adolescencia de rubén darío

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Adolescencia de Rubén Darío Sentado en las gradas de las cuatro esquinas de la Calle Real, junto a un libro del baúl de su tía abuela, Rubén Darío tocaba su acordeón con la esperanza que alguna de las muchachas del centro pasara y le regalara al menos una sonrisa. Leía en voz alta durante horas con los pies en la cabecera de su cama o bajo la sombra del jícaro en el patio de la casa, donde a veces se acercaba su mascota, una gallina india. Ese aire romántico y solitario en el sopor de la tarde leonesa no se alejaría de aquel adolescente, pero Darío, el hijo de Rosita Sarmiento y Manuel García, era muy popular en la ciudad donde muchos le auguraban un futuro grandioso. A los diez años supo que Rosa Sarmiento era su madre legítima, porque siempre pensó que sus padres eran el coronel Félix Ramírez “El Bocón” Madregil y Bernarda Darío que había perdido una hija y empezó a criar a Rubén como si fuera propio. A su propio padre que continuó en León entre mujeres y alcohol, le llamaba tío. Su abuelo, un coronel liberal que recibía cada noche bajo las farolas de León a un grupo de amigos departía sobre la vida nacional en años de gobierno conservador y doña Bernarda que bañaba, vestía y alimentaba a aquel niño flaco y cabezón, lo tenía siempre cerca, aún frente a las visitas. “En las tertulias nocturnas estaba a su lado y cuando le venía el sueño se acostaba en sus faldas, porque tenía miedo de ir solo a su aposento. Le enseñaba las oraciones acostumbradas y lo llevaba a misa a San Francisco”, escribió Juan de Dios Vanegas, 15 años después de la muerte del poeta. Desde muy pequeño fue conocido como “el poeta niño”, a los vecinos les encantaba escuchar sus improvisaciones, llegó a frecuentar mucho la casa de las hermanas del obispo Ulloa que lo invitaban a comer dulces a cambio de versos. Darío también aprendió a hacer epitafios y escribía en papelitos versos que tiraban desde una granada cuando pasaba la procesión de Domingo de Ramos frente a la casa de la tía Bernarda y eso no es una leyenda, pero se cuenta como si lo fuera. El muchacho creció entre las cuatro esquinas de la Calle Real y los telares Bonilla, una calle arenosa y poco transitada, donde en compañía de sus vecinos jugaba rayuelas, trompos,

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Page 1: Adolescencia de Rubén Darío

Adolescencia de Rubén Darío

Sentado en las gradas de las cuatro esquinas de la Calle Real, junto a un libro del baúl de su tía abuela, Rubén Darío tocaba su acordeón con la esperanza que alguna de las muchachas del centro pasara y le regalara al menos una sonrisa. Leía en voz alta durante horas con los pies en la cabecera de su cama o bajo la sombra del jícaro en el patio de la casa, donde a veces se acercaba su mascota, una gallina india. Ese aire romántico y solitario en el sopor de la tarde leonesa no se alejaría de aquel adolescente, pero Darío, el hijo de Rosita Sarmiento y Manuel García, era muy popular en la ciudad donde muchos le auguraban un futuro grandioso.

A los diez años supo que Rosa Sarmiento era su madre legítima, porque siempre pensó que sus padres eran el coronel Félix Ramírez “El Bocón” Madregil y Bernarda Darío que había perdido una hija y empezó a criar a Rubén como si fuera propio. A su propio padre que continuó en León entre mujeres y alcohol, le llamaba tío. Su abuelo, un coronel liberal que recibía cada noche bajo las farolas de León a un grupo de amigos  departía sobre la vida nacional en años de gobierno conservador y doña Bernarda que bañaba, vestía y alimentaba a aquel niño flaco y cabezón, lo tenía siempre cerca, aún frente a las visitas. “En las tertulias nocturnas estaba a su lado y cuando le venía el sueño se acostaba en sus faldas, porque tenía miedo de ir solo a su aposento.

Le enseñaba las oraciones acostumbradas y lo llevaba a misa a San Francisco”, escribió Juan de Dios Vanegas, 15 años después de la muerte del poeta. Desde muy pequeño fue conocido como “el poeta niño”, a los vecinos les encantaba escuchar sus improvisaciones, llegó a frecuentar mucho la casa de las hermanas del obispo Ulloa que lo invitaban a comer dulces a cambio de versos. Darío también aprendió a hacer epitafios y escribía en papelitos versos que tiraban desde una granada cuando pasaba la procesión de Domingo de Ramos frente a la casa de la tía Bernarda y eso no es una leyenda, pero se cuenta como si lo fuera.

El muchacho creció entre las cuatro esquinas de la Calle Real y los telares Bonilla, una calle arenosa y poco transitada, donde en compañía de sus vecinos jugaba rayuelas, trompos, chibola, botones, bolihoyo, chocolón, pirinolas, cuepas de cera, volaban lechuzas o cometas y hacían otros tantos juegos, advierte Vanegas. También iba al atrio de San Francisco, pero Darío sabía que ahí podría estar el capitán Vílchez, un tipo de “seis  cuartas de estatura, una cara a medio hacer, la boca torcida, los ojos entrecerrados, el pelo gris, liso, la piel terrosa, las piernas cortas, una más que la otra, y los brazos del mismo largo que las piernas” y a quien el muchacho le tenía pavor, describiría Alfonso Valle, otro contemporáneo del poeta. Su genialidad conocida desde entonces no le impidió ser un niño travieso como casi todos. Dicen algunos biógrafos que Darío se ponía la ropa que conservaba la tía Bernarda de su difunta hija o las botas y espada del coronel Ramírez.

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Una vez Darío pidió a sus amigos que improvisaran un escenario en el patio de la tía Bernarda. Los muchachos reunieron algunas tablas a regañadientes, pero aprovecharon el acto para invitar a algunas amigas del vecindario. Darío apareció con un traje militar de su ya difunto padrino el Coronel y empezó en voz alta a declamar versos heroicos que parecían ser suyos, sólo esa vez lo escucharon gritar tan alto, escribió Valle. Sin embargo, el niño fue creciendo de una manera especial, poco a poco fue alejándose del grupo de niños y encontró una nueva pandilla entre los poetas jóvenes que alquilaban el cuarto de la tía Bernarda, un grupo de estudiantes y escritores que debatían sobre literatura y libros, la gran pasión de aquel niño precoz. Fidelina Santiago tenía once años cuando entre las andanzas de su padre por diferentes países, encontró finalmente un hogar en Chinandega, donde su familia administraba un hotel. Darío tendría quince años cuando apareció sorpresivamente y le besó la mano sin su permiso en la entrada del local.

Le dijo que llegaba como El Quijote a “enderezar entuertos”, es decir, convencer a Narcisa Mayorga que volviera a arreglarse con su novio Francisco Castro. Darío llegó a caballo desde León al hotel de la familia Santiago en un acto de lealtad a sus dos amigos, pese a que es muy posible que se tratara de la misma Narcisa a quien le había escrito el poema “Lo que yo te daría”. Castro fue indudablemente uno de sus mejores amigos, le dedicó “como una prueba de amistad sincera” uno de sus primeros poemas llamado “Al mar”, pero también fue el galán que le quitó un par de amores. Una entrevista a Fidelina Santiago, citada en un artículo del académico Carlos Tünnermann Bernheim, revela que meses después de aquel encuentro Darío entró por el patio trasero y fue descubierto por la muchacha que lo llamó “intruso”, a lo cual el poeta replicó “pero tu mamá me quiere”.

En esos días, mientras Fidelina lavaba ropa, Darío se acercó y le pidió que le lavara el alma. Por alguna razón fue castigada por su padre y el poeta sólo se pudo despedir desde la ventana llamándola Carlota Corday, una girondina que había asesinado a un líder de la revolución francesa y fue convertida en personaje literario por varios autores. Las dos visitas al hotel de los Santiago mostraron a un muchacho con una vida social muy intensa, siempre estaba rodeado de amigos, admiradores e incluso huéspedes del hotel que se acercaban para escucharlo recitar poemas de otros autores y propios. Ya desde entonces Darío bebía demasiado, recuerda su Carlota Corday. Después de esa visita el poeta partió a El Salvador y cuando se reencontraron en 1883, el poeta le preguntó a la muchachita si podía reconocerlo, porque pensaba que la viruela le había transformado el rostro. La amistad permaneció toda la vida, Darío era entonces un poeta que ofrecía sueños de gloria, pero no tenía una educación formal. Fidelina comenzó una relación con Francisco Castro, el gran amigo de Darío, un prometedor muchacho que llegaría a ser ministro de José Santos Zelaya. Los tres se mantuvieron leales y la pareja se convirtió en una de las principales organizadoras de los recibimientos que tuvo el

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poeta en Nicaragua publicadas ya sus grandes obras. En su autobiografía dice que aprendió a leer a los tres años, sus contemporáneos Vanegas y Valle  afirman que fue con su vecina Jacoba Tellería donde recibió sus primeras letras. También estudió en la escuela Zaragoza. Vanegas dice que “los vecinos veían al Coronel, con el niño en los brazos, cruzando la calle hacia la escuela”. Félix Ramírez, murió cuando Darío tenía apenas cuatro años. Después fue pupilo del poeta leonés Felipe Ibarra.

Su escuela estaba en el barrio San Sebastián y dividía a sus alumnos en grupos de diez por banca, en la primera fila se sentaba Darío. El poeta niño era más bien un alumno honorario, según Valle que se sentaba también en la banca de Darío en la escuela de Ibarra. Llegaba cuando quería y en lugar de sentarse con los demás, se quedaba conversando o leyendo con el maestro, era en la tarde cuando habían terminado las clases que buscaba a sus compañeros para jugar. Muy temprano, en la adolescencia, empezó a frecuentar a los estudiantes que su tía tenía de inquilinos y participó de los debates sobre literatura, las lecturas y recitales en aquella pensión, ahí  leyó por primera vez su extenso poema “El Libro”.

El académico Carlos Tünnermann, explica que Darío ya publicaba desde los doce años en El Porvenir de Rivas que dirigía José Dolores Gámez y a los catorce años estaba organizando su primero libro. Comenzó a escribir gran parte de su propio puño y letra en un cuaderno escolar bajo el título “Poesías y Artículos en Prosa” con material recopilado entre 1879 y 1882, este texto probablemente lo regaló el poeta antes de partir hacia El Salvador por primera vez y estuvo perdido durante muchos años hasta después de su muerte, fue publicado póstumamente en 1967 y el original se encuentra en la casa natal y museo del poeta en León. El manuscrito de 121 páginas dividido en tres partes “Poesías Varias”, “La Cegua: Leyenda fantástica popular nicaragüense” y una tercera parte que es una colección de sonetos y recortes de periódicos con poemas publicados y pegados a las hojas del cuaderno. Tünnermann explica que Darío escribía según la gramática de Andrés Bello, lo cual se nota por el uso de las íes latinas en lugar de griegas y las jotas en lugar de ges.

El joven poeta pensaba que al publicar el libro tendría tanto impacto que podría ganar una beca para ir a Europa como era su gran sueño, tenía deseos de conocer personalmente a los grandes poetas franceses y españoles. Casi a punto de lograrlo, la fama de Darío llegó a Managua y fue propuesto por los liberales para estudiar en España e invitado a declamar en el Congreso, pero el genio adolescente sin tacto político ni experiencia en la arena nacional, fue víctima de su propia inocencia adolescente. Tünnermann explica que le negaron la beca a España porque había publicado “El Libro”, un poema influenciado por el laicisismo y anticlericalismo de las tertulias nocturnas de sus abuelos y además declamó sus primeras Décimas, donde sin ningún rubor loaba al liberalismo opositor.

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Era presidente de la República y del Congreso Joaquín Zavala y Pedro Joaquín Chamorro Alfaro, respectivamente, y eran los 30 años conservadores. Por supuesto, le negaron toda oportunidad al muchacho y dicen que el mismo Chamorro Alfaro lo llamó y le dijo que si así escribía contra la religión de sus padres en Nicaragua, si lo mandaban a Europa terminaría peor. En 1882 después de esta gran decepción, parte haica El Salvador, de donde regresó un año después con viruela, pero la falta de tacto político o su efervescente convicción provocó nuevos traspiés.

Otro artículo contra el Gobierno y un alto funcionario público impreso en La Tribuna le llevó a un juicio por vagancia en 1884 donde lo condenaron a hacer horas de servicio público. El alcalde de policía se hizo amigo de Darío en este tiempo, lo llevó a sus visitas a las escuelas y lo nombra maestro de un centro nocturno de artesanos, pero las torpezas del poeta no solamente fueron políticas, aunque no por eso menos memorables. En una fiesta leyó un poema que el anfitrión consideró una indirecta y lo expulsó de la casa, en otra celebración en León derramó una bandeja llena de copas de champaña sobre Fidelina Santiago.

Al día siguiente, el poeta para compensar el daño, puso dos ramos de flores en la ventana de su musa, pero el padre de la muchacha expulsó al torpe enamorado de la casa. Pese a todo, era impensable obviar su presencia en todo evento cultural de importancia. Lo invitaron a la inauguración del Ateneo, la inauguración de la Escuela Nocturna de Adultos de San Sebastián, a una velada del Hospicio de Huérfanas e incluso la inauguración del Teatro Municipal de León en 1885. Ya desde 1880 su grupo de amigos poetas crearon la revista El Ensayo donde Darío publicó en el primer número el poema de amor “Desengaño” en cuartetas clásicas. El poeta Francisco Ibarra dijo “este panzón nos va a pegar a todos”. Tünnermann expresa que el ambiente literario de León, su formación autodidacta y los estudios con los jesuitas, le dieron la oportunidad de recibir las herramientas poéticas que vendría a perfeccionar más tarde a pesar de la poca formación escolar.

En esos pocos años de escuela conoció también a Luis H. Debayle, su compañero de clases con los jesuitas y una persona vital en su futuro y agonía. Siendo también tan enamoradizo, no se le conoce una novia oficial en León, pero en 1883 terminaría teniendo un doble golpe de suerte, conocería en Managua a su garza morena, Rosario Murillo y comenzaría a trabajar en la Biblioteca Nacional, donde pudo tener acceso a miles de libros finamente seleccionados por su primer director. Eso lo llevarían a pulir su genio poético hasta el aburrimiento, a los 19 años decidió explorar nuevos rumbos, en Chile.