habían adornado no le quitaba
belleza, pero le daban el triste aspecto de una víctima sacrificial. Cuanto terminó
su relato se tapó el rostro con las manos y comenzó a llorar en silencio. Adelfos
no pudo evitar derramar algunas lágrimas.
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—Basta ya de tristeza, tranquilízate niña, que mientras vivas junto a nosotros
dejarás de ser virgen cuando tú lo quieras y con quien quieras. Adelfos déjale tu
catre hasta que consigamos otro que tú has descansado ya esta mañana.
Juntemos algunas mantas para ti para que te acuestes en el suelo y todos a
descansar, que mañana nos espera un día impredecible.
Así fue. Las horas del día siguiente pasaron como un relámpago, ni Musa ni
Adelfos fueron llamados a la tienda de Sila. Visitaron a varios enfermos,
incluido al amable artesano, mi bisabuelo Aulio Celso, padre del joven Aulio. El
movimiento en el campamento era demencial. Se decía que Sila había ordenado
talar todos los árboles de cien millas a la redonda, que habían arrasado los
bosques sagrados de la Academia por cuyos senderos había paseado Platón
junto a sus discípulos, porque el tirano Aristón había quemado hasta el último
trozo de madera para evitar que los romanos pudieran disponerla en sus
maquinarias de asalto. En las horas más profundas de la noche un silencio
sepulcral dio paso a gritos ensordecedores, ruidos de choques, gritos ahogados,
lenguas de fuego y humo en el aire. El olor de su amada Atenas en llamas
franqueó la distancia hasta llegar a la tienda de Musa y Adelfos, quienes junto a
Pandora esperaban mirando hacia el techo, circunspectos, imaginado lo
inimaginable.En la madrugada, cuando ya el sol comenzaba a despuntar sobre un cielo gris
cargado de una intensa niebla provocada por el humo, el joven Aulio entró como
un torbellino. Sobre su rostro y sus manos, bañados de sangre y sudor, las
lágrimas dibujaban surcos de espanto sobre sus mejillas. Su boca se abría y se
cerraba sin poder o sin saber qué decir. Musa lo sacudió de los hombros y Aulio
se arrojó a sus pies, de rodillas. Mi abuelo asió sus manos y lo levantó con
cuidado, apresando su rostro con ambas manos lo exhortó:—¡Vamos Aulio, mírame y habla, dinos lo que has visto, ya todo ha pasado, estás
vivo amigo!
—¡Perdónanos Musa, perdóname, no he podido traértelos, no he podido!
Entramos por el lienzo caído de la muralla de Temístocles. Manio Gelio cayó
antes de entrar, alcanzado en el pecho por una flecha de los arqueros de las
torres aun antes de poder atravesarla. Marco Ateyo, enloquecido por el odio al
ver a su joven compañero perdido, fue el primero en lanzarse sobre la ciudad,
hundió su espada en el primer cráneo enemigo que encontró con tanta fuerza
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que ya no pudo recuperarla, y tomando la espada del griego caído mató hasta el
último hombre o mujer o lo que fuera que se cruzase en su camino. Sila entró
poco tiempo después, envuelto en el sonido de los clarines y de las trompetas,
con los gritos ensordecedores y la locura descontrolada de los soldados romanos
hartos del hambre y la espera de todos estos meses. Lucio Cornelio nos
animaba: ―¡Matad, robad, dejad libres a vuestros más altos y bajos instintos
milites! ¡Demostrad como Roma hace temblar y llorar a esta puta traidora de
Atenas!‖. Corrimos por las calles con las espadas desenvainadas, no sé cuántos
griegos he matado para salvar mi vida, no puedo siquiera imaginar cuántos han
muerto. Logré llegar a tu casa Musa, pero las llamas lo cubrían todo. Dicen que
por fin todo acabó antes de que podamos arrasar con la ciudad porque Cafis el
focio, que acompañaba a Sila le rogó clemencia: ―¡No destruyas los templos
Lucio Cornelio! ¡No olvides que los dioses de Roma son los dioses de Atenas! ¡La
clemencia es una virtud divina que te acerca a los inmortales! ¿No crees que ya
es suficiente venganza? Lucio Cornelio: perdona a los vivos por respeto a los
muertos‖; dicen que dijo, y por fin Sila le escuchó. Lo siento Musa… no he
podido hacer nada más…
—Cálmate ya amigo Aulio. ¿Sabes que pienso? Que tal vez Dina ya no estaba allí.
Es probable que una vez que nos hubiéramos marchado, cuando el silenciollegara al escondite en que los dejamos, el anciano Meles, mudo como una
sombra, hubiese hecho una incursión por la casa. Entonces podría haber
regresado a por las mujeres y todos juntos se habrían desplazado en la noche
hacia la casa de algún paciente mío con buenas relaciones con los romanos.
Cuando esta guerra finalice volveremos a intentarlo, revolveremos cielo y tierra
hasta dar con ellos.
Entonces Musa abrazó a Aulio como se abraza a un hijo. Aulio tambiénabrazó a Musa, sollozó en su hombro como un niño, en silencio, y salió de la
tienda avergonzado, impotente, enjugándose las lágrimas. Ni Musa, ni Adelfos,
ni Pandora deseaban hablar, se acostaron callados compartiendo la razón de su
solidaridad en un mismo duelo.
Cuando el sol despuntó el día mi abuelo Musa despertó sobresaltado. Sintió
en el humo el olor de la muerte que le recordaba dónde se encontraba. Se
levantó y se vistió como un autómata, perdido y sin rumbo, como un animal
herido. Cuando buscó los cuerpos de Adelfos y Pandora los descubrió tendidos
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en el suelo, juntos y abrazados sobre las mantas. La cabeza de ella reposando
sobre el hombro de él, el brazo de él cubriendo el pecho de ella, los pies
durmiendo sobre los pies. Una paz incomparablemente humana embellecía sus
rostros, alumbraba sus cuerpos. Invadido por una oleada de pudor los cubrió
con una sábana y pensó que tal vez simplemente eso fuera el amor, la necesidad
de un cuerpo de un único cuerpo. Dina.
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Capítulo 5
El ombligo del mundo
Los días y las muertes se sucedieron en el transcurso del viaje de Atenas aRoma. Un ciclo de tiempo en donde las víctimas romanas de la guerra contra
Mitrídates pasaban por las manos de mi abuelo Musa a cada instante. Veía a su
principal paciente, el temible Sila, cada mañana y cada noche, y el resto del día
lo pasaba atendiendo a las tropas heridas junto a su asistente y compañero de
viaje, Adelfos. En el intervalo de aquellos meses Adelfos había continuado
profundizando sus prácticas en medicina quirúrgica, sus manos se movían cada
vez con más presteza zurciendo costuras humanas, amputando miembros,mientras mi abuelo velaba por esas heridas y por los males que podían curarse.
—Te estás transformando en un cirujano ideal, Adelfos, tienes todas las
aptitudes para serlo: usas ambas manos con la misma habilidad, son rápidas y
firmes, jamás vacilan; los dioses te han dado además una visión aguda y clara y
eres capaz de mantenerte impasible a las puertas de la muerte, te compadeces
de tus pacientes, pero eres también capaz de no inmutarte ante sus gritos y
concentrarte en tu tarea sin que haga mella en tu espíritu. Aprendes rápido en
esta escuela de la guerra, los chirugi romanos te alaban y te buscan, y Publio
Prisco, el cirujano jefe del campamento, ya te ha incorporado a su equipo, estoy
orgulloso de ti, amigo.
—Tú has sido mi mejor escuela Musa, además de un gran médico eres también
un excelente medici vulneris, un gran cura heridas, no hay nada que me dé más
felicidad que devolverle la vida a los hombres y el cirujano lo hace con sus
propias manos, guiado por su mente y su espíritu. Creo que todavía soy un
aprendiz, pero algún día mereceré el nombre de chirugi , alcanzaré la madurez
que requiere ese título, respondió Adelfos mirándose y mostrando ambas manos
a Musa, impolutas, con su uñas limpias y cortas, más cuidadas incluso que las
de una domina romana.
La presencia de Pandora había producido en Adelfos un cambio
extraordinario; muy pronto la joven esclava macedonia comenzó a ser
considerada por Musa como la natural concubina del joven. La encantadora
muchacha de dieciséis años había perdido el miedo de aquella primera noche y cuidaba de Musa con gran respeto y de Adelfos con verdadero amor. Limpiaba
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—Si es la primera vez que lo veis concentraos en la universalidad. ¿Qué es lo
contrario a un rostro saludablemente humano? Unos ojos hundidos, una nariz
excesivamente afilada, unas sienes deprimidas, unas orejas contraídas, frías, la
frente tensa, dura, reseca, la piel amarillenta u oscura. Si observamos estos
rasgos y todos aquellos que nuestra mente nos arroje como datos de un rostro
enfermo, deberemos entonces comenzar por preguntarle: ―¿ha tenido usted
insomnio, diarrea, hambre, sed?‖ De acuerdo a las respuestas que nos dé
podremos buscar en estas causas la respuesta a aquel rostro enfermo. Así,
quizás, controlando esas fuentes de los males: dar de comer al hambriento,
buscar la forma de conciliar su sueño, controlar la dieta y las aguas que ingiere,
resolveremos incluso en un día y una noche el caso que nos ocupa. ¡Pero,
cuidado! Si nos contesta que sí a las dos primeras y que no a las dos segundas
podemos estar en presencia de un caso mortal.
—Los ojos específicamente, Musa, dicen mucho acerca de la enfermedad o la
salud de las personas, acotó Adelfos.
—¡Es verdad! Los ojos reflejan la mente y el cuerpo, su dolor o su ausencia, su
armonía o su caos, agregó Pandora.
—¡Eso es Pandora! Los ojos son todo un síntoma en sí mismos. Debemos
observar si rehúyen la luz, si lagrimean involuntariamente, si bizquean, si unose hace más pequeño que el otro, si lo blanco se mantiene rojo o lívido, o
amarillento, si aparecen venillas negras en ellos, o lagañas en torno a sus
órbitas, si están inquietos, saltones o fuertemente hundidos, continuó Musa.
—Cuando la muerte se avecina, Musa, los párpados se ponen lívidos, sentenció
Adelfos recordando la muerte.
— Y también los labios, aunque a veces se vuelven blanquecinos, se entreabren, y
siempre se enfrían, porque no hay nada más frío que la muerte, ¿verdad Musa?,inquirió Pandora.
Y así, discurriendo sobre la vida y la muerte de los otros, intentaban olvidar
que su mundo y todo aquello que tanto habían amado se encontraba disperso
entre los despojos de aquella guerra que aún no había concluido. Las noches
compartidas se hacían menos solitarias para estas tres personas que se habían
visto obligadas, bajo las circunstancias de la historia, a vivir bajo un mismo
techo. Los unía la incertidumbre, la muerte, el espanto, y una gran lealtad.
Antes de que los tres alcanzaran las puertas de Roma, además de dejar atrás los
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pedazos de un mundo devastado, habían construido los lazos de una
inquebrantable amistad.
Muchos de los más bellos rincones de su amada Grecia habían sido arrasados.
El puerto del Pireo y la admirable armería de Filón, tras más de cuatro siglos de
antigüedad, habían sido reducidos a cenizas. La ciudad de los Panapeos había
sido asolada, la de los Lebadeos saqueada, hasta su famoso oráculo, el de Delfos,
había sido despojado sin piedad, gracias a la afanosa labor de Cafis el focio, que
había logrado de esa manera que no fuese destruido. En una de esas largas
treguas entre batalla y batalla los soldados, hartos de sangre y de penurias,
comenzaron a dispersarse anárquicamente por todos los rincones de las
inmediaciones del campamento, cebándose nuevamente en el saqueo y la
rapiña. Sus trofeos eran sobre todo buenos vinos, mujeres y todo aquello de
valor que se interpusiera en su camino. Y no es que Sila lo aprobase ni se
alegrara con ello, sino que le era prácticamente imposible detener a esos
hombres que habían acumulado un odio agónico, alimentado del hambre y
miseria, tras un tiempo de espera infinita. Sila no podía encontrar la forma de
reagrupar a esos miles de hombres, ni infundirles los ánimos indispensables
para librar los combates que los llevarían por fin a la victoria.
Cafis el focio se presentó una mañana en la tienda de Sila mientras mi abueloMusa realizaba su revisión matutina. Su cara estaba roja de impotencia y de ira
ante los desmanes de las huestes del ejército romano. Sila comprendió al
instante la acusación que le hacía su mirada encendida:
–¿Qué pasa Cafis? ¡Pareces salido de la fragua de Vulcano! Ya sé, ni falta hace
que me lo digas: ¡mis hombres están desaforados! Y lo peor es que Arquelao no
quiere presentar la batalla decisiva, prefiere justamente esto, desgastarnos,
quemarnos con la espera. ¡Ayúdame Musa! Dime: ¿cómo puedo detener estalocura, cómo puedo recomponer la mente de mis tropas? ¿Cómo no justificar
sus desmanes si yo estoy tan harto como ellos mismos de toda esta merda? Ya
no sé ni dónde está el bien ni dónde está el mal. Arrasaría con la tierra entera si
eso me devolviera por fin a mi amada Roma. Decididamente, hemos
enloquecido, sentenció arrojándose sobre su triclinio.
En los días que siguieron a la curación de la terrible enfermedad de Lucio
Cornelio había nacido entre Musa y el general una estrecha relación, que no
podía llamarse exactamente amicitia, pero sí una mutua confianza entre ambos
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hombres. Sila apreciaba la sabiduría y la compañía del médico griego, su
humildad y también la integridad de sus convicciones. A su vez, Musa había
aprendido bastante acerca de la naturaleza de este hombre tan inhumanamente
cruel con sus enemigos, tan generoso con sus amigos. Musa intentaba en todo
momento distanciarse afectivamente Sila, como de cualquier otro enfermo cuya
suerte dependiera de su arte, aunque muchas veces su cuerpo y su mente se
encontrasen al límite de estallar. Siempre que Lucio Cornelio lo consultaba
respondía con total sinceridad, y eso el general romano lo sabía perfectamente.
—Supongo que esta actitud es una forma de supervivencia momentánea Lucio
Cornelio, ellos saben que en cualquier momento las luchas comenzarán y desean
gozar violentamente, incluso ferozmente, de sus vidas. El estar armados por
miles les hace sentirse poderosos, invencibles, han vuelto a beber y comer como
no lo han hecho durante todos estos años, lo que los hace sentirse fuertes y
dueños de la vida y la muerte de esas víctimas a las que culpan de los males
pasados. Creo que no deberías darles reposo, Sila, no los dejes expuestos a un
libre albedrío que no pueden controlar, hazlos trabajar hasta que te rueguen por
favor que los lleves a la batalla, recomendó Musa.
—Eso es Musa, eso es mi listo amigo. Muy bien, Cafis, envía a traer a Marco
Ateyo ahora mismo, que tengo algo en mente, dijo Sila mientras sonreía con losojos iluminados por alguna maliciosa idea.
Era evidente que el centurión no esperaba ser llamado a la tienda del general,
su aspecto era lamentable: algo ebrio, con una barba de varios días, y una
sonrisa cómplice en los labios.
—Buenos días mi general, dijo escondiendo a medias la sonrisa y con un
balanceo leve sobre sus pies.
—Buenos días Marco Ateyo, dijo Sila secamente, clavando sus gélida miradasobre los enormes ojos de buey del centurión. ¿Eres tú el mismo hombre que ha
sido ascendido a Primus Pilus en la batalla de Atenas? Deberías verte, cualquier
enemigo podría ahora matarte de una buena patada en el trasero. ¡Me gustaría
saber de qué merda te ríes! ¿Pero qué es lo que os pasa, creéis que la guerra se
ganará sola mientras vosotros os llenáis de vino hasta el culus? ¡Yo puedo hacer
lo mismo que vosotros, vaya si puedo! Pero Roma nos espera y no podemos
defraudarla. Por lo tanto mentula floja informarás a tus hombres que saldremos
del campamento a mudar el curso del río Cefiso ahora mismo.
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–¿Qué… qué?
—¡Lo que has escuchado vespa bovina, que se acabó la fiesta! ¡A cavar fosos y
más fosos! Lleva este mensaje a los legados: que quiero a todas las tropas
alineadas en media hora. Y he dicho todas, no quiero terminar diezmándolos,
aunque los precise vivos no vacilaré en deshacerme de unos cuántos imbéciles si
se me desbanda un solo pajarraco ebrius. Yo mismo supervisaré los trabajos,
haremos guardias de día y de noche, de manera que el tiempo que no trabajéis
os dediquéis a descansar lo mínimo imprescindible para seguir avanzando en las
obras.
Y así fue. Al cabo de tres días, mientras Sila –con un sobrero de paja y con
Crisógono a su lado llevando un enorme parasol– caminaba entre las tropas
sudorosas y observaba minuciosamente los trabajos, reprendiendo a quienes
permanecieran parados más de lo permitido, la soldadesca comenzó a rogarle:
—¿Cuánto tiempo más estaremos sin luchar, general?
—¡Por favor, Lucio Cornelio, llévanos frente al enemigo!
—¡Lo que vosotros queréis no es luchar o acabar con esta guerra, pedazo de
holgazanes, proxenetas, mariconas, ladrones y borrachos, sino escapar del
trabajo! Pero sabéis lo que os digo: ¡que igual me da! ¡Los que queráis dejar las
palas y cambiarlas por vuestros gladius podéis hacerlo! ¡Tomad vuestrosescudos y vuestras espadas y demostremos a esas meretrices orientales lo que
significa ser un milite romano!
El ejército de Arquelao –que triplicaba en número al silano– al mando de
Taxiles debía avanzar desde el norte por un profundo valle hasta Queronea. Las
órdenes de Mitrídates, contrarias a los deseos de Arquelao, eran presentar
batalla lo antes posible. El primer movimiento de Sila fue ocupar la ciudad en
ruinas de Parapotamos, una posición casi inexpugnable que dominaba los vadosde la calzada que conducía a Queronea. En cuanto las tropas enemigas
aparecieron en el horizonte Sila fingió una retirada, atrincherándose tras la
empalizada y los fosos que tanto esfuerzo les había costado construir. Los
noventa carros de guerra de Arquelao (de los cuales carecían absolutamente los
romanos) se estrellaron contra las trincheras. Los caballos enloquecieron y,
entre las flechas y jabalinas que los azotaban sin piedad, retrocedieron hacia las
falanges griegas, creando una inesperada confusión. La matanza fue
devastadora: de los ciento diez mil efectivos sólo quedaron unos diez mil para
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ser vendidos como esclavos, mientras que Sila sólo perdió a doce de sus
hombres, o al menos eso fue lo que hizo escribir al viejo Aulio Celso en sus
informes.
Las fiestas de la victoria de Queronea se celebraron en Tebas, gracias a la
importante recaudación con las que se gravó a la ciudad, que no fue perdonada.
Junto a la fuente de Edipodia Sila bebió y se regocijó junto a sus hombres,
siempre muy cerca de Crisógono, que estaba exultante. Todos estaban
felizmente borrachos, el propio Sila no podía tenerse en pie. Hubo hasta un
desfile de histriones encabezados por uno que imitaba a Sila, acompañado de un
Crisógono de andar sinuoso, con peluca rizada incluida, que divirtieron mucho a
la soldadesca. Aunque todavía faltaba para la victoria final, todos tenían la
sensación de que ya nada podría detenerlos.
Mientras tanto el ejército leal a los enemigos de Sila en Roma, el popular Lucio
Cornelio Cinna, al mando de Lucio Valerio Flaco, llegaba con la misión de
combatir a Mitrídates VI, invalidando así todo accionar de Sila. Lucio Valerio
había sido nombrado cónsul suffecto en nombre del fallecido Cayo Mario con la
misión secreta de acabar más bien con las tropas silanas que con las orientales.
Pero Sila ni se inmutó. Envió a algunos de sus hombres a sembrar la discordia
en el ejército de Flaco. El resultado fue el esperado: los hombres de Flaco senegaron a combatir. Fue el mismísimo tribuno de los soldados quien se lo hizo
saber:
—¡No hemos sido llamados a las filas para combatir contra nuestros hermanos
romanos, Lucio Valerio! ¡No derramaremos más sangre romana! ¡Lucharemos
solamente contra los enemigos de Roma!
Lucio Valerio se dirigió entonces al Helesponto. Para el pobre Flaco esta había
sido una campaña complicada desde todos los flancos. Su legado Cayo FlavioFimbria era un personaje molesto y competitivo, indigno de su confianza y
demasiado generoso con las tropas. No era mucho el dinero con el que contaban
y las raciones no eran abundantes, los milites estaban cada vez más agresivos y
Fimbria no hacía más que atizar el fuego del amotinamiento. Lo cierto es que un
gran número de soldados desertaron cambiándose al bando silano. En lo
personal, Lucio Valerio Flaco no estaba interesado en luchar contra Sila, así que
prefirió dirigir sus tropas contra Mitrídates, combatiendo en los estrechos del
Bósforo y el Helesponto.
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En las orillas de las lagunas de Orcómenos, una zona pantanosa de la llanura
de Beocia, Sila volvió a enfrentarse a las fuerzas del Ponto, unos ciento
cincuenta mil hombres. Lucio Cornelio se agazapó en aquel lugar ideal para que
su pequeño ejército tuviera posibilidades de éxito: un sitio estrecho, con
defensas naturales y un suelo propicio para construir rápidas trincheras y
empalizadas. Pero Arquelao, a pesar de ser acorralado, invistió con toda la
fuerza de su ejército y los romanos comenzaron a retroceder. Paradójicamente,
la presión provocó que los legionarios acabaran formando una barrera
impenetrable de espadas y escudos, que pudo avanzar sobre el campo de batalla
como un puño blindado, haciendo trizas la línea de combate de Arquelao y
tomando sin problemas el campamento. Las fuerzas del Ponto se desbandaron,
y la batalla se convirtió en una inmensa matanza. Arquelao salvó su pellejo e
incluso desertó al bando romano, demostrando que en cuestiones de lealtad la
suya estaba simplemente del lado que se inclinaba la balanza de la fortuna.
Aquella noche Sila estaba ebrio, no de vino, sino de intenso júbilo:
—¡Os dais cuenta que soy un favorito de los dioses! Soy sin duda el más felix de
los hombres, no en el sentido de dichoso, pues con esta cara tan maltratada por
el dios Marte sería imposible serlo, pero sí porque siempre obtengo
inmejorables resultados, más allá de que la victoria me cueste mucho más que acualquier mortal. ¡Es que los dioses no hacen más que probarme, saben que no
los defraudaré! ¡Allá vamos Roma, no desesperes, que los días del reinado de los
cinnani están contados!
Cada día que regresaba de atender en su casa a mi abuela, Cecilia Metela,
Musa concluía cada una de sus noches recordando lo que durante casi diez años
había intentado olvidar. Mi abuelo vivía por aquel entonces en un apartamento,
un cenacula, parte de una insulae, que pertenecía a un familiar de su patronus,Marco Antonio. Allí compartía su vida con una pareja de esclavos griegos,
marido y mujer, que le habían sido obsequiados por el mismo Marco Antonio en
la época en que le concedió la ciudadanía. Sus nombres eran Ágata y Ambrosio,
rondaban ya la cuarentena y tenían dos hijos: Iris, una adolescente de catorce
años, y el pequeño Alteo de diez, todos ellos propiedad de Musa. También
pasaba los días libres junto al pequeño Arato, un niño ateniense que había
descubierto Musa en un prostíbulo, y que había logrado recoger de esa vida
desafortunada gracias a la gentileza del mismo Marco Antonio. Arato vivía entre
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la casa de los Celso y la de Musa y sería libre en cuanto mi abuelo ahorrase lo
suficiente como para poder liberarlo y adoptarlo.
Ya en aquella época la gran mayoría de las ínsulas tenían demasiados pisos,
divididos en estrechos apartamentos, en los que se vivía en un incómodo
hacinamiento. Como no tenían agua potable ni baños, los desperdicios se
acumulaban bajo las escaleras o se tiraban por las ventanas por la noche para
evitar acarrearlos, aunque los habitantes de Roma eran asiduos asistentes a los
baños públicos en donde podían asearse con total tranquilidad. Las mujeres
asistían por la mañana y los hombres por la tarde.
La ínsula de Musa era de bastante buena calidad. El edifico tenía sólo cuatro
plantas, incluida la planta baja en donde había varias tiendas y una única domus
muy digna perteneciente a un pedarii , un senador de aquellos que podían votar
pero no hablar en las sesiones del senado, por no tener la fortuna suficiente para
alcanzar una magistratura. Su nombre era Servio Atilio Rutilo, gran amigo y
cliente de primera categoría del famoso Marco Terencio Varrón, verdadero
polígrafo, escritor de obras disímiles, investigador incansable y senador de
rango ecuestre. Ambos apreciaban muchísimo a Musa, y solían recomendar sus
servicios a amigos y familiares, tal como había sucedido en el caso de Lucio
Cecilio Metelo. Musa vivía en la primera planta al frente, por lo que contaba conun balcón terraza en el que cultivaba una multitud de plantas medicinales. Se
levantaba muy temprano por la mañana, al alba, con el ir y venir de los carros
tirados por burros y bueyes que traían los alimentos y objetos para las tiendas y
vendedores ambulantes. La ínsula estaba ubicada justamente en un cruce de
caminos o encvrucijada, donde confluían varias esquinas y había una fuente
espléndida, con un Cupido alado montado sobre un gordo delfín de cuya bocaza
fluía un enorme chorro de agua. Allí acudían durante todo el día sobre todoniños y mujeres a llenar sus cántaros. Justo frente a su ínsula se encontraban los
baños públicos, lo que hacía aún más concurrida y entretenida la vista. El hogar
de Musa contaba con tres dormitorios, un estudio, un comedor o tablinum, una
pequeña cocina con su despensa, y un baño con su letrina y bañera con agua
corriente, un verdadero lujo para la urbe más habitada del mundo.
Ya habían transcurrido varios meses desde que Cecilia le solicitara a Musa sus
servicios; durante ese tiempo había efectuado el mismo recorrido, casi a diario,
para rehabilitar su pierna enferma. Había incluso ensayado una sencilla
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operación, que el brillante cirujano Erasistro Apolonio había realizado junto al
ahora ciudadano romano y cirujano en ascenso, Octavio Adelfos. Por fin estaba
listo aquel adminículo extensor que mantendría los músculos y tendones lo más
saludablemente estirados posibles, para evitar el desplazamiento de la cadera y
la deformación de la espalda, así como un par de calcei , unos zapatos
abotinados, cuyo pie izquierdo tenía un alza de varios centímetros para
equiparar la altura de ambas piernas.
Por aquellos días todas las horas de Musa se reducían a esperar los
encuentros y las charlas con mi abuela Cecilia. Pero el fin se acercaba; una
extraña angustia perturbaba la mente de mi abuelo, que no se atrevía a
confesarse a sí mismo las causas de esa confusa inquietud. Era feliz recordando
las palabras de Cecilia, la luz de sus ojos, el leve contacto con su piel. Día a día se
había permitido sólo admirarla, escucharla, provocar algún enojo, compartir el
mismo aire, su risa. Como de costumbre, cuando llegó aquella tarde Cecilia se
encontraba en el peristilo, con un rollo de papiro desplegado sobre su falda.
—Buenas tardes Cecilia.
—Buenas tardes Musa. ¿Sabes qué estoy leyendo? Algo de Quinto Ennio, no sé si
has leído aquel pasaje en el que Aquiles, el de los pies ligeros dice: ―Me veo
acosado por mil calamidades, por la enfermedad, el destierro y la miseria; así,tan abatido como estoy, que el miedo aparta de mí toda razón…‖ Pobre Aquiles,
con lo feliz que sería yo si tuviera mis pies tan leves como los de él, no podría
permitir que el miedo nublara jamás mi razón. La razón sólo puede ser nublada
por la locura o por la pasión de un gran amor. De qué modo extraño me miras
hoy Musa. ¿Crees que estoy loca?, le preguntó Cecilia.
—No, Cecilia, no lo creo, de ninguna manera. Los seres humanos debemos
intentar conservar siempre la razón por sobre cualquier sentimiento. La ira y elmiedo también suelen nublar la razón, no sólo la locura o el amor.
Musa se esforzó por sostener la mirada de Cecilia. Miraba sin verlos sus
hombros redondeados, su pecho elevándose en un suspiro.
—¿Y dónde están hoy Adelfos y Marco Acilio?
—Se han retrasado un poco, venimos de sitios diferentes, pero ya estarán al
llegar. Además quería preparar la pierna con algunos masajes antes de colocarte
los zapatos.
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Como cada vez que la visitaba, Cecilia se sentó en un pequeño diván que le
traían desde el triclinium y Musa comenzó a deslizar sus manos desde los pies
hasta la rodilla izquierda de Cecilia. Una angustia que trataba de alejar de su
mente se mezclaba con el placer que le producía el simple contacto de la piel
dorada de la muchacha.
—Me alegra que así sea. Estos días he pensado mucho en ti Musa. ¿Sabes que no
sé qué haré sin nuestras charlas, sin nuestras discusiones filosóficas y literarias?
Ayer di con un ejemplar de la Constitución de los atenienses, y me quedaba la
duda de si la escribió o no Aristóteles.
—En realidad es una obra colectiva, dirigida por Aristóteles, en la que
participaron todos sus discípulos y alumnos. Fue un proyecto muy ambicioso
que quedó inconcluso, pero su pluma sin lugar a dudas está allí…
—Pues he anotado unas líneas con respecto a aquello que se dice allí de la
esclavitud, unas palabras que pone en boca de Solón. Pásame por favor la
tablilla que está sobre la mesilla, Musa. Muchas gracias, dice así: ―A muchos
hombres que habían sido vendidos, unos sin justicia otros justamente, traje
hacia Atenas, su patria fundada por los dioses‖; y continúa: ― A los que aquí
mismo en vergonzosa esclavitud estaban, temblorosos ante la presencia de sus
dueños, los hice libres…‖ Mientras leía esto pensaba en qué justicia puede haberen quitarle la libertad a un hombre con la única razón de expandir las fronteras
de un imperio. ¿Es siempre la esclavitud vergonzosa, o hay una esclavitud
digna? ¿Es justo que la vida de hombres, mujeres, niños o ancianos sea puesta a
la venta? ¿Qué acto vergonzoso puede haber cometido un niño, por ejemplo,
para ser esclavo? ¿Qué hace a unos hombres esclavos y a otros amos? ¿Qué
piensas tú de la esclavitud, médico Musa?
—Es una circunstancia, Cecilia, sólo eso. Por alguna razón sus manos sedetuvieron mientras hablaba y los ojos de los dos se cruzaron. Musa se sintió
herido, incapaz de todo pensamiento.
Sin dejar de mirarle Cecilia le preguntó:
—¿Y dónde queda el destino, Musa?
—El destino es aquello de lo que hablamos cuando no somos capaces de explicar
la historia, contestó instintivamente.
—¿Y la voluntad?, contraatacó Cecilia cogiendo ambas manos de Musa y
acercando su rostro al de mi abuelo.
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Musa se quedó mudo, pero Cecilia habló por él:
—Te amo, Musa, lo dijo en voz muy baja, para que nadie que pudiera acercarse
de improviso pudiera escucharla, tanto que Musa no sabía si lo que había oído
era cierto o lo había imaginado.
Cecilia siguió hablando en un tono de voz muy bajo, intentando que su rostro
no dejase traslucir los que en verdad estaba diciendo.
—He dicho lo que crees que he dicho. Sigue con tu tarea, pero escúchame. Me
has dicho que no crees que esté loca, entonces atiéndeme. Sé que tú sientes lo
mismo que yo, Musa. No le demos más vueltas al asunto. ¿O es que ahora me
dirás que sólo has estado junto a mí todos estos meses para cumplir con tu
deber? ¿Por qué has venido cada día a hacer lo que tu asistente podría haber
muy bien hecho por ti? ¡Digas lo que digas estoy segura de que sientes lo mismo
que yo!
—Es que no me dejas decir nada Cecilia, pero si lo hicieras: ¿con qué derecho
podría yo decirte lo que siento? Tengo cincuenta y dos años… ¿y tú?
—Cumpliré veintiocho en unos meses.
— Vaya, creía que eras muchísimo más joven.
—Gracias, pero ya ves, la diferencia es bastante normal para la sociedad
romana.—Sería una locura…
—Una hermosa locura… Piensa en la alegoría del amor de Platón y respóndeme:
¿Acaso cada vez que tomabas dulcemente mi pie, como lo haces ahora, no te
recordaba que era tuyo, que fuimos una esfera celeste con dos caras, cuatro
piernas y cuatro brazos? ¿Acaso no te acuerdas que tú eras sol y yo tierra y
ambos unidos fuimos luna? ¿No recuerdas que no invocábamos entonces a
ningún dios, que nuestro ser en uno y en el otro nos bastaba contra todo y contra todos? ¿No te acuerdas de la ira del rayo de Zeus que nos separó, que no
pudo soportar la libertad de un cuerpo que se gozaba a sí mismo hombre mujer,
mujer hombre? ¿Seguiremos condenaremos a anhelarnos, ahora que por fin
hemos encontrado nuestra mitad perdida?
—Basta ya Cecilia, no me tortures más. Sabes que es imposible, tú…
—¿Yo qué? Sabes bien que no he perdido la razón, sino que estoy obrando en
consecuencia de ella, sabes que me amas pero no quieres confesarlo y te
comprendo. Pero no te seguiré en tu cobardía, en tu silencio, en tu temor. Que
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tú hayas nacido en Atenas ha sido otra circunstancia, tú lo has dicho, así como
que yo haya nacido en Roma. ¡Por favor, déjame hacer! La voluntad Musa,
tengamos valor para usar esa cuota de libertad que apenas nos queda.
Entonces mi abuelo le alzó la barbilla y le rozó los labios.
—¡Haz lo que quieras, Cecilia! ¿Acaso no es lo que pensabas hacer?
—Muy bien, pero ni se te ocurra escapar, pues correré al Subura con mi pie
nuevo, y te traeré nuevamente hasta mí.
Mi abuelo siguió con su tarea hasta que por fin Marco Acilio y Adelfos
llegaron con los esperados calcei , seguidos por la madre de Cecilia, Flavia.
—¡Aquí están tus nuevos pies, filia mea! ¡Qué maravilla de diseño habéis
logrado Musa! Me encantan. Los probaremos y luego veremos de hacer otro par
más. ¡Mira qué bonitos son Cecilia!
—¡Oh Adelfos, Os han quedado increíbles!, exclamó Cecilia.
—Gracias a ti, Cecilia, que tú has aportado tu propio boceto valiosísimo,
contestó Adelfos mientras se afanaba en la tarea de calzarla.
Entonces Cecilia se paró y cogió del brazo a Musa que no sabía cómo
disimular que se encontraba fuera de este mundo. Cecilia no hacía más que reír
y hacer reír a los demás con las poses de las distintas estatuas femeninas
famosas que adoptaba. Disfrutaba alegrando a sus espectadores, como si ledivirtiera escribir el guión de una sátira cuyo inicio todos, menos ella,
improvisaban, pero el final era inesperado inclusive para sí misma.
—Pues ahora todos a festejar este gran momento, dijo Flavia.
Los invitó a todos al triclinium a comer un refrigerio. Los tres hombres se
sentaron en un único triclinio y las mujeres en sillas.
—Le preguntaba hace un instante a Musa acerca de qué era la esclavitud, ―una
circunstancia‖, me ha respondido. Y sabéis qué, me ha gustado su respuesta.Eso significa, madre, que los dioses no deciden quién es o no esclavo, que en
nada se diferencia un esclavo de un hombre libre. Sí, médico Musa, la
esclavitud, como tantas otras cosas, es un mero accidente. Todos los que
estamos aquí somos iguales, la diferencia es una apariencia, un espejismo
inducido en virtud de un mero incidente. Deberían saberlo quienes van tras
Espartaco y dejarlo marchar en paz.
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—¿Es que no tiene usted algo para curar la insensatez, médico Musa? Tú haces
un mundo de cada palabra hija mía. ¿Cómo habríamos de dejar a esos esclavos
vagar en paz? ¡A veces creo que esta hija mía está un completamente loca!
En ese instante llegó desde la calle nada menos que el dueño de casa, Lucio
Cecilio Metelo, que ya había sido presentado a los médicos hacía tiempo, y que
tenía una excelente relación con Musa, con quien incluso solía pasear por el foro
y por las librerías del Argiletum y tomar alguna copa en la taberna de Voltumna.
—¿Loca mi niña? ¡Por Júpiter Flavia! ¡Cecilia es diferente, pero de ninguna
manera loca! Buenas tardes a todos. Perdonad que no haya podido llegar antes,
pero ciertamente hemos tenido una reunión justamente por el tema del que
estabais hablando.
Y acercándose a Cecilia la besó en ambas mejillas diciéndole:
—¡Qué bella estás hoy mi puella, tus ojos brillan como nunca; qué cara tan
romana tienes, si no fuera por esa maldita enfermedad ya estarías casada hace
mucho tiempo!
—¡Deja ya de consentirla, Lucio! Exclamó Flavia, medio en serio, medio en
broma. ¡Sabes tan bien como yo que si no se ha casado es porque espanta a los
hombres con esas extravagantes ideas que tiene en su cabeza! Pero lo peor,
médico Musa, es que no hay como callarla, que no siente miedo de nada ni denadie. Y la culpa de todo es de su padre, que nunca ha querido castigarla como
se merece. ¡Y no es porque a ti no te la haya jugado Lucio Cecilio, que te tiene de
hijo!
—¡Basta ya, mujer! ¿Es que no te parece suficiente castigo el que le han dado los
dioses? ¡Y a ti también te consiento, que ya has hablado demasiado y todavía no
te he castigado por ello! Y brindemos por la salud de nuestra hija y por el
magnífico trabajo que habéis hecho. Y eso había sido todo, o casi todo. Las mujeres se retiraron y Lucio Cecilio les
rogó a los tres hombres que lo esperasen un momento antes de partir y regresó
con dos esclavos cargando con algunos obsequios. En Roma en realidad no suele
pagarse un dinero fijo por las consultas o los tratamientos médicos, por lo que la
retribución queda un poco librada a la conciencia de los pacientes. Aunque, por
supuesto, hay cada vez más médicos que suelen exigir una paga por adelantado,
no era éste el caso de Musa. Lucio Cecilio obsequió a Musa tres libros y tres
pequeñas perlas que había traído de sus viajes en alguna campaña que había
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realizado a Oriente. También gratificó con una abultada bolsa en dinero
metálico a Adelfos y una más pequeña para Manio Acilio.
—Nos vemos entonces por el foro, amigos míos. Ha sido un placer conoceros, y
ya sabes Musa, que mi casa está abierta para cuando quieras visitarnos. De
todas formas ya tendrás que venir por aquí a ver cómo progresan esos calcei.
Una vez fuera, se sumaron a Lucio y Aulio que conversaban con el anciano
esclavo Egisto, que hasta hace unos años había sido el mayordomo de la domus,
pero que, debido a su edad avanzada, su única tarea había quedado reducida a
abrir la puerta de entrada. Musa se sentía desfallecer. ¿Por qué el tratamiento
no había durado toda la vida?
—Hasta la próxima, Egisto, cuídate mucho que todavía tienes una larga vida que
vivir, le dijo Aulio al esclavo.
—Ha sido un placer contar con tu compañía todo este tiempo, Egisto, añadió
Lucio.
—¡Qué suerte tiene usted, médico Musa, tiene unos muchachos increíbles!
Por alguna razón Egisto creía que los chicos eran hijos de Musa, y ya habían
decidido seguirle la corriente, pues no había forma de que entendiese que eran
sólo sus amigos.
—¡Ya lo creo Egisto! Cuídate mucho, y cualquier dolencia me avisas. Vamos mislictores, hacia las tierras del Subura, que hoy nos hemos demorado más de la
cuenta, y vuestra madre estará esperándoos.
Esa noche Musa no quiso ni comer, se recostó en un triclinio en el balcón a
ver pasar a los trasnochados de la ruidosa urbe con un vaso de vino de Falerno
que le había obsequiado su amigo Terencio Varrón. Recordó lo rápido que
habían pasado estos diez años desde que atravesara las murallas de esa enormeciudad, desde que Lucio Cornelio Sila desembarcara en Brindisi, desde que Dina
y sus hijos se transformaran en una dolorosa ausencia. Casi diez años de
soledad, seco de todo deseo, sobreviviendo por amicitia a los huérfanos de Aulio
Celso. Aulio Cornelio Celso, ese galo romano de abierto corazón que sólo pudo
resistir un par de años hasta acomodar por fin a su familia en una casa
verdadera, para que dejaran de ser por fin un eslabón más dentro de un
campamento romano. Aulio Celso había aceptado formar parte de los clientes de
Lucio Cornelio Sila, y así fue como se había transformado en romano, había sido
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el premio de toda una vida sirviendo a Roma. El pobre hombre había luchado
por su vida hasta el último instante, sin que Musa pudiera hacer nada por
retenerlo junto a los suyos. Murió sin saber los horrores que esa bestia con cara
de ángel llamada Crisógono llegó a cometer, inconsciente de la orden dada por
el propio Sila de que tiraran a su amado y corrupto favorito desde la roca
Tarpeya. Pero Musa sí vio morir a Crisógono, sin sentir ninguna pena por quien
había inventado y alentado las proscripciones silanas, para quedarse él mismo
con el dinero de los muertos, cuya culpa no había sido ser contrarios al régimen,
sino simplemente haber acumulado riquezas codiciables por otros más
corruptos que ellos.
No había un día en que Musa no pronunciase la palabra culpa. Culpa, culpa,
culpa. ¿Cómo había sido capaz de permanecer con vida después de tanto
horror? ¿Por eso el pasado lo torturaba de ese modo? ¿Por qué los gritos de los
miles y miles de degollados por Sila en el Campo de Marte, tras la batalla de la
Puerta Colina, retumbaban en su cabeza con mayor nitidez aún que su primera
noche, tras las puertas de Roma? No podía entenderlo hoy como no pudo
entenderlo entonces. Invitado por el propio Lucio Cornelio Sila, en un rincón,
tras las cortinas del senado reunido en la Curia juliana, pudo escuchar cuando
uno de los senadores le preguntaba:—Perdona Lucio Cornelio que te lo pregunte, nos gustaría saber, si la guerra ha
terminado, qué significan esos gritos que atraviesan la ciudad como si la batalla
aún continuase.
—Esos gritos que escucháis son los de los enemigos de Roma que están siendo
degollados por mis milites en la Villa Pública. ¡No os preocupéis, notables de
Roma, que no es más que el castigo a unos cuantos golfos! Por ahora me
conformo con unos tres mil de los doce mil, elegidos al azar, para que veáis queactúo con verdadera justicia y bondad. ¡Pero habrás más, muchos más, señores
senadores, arrancaremos sin piedad hasta el último forúnculo de esta infectada
ciudad hasta que quede limpia de traidores!
Lucio Cornelio Sila, que alcanzó el sobrenombre de Felix al regresar a Roma,
cumplió su promesa, hasta acabar con el último de sus enemigos. Tras apenas
un año de dictadura y otro de consulado, murió, por fin, como privatus, casi un
año después de entregar el poder. Antes intentó divertirse en su finca Puteoli
hasta el fin de sus días. Se rodeó de algunos de los ciento veinte mil soldados
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que le habían acompañado en sus últimos años, pues sabía que había cosechado
tanto amor como odio allí donde había gobernado y se atrincheró tras los muros
de su hogar. Eligió una hermosa y joven viuda, Valeria Mesala, con la que se
casó rápidamente para pasar el resto de su nueva vida. Se rodeó de actores y
mimos, músicos y efebos adorables en su retiro final, e intentó por fin ser feliz y
olvidar el horror del que había formado parte. Varias veces le envió a Musa
invitaciones para que le visitara en su nuevo hogar, pero Musa siempre
encontraba las excusas acertadas, enviando a algún otro médico de su confianza
en su lugar. Supo por ellos que ya no había forma de controlar la adicción a la
bebida de Lucio Cornelio. No hacía sino pensar y cometer bromas de mal gusto
y tener un comportamiento libertino y alejado de lo que se esperaba para un
romano de su altura. Por fin un día Marco Ateyo, que formaba parte de esos
cientos de soldados que protegían a su general, llegó a la casa de Musa con una
pequeña esquela de Lucio Cornelio. Sólo habían pasado tres años desde que
llegaran juntos desde Atenas.
—¡Qué gusto volverte a ver Marco Ateyo! ¿Me parece o has puesto algo de peso
desde que nos vimos la última vez?
—Gracias viejo Musa, para mí siempre es una alegría verte. Sí que he engordado
bastante, es la buena mesa, lejos del castrum y la disciplina militar…
—¿ Y qué te trae por aquí?
—Lo mismo que la última vez, pero de esta no te salvas Musa, tienes que venir
conmigo. Tengo órdenes de Sila de llevarte a su finca de Puteoli. Ya sabes todas
las veces que se te ha mandado invitación, y cómo has rehusado siempre,
mandando a otro en tu lugar. Lucio Cornelio está harto de tus desaires, y creo
que sabe que no le queda mucho tiempo. Yo te entiendo, pero sabes que debo
cumplir órdenes, así que lee la invitación de Lucio Cornelio y recoge lo quenecesites para atender al general.
—Gracias por la información Marco Ateyo, respondió Musa, y leyó:
“Musa: ven aquí a Puteoli, esta vez sí que me muero, haz que sea dulce y
pronto. Esta vez no tengo salvación. Si no te apuras los ardores que tengo, y
los gusanos seguirán envenenando mi espíritu y me llevaré muchas vidas más
conmigo. Podría también llevarme la tuya. No me mandes a nadie por ti
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porque le mataré. Estoy harto de esperarte. He soñado con mi hijo muerto.
Dice que ya es hora de que parta junto a él. Vente con Marco Ateyo ya.”
—Enseguida estoy listo, murmuró Musa, sabiendo que ya no tenía alternativa.
Durante el viaje al Puerto de Ostia, para embarcar de allí hacia Campania,
Ateyo contó a Musa muchas anécdotas desagradables sobre el estado de salud
mental de Lucio Cornelio. Tomaron por fin la Via Ostiensis y al llegar a Ostia se
sentaron sobre una escalinata a esperar la pequeña embarcación que los llevaría
hasta Puteoli.
—Qué pena me da este Puerto, Musa. Qué poco han hecho desde que Mario dejó
destrozada la ciudad.
—Es verdad Marco, todavía se pueden ver paredes cubiertas de hollín dejadas
por las llamas.
Una vez que tomaron el barco las charlas derivaron en la vida de los amigos
comunes, de los jóvenes Celso, de Adelfos y su compañera Pandora, hasta que
divisaron el puerto de Puteoli.
—¿Sabías Marco que en esta zona hace como cinco siglos había una importante
colonia griega llamada Dicearquia, que significa "el lugar donde reina la
justicia"?—Pues ojalá un poco de esa justicia llegara a la finca de Lucio Cornelio, Musa. Si
hay un ser que desconoce en este momento la justicia ese es Sila. Un día dice
que ya es hora de partir junto a su pequeño Lucio, y al otro se mete a querer
oficiar de árbitro con los puteolos. Mira que Lucio Cornelio ha estado muchas
veces cerca de la muerte, pero nunca ha estado tan cerca de la más atroz de las
locuras. Se hace llamar Epafrodito, comete todo tipo de desmanes, ha perdido
toda vergüenza y su crueldad no tiene límites. No sé cómo es posible que hayadejado embarazada a su mujer en semejantes circunstancias, o sí: se comenta
que la ha hecho acostar con el actor Metrobio frente a sus propios ojos. Se dice
que quiere dejar un hijo de Metrobio en la tierra que lleve su nombre, para que
el actor, que ha sido su amigo o su amiga más querida, nunca le olvide. Hasta
ahora ha mantenido oculto ese lazo prohibido, pero ahora que sabe que va a
morir no hay nada que lo detenga.
—Mucho de lo que me cuentas se comenta en Roma, pero uno nunca sabe
cuánto hay de verdad y cuánto de chisme en lo que llega.
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—Pues seguro que se quedan cortos con esos chismes. Es difícil permanecer al
lado de Lucio Corbelio en estos días. Sólo me mantiene a su lado el recuerdo de
los años que luchamos juntos coronados de aquel maravilloso triunfo ¿Lo
recuerdas Musa?
—Imposible olvidarlo, fue un espectáculo estremecedor, creo que lo que más me
impresionó fueron todos aquellos desterrados que habían regresado y recobrado
su ciudadanía, sus bienes, sus familias, marchando al son de ―¡Lucio Cornelio
Sila, Padre Salvador!‖
— Y el discurso final de nuestro general, enumerando todas aquellas victorias, su
coraje, y las muestras de afecto de la diosa Fortuna, el otorgamiento del
sobrenombre de Felix, el afortunado, por parte del Senado… ¡Cuanta dignitas
ha logrado Lucio Cornelio Sila Felix acabar como lo está haciendo!
—La verdad es que estuvo bastante arrogante en su discurso para mi gusto, pero
parece que esto es lo que más os place a los romanos…
—Pues yo ya no sé lo que me place Musa, cada vez me resulta más difícil
comprender la crueldad de Lucio Cornelio.
Una vez que llegaron a la finca de Sila, los acontecimientos se precipitaron de
tal modo que Musa se sintió una vez más un simple muñeco manejado por los
hilos del destino. Llegaron a primera hora de la mañana. Los alrededoresestaban fuertemente custodiados por grupos de milites, se respiraba un clima
tenso desde mucho antes de acceder a la domus. Al llegar a la puerta principal,
que estaba entreabierta, se podía ver gente variopinta por todas partes; en la
zona del ostium varios ciudadanos esperaban para tener una entrevista con Sila;
en el atrio un par de milites tenían sujeto a un hombre de semblante aterrado
que no hacía más que mirar hacia la puerta de la habitación de Lucio Cornelio
seguidos por un grupo de notables puteolos. Una vez que Marco Ateyo se hizoanunciar el propio Sila salió a recibirlo. Lucía una peluca rubia rizada ridícula,
sus ojos claros, de un color ya indescifrable, estaban delineados con stibium, su
rostro estaba cubierto por una gruesa capa de maquillaje como la que usaban los
actores de teatro, sus labios estaban pintados de color rojo carmesí, su cuerpo se
veía empequeñecido, flácido y encorvado. Apoyado en un bastón de mando de
oro intentaba alzar sus hombros con la magnificencia a la que estaba
acostumbrado, lucía una túnica de seda de color verde, que contrastaba con el
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blanco de los hombres togados que atiborraban el lugar así como con los
uniformes de los milites.
—¿Es cierto lo que ven mis ojos? ¡El mismísimo Musa en persona, por fin! Ven
aquí griego escurridizo, le dijo Sila mientras le daba un beso en cada mejilla.
Buen trabajo mi leal Marco Ateyo, sabía que por fin lo lograrías. Antes de ir a lo
nuestro os ruego que esperéis a que atienda estos distinguidos señores. Pues
bien puteolos –dijo dirigiéndose al grupo– veo que me habéis traído al famoso
estafador Granio.
— Así es Lucio Cornelio, no hay forma de hacerle pagar lo que le debe a las arcas
del erario público.
Uno de los soldados empujó al hombre a los pies de Sila poniéndolo de
rodillas y pateándole el trasero.
—¿Es cierto que estás esperando a que me muera para no tener que pagar a esta
ciudad lo que le debes?
—Lo único cierto, Lucio Cornelio Sila, es que no tengo el dinero que la ciudad
me exige, sabes que la guerra social nos ha dejado en la ruina…
—Dime Granio, sin vueltas, que no tengo tiempo para escuchar historias
lastimeras: ¿pagarás lo que le debes a mi amada Puteoli sí o no?
—Nada quisiera yo más que poder hacerlo, pero toda mi familia se encuentra enmi misma situación, lo hemos perdido casi todo, vivimos en una domus
prestada…
—¿Pagarás o no, Granio?
—No puedo…
—Entonces acércate Marco Ateyo y mátalo con tus propias manos, que no
quiero manchar mi domus de sangre.
—¿Cómo dices Lucio Cornelio?—¿Es que es tan difícil de entender mi orden? ¡Que lo estrangules aquí mismo
con tus manazas de una puta vez, centurión!
El hombre no se resistió, no imploró clemencia, no lloró. Los funcionarios que
habían venido a pedir el arbitraje de Sila no atinaban a entender lo que estaba
sucediendo. De acuerdo a las leyes romanas el hombre no merecía morir, acaso
sí ser esclavizado por deudas. Granio se giró hacia Marco Ateyo y lo miró con
una expresión indescifrable, como diciendo ―Hazlo ya‖. En una décima de
segundo Musa comprendió que Ateyo nunca había matado a un hombre con sus
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propias manos, tal vez habría ahorcado a enemigos con una soga tapándoles la
boca para no hacer ruido en algún asalto, pero jamás habría asesinado a un
privatus, porque Marco Ateyo no era un asesino. Por supuesto que habría
matado en nombre de Roma a pueblos enteros de hambre durante los sitios o
asedios, pero no era lo mismo matar a un inocente con sus propias manos. Musa
pensó que si Sila hubiese muerto unas horas antes el pobre Granio se hubiera
salvado. Finalmente Marco Ateyo se acercó a Granio, se agachó para coger su
cuello, murmuró una plegaria mientras su mirada buscaba el cielo atravesando
el hueco del compluvium y sus manos cumplían la orden de su superior.
—¡Júpiter Olímpico o como quieras ser llamado, otórgame la fuerza de tu rayo
inmortal!
Sus manos apretaron con tal ímpetu que en menos de un minuto el cuerpo de
Granio se agitó y se fue resbalando suavemente de los dedos del centurión, que
depositaron el cuerpo sin vida sobre el suelo para volver a mirar nuevamente a
su general. En ese preciso instante el rostro de Sila se congestionó como si se
estuviera ahogándose y un vómito de sangre salió disparado de su boca
ensuciando a uno de los prominentes hombres de Puteoli. Con su mano
derecha se arrancó la peluca rizada, mientras extendía el brazo izquierdo hacia
Musa. El medicus se acercó y comenzó a dar órdenes.—¡Traed una silla cómoda y palanganas! ¡Sentadlo para que no se ahogue con su
vómito!
Musa se puso a su lado y desde allí pudo ver una multitud de piojos de
tamaños diversos que caminaban y saltaban por la blanca piel de Sila; tomó
consciencia al acercarse de la irregularidad escamosa de su piel, plagada de
picaduras, ronchas y costras; pensó que poseía el aspecto de un cuero de reptil
cuyos trazos fuesen dibujados por un dios orfebre despiadado. Marco Ateyoestaba paralizado, pero sus ojos miraban a Musa con una agudeza que parecía
decirle: ―¡No le salves!‖. Pero no hubo tiempo para actuar, pues apenas le
sentaron Lucio Cornelio se incorporó con una ruidosa arcada que corrompió el
silencio expectante y volvió a arrojar sangre, esta vez sobre el cadáver de Granio.
Finalmente, dirigiendo su rostro hacia los notables puteolos que se habían
apretujado de terror, Sila dejó escapar su tercer vómito como último y salvaje
suspiro, arrojándose sin vida sobre ellos. Algunos gritaban, otros lloraban, un
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par de ellos tenían ataques de histeria. Musa se acercó al cadáver para escuchar
su pulso y sentenció.
—Lucio Cornelio Sila Felix nos ha abandonado.
En ese momento Musa miró a Marco Ateyo y pudo ver como el centurión
cerraba los ojos y algunas lágrimas rodaban por sus mejillas. Después de todo,
pensó el médico, las enfermedades que azotan el cuerpo se reflejan en la mente
produciendo la locura. Allí se encontraban las causas de que Lucio Cornelio, que
en su juventud había sido un hombre bello, simpatico, agradable, inteligente,
popular, querido por el pueblo y amado por sus milites por su resistencia y
valor, así como por su generosidad, hubiera terminado sus días transformado en
ese monstruo capaz de nombrarse dictador, de arrogarse a sí mismo el derecho
a la vida y la muerte sobre cualquier persona, de arrasar ciudades, de confiscar
todas esas propiedades que luego había repartido entre sus amigos, histriones,
meretrices, tocadores de lira… “Aquí yace Lucio Cornelio Sila, el mejor amigo
de sus amigos, el peor enemigo de sus enemigos” hizo poner en su epitafio, en
su sepulcro en el Campo de Marte.
El dictador que lo trajo a Roma, pensó Musa antes de dormirse, había muerto
ya hacía unos cinco o seis años, mientras él, Antonio Musa, con ese nombre
prestado por un romano, él, cuyo cuerpo debería haberse secado junto a supropio espíritu, allí estaba, vivo, con más de medio siglo sobre sus espaldas y
una vida acabada, estremeciéndose ante el amor de una mujer a la cual casi
doblaba en edad, esperando lo inesperado.
Apenas mi abuelo Musa se había retirado de la domus de los Cecilio Metelo,
mi abuela Cecilia se había acercado al despacho de su padre.
—Padre, necesito hablar contigo.—Claro, hija, dime.
—Tú sabes que hasta ahora no he querido casarme con ningún hombre que me
lo haya pedido, por distintas razones.
—¿Razones? A ti no te van las razones, hija, lo tuyo son las sin razones.
—No bromeo, padre. Si tú hubieras estado en mi lugar seguramente hubieras
hecho lo mismo que yo. Todos ellos eran tan ignorantes que pensaban que
podría traer al mundo niños enfermos o deformes, cuando tú y yo sabemos que
mi enfermedad es fruto de esa epidemia estival que ataca tanto a ricos como a
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pobres, y que no la traemos al nacer si no que nos ataca en la niñez o en la
primera juventud.
—Lo sé. A propósito, he hablado mucho con Antonio Musa sobre el tema, y me
ha tranquilizado muchísimo: si te casas no engendrarás niños enfermos.
—Muy bien, de eso se trata padre: quiero casarme.
—¡Caramba! ¿Y quién es el afortunado?
—En primer lugar quiero que sepas que él no me ha pedido que sea su esposa,
nunca se atrevería a hacerlo, por lo tanto quiero que seas tú el que se lo pidas a
él.
—Hija mía, es que ¿de verdad por fin tendré que darle la razón a tu madre y te
has vuelto completamente loca? Vamos por partes: ¿es él soltero?
—Posiblemente viudo.
—¿Muy mayor?
—No lo sé padre, pero es bastante mayor que yo.
—Supongo que será romano.
—Lo es, pero no ha nacido en Roma.
—No será un liberto.
—No, jamás ha sido esclavo.
—¡Ay hija, me estoy temiendo lo peor!—Mírame a los ojos padre: no me casaré con ningún otro hombre que no sea él,
no tendré hijos con ningún otro hombre que no sea él. Si no me autorizas
lucharé hasta que…
—¿Quién es él? Confirma mi sospecha filia meus.
—Puedes leerlo en mis ojos padre.
Y Cecilio Metelo leyó lentamente en los amados ojos de mi abuela Cecilia el
nombre que temía, también descubrió que no era locura sino amor la fuente desu luz.
— Antonio Musa, respondió Lucio Cecilio Metelo
—O sólo Musa.
—Tu madre enloquecerá.
—¿Aún más?
Aquella tarde el clima era inmejorable. Cecilia convenció a su madre para
realizar una cena en el jardín, bajo las galerías. La luz de algunas antorchas y el
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aroma de las hierbas y las flores daban marco a una velada que quería ser
perdurable. Sólo dos personas, Cecilio Metelo y mi abuela Cecilia, conocían la
verdadera trama de la historia. Musa había recibido una esquela que decía:
“ Mi querido Musa: te esperamos a cenar hoy, a la hora duodécima. Ven solo,
te haremos acompañar a tu regreso. Cecilia Metela” .
Y allí se dirigió aquella tarde mi abuelo Musa, solo. Antes de llegar a la domus
de los Cecilio Metelo se detuvo en la esquina, miró al cielo, inspiró y espiró. Se
esperaba lo peor. Durante el trayecto del Subura al Palatino imaginó que a lo
mejor debería dejar Roma por un tiempo, que muchos de sus pacientes creerían
que había sido capaz de seducir a la joven Cecilia, pero una confianza ciega en
Cecilia le hacía sentir una vaga alegría.
Como sólo eran cuatro personas dispusieron la mesa con un triclinium en el
centro en el que se sentaron Lucio Cecilio a la derecha y Musa a la izquierda, y
las dos mujeres a los lados, Flavia a la derecha y Cecilia Metela a la izquierda,
cada una en una silla, pues por aquella época aún no estaba bien visto que las
mujeres se reclinaran en sillones a la hora de comer. Hablaron de Homero, del
fantasma de Helena, del poeta Ennio, de las diferencias y coincidencias entre los
dioses griegos y los dioses romanos.
A una gustatio de huevos, alcaparras, aceitunas, dátiles, trocitos secos degarum, pistachos, un exquisito ephippium de paté de aceitunas negras y queso
con hierbas, acompañado con tiernas hogazas de pan y mosto hervido con
mucha miel rebajado con agua, siguió una entrada de unos delicados porros
cum colicolorum, puerros envueltos en hojas de col y pierna de cerdo con
cebada junto a diversas ensaladas. Le sirvieron con los platos principales un
vino que Musa reconoció como un Falerno de excelente calidad, lo cual lo relajó
aún más, sobre todo considerando que los romanos patricios solían tener tresclases diferentes de vinos, de peor a mejor, de acuerdo con la calidad de los
invitados a su mesa; semejantes atenciones no podían significar nada malo. A la
hora del postre los ánimos estaban relajados; mi abuela Cecilia estaba exultante,
tan bella a la luz de las antorchas, con sus mejillas sonrosadas por los tenues
calores de un Dionisio sutil. Por fin llegaron los postres: dátiles rellenos de
frutos secos, pimentados y caramelizados con miel, y tyropatinam, ese flan
romano exquisito de leche de cabra, aromatizado con pimienta y miel, adornado
con pasas y nueces.
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—Padre: ¿hablas tú o hablo yo?
—Como tú quieras hija. Yo creo que tú eres más divertida que yo, así que
adelante Cecilia mía.
—Bien, escuchadme los tres, por favor. Y sobre todo tú, madre.
—¡Ay, que te conozco Cecilia! Cuando haces que la gente agudice sus oídos es
porque te traes una tormenta en ciernes.
—Escucha madre: es muy simple lo que quiero decirte. Cumpliré muy pronto
treinta años, una edad muy avanzada para que una romana continúe soltera. De
todos los posibles hombres que han querido ser mis maridos ninguno me ha
parecido aceptable, o bien porque ellos no me merecían a mí o bien porque tal
vez yo no los merecía a ellos. He encontrado al único hombre al que soy capaz
de amar, el único hombre que sé que no temerá engendrar hijos cojos conmigo,
si es que aún me fuera posible engendrarlos. Con este hombre puedo hablar de
Safo, de Ennio, de Sófocles, de Platón, de hierbas egipcias y mesopotámicas, de
Polibio y de Hipócrates, y decir y preguntar sin temor a que me crean excéntrica
o peor aún demente. No lo dejaré ir. Y no pienses que ha hecho nada por
seducirme, ni siquiera yo misma he hecho nada por seducirle, simplemente es el
hombre que he esperado sin saberlo desde que tú me has dado vida. ¡No lo
dejaré marchar, me colgaré cojeando de su cuello hasta el fin del mundo!Mi abuelo Musa sentía que su cuerpo abandonaba su mente, no estaba seguro
si caía o si subía, pero mientras Cecilia hablaba, casi sin darse cuenta, le había
tomado la mano, como si temiera que fuera a evaporarse de su vista en
cualquier momento.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué sabes tú de todo esto Lucio Cecilio Metelo?
—Sé que nuestra hija está dispuesta a casarse con Antonio Musa, de forma
unilateral y absoluta, y que ya es demasiado mayor y ha tenido una vida bastante desgraciada con su enfermedad como para darle más vueltas al asunto.
Ha sido nuestra única hija que ha sobrevivido, la vida o los dioses han querido
que se nos murieran dos hijos varones, uno al nacer y otro en la guerra. A
nuestro Lucio no le ha dado tiempo de casarse siquiera, así que me parece una
opción aceptable. Lo que me gustaría saber es qué piensa nuestro amigo
Antonio Musa de todo esto.
Musa habló sin soltar la mano de Cecilia, que a su vez sostenía la suya
infundiéndole valor, con la voz ahogada por la turbación:
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— Yo creía que no había ya nada que pudiera desear en el mundo, pues todo
aquello que amé y que me amó lo había perdido. Sin embargo, desde que conocí
a vuestra hija, no he hecho más que luchar contra un sentimiento que creo que
no merezco. Nada me haría más feliz que vivir junto a Cecilia el resto de mi vida,
si vosotros permitís que ella sea mi esposa.
Y hubo más exclamaciones, hasta gritos, cruces de palabras, apretones de
manos, abrazos, y un beso furtivo en el portal. Los esclavos cuchicheaban por
los pasillos y reían, y corrían a dar la buena nueva al amigo de Musa, el griego
Epícteto. Lo cierto es que cuando Musa bajó para partir hacia su casa en el
Subura le esperaban en el vestíbulo Epícteto para darle la enhorabuena y dos
jóvenes esclavos de confianza de los Cecilio Metelo que lo acompañarían a su
casa. Los dos muchachos eran griegos, Oto y Eneo, así que fueron conversando
por el camino en su lengua natal. Los pies de Musa tenían alas, volaban, como
su espíritu.
—¿Sabéis cuál fue el primer dios que fue concebido sobre la Tierra, según
Hesíodo?
—No Musa, dinos, dijo Oto, el mayor de los dos.
—Fue Amor. Porque al Caos siguió la Tierra inmensa, el cimiento de todas las
cosas, y junto a ella nació Amor, el más antiguo de todos los dioses, y de todosellos el que más felicidad da a la Humanidad; porque no existe, compatriotas
míos, mayor alegría que poseer un amor y ser poseído por él. No hay
nacimiento, ni honores, ni riquezas capaces de inspirar tanto sentir como el
Amor. Inspira hasta la vergüenza del mal y el deseo del bien.
—¡Que viva Amor!, replicó Eneo.
Esa noche Musa se asomó a su balcón y a las estrellas de Roma pensando que
no había nada que ocupara su ser más que el deseo de ser libre de decirle aCecilia que la amaba desde siempre, desde que descubrió su mirada por primera
vez, desde que escuchó su valor y su dolor ante un mundo que jamás aceptaría
ni la aceptaría. Miró el cielo de aquella tumultuosa urbe como si lo descubriese
por primera vez a través de su necesidad de Cecilia. Desesperado por contarle,
por pedirle que no sufriera, que recordara aquel pasaje del Fedro de Platón
sobre que era posible que si, por una especie de encantamiento, un estado o un
ejército pudieran componerse de amantes y de amados, no habría pueblo que
llevase más allá el horror a causar la pena o la muerte del otro y se reducirían a
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la búsqueda de la felicidad del otro. Los seres amantes, unidos de este modo,
podrían vencer al mundo entero, porque no hay ser en el mundo tan cobarde a
quien el amor no inspire el mayor valor y no lo haga semejante a un héroe. Y
pidió perdón a todos sus recuerdos porque si algo no deseaba Musa aquella
noche era morir.
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