accion y aventura

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accion y aventuras

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El Arca de la Alianza, el objetosagrado más preciado de lahumanidad, encierra un poderextraordinario que corre el peligrode ser utilizado para el mal. IndianaJones, profesor de arqueología yaventurero intrépido, tiene queadelantarse a los nazis por cualquiermedio. Armado con un látigo yacompañado por una hermosamujer, Indiana Jones, desafiandotodos los peligros y trampas que letienden sus poderosos adversarios,viaja de Nepal a Egipto, incansableen la búsqueda de su objetivo.

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La historia, en la que se combinanmaravillosamente el amor, lasaventuras y ciertas fuerzassobrenaturales, tiene un desenlacesorprendente.

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Campbell Black

En busca del arcaperdida

ePub r1.0

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Ishamael 20.08.13

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Título original: Raiders of the lost arkCampbell Black, 1981Traducción: Soledad Silió GalánDiseño de portada: Hans Romberg

Editor digital: IshamaelePub base r1.0

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De repente, la noche se llenó de cohetesde fuego que salían silbando del Arca,columnas de fuego que dejaban aturdidala oscuridad, llamaradas que abrasabanlos cielos. Un círculo blanco de luzformó un anillo deslumbrante alrededorde la isla, una luz que hizo brillar elocéano y le arrancó corrientes deespuma, haciendo subir la marea en laoscuridad.

La luz, era la luz del primer día deluniverso, la luz de lo nuevo, de lascosas que acaban de nacer, era la luzque hizo Dios: la luz de la creación.

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SUDAMÉRICA, 1936

La selva tenía un verdor oscuro,secreto, amenazador. La poca luz que sefiltraba entre la barrera de ramas ybejucos retorcidos era pálida, de un tonolechoso. El aire, pegajoso y pesado,formaba un muro de humedad. Lospájaros chillaban aterrorizados, como side pronto se hubieran visto atrapados en

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una inmensa red. Insectos de brillometálico se escurrían entre los pies, y seoían los gritos de los animales ocultosentre el follaje. Era un sitio tanprimitivo, que podría haber sido unlugar perdido, un punto que no figurabaen los mapas, y al que nadie llegaba…el fin del mundo.

Ocho hombres iban abriéndosecamino despacio por un estrechosendero, parándose de cuando en cuandopara cortar los bejucos colgantes o darun tajo a una rama. A la cabeza delgrupo iba un hombre alto, con unachaqueta de cuero y un sombrero defieltro. Detrás de él, dos peruanos, que

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miraban con desconfianza la selva, ycinco indios quechuas asustados, yluchando con la pareja de burros quellevaban los bultos y provisiones.

Al hombre que dirigía el grupo lellamaban Indiana Jones. Era un hombremusculoso, que hacía pensar en unatleta, todavía no muy lejos de su mejormomento. Tenía una barba de variosdías, sucia y rubia, y el sudor le corríapor la cara, una cara que podía habersido guapa, pero poco expresiva, másbien fotogénica. Pero ahora, unaspequeñas rayas alrededor de los ojos yen las comisuras de la boca cambiabanalgo esa belleza casi sosa, y daban a su

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cara más profundidad, más carácter. Eracomo si el entorno de su experienciahubiera empezado, poco a poco, adefinir sus rasgos.

Indy Jones no se movía con tantasprecauciones como los dos peruanos; suconfianza hacía que pareciera que allí elindígena era él, y no los otros. Pero eseaire tan decidido no le impedía estaralerta. Sabía lo bastante como paramirar de cuando en cuando a un lado y aotro, casi sin que se notara, en espera deque la selva descubriera en cualquiermomento una amenaza, algún peligro. Larotura repentina de una rama, el crujidode las maderas podridas eran para él las

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señales, los puntos por los que se guiabapara medir el peligro. Algunas veces separaba, se quitaba el sombrero, sesecaba el sudor de la frente, y sepreguntaba qué era lo que le fastidiabamás, la humedad o los nervios de losquechuas. Con excesiva frecuenciahablaban entre sí, como en rápidosestallidos de su extraño lenguaje, unlenguaje que a Indy le recordaba lossonidos de los pájaros de la selva, lascriaturas del impenetrable follaje, lasbrumas intermitentes.

Miró a los dos peruanos, Barranca ySatipo, y se dio cuenta de lo poco queconfiaba en ellos y lo mucho que los

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necesitaba para conseguir lo que queríasacar de aquella selva.

Vaya tropa, pensó. Dos peruanosfurtivos, cinco indios aterrorizados, ydos burros que no quieren andar. Y yoaquí de jefe, que más me valía llevaruna pandilla de boy-scouts.

Indy se volvió hacia Barranca y,aunque estaba seguro de saber larespuesta, preguntó:

—¿De quién están hablando losindios?

Barranca pareció enfadarse:—¿De qué están hablando siempre,

señor Jones? De la maldición. Siemprela maldición.

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Indy se encogió de hombros y miró alos indios. Comprendía sussupersticiones, sus creencias y, hastacierto punto, no le molestaban nada. Lamaldición, la antigua maldición de losguerreros del templo de Chachapoyan.Los quechuas se habían criado entreella; formaba parte de sus creencias.

—Diles que estén tranquilos.Barranca. Diles que no les va a pasarnada.

El ensalmo de las palabras. Sesentía como un curandero queadministrara un suero que todavía no seha probado. ¿Cómo diablos podía élsaber que no iba a pasarles nada?

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Barranca miró un momento a Indy, yluego habló con dureza a los indios que,de momento, quedaron en silencio, unsilencio que no pasaba de ser miedoreprimido. Una vez más, Indy sintiósimpatía hacia ellos: unas cuantaspalabras de consuelo no podían borrarsiglos de superstición. Volvió a ponerseel sombrero, y empezó a andar despaciopor el sendero, mientras le asaltaban losolores de la selva, olores de cosas quecrecían y de otras que estabanpudriéndose, restos de animalescuajados de gusanos, maderas yvegetación descompuesta. Podría unopensar en sitios mejores que éste, se

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dijo para sus adentros, sí, sitios másagradables que éste.

Y luego empezó a acordarse deForrestal, a imaginárselo pasando hacíaalgunos años por ese mismo sendero, apensar cómo le herviría la sangre alacercarse al templo. Pero Forrestal, pormuy buen arqueólogo que fuera, no habíavuelto nunca de su viaje a aquel lugar, ytodos los secretos que pudiera guardarel templo seguían encerrados allí. PobreForrestal. Ir a morir en aquel sitiodejado de la mano de Dios era unmaldito epitafio. Y no era el que Indydeseaba para sí mismo.

Continuó andando por el sendero,

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seguido por el resto del grupo. Allí laselva formaba un cañón, y la sendacorría a lo largo de la pared, como unavieja cicatriz. Del suelo subían ahoraalgunas brumas, vapores que él sabía seharían más espesos, más densos, amedida que avanzara el día. Ésasnieblas quedaban encajadas en el cañón,casi como telas de araña tejidas por losárboles mismos.

Un enorme guacamayo, con tantoscolores como el arco iris, soltó unchillido entre la maleza y voló hasta losárboles, asustándole. Y los indiosempezaban otra vez a hablar, agesticular como locos con las manos, a

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pincharse unos a otros. Barranca sevolvió y los hizo callar con una orden,pero Indy sabía que cada vez iba a sermás difícil poder dominarlos. Podíanotar su inquietud, igual que notaba lahumedad que se le pegaba a la carne.

Aparte de eso, los indios lepreocupaban menos que su desconfianza,cada vez mayor, en los dos peruanos.Sobre todo Barranca. Era como uninstinto físico, algo en lo que siempreconfiaba, una intuición casi constante alo largo del viaje. Pero ahora se hacíamás fuerte. Estaba seguro de que erancapaces de cortarle el cuello por unoscuantos cacahuetes salados.

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Pero ya no puede estar muy lejos, sedijo.

Y al darse cuenta de lo cerca queestaba del templo, al comprender locerca que estaba del ídolo de loschachapoyan, volvió a sentir el mismoarrebato de siempre: la realización deun sueño, una promesa que se habíahecho a sí mismo, algo a lo que se habíacomprometido cuando todavía era unnovato en arqueología. Era comoretroceder quince años, recobrar esasensación de asombro tan familiar, laobsesión de llegar a comprender lospuntos oscuros de la historia, que era loque primero le había entusiasmado de la

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arqueología. Un sueño, pensó. Un sueñoque toma cuerpo, que pasa de ser algonebuloso a ser algo tangible. Y ahorapodía notar la proximidad del templo,sentirla en sus mismos huesos.

Se paró para escuchar a los indiosque hablaban otra vez. Ellos también losaben. Saben lo cerca que estamosahora. Y les da miedo. Echó a andar. Lapared del cañón estaba cortada por losárboles. El sendero apenas se distinguía;estaba ahogado por las plantastrepadoras, por las hierbas bulbosas quese arrastraban por encima de las raícesque, a su vez, parecían más bien plantasnacidas de esporas traídas por el viento

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que habían ido a caer en aquel sitio.Indy empezó a dar golpes con sucuchillo de hoja ancha, moviendo elbrazo a un lado y otro, y cortando todolo que le estorbaba como si las plantasno fueran más que papeles fibrosos.Maldita selva. No se podía permitir quela naturaleza, ni aun en su estado mássalvaje, le derrotara a uno. Cuandoterminó, estaba empapado de sudor y ledolían los músculos. Pero se sintió agusto al ver el desbroce de plantas yraíces que habían hecho. Y luego vioque la bruma se estaba haciendo másdensa; no era una niebla fría, sino algoque nacía del mismo sudor de la selva.

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Respiró hondo, y avanzó por el pasilloabierto.

Tuvo que volver a tomar aliento alllegar al final del sendero.

Allí estaba.Allí, a lo lejos, envuelto en la

espesura de los árboles, el templo.Por un momento, se sintió cogido en

los extraños engranajes de la historia,una sensación de permanencia, unacontinuidad que hacía posible quealguien llamado Indiana Jones estuvieravivo en el año 1936 y pudiera ver unaconstrucción que otros hombres habíanlevantado dos mil años antes.Asombrado. Sobrecogido. Algo que te

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hacía sentir humilde. Pero ninguna deesas palabras podía describirlo. Nohabía palabra adecuada para expresaresa emoción.

Durante unos momentos no pudodecir nada.

No hacía más que mirar el edificio,y pensar en la energía que había hechofalta para levantar una estructura así enel corazón de una selva despiadada. Lasvoces de los indios le hicieron volver ala realidad, y vio que tres de ellosechaban a correr por el sendero, ydejaban a los burros. Barranca habíasacado la pistola, y se disponía adisparar sobre los indios, pero Indy le

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agarró por la muñeca, le bajó un poco lamano, y obligó al peruano a mirarle.

—No —dijo.Barranca fijó sus ojos en Indy.—Son cobardes, señor Jones.—No los necesitamos —dijo Indy

—. Y tampoco necesitamos matarlos.El peruano bajó la pistola, miró a su

compañero Satipo, y se volvió haciaIndy.

—¿Y sin los indios, señor, quién vaa llevar las provisiones? Satipo y yo nonos contratamos para hacer trabajos deésos, ¿no?

Indy contempló al peruano, laterrible frialdad que tenía en sus ojos.

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No podía imaginarse que aquel hombresonriera alguna vez. No podía imaginarque la luz en algún momento se abrierapaso hasta el alma de Barranca. Indyrecordaba haber visto antes esos mismosojos muertos: en un tiburón.

—Dejaremos las provisiones. Encuanto tengamos lo que hemos venido abuscar aquí, podemos volvernos alavión al anochecer. No necesitamos lasprovisiones.

Barranca jugaba nervioso con lapistola.

Un tío aficionado a darle al gatillo,pensó Indy. Para él, tres indios muertosno habrían significado absolutamente

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nada.—Guarda el arma —dijo Indy—. No

me gustan las pistolas, Barranca, amenos que sea yo el que tiene el dedo enel gatillo.

Barranca se encogió de hombros ymiró a Satipo; algo se habían dicho, sinhablar, entre ellos. Indy sabía queesperarían el momento que lesconviniese. Harían la jugada a su debidotiempo.

—Métela en la funda, ¿eh? —dijoIndy.

Miró a los dos indios que quedaban,que estaban acorralados por Satipo.Tenían una expresión de miedo como si

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estuvieran en trance; podían haber sidozombis.

Indy se volvió hacia el templo, y locontempló, saboreando el momento. Laniebla era cada vez más densa, unaconspiración de la naturaleza, como si laselva se propusiera guardar sus secretospara siempre.

Satipo se inclinó y sacó una cosa dela corteza de un árbol. Levantó la manopara enseñársela a Indy. En la palmatenía un dardo diminuto.

—Hovitos —dijo Satipo—. Elveneno está todavía fresco, no tendrámás de tres días, señor Jones. Deben deestar siguiéndonos.

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—Si supieran que estamos aquí, yanos habrían matado —contestótranquilamente Indy.

Cogió el dardo. Tosco, peroefectivo. Pensó en los hovitos, en sulegendaria ferocidad, su histórico amoral templo. Eran lo bastantesupersticiosos para mantenerse alejadosde él, pero estaban igualmente decididosa matar a cualquiera que pretendieseacercarse.

—Vamos allá —dijo—. Vamos aterminar con todo esto.

Tuvieron que volver a cortar y a dargolpes, abrirse paso entre la maraña debejucos, arrancar las plantas trepadoras

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que crecían por el suelo, como cepos alacecho. Indy sudaba, se detuvo unmomento, con el cuchillo colgando a unlado. Vio de reojo que uno de los indiosestaba apartando una gruesa rama.

Fue el grito lo que le hizo darse lavuelta, con el cuchillo en la mano. Elgrito salvaje del indio lo que le hizolanzarse sobre la rama, justo en elmomento en que el quechua, dandoalaridos, echaba a correr por la selva.El indio que quedaba le siguió,chocando, sin saber lo que hacía, contralas ramas llenas de espinas y las plantas.Desaparecieron los dos. Indy,sosteniendo el cuchillo, levantó la rama

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que tanto había aterrorizado a los indios.Estaba dispuesto a lanzarse sobre lo quepudiera haberlos asustado, dispuesto aclavarle el machete. Apartó la rama.

Allí estaba, entre los jirones deniebla.

Esculpido en piedra, intemporal,como la expresión de alguna espantosapesadilla, era la figura de un demoniochachapoyan. Lo contempló un momento,vio la maldad de aquella cara inmutable,y comprendió que lo habían puesto allípara guardar el templo, para espantar acualquiera que pudiera acercarse. Unobra de arte pensó, y quiénes podríanhaber sido sus creadores, qué sistema de

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creencias tendrían, y qué clase de terrorreligioso capaz de inspirar una estatuatan horrible. Hizo un esfuerzo poralargar la mano y tocar al demonio en elhombro.

Luego se dio cuenta de otra cosa,algo que era aún más impresionante queaquella cara de piedra. Más misterioso.

El silencio.El incomprensible silencio.Nada. Ni pájaros, ni insectos. Ni una

brisa que moviera los árboles yarrancara algún sonido. Un vacíoabsoluto, como si todo en aquel sitioestuviera muerto. Como si todo hubieraquedado inmovilizado, reducido al

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silencio por una mano impía ydestructora. Se tocó la frente. La teníafría, un sudor frío. Fantasmas, pensó.Éste sitio está lleno de fantasmas. Era elsilencio que uno se imagina tenía quehaber antes de la creación.

Se aparto de la figura de piedra,seguido por los dos peruanos, queparecían ahora muy sumisos.

—¡Por Dios!, ¿qué puede ser eso?—preguntó Barranca.

Indy se encogió de hombros.—Alguna chuchería. ¿Qué va a ser si

no? ¿No sabías que todos loschachapoyan tenían que tener una en sucasa?

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Barranca parecía estar de malhumor.

—A veces se toma usted las cosasdemasiado a la ligera, señor Jones.

—¿Hay otra forma de tomárselas?La niebla se arrastraba, se

enroscaba, parecía agarrarse a lascosas, como si quisiera echar a los treshombres hacia atrás. Indy intentabamirar entre las brumas, distinguir laentrada del templo, adornada con frisosprimitivos que el tiempo había cubiertode vegetación, arbustos, hojas,enredaderas. Pero lo que más leintrigaba era la entrada misma, redonday abierta, como la boca de un cadáver.

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Se acordó de Forrestal, metiéndose poraquella boca oscura, cruzando el caminohacia la muerte. Pobre hombre.

Barranca no apartaba los ojos de laentrada.

—¿Y cómo podemos fiarnos deusted, señor Jones? Nadie ha salidovivo de ahí. ¿Por qué vamos a tenertanta fe en usted?

Indy sonrió.—¡Ay, Barranca, Barranca, ya

debías haber aprendido que algunasveces hasta un miserable gringo dice laverdad! —Sacó un trozo de pergaminodoblado que llevaba en el bolsillo de lacamisa. Miró a los dos peruanos. Su

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expresión estaba bien clara, tenían carade avaricia. Indy se preguntaba a quiénle habrían cortado tan bien el cuellocomo para que aquellos dos villanos sehubieran quedado con la otra mitad—.Esto, Barranca, es lo que va a ocuparsede vuestra fe.

Extendió el pergamino en el suelo, ySatipo sacó del bolsillo otro trozo igualy lo colocó junto al de Indy. Los dostrozos casaban perfectamente. Por unmomento, nadie dijo nada; Indy sabíaque se había dado paso a ladesconfianza, y esperaba, con losnervios tensos, a ver qué ocurría.

—Bueno, amigos —dijo—. Somos

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socios. Tenemos lo que podríamosllamar necesidades comunes. Tenemosen las manos un plano completo de laplanta del templo. Hemos conseguido loque no había conseguido nadie. Y ahora,suponiendo que este pilar señale laesquina…

Antes de poder terminar la frase vio,como en una película lenta, queBarranca cogía la pistola. Vio cómo sumano agarraba la culata del arma… yentonces se movió. Indiana Jones semovió más de prisa de lo que el peruanopodía haber imaginado; fue algo tanrápido que resultó borroso, una parodiade la imagen; se apartó de Barranca y

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sacó un látigo de debajo de su chaquetade cuero. Sus movimientos se hicieronvertiginosos, un alarde de fuerza ydestreza, brazo y látigo parecían ser unamisma cosa, simple extensión el uno delotro. Restalló el látigo en el aire, y viocómo se enroscaba en la muñeca deBarranca. Dio un tirón hacia abajo paraapretarlo aún más, y la pistola sedisparó sola contra el suelo. En elprimer momento, el peruano no semovió. Miró asombrado a Indy, con unamezcla de confusión, dolor y odio, conrabia de verse humillado por otro máslisto que él. El látigo empezó luego aaflojarse, y Barranca echó a correr hacia

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la selva, detrás de los indios.Indy se volvió hacia Satipo. El

peruano levantó las manos.—Por favor, señor. Yo no sabía

nada, no sabía nada de este plan. Estabaloco. Es un loco. Por favor, señor,créame.

Indy se quedó mirándole unmomento, luego movió la cabeza yrecogió los trozos del mapa.

—Puedes bajar las manos, Satipo.El peruano pareció más tranquilo y

bajó los brazos.—Tenemos el plano de la planta —

dijo Indy—. ¿Qué es lo que estamosesperando?

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Y se volvió hacia la entrada deltemplo.

Lo que se notaba era el olor de lossiglos, los olores encerrados por añosde silencio y oscuridad, la humedad quepenetraba de la selva, las plantaspodridas. El agua goteaba del techo yresbalaba por entre los musgos quecrecían allí dentro. El camino estaballeno de los pequeños ruidos de losroedores que escapaban. Y el aire erasorprendentemente frío, el de un sitiodonde nunca entraba el sol, la sombraperpetua. Indy iba delante de Satipo,

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escuchando el eco de sus propiaspisadas. Ruidos extraños, pensó.Perturbadores de los muertos… y por unmomento tuvo la sensación de estardonde no debía y en un mal momento,como si fuera un ladrón, un salteador,alguien que quiere causar daño a lo quelleva tanto tiempo en paz.

Conocía muy bien esa sensación, lade estar haciendo algo malo. Y no era laque le gustaba sentir, porque era comotener a un invitado pelmazo en una cenaque por lo demás estaba muy bien. Veíamoverse su sombra a la luz de laantorcha que llevaba Satipo.

El pasadizo torcía a medida que iba

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penetrando en el interior del templo.Indy se paraba de cuando en cuandopara mirar el mapa a la luz de laantorcha, tratando de recordar todos losdetalles del plano. Tenía ganas debeber, notaba la garganta seca y lalengua abrasada, pero no queríadetenerse. Le parecía llevar un relojmetido en la cabeza, y que su tic-tac ibadiciéndole: No tienes tiempo, no tienestiempo…

Los dos hombres pasaban junto aunas repisas excavadas en los muros.Indy se paraba en algunos momentospara examinar los objetos que estabancolocados en esas repisas. Separaba con

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ojos de experto los que le interesaban ylos guardaba en el bolsillo. Monedas,pequeños medallones y piezas decerámica que pudiera llevar consigo.Sabía bien lo que tenía valor y lo que nolo tenía. Pero todos ellos eran nadacomparados con lo que realmente habíavenido a buscar: el Ídolo.

Ahora andaba más de prisa, y elperuano corría detrás de él, jadeandopara no distanciarse. De repente se paró,dando un respingo.

—¿Por qué nos hemos parado? —preguntó Satipo, con una voz como situviera los pulmones ardiendo.

Indy no contestó, se había quedado

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helado, casi sin respiración. Satipo,asustado, se acercó a él, e iba a tocarleen el brazo, pero la mano se le quedótambién helada a medio camino.

Una tarántula negra subía por laespalda de Indy, con una lentitudaterradora. Indy sentía las patas que ibanavanzando hacia la piel desnuda delcuello. Esperó unos segundos que leparecieron interminables, hasta que elbicho se le puso en el hombro. Veía elpánico de Satipo, notaba las ganas quetenía de dar un grito y escapar de unsalto. Sabía que tenía que actuar conrapidez, pero sin provocar la huida deSatipo. Con un movimiento suave, alzó

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la mano hasta el hombro, y de un golpelanzó lejos a la araña. Con unasensación de alivio, empezó otra vez aandar, pero pronto oyó un gritoentrecortado del peruano, y vio otrasdos arañas en el brazo de Satipo.Instintivamente, Indy soltó un latigazo,lanzó a los bichos al suelo y los aplastócon las botas antes de que pudieranescabullirse en las sombras.

Satino estaba pálido, parecía que seiba a desmayar. Indy le agarró, y lesostuvo por el brazo hasta verle yarecuperado. Luego el arqueólogo señalóhacia el fondo del pasillo, hacia unacámara pequeña, alumbrada por un

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único rayo de luz que entraba por unagujero del techo. Las tarántulas yaestaban olvidadas; Indy sabía que leesperaban otros peligros.

—Ya basta, señor —dijo Satipo—.Vámonos.

Pero Indy no contestó. Tenía la vistafija en la cámara, y estaba dándolevueltas a una idea, tratando de meterseen la mente de quienes habían construidoel templo hacía ya tantos años. Suponíaque habrían querido proteger el tesoro.Habrían puesto barreras y trampas, paraasegurarse de que ningún extrañopudiera nunca llegar hasta el corazón deltemplo.

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Fue acercándose a la entrada,avanzando con la precaución instintivadel cazador que huele el peligro en elaire, que lo siente antes de haberdescubierto cualquier síntoma. Seagachó, palpó el suelo a su alrededor,encontró un tronco grueso, lo arrastró, yluego, acercándose un poco más, lanzóel tronco dentro de la cámara.

Por un instante, no pasó nada. Luegose oyó un débil chirrido, un crujido másfuerte, y las paredes de la cámaraparecieron abrirse como gigantescasestacas de metal, las mandíbulas de unimposible tiburón, que fueron a cerrarsesobre el centro de la cámara. Indiana

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Jones sonrió, admirado ante el trabajode los constructores del templo, elingenio que habían necesitado paraimaginar aquella horrible trampa. Elperuano soltó un juramento en voz baja,y se santiguó. Indy estaba a punto dedecir algo, cuando vio que había unacosa clavada en las grandes picas. Nonecesitó más de un momento paracomprender qué era lo que habíaquedado atravesado por las afiladaspuntas.

Forrestal.Mitad esqueleto. Mitad carne. La

cara, conservada en forma grotesca porla temperatura de la cámara, reflejaba

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todavía el dolor y la sorpresa, como sila hubieran dejado allí para servir deescarmiento a cualquiera que sintiesedeseos de entrar en la habitación.Forrestal, empalado por el pecho y laingle, con manchas negruzcas de sangreen su sahariana, manchas de muerte.¡Jesús!, pensó Indy. Nadie mereceríauna muerte así. Nadie. Por un momentosintió tristeza.

Te equivocaste, chico. Estabas fuerade tu ambiente. Debías haberte quedadoen el aula. Indy cerró un momento losojos, entró luego en la cámara, sacó losrestos del hombre de las puntas de laspicas, y dejó el cadáver en el suelo.

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—¿Conocía usted a esa persona? —preguntó Satipo.

—Sí, le conocía.El peruano volvió a santiguarse.—Señor, yo creo que sería mejor no

seguir adelante.—No vas a echarte atrás por tan

poca cosa, ¿no es verdad, Satipo?Indy permaneció un rato callado. Vio

que las picas de metal empezaban aretirarse y se encajaban otra vez en lasparedes de donde habían salido. Estabaasombrado ante la simplicidad delmecanismo, un mecanismo tan sencillo ytan mortal.

Indy sonrió al peruano y le dio unos

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golpecitos en el hombro. Sudaba a todosudar y estaba temblando. Indy entró enla cámara, sin perder de vista las picas,que tenían otra vez las puntas clavadasen los muros. Pasado un momento, elperuano, refunfuñando y hablando en vozbaja, le siguió. Atravesaron la cámara ysalieron a un corredor recto, de unosquince metros de largo. Al fondo delcorredor había una puerta, iluminada porel sol que entraba por arriba.

—Estamos cerca —dijo Indy—, muycerca.

Volvió a consultar el mapa antes dedoblarlo, tratando de no olvidar losdetalles. Pero no echó a andar en

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seguida. Sus ojos recorrían el lugar enbusca de más trampas, más cepos.

—Parece seguro —dijo Satipo.—Eso es lo que me escama, amigo.—No hay nada —dijo el peruano—.

Vamos.Satipo, que de repente tenía mucha

prisa, dio unos pasos.Y luego se paró, al ver que su pie

derecho resbalaba sobre la superficiedel suelo. Cayó hacia adelante, dando ungrito. Indy agarró al peruano por elcinturón, y tiró de él hacia atrás. Satipose dejó caer en el suelo, agotado.

Indy observó el suelo que habíapisado el peruano. Eran telas de araña,

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toda una extensión de viejas telarañas,sobre las que se había depositado unacapa de polvo que daba la impresión deser el suelo. Se agachó, cogió unapiedra, y la dejó caer sobre lastelarañas. No se oyó nada, ningún ruido,ningún eco.

—Tiene que ser muy hondo —comentó Indy.

Satipo, que continuaba sin aliento,no contestó.

Indy contempló las telarañas y lapuerta iluminada que estaba al otro lado.¿Cómo se puede cruzar un espacio, unpozo, en el que no existe un suelo?

—Señor, yo creo que nos volvemos

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ya, ¿no?—No, yo creo que seguimos

adelante.—¿Cómo? ¿Poniéndonos alas? ¿Es

eso lo que está pensando?—No hacen falta alas para volar,

chico.Sacó el látigo y miró al techo. Había

varias vigas encajadas en él. Claro quepodían estar podridas. Pero tambiénpodían estar lo bastantes fuertes comopara soportar su peso. Merecía la penaintentarlo. Si no daba resultado, habríaque decirle adiós al ídolo. Lanzó ellátigo hacia arriba, vio que seenganchaba en una de las vigas, y luego

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tiró de él para probar si aguantaba.Satipo movió la cabeza.—Está usted loco.—¿Se te ocurre otra cosa mejor?—El látigo no puede aguantarnos. La

viga se va a partir por la mitad.—Líbreme Dios de los pesimistas

—dijo Indy—. Líbreme Dios de losincrédulos. Tú confía en mí. Haz lo queyo haga, ¿estamos?

Indy se agarró con las dos manos allátigo, volvió a tirar de él para hacerotra prueba, y luego se lanzó despaciopor el aire, sin olvidar en ningúnmomento el suelo ilusorio que teníadebajo, la oscuridad del pozo que se

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abría debajo del polvo y las telarañas,la posibilidad de que fallara la viga, sesoltara el látigo, y entonces… pero notuvo tiempo de pensar en cosas tantristes. Se balanceó agarrado al látigo,sintiendo cómo cortaba el aire con elcuerpo. Siguió colgado hasta estarseguro de haber saltado hasta más alláde los bordes del pozo, y luego se dejócaer al suelo. Lanzó el látigo al peruano,que dijo algo entre dientes en español,algo que Indy estaba seguro tenía unsignificado religioso. Se preguntaba sien algún lugar del Vaticano podría haberun santo, patrono de los que teníanocasión de viajar en látigo.

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Vio que el peruano aterrizaba a sulado.

—¿No te lo dije? Es mejor que ir enautobús.

Satipo no dijo nada. A pesar de lapoca luz que había, Indy veía que estabapálido. Encajó en una hendidura de lapared el puño del látigo.

—Para el viaje de vuelta. Yosiempre hago viajes de ida y vuelta.

Satipo se encogió de hombros, y losdos cruzaron la puerta, y entraron en uncuarto grande, abovedado, con variostragaluces en el techo por donde entrabael sol que iluminaba las baldosasblancas y negras del suelo. Y luego Indy

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vio algo al otro lado de la cámara, algoque le dejó sin aliento, le produjo unaimpresión y un placer que no era capazde describir.

El Ídolo.Colocado sobre una especie de altar,

con un aspecto fiero y al mismo tiempohermoso, su cuerpo de oro brillaba a laluz de la antorcha y con los rayos del solque entraban por el tejado, el Ídolo.

E l Ídolo de los guerreroschachapoyan.

Lo que sintió entonces fue unirresistible deseo de echar a correr porla cámara y tocar aquella belleza, unabelleza rodeada de obstáculos y

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trampas. ¿Y cuál sería la trampasorpresa reservada para el final? ¿Quéclase de trampa sería la que rodeaba alpropio ídolo?

—Voy a entrar —dijo.El peruano, entonces, vio también el

ídolo, pero no dijo nada. Se quedómirándolo, con una expresión deavaricia que hacía comprender que yano le importaba nada como no fueraponerle las manos encima. Indy leobservaba, diciéndose: Ya lo ha visto.Ha visto lo bonito que es. No puedofiarme de él. Satipo estaba a punto deatravesar el umbral cuando Indy ledetuvo.

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—¿Te acuerdas de Forrestal?—Sí que me acuerdo.Contempló el complicado dibujo de

baldosas blancas y negras, tratando decomprender por qué estarían colocadasde aquella forma. Junto a la puerta habíados viejas antorchas metidas en unosroñosos soportes de metal. Cogió una deellas, tratando de imaginarse la cara dela última persona que la había tenido ensus manos; el paso del tiempo… algoque nunca dejaba de asombrarle era quelos objetos más vulgares duraran siglosy siglos. Encendió la antorcha, miró aSatipo, se agachó, y apretó una de lasbaldosas blancas con el extremo que no

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estaba encendido. Dio unos golpes.Sólida. Ni eco ni resonancia ninguna.Muy sólida. Luego golpeó una de lasbaldosas negras.

Todo ocurrió antes de que pudieraretirar la mano. Un ruido, el sonido dealgo que pasaba zumbando por el aire,algo que producía un silbido por lavelocidad que llevaba, y un dardopequeño se clavó en el mango de laantorcha. Apartó la mano. Satipo dio unsuspiro, y señaló luego hacia el interiorde la cámara.

—Venía de allí —dijo—. ¿Ve ustedese agujero? El dardo ha salido de allí.

—Veo cientos de agujeros —

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contestó Indy.La cámara entera estaba agujereada

como una colmena, llena de pequeñascavidades oscuras, cada una de ellascargada con un dardo, que se disparabaen cuanto se apretase una de lasbaldosas negras.

—Quédate aquí, Satipo.El peruano volvió la cara despacio.—Si se empeña.Indy, con la antorcha encendida, fue

avanzando con precaución, pisando sólolas baldosas blancas, y saltando porencima de las negras. Veía su sombrareflejada en las paredes a la luz de laantorcha, y no se olvidaba de los

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agujeros, ahora medio iluminados, quecontenían los dardos. Pero lo que más leatraía era el ídolo, su extraña belleza,cada vez mayor a medida que seacercaba, su brillo que parecíahipnotizarle, la enigmática expresión desu cara. Qué raro, pensó; quincecentímetros de alto, dos mil años acuestas, un montón de oro con una caraque difícilmente podría uno decir que esbonita y, sin embargo, una cosa que hacea los hombres perder la cabeza, matarsepor ella. Pero le hipnotizaba, y tuvo queapartar la vista. Tengo que concentrarmeen las baldosas, se dijo. Sólo en lasbaldosas. No mirar más que eso. Y no

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permitir que me falle el instinto.En el suelo, sobre una de las

baldosas blancas, atravesado por losdardos, había un pájaro muerto. Sequedó mirándolo, sobrecogido al pensarque fuera quien fuera el que habíaconstruido el templo y había preparadolas trampas, no habría sido tan tontocomo para ponerlas sólo en las baldosasnegras: igual que un comodín en unabaraja, por lo menos una de las baldosasestaría envenenada.

Por lo menos una.¿Y si había además otras?Vaciló; sudaba, sentía el calor del

sol que entraba por el techo, el calor que

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despedía la llama de la antorcha. Pasócon cuidado, sin tocar el pájaro muerto,mirando las baldosas blancas que leseparaban del ídolo, como si cada unade ellas fuera un enemigo en potencia. Aveces, pensó, la precaución sola nosirve para nada. A veces no te llevas elpremio si andas con dudas, si no tedecides a correr el último riesgo. Laprecaución tiene que ir acompañada dela suerte, pero entonces tienes que saberal menos con qué probabilidadescuentas. La vista del ídolo volvió aarrastrarle. Le magnetizaba. Y se dabacuenta de que tenía detrás a Satipo,mirándole desde la puerta, y pensando

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sin duda en traicionarle.Hazlo, se dijo. ¡Qué demonios!,

hazlo, y manda a paseo lasprecauciones. Empezó a moverse con lagracia de un bailarín. Se movía con laextraña elegancia de un hombre quesorteara cuchillas. Ahora cada baldosapodía ser una mina, una carga deprofundidad.

Avanzó de lado, evitando lasbaldosas negras, y con miedo de que supeso disparara el mecanismo que haríaque el aire se cuajara de dardos. Yaestaba más cerca del altar, más cercadel ídolo. El premio. El triunfo. Y latrampa final.

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Volvió a pararse. Su corazónparecía volverse loco, notaba los latidosdel pulso, la sangre que le ardía en lasvenas. El sudor que le caía de la frente yse escurría por los párpados, le cegaba.Se lo limpió con el dorso de la mano.Unos pocos pasos más, pensó. Unospocos pasos más.

Y unas cuantas baldosas más.Empezó a andar otra vez, levantando

y bajando las piernas despacio. Sialguna vez había necesitado guardar elequilibrio, era ahora. El ídolo parecíahacerle guiños, tentarle.

Otro paso.Otro paso.

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Alargó la pierna derecha, y tocó laúltima baldosa blanca que había delantedel altar.

Lo había conseguido. Lo habíahecho. Sacó un frasco del bolsillo, lodestapó, y echó un buen trago. Éste melo merezco, pensó. Volvió a guardar elfrasco, y miró al ídolo. La últimatrampa. ¿Cuál podría ser la últimatrampa? El riesgo final.

Estuvo un buen rato pensativo,tratando de imaginarse qué habría hechoél de haber sido uno de los queconstruyeron el templo, de los queinventaron sus defensas. Alguien llegaaquí para llevarse el ídolo, lo que

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significa que tiene que levantarlo, tieneque quitarlo de encima de esa losa depiedra en que está, tiene, materialmente,que cogerlo.

¿Y entonces qué?Entonces cualquier mecanismo que

hay debajo del ídolo acusa la falta depeso, y dispara… ¿qué? ¿Más dardos?No, tenía que ser algo peor. Algo queresultara aún más mortal. Volvió apensar; su mente trabajaba a toda prisa,tenía los nervios en tensión. Se inclinópara mirar de cerca la base del altar.Había trozos de piedra, polvo, tierra,todo lo que se había acumulado allídurante siglos. Tal vez, pensó. Tal vez,

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sea posible. Sacó del bolsillo una bolsapequeña atada con una cuerda, la abrió,vació las monedas que había en ella yempezó a llenarla de tierra y piedras. Lasostuvo en la palma de la mano paracalcular su peso. Tal vez sí, volvió apensar. Si puedes hacerlo muy de prisa.Si puedes hacerlo tan de prisa queconsigas adelantarte al mecanismo. Si esque es ésa la clase de trampa que hanpuesto aquí.

Sí, sí, sí. Demasiadas hipótesis.En otras circunstancias se habría

marchado, habría evitado exponerse atantas posibles sorpresas. Pero en aquelmomento no, allí, no. Se quedó de pie,

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volvió a calcular el peso de la bolsa,con la esperanza de que fuese más omenos igual al del ídolo. Luego actuócon rapidez, levantó el ídolo y puso ensu lugar la bolsa, la dejó sobre la piedrapulimentada.

No pasó nada. Hubo un largomomento en que no pasó nada.

Miró la bolsa, luego al ídolo quetenía en sus manos, y empezó a notar unruido extraño y lejano, algo como elzumbido de una máquina que se pusieraen movimiento, el sonido de cosas quedespiertan de un largo sueño, crujidos yruidos confusos que se propagan através del templo. De repente, el

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pedestal de piedra se hundió catorce oquince centímetros. Y luego el ruido fuehaciéndose cada vez más fuerte,ensordecedor, y todas las cosasempezaron a moverse, a retemblar,como si los cimientos mismos sesepararan, se agrietaran, se abrieran, ylos ladrillos y maderas se hicieranpedazos.

Se dio la vuelta y empezó a saltarpor las baldosas, corriendo todo lo quepodía hacia la puerta. Y el ruidocontinuaba, como un truenointerminable, crecía y retumbaba por losviejos corredores, pasillos y cámaras.Fue hacia Satipo, que seguía de pie junto

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a la puerta, completamente aterrorizado.Ahora retemblaba todo, todo se

movía, se desprendían los ladrillos, sedesplomaban las paredes. Al llegar a lapuerta vio que caía una roca sobre lasbaldosas del suelo, mientras los dardosse disparaban en todas direcciones.

Satipo, jadeando, había ido a buscarel látigo, y estaba saltando el pozo. Alllegar al otro lado, se volvió hacia Indy.

Ya sabía que iba a venir esto , pensóIndy.

Lo sabía, lo sentía, y ahora que estáa punto de ocurrir, ¿qué es lo que puedohacer? Vio que Satipo descolgaba ellátigo de la viga, y lo enrollaba en la

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mano.—Un trato, señor. Un cambio. El

ídolo por el látigo. Usted me tira elídolo, y yo le tiro el látigo.

Indy miraba a Satipo, y escuchaba almismo tiempo la destrucción que teníadetrás de él.

—¿Qué elige, señor Jones? —preguntó Satipo.

—Supón que dejo caer el ídolo en elpozo, amigo. Todo lo que habrás sacadodespués de tantos sudores será un látigo,¿no es verdad?

—¿Y qué será lo que ha sacadousted, señor?

Indy se encogió de hombros. El

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ruido iba en aumento; notaba quetemblaba todo el templo y que el sueloempezaba a moverse. Pero no podíaresignarse a dejar caer el ídolo, sin másni más.

—Venga, Satipo. El ídolo por ellátigo.

Lanzó el ídolo hacia el peruano. Vioque Satipo cogía la reliquia, se laguardaba en el bolsillo, y dejaba ellátigo en el suelo. Satipo sonrió.

—Lo siento mucho, señor Jones.Adiós, y buena suerte.

—No creo que lo sientas más que yo—gritó Indy al ver cómo desaparecía elperuano por el corredor. El templo

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entero, como una deidad vengativa de lajungla, tembló con más fuerza todavía.

Oyó el ruido de piedras que caían,de pilares que se derrumbaban. Lamaldición del ídolo, pensó. Parecía unapelícula, como esas que los chicoscontemplan con los ojos abiertos de paren par el sábado por la tarde en laoscuridad de un cine. No se podía hacermás que una cosa, una sola, no habíaotra alternativa. Tengo que saltar, sedijo. Tengo que hacer la prueba ysaltarme el pozo, con la esperanza deque la gravedad no me falle. El infiernoentero se ha desatado por ahí detrás, ytengo un abismo espantoso justo delante

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de mí. Tengo que dar un salto, salirvolando en la oscuridad, y esperar quetodo vaya bien.

¡Salta!Respiró hondo, tomó impulso, y

saltó con todas sus fuerzas, notando elsilbido que producía su cuerpo al cortarel aire. De haber sido de los que rezan,se habría puesto a rezar, a rezar paraque no se le tragara el pozo que teníadebajo.

Y ahora ya estaba cayendo. Elímpetu de su salto se había agotado.Estaba cayendo. Y tenía la esperanza deestar cayendo del otro lado.

Pero no estaba cayendo del otro

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lado.Notaba la oscuridad, el olor a

humedad que subía de abajo, y extendiólas manos, buscando algo a queagarrarse, algún reborde, cualquier cosaque le sostuviera. Clavó los dedos en elborde del pozo, el borde que sedesmoronaba, y trató de subir, mientrasoía cómo se desprendían las piedras ycaían al abismo. Hizo fuerza con laspiernas, clavó las manos, luchó como unpez fuera del agua por subir, salir deallí, alcanzar algo que en aquel momentopudiera parecer seguro. Gritando,golpeando con las piernas la paredinterior del pozo, luchó cuanto podía por

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salir de allí. No podía dejar al peruanoescaparse con el ídolo. Volvió a hacerfuerza con las piernas, a dar patadas, aintentar encontrar algo en que apoyarsepara salir del pozo, alguna cosa, lo quefuera. Y el templo seguíaderrumbándose, como una pobre chozade paja en un huracán. Dio un grito,clavó los dedos en el borde, hizo unesfuerzo tan grande que creyó que susmúsculos y sus venas iban a estallar, yconsiguió subir un poco, aunque notabaque se le rompían las uñas de los dedosbajo el peso de su cuerpo.

Con más fuerza, pensó.Más fuerza.

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Siguió subiendo; le cegaba el sudor,los nervios empezaban a fallarle. Algova a reventar, va a estallar algo, pensó,y entonces sí que sabré lo que hay en elfondo del pozo. Se paró un momento,trató de recobrar las fuerzas, reunirtodas sus energías, y volver a subir,centímetro a centímetro.

Por fin consiguió pasar la pierna porla boca del pozo, y deslizarse hasta elsuelo, un suelo que parecía algo másseguro, aunque siguiera temblando yamenazara con abrirse en cualquiermomento.

Pudo ponerse de pie y mirar hacia elcorredor por donde había escapado

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Satipo. Había ido hacia la habitacióndonde estaban los restos de Forrestal. Elcuarto de las picas. La cámara detortura. Y, de repente, comprendió loque iba a ocurrirle al peruano, supo queestaba condenado antes de oír el terriblechirrido de las picas, y antes de que elalarido de Satipo resonara en elcorredor. Escuchó, recogió el látigo, yechó a correr hacia la cámara. Satipoestaba colgado, clavado como unamariposa grotesca de la colección dealgún loco.

—Adiós, Satipo —dijo Indy, quesacó el ídolo del bolsillo del peruano,se abrió paso entre las picas y echó a

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correr por el pasillo.Vio la salida, la abertura por donde

entraba la luz, los árboles de fuera. Y elruido aumentó una vez más, llenándolelos oídos, haciendo vibrar todo sucuerpo. Se volvió, y quedó asombradoal ver una enorme piedra que veníarodando por el pasillo, y cogía cada vezmás velocidad. La trampa final, pensó.Querían estar seguros de que aunque unolograra entrar en el templo, consiguieralibrarse de todo lo que aquel sitio podíaarrojar contra él, lo que no podría nuncaera salir vivo. Echó a correr. Corriócomo un loco hacia la salida, mientras lapiedra rebotaba por el pasillo. Se lanzó

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por la abertura de luz, y fue a caer fuerasobre la hierba, justo en el momento enque la piedra se estrellaba contra lasalida y dejaba el templo cerrado parasiempre.

Agotado, jadeando, se tumbó en lahierba.

Demasiado cerca, pensó. Demasiadocerca para encontrarse a gusto. Teníaganas de dormir. No deseaba más quepoder cerrar los ojos, no ver nada, nopensar nada, y descansar. Comprendíaque podía haber muerto cien veces alládentro. Podía haber encontrado másocasiones de morir que las que unhombre puede esperar encontrar en toda

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su vida. Y luego sonrió, se sentó, yempezó a dar vueltas al ídolo en susmanos.

Pero valía la pena. Valía la penatodo ello.

Contempló la figura de oro.Estaba todavía mirándola cuando

vio una sombra delante de él.

La sombra le sobresaltó y le hizoincorporarse. Levantó la vista. Dosguerreros hovitos estaban mirándole,con la cara pintada con los colores deguerra, y unas cerbatanas de bambúclavadas en el suelo como lanzas. Pero

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no era la presencia de los indios lo quele preocupaba ahora; era el hombreblanco que estaba en medio de ellos,vestido con un traje de safari y unsalacot en la cabeza. Indy estuvo un ratosin decir nada, tratando de recordar. Elhombre del salacot sonrió, con unasonrisa helada, letal.

—Belloq —dijo Indy.Entre todos los hombres que hay en

el mundo, Belloq.Indy apartó un momento los ojos de

la cara del francés, miró el ídolo quetenía en las manos, y luego más allá,hacia el borde de los árboles dondehabía unos treinta guerreros hovitos. Y

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junto a los indios estaba Barranca.Barranca, que miraba con una estúpidasonrisa de avaricia en la cara. Lasonrisa, poco a poco, se convirtió enexpresión de asombro, y luego, ya másde prisa, en una mirada vacía, que a Indyle pareció una señal de muerte.

Los indios, que estaban a los ladosdel peruano, descargaron sus armas, yBarranca cayó hacia adelante. Tenía laespalda cuajada de dardos.

—Querido doctor Jones —dijoBelloq—. Tiene usted el don de escogersiempre los peores amigos.

Indy no contestó. Vio que Belloq seinclinaba para coger el ídolo de sus

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manos. Lo contempló durante un rato,mirándolo de un lado y de otro, y congesto de apreciarlo mucho.

Belloq movió un poco la cabeza, enun ademán de cortesía que resultababastante incongruente, una muestra deeducación.

—Es posible que pensara que mehabía dado por vencido. Pero una vezmás se demuestra que no puede ustedtener nada que yo no pueda quitarle.

Indy miró a los guerreros.—¿Y los hovitos esperan que les

entregue usted el ídolo?—Por supuesto —dijo Belloq.Indy se echó a reír.

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—¡Qué ingenuos!—Tiene razón —contestó Belloq—.

Si hablara usted su lengua, podríadecirles que no lo hicieran,naturalmente.

—Naturalmente.Indy vio que Belloq se volvía hacia

el grupo de indios y levantaba en susmanos el ídolo; y entonces los guerreros,todos a un tiempo, como si se tratara deun espectáculo coreográfico bienensayado, se postraron en tierra. Unmomento de quietud, de temor religiosoprimitivo. Indy pensó que en otrascircunstancias hubiera podido sentirselo bastante impresionado como para

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quedarse a contemplarlo.En otras circunstancias, pero no en

aquel momento.Se levantó poco a poco, miró la

espalda de Belloq, echó otra ojeada alos guerreros postrados, y escapócorriendo hacia los árboles, esperandoel momento en que los indios selevantaran y el aire se llenara de dardos.

Se metió entre los árboles, y oyó lavoz de Belloq que gritaba en una lenguaque debía de ser la de los hovitos, ysiguió corriendo entre el ramaje, endirección al río y al avión anfibio.Correr. Correr, aunque no quede ya niuna maldita pizca de energía. Encontrar

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algo que pueda haber de reserva.Correr.Y luego oyó los dardos.Los oía cortar el aire, silbar, como

una melodía de muerte. Corría en zigzag,moviéndose de un lado para otro entrelos árboles. Podía oír el ruido de lasramas que rompían los hovitos, lasplantas que aplastaban al perseguirle.Tenía una sensación extraña de estarseparado de su cuerpo; corría como sino lo sintiera, como si no tuviera quecontar con las absurdas exigencias demúsculos y tendones, moviéndose de unaforma automática, por puro reflejo. Oíael ruido de los dardos que se clavaban

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en los árboles, los pájaros que echabana volar, los animales que huían ante lallegada de los hovitos. Correr, corrertodo lo que se pueda, y luego corrertodavía un poco más. No pensar. Nopararse.

Belloq. Ya llegará mi hora.Si es que salgo de ésta.Correr… no sabía por cuánto

tiempo. El día empezaba a oscurecer.Se paró, levantó la cabeza para ver

la escasa luz que se filtraba entre losárboles, y volvió a correr en direcciónal río.

Lo que más deseaba del mundo eraoír el ruido del agua, ver el avión que

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estaba esperándole.Cambió de camino, y atravesó un

claro en el que la falta de árboles hacíaque quedara al descubierto. Por unmomento, el claro fue una amenaza, y elsilencio del anochecer inquietante.

Luego oyó las voces de los hovitos,y tuvo la sensación de que el claro setransformaba en el centro de un blancoabsurdo. Cambió de dirección, vio dosfiguras que se movían, y oyó pasar porel aire dos lanzas que fueron a clavarsealgo más allá… y otra vez a correr,correr hacia el río. Y mientras corría,pensó: No te enseñan técnicas desupervivencia cuando estudias

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arqueología, ni te dan manuales paraque aprendas a sobrevivir además dehacer excavaciones.

Y desde luego nadie te avisa de queexiste un francés muy listo que se llamaBelloq.

Volvió a pararse, y oyó a los indiosque venían detrás de él. Y luego escuchóotro ruido, un ruido que le entusiasmó,que le llenó de alegría: el agua quecorre, el movimiento de los juncos. ¡Elrío! ¿A qué distancia podría estar ya?Volvió a escuchar para estar bienseguro, y echó a correr otra vez, como sile hubieran recargado la batería. Más deprisa, con más fuerza. Abriéndose paso

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a través del follaje, sin preocuparse decortes o rozaduras. Cada vez más deprisa, y con más fuerza. El ruido sehacía distinto. El ruido del agua quecorre.

Salió de entre los árboles.Allí.Allá abajo, detrás de la maleza, de

la vegetación hostil, el río.El río, y el avión anfibio, flotando y

balanceándose en el agua. No podíaimaginar nada más acogedor. Siguióbajando por la ladera, y se dio cuenta deque no era fácil abrirse paso hasta elavión. Y tampoco había tiempo debuscar otro camino. Era mejor subir la

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ladera, hasta llegar al punto en quequedaba cortada a pico sobre el río, yentonces saltar. Saltar, pensó. ¡Valientecosa! ¿Qué me importa un salto más?

Empezó a subir, y distinguió lafigura de un hombre que estaba sentadoen el ala del avión. Indy llegó a un puntoque quedaba casi justo encima delaparato, miró hacia abajo un momento, yluego cerró los ojos y saltó al río desdeel borde de la escarpadura.

Cayó cerca del ala del avión, sehundió mientras le arrastraba lacorriente, volvió a salir a la superficie yempezó a nadar hacia el aparato. Elhombre que estaba sentado en el ala se

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levantó al ver que Indy se agarraba a unabarra y salía del agua.

—¡Ponlo en marcha, Jock! —GritóIndy—. Ponlo en marcha.

Jock corrió por el ala y se metió enla cabina del piloto, mientras Indy seescurría hasta el compartimento depasajeros y se dejaba caer en el asiento.Cerró los ojos, y escuchó el ruido de losmotores del aparato que se deslizabasobre el agua.

—No esperaba que cayeras así, tande repente —dijo Jock.

—Ahórrate las bromas.—¿No te ha ido bien, chico?Indy sintió ganas de echarse a reír.

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—Recuérdame que te lo cuente enotro momento.

Estaba tumbado de espaldas, con losojos cerrados, esperando dormirse. Perose dio cuenta de que el avión no semovía. Entonces se levantó y se inclinóhacia el piloto.

—No arranca —dijo Jock.—¿Qué no arranca? ¿Por qué?Jock sonrió.—Si es que yo sólo sé volar con este

maldito chisme. No sé por qué seempeñan en creer que todos losescoceses somos unos mecánicosestupendos.

Por la ventanilla, Indy veía que los

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hovitos estaban empezando a vadear elrío. Quince metros, diez metros.Parecían una especie de espíritusgrotescos del cauce que se levantaranpara vengar alguna transgresiónhistórica. Sacaron los brazos del agua, yuna lluvia de lanzas voló hacia elfuselaje del avión.

—Jock…—Estoy haciendo todo lo que puedo,

Indy. Todo lo que puedo.—Pues me parece que tendrías que

hacer algo más.Las lanzas se estrellaban contra el

aparato, hacían temblar las alas, y dabanen el fuselaje con un ruido como de

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enormes piedras de granizo.—Ya lo tengo —dijo Jock.Los motores empezaron a cobrar

vida en el mismo momento en que dosde los hovitos, que habían nadado hastael aparato, se encaramaban a las alas.

—Se mueve —dijo Jock—. Semueve.

El aparato se deslizó otra vez sobreel agua, y empezó a elevarse con ciertadificultad. Indy vio que los dosguerreros perdían el equilibrio y caíanal agua, como dos misteriosas criaturassalidas de la selva.

El avión volaba sobre las copas delos árboles, sacudía las ramas, y

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espantaba a los pájaros que escapabanhacia la última luz del día. Indy se echóa reír y cerró los ojos.

—Creí que no iba a conseguirlo —dijo Jock—. Tengo que confesarlo.

—No lo he puesto en duda ni por unmomento —contestó Indy, sonriendo.

—Descansa ahora, hombre. Duermeun poco. Olvídate de la maldita selva.

Por un momento, Indy se dejó llevarsin pensar en nada. Alivio. Se relajanlos músculos. Qué sensación tanagradable. Podría haber estado asímucho tiempo.

Luego notó que algo se le subía porel muslo. Una cosa lenta, pesada.

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Abrió los ojos y vio a una boaconstrictor que se enroscabaamenazadoramente en una de suspiernas. Se levantó de un salto.

—¡Jock!El piloto se dio la vuelta y sonrió.—No te va a hacer nada. Es Reggie.

No es capaz de hacer daño a nadie.—Quítamela de encima, Jock.El piloto se inclinó hacia atrás, dio

un golpe a la serpiente y la arrastróhasta ponerla a su lado. Indy la viodeslizarse. Una sensación de asco quehabía sentido siempre, un inexplicableterror. Para algunas personas eran lasarañas, para otras, las ratas y, para

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otras, los espacios cerrados. A él, loque más le horrorizaba era ver o tocaruna serpiente. Volvió a limpiarse elsudor de la frente, y empezó a tiritar alsentir de repente el frío de sus ropascaladas.

—Déjala a tu lado —dijo—. Nopuedo ver una serpiente.

—Voy a revelarte un pequeñosecreto. La serpiente normal suele sermucho mejor que la mayoría de loshombres.

—Te creo —contestó Indy—. Perono dejes que se me acerque.

Cuando ya te crees seguro, pensó,una boa constrictor decide venir a

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buscar calor en tu cuerpo. Ni más nimenos que lo que podía esperarse.

Durante un rato estuvo mirando porla ventanilla, viendo cómo la oscuridadcaía misteriosamente sobre la selva.Puedes guardar tus secretos, pensó Indy.Puedes guardártelos todos.

Antes de quedarse dormido,arrullado por el ruido de los motores,pensó con ilusión que no pasaría muchotiempo sin que volviera a encontrarse alfrancés en su camino.

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2

BERLÍN

En un despacho de laWilhelmstrasse, un oficial con eluniforme negro de las SS —un hombremuy pequeñito en contra de lo quehubiera podido esperarse—, llamadoEidel, estaba sentado detrás de unamesa, mirando los montones de carpetascuidadosamente alineados delante de él.

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El visitante de Eidel, que se llamabaDietrich, comprendió en seguida que elhombre pequeñito acumulaba todosaquellos montones de carpetas a modode compensación: le hacían sentirsegrande, importante. En estos días, pasaen todas partes lo mismo, pensóDietrich. Se calcula lo que vale unhombre por el montón de papeles queconsigue amasar, y por el número desellos que está autorizado a emplear.Dietrich, a quien le gustaba pensar en símismo como un hombre de acción,suspiró para sus adentros, y miró haciala ventana, que tenía la persiana bajada.Esperaba que hablase Eidel, pero el

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oficial de las SS llevaba ya algúntiempo callado, como si hasta susmismos silencios estuvieran destinadosa dar a entender algo de lo que élconsideraba su importancia.

Dietrich miró el retrato del Führerque colgaba de la pared. Llegado elcaso, daba igual lo que uno pudierapensar de un tipo como Eidel —blando,amarrado a su mesa de despacho,ostentoso, y encerrado en miserablesoficinas— porque tenía acceso directo aHitler. Por eso, escuchabas y sonreías, yfingías pertenecer a una categoríainferior. Después de todo, Eidelpertenecía al círculo íntimo, al cuerpo

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escogido de la guardia de Hitler.Eidel se ajustó el uniforme, que

parecía recién salido de la tintorería, ydijo:

—Confío en haberle hechocomprender la importancia de esteasunto, coronel.

Dietrich afirmó con la cabeza. Sesentía impaciente. Odiaba las oficinas.

Eidel se levantó, se puso depuntillas, como un hombre que intentaalcanzar en el metro un agarradero queestá fuera de su alcance, y luego fuehacia la ventana.

—El Führer está empeñado enobtener ese objeto. Y cuando él se

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empeña en una cosa…Eidel no terminó la frase, dio media

vuelta y miró a Dietrich. Hizo un gestocon las manos como para indicar quetodo lo que se le pasaba por la cabeza alFührer era incomprensible para losseres inferiores.

—Ya comprendo —dijo Dietrich,tamborileando con los dedos en suvalija diplomática.

—La significación religiosa esimportante —añadió Eidel—. Aunque,naturalmente, no es que el Führer tengaun interés especial por las reliquiasjudías en sí. —Hizo otra pausa, y soltóuna risita, como si lo encontrara

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divertidísimo—. Lo que más le interesaes el significado simbólico del objeto,ya me entiende.

Dietrich tuvo la impresión de queEidel estaba mintiendo, que ocultabaalgo: era difícil imaginar que el Führerse interesara por alguna cosa sólo porsu valor simbólico. Miró el cable queEidel le había dado a leer unos minutosantes, y luego volvió a mirar el retratode Hitler, que estaba serio, con cara depocos amigos.

Eidel, con aire de profesor depequeña ciudad universitaria, dijo:

—Y ahora nos metemos en un asuntoque requiere conocimientos de experto.

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—Efectivamente.—Nos metemos en un asunto que

requiere conocimientos específicamentearqueológicos.

Dietrich no contestó. Ya veía dóndeiba a parar todo aquello. Comprendíapara qué le necesitaban.

—Temo que eso esté fuera de mialcance —dijo.

Eidel sonrió.—Pero tiene usted relaciones, según

creo. Conoce a las más altas autoridadesque hay en ese terreno, ¿no es verdad?

—Eso es algo que podría discutirse.—Pero no hay tiempo para discutirlo

—dijo Eidel—. Yo no estoy aquí para

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discutir qué es lo que se entiende porautoridad, coronel. Estoy aquí, lo mismoque usted, para obedecer una ordenimportante.

—No necesita recordármelo.—Ya lo sé —dijo Eidel,

apoyándose en la mesa—. Y usted sabeque estoy hablando de una determinadaautoridad cuya pericia en esta particularesfera de interés será inapreciable paranosotros. ¿Está claro?

—El francés —dijo Dietrich.—Por supuesto.Dietrich tardó un poco en contestar.

No se sentía muy a gusto. Tenía laimpresión de que la cara de Hitler le

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reñía desde su retrato por tantasvacilaciones.

—Al francés no es fácil encontrarle.Como cualquier mercenario, consideraque el mundo entero es su lugar detrabajo.

—¿Cuándo ha sabido algo de él porúltima vez?

—Creo que fue en Sudamérica.Eidel contempló el dorso de sus

manos, delgadas y pálidas, pero nodelicadas, manos de hombre que no hapodido colmar su ambición de serpianista.

—Puede encontrarle. ¿Comprende loque estoy diciéndole? ¿Comprende de

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quién viene la orden?—Puedo encontrarle —dijo Dietrich

—. Pero le prevengo…—No me prevenga, coronel.Dietrich notó que se le secaba la

garganta. Aquél imbécil de oficinista.Tenía ganas de estrangularle, deembutirle de papeles hasta que seahogase.

—Muy bien, pero le advierto que elfrancés tiene un precio muy alto.

—No importa —dijo Eidel.—Y que no es precisamente lo que

se dice un hombre de fiar.—Se supone que de eso ya se

encargará usted. Lo importante, coronel

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Dietrich, es que le encuentre y que se lotraiga al Führer. Pero hay que hacerlo enseguida. Para entendernos, habría quehacerlo ayer.

Dietrich miró la cortina de laventana. Algunas veces se aterraba alver que el Führer se rodeaba de lacayostan estúpidos como Eidel. Indicabaescasa claridad de juicio en loconcerniente a las personas.

Eidel sonrió, como si le divirtieraver que Dietrich no se encontraba agusto. Luego, dijo:

—La rapidez es muy importante.Como es natural, otros grupos estántambién interesados. Y esos grupos no

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representan precisamente los interesesdel Reich. ¿Está claro?

—Muy claro.Dietrich pensó en el francés; aunque

no se lo hubiera dicho a Eidel, sabía queBelloq estaba en aquel momento en elsur de Francia. La idea de tener queentrar en tratos con Belloq era lo que lereventaba. Bajo su aparente amabilidad,era un hombre cruel y egoísta, con unabsoluto desprecio por cualquier tipo defilosofía, creencia o política. Mientrassirviera a los intereses de Belloq, estababien. Si no, no le preocupaba lo másmínimo.

—Los demás grupos ya tendrán

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quien se ocupe de ellos, en caso de queaparezcan. No tiene por qué preocuparsede ellos.

—Pues eso será lo que haga —dijoDietrich.

Eidel cogió el cable en sus manos ylo miró.

—Todo lo que hemos hablado nodebe salir de estas cuatro paredes. Nonecesito decírselo, ¿no es así, coronel?

—No necesita decírmelo —contestóde mal humor Dietrich.

Eidel volvió a sentarse a su mesa, ymiró al otro hombre a través de lamontaña de carpetas. Guardó silencio unmomento, y luego fingió sorprenderse al

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ver que Dietrich seguía sentado enfrentede él.

—¿Todavía está usted aquí,coronel?

Dietrich cogió su valija y se levantó.Resultaba difícil no sentir odio haciaaquellos payasos uniformados de negro.Actuaban como si fueran los amos delmundo.

—Estaba a punto de marcharme —dijo Dietrich.

—Heil Hitler —gritó Eidel,levantando la mano, y con el brazorígido.

Dietrich contestó desde la puerta conlas mismas palabras.

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3

CONNECTICUT

Indiana Jones estaba sentado en sudespacho de Marshall College.

Acababa de terminar la primeralección del año en la clase dearqueología 101, y le había ido bien.Siempre le iba bien. Le gustaba enseñar,y sabía que era capaz de comunicar a losestudiantes su entusiasmo por la

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asignatura. Pero ahora estaba inquieto, yesa inquietud le molestaba. Porque sabíamuy bien qué era lo que quería hacer.

Indy puso los pies encima de lamesa, tiró a propósito un par de libros, yluego se levantó y empezó a andar por eldespacho, un despacho que ya no era ellugar íntimo que solía ser, su refugio, suescondite, sino la celda de una personacompletamente extraña.

Jones, se dijo.Indiana Jones, despierta.Por un momento, los objetos que le

rodeaban parecieron desprenderse de susignificado. El mapa de Sudaméricacolgado en la pared se convirtió en una

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mancha surrealista, la creación de unpintor dada. La copia del ídolo hecha enarcilla se volvió de repente una cosafea, sin sentido. Lo cogió en sus manos ypensó: ¿Y por una cosa como ésta tejugaste la vida? Tiene que faltarte algúntornillo. Tienes una tuerca fuera de susitio.

Tenía la copia del ídolo en la mano,y la miraba casi sin verla.

Aquélla locura por las cosasantiguas le pareció de repente algoimpío, antinatural. Una admiracióndesmedida por el sentido de la historia,y no sólo de comprenderlo, sino dealcanzarlo y palparlo, adueñarse de él a

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través de sus restos y utensilios, verseperseguido por las caras de losartesanos, artífices y artistas quemurieron hace mucho tiempo, por elfantasma de unas manos que crearonesos objetos, de unos dedos que ya sehan convertido en huesos, en polvo.Pero que no están olvidados, que nuncallegarán a olvidarse del todo, mientrasquede alguien que sienta una pasión tanirracional.

Por un momento, sus viejossentimientos parecieron volver,asaltarle, aquella primera emociónexperimentada cuando era estudiante.¿Cuándo había sido eso? ¿Hacía quince,

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dieciséis, veinte años? Daba igual: paraél, el tiempo no significaba lo mismoque para la mayoría de las personas. Eltiempo era algo que descubrías en lossecretos que había ido enterrando, entemplos, en ruinas, debajo de laspiedras, del polvo y de la arena. Eltiempo se alargaba, se hacía elástico, ycreaba esa maravillosa sensación de quetodo lo que alguna vez había vividoestaba unido a todo lo que existía ahora;y la muerte carecía esencialmente desentido, gracias a todo lo que dejabasdetrás.

Carecía de sentido.Se acordó de Champollion

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trabajando en la piedra de Rosetta, suasombro al descifrar por fin los viejosjeroglíficos. Pensó en Schliemann,cuando descubrió el sitio donde habíaestado Troya. En Flinders Petrie,excavando el cementerio predinástico deNagada. En Woolley, cuando descubrióen Iraq el cementerio real de Ur. Y enCarter y lord Carnarvon, el día en que setoparon con la tumba de Tutankhamon.

Ahí era donde había empezado todo.En ese sentido del descubrimiento, queera como el ojo de un huracánintelectual. Te arrastraba, te llevaba, tetransportaba hacia atrás en esa máquinadel tiempo que los escritores de ciencia

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ficción no podían comprender: tumáquina del tiempo personal, tucomunicación privada con el pasado.

Examinó la copia del ídolo que teníaen la mano, y la miró como si fuera unenemigo personal. No, pensó: tú eres elpeor enemigo de ti mismo, Jones. Tedejaste arrastrar porque habíasencontrado la mitad de un mapa entre lospapeles de Forrestal, y porque estabasempeñado en confiar a toda costa en unpar de criminales que tenían la otramitad.

Morón, pensó.Y Belloq. Belloq, probablemente,

era el listo. Tenía un ojo tan afilado

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como una navaja de afeitar paradescubrir la ocasión. Siempre lo habíatenido, igual que las serpientes que tantodetestas. El predador que se desliza,sale de debajo de una piedra, y se llevasiempre la pieza que no ha cazado él.

Todo eso le trajo a la memoria laimagen de Belloq, su cara delgada yguapa, sus ojos oscuros, y esa sonrisaque disimulaba su astucia.

Recordó otros encuentros suyos conel francés. Le recordó en la escuela,cuando Belloq se las arregló para ganarel Premio de la Sociedad Arqueológica,presentando un trabajo sobreestratigrafía, que Indy vio que estaba

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basado en uno que había hecho él. YBelloq había encontrado la forma deplagiarlo, la forma de llegar hasta él.Indy no pudo probar nada, porquehubiera parecido que era un caso comoel de las uvas verdes de la fábula, unataque de envidia.

1934. Recuerda el verano de eseaño, pensó.

1934. Un verano negro. Habíapasado varios meses planeando unaexcavación en el desierto Rub al Khalide Arabia Saudí. Meses enteros depreparativos, de esfuerzos paraconseguir fondos, de hacer que casarantodas las piezas, y demostrar que no se

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equivocaba al decir que en aqueldesierto estaban los restos de unacultura nómada anterior a la eracristiana. ¿Y todo eso para qué?

Cerró los ojos.Aún ahora, el recuerdo le llenaba de

amargura.Belloq había llegado antes.Belloq ya había hecho las

excavaciones.Era verdad que el francés no había

encontrado nada que tuviera gransignificación histórica, pero no era deeso de lo que se trataba.

De lo que se trataba era que Belloqle había robado una vez más. Y una vez

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más no veía cómo iba a poder demostrarque lo había hecho.

Y ahora el ídolo.Indy levantó la cabeza, un poco

sobresaltado al ver que alguien abríadespacio la puerta del despacho.

Apareció Marcus Brody, con unaexpresión de desconfianza en la cara,una desconfianza que era en partepreocupación. Indy tenía a Marcus, queera el encargado del Museo Nacional,por su mejor amigo.

—Indiana —dijo Marcus en tonocariñoso.

Indy levantó en sus manos la copiadel ídolo, como si se lo ofreciera al otro

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hombre, y luego lo dejó caer en lapapelera que había en el suelo.

—Tuve el auténtico en mis manos,Marcus. El auténtico.

Se sentó en la silla, se echó haciaatrás con los ojos cerrados, y empezó afrotarse los párpados.

—Me lo dijiste, Indiana. Ya me lohas dicho. Me lo dijiste en cuantollegaste aquí. ¿No te acuerdas?

—Puedo recobrarlo, Marcus. Puedorecobrarlo. Ya lo he pensado. Belloqtiene que venderlo, ¿no? ¿Y dónde va avenderlo?

Brody le miró con pena.—¿Dónde, Indiana?

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—En Marrakesh, En Marrakesh esdonde tiene que venderlo. —Indy selevantó y señaló las figuras que habíaencima de la mesa. Eran las cosas quehabía cogido en el templo, los trozos ypiezas que había podido llevarse—.Mira, algo tienen que valer, Marcus.Tienen que valer lo bastante como paraque yo pueda llegar a Marrakesh, ¿no?

Brody apenas se fijó en los objetos.Lo que hizo fue ponerle la mano en elhombro, como una señal de simpatía ycariño.

—El museo los comprará, comosiempre. Y no se hacen preguntas. Perodel ídolo ya hablaremos más tarde.

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Ahora lo que quiero es que veas aciertas personas. Han venido de muylejos para verte, Indiana.

—¿Qué personas?—Han venido de Washington,

Indiana. Y sólo para verte.—¿Quiénes son? —preguntó Indy

con aire cansado.—Servicio de Inteligencia del

Ejército.—¿Servicio de qué? ¿Estoy metido

en algún lío?—No. Yo diría que todo lo

contrario. Parece que necesitan tu ayuda.—Pues la única ayuda que me

interesa es que me den el dinero para

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irme a Marrakesh, Marcus. Éstas cosastienen que valer algo.

—Luego, Indiana, luego. Primeroquiero que veas a esa gente.

Indy se detuvo junto al mapa deSudamérica colgado en la pared.

—Bueno, los veré. Los veré, si esque te importa tanto.

—Están esperando en la sala deconferencias.

Salieron al corredor.Una chica joven apareció delante de

Indy. Llevaba un montón de libros, ypretendía tener un aire muy estudioso. AIndy se le iluminó la cara al verla.

—Profesor Jones —dijo la chica.

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—¡Huy!—Yo esperaba que pudiésemos

hablar un poco —dijo ella con timidez,mirando a Marcus Brody.

—Sí, claro, claro, Susan. Ya meacuerdo de que te lo había dicho.

Intervino Marcus Brody:—Pero ahora, no. Ahora no, Indiana.

—Se volvió hacia la chica—. Elprofesor Jones tiene que asistir a unaconferencia muy importante, señorita.¿Por qué no viene a verle más tarde?

—Sí —dijo Indy—. Volveré a lasdoce.

La chica sonrió, desilusionada, yechó a andar por el corredor. Indy se

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quedó mirándola, contemplando suspiernas, sus pantorrillas bien torneadas,sus finos tobillos. Notó que Brody letiraba de la manga.

—Muy mona. De las que a ti tegustan, Indiana. Pero déjalo para mástarde, ¿quieres?

—Para más tarde —dijo Indy,apartando de mala gana sus ojos de lachica.

Brody abrió la puerta de la sala deconferencias. Sentados junto al podio,había dos oficiales del Ejército deuniforme. Los dos volvieron la cara alabrirse la puerta.

—Si es el servicio de reclutamiento,

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yo ya lo he cumplido —dijo Indy.Marcus condujo a Indy hasta una

silla del podio.—Indiana, querría presentarte al

coronel Musgrove y al mayor Eaton.Éstos son los señores que han venido deWashington para verte.

—Me alegro de conocerle —dijoEaton—. Hemos oído hablar mucho deusted, profesor Jones. Doctor enarqueología, experto en ciencias ocultas,y descubridor de antigüedades raras.

—Eso es una forma de decirlo —comentó Indy.

—Lo de descubridor deantigüedades raras resulta un poco

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intrigante —dijo el mayor.Indy echó una ojeada a Brody.—Estoy seguro de que todo lo que el

profesor Jones hace por nuestro museose ajusta estrictamente a las normas delTratado Internacional para la Protecciónde las Antigüedades.

—Estoy seguro —dijo el mayorEaton.

—Es usted un hombre de múltiplestalentos —comentó Musgrove.

Indy hizo un gesto con la mano,como para quitarle importancia. ¿Quéera lo que querían aquellos tipos?

El mayor Eaton dijo:—Tengo entendido que estudió usted

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con el profesor Ravenwood en laUniversidad de Chicago.

—Sí.—¿Y tiene idea de dónde puede

encontrarse ahora?Ravenwood. Ése nombre le traía

unos recuerdos que a Indy no le gustabannada.

—No son más que rumores. Meparece haber oído que estaba en Asia.Pero no lo sé.

—Pues creíamos que eran ustedesmuy amigos —dijo Musgrove.

—Sí —dijo Indy, frotándose lamejilla—. Éramos amigos… Pero hacemuchos años que no nos vemos. Me

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temo que tuvimos lo que podríamosllamar un disgusto.

Un disgusto. Vaya manera más finade decir las cosas. Un disgusto, másbien una ruptura definitiva. Y luego seacordó de Marion, un recuerdo queprefería no revivir, algo que tenía quedesenterrar de lo más profundo de lamemoria. Marion Ravenwood, la chicade los ojos prodigiosos.

Los oficiales se pusieron a hablar envoz baja, como si fueran a tomar unadeterminación. Luego Eaton se volvió, ydijo en tono solemne:

—Lo que vamos a decirle ha depermanecer secreto.

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—De acuerdo.Ravenwood, ¿qué tenía que ver el

viejo con todos aquellos misterios? ¿Ycuándo iban a decidirse a ir al grano?

—Ayer, una de nuestras estacioneseuropeas interceptó un comunicadoalemán enviado a Berlín desde El Cairo.Las noticias que daba eran sin duda muyemocionantes para los agentes alemanesde Egipto.

Musgrove miró a Eaton, esperandoque continuara, como si cada uno deellos sólo pudiera dar cierta cantidad deinformación de una sola vez.

Eaton añadió:—No estoy seguro de no estar

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diciéndole a usted algo que ya sabe,profesor Jones, si le digo que los nazis,en los dos últimos años, han estadoenviando equipos de arqueólogos atodas las partes del mundo.

—No me ha pasado inadvertido.—Me lo imagino. Parecen haber

emprendido una carrera frenética enbusca de cualquier objeto religioso quepuedan encontrar. Según nuestrosinformes, Hitler está obsesionado conlas ciencias ocultas. Creemos inclusoque tiene un adivino particular, porllamarlo de alguna manera. Y pareceque en estos momentos se están haciendounas excavaciones arqueológicas,

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absolutamente secretas, en el desierto,no lejos de El Cairo.

Indy asintió con la cabeza. Todo esose lo sabía de memoria. Estaba enteradodel sempiterno afán de Hitler poradivinar el futuro, convertir el plomo enoro, fabricar el elixir de la vida o lo quese terciara. No tienes más que decir algoy, como huela a misterio, ese loco de losbigotes seguro que se interesa por ello.

Indy vio que Musgrove sacaba unahoja de la cartera. La tuvo un momentoen la mano, y luego dijo:

—Éste comunicado contiene ciertainformación acerca de la actividad en eldesierto, pero no acabamos de

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entenderlo. Pensamos que quizá podríasignificar algo para usted.

Entregó la hoja a Indy. El mensajedecía:

CONTINÚAN TRABAJOSTANIS.

ADQUIRIR PIEZA PRINCIPAL,BÁCULO DE RA,

ABNER RAVENWOOD,NOSOTROS.

Volvió a leer las palabras y, de

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repente, notó que todo se aclaraba, quesu cerebro estaba una vez más despierto.Se levantó, miró a Brody, y dijo sinacabar de creérselo:

—Los nazis han descubierto Tanis.Brody estaba pálido y serio.—Perdone —dijo Eaton—. Ahora sí

que ya no entiendo nada. ¿Qué significaTanis para usted?

Indy bajó del podio y fue hacia laventana. Sentía una gran excitación.Abrió la ventana y respiró el aire frescode la mañana, sintiendo con gusto el fríoque le entraba hasta los pulmones.Tanis. El Báculo de Ra. Ravenwood .Todas las viejas leyendas, las fábulas,

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las historias se le venían a la memoriaen tropel. Se encontraba detenido poruna barrera de conocimientos, deinformaciones que había idoalmacenando en su cerebro duranteaños, y deseaba abrirse paso entre ellos,salir pronto de todo aquello. Tómalocon calma, pensó. Díselo poco a pocopara que puedan entenderlo. Se volvió alos oficiales y dijo:

—Muchas de estas cosas van aserles difíciles de entender. Tal vez sí.No lo sé. Todo depende de suscreencias personales, eso sí que yapuedo decírselo desde el principio. ¿Deacuerdo? —Hizo una pausa, y contempló

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la cara de desconcierto de los oficiales—. La ciudad de Tanis es uno de loslugares en que puede encontrarse el arcadesaparecida.

Musgrove le interrumpió:—¿El arca? ¿La de Noé?Indy movió la cabeza.—No, no la de Noé. Hablo del Arca

de la Alianza. Hablo del cofre queusaban los israelitas para llevar losDiez Mandamientos.

—Espere un momento —dijo Eaton—. ¿Quiere decir los DiezMandamientos?

—Quiero decir las auténticas tablasde piedra, las que bajó Moisés del

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monte Horeb. Las que dicen que hizopedazos cuando vio la degeneración delos judíos. Mientras él estaba arriba, enel monte, hablando con Dios yrecibiendo la ley, su pueblo se dedicabaa armar orgías y levantar ídolos. Por esose puso furioso, y rompió las tablas, ¿noes así?

Los militares permanecíanimpasibles. Indy hubiera deseadoinfundirles el mismo entusiasmo que élempezaba a sentir.

—Entonces los israelitas metieronlos trozos en el Arca y los llevabanconsigo adondequiera que fuesen.Cuando se establecieron en Canaán,

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depositaron el Arca en el templo deSalomón. Estuvo allí durante muchosaños… y desapareció.

—¿Cómo? —preguntó Musgrove.—Nadie sabe cómo ni cuándo se la

llevaron.Brody, que estaba mucho más

tranquilo que Indy, dijo:—Un faraón egipcio invadió

Jerusalén hacia el año 926 a.C. Sunombre era Shishak. Es posible que sela llevara a la ciudad de Tanis…

Indy le interrumpió:—Donde puede haber estado oculta

en una cámara secreta que llaman elPozo de las Ánimas.

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Se produjo un silencio en la sala.Luego, Indy prosiguió su relato:

—En cualquier caso, ésa es laleyenda. Pero parece ser que a todapersona ajena que se mezclara en losasuntos del Arca siempre le pasaba algomalo. Poco después de que Shishakvolviera a Egipto, la ciudad de Tanisquedó sepultada en el desierto por unatormenta de arena que duró un añoentero.

—La inevitable maldición —dijoEaton.

A Indy le molestó su escepticismo,pero trató de tener paciencia.

—Bueno, si quieren creerlo así…

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Pero en la batalla de Jericó, antes deque se derrumbaran las murallas, lossacerdotes hebreos estuvieron siete díasdando vueltas alrededor de la ciudad,llevando el Arca sobre sus hombros. Ycuando los filisteos se apoderaron delArca, atrajeron sobre sí todas lasmaldiciones de lo alto, entre ellasplagas de úlceras y plagas de ratones.

—Todo eso me parece muyinteresante —dijo Eaton—. ¿Pero porqué iban a mencionar a un americano enun cable nazi, si es que podemos volveral punto de partida?

—Porque es el experto en Tanis —dijo Indy—. Tanis era su obsesión.

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Llegó a recoger algunos restos, pero nopudo nunca encontrar la ciudad.

—¿Y por qué iba a interesarles a losnazis? —preguntó Musgrove.

Indy tardó un poco en contestar:—A mí me parece que los nazis

están buscando la pieza que coronaba elBáculo de Ra. Y creen que es Abnerquien la tiene.

—El Báculo de Ra —dijo Eaton—.Todo eso parece traído por los pelos.

Musgrove, que mostraba más interés,se inclinó hacia adelante y preguntó:

—¿Qué es el Báculo de Ra, señorJones?

—Les haré un dibujo —dijo Indy. Se

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acercó al tablero, cogió una tiza y,mientras iba pintándolo, explicó—: Sesupone que el báculo de Ra es la piezaclave para localizar el Arca. Y unaclave muy ingeniosa, por cierto.Básicamente, era una vara larga, de unosdos metros de altura, nadie lo sabe conseguridad. Lo que sí se sabe es queestaba rematada por una pieza en formade sol, que tenía un cristal en el centro.¿Me siguen? Había que llevar el báculoa una habitación especial de la ciudadde Tanis en la que había un mapa, unmapa en el que toda la ciudad estabarepresentada en miniatura. Al colocar elbáculo en un determinado sitio de esa

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habitación, y a determinada hora del día,el sol pasaba a través del cristal delremate, y proyectaba sobre el mapa unrayo de luz que señalaba la situación delPozo de las Ánimas…

—Donde estaba escondida el Arca—dijo Musgrove.

—Eso es. Y eso es probablemente loque hace que los nazis quieran encontrarel remate. Lo que explica que el nombrede Ravenwood figure en el cable.

Eaton se levantó y empezó a andarde un lado a otro.

—¿Pero cómo es el Arca ésa?—Se lo enseñaré —dijo Indy.Fue a la parte de atrás de la sala,

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buscó un libro, y se puso a pasar laspáginas hasta llegar a una granreproducción en color. Se la enseñó alos dos militares. Contemplaron ensilencio la lámina, que representaba unaescena de batalla. El ejército israelitavencía al enemigo; y al frente de lasfilas israelitas iban dos hombres quellevaban el Arca de la Alianza, un cofrede oro alargado, coronado por dosquerubines de oro. Los israelitasllevaban el cofre en andas, sostenidosobre unas varas que pasaban por unasanillas colocadas en los extremos. Erauna cosa de una belleza extraordinaria,pero lo más impresionante eran los

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rayos de luz blanca y las llamas quedespedían las alas de los ángeles, unchorro que atravesaba las filas delejército enemigo que, aterrado, huía a ladesbandada.

Musgrove, impresionado, preguntó:—¿Y qué es lo que se supone que

salía de las alas?Indy se encogió de hombros.—¿Quién sabe? Rayos, fuego. El

poder de Dios. Puede usted llamarlocomo quiera, pero se supone que eracapaz de allanar montes y devastarregiones enteras. Según Moisés, unejército que llevara el Arca delante deél era invencible.

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Indy miró la cara de Eaton y pensó:Éste tío no tiene imaginación. A éste nohay quien le inflame en toda su vida.Eaton seguía encogiéndose de hombros ymirando la lámina. Incredulidad, pensóIndy. Escepticismo militar.

Musgrove preguntó:—¿Y usted qué piensa de los

supuestos poderes del Arca, profesor?—Como ya le he dicho, todo

depende de las creencias que tengas.Depende de que admitas que la leyendatiene algún fondo de verdad.

—Está usted eludiendo la respuesta—dijo Musgrove, sonriendo.

—Yo conservo una mente abierta —

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contestó Indy.Eaton apartó los ojos de la lámina.—Claro que un chiflado como

Hitler… Podría creer de verdad en esepoder, ¿no? Sería capaz de comprarse elchisme entero.

—Probablemente —dijo Indy.Miró un momento a Eaton, y empezó

a notar una sensación de impacienciamuy familiar, una subida de latemperatura. La ciudad perdida deTanis. El Pozo de las Ánimas. El Arca .Todo eso tenía una música engañosa, ytiraba de él y le seducía como elirresistible canto de una sirena.

—Puede que piense que teniendo el

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Arca, su máquina militar seríainvencible —dijo Eaton, más para susadentros que para que le oyeran losotros—. Comprendo que, si se traga elcuento, por lo menos va a tener una granventaja psicológica.

—Hay otra cosa además —dijo Indy—. De acuerdo con la leyenda, el Arcase recuperará cuando llegue el tiempode la venida del verdadero Mesías.

—El verdadero Mesías —dijoMusgrove.

—Que es lo que Hitler debe de creerque es él —comentó Eaton.

Se produjo un nuevo silencio. Indyvolvió a mirar la lámina, aquella luz

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cegadora que salía de las alas de losángeles y abrasaba a los enemigos quehuían. Un poder más allá de todo poder.Imposible de expresar con palabras.Cerró un momento los ojos. ¿Y si fueraverdad? ¿Si existiera realmente esepoder? Tratas de ser un hombreracional, tratas de hacer lo que haceEaton, reducirlo a una vieja leyenda,algo en lo que creía un puñado deisraelitas exaltados. Una táctica paraatemorizar al enemigo, una especie dearma psicológica. Pero daba lo mismo,había allí algo que no podías ignorar,algo que no podías dejar de lado.

Abrió los ojos, y oyó que Musgrove

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dejaba escapar un suspiro y decía:—Ha sido usted una gran ayuda.

Espero que podamos volver a llamarleen caso de que nos haga falta.

—Cuando quieran, caballeros.Cuando quieran —dijo Indy.

Hubo una serie de apretones demanos, y luego Brody acompañó a losoficiales hasta la puerta. Al quedarsesolo en la sala, Indy cerró el libro. Sepuso a pensar, tratando al mismo tiempode contener la emoción que sentía. Losnazis han encontrado Tanis… y esaspalabras no dejaban de dar vueltas yvueltas en su cabeza.

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—Espero no haberte puesto en uncompromiso cuando estabas con Brody—dijo Susan—. Quiero decir que… seme notó tanto.

—No se te notó nada —dijo Indy.Estaban los dos sentados en el

desordenado cuarto de estar de la casitaen que vivía Indy. La habitación estaballena de recuerdos de sus viajes yexcavaciones, vasijas de arcillarestauradas, estatuillas, y fragmentos decerámica, además de mapas y globos,tan desordenados, pensaba él a veces,como su propia vida.

La chica encogió las rodillas, lasrodeó con los brazos y apoyó la cara

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encima de ellas. Como un gato, pensó él.Igual que un gatito contento.

—Me gusta este cuarto —dijo ella—. Me gusta toda la casa… pero estecuarto más que ninguno.

Indy se levantó, y empezó a pasearpor la habitación con las manos en losbolsillos. La chica, por lo que fuera,resultaba más bien un intruso en aquelmomento. A veces, cuando hablaba, nola escuchaba siquiera. Oía el sonido desu voz, pero no atendía al significado desus palabras. Se sirvió una copa, tomóprimero un sorbo, y luego se la bebió deun trago; le quemaba el pecho, pero eraun calor agradable, como si tuviera un

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pequeño sol allí dentro.—Estás muy distante esta noche,

Indy.—¿Distante?—Tienes algo metido en la cabeza.

No sé qué.Él se acercó a la radio y la

encendió, sin prestar apenas atención aalguien que anunciaba una cosa. Lachica cambió la emisora, y entonces seescuchó música de baile. Distante,pensó. Mucho más de lo que tú puedasimaginar. A muchas millas de distancia.Con mares y continentes y siglos de pormedio. Y se encontró de repentepensando en Ravenwood, en la última

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conversación que habían tenido, en lafuria del viejo, el jaleo que habíaarmado. Al recordar todas aquellascosas, se sintió triste, descontentoconsigo mismo; había permitido quenacieran unas ilusiones para luegodestrozarlas.

Marion se encaprichó contigo, y teaprovechaste de eso.

Tienes veintiocho años, se suponeque eres ya un hombre, y te hasaprovechado de la tontería de unachica, y la has desfigurado como teconvenía, sólo porque ella cree queestá enamorada de ti.

—Si quieres que me vaya, Indy, me

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voy —dijo Susan—. Si prefieres estarsolo, no me importa.

—No, no, quédate.Se oyó una llamada en la puerta;

unos pasos en el porche de la entrada.Indy salió del cuarto de estar, cruzó

el pasillo y vio a Marcus Brody a laentrada de la casa. Estaba riéndose,como si tuviera alguna noticia que dar,pero quisiera al mismo tiempo tardar lomás posible en descubrirla.

—Marcus, no te esperaba —dijoIndy.

—Yo creía que sí —contestó Brody,abriendo la puerta.

—Vamos al estudio —dijo Indy.

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—¿Qué es lo que pasa en el cuartode estar?

—Tengo compañía.—¡Ah! ¿Y qué más?Entraron en el estudio.—Lo has hecho, ¿no? —dijo Indy.

Brody sonrió.—Quieren que encuentres el Arca

antes que los nazis.Pasaron unos momentos antes de que

Indy pudiera hablar. Sentía unaexaltación, una impresión de triunfo. ElArca.

—Yo creo que he estado toda mivida esperando oír una cosa como ésta.

Brody miró el vaso que Indy tenía en

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la mano.—Hablaron con los de Washington.

Luego me consultaron a mí. Tenecesitan, Indiana. Te necesitan.

Indy se sentó detrás de la mesa, miróprimero el vaso, y echó luego unaojeada a la habitación. Sentía unaextraña emoción; aquello era mucho másque libros, y artículos y mapas, muchomás que especulaciones, teorías deeruditos y debates, ahora era un sentidode la realidad el que remplazaba a todaslas palabras e ilustraciones.

—Ya puedes imaginarte que, dadasu mentalidad militar, no se tragan todoeso del poder del Arca y demás. Ellos

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no quieren admitir semejantesinvenciones. Después de todo, sonsoldados, y a los soldados siempre lesgusta pensar que ellos son muy realistas.Lo que quieren es el Arca, y meatrevería a decir que a causa de su«significación histórica y cultural», yporque consideran que «un objeto taninapreciable no debe caer en manos deun régimen fascista». Y, si no lo dicencon esas mismas palabras, lo hacen conotras muy parecidas.

—Lo que digan no importa.—Aparte de eso, pagarán muy

bien…—Tampoco me importa el dinero,

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Marcus. —Indy levantó la mano, e hizoun gesto como si recorriera toda lahabitación—. El Arca representa todo loque para mí tiene de misterioso laarqueología, ya sabes, la historia queoculta sus secretos. Ésas cosas que estánahí enterradas, esperando que lasdescubran. Y eso no lo cambio por sudinero ni por todo lo que ellos puedanpensar.

Brody movió la cabeza, comoindicando que lo comprendía.

—El museo, naturalmente, sequedará con el Arca.

—Sí, claro.—Si es que existe… —dijo Brody,

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que hizo una pausa y añadió—: Nodebemos hacernos demasiadas ilusiones.

Indy se levantó.—Lo primero que necesito es

encontrar a Abner. Ése parece que ha deser el primer paso. Si Abner tiene lapieza del remate, tengo que conseguirlaantes de que lo haga lo oposición. ¿Noestás de acuerdo? Si no hay remate,voilá, no hay Arca. ¿Y dónde puedoencontrar a Abner? —Calló unmomento, al darse cuenta de que habíaido demasiado de prisa—. Creo que sépor dónde tengo que empezar.

—Ha pasado mucho tiempo, Indiana.Las cosas cambian.

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Indy se quedó mirándole unmomento. Su comentario le parecíaenigmático: Las cosas cambian. Luegocomprendió que Marcus Brody estabahablando de Marion.

—Puede que se haya suavizado algocon respecto a ti. Por otra parte, esposible que siga estando resentido. Enese caso, es de suponer que no querrádarte la pieza. Si es que la tiene.

—Esperemos lo mejor, hombre.—Siempre optimista, ¿no?—No, no siempre —dijo Indy—. El

optimismo puede ser mortal.Brody guardó silencio, empezó a

andar por la habitación y a hojear los

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libros. Luego miró a Indy con airepreocupado.

—Quiero que tengas cuidado,Indiana.

—Siempre lo tengo.—A veces eres muy insensato. Lo

sabes tan bien como yo. Pero el Arca esalgo muy distinto de todo lo que hasandado buscando hasta ahora. Es unacosa más gorda. Más peligrosa. —Brody cerró el libro de golpe, como siquisiera dar más énfasis a lo que iba adecir—. Yo no soy escéptico, comoesos militares. Yo creo que el Arcatiene sus secretos. Creo que tiene unossecretos muy peligrosos.

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Indy estuvo a punto de hacer unabroma, de decir algo que quitaraimportancia al tono melodramático de suamigo. Pero, por la expresión de sucara, comprendió que el hombre hablabaen serio.

—No quiero que te pierdas, Indiana,por grande que pueda ser el premio.¿Comprendes?

Los dos hombres se dieron la mano.Indy notó que la de Brody estaba

húmeda de sudor.

Una vez solo, Indy tardó mucho enacostarse; se sentía incapaz de dormir,

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incapaz de estar tranquilo. Iba de unahabitación a otra, apretando y abriendolas manos. Después de todos estos años,después de tanto tiempo, ¿estaríaRavenwood dispuesto a ayudarle?Suponiendo que tuviera la pieza,¿acudiría en su auxilio? Y detrás detodas esas preguntas quedaba todavíaotra. ¿Seguiría Marion estando con supadre?

Continuó yendo de una habitación aotra, hasta que por fin se sentó en suestudio y puso los pies encima de lamesa. Contempló todos los objetos quehabía allí metidos, luego cerró los ojos,tratando de ver las cosas un poco más

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claras, y volvió a levantarse. Cogió deuno de los estantes una copia del diariode Ravenwood, un regalo que le habíahecho el viejo cuando todavía eranbuenos amigos. Indy empezó a pasar laspáginas y a ver que lo que había allíapuntado era una desilusión tras otra:una excavación que no había dado loque prometía, otra que sólo habíarevelado mínimos y desesperantesindicios sobre cuál podría ser elparadero del Arca. Lo que se descubríaen aquellas páginas era una obsesión, labusca descorazonadora de un objetoperdido de la historia. Pero el Arca eraalgo que podía llegar a metérsete en la

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sangre, a llenar el aire que respirabas.Comprendía la obsesión del viejo, suentrega a una sola cosa, esa especie deansiedad que le había llevado de un paísa otro y de una esperanza a otra. Eso eratodo lo que daban de sí las páginas, peroallí no se hablaba para nada de la piezadel remate. Ni una sola vez.

Las últimas líneas del diariohablaban del Nepal, y de los planes parahacer otra excavación. Nepal, pensóIndy: el Himalaya, el terreno más ásperode la Tierra. Y muy lejos de todo lo quelos alemanes pudieran estar haciendo enEgipto. Tal vez Ravenwood se habíatopado con alguna otra cosa allí, una

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nueva pista para descubrir el Arca. Talvez todo lo que siempre se había dichode Tanis estaba equivocado. Pero nopasaba de ser una conjetura.

Nepal. Era un sitio por dondeempezar.

Era un comienzo.Siguió mirando el diario un

momento, y luego lo cerró. Le habríagustado saber cómo iba a reaccionarRavenwood.

Y cómo iba a responder Marion.

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4

BERCHTESGARDEN,ALEMANIA

Dietrich no se encontraba a gusto encompañía de Rene Belloq. Y no eratanto la falta de confianza que leinspiraba el francés, la sensación quetenía de que Belloq se mostrabaigualmente cínico en cualquier momento;lo que le molestaba a Dietrich era más

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bien su extraño carisma, la idea de que apesar de todo uno quería agradarle, quete atraía, hicieras lo que hicieras.

Estaban los dos sentados en unaantesala de Berchtesgaden, el refugio demontaña del Führer, un lugar en el queDietrich no había estado nunca, y que leinspiraba cierto terror. Pero veía queBelloq descansaba con toda comodidad,con las piernas extendidas, y sin darmuestras de ninguna preocupación. Alcontrario, podría haber estado sentadoen algún cafetucho francés, un café comoaquel de Marsella en donde le habíaconocido Dietrich. No tiene respeto,pensó. No tiene noción de la

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importancia de las cosas. Estabaindignado ante la actitud del arqueólogo.

Escuchó el repiqueteo de un reloj, elsonido agradable de sus campanadas.Belloq dio un suspiro, cambió deposición las piernas, y miró su reloj depulsera.

—¿Qué es lo que estamosesperando, Dietrich?

Dietrich no pudo menos de hablar envoz baja:

—El Führer nos verá cuando estédispuesto, Belloq. Debe usted de creerque no tiene otra cosa que hacer queponerse a hablar de una pieza de museo.

—«Una pieza de museo».

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Belloq dijo esas palabras conabsoluto desprecio, mirando al alemándesde el otro lado de la habitación. Quépoco sabían, pensó. Qué mal entendíanla historia. Ponían su fe en todo lo queno la merecía: levantaban arcosmonumentales, organizaban desfiles alpaso de la oca, y eran incapaces decomprender que el terror sagrado de lahistoria es algo que no puede crearse avoluntad. Porque es algo que ya existe,algo que no puedes aspirar a crear afuerza de supuestas grandezas. El Arca:sólo pensar en la posibilidad dedescubrir el Arca le hacía sentirseimpaciente. ¿Por qué tenía que hablar

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con ese desgraciado alemán, pintoraficionado? ¿Por qué tenía que asistir auna reunión con ese hombre cuando yahabían empezado las excavaciones enEgipto? ¿Qué iba a enseñarle a élHitler? Nada, pensó. Absolutamentenada. Algún sermón, una diatriba contralo que fuera. Un discurso sobre lagrandeza del Reich para demostrar que,si existía el Arca, era a Alemania aquien pertenecía.

¿Qué era lo que podía saber ningunode ellos?

El Arca no pertenecía a nadie. Sitenía secretos, si guardaba esa clase depoder que le atribuían, quería ser él el

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primero que la descubriera, no era unacosa que pudiera dejarse en las manosdel maniático que en ese mismomomento estaba en otra habitación delrefugio de montaña, y le tenía allíesperando.

Suspiró impaciente, y cambió depostura en la silla.

Luego se levantó, fue a la ventana ymiró hacia las montañas, pero casi sinverlas, sin darse apenas cuenta de queestaban allí. Estaba pensando en elmomento de abrir el cofre, levantar latapa y ver los restos de las tablas depiedra que bajó Moisés del monteHoreb. Era muy fácil imaginar su mano

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levantando la tapa, el sonido de supropia voz, y luego el momento de larevelación.

El momento de toda una vida: nohabía premio comparable al Arca de laAlianza.

Cuando se retiró de la ventana,Dietrich estaba mirándole. El alemánnotó la extraña expresión de los ojos deBelloq, la débil sonrisa de su boca queparecía dirigida hacia adentro, como siestuviera divirtiéndose muchísimo conalguna broma particular, una idea que lehacía mucha gracia. Comprendióentonces hasta dónde llegaba su falta deconfianza, pero eso ya era asunto del

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Führer, era el Führer el que habíapedido lo mejor, el que había dicho quellamaran a Rene Belloq.

Dietrich oyó que el reloj daba elcuarto. Escuchó ruido de pasos en algúnlugar del edificio. Belloq miró hacia lapuerta. Pero los pasos se esfumaron yBelloq, en voz baja, soltó un taco enfrancés.

—¿Cuánto tiempo se supone quetenemos que seguir esperando? —preguntó Belloq.

Dietrich se encogió de hombros.—No me lo diga. El Führer se rige

por un reloj que no tiene nada que vercon el que usamos los simples mortales.

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Es posible que tenga ideas originalessobre su propio tiempo. Quizá crea tenerun profundo conocimiento de lo que esla naturaleza del tiempo, ¿no? —Belloqhizo un gesto de desesperación con lamano, y luego sonrió.

Dietrich no sabía qué hacer, estabaobsesionado por la idea de que en elcuarto había micrófonos, y que Hitlerestaba oyendo todas las locuras quedecía aquel hombre.

—¿Pero no hay nada que le démiedo, Belloq?

—Podría contestarle, Dietrich, peropongo en duda que fuera usted aentender de qué estaba hablando.

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Volvieron a quedar en silencio.Belloq se fue otra vez a la ventana. Cadamomento que pasara allí metido, era unmomento menos en Egipto, pensó. Ycomprendía que el tiempo eraimportante, que se divulgaría la noticiade las excavaciones, que no podíamantenerse en secreto para siempre. Suúnica esperanza era que el servicio deseguridad alemán sería bueno.

—No me ha explicado usted condetalle, y sería muy interesante, cómopuede conseguirse la pieza del remate.Necesito saberlo.

—De eso ya nos hemos ocupado —dijo Dietrich—. Se ha enviado gente…

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—¿Qué clase de gente, Dietrich?¿Hay algún arqueólogo entre ellos?

—Bueno, no…—¿Criminales, Dietrich? ¿Alguno de

sus matones?—Profesionales.—Sí, pero no arqueólogos

profesionales. ¿Y cómo van a saber sidescubren la pieza? ¿Cómo se suponeque van a saber que no es un fraude?

Dietrich sonrió.—El secreto reside en saber dónde

hay que buscar, Belloq. No dependeúnicamente de saber qué es lo que estásbuscando.

—A un hombre como Ravenwood no

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es fácil forzarle —dijo Belloq.—¿He hablado yo de coacción?—No hacía falta que lo hiciera. Veo

lo necesaria que es, y basta. En ciertosterrenos, no creo que pueda decirse quesoy un hombre muy escrupuloso. Enrealidad, más bien diría que todo locontrario.

Dietrich movió la cabeza. Volvierona oírse pasos al otro lado de la puerta.Esperó. La puerta se abrió, y entró unayudante de uniforme, con la guerreranegra que tanto le molestaba a Dietrich.No dijo nada, se limitó a hacer unainclinación de cabeza para indicar quedebían seguirle.

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Belloq fue hacia la puerta. Lacapilla íntima, pensó. El santuario delpintor casero y bajito que sueña conencarnar el espíritu de la historia, perono acierta a comprender la verdad. Laúnica historia que le interesaba aBelloq, la única historia que teníasentido, estaba enterrada en losdesiertos de Egipto. Con suerte, pensóBelloq. Con un poco de suerte.

Vio que Dietrich iba delante de él.Un hombre nervioso, está tan pálidocomo si caminara hacia el patíbulo,aunque, eso sí, con la mayor dignidad.

A Belloq le divirtió la idea.

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5

NEPAL

El DC-3 volaba sobre las laderasblancas de las montañas, atravesaba decuando en cuando barreras de niebla,grandes bancos de nubes. Los picos dela cordillera apenas se distinguían,estaban cubiertos por las nubes, nubesque parecían inmóviles y sólidas, comosi ningún viento del invierno fuera a

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poder nunca dispersarlas.Una ruta tortuosa, pensó Indy, que

iba mirando por la ventanilla, tortuosa ylarga: a través de los Estados Unidoshasta San Francisco, luego, el Clipperde la Pan Am a China, para llegar,después de muchas paradas, a HongKong; en otro avión desvencijado aShanghai y, por último, en este cacharro,hasta Katmandú.

A Indy se le puso la carne de gallinaal pensar en las heladas soledades delHimalaya. Los increíbles riscos, loscanales y valles que no figuran en losmapas, la enorme capa de nievecubriéndolo todo. Una región

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inconcebible, en la que a pesar de todoflorecía la vida, donde la gente se lasarreglaba para sobrevivir, trabajar yamar. Cerró el libro que había estadoleyendo —el diario de AbnerRavenwood— y miró hacia el otroextremo del pasillo del avión. Puso lamano en el bolsillo interior de lachaqueta y palpó el montón de dineroque llevaba allí, lo que Marcus Brodyhabía llamado «un anticipo de losmilitares USA». Llevaba más de cincomil dólares, y había empezado a pensaren ellos como arma de persuasión si laactitud de Abner Ravenwood hacia élseguía siendo la misma. Un tiento para

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ver si podía sobornarle, la mordida. Erade suponer que el viejo andaría falto dedinero; Indy no sabía que desde hacíaaños hubiera ocupado ningún cargo en laenseñanza oficial. Habría tenido quepasar por el gran azote de todadisciplina académica: la dificultad deconseguir fondos. El platillo que teníasque estar haciendo resonar todo eltiempo. Cinco de los grandes, pensóIndy, era más dinero del que habíallevado en toda su vida. Una pequeñafortuna, realmente. Y eso le hacíasentirse a disgusto. Nunca se habíatomado en serio la cuestión del dinero, ytodo lo que hacía era gastarlo en cuanto

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lo había ganado.Cerró los ojos un rato, pensando si

Marion seguiría viviendo con su padre.No, no era probable. Se habría hechomayor, y se habría marchado, a lo mejorestaba casada y vivía en América. ¿Y siestaba todavía con su padre? Entonces,¿qué? Y, de repente, sintió que no teníaninguna gana de encontrarse conRavenwood.

Claro que habían pasado muchosaños. Las cosas tenían que habercambiado.

Pero a lo mejor no, a lo mejor nohabían cambiado para una persona tanobcecada como Abner. Un resentimiento

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era un resentimiento y, si un colega tuyotenía un lío con una hija tuya, con tuniña, el resentimiento podía durarmucho. Indy dejó escapar un suspiro.Una debilidad, pensó. ¿Cómo no pudisteser más fuerte entonces? ¿Por qué tedejaste llevar de esa manera?¿Enredarte así con una chiquilla? Peroes que no parecía una chiquilla, era másbien una niña mujer, tenía unos ojos quehacían pensar en algo más que unaadolescente.

Déjalo, pensó, olvídate de ello.Ahora tienes otras cosas en la

cabeza. Y el Nepal no es más que unpaso en el camino hacia Egipto.

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Un paso muy largo.Indy notó que el avión empezaba a

bajar, al principio de una forma casiimperceptible, luego ya claramente,mientras se dirigía a la pista deaterrizaje. Vio que entre la inmensidadnevada aparecían las luces de unaciudad. Cerró los ojos, y esperó quellegara ese momento en que las ruedastocan el suelo y el avión va haciendo unruido por la pista hasta quedar frenado.Luego iba ya hacia el edificio de laterminal, poco más que un hangar queparecían haber convertido en punto dellegadas y salidas. Se levantó delasiento, recogió sus libros y papeles,

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sacó la bolsa que llevaba debajo delasiento, y empezó a andar por el pasillo.

Indiana Jones no se fijó en unhombre con gabardina que estaba detrásde él. Un pasajero que había subido enShanghai, y que no había dejado devigilarle durante la última parte delviaje.

El viento que soplaba en elaeropuerto era como un cuchillo. Indybajó la cabeza y corrió hacia el hangar,con una mano en el sombrero para queno se le volara, y en la otra la bolsa delona. El interior del edificio no estabamucho más caliente; parecía que allí laúnica calefacción era la que pudieran

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proporcionar los cuerpos hacinadosdentro de él. Pasó pronto todos lostrámites de la aduana, y en seguida sevio asaltado por los mendigos, niñoscojos, niños ciegos, un par de hombresparalíticos y unos cuantos seres tanconsumidos que le era imposibledistinguir su sexo. Se agarraban a élimplorando una limosna, pero, como yasabía lo que eran los mendigos en otraspartes del mundo, sabía también que lomejor era no darles nada. Se abrió pasoentre ellos, asombrado de la actividadque había allí dentro. Parecía tanto unbazar como el edificio de un aeropuerto,atestado de puestos, animales y toda la

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frenética actividad de un mercado.Había hombres que tostaban bollosdulces encima de unos braseros, otrosque jugaban a los dados entre grandesvoces, y otros que parecían asistir a unasubasta de burros: unos pobres animalesatados unos a otros, nada más que piel yhuesos, con los ojos tristes y el pelohecho jirones. Los mendigoscontinuaban persiguiéndole. Él andabaahora más de prisa, pasaba por delantede los puestos de los que cambiabandinero, los vendedores de unas frutas yverduras que no sabía qué eran, losmercaderes de alfombras, pañuelos yropas hechas de pelo de yak, los

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primitivos tenderetes de comidas ybebidas frías, perseguido siempre porlos olores, por el tufo de la grasaquemada, el olor de los perfumes y delas especias raras. Oyó que alguiengritaba su nombre, y se paró,balanceando la bolsa a un lado y a otropara espantar a los mendigos. Miróhacia donde había sonado la voz, y viola cara de Lin-Su, que todavía leresultaba familiar después de tantosaños. Se acercó al chino, y los dos sedieron un gran apretón de manos. Lin-Su, con su cara arrugada y una sonrisaque descubría una boca casi sin dientes,cogió a Indy por el codo y le acompañó

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hasta la calle. El viento llegaba aullandodesde las montañas, un viento salvaje yloco que barría las calles como siquisiera cumplir una venganza. Serefugiaron en el quicio de una puerta, sinque el chino soltara el brazo de Indy.

—Me alegro de volver a verle —dijo Lin-Su en un inglés que era a la vezagradable y extraño, un poco torpe porla falta de uso—. Han pasado muchosaños.

—Demasiados —dijo Indy—.¿Doce, trece?

—Dice usted bien, doce… —Lin-Suhizo una pausa y miró a la calle—.Recibí su aviso, naturalmente. —Volvió

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a callar, atraído por alguien a quienhabía visto en la calle, una sombra quecruzaba una puerta—. Perdone lapregunta, ¿le está siguiendo alguien?

Indy se quedó asombrado.—Yo no me he dado cuenta de que

me siguiera nadie.—No importa. Los ojos engañan.Indy miró hacia la calle. Lo único

que veía eran los postigos de laspequeñas tiendas y la luz de una lámparade petróleo sobre la puerta abierta de uncafé.

El chino vaciló un momento y luegodijo:

—He hecho algunas averiguaciones,

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como me pidió.—¿Y qué?—En un país como éste es muy

difícil obtener información en pocotiempo. Ya lo sabe usted. La falta decomunicaciones. Y el mal tiempo, claro.La maldita nieve lo dificulta todo. Elsistema telefónico, donde lo hay, es muyprimitivo. —Lin-Su se echó a reír—. Apesar de eso, puedo decirle que laúltima vez que se oyó hablar deRavenwood estaba en la región dePatán. Eso puedo asegurárselo. Todaslas otras cosas que he podido sacar nopasan de ser rumores y no vale la penahablar de ellas.

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—¿Patán? ¿Y cuánto tiempo hace deeso?

—Es difícil saberlo. Como cosasegura, hace tres años. Amigo mío, lepresento mis disculpas por no haberpodido hacerlo mejor.

—Lo ha hecho muy bien —dijo Indy—. ¿Y hay alguna probabilidad de queesté todavía allí?

—Puedo decirle que nadie ha tenidonoticias de que haya dejado este país.Fuera de eso… —Lin-Su empezó atiritar y se subió el cuello del abrigo.

—Ya es algo —dijo Indy.—Habría querido que fuera algo

más, naturalmente. No he olvidado la

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ayuda que usted me prestó la última vezque estuve en su gran país.

—Todo lo que hice fue hablar con elServicio de Información, Lin-Su.

—Sí. Pero les dijo que yo estabaempleado en su museo, cuando la verdadera que no lo estaba.

—Una mentira sin consecuencias —dijo Indy.

—¿Y qué es la amistad sino unasuma de favores?

—Tiene usted razón.Indy no se encontraba nunca muy a

gusto entre todas esas finezas orientales,esos comentarios que parecían sacadosde los escritos de un Confucio de tercera

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clase. Pero comprendía que la actuaciónchina de Lin-Su era algo casiprofesional, que hablaba en la forma enque los occidentales esperaban que lohiciese.

—¿Cómo puedo ir yo a Patán?Lin-Su levantó un dedo.—Ahí sí que puedo ayudarle.

Realmente, ya me he tomado la libertad.Venga por aquí.

Indy siguió al hombrecillo calleabajo. Parado delante de un edificiohabía un coche negro de un aspecto muysingular. Lin-Su lo señaló con orgullo.

—Pongo mi automóvil a sudisposición.

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—¿Está seguro?—Desde luego. Encontrará usted

dentro el correspondiente mapa.—Estoy abrumado.—No tiene importancia.Indy dio la vuelta alrededor del

coche. Miró por las ventanillas, y vio elcuero de la tapicería roto, y los muellesque asomaban por ella.

—¿Qué clase de coche es? —preguntó.

—Me temo que es mestizo —dijoLin-Su—. Lo ha montado un mecánicoen China, y me lo ha enviado luegomediante cierta cantidad de dinero. Esen parte Ford y en parte Citroen. Y creo

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que puede tener también algunas piezasde un Morris.

—¿Y qué demonios hace usted pararepararlo?

—A eso sí puedo contestarle.Espero con toda mi alma que no seestropee nunca. —El chino se echó areír, y le entregó unas llaves a Indy—. Yhasta ahora ha resultado de fiar. Lo queno es poco, porque las carreteras sonmalísimas.

—Háblame de las carreteras dePatán.

—Malas. Pero, con un poco desuerte, se librará de la nieve. Siga laruta que he señalado yo en el mapa. Por

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ahí irá seguro.—No puedo agradecérselo lo

bastante —dijo Indy.—¿No va a quedarse a pasar la

noche?—Me temo que no.Lin-Su sonrió.—Tiene… ¿cómo dicen ustedes?

¡Ah, sí! Una fecha tope.—Eso es. Tengo una fecha tope.—Americanos —dijo Lin-Su—.

Siempre tienen fechas tope. Y siempretienen úlceras.

—Ulcera todavía no —contestóIndy, y abrió la puerta del coche. Crujíade mala manera.

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—El embrague va duro —dijo Lin-Su—. Y el volante no vale gran cosa.Pero le llevará a su destino, y volverá atraerle.

Indy dejó su bolsa en el asiento deatrás.

—¿Qué más puede pedírsele a uncoche?

—Buena suerte, In-di-an-a.Tal como lo pronunciaba Lin-Su,

sonaba a nombre chino.Se dieron la mano, y luego Indy

cerró la puerta del coche. Metió lallave, escuchó el gemido del motor, yvio que el coche arrancaba. Dijo adióscon la mano al chino, que iba ya calle

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abajo, radiante, como si se sintieraorgulloso de dejar su coche a unamericano. Indy miró el mapa, con laesperanza de que fuera exacto, porquedesde luego no podía contar con quehubiera señales de carretera en un sitiocomo aquél.

Llevaba varias horas conduciendopor las carreteras llenas de baches quehabía señalado Lin-Su en el mapa,sintiendo, cuando se hizo de noche, lapresencia de las montañas que selevantaban amenazadoras comofantasmas. Se alegraba de no poder ver

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los precipicios que había debajo de él.En algunos momentos, cuando lacarretera estaba bloqueada por la nieve,tenía que pasar muy despacio, salir aveces del coche, y retirar toda la nieveque podía para abrirse paso. Un lugardesolado. Más inhóspito que todo lo quepudiera imaginarse. Indy pensaba en loque sería vivir allí, en medio de uninvierno que parecía interminable. Eltecho del mundo, decían. Y no costabatrabajo creerlo, pero era un techo de lomás solitario. Lin-Su podía aguantarlo,pero es que probablemente no era malsitio para un chino que tenía allí susnegocios, importación y exportación de

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mercancías, a veces de naturaleza muydudosa. Nepal, el sitio por dondepasaba todo el contrabando del mundo,ya fueran objetos de arte robados,antigüedades o narcóticos. El sitiodonde las autoridades eran oficialmenteciegas y estaban siempre con las manosextendidas, esperando que se lasuntaran.

Indy conducía medio dormido,bostezando, y con ganas de poder tomarun café que le ayudara a seguir tirando.Kilómetros y kilómetros oyendo crujirlos muelles del coche, y el chapoteo delos neumáticos en la nieve. Y luego, derepente, antes de que pudiera consultar

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el mapa, se encontró en las afueras deuna ciudad, una ciudad que no teníaindicación ni nombre ninguno. Apartó elcoche a un lado de la carretera y abrióel mapa. Encendió la luz, y comprendióque tenía que haber llegado a Patán,porque en el mapa de Lin-Su no figurabaningún otro sitio que merecieraseñalarse. Atravesó despacio las afuerasde la ciudad, donde no había más quechozas miserables, casuchas de adobesin ventanas. Y luego llegó a lo queparecía la calle principal, una calleestrecha, poco más que un callejón, contiendas diminutas y pasadizos siniestrosque se perdían en las sombras. Paró el

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coche y miró a su alrededor. Una callebien extraña, demasiado silenciosa hastacierto punto.

Indy se dio cuenta de que venía otrocoche detrás. Pasó por su lado, hizo unviraje, como para evitarle, y volvió acoger velocidad. Al verlo desaparecer,Indy recordó que era el único coche quehabía visto en todo el camino.

Vaya un sitio dejado de la mano deDios, pensó, el que ha ido a elegirRavenwood. ¿Cómo podía parar allínadie?

Apareció alguien en la calle, alguienque venía hacia él. Era un hombre alto,con una chaqueta de piel, que iba dando

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tumbos de un lado a otro, como unborracho. Indy se bajó del coche, yesperó a que el de la chaqueta de pielllegara hasta donde estaba él parahablarle. El aliento le olía tanto a vino,que Indy tuvo que apartar la cara.

El hombre, como si esperara que leatacasen, se retiró también unos pasos.Indy extendió los brazos, con las palmasde las manos hacia arriba, en un gestoclaramente inofensivo. Pero el hombreno se acercó. Miraba con desconfianza aIndy. Parecía un mestizo, la forma de losojos hacía pensar en un oriental, perotenía unos pómulos salientes queindicaban un origen eslavo. Vamos a

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probar alguna lengua, pensó Indy.Empecemos por el inglés.

—Estoy buscando a Ravenwood —dijo. Y en seguida pensó: esto esabsurdo, en plena noche, en un lugardesierto, y buscando a una persona en unidioma que lo más probable es que noquiera decir nada—. Un hombre que sellama Ravenwood.

El hombre se quedó mirándole, sinentender nada. Abrió la boca.

—¿Conoce. Usted. A alguien.Llamado. Ravenwood? —Biendespacio. Como si estuviera hablandocon un idiota.

—¿Raven-wood? —dijo el hombre.

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—Acertaste, amigo —contestó Indy.—Raven-wood. —El hombre

parecía saborear la palabra, como sifuera un dulce de sabor exótico.

—Sí, eso es. Y estoy viendo que nosvamos a pasar aquí la noche —dijoIndy, desanimado, y sintiendo un terriblecansancio.

—Ravenwood.El hombre sonrió, dio media vuelta,

y señaló un punto de la calle, Indy miróen esa dirección y vio una luz a lo lejos.El hombre cerró un poco la mano, y sela llevó a la boca, como si bebiera.Ravenwood, repetía una y otra vez, sindejar de señalar. Empezó a mover la

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cabeza con fuerza. Indy comprendió quetenía que ir al sitio donde estaba la luz.

—Muy agradecido —dijo.—Ravenwood —seguía diciendo el

hombre.—Sí, muy bien, muy bien.Indy fue hacia el coche. Siguió calle

abajo, se paró delante de la luz quehabía señalado el hombre, y sóloentonces comprendió que era unataberna, y una taberna que contra todo loque pudiera esperarse tenía un letrero eninglés: the rayen (El Cuervo). TheRaven, pensó Indy. Aquél tío se habíaequivocado. Estaba borracho y no lohabía entendido. Pero si era el único

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tugurio abierto que había en aquelpueblo, podía entrar y ver si habíaalguien que pudiera saber algo. Se bajódel coche, y oyó el ruido que salía de lataberna, el jolgorio que podía esperarsede un grupo de bebedores que hadedicado varias horas a la tarea dehacerse polvo. Era un ruido que legustaba, al que estaba acostumbrado, ynada le habría complacido más quepoder unirse a los juerguistas. Huy, huy,se dijo. No has hecho un viaje tan largopara emborracharte como un turistaperdido que quiere conocer los bajosfondos de la localidad. Has venido aquípara algo. Para algo que sabes muy bien.

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Se acercó a la puerta. En tus buenostiempos ya has estado en sitios bienendemoniados, se dijo. Pero éste esseguro que se lleva la palma. Lo que vioante sí al entrar en la taberna fue unaextraña colección de borrachos y unadisparatada mezcolanza de razas. Eracomo si alguien hubiera cogido uncucharón, lo hubiera metido en unatinaja llena de los más variados tiposétnicos, y hubiera ido a derramarla en laoscuridad de aquel páramo solitario.Realmente, éste se lleva el premio,pensó Indy, riéndose para sus adentros.Guías sherpas, nepaleses, mongoles,chinos, indios, montañeros barbudos,

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que en aquella situación parecíanhaberse caído de una escalera, y otraserie de tipos furtivos cuyo origen noera posible establecer. Esto es el Nepal,pensó, y éstos son los que dirigen todoel tráfico internacional de narcóticos,contrabandistas, bandidos. Indy cerró lapuerta, y vio un gran cuervo disecado,con las alas extendidas, colocado detrásdel mostrador de la taberna. Un siniestrorecordatorio, pensó. Y hubo algo másque empezó a inquietarle, la extrañasemejanza entre el nombre de Abner y elnombre de la taberna. ¿Puracoincidencia? Avanzó hacia el interiordel local, que olía a sudor, a alcohol y a

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humo de tabaco. Notó también en el aireel perfume dulce y aromático del hachís.

Algo estaban celebrando junto almostrador, donde se había reunido lamayor parte de la clientela. Debía de seruna apuesta. Había una serie de vasosalineados, y un hombre alto, que hablabacon acento australiano, se apoyabainseguro en el mostrador y alargaba lamano para buscar a tientas su próximotrago.

Indy se acercó. Sí, una apuesta a verquién bebía más. Y pensó quién podríaser el que competía con el australiano.Se abrió paso, para poder verle.

Cuando le vio, cuando reconoció al

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competidor, sintió un mareo, algo que leatenazaba el pecho, un dolor agudo,como una puñalada. Y por unossegundos el paso del tiempo pareciótrastornarse, cambiar como en un paisajepintado hace muchos años pero que seconserva intacto.

Una ilusión. Un espejismo. Meneó lacabeza, como si ese movimiento pudieravolverle a la realidad.

Marion.Marion, pensó.El pelo oscuro que le caía sobre los

hombros en grandes ondas; los mismosgrandes ojos castaños e inteligentes, quemiraban el mundo con un ligero

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escepticismo, una incredulidad hacia loque se consideraba el comportamientohumano, ojos que siempre parecían verdentro de ti, como si te penetrasen hastael alma; la boca, quizá la boca era loúnico un poco distinto, algo más dura, yel cuerpo un poco más lleno. Pero eraMarion, la Marion que él recordaba.

Y allí estaba, metida en una pruebade resistencia con un oso australiano. Sequedó mirándola, sin atreverse aavanzar, mientras la multitud hacía susapuestas. Hasta al espectador másinocente le hubiera parecido muy difícilque una mujer, que ni siquiera era muyalta, pudiera aguantar más que el

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australiano. Pero estaba trasegandovasos, desafiando al hombre mano amano.

Sintió que algo dentro de él, algoque tenía muy arraigado, se ablandabade repente. Quería sacarla de aquelmanicomio. No, se dijo. Ya no es unaniña, ahora ya no es la hija de Abner,ahora es una mujer, una mujer muyguapa. Y sabe lo que está haciendo.Sabe tener cuidado de sí misma, inclusoaquí, en medio de esta mezcla dedegenerados, bandidos y bebedores.Marion se bebió otro vaso. La multitudrugió. Cayó más dinero sobre elmostrador, y hubo nuevos alaridos. El

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australiano se tambaleó, intentó alcanzarun vaso, no pudo hacerlo, y se desplomóhacia atrás como un árbol talado. Indyestaba impresionado. Vio que ella seechaba el pelo para atrás, cogía eldinero del mostrador y daba voces ennepalés a los bebedores. Aunque noconocía la lengua, por el tono de su vozse comprendía que estaba diciéndolesque la diversión había terminado. Peroquedaba todavía un vaso en elmostrador, y ellos no estaban dispuestosa moverse mientras no se lo bebiera.

Ella los miró, y luego dijo:«¡Zánganos!». Y se bebió el últimovaso de un trago. La turba volvió a

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gritar, Marion levantó los brazos en alto,y los hombres empezaron a dispersarse,y a ir de mala gana hacia la puerta. Elencargado de la taberna, un nepalés alto,para asegurarse de que salían, losacompañaba hasta la calle. Llevaba unhacha en la mano. En un tugurio comoéste, pensó Indy, es posible que hagafalta algo más que un hacha para decirque es la hora de cerrar.

Los últimos rezagados ya estabanfuera, y la taberna había quedado vacía.

Marion se metió detrás delmostrador, alzó la cabeza y miró a Indy.

—¿No me ha oído? ¿Está sordo oqué le pasa? Es hora de cerrar.

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¿Comprende? ¿Bairra chuh kayho?Se acercó a él y, al darse cuenta de

quién era, se detuvo.—Hola, Marion.Ella no se movió.Seguía mirándole nada más.Él trataba de verla tal como era

ahora, de no acordarse de cómo eraantes, pero le resultaba difícil. Volvió atener la misma sensación de hacía unrato, pero esta vez en la garganta, comosi tuviera algo atravesado allí.

—Hola, Marion —dijo otra vez, y sesentó en un taburete.

Hubo un momento en que creyó vercierta emoción en sus ojos, algo que aún

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se conservaba en su mirada, pero lo quehizo después le dejó asombrado. Cerróel puño, movió el brazo con granrapidez y le pegó un buen puñetazo en lamandíbula. Atontado, cayó del taburete,y se quedó en el suelo, mirándola.

—Me alegro mucho de verte —dijo,frotándose la mejilla y sonriendo.

—Levántate y vete.—Espera, Marion.Estaba de pie delante de él.—Puedo repetirlo con toda facilidad

—dijo, y volvió a cerrar el puño.—Me apuesto lo que quieras —dijo.Se puso de rodillas. Le dolía la

mandíbula espantosamente. ¿Dónde

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habrá aprendido a pegar de esa manera?Claro que si vamos a eso, ¿dónde habráaprendido a beber tan bien? Sorpresa,sorpresa, pensó. La niña se convierteen mujer, y la mujer resulta una fiera.

—No tengo nada que decirte.Se puso de pie, y se sacudió el

polvo del traje.—Muy bien, muy bien —dijo—. Es

posible que no quieras hablar conmigo.Eso sí que puedo entenderlo.

—Eres muy listo.Ésa amargura, pensó Indy. ¿Merecía

él tanta amargura? A lo mejor sí que sela merecía.

—He venido a ver a tu padre.

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—Pues llegas con dos años deretraso.

Indy no perdía de vista al nepalés,que estaba acariciando su hacha. Untemible sujeto.

—Ya está bien, Mohán. Puedoarreglármelas sola. —Señalódespectivamente a Indy, y añadió—:Vete a casa.

Mohán dejó el hacha en elmostrador. Se encogió de hombros, y sefue.

—¿Qué quieres decir con eso de quellego con dos años de retraso? ¿Qué leha pasado a Abner?

Por primera vez. Marion se dulcificó

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un poco. Dio un suspiro, como siquisiera descargar alguna pena.

—¿Qué voy a querer decir? Se lollevó un alud. ¿Qué otra cosa iba apoder con él? Era lo más apropiado, sehabía pasado toda su maldita vidacavando. Por lo que yo sé, debe de estartodavía en la ladera de esa montaña,conservado en la nieve.

Se apartó de él y se sirvió una copa.Indy volvió a sentarse en el taburete.Abner muerto. Era inconcebible. Tuvola sensación de que le habían dado otrogolpe.

—Estaba convencido de que suamada Arca se había quedado por ahí, a

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medio camino de alguna montaña.Marion tomó un trago. Él veía que

algo de su dureza, algo de la cortezaexterior empezaba a resquebrajarse.Pero luchaba por evitarlo, luchabaporque no apareciera su debilidad.

—Cuando era una cría, me arrastrócon él por medio mundo por culpa desus dichosas excavaciones. Y luego va ydesaparece, sin dejarme ni un céntimo.¿Adivinas lo que tuve que hacer paravivir, Jones? Trabajé aquí. Y no eraprecisamente la dueña, ¿comprendes?

Indy la miró. Le hubiera gustadosaber qué era lo que sentía en aquelmomento, qué clase de extrañas

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sensaciones eran las que se agitabandentro de él. Le resultabandesconocidas, ajenas. Ahora, de repente,la encontraba sumamente frágil. Ysumamente guapa.

—El tipo que tenía la taberna sevolvió loco. Aquí, más pronto o mástarde, todo el mundo se vuelve loco. Asíes que cuando se lo llevaron, ¿te figuraslo que pasó? Que me había dejado esto.Todo para mí para el resto de mis días.¿Puedes imaginarte una maldición peor?

Era demasiado para poderabsorberlo, demasiado para tragarlo deuna sola vez. Indy quería decir algo quepudiera servirle de consuelo. Pero sabía

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que no iba a encontrar las palabras.—Lo siento —dijo.—Gran cosa.—Lo siento mucho.—Creí que estaba enamorada de ti.

Y ya ves lo que hiciste con tanmaravillosa idea.

—No tenía intención de herirte.—Era una niña.—Mira, hice lo que hice. No estoy

contento de haberlo hecho, no puedoexplicarlo. Y tampoco espero que túestés contenta.

—Hiciste mal, Indiana Jones. Ysabías que hacías mal.

Indy se quedó callado, pensando

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cómo podía uno disculparse por cosasque ya habían pasado.

—Si pudiera dar marcha atrás diezaños, si pudiera deshacer todo esemaldito asunto, créeme, Marion, que loharía.

—Sabía que ibas a entrar por esapuerta algún día. No me preguntes porqué. Pero lo sabía.

Indy puso las manos en el mostrador.—¿Y por qué no te volviste a

América?—Cuestión de dinero. Pura y

simplemente. Quiero volver un pocobien —dijo.

—A lo mejor puedo ayudarte. A lo

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mejor puedo empezar a servirte de algo.—¿Para eso has vuelto?Dijo que no con la cabeza.—Necesito una de las piezas que

creo tenía tu padre.La mano derecha de Marion volvió a

dispararse, pero esta vez Indy estabapreparado y la agarró por la muñeca.

—Hijo de perra, me gustaría quedejases en paz a ese viejo loco. Biensabe Dios que ya le hiciste bastantedaño mientras estaba vivo.

—Pagaré —dijo Indy.—¿Cuánto?—Lo suficiente para que puedas

volver a América satisfecha, desde

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luego.—¿Sí? La pena es que he vendido

todas sus cosas. Basura. Nada más queeso. Malgastó toda su vida en basuras.

—¿Todo? ¿Lo vendiste todo?—Pareces desilusionado. ¿Qué tal le

sienta a uno eso, señor Jones?Indy sonrió. Hasta cierto punto, se

alegraba de que ella tuviera esemomento de triunfo. Y luego pensó sisería verdad que había vendido todaslas cosas de Abner, y si realmentevaldrían tan poco.

—Me gusta verte triste. Te invitaré auna copa. ¿Qué quieres?

—Agua de seltz —dijo él, dando un

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suspiro.—¿Seltz? ¡Caramba!, los tiempos

han cambiado, Indiana Jones. Yoprefiero el whisky. Me gustan elbourbon, y la vodka, y también laginebra. Lo que no me atrae mucho es elcoñac. Ya he pasado de eso.

—Tienes mucho aguante ahora, ¿no?Ella sonrió.—Chico, esto no es precisamente

Schenectady.Indy volvió a frotarse la mejilla. De

repente se sentía cansado de aquelintercambio de ataques.

—¿Cuántas veces voy a tener quedecirte que lo siento? ¿Crees que podrás

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llegar a sentirte satisfecha?Le acercó un vaso de soda, y él se lo

bebió, haciendo un gesto de desagrado.Marion apoyó los codos en elmostrador.

—Puedes pagar en efectivo, ¿no?—Sí.—Dime qué es eso que estás

buscando. ¿Quién sabe? A lo mejorpuedo encontrar al tipo a quien se lovendí.

—Es una pieza de bronce en formade sol. Tiene un agujero, no exactamenteen el centro. Y un cristal rojo.Corresponde al remate del báculo. ¿Tesuena?

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—Quizá. ¿Cuánto?—Tres mil dólares.—No es bastante.—Bueno. Puedo llegar hasta cinco.

Y cobrarás más cuando vuelvas aAmérica.

—Parece un asunto importante.—Podría serlo.—¿Me das tu palabra?Indy asintió con la cabeza.—Ya me la diste otra vez, Indy. La

última vez que nos vimos me dijiste quevolverías, ¿te acuerdas?

—He vuelto.—Tan hijo de perra como siempre.Estuvo un momento callada,

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moviéndose junto al mostrador, y luegose acercó a él.

—Dame ahora cinco de los grandesy vuelve mañana.

—¿Por qué mañana?—Porque lo digo yo. Porque ya es

hora de que empiece a tomar algunasmedidas en lo que a ti se refiere.

Sacó el dinero y se lo dio.—Bueno. Confío en ti.—Eres un idiota.—Sí. Ya me lo han dicho.Se bajó del taburete. No sabía dónde

iba a pasar la noche. Suponía queencima de un montón de nieve, siMarion no cambiaba de idea. Se dispuso

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a salir.—Haz una cosa por mí —dijo ella.Se volvió para mirarla.—Bésame.—¿Qué te bese?—Sí, venga. Refréscame la

memoria.—¿Y si no quiero?—Entonces no vuelvas mañana.Indy se echó a reír. Se inclinó hacia

ella, sorprendido por la ansiedad quesentía, por el inesperado apasionamientodel beso, por la forma en que ella leagarraba del pelo, le obligaba a separarlos labios con la lengua, y la introducíasuavemente hasta el paladar. El beso de

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la niña era una cosa ya olvidada, ésteera un beso distinto, el beso de unamujer que ha aprendido a hacer el amor.

Se apartó de él, sonrió, y cogió sucopa.

—Ahora, sal de aquí, y vete alinfierno.

Vio que se iba y que cerraba lapuerta. Durante un rato, no se movió.Luego se quitó el pañuelo que llevaba alcuello. Tenía una cadena colgada sobreel pecho. Tiró de ella, y sacó unmedallón de bronce en forma de sol, conun cristal en el centro.

Se puso a frotarlo, pensativa, con elíndice y el pulgar.

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Indy iba tiritando de frío al dirigirseal coche. Se metió en él y estuvo allí unrato. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Estardando vueltas en aquel agujero hasta eldía siguiente? No era probable queencontrase en Patán un hotel de tresestrellas, y no le hacía ninguna graciatener que dormir en el coche.Amanecería congelado, hecho un polo.A lo mejor, pensó, si espero un poco, sesuaviza y puedo volver a entrar; a lomejor puede demostrarme algo de esahospitalidad que se supone suelen tenerlos hosteleros. Se llevó las manos a laboca y sopló en ellas para calentárselas;luego puso el coche en marcha. El

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volante estaba tan helado que dabamiedo tocarlo.

Indy arrancó despacio.No vio la sombra que estaba junto a

una puerta al otro lado de la calle, lasombra de un hombre que había subidoal DC-3 en Shanghai, un hombre que sellamaba Toht, y que había sido enviadoa Patán por la Colección deAntigüedades Especiales del TercerReich. Cruzó la calle, en compañía desus ayudantes: un asesino alemán quetenía un parche en un ojo, un nepalés conchaqueta de piel y un mongol quellevaba un fusil automático como sicualquier cosa que se moviera delante

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de él fuera a convertirse inmediatamenteen un blanco.

Se pararon delante de la puerta de ElCuervo, viendo cómo se alejaba elcoche de Indiana Jones entre el brillo delas luces de los pilotos.

Marion estaba pensativa delante delfuego, con un atizador en la mano. Dabagolpes a los carbones medio apagados y,de repente, a pesar de que no queríahacerlo, y a pesar de que lo considerabauna debilidad, se puso a llorar. Ésecondenado de Jones. Diez años por ahí,diez malditos años, y ahora aparece otravez en mi vida con más promesas de lassuyas. Y luego se olvidó de esos diez

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años, el tiempo voló como las páginasde un libro, y empezó a acordarse de loque había sido antes, cuando ella teníaquince años y creía que estabaenamorada del arqueólogo joven yguapo, el hombre contra quien le habíaprevenido su padre. «No vas a sacarmás que disgustos, aunque puedasolvidarlo con el tiempo». La primeraparte había resultado verdad, pero lasegunda no. A lo mejor lo que sí eraverdad era todo eso que decían de quenunca puedes olvidar al primer hombre,a tu primer amor. Y desde luego ellanunca había olvidado aquella delicia,aquel temblor, aquella sensación de que

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podía morirse sólo de pensar en lo queiba a ser el beso, el abrazo. Nada habíapodido llegar a aquella exaltación de lossentidos, aquella sensación de estarflotando en el aire como si no tuvieracuerpo, como si fuera a transparentarsesi la ponían a la luz.

Pensó que era una estúpida porponerse a llorar, sólo porque el señorarqueólogo había entrado tan ufano porla puerta. Que se vaya al infierno. Loúnico que tiene ahora es el dinero.

Se acercó al mostrador. Se quitó lacadena del cuello, y dejó el medallónallí encima. Recogió el dinero que habíadejado Indy, buscó una caja pequeña de

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madera, y lo metió en ella. Estabatodavía mirando el medallón, mediooculto bajo el cuerpo del cuervodisecado, cuando oyó un ruido en lapuerta. Vio que entraban cuatro hombresy comprendió en seguida que allí iba ahaber jaleo, y que el jaleo, comosiempre, lo había traído Indiana Jones.¿En qué demonios de lío me habrámetido?, pensó.

—Ya hemos cerrado. Lo siento.El de la gabardina, que tenía la cara

como una navaja barbera, sonrió.—No hemos venido a tomar nada —

dijo, con un marcado acento alemán.Miró luego a los acompañantes del

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de la cara de navaja, el nepalés y elmongol (Santo Dios, lleva un fusilautomático), que andaban por la taberna.Se acordó del medallón, que estabaencima del mostrador. El tipo del parcheen el ojo pasó muy cerca de él.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó.

—Pues la misma cosa que andabuscando su amigo Indiana Jones —dijoel alemán—. Estoy seguro de que le hahablado de ello.

—Pues no, lo siento.—¡Ah!, entonces es que ya lo tiene.—Creo que no le entiendo.El hombre se sentó, después de

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levantar la gabardina.—Perdone que no me haya

presentado. Toht. Arnold Toht.¿Preguntó Jones por cierto medallón?

—A lo mejor lo ha hecho… —Estaba pensando si le daría tiempo decoger la pistola que tenía en el estante,detrás del cuervo.

—No juegue a hacer el tontoconmigo —dijo Toht.

—Muy bien. Él va a volver mañana.¿Por qué no viene usted también ypodemos organizar una subasta, si esque le interesa tanto?

Toht movió la cabeza.—Me temo que no. Yo quiero

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tenerlo esta misma noche, Fräulein.Se levantó, se inclinó sobre el fuego,

y sacó el atizador de entre las brasas.Marion intentó fingir que bostezaba.—No lo tengo. Vuelva mañana.

Estoy cansada.—Siento que esté cansada. Pero a

pesar de eso…Hizo una señal con la cabeza. El

mongol agarró a Marion por detrás, y lepuso los brazos a la espalda, mientrasToht sacaba el hierro del fuego e ibahacia ella.

—Creo que ya sé lo que quiere —dijo ella—. Mire, podemos entendernos.

—Estoy seguro, estoy seguro.

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Toht dejó escapar un suspiro, comosi fuera un hombre cansado de laviolencia, pero el suspiro era engañoso.Avanzó hacia ella, y le puso el hierrojunto a la cara. Notaba el calor en lapiel. Volvió la cara hacia un lado, yluchó por soltarse de las manos delmongol, pero era un hombre demasiadofuerte…

—Espere, le diré dónde está.—Hija mía, eso ya ha tenido ocasión

de hacerlo.Un sádico de la vieja escuela, pensó.

El medallón no le importa un pimiento,lo único que le importa es ver la señaldel hierro en mi cara. Intentó otra vez

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soltarse, pero fue inútil. Bueno, ya lo heperdido todo, tampoco va a importarmucho que me estropeen la cara. Tratóde morder al hombre en el brazo, pero élle dio una bofetada, un golpe con sumano abierta que olía a cera.

Ella miraba fijamente el hierro.Demasiado cerca. A doce, diez,

ocho centímetros.El apestoso olor del hierro candente.Y luego…Luego todo ocurrió con tanta rapidez

que apenas pudo darse cuenta, fue unasucesión de movimientos que se leantojaban borrosos, como un dibujohecho a tinta que dejaras expuesto a la

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lluvia. Oyó un chasquido, un golpefuerte, y vio que la mano del alemán selevantaba, que el atizador volaba por losaires, se estrellaba contra la ventana, yempezaba a prender fuego a las cortinas.Notó que el mongol la soltaba, yentonces se dio cuenta de que habíavuelto Indiana Jones y estaba en lapuerta, con su famoso látigo en una manoy una pistola en la otra. Indiana Jones,llegando igual que la caballería en elúltimo minuto. ¿De dónde diablos hassalido?, le apetecía gritar. Pero lo quetenía que hacer era moverse, tenía quemoverse, el bar era un puro estruendo, elaire estaba tan cargado como la

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atmósfera en un día de tormenta. Corrióhacia el mostrador, y cogió una botella,en el mismo momento en que Tohtdisparaba contra ella, pero no laalcanzó, y Marion rodó por el suelo,entre un estrépito de cristales rotos.Disparos, un tiroteo ensordecedor quese le clavaba en los oídos.

El mongol levantó su fusil. Estáapuntando a Indy, directamente a Indy.Tengo que darle un golpe con algo,pensó. Cogió instintivamente el hachadel encargado de la taberna y, con todassus fuerzas, le dio un golpe en la cabezaal mongol, que cayó al suelo. Pero habíaalguien más en el bar, alguien que había

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entrado haciendo pedazos la puerta,como si fuera de cartón, y ella lereconoció en seguida, era un sherpa, unode los de allí, un hombre gigantesco aquien cualquiera podía comprar por unpar de tragos. Entró como un torbellino,agarró a Indy por detrás y le tiró alsuelo.

Y entonces Toht empezó a gritar:—¡Dispara, mátalos a los dos!El del parche volvió a la vida al oír

la orden de Toht. Tenía una pistola en lamano, y no había duda de que iba aseguir la orden al pie de la letra.Mientras ella se sentía morir de miedo,se produjo un nuevo suceso: como si se

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hubieran puesto de acuerdo parasobrevivir, Indy y el sherpa se lanzaronal mismo tiempo sobre la pistola queestaba en el suelo. Apuntaron alasaltante, y el arma se disparó y fue adarle en la garganta, lanzándole al otrolado del bar. Dio unos pasos hacia atrás,hasta quedar apoyado contra elmostrador, con una expresión en la caraque hacía pensar en un pirata condenadoal suplicio en una gran borrachera.

Y luego la lucha volvió a empezar,la misteriosa tregua entre una reunión defuerzas tan antinatural había llegado a sufin. La pistola había escapado de lasmanos de Indy y del sherpa, y los dos

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rodaban por el suelo, tratando de agarrarla escurridiza arma. Pero ahora Tohtpodía hacer blanco sobre Indiana.Marion cogió el fusil automático que sele había caído al mongol, e intentó vercómo funcionaba. ¡Cómo va a funcionar,pensó, si no es dándole al gatillo! Abriófuego, pero el arma rebotaba como loca.Los tiros pasaron silbando sobre lacabeza de Toht. Y entonces vio que lasllamas de las cortinas se extendían alresto del bar. Ésta pelea no va a ganarlanadie. El fuego es lo único que va aterminar con ella.

Se dio cuenta de que Toht estabaagazapado junto al mostrador, mientras

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las llamas estallaban a su alrededor,quemándolo todo. Lo ha visto. Ha vistoel medallón. Vio que alargaba la manohacia él, la expresión de alegría en sucara, y que de repente empezaba a gritar,porque el medallón le había quemado lamano, le había dejado estampados enella su forma y sus viejos signos. Eldolor le obligó a soltarlo, y corrió haciala puerta, tambaleándose, con la manoencogida. Indy seguía luchando con elsherpa, y el nepalés andaba alrededor deellos, en espera de poder pegarle un tiroa Indy. Marion intentó disparar con elfusil, pero estaba ya descargado. Seacordó de la pistola. La pistola que

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había detrás del cuervo. Mientras lasbotellas estallaban como cóctelesmolotov, se abrió paso entre las llamaspara ir a cogerla, y apuntó con ella alnepalés. Un buen tiro, pensó. Un tirocertero.

Pero aquel tipo no paraba quieto unmomento.

El humo la cegaba, la ahogaba.Indy le había dado una patada al

sherpa, se había apartado de él, y elnepalés tenía a tiro su cabeza. ¡Ahora,ahora!

Apretó el gatillo.El nepalés se levantó por los aires,

cayó hacia atrás al recibir el disparo.

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Entre el humo y las llamas, Indy miró aMarion, sonriente.

Recogió su látigo y su sombrero, ygritó:

—¡Salgamos de este infierno!—Pero después de haber cogido lo

que querías.—¿Está aquí?Marion dio una patada a una silla

ardiendo. Una viga del techo, en mediode una espectacular llamarada, cayó alsuelo, lanzando chispas y cenizas.

—¡Déjalo! —dijo Indy—. Lo quequiero es que salgas de aquí.

Pero Marion corrió hacia el sitiodonde Toht había dejado caer el

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medallón. Tosía, hacía esfuerzos por norespirar, y tenía los ojos doloridos yllenos de lágrimas a causa del humo,pero se agachó, recogió el medallón ylo envolvió en el pañuelo que llevaba alcuello. Luego fue a buscar la caja demadera del dinero.

¡Increíble! Estaba hecha cenizas.Cinco de los grandes convertidos enhumo.

Indiana Jones la agarró de la muñecay la arrastró hacia la puerta.

—¡Vámonos, Vámonos!Salieron al frío de la noche en el

mismo momento en que la tabernaempezaba a derrumbarse, mientras el

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humo y el fuego se elevaban en laoscuridad, como un alarde de fuerzadestructivo. Cenizas, brasas y maderasardiendo volaban del tejado en llamashacia la luna.

Indy y Marion, desde el otro lado dela calle, estaban mirándolo.

Se dio cuenta de que la mano de Indytodavía tenía agarrada su muñeca. Ésamano. Hacía ya tanto tiempo, habíanpasado tantos años, pero al recordar elcontacto, el roce de su piel contra la deella, quiso apartar esa sensación. Retiróla mano y se alejó un poco.

Se puso otra vez a contemplar elincendio, y durante un rato no dijo nada.

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Las maderas chisporroteaban y crujíancomo un cerdo puesto a chamuscar en unespetón.

—Creo que estás en deuda conmigo—dijo por fin—. Creo que es mucho loque me debes.

—¿Por ejemplo?—Por ejemplo, esto —dijo Marion,

y sacó el medallón—. Soy su socia,señor. Porque este aparato es todavía demi propiedad.

—¿Socia?—Eso es.Los dos se quedaron un rato mirando

el fuego, sin que ninguno de ellos sediera cuenta de que Arnold Toht se

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escabullía por las callejuelas que salíande la calle principal, como una rata queescapa por un laberinto.

Ya dentro del coche, Marionpreguntó:

—¿Y ahora, qué?Indy tardó un poco en contestar:—Egipto.—¿Egipto? —Marion le miró,

mientras el coche corría ya en laoscuridad—. Me llevas a los lugaresmás exóticos.

Se distinguían ya las siluetas de lasmontañas; la luna asomaba entre las

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nubes. Indy miraba cómo sedispersaban. Y de repente tuvo unsobresalto, una sensación extraña al oírreír a Marion.

—¿De qué te ríes?—De ti. De ti y de tu látigo.—No te rías de él, niña. Te salvó la

vida.—Cuando te vi, no podía creerlo.

Me había olvidado de tu bendito látigo.Y ahora me acuerdo de lo quepracticabas con él todos los días.Aquéllas botellas puestas en la pared ytú, delante de ellas, con el látigo. —Empezó a reírse otra vez.

Toda una historia, pensó Indy.

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Recordó la fascinación que siemprehabía tenido para él el látigo desde quevio a un hombre que lo manejaba en uncirco ambulante, cuando tenía sieteaños. Se había quedado pasmado al verlas cosas que hacía con él. Y luegotodas aquellas horas de práctica, unentusiasmo que nadie, ni siquiera élmismo, podría explicar.

—¿Vas alguna vez a una sitio sinllevarlo? —preguntó Marion.

—No lo llevo nunca a clase cuandotengo que dar una lección.

—Apuesto a que duermes con él.—Bueno, eso depende.Marion estuvo un momento callada,

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mirando las montañas del Himalaya enla noche. Luego preguntó:

—¿Depende de qué?—Adivínalo.—Me parece que ya lo he adivinado.Indy la miró, y luego volvió a fijar

los ojos en los baches de la carretera.

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6

LAS EXCAVACIONESDE TANIS, EGIPTO

Un sol que abrasaba la arena, quecaía como fuego sobre el desierto, de unlado a otro del horizonte. En un sitiocomo éste, pensó Belloq, no es difícilimaginarse el mundo como un yermoescaldado, un planeta sin vegetación, sinedificios, sin gente. Sin gente. Había

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algo en esa idea que le agradaba.Siempre había visto que la traición erala moneda más corriente entre los sereshumanos y, en vista de eso, se habíadedicado a traficar con ella también. Y,si no era la traición lo que mejorentendía la gente, entonces era laviolencia. Se cubrió los ojos paraprotegerse del sol, y se acercó a ver lasexcavaciones que se estaban haciendo.Una excavación bien hecha, claro queasí era como les gustaba hacer las cosasa los alemanes. Una cosa bien hecha, sinadornos superfluos. Metió las manos enlos bolsillos, y se puso a mirar loscamiones y las excavadoras, a

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contemplar a los obreros árabes, y a lossupervisores alemanes. Y al tonto deDietrich, que parecía imaginarse ser elamo de todo aquello, dando órdenes, yyendo de un lado a otro, comoperseguido por un torbellino.

Se paró, y siguió mirando, pero sinver realmente, como absorto en algunaotra cosa. Se acordaba de la reunión conel Führer, y de lo inaguantable que habíaestado el hombre-bajito. Entiendo quees usted el primer experto del mundoen esta materia, y yo quiero lo mejor.Insoportable e ignorante. Falsoscumplidos que acababan en desvaríos deretórica teutónica, los mil años del

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Reich, todo el grandioso tingladohistórico que sólo la cabeza de unlunático podía concebir. Belloq, al cabode un rato, había dejado de escucharle, yse había limitado a mirar con asombroal Führer, espantado de que el destinode un país pudiera ir a caer ensemejantes manos. Quiero el Arca, porsupuesto. El Arca pertenece al Reich.Una cosa tan antigua, le pertenece aAlemania.

Belloq cerró los ojos ante elimplacable sol. Oía el ruido de lasexcavaciones, las voces de los alemanesy, de cuando en cuando, las de losárabes. El Arca, pensó. El Arca no

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pertenece a ningún hombre, a ningúnpaís, a ninguna época. Pero sus secretosson míos, si es que tiene algún secreto.Abrió de nuevo los ojos, y se puso amirar los trabajos, el gran cráter abiertoen la arena, y sintió como un temblorespecial, tuvo la intuición de que el granpremio andaba cerca. Lo sentía, notabasu fuerza, podía oír el susurro quepronto se convertiría en un ruidoatronador. Sacó las manos de losbolsillos, y se quedó mirando elmedallón que tenía en la palma de unade ellas. Y lo que sintió al contemplarlofue una curiosa obsesión… y el miedode que pudiera acabar por rendirse a

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ella. Deseas con toda tu alma una cosadurante mucho tiempo, como él habíadeseado el Arca, y empiezas a sentir elfilo de una locura que es casi… ¿casiqué?

Divina.Quizá fuera ésa la locura de los

santos y de los fanáticos.Una visión tan aterradora que toda

realidad palidecía ante ella.Una sensación de poder tan

imposible de expresar, tan cósmica, quela débil estructura de lo que uno suponees el mundo real se rompía, sedesintegraba, y tú te quedabas con unconocimiento que, como el de Dios,

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sobrepasaba todas las cosas.Tal vez. Sonrió.Se apartó del sitio donde estaban

trabajando, al otro lado de los camionesy las excavadoras. Apretaba el medallónen la mano. Y luego pensó en cómo esosasesinos enviados por Dietrich a Nepalhabían echado a perder todo el asunto.Sintió rabia.

A pesar de todo, esos imbéciles sehabían traído una cosa que sí le servíade algo.

Fue un Toht quejumbroso el que lemostró la palma de su mano. Belloqsuponía que con la esperanza deconmoverle. Sin darse cuenta de que,

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grabada en su carne, traía unareproducción perfecta de lo que nohabía sabido conseguir.

Había resultado divertido ver a Tohtsentado horas y horas, mientras él,Belloq, iba sacando la copia. Trabajabacon todo cuidado, intentando reproducirel original. Pero no era el auténtico, elhistórico. Era lo bastante exacto comopara permitirle hacer sus cálculos en lacámara del mapa y en lo referente alPozo de las Ánimas, pero él lo quequería era el original.

Belloq guardó el medallón en elbolsillo y fue hacia donde estabaDietrich. Durante un buen rato no dijo

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nada, contento de ver que su presenciamolestaba hasta cierto punto al alemán.Dietrich dijo:

—Va bien, ¿no le parece?Belloq asintió con la cabeza, y se

cubrió los ojos. Estaba pensando en otracosa, en algo que le inquietaba. Y era lanoticia que uno de los esbirros deDietrich había traído de Nepal. IndianaJones.

Claro que ya tenía que haberpensado que Jones aparecería en escenamás pronto o más tarde. Jones era unengorro, aunque la rivalidad entre ellosdos terminara siempre con su derrota.Belloq creía que le faltaba astucia.

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Instinto. Garra.Pero ahora le habían visto en El

Cairo con una chica, que era la hija deRavenwood.

Dietrich se volvió hacia él ypreguntó:

—¿Ha decidido ya algo sobre eseotro asunto que discutimos?

—Creo que sí —dijo Belloq.—Presumo que será la decisión que

yo imaginaba tomaría.—Las suposiciones suelen ser

arrogantes, amigo.Dietrich le miró en silencio.Belloq sonrió.—En este caso, sin embargo, es

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posible que acierte.—¿Quiere que me ocupe de ello?—Creo que puedo confiarle los

detalles —dijo Belloq moviendo lacabeza.

—Naturalmente.

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7

EL CAIRO

La noche era caliente y tranquila, elaire parecía vacío. Era un aire seco, enel que se hacía difícil respirar, como sitoda la humedad se hubiera evaporadocon el calor del día. Indy estaba sentadocon Marion en un café, sin apartar casinunca los ojos de la puerta. Hacía yavarias horas que estaban andando por

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calles y callejuelas apartadas, evitandolas zonas céntricas, pero en ningúnmomento había dejado de tener laimpresión de que le vigilaban. Marionparecía cansada, exhausta, con el pelohúmedo de sudor. Indy comprendía queestaba cada vez más impaciente con él;ahora le miraba por encima del borde dela taza, como si estuviera acusándole. Élmiraba a la puerta, observaba a losclientes que entraban y salían, y a veceslevantaba la cara para respirar el pocoaire que llegaba de un ventiladorchirriante que había arriba.

—Al menos, podrías tener ladecencia de decirme cuánto tiempo

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vamos a estar escondiéndonos así —dijo Marion.

—¿Es eso lo que estamos haciendo?—Hasta un ciego vería que estamos

huyendo de alguien, Jones. Y empiezo apreguntarme por qué me fui de Nepal.Tenía un negocio que iba viento enpopa, no lo olvides. Un negocio que mequemaste tú.

La miró y sonrió al pensar en loatractiva que resultaba cuando estaba apunto de enfadarse. Alargó el brazo porencima de la mesa y puso su mano sobrela de ella.

—Estamos escondiéndonos de tipostan bromistas como los que encontramos

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en Nepal.—Bueno. Eso lo comprendo. Pero

¿por cuánto tiempo?—Hasta que tenga la impresión de

que podemos irnos.—¿Irnos adónde? ¿Qué es lo que

estás pensando?—No me faltan amigos.Marion lanzó un suspiro, se bebió el

café, y se reclinó en la silla, con losojos cerrados.

—Despiértame cuando te hayasdecidido, ¿quieres?

Indy se levantó, y la hizo levantarsetambién a ella.

—Éste es el momento. Ya podemos

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marcharnos.—¡Ay!, hermano. Justo cuando iba a

echarme una siestecita.Salieron a la calleja, que estaba casi

desierta.Indy se paró, miró a un lado y a otro,

luego la cogió de la mano y empezó aandar.

—¿Podrías darme una idea deadónde nos dirigimos?

—A casa de Sallah.—¿Y quién es Sallah?—El mejor excavador de Egipto.Tenía la esperanza de que Sallah

siguiera viviendo en el mismo sitio. Yotra esperanza aún más importante, la

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esperanza de que Sallah estuvieratrabajando en las excavaciones deTanis.

Se paró en una esquina, un punto delque salían dos callejuelas.

—Por aquí —dijo, sin soltar elbrazo de Marion.

Detrás de ellos, algo se movió entrelas sombras, algo que podía ser humano.Se movía sin hacer ruido, deslizándosesobre el pavimento; lo único que sabíaera que tenía que seguir a las dospersonas que iban delante.

Sallah recibió a Indy como si sólo

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hubieran pasado unas semanas desde laúltima vez que se vieron. Pero habíanpasado varios años. A pesar de eso,Sallah había cambiado muy poco. Losmismos ojos inteligentes en su caramorena, la misma alegría, la mismaacogida hospitalaria. Los dos seabrazaron, mientras la mujer de Sallah,que era alta y se llamaba Fayah, losinvitaba a entrar en la casa.

La cordialidad de la acogidaemocionó a Indy, que no tardó enencontrarse a sus anchas en aquella casatan confortable. Cuando se sentaron a lamesa en el comedor, para tomar unacena que Fayah había preparado tan de

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prisa que hacía pensar en un milagroculinario, Indy miró hacia la otra mesaque había en un rincón, donde estabansentados los hijos de Sallah.

—Algunas cosas sí que cambian —dijo. Se metió un trocito de cordero enla boca y señaló con la cabeza la mesade los chicos.

Sallah soltó una exclamación, y sumujer sonrió orgullosa.

—La última vez no había tantos.—Yo no recuerdo más que tres —

dijo Indy.—Pues ahora son nueve.—¡Nueve! —Indy movió la cabeza

con asombro.

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Marion se levantó de la mesa y fueadonde estaban los niños. Habló conellos, los acarició, jugó un poco, yvolvió a su sitio. Indy creyó ver que unacierta mirada, algo que no estaba claropero que sin duda tenía que ver con elamor a los niños, unía a Marion y Fayah.Él no había tenido nunca tiempo deocuparse de los niños; constituían paraél un embrollo que no echaba de menos.

—Hemos decidido pararnos ennueve —dijo Sallah.

—Me parece una medida muy sabia.Sallah cogió un dátil, lo saboreó un

momento en silencio, y luego dijo:—Me alegro mucho de volver a

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verte, Indiana. Me he acordado muchasveces de ti. Incluso pensé en escribirtepero soy poco aficionado a hacerlo. Ysupuse que tú lo eras todavía menos.

—Acertaste —dijo Indy, que cogiótambién un dátil. Era blando y delicioso.

Sallah estaba sonriente.—No quería preguntártelo tan

pronto, pero me imagino que no hasvenido hasta El Cairo sólo por verme amí. ¿Me equivoco?

—No.Sallah tenía ahora una expresión

maliciosa, como si estuviera enterado detodo.

—La verdad es que me atrevería a

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apostar por el motivo que te ha traídoaquí.

Indy miró a su amigo, sonrió, y nodijo nada.

—Y ya sabes que no soy jugador.—Sí, ya lo sé.—No se habla de negocios en la

mesa —dijo Fayah, con aire autoritario.Indy miró a Marion, que estaba

medio dormida.—Ya hablaremos más tarde.—Sí, luego, cuando todo esté

tranquilo —dijo Sallah.Hubo un momento de silencio, y

luego de repente un ruido espantoso,como si acabara de producirse una

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explosión en la mesa de los chicos.Fayah se volvió hacia ellos y trató

de imponer silencio. Pero los chicos nohicieron caso, porque estabanentretenidos en otro asunto. Ella selevantó y dijo:

—Tenemos invitados. No osacordáis de lo que hay que hacer.

Pero seguían sin hacer caso. Y nocallaron hasta que ella se acercó a lamesa y descubrió que tenían un pequeñomono, que estaba allí sentado,comiéndose un trozo de pan.

—¿Quién ha traído ese animal aquí?—preguntó Fayah—. ¿Quién ha sido?

Los niños no contestaron. Estaban

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divertidísimos viendo las cosas quehacía el mono, que iba de un lado paraotro con el pan en la mano. Dio variosbrincos, hizo una vertical perfecta, yluego saltó de la mesa y fue corriendopor el suelo hacia donde estaba Marion.Se subió encima de sus rodillas y le dioun beso en la cara. Ella se echó a reír.

—Un mono que da besos —dijoMarion—. A mí también me gustas.

Fayah preguntó:—¿Cómo ha venido aquí?Los niños no contestaron. Luego, uno

de ellos, que Indy supuso era el mayor,dijo:

—No lo sabemos. Nos lo hemos

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encontrado aquí.Fayah miró a sus retoños con

desconfianza. Marion dijo:—Si no quieren tener al animal en

casa…—Si te gusta a ti, Marion, será bien

recibido en esta casa. Lo mismo que loeres tú —dijo Fayah.

Marion estuvo un momentoacariciando al mono antes de ponerlo enel suelo. El animal la miró con tristeza,y volvió a saltar a sus rodillas.

—Debe de quererte —dijo Indy.Encontraba que los animales erantodavía un poco más molestos que losniños, y menos graciosos que ellos.

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Marion cogió al mono y lo abrazó.Indy, que estaba mirándola, pensó al verlo que hacía: ¿A quién se le puedeocurrir abrazar así a un mono? Luego sevolvió hacia Sallah que en ese momentose levantaba de la mesa.

—Podemos salir al patio —dijoSallah.

Indy le siguió. El calor estabaencerrado entre las paredes del patio; enseguida empezó a tener sueño, perosabía que necesitaba aguantar un pocomás.

Sallah le indicó una silla de paja, eIndiana se sentó.

—Quieres hablar de Tanis —dijo

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Sallah.—Has acertado.—Lo suponía…—Entonces, ¿estás trabajando allí?Sallah estuvo un rato callado,

mirando al cielo.—Indy, esta misma tarde he entrado

en la cámara del mapa de Tanis.

La noticia, aunque hasta cierto puntola esperaba, le impresionó. Por unmomento le pareció que tenía la cabezavacía, como si todas las ideas, todos losrecuerdos hubieran huido de ella. Lacámara del mapa de Tanis . Y luego se

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acordó de Abner Ravenwood, unhombre que había dedicado su vida abuscar el Arca, y que había muerto loco,porque el Arca se había apoderado deél. Y luego pensó en sí mismo, enaquella extraña envidia que habíaempezado a sentir, casi como si hubieratenido que ser él el primero que entraraen la cámara del mapa, como si fueraalgo que le pertenecía, un legado que encierto modo le había dejadoRavenwood. Qué idea tan descabellada,pensó.

—Están trabajando de prisa —dijo.—Los nazis están muy bien

organizados, Indy.

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—Sí. Por lo menos sirven para algo,aunque sólo sea para obedecer órdenes.

—Además, tienen de encargado alfrancés.

—¿El francés?—Belloq.Indy guardó silencio. Estaba sentado

derecho en la silla. Belloq. ¿Habríaalgún sitio en el mundo donde noapareciera ese tío? Al principio se pusofurioso, pero luego empezó aexperimentar otra sensación, un deseode competir que le gustaba, la emociónde ver que tenía la oportunidad detomarse la revancha. Sonrió, y dijo parasus adentros: Ésta vez te tengo, Belloq.

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Y estaba completamente decidido allevar las cosas adelante.

Sacó el medallón del bolsillo y se loentregó a Sallah.

—Pueden haber descubierto lacámara del mapa, pero no van a llegarmuy lejos sin esto, ¿no te parece?

—Supongo que éste es el remate delBáculo de Ra.

—Eso es. Los signos que hay en élno me son familiares. ¿Qué te parecen ati?

Sallah movió la cabeza.—Yo tampoco los entiendo. Pero

conozco a uno que podría hacerlo.Podemos ir a verle mañana.

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—Te lo agradecería —dijo Indy.Volvió a coger el medallón de

manos de Sallah, y se lo guardó en elbolsillo. A salvo, pensó. Sin esto, aBelloq lo mismo le daría estar ciego.Aquí tengo yo la señal del triunfo. René,esta vez me toca a mí. Si es que veo lamanera de librarme de los nazis.

—¿Cuántos alemanes trabajan en lasexcavaciones? —preguntó.

—Unos cien —dijo Sallah—. Yestán muy bien equipados.

—Ya lo suponía. —Cerró los ojos yse reclinó en la silla. No podía aguantarel sueño. Ya pensaré en algo, se dijo. Ypronto.

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—Me preocupa, Indy —dijo Sallah.—¿Qué es lo que te preocupa?—El Arca. Si está allí, en Tanis…

—Sallah guardó silencio; tenía unaexpresión de angustia en la cara—. Esalgo que el hombre no debería tocar. Lamuerte ha andado siempre alrededor deella. Siempre. No pertenece a estemundo, si es que entiendes lo que quierodecir.

—Lo entiendo.—Y el francés… ése está

obsesionado con ella. Le miro a los ojosy veo en ellos algo que no puedodescribir. A los alemanes no les gusta.Pero él no hace caso. Parece como si no

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se diera cuenta de nada. No piensa másque en el Arca. Y cómo lo mira todo…no se pierde una. Cuando entró en lacámara del mapa, no puedo decirte lacara que puso. Estaba comotransportado a un sitio al que yo, desdeluego, no desearía ir.

Sin que se supiera de dónde, comosalido del calor de la noche, se levantóun viento que trajo piedrecillas y arena,un viento que dejó de soplar con lamisma rapidez con que había venido.

—Ahora debes irte a dormir —dijoSallah—. Mi casa está a tu disposición,naturalmente.

—Y yo te lo agradezco.

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Los dos entraron en la casa, queestaba en silencio.

Indy pasó por delante de lahabitación donde dormía Marion; separó un momento junto a la puerta,escuchando el sonido débil de surespiración. La respiración de un niño,pensó, y volvió a ver a la Marion dehacía años, la que era cuando tuvieronaquel lío, si es que podía llamarse así.Pero el deseo que sintió en aquel mismomomento era algo muy distinto: era eldeseo de la mujer que era ahora.

Le gustó sentirlo.Siguió andando por el pasillo,

seguido de Sallah.

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La niña ya no existe, pensó; ahorasólo hay una mujer.

—¿Sabes resistir la tentación, Indy?—preguntó Sallah.

—¿No te habías enterado de mi vetapuritana?

Sallah se encogió de hombros ysonrió de forma misteriosa, mientrasIndy cerraba la puerta del cuarto dehuéspedes e iba hacia la cama. Oyó lospasos de Sallah en el pasillo, y luego lacasa quedó en silencio. Cerró los ojos,creyendo que se dormiría en seguida,pero el sueño no llegaba. Era como unasombra huidiza que estaba fuera de sualcance.

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Empezó a dar vueltas en la cama.¿Por qué no podía quedarse quieto ydormir? ¿Sabes resistir la tentación,Indy?

Se frotó los ojos con los nudillos;dio varias vueltas más, pero la imagende Marion durmiendo tranquilamente ensu cuarto no se le iba de la cabeza. Selevantó de la cama y abrió la puerta.Vuelve a la cama, Indy, se dijo. Nosabes lo que haces.

Salió al pasillo, y empezó a andardespacio —como un ladrón, depuntillas, pensó— hacia el cuarto deMarion. Se paró delante de la puerta.Date la vuelta. Vuelve a tu insomnio.

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Movió el picaporte, entró en el cuarto, yvio a Marion dormida sobre las ropasde la cama. La luz de la luna inundaba lahabitación, como si fuera el reflejoplateado de las alas de una granmariposa nocturna. Marion no se movió.Estaba tumbada de lado, con los brazoscruzados sobre el pecho; la luz formabasombras alrededor de su boca.Márchate, pensó. Vuélvete ahora.

Estaba muy guapa. Muy guapa y muyvulnerable, allí tumbada. Una mujerdormida y la luz de la luna: unacombinación como para marear acualquiera. Se acercó a la cama, y seencontró sentado en el borde del

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colchón. Contempló su cara, alzó lamano y le tocó suavemente en la mejillacon la punta de los dedos. Ella abrió losojos.

En el primer momento no dijo nada.Sus ojos allí parecían negros. Le pusoun dedo en los labios.

—Quieres saber por qué estoy aquísentado, ¿no?

—Creo que no puedo ni empezar aadivinarlo. ¿Has venido a explicarmelos misterios del «New Deal» del señorRoosevelt? O a lo mejor esperas que medesmaye a la luz de la luna.

—No espero nada.Marion se echó a reír.

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—Todo el mundo espera algo. Ésaes una lección que he aprendido por elcamino.

Indy cogió una de sus manos, notóque temblaba un poco.

No dijo nada cuando él bajó lacabeza y la besó en la boca. El beso querecibió a cambio fue rápido, seco y sinemoción. Indy apartó la cara y se quedómirándola. Ella se sentó, y se echó porencima una sábana. Tenía un camisóntransparente y se le veían los pechos,unos pechos firmes, que ya no eran deniña.

—Me gustaría que te fueses —dijo.—¿Por qué?

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—No tengo que dar explicaciones.—¿Es posible que me odies tanto?Marion miró a la ventana.—¡Qué luna tan bonita! —dijo.—Te he hecho una pregunta.—Es que no puedes volver a meterte

en mi vida sin más ni más, Indy. Nopuedes pegarle una patada a todo lo quehe hecho yo sola, y esperar que meponga a recoger lo que quede delpasado. ¿No lo comprendes?

—Sí.—Ésa es mi lección. Y ahora

necesito dormir un poco. Vete.Indy se levantó despacio. Cuando

iba a llegar a la puerta, oyó que le

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decía:—Yo también te quiero. ¿Crees que

no? Pero dale un poco de tiempo. Vamosa ver qué pasa.

—Claro.Indy salió al pasillo, sin conseguir

acallar la impresión de desengaño queparecía retumbarle dentro de la cabeza.Se quedó un rato en el extremo delpasillo, junto a la luz que filtraba por laventana, preguntándose —a medida queel deseo empezaba a desvanecerse— sino había hecho el idiota. No sería laprimera vez, pensó.

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No podía dormir después de habersemarchado él. Se sentó junto a la ventana,y se puso a contemplar la ciudad, lascúpulas, los minaretes, las azoteas delas casas. ¿Por qué tenía que intentarlotan pronto? Era un condenado que nuncahabía tenido paciencia. Tenía tan pocosentido común para los asuntos delcorazón como para todo lo demás. Nocomprendía que la gente necesitabatiempo; podía no ser el gran remedio,pero siempre era mejor que el yodo. Nopodía desprenderse, sin más, delpasado, aterrizar, como si fuera una

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extraña criatura caída de una galaxia, yamanecer de golpe en el presente deIndiana Jones. Había que prepararlo conun poco más de cuidado.

Si es que había algo que hacer; si esque había algo que preparar.

La figura corría de un lado a otropor el ropero donde Indy y Marionhabían dejado sus maletas y bultos. Semovía con un sigilo extraordinario,abriendo cajas, registrando ropas,cogiendo trozos de papel que examinabacon todo cuidado. No encontró lo que lehabían enseñado a buscar. Sabía que

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tenía que buscar una forma determinada,un dibujo, un objeto, no importaba loque fuera mientras tuviera esa forma. Alno encontrar nada, comprendió que suamo se iba a enfadar. Y eso significabaque iban a dejarle sin comer. Hastapodría significar un castigo. Volvió arepresentar en su cabeza la forma: unsol, con unas marcas alrededor y unagujero en el centro. Empezó a rebuscarotra vez.

Y una vez más no encontró nada.El mono escapó hacia el pasillo,

recogió algunos restos de comida de lamesa en que había jugado con la mujer,y saltó luego por una ventana.

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8

EL CAIRO

La tarde era soleada y el cieloparecía casi blanco. Todas las cosasdespedían blancura, las paredes, lasropas, los cristales, como si la luz sehubiera convertido en una capa deescarcha que lo cubría todo.

—¿Nos hacía falta el mono? —preguntó Indy.

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Andaban de prisa por la calleatestada de gente, y pasaban por delantede los bazares, los comerciantes.

—No soy yo la que lo ha traído —dijo Marion—, me siguió.

—Debe de tenerte mucho cariño.—No es a mí a quien tiene cariño,

Indy. Es que cree que eres su padre.Desde luego, se parece un poco a ti.

—Se parece a mí, más bien a ti.Marion no dijo nada, y luego

preguntó:—¿Por qué no te has buscado una

chica para quedarte quieto en un sitio ycriar nueve hijos?

—¿Quién dice que no lo he hecho?

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Marion le miró. Y él se alegró alcreer descubrir en su cara una expresiónde pánico, de envidia.

—No podrías cargar con esaresponsabilidad. Mi padre sí que teconocía bien, Indy. Decía que eras unzángano.

—Pues estuvo muy amable.—El zángano mejor dotado que

había conocido, pero zángano al fin. Tequería, ¿no lo sabes? Le costómuchísimo dejar de ser amigo tuyo.

—No quiero repetirlo, Marion.—Yo tampoco quiero hacerlo. Pero

a veces me gusta recordártelo.—Una inyección hipodérmica, ¿no?

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—Un pinchazo, sí. Lo necesitas paraponerte en tu sitio.

Indy empezó a andar más de prisa.Había momentos en los que, a pesar delas defensas que tenía, ella se lasarreglaba para metérsele muy adentro.Lo mismo que el deseo que le habíaasaltada por la noche. No me hace falta,pensó. No lo necesito para nada en mivida. Amor significa un cierto orden, yno es orden lo que uno quiere cuando tehas acostumbrado a vivir tan contento enel caos.

—Todavía no me has dicho adondevamos.

—Encontramos a Sallah, y ahora

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vamos a ver a Imam, el experto amigode Sallah.

—Lo que más me gusta es cómo mellevas de un lado a otro. Algunas vecesme recuerdas a mi padre. Me arrastrópor el mundo entero como si fuera untrapo.

Llegaron a un punto en que la callese bifurcaba. El mono se soltó de lamano de Marion y echó a correr entre lagente, dando saltos.

—¡Eh! —gritó Marion—. ¡Vuelveaquí!

Indy dijo con alivio:—Déjalo que se vaya.—Empezaba a acostumbrarme a él.

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Indy le lanzó una mirada, la cogió dela mano y la obligó a ir a su paso.

El mono huyó, escurriéndose entre lagente que llenaba la calle, escapando delas manos de los que querían cogerlo.Luego dio la vuelta a una esquina, y semetió en una puerta. Allí saltó a losbrazos del hombre que lo habíaamaestrado. Lo había amaestrado muybien. Lo apretó contra su cuerpo, lemetió un caramelo en la boca, y luego seasomó a la puerta. El mono era mejorque un sabueso, y mil veces más listo.

El hombre miró a un lado y otro de

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la calle, y luego levantó la cara hacia lasazoteas. Hizo una seña con la mano.

Desde una de ellas, alguien lecontestó.

Luego acarició al animal. Lo habíahecho muy bien, había seguido a los dosa quien había que matar, y lo habíahecho con la precisión de un predador,pero de una manera mucho másagradable.

Bien, se dijo el hombre. Muy bien.

Indy y Marion fueron a parar a unaplaza pequeña, llena de puestos y devendedores. De repente, Indy se paró.

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Su viejo instinto estaba una vez más enmarcha, actuaba sobre sus nervios, selos ponía de punta. Algo va a pasaraquí, pensó.

Miró a la gente. ¿Qué era lo que ibaa pasar?

—¿Por qué nos hemos parado? —preguntó Marion.

Indy no contestó.Aquélla multitud. ¿Cómo podía él

distinguir nada entre aquella masa degente? Metió la mano debajo de lachaqueta y cogió el mango del látigo.Volvió a mirar a la masa. Había ungrupo que venía hacia él, que avanzabacon un aire más decidido que el de los

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vendedores corrientes.Unos pocos árabes. Un par de tipos

que eran europeos.Con su buena vista de siempre, Indy

vio algo metálico que brillaba, y pensó:Un puñal. Lo vio brillar en la mano deun árabe que se acercaba rápidamente aél. Sacó el látigo, y lo oyó silbar en elaire como una música amenazadora; seenrolló en la mano del árabe, y la dagasalió volando sin herir a nadie. Perohabía más hombres que avanzaban haciaellos y tenía que darse prisa.

—Sal de aquí —dijo a Marion,dándole un empujón—. ¡Corre!

Pero Marion no estaba dispuesta a

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correr. Cogió una escoba de uno de lospuestos, y le dio un golpe en la gargantaa un árabe, que cayó al suelo.

—¡Vete! —volvió a gritar Indy—.¡Vete!

—No pienso hacerlo.Eran muchos, pensó Indy.

Demasiados para enfrentarse a ellos,aunque fuera con su ayuda. Vio quealguien blandía un hacha, y lanzó denuevo el látigo, esta vez al cuello delárabe. Tiró de él, y el hombre lanzó ungrito antes de caer al suelo. Entonces,uno de los europeos le atacó, tratando dequitarle el látigo. Indy levantó la piernay le dio una patada en el estómago. El

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hombre se agarró el pecho con lasmanos, y cayó hacia atrás sobre unpuesto de frutas y verduras, que rodaronpor el suelo como si fueran un bodegónvivo. Indy vio una puerta abierta, fue abuscar a Marion y, a pesar de sus gritosy protestas, la obligó a meterse allí, yechó el cerrojo para que no pudierasalir. Empezó otra vez a soltar latigazosa un lado y otro, espantando a losdueños de los puestos. Aquello era uncaos, un verdadero caos como a él legustaba. Un cuchillo salió volando haciaél, y se agachó justo a tiempo para oírlopasar silbando sobre su cabeza. Lanzó ellátigo al árabe que se lo había tirado, le

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enganchó por los tobillos y le hizo caer,entre un estrépito de cacharros rotos ylos gritos del amo del negocio.

Contempló el desastre. Quería sabersi aún quedaban enemigos. Estabaentusiasmado y deseaba acción.

No se movió nadie, salvo loscomerciantes que habían visto suspuestos destrozados por un loco armadode un látigo. Empezó a retirarse hacia lapuerta, tratando de alcanzar el cerrojomientras lo hacía. Oía los golpes quedaba Marion al otro lado. Pero, antes deque pudiera abrir la puerta, un hombrevestido con una chilaba se lanzó sobreél blandiendo un machete. Indy levantó

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el brazo para desviar el golpe, agarró alárabe por la muñeca, y luchó paradefenderse.

Marion dejó de dar golpes en lapuerta, y se puso a buscar alguna otrasalida a la plaza. Maldito Indy, creerseencargado por derecho divino deprotegerme a mí. Es un condenado conideas propias de la Edad Media. Echó aandar por el estrecho pasadizo en que seencontraba, pero pronto se paró en seco:un árabe venía hacia ella, y venía deprisa, en actitud amenazadora. Se metiópor la calleja más próxima, y oyó que elhombre iba detrás de ella.

Un callejón sin salida.

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Una pared.Se subió a la tapia del callejón,

mientras oía gruñir al árabe que laperseguía. Saltó al otro lado, y seescondió en un hueco que había entredos casas. El árabe pasó por delante sindarse cuenta. Marion esperó unmomento, y se asomó. Volvía otra vez, yahora acompañado por uno de loseuropeos. Se metió corriendo en suescondite, jadeando, aunque luchabadesesperadamente por no hacer ruido,por detener los latidos de su corazón.¿Qué hace uno en una situación comoésta? Esconderse. No puedes hacer másque esconderte. Se había metido más

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adentro, buscando las sombras, lossitios oscuros, cuando descubrió uncesto de mimbre. Bueno, pensó, comouno de los cuarenta ladrones, pero hayun refrán que dice que en una tormentano se llega a puerto. Se metió dentro delcesto, puso la tapa en su sitio, y sequedó allí agachada. Quieta, no temuevas. Por las rendijas del cesto, oíalas voces de los hombres que labuscaban. Hablaban en un inglés tandesastroso, que ella pensó que haríafalta entablillarlo para poder sacar algo.

Mira aquí.Ahí ya he mirado antes.Estaba absolutamente quieta.

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Lo que no veía, ni podía ver, era queel mono estaba sentado en la tapia,encima de su escondrijo; de repente oyóel ruido que hacía, pero tardó un pocoen comprender lo que era. El mono,pensó. Me ha seguido. Una traicióncariñosa. Monito, por favor, vete,déjame sola. Luego notó que lalevantaban, que se llevaban la cesta.Atisbo por entre las rendijas y vio quelos que se la llevaban eran el árabe y eleuropeo, que se la cargaban a hombros,como si fuera un cubo de basura…Empezó a dar puñetazos para levantar latapa, que ahora estaba bien cerrada.

Indy había conseguido rechazar al

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del machete, pero en la plaza había unjaleo espantoso, estaba rodeado decomerciantes árabes furiosos, quegesticulaban ante el loco del látigo. Fuereculando hacia la puerta, buscó atientas el cerrojo, y vio que el delmachete volvía a la carga. Ésta vez ledio una patada y lo tiró encima de losdemás. Abrió la puerta y se metió por elpasadizo, mirando a un lado y a otropara ver si descubría algún rastro deMarion. Nada. Sólo, al otro extremo dela calleja, un par de tipos que llevabanun cesto a cuestas.

¿Dónde demonios se habría metido?Y luego, sin saber de dónde salía,

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oyó la voz de Marion que gritaba sunombre, y sintió un escalofrío.

El cesto.Cuando los dos hombres doblaban la

esquina, vio que se movía la tapa. Luegooyó un ruido extraño, que le hizo dejarde mirar al cesto, levantó la cabeza, yvio al mono sentado en la tapia. Parecíaque estuviera riéndose de él. Sintió unenorme deseo de sacar la pistola yacabar de un tiro con el bicho. Pero loque hizo fue echar a correr detrás de losdos hombres. Tomó el mismo caminoque ellos habían seguido, y vio quecorrían bastante delante de él, con elcesto balanceándose sobre sus hombros.

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¿Cómo podían aquellos tíos ir tan deprisa, llevando a Marion a cuestas?Siempre iban por delante de él, siemprele llevaban unos pasos. Los siguió porcalles llenas de vendedores ycomerciantes, donde tenía que abrirsecamino como fuera. No podía perder devista el cesto, no podía permitir quedesapareciera. Daba empujones,atropellaba a la gente, sin hacer caso desus quejas y voces. Sigue. No lo pierdasde vista.

Y luego empezó a escuchar unossonidos misteriosos, una especie decánticos tristes. No comprendía dedónde venían, pero le hicieron pararse;

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estaba desorientado. Cuando echó aandar otra vez, vio que lo había perdido.Ya no veía el cesto.

Empezó a correr, dando empujones ala gente. Y el extraño sonido queparecía un lamento se hacía cada vezmás fuerte, más penetrante.

Delante de él había dos árabes quellevaban un cesto de mimbre.

Al llegar a una esquina se paró.Sacó el látigo y enganchó a uno de

ellos, luego tiró de él y volvió a lanzarlocontra el otro. El látigo se enrolló en lapierna del árabe como si fuera unaserpiente. El cesto cayó al suelo, y seprecipitó hacia ella.

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Allí no estaba Marion.Asombrado, miró qué era lo que

había caído del cesto.Pistolas, rifles, municiones.¡Se había equivocado de cesto!Salió de la calleja, y siguió por la

calle principal donde estaban lastiendas, y el extraño lamento se hacíacada vez más fuerte.

Llegó a una plaza grande, y quedósobrecogido ante el espectáculo demiseria que le rodeaba: una plaza llenade mendigos, tullidos, ciegos, hombresque alargaban sus muñones pidiendo queles dieran algo. Olía a sudor, a orina y aexcrementos, una pestilencia que llenaba

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el aire y se hacía tan palpable como sifuera algo sólido.

Atravesó la plaza, apartándose delos mendigos.

Luego tuvo que pararse.Ahora ya sabía de dónde salían los

lamentos.Por el otro extremo de la plaza venía

un entierro. Era una procesión grande ylarga, el entierro de algún ciudadanoimportante. Varios caballos sin jinetearrastraban el féretro, iban después lossacerdotes, entonando cánticos delCorán, venían luego las plañideras, conlas cabezas envueltas en velos, detrás deellas los sirvientes y, por último, torpe y

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pesado, el búfalo del sacrificio.Se quedó mirando la procesión un

momento. ¿Y cómo voy a poder yocruzar al otro lado?

Vio, el ataúd, rico, lleno de adornos,sostenido en alto; y luego, entre las filasde gente, a los dos hombres quellevaban el cesto y se dirigían hacia uncamión que estaba parado al otroextremo de la plaza. Era imposible estarseguro, pero le pareció que entre losgritos de las plañideras había oído losde Marion.

Se disponía ya a cruzar al otro ladoy abrirse camino entre el cortejo, cuandoocurrió.

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Desde el camión, alguien abriófuego, barriendo la plaza, poniendo enfuga a los asistentes al entierro y a latropa de mendigos. Los sacerdotescontinuaron cantando hasta que lasráfagas alcanzaron el ataúd, hicieronsaltar la tapa en astillas, y el cadávermomificado cayó al suelo. Lasplañideras redoblaron los gritos. Indycorrió zigzagueando para esquivar lostiros, hacia un pozo que había al otrolado de la plaza. Se escondió detrás delpozo, y asomó la cabeza justo a tiempode ver que metían el cesto en la partetrasera del camión. A lo lejos, y en esemismo momento, un coche negro se puso

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en marcha, y el camión arrancó también.Antes de que pudiera perderse de

vista, Indy apuntó al camión, poniendomás cuidado en el tiro que en ningunaotra ocasión, y apretó el gatillo. Elconductor cayó sobre el volante. Elcamión giró bruscamente, se estrellócontra una pared, y volcó.

Cuando se disponía a correr haciaél, se detuvo aterrado.

Comprendió que nunca volvería asentir en su vida una cosa así, un dolortan grande, una angustia, una sensaciónde impotencia tan absoluta.

Comprendió todo eso al ver que elcamión explotaba, que ardía por todas

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partes, que todo salía volando por losaires; y comprendió también que habíanmetido el cesto en un camión demuniciones.

Que Marion había muerto.Y que era una bala disparada por él

la que la había matado.¿Cómo podía haber ocurrido?Cerró los ojos anonadado; no oía

nada, sólo sentía el peso del sol sobrelos párpados.

Anduvo dando vueltas durantebastante tiempo, sin saber lo que hacíani preocuparse de ello, recordando una y

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otra vez el momento en que había sacadola pistola y había matado al conductor.¿Por qué? ¿Cómo no se le habíaocurrido pensar en la posibilidad de queel camión transportase algún productopeligroso?

Arruinaste su vida cuando era unaniña.

Ahora has acabado con ella cuandoera una mujer.

Anduvo por las calles estrechas, porlas callejuelas atestadas de gente, sinpoder olvidar en ningún momento queera el culpable de la muerte de Marion.

Era un dolor más grande de lo quepodía creer, más de lo que podía

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soportar. Y sabía cuál era el únicoremedio. Sabía cuál era la medicina enla que podía confiar. Y se encontrócamino del bar donde había quedado enreunirse con Sallah. Ésa cita parecíacorresponder ahora a un remoto pasado,a otro mundo, a una vida diferente.

Incluso a un hombre diferente.Vio el bar, un bar cochambroso.

Entró en él, y se vio envuelto por elhumo del tabaco y el olor de las bebidasderramadas. Se sentó en un taburetejunto a la barra. Pidió un quinto debourbon, y empezó a beber un vasodetrás de otro, preguntándose, a medidaque iba estando cada vez más borracho,

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qué podría ser lo que hacía que algunaspersonas funcionaran tan bien, mientrasotros estaban como un relojescacharrado; cuál sería ese mecanismo,imprescindible para alcanzar el éxito,que algunos tenían y otros no. Dejó quela pregunta fuera dando vueltas en sucabeza hasta que perdió su sentido yacabó flotando como un buque fantasmaentre los vapores del alcohol.

Iba a beber otro trago cuando sintióque algo le tocaba el brazo, volvió lacabeza, y vio al mono sentado en labarra. Aquél estúpido animal al queMarion le había cogido tanta afición.Luego se acordó de que el bicho ese le

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había dado un beso a Marion en la cara.Bueno, si a Marion le gustaba, yo podrétolerarte.

—¿Quieres un trago, babuino?Indy se dio cuenta de que el dueño

del bar le miraba como si fuera un locoescapado de algún manicomio. Y luegose dio cuenta de algo más: tres hombres,europeos y, a juzgar por su acento,alemanes, le habían rodeado.

—Hay alguien que desea que leacompañe.

—Estoy tomando unas copas con unamigo.

El mono se movió un poco.—Es que no le ruega que le

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acompañe, señor Jones. Se lo manda.Le levantaron del taburete, y le

llevaron a un cuarto trasero. El mono lesiguió, dando chillidos. El cuarto estabamedio a oscuras, y a él le picaban losojos con el humo.

Había alguien sentado en un rincón.Indy comprendió que aquel

encuentro era inevitable.René Belloq estaba tomando un vaso

de vino, y tenía en la mano una cadenade la que colgaba un reloj.

—Un mono —dijo Belloq—. Veoque conservas tu admirable gusto paraelegir a los amigos.

—Eres un tipo ridículo, Belloq.

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El francés sonrió.—Siempre me ha desilusionado la

idea que tienes de lo que es ingenioso.Ya me pasaba eso cuando éramosestudiantes, Indiana. Te falta gracia.

—Debía matarte ahora mismo…—Sí, comprendo que tengas prisa.

Pero debo recordarte que no fui yo quienmetió a la señorita Ravenwood en esteasunto más bien sórdido. Y lo que a ti tecarcome, amigo, es saber que tú sí queeres el responsable, ¿no?

Indy se dejó caer en una sillaenfrente de Belloq.

Belloq se inclinó hacia adelante.—Y lo que también te molesta es

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que puedo ver a través de ti, Jones. Perola verdad es que nos parecemos mucho.

Indy miró a Belloq con los ojosinyectados en sangre.

—No hace falta ponersedesagradable.

—Piensa en esto —dijo Belloq—.La arqueología ha sido siempre nuestrareligión, nuestra fe. Hay que admitir quelos dos nos hemos apartado un poco delo que llaman el buen camino. Los dostenemos afición a las transacciones unpoco aventuradas… dudosas. Nuestrosmétodos no se diferencian tanto como túpretendes. Yo, si quieres, soy un pálidoreflejo de ti mismo. ¿Qué se necesitaría

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para hacer de ti otro como yo, profesor?¿Un ligero retoque? ¿Afilar un poco elinstinto de cazador? ¿Qué?

Indy no contestó. Las palabras deBelloq le llegaban como ruidosamortiguados por la niebla. No decíamás que tonterías, puras idioteces, peroparecían una gran cosa y daban laimpresión de ser verdad porque lasdecía con un acento francés que sonabacomo algo anticuado y divertido. Lo queIndy oía era el silbido de una serpienteoculta.

—¿No me crees, Jones? Piénsalobien: ¿qué es lo que te ha traído aquí?La codicia del Arca, ¿no es verdad? El

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viejo sueño de la antigüedad. Lareliquia histórica, el afán de saber…podría ser un virus que llevas en lasangre. Sueñas con las cosas del pasado.—Belloq sonreía, y balanceaba el relojcolgado de la cadena—. Mira este reloj.No vale nada. Nada. Llévalo al desierto,déjalo enterrado allí mil años, y seconvierte en una joya. Los hombres sematarían por él. Hombres como tú ycomo yo, Jones. Admito que el Arca esotra cosa. Desde luego, se aparta algode la idea de sacar provecho. Eso esalgo que entendemos tú y yo. Pero lacodicia que hay en el corazón es lamisma. Es el vicio que tenemos en

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común.El francés dejó de sonreír. Tenía una

mirada fría, distante. Parecía queestuviera hablando consigo mismo.

—¿Comprendes lo que es el Arca?Es como un transmisor. Como una radioque pudiera ponerle a uno encomunicación con Dios. Y estoy muycerca de ella. Muy, muy cerca. Heesperado años enteros para estar tancerca. Y de lo que estoy hablando es dealgo que va más allá del provecho, másallá del simple deseo de conseguirla.Estoy hablando de comunicarme con loque hay dentro del Arca.

—¿Y eso se compra, Belloq? ¿Se

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compra el misticismo? ¿El poder?Belloq pareció enfadarse. Se echó

hacia atrás, y juntó las puntas de losdedos.

—¿Tú no lo haces?Indy se encogió de hombros.—¡Ah!, ¿no está seguro, verdad? Ni

siquiera tú estás seguro. —Belloq bajóla voz—. Pues yo estoy más que seguro,Jones. Estoy convencido. No lo dudo nipor un momento. Mis averiguaciones mehan llevado siempre en esta dirección.Lo sé.

—Estás mal de la cabeza —dijoIndy.

—Es una pena que tengas que

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terminar así. A veces me has servido deestímulo, una cosa bien rara en unmundo tan aburrido como éste.

—Ésa idea me hace feliz, Belloq.—Me alegro. De verdad que me

alegro. Pero todo llega a su fin.—No es el mejor sitio para matar a

alguien.—Eso poco importa. Éstos árabes

no se meten en los asuntos de un hombreblanco. No les importa que nosliquidemos el uno al otro.

Belloq se levantó, sonriente. Hizouna pequeña inclinación de cabeza.

Indy, tratando de ganar tiempo, fueracomo fuera, dijo:

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—Espero que aprendas algo de esapequeña charla con Dios, Belloq.

—Naturalmente.Indy trató de mostrarse fuerte. No

tenía tiempo de darse la vuelta y sacar lapistola, y menos todavía de coger ellátigo. Sus asesinos estaban justo detrásde él.

Belloq miró el reloj.—¿Quién sabe, Jones? A lo mejor

hay una especie de más allá donde lasalmas como la tuya y la mía vuelven aencontrarse. Y me divierte pensar queallí también voy a demostrar ser máslisto que tú.

Se oyó un ruido fuera. Un ruido de lo

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más inesperado, como el de muchosniños que hablaran al mismo tiempo, unsonido maravilloso que Indy asoció alde la mañana de Navidad. No era lo queesperaba oír en la antesala de la muerte.

Belloq miró sorprendido hacia lapuerta. Todos los hijos de Sallah, losnueve, entraron en tromba en el cuarto,gritando el nombre de Indy. Indy sequedó asombrado al verse rodeado porellos, al ver que los pequeños se lesubían en las rodillas, y los otrosformaban un círculo a su alrededor, undébil escudo humano. Algunosempezaron a trepar hasta sus hombros, yuno consiguió agarrarse al cuello de

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Indy y subirse encima de él, mientrasotro le cogía las piernas. Belloq estabafurioso.

—¿Te imaginas que vas a salir deaquí? ¿Te imaginas que este ridículoescudo humano va a servir paraprotegerte?

—No me imagino nada —dijo.—Qué característico —contestó

Belloq.Le llevaban hacia la puerta, le

arrastraban y tiraban de él al mismotiempo que le protegían. ¡Sallah! Teníaque haber sido idea de Sallah poner enpeligro a sus hijos y mandarlos entrar enel bar y sacarle de allí como pudieran.

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Pero ¿cómo podía haberse arriesgadotanto? Belloq había vuelto a sentarse, ycontemplaba la escena con los brazoscruzados. Tenía la cara de un padreobligado a asistir a una fiesta decolegio. Movió la cabeza a un lado y aotro:

—En la próxima reunión de laSociedad Arqueológica Internacionaldivertiré al público contándole que norespetas las leyes que prohíben eltrabajo de los niños, Jones.

—No eres ni siquiera miembro deella.

Belloq sonrió, pero por pocotiempo. Continuó contemplando a los

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niños, y luego, como si hubiera decididoalgo, se volvió hacia sus cómplices.Levantó la mano para indicarles quedebían guardar las armas.

—Tengo debilidad por los perros ylos niños, Jones. Puedes expresar tugratitud en forma sencilla, y como mejorte parezca. Pero no van a ser los niñoslos que te salven cuando volvamos aencontrarnos.

Indy andaba de prisa. Y luego salióa la calle, con los chicos colgados de élcomo si fuera un juguete. El camión deSallah estaba esperándolos, unespectáculo que le hizo sentirse feliz, elprimer suceso reconfortante del día.

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Belloq terminó su vaso de vino. Oyóarrancar el camión. Cuando el ruido seperdió a lo lejos, pensó, con unaperspicacia que le sorprendió un poco,que no estaba todavía preparado paramatar a Indy. Que no era todavía elmomento. No había sido la presencia delos niños, ellos apenas contaban. Lo quesentía, en algún lugar que no llegaba adescubrir, en algún oscuro rincón de sucerebro, era el deseo de conservar aJones, de dejarle vivir un poco más.

Después de todo, pensó, hay cosaspeores que la muerte.

Y le divertía pensar en la agonía, en

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la angustia por la que iba a pasar Jones:por de pronto estaba la chica, que yahabría sido castigo y tortura más quesuficientes. Pero quedaba además otrocastigo, otro castigo que podría ser aúnpeor, y era ver cómo el Arca se leescapaba de las manos.

Belloq echó la cabeza hacia atrás yempezó a reír a carcajadas; suscómplices alemanes, que no habíanquedado satisfechos al no matar a nadie,le miraron asombrados.

Ya dentro del camión, Indy dijo:—Tus hijos tienen un sentido de la

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medida del tiempo que dejaría muy lejosal de los marines americanos, Sallah.

—Comprendí la situación. Tenía queactuar de prisa —dijo Sallah.

Indy contempló el camino que teníadelante: oscuridad, débiles luces, gentesque se apartaban al paso del camión.Los chicos iban en la parte de atrás,cantando y riendo. Voces inocentes, quele recordaron a Indy lo que queríaolvidar.

—Marion…—Ya lo sé —dijo Sallah—. Recibí

la noticia en seguida. Lo siento. Nopuedo decir cuánto lo siento. ¿Y quépuedo decir para consolarte? ¿Cómo

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voy a poder aliviar tu pena?—Nada puede aliviar mi pena,

Sallah.Sallah movió la cabeza.—Sí, ya lo comprendo.—Pero sí puedes ayudarme de otra

manera. Puedes ayudarme a cazar a esosmalditos.

—Puedes contar con mi ayuda,Indiana —dijo Sallah—. En cualquiermomento.

Sallah estuvo callado un momento,mientras recorrían el último trecho quelos separaba de su casa.

—Tengo muchas noticias que darte—dijo después.

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—Algunas son buenas, pero otras serefieren al Arca.

—Pues dámelas pronto.—Sí. En cuanto lleguemos a casa. Y

luego, si quieres, podemos ir a ver aImam, que te explicará los signos.

Indy guardó silencio. Empezaba anotar la resaca, sentía fuertes latidos enla cabeza. De haber tenido los sentidosun poco más despiertos, menosatontados por la bebida, habría visto quelos seguía una moto desde que salierondel bar. Pero aunque lo hubiera hecho,no habría conocido al conductor, unnombre especializado en amaestrarmonos.

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Cuando los niños fueron a acostarse,Indy y Sallah salieron al patio. Sallahestuvo primero dando unas vueltas, yluego se paró y le dijo a Indy:

—Belloq tiene el medallón.—¿Cómo? —Metió la mano en el

bolsillo y tocó la pieza con los dedospara cerciorarse—. Estás equivocado.

—Tiene una reproducción, una piezaigual que la tuya, con un cristal en elcentro. Y en la pieza están marcados losmismos signos que hay en la tuya.

—No puedo entenderlo —dijo Indy,aterrado—. Siempre he creído que nohabía ninguna reproducción. Ninguna

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copia. No lo comprendo.—Y hay algo más, Indiana.—Dime.—Ésta mañana, Belloq entró en la

cámara del mapa. Al salir, nos dioinstrucciones para que supiéramosdónde teníamos que cavar. Es un sitionuevo, apartado de la excavaciónprincipal.

—El Pozo de las Animas —dijoIndy, con aire de resignación.

—Eso me imagino, si es que hizo loscálculos en la cámara del mapa.

Indy empezó a dar palmadas, sevolvió hacia Sallah, y sacó el medallóndel bolsillo.

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—¿Estás seguro de que es comoéste?

—Lo he visto.—Vuelve a mirarlo, Sallah.El egipcio se encogió de hombros,

cogió la pieza, y estuvo un ratomirándole y dándole vueltas en la mano.

—Puede que haya una diferencia.—Pues no me la ocultes.—Yo creo que el medallón de

Belloq sólo tiene signos en uno de loslados.

—¿Estás seguro?—Creo que estoy bastante seguro.—Pues ahora —dijo Indy—, todo lo

que necesito saber es qué significan los

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signos.—Entonces tenemos que ir a casa de

Imam. Tenemos que ir ahora.Indy no dijo nada. Seguido de

Sallah, salió del patio y empezó a andarpor la callejuela. Ahora tenía una prisaterrible. El Arca, sí, pero había algomás que el Arca. Era por Marion. Paraque su muerte pudiera tener algúnsentido, él tenía que llegar al Pozo delas Ánimas antes que Belloq.

Si es que la muerte podía tenersentido alguna vez, pensó.

Subieron al camión de Sallah y,cuando lo hacían, Indy se dio cuenta deque el mono estaba detrás. Le miró.

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¿Pero sería posible perder de una vez aese bicho? Al paso que iba, no tardaríaen aprender a hablar como los hombresy llamarle papá. Y recordó una cosa quele entristeció: la broma de Marion deque el animal se parecía a él.

El mono daba gritos y se frotaba lasmanos.

Cuando el camión se había alejadoun poco, la moto salió de la oscuridad ylo siguió.

La casa de Imam estaba en lasafueras de El Cairo, construida sobreuna ligera pendiente; era una edificación

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más bien rara, que a Indy le recordabaun observatorio. Y no estabaequivocado, porque cuando él y Sallah,seguidos por el mono, se dirigían haciala entrada, Indy vio que había unaabertura en el tejado y que de ella salíaun telescopio.

—Imam es un hombre que seinteresa por muchas cosas, Indiana. Essacerdote, erudito, astrónomo. Si alguienpuede explicar los signos, es él.

La puerta de la casa estaba abierta.Un chico joven los recibió, y saludó conla cabeza cuando entraron.

—Buenas noches, Abu —dijo Sallah—. Éste es Indiana Jones. —Una

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presentación breve y cortés—. Indiana,éste es Abu, el aprendiz de Imam.

Indy inclinó la cabeza y sonrió,impaciente por ver a Imam que, en aquelmomento, aparecía por el fondo delpasillo. Era un hombre viejo, vestidocon ropas muy gastadas, y con unasmanos cubiertas de nudos y manchasoscuras por su edad; pero conservaba lamirada viva y llena de curiosidad.Inclinó la cabeza, en un saludosilencioso. Le siguieron hasta su cuartode trabajo, que era una habitacióngrande, llena de manuscritos,almohadones, mapas y documentosantiguos. Indy pensó que allí se palpaba

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lo que había sido la vida de aquelhombre, una vida dedicada a la buscadel saber. Ni un momento perdido. Cadaminuto del día, una experiencia de laque hay algo que aprender. Indy entregóa Imam el medallón. El viejo no dijonada, y se lo llevó a una mesa queestaba al fondo de la habitación, y en laque había una lámpara encendida. Sesentó, y empezó a dar vueltas a la piezaentre los dedos, mirándola por todaspartes. Indy y Sallah se sentaron tambiénen unos almohadones, y el mono se fuecon ellos. Sallah le dio un golpe en elcuello.

Silencio.

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El viejo bebió un sorbo de vino,luego escribió algo en un trozo de papel.Indy le miraba y se movía impaciente.Imam parecía estar examinando la piezacomo si el tiempo no contara para él.

—Paciencia —dijo Sallah.Pues lo que tengo es prisa, pensó

Indy.

El hombre dejó la moto a ciertadistancia de la casa. Se acercó a ellapor la parte de atrás, y anduvo mirandopor las ventanas hasta que encontró lacocina. Se quedó pegado a la pared,observando a Abu, que estaba lavando

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unos dátiles en el fregadero. Esperó.Abu puso los dátiles en un plato, y luegodejó el plato encima de la mesa. Elhombre continuó sin moverse, como sifuera una sombra más que una persona.El chico cogió una jarra de vino y variosvasos, los puso en una bandeja, y salióde la cocina. En aquel momento, elhombre salió de entre los sombras. Sacóuna botella de debajo de la capa, laabrió y, después de echar una ojeada ala cocina, derramó parte del líquido dela botella sobre el plato de dátiles. Sedetuvo un momento. Oyó los pasos delchico que volvía y, a toda prisa, con elmismo sigilo con que había entrado,

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volvió a salir.Imam no había dicho todavía ni una

sola palabra, Indy miraba de cuando encuando a Sallan, que daba la impresiónde ser un hombre acostumbrado aesperar muchísimo y a tener unainagotable paciencia. Se abrió la puerta.Entró Abu con la jarra de vino y losvasos, y dejó la bandeja en la mesa. Elvino era una tentación, pero Indy no semovió. Aquél silencio le poníanervioso. El chico se marchó, y volvió aentrar con varios platos de comida:queso, fruta, un plato de dátiles. Sallahcogió un trozo de queso y empezó amordisquearlo, con aire muy pensativo.

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Los dátiles estaban apetitosos, pero Indyno tenía hambre. El mono se levantó, yse metió debajo de la mesa. Continuabael silencio. Indy se inclinó un poco haciaadelante, y cogió un dátil. Echó lacabeza para atrás, tiró el dátil al alto ytrató de cogerlo con la boca, pero le dioen la cara y salió rodando por el suelo.Abu le dirigió una mirada de extrañeza,como si aquella costumbre occidentalfuera un disparate demasiado grandepara tenerlo en cuenta, y luego recogióel dátil y lo puso en un cenicero.

¡Demonio!, pensó Indy. ¡Qué malando de reflejos!

—Miren. Acérquense y miren —dijo

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de repente Imam.Su voz ronca rompió el silencio con

la misma solemnidad que si fuera unaplegaria. Era una de esas voces a lasque uno responde sin pensarlo dosveces.

Por encima de los hombros delviejo, Indy y Sallah contemplaron lossignos que Imam les mostraba:

—Esto es una advertencia… nadieperturbe el Arca de la Alianza.

—Justo lo que necesito —dijo Indy.Se inclinó hacia adelante, casi

tocando los hombros de Imam.—Los otros signos se refieren a la

altura del báculo de Ra, en el que debe

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encajarse este remate. De otra forma, lapieza, por sí misma, no sirve para nada.

Indy observó que el viejo tenía loslabios ligeramente ennegrecidos, y quecon frecuencia se pasaba la lengua porellos.

—Entonces Belloq sacó la altura delbáculo de la copia que tiene delmedallón —dijo Indy.

Sallah asintió con la cabeza.—¿Qué dicen los signos? —

preguntó Indy.—Son las medidas antiguas. Esto

significa seis kadam de alto.—Un metro y ochenta centímetros —

dijo Sallan.

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Indy oyó al mono andar junto a lamesa donde estaba la comida, y cogeralgunos trocitos. Él se acercó también ala mesa, y cogió un dátil antes de que elmono pudiera echarle la zarpa.

—No he terminado —dijo Imam—.Hay más cosas en la otra cara de lapieza. Se las leeré: «Y entrega unkadam para honrar al Dios de loshebreos, cuya Arca es ésta».

La mano de Indy se detuvo a mediocamino, antes de llegar a la boca.

—¿Estás seguro de que el medallónde Belloq sólo tiene signos en una de lascaras? —preguntó.

—Completamente seguro —contestó

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Sallah.Indy soltó una carcajada.—Pues entonces el báculo de Belloq

tiene treinta centímetros de más. ¡Estáncavando donde no tenían que hacerlo!

Sallah empezó a reír también. Losdos se abrazaron, mientras Imam loscontemplaba, sin reírse.

—No entiendo quién es ese Belloq—dijo el viejo—. Lo único que puedodecirles es que la advertencia del Arcaes una advertencia seria. Y puedotambién decirles que está escrito… losque abran el Arca y dejen escapar sufuerza, morirán si la miran. Si se ponendelante de ella. Yo respetaría esas

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advertencias, amigos míos.Tendría que haber sido un momento

muy solemne, pero Indy estabademasiado contento al comprobar elerror del francés para prestar atención alas palabras del viejo. ¡Un triunfo!,pensó. Maravilloso. Le habría gustadover la cara de Belloq cuando noencontrara el Pozo de las Animas. Tiróel dátil a lo alto, y abrió la boca.

A ver si esta vez acierto.Pero la mano de Sallah pescó el

dátil en el aire, antes de que pudierallegar a la boca de Indy.

—¡Mira! —Sallah señalaba hacia elsuelo, debajo de la mesa.

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El mono estaba allí tumbado, comomuerto. A su alrededor había huesos dedátil. El animal se movió un poco, letemblaban las patas. Luego cerró losojos y no volvió a moverse.

Indy miró a Sallah.El egipcio levantó los hombros, y

dijo:—Dátiles malos.

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9

LAS EXCAVACIONESDE TANIS, EGIPTO

La mañana en el desierto eraardiente, las franjas de arenarelumbraban. Un paisaje, pensó Indy, enel que cualquier hombre podría con todarazón decir que veía espejismos. Miróal cielo, mientras el camión corríahaciendo ruido por la carretera. Se

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sentía incómodo con la chilaba que lehabía prestado Sallah, y no estaba muyseguro de poder pasar por un árabe apesar del disfraz… pero valía la pena.Se volvía de cuando en cuando paramirar el camión que venía detrás. Loconducía Omar, el amigo de Sallah; enla parte trasera del camión iban seisobreros árabes. Otros tres iban en elcamión de Sallah. Esperemos, pensóIndy, que sean tan de fiar como él dice.

—Estoy nervioso —dijo Sallah—.No me importa confesarlo.

—No te preocupes demasiado.—Corres un gran peligro —dijo

Sallah.

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—Éste juego consiste en eso —comentó Indy.

Volvió a mirar al cielo. El sol deprimeras horas de la mañana caía sobreal arena con la fuerza de un martilloenfurecido.

—Espero que hayamos acertado conla medida del báculo —suspiró Sallah.

—Lo medimos con todo cuidado.Indy se acordó del palo de un metro

ochenta de largo que estaba en la partede atrás del camión. La noche anteriorse habían pasado varias horascortándolo, afilando la punta para poderencajar en ella el remate. Una sensaciónmuy extraña, esa de colocar el medallón

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en el palo. Al hacerlo, se había sentidomuy unido al pasado en esos momentos,recordando otras manos que lo habíancolocado de la misma manera hacíatantos años.

Los dos camiones se pararon. Indyse bajó, y se acercó al que conducíaOmar; el árabe se bajó también; y alzólos brazos para saludarle. Y luegoseñaló un punto a lo lejos, un sitio en elque el terreno era menos llano, donde seveían algunas dunas.

—Esperaremos allí —dijo Omar.Indy se pasó la mano por los labios

resecos.—Y buena suerte —dijo el árabe.

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Omar volvió a subirse al camión, yarrancó, levantando una tremendapolvareda. Indy le vio marchar. Luegose fue otra vez adonde estaba Sallah ysubió al camión. Después de recorreruna distancia como de una milla,volvieron a pararse. Indy y Sallah sebajaron del camión, atravesaron unafranja de arena, y luego se sentaron acontemplar la depresión que se abríadelante de ellos.

Las excavaciones de Tanis.Eran grandes e importantes; a juzgar

por el número de obreros y los equiposque tenían, estaba claro que el Führerquería el Arca a toda costa. Había

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camiones, excavadoras, tiendas decampaña. Cientos de obreros árabes y,al parecer, igual número de supervisoresalemanes, que ofrecían un aspectoabsurdo, vestidos de uniforme, como siquisieran estar lo más incómodosposible en el desierto. Se había cavadola tierra, se habían abierto grandeshoyos, ahora ya abandonados, lo mismoque algunos cimientos y caminos,desenterrados, pero ya sin interés. Ymás allá de las excavaciones sedistinguía algo que parecía ser una pistade aterrizaje.

—No había visto nunca unasexcavaciones tan grandes —dijo Indy.

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Sallah señalaba ahora un punto en elcentro de los trabajos, un gran montículode arena, con un agujero en el medio;habían puesto una cuerda alrededor,sostenida por unos postes.

—La cámara del mapa —dijo.—¿A qué hora da el sol en ella?—Justo después de las ocho.—No tenemos mucho tiempo. —

Miró el reloj de pulsera que le habíaprestado Sallah—. ¿Dónde estánbuscando los alemanes el Pozo de lasAnimas?

Sallah señaló otro punto. Algo másallá de la zona en que había másactividad, hacia las dunas, se veían

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varios camiones y una excavadora. Indyestuvo mirándolo un rato. Luego selevantó, y preguntó a Sallah:

—¿Has traído la cuerda?—Claro.—Pues vamos.

Uno de los obreros árabes se puso alvolante del camión, y lo condujodespacio hacia las excavaciones. Indy ySallah cruzaron entre las tiendas decampaña. Se dirigieron hacia la cámaradel mapa, tratando de pasarinadvertidos, pero Indy se preguntabacuánto iban a tardar en descubrirlos,

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pues llevaba en la mano el báculo, quemedía un metro ochenta y era una varade madera de buen tamaño. Pasaron allado de varios alemanes uniformados,que apenas les prestaron atención:estaban en grupos, hablando y fumandoal sol. Un poco más allá, Sallah dijo aIndy que se parara: habían llegado a lacámara del mapa. Indy echó una miradaa su alrededor y luego, con la mayornaturalidad posible, se acercó al bordede la abertura, el techo de la antiguacámara del mapa. Conteniendo larespiración, se asomó a la cámara, yluego miró a Sallah, que sacó una cuerdaque llevaba y ató uno de sus extremos a

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un barril de petróleo que había allí allado. Indy dejó caer el báculo por laabertura, sonrió a Sallah, y agarró laotra punta de la cuerda. Sallah estabamuy nervioso, con la cara cubierta desudor. Indy empezó a descolgarse por lacámara del mapa.

La cámara del mapa, pensó. Encualquier otro momento se habríasentido sobrecogido sólo de pensar enese sitio; en cualquier otro momento sehabría parado para mirarlo mejor,habría tenido ganas de recrearse, peroahora no. Llegó al suelo y tiró de lacuerda, que Sallah se encargó de subiren seguida. Le daba pena no poder

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entusiasmarse con aquella maravillosahabitación, que tenía frescos en lasparedes y estaba iluminada por la luzque entraba de arriba. Fue hacia dondeestaba la reproducción en miniatura dela ciudad de Tanis: un admirable mapatallado en piedra, perfecto en todos susdetalles, tan bien hecho, que uno casipodía imaginarse a unos hombresdiminutos viviendo en aquellas casas yandando por aquellas calles. Estabaasombrado de la habilidad de quieneshicieron el mapa y de la paciencia quehabían necesitado para construirlo.

Todo a lo largo de él corría un frisoformado por mosaicos incrustados. En el

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friso había unas ranuras, colocadas aigual distancia unas de otras, y con unsímbolo en cada una de ellas, para lasdistintas épocas del año. En las ranurasera donde se encajaba la base delbáculo. Sacó del bolsillo la pieza delremate, recogió el báculo, y vio que laluz del sol empezaba ya a reflejarsesobre la ciudad en miniatura que tenía asus pies.

Eran las siete y cincuenta minutos.No tenía mucho tiempo.

Sallah recogió la cuerda, se laenrolló en la mano, y se dispuso a ir

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hacia el barril de petróleo. Casi no sehabía dado cuenta de que se acercaba unjeep, y se asustó al oír la voz de unalemán que gritaba:

—¡Eh! ¡Tú!Sallah trató de poner cara de bobo.—Sí, tú. ¿Qué estás haciendo aquí?

—dijo el alemán.—Nada, nada. —Sallah inclinó la

cabeza para demostrar su inocencia.—Trae acá esa cuerda —dijo el

alemán—. Éste maldito jeep se haatascado.

Sallah vaciló un momento, luegodesató la cuerda y se acercó al jeep.Había llegado también un camión, que

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se paró a poca distancia, delante deljeep.

—Ata la cuerda al jeep y al camión—dijo el alemán.

Sallah, sudando, lo hizo. La cuerda,pensó, me quitan mi preciosa cuerda.Oyó que el motor de los dos coches seponía en marcha, vio cómo las ruedasempezaban a dar vueltas en la arena. Lacuerda estaba ya tirante. ¿Qué iba ahacer ahora para sacar a Indy de lacámara del mapa sin tener una cuerda?

Fue detrás del jeep por la arena, yno se dio cuenta de que allí al ladohabía una hoguera y una olla de comidapuesta encima de ella. Varios soldados

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alemanes estaban sentados alrededor deuna mesa, y uno de ellos le llamó paraque les llevara la comida. Sallah,sintiéndose perdido, miró al alemán.

—¿Estás sordo?Sallah se inclinó con aire servil,

cogió la olla y la llevó a la mesa. Nopodía dejar de acordarse de Indy,atrapado en la cámara del mapa; nopodía pensar en nada que no fuera cómosacar de allí al americano sin unacuerda.

Empezó a servir la comida, tratandode no hacer caso de los insultos de lossoldados. Lo hacía a toda prisa.Derramó parte de la comida en la mesa,

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y recibió un sopapo por sus servicios.—¡Inútil! ¡Mira cómo me has puesto

la camisa!Sallah bajó la cabeza. Fingió estar

muy avergonzado.—Tráeme agua, corre.Corrió a buscar el agua.

Indy cogió la pieza del remate y laencajó con todo cuidado en el extremodel báculo. Puso la otra punta en una delas ranuras de los mosaicos, y escuchóel ruido que hacía la madera al penetrarentre las viejas baldosas. La luz daba enla punta del remate, el rayo de sol se

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acercaba por unos segundos al pequeñoagujero de cristal. Esperó. Podía oír lasvoces de los que andaban por arriba. Noquiso hacer caso de ellas. Si hacía falta,ya se preocuparía luego de losalemanes. Pero ahora no.

La luz atravesaba el cristal, formabauna línea brillante a través de la ciudaden miniatura. El prisma de cristal hacíaque se quebrara esa línea de luz, y allí,entre las casitas y calles, iba a caersobre un determinado punto. Luz roja,que brillaba sobre un pequeño edificioque, como si fuera por arte de magia,por algún viejo secreto, empezabatambién a brillar. Indy lo contemplaba

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asombrado y, de pronto, se dio cuenta deque había unas marcas de pintura roja enotros edificios, unas marcas que estabanrecién hechas. Los cálculos de Belloq.

O los errores de Belloq: el edificioiluminado por el remate estaba unoscuarenta y cinco centímetros más cercaque la última marca roja pintada por elfrancés.

Sobrecogedor. Perfecto. No podíaesperar nada mejor. Indy se puso derodillas junto a la ciudad en miniatura, ysacó un metro del bolsillo. Midió ladistancia entre la última marca deBelloq y el edificio iluminado por laluz. Hizo sus cálculos rápidamente, y los

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apuntó en un cuadernillo. El sudor lecorría por la cara, le goteaba sobre lasmanos.

Sallah no fue a buscar el agua. Seescabulló entre las tiendas de campaña,con la esperanza de que ningún alemánle detuviese. Muerto de miedo, empezóa buscar una cuerda. No la encontró. Nohabía nada de que echar mano. Anduvode un lado para otro, resbalando sobrela arena, rogando a Dios que ninguno delos alemanes se fijara en lo que estabahaciendo o le llamara para encargarlealgún trabajo. Tenía que hacer algo en

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seguida para sacar a Indy de allí. ¿Peroqué?

Se paró. Entre dos de las tiendas,había varias cestas destapadas.

No hay ninguna cuerda; pues en estascircunstancias algo tengo que inventar.

Después de asegurarse de que no leveía nadie, se acercó a las cestas.

Indy partió en dos trozos el báculode madera, y se guardó la pieza delremate entre sus ropas. Dejó los trozosde madera en un rincón de la cámara delmapa, y luego se colocó debajo de laabertura y miró al cielo. La luz le cegó

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por un momento.—Sallah —llamó, con una voz que

no se sabía si era un grito o un suspiro.Nada.—Sallah.Nada.Echó una ojeada a la habitación para

ver si podía encontrar algo quesustituyera al egipcio, pero allí no habíanada. ¿Dónde estaría Sallah?

—¡Sallah!Silencio.Miró el agujero de arriba; cerró los

ojos porque le molestaba la luz, esperó.De repente oyó cierto movimiento

arriba. Vio que algo empezaba a caer

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por el agujero, y en el primer momentocreyó que era una cuerda, pero no loera: lo que bajaba era una ristra deropas, atadas unas a otras para formaruna especie de cuerda: camisas, túnicas,pantalones, capas y, lo más sorprendentede todo, una bandera con la cruzgamada.

Agarró el lío de ropas, se colgó deél, y empezó a trepar. Llegó arriba, yquedó de bruces sobre el suelo, mientrasSallah tiraba de las ropas para sacarlas.Indy se echó a reír al ver que el egipciolo metía todo en el barril de petróleo.Luego se levantó, y escapó con Sallahpor entre las tiendas.

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No vieron al alemán que estabapaseando arriba y abajo con clarasmuestras de impaciencia.

—¡A ver! Que todavía estoyesperando el agua.

Sallah extendió sus manos paradisculparse.

El alemán se volvió hacia Indy:—Tú eres un zángano también. ¿Por

qué no estás cavando?Sallah se acercó al alemán, mientras

Indy, después de hacer una reverencia,echaba a correr en dirección contraría.

Andaba de prisa, sacudiendo susropajes mientras pasaba entre lastiendas. Desde atrás, como si hubiera

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levantado alguna sospecha, oía la vozdel alemán que gritaba: ¡Espera!¡Vuelve! Lo último que podríaocurrírseme es volver, idiota. Pasabaentre las tiendas de campaña, tratandode no despertar sospechas, y luchando almismo tiempo con el deseo de echar acorrer y empezar a excavar cuanto antesen el Pozo de las Ánimas, cuandoaparecieron dos oficiales alemanes.Maldita sea, pensó, al ver que separaban a hablar y encendían unoscigarrillos. Le habían cerrado el paso.

Se escurrió junto a las tiendas,aprovechando la escasa sombra quepodía encontrar, luego vio una que

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estaba abierta y entró en ella. Podíaesperar allí unos minutos hasta que sedespejara el camino. Aquéllas dos colesagrias de alemanes no irían a pasarsetodo el día allí.

Se limpió el sudor de la frente, y sesecó las manos con las ropas. Porprimera vez desde que había entradoallí, empezó a pensar en la cámara delmapa: se acordó de aquella extrañasensación de intemporalidad que habíatenido, la sensación de estar comosuspendido, flotando, como si él mismose hubiera convertido en un objeto másatrapado por la historia, perfectamenteconservado, intacto. La cámara del mapa

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de Tanis. Hasta cierto punto, era comodescubrir que un cuento de hadas teníacierta base real, la leyenda que tiene unfondo de verdad. Y esa idea le hizosentirse un poco humilde: vives en elaño 1936, con sus aviones y sus radios,y sus grandes máquinas de guerra, y derepente te encuentras con una cosa almismo tiempo tan complicada y tansencilla, algo tan primitivo como unmapa en miniatura, en el que hay unedificio que brilla cuando la luz caesobre él de cierta manera. Puedesllamarlo alquimia, arte o magia, comomás te guste, pero el paso de los siglosno ha servido para mejorar nada gran

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cosa. El tiempo no ha hecho más querecortar las raíces de algún profundosentido de lo cósmico, lo sobrenatural.

Y ahora tenía a su alcance el Pozode las Ánimas.

El Arca.Volvió a limpiarse el sudor con el

borde de la túnica. Miró por una rendijade la tienda. Seguían allí, hablando yfumando. ¿Cuándo demonios sedecidirían a moverse?

Estaba pensando en la forma deescapar, tratando de descubrir algunasalida, cuando oyó un ruido en el fondode la tienda. Era como un gruñido, unsonido ahogado. Se dio la vuelta, y miró

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hacia todas partes, convencido de que latienda estaba vacía.

Por un momento, no pudo creerlo,tuvo la impresión de estar loco, de queel pulso se le paraba.

Estaba sentada en una silla, atada aella con unas cuerdas, y con la bocatapada por un pañuelo. Estaba allísentada, le suplicaba con los ojos, lellamaba, y trataba de hablar a través delos pliegues del pañuelo que le imprimíalos labios. Corrió hacia ella y le quitó lamordaza de la boca. La besó, con unbeso anhelante, largo y profundo.Cuando apartó la cara, le puso la manoen la mejilla.

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Cuando empezó a hablar le temblabala voz:

—Tenían dos cestos… dos cestospara confundirte. Cuando creías queestaba en el camión, estaba en elcoche…

—Creí que habías muerto —dijo.¿Y qué era esa insondable sensación

de alivio que sentía ahora? ¿La de verselibre de culpa? ¿O era sólo alegría,gratitud al ver que estaba viva?

—Sigo coleando —dijo ella.—¿Te han hecho daño?Parecía luchar contra alguna

ansiedad interna.—No, no me han hecho daño. Sólo

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me preguntaron por ti, querían descubrirqué era lo que sabías.

Indy se frotó la barbilla, le parecíanotar cierta vacilación en Marion. Peroestaba demasiado nervioso para pararsea pensarlo.

—Indy, por favor, sácame de aquí.Es muy malo.

—¿Quién?—El francés.Estaba ya a punto de desatarle las

cuerdas cuando se detuvo.—¿Qué pasa? —preguntó Marion.—Mira, no entenderás nunca lo que

siento en este momento. Nuncaencontraré palabras para decírtelo. Pero

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quiero que confíes en mí. Voy a haceruna cosa que no me gustaría hacer.

—Desátame, Indy. Por favor,desátame.

—Si es que ésa es la cosa,precisamente. Si te suelto no van a dejarde revolver ni un solo grano de arenapara buscarte, y eso no puedo permitirloen este momento. Y, como sé dónde estáel Arca, tengo que llegar allí antes deque lleguen ellos y, entonces, podrévolver a buscarte.

—¡No, Indy!—Lo único que tienes que hacer es

quedarte ahí sentada un poco más detiempo…

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—¡Suéltame, bestia!Volvió a ponerle la mordaza en la

boca, y se la ató. Luego la besó en lafrente, sin hacer caso de sus protestas,de sus gruñidos, y se levantó:

—Quédate ahí —dijo—. Volveré.Volveré, pensó. Ésa palabra era algo

muy viejo, recordaba otra de diez añosatrás. Y veía la duda en los ojos de ella.Volvió a besarla, y fue hacia la entradade la puerta.

Marion aporreó el suelo con la silla.Indy salió afuera; los oficiales

alemanes se habían ido.El sol era ahora más fuerte; caía

como fuego.

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Viva, pensó: está viva. Y esa ideaera algo que parecía encumbrarse en sucabeza. Empezó a andar más de prisapara alejarse de las tiendas y lasexcavaciones, y llegar a las dunas, allugar en el que tenía una cita con Omar ysus obreros.

Sacó del camión de Omar el aparatodel agrimensor, y lo montó en las dunas.Lo puso en línea con la cámara del mapay, después de repasar los cálculos quehabía hecho, fijó la posición en eldesierto, en una zona situada a varioskilómetros y bastante más próxima que

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el sitio donde Belloq, por error, habíaestado excavando para buscar el Pozode las Ánimas. Allí, pensó. Ése es elsitio.

—¡Ya lo tengo! —gritó, recogió elinstrumento y volvió a meterlo en elcamión.

El sitio quedaba lejos de lasexcavaciones de Belloq, y estaba tapadopor las dunas. Podían trabajar sin quelos vieran.

Al subir al camión, Indy distinguióuna figura sobre las dunas. Era Sallahque, con su túnica al viento, veníacorriendo hacia el camión.

—Creí que no ibas a llegar nunca —

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dijo Indy.—Y he estado a punto de no hacerlo

—contestó Sallah, subiéndose alcamión.

—Vámonos —dijo Indy alconductor.

Después de pasar las dunas,detuvieron el camión. Era un lugaryermo, en el que no se podía pensar enir a buscar algo tan emocionante como elArca. Arriba, el sol era una bolaincandescente, como una rosa amarilla apunto de explotar; tenía una fuerza tangrande, que parecía que fuera a estallar

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de un momento a otro y caer del cielo.Fueron hacia el sitio que Indy había

calculado. Durante un rato, estuvoquieto, mirándolo: nada más que arenaseca. No podía uno ni soñar que allífuera nunca a crecer algo. Era imposibleimaginar que aquella tierra pudiera darnada. Y nadie creería que iba a dar elArca.

Indy fue al camión a buscar una pala.Los obreros se encaminaban ya al puntoseñalado. Tenían la cara quemada, comosi fuera de cuero. Indy se preguntaba sipodrían vivir más de cuarenta años enun sitio como aquél.

Sallah, que llevaba una azada en la

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mano, iba al lado de Indy.—Yo creo que aquí sólo pueden

venir si Belloq se da cuenta de que estátrabajando donde no tenía que hacerlo.De otra forma, no hay razón para veniraquí.

—¿Y quién ha oído nunca que unnazi necesite tener razones?

Sallah sonrió. Luego se dio la vueltay contempló las dunas; kilómetros ykilómetros en los que no había nada.Estuvo un momento callado, y luegodijo:

—Hasta un nazi necesitaría tener unabuena razón para andar por aquí.

Indy dio un golpe en el suelo con la

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azada: la azada:—Y encima necesitaría un

requisitorio, y que se lo firmaran portriplicado en Berlín. —Miró a losobreros, y dijo—: Venga, manos a laobra.

Empezaron a cavar, a amontonar laarena; trabajaban con furia, y sóloparaban para beber agua, que habíantraído en odres de piel de camello, y queestaba ya caliente. Estuvieron cavandohasta que ya no había luz; pero el calorseguía allí, amarrado a la arena.

Belloq estaba sentado en su tienda,

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dando golpecitos con los dedos en lamesa donde tenía los mapas, dibujos delArca, hojas de papel cubiertas dejeroglíficos con sus cálculos. Su estadode ánimo no era nada bueno; estabanervioso, malhumorado, y la presenciade Dietrich, y del lacayo de Dietrich,Gobler, no contribuía a calmarle. Selevantó, cogió una palangana de agua yse mojó la cara.

Un día perdido —dijo Dietrich—.Un día perdido.

Belloq se secó la cara con unatoalla, luego se sirvió un poco de coñac.Miró al alemán, y luego a susubordinado Gobler, que parecía ser

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sólo una sombra de Dietrich.Dietrich, incansable, continuó:—Mis hombres has estado cavando

todo el día, y ¿para qué? Dígame, ¿paraqué?

Belloq bebió un sorbo de coñac, ydijo:

—De acuerdo con la informaciónque poseo, mis cálculos estaban bien.Pero la arqueología no es la más exactade las ciencias, Dietrich. Creo que noacaba usted de entenderlo. Es posibleque encontremos el Arca en otra cámaracontigua. Quizás hay algún detalleesencial que todavía se nos escapa.

Se encogió de hombros y terminó su

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coñac. Generalmente, la forma en queactuaban los alemanes, aquella manía deestar siempre a su alrededor, como sicreyeran que era un vidente o un profeta,le sacaba de quicio. Pero ahoracomprendía que no estuvieran contentos.

—El Führer está constantementepidiendo que se le comuniquen losprogresos que se hacen —dijo Dietrich—. No es un hombre paciente.

—Podría usted recordar lo que fuemi conversación con su Führer, Dietrich.Supongo que se acordará de que no hiceninguna promesa. Dije únicamente quelas cosas parecían ir bien, y nada más.

Hubo un silencio. Gobler se puso

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delante de la lámpara de petróleo, y sucuerpo proyectaba una sombra que aBelloq se le antojó muy amenazadora.Gobler dijo:

—La chica podría ayudarnos.Después de todo, ella es quien ha tenidoen su poder la pieza original duranteaños.

—Sí, es verdad —dijo Dietrich.—Dudo que sepa algo —dijo

Belloq.—Valdría la pena intentarlo —

comentó Gobler.No podía comprender por qué le

molestaba tanto la forma que tenían detratar a la chica. Habían hecho

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barbaridades con ella, la habíanamenazado con toda suerte de torturas,pero daba la impresión de que no teníanada que decirles. ¿Indicaría eso quetenía algún punto flaco, alguna debilidadhacia ella? La idea le aterraba. Miró unmomento a Dietrich. Qué mala vidallevaban con aquel miedo a su queridoFührer. Por la noche, hasta debían verleen sueños, suponiendo que soñaran, cosaque le costaba mucho trabajo creer. Eranhombres desprovistos de imaginación.

—Si no quiere tener nada que vercon la chica, Belloq, yo conozco aalguien que se encargaría de descubrirqué es lo que sabe.

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No era momento de mostrardebilidad o dar a entender que lepreocupaba la chica. Dietrich salió a lapuerta de la tienda y dio una voz. Notardó en aparecer el hombre que sellamaba Arnold Toht, que saludó con elbrazo extendido, a estilo nazi. En lapalma de la mano tenía la cicatriz, laquemadura en que había quedadograbada la forma de la pieza.

—La mujer —dijo Dietrich—. Creoque ya la conoce, Toht.

—Tenemos una antigua cuentapendiente.

—Y una antigua cicatriz —añadióBelloq.

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Toht, muy serio, bajó la mano.

Cuando se hizo de noche, y habíaaparecido sobre el horizonte una lunapálida, una luna de un azul desvaído,Indy y sus hombres dejaron de cavar.Habían encendido antorchas, y vieronque la luna empezaba a apagarse alpasar algunas nubes por delante de ella;luego se vieron relámpagos en el cielo,unos extraños relámpagos que erancomo fogonazos, una tormenta seca queno se comprendía de dónde había salido.

Los hombres habían cavado un hoyoque puso al descubierto una pesada

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puerta de piedra, situada al mismo nivelque el fondo del pozo. Durante un buenrato nadie dijo nada. Se trajeronherramientas del camión, y los hombrestrabajaron con todas sus fuerzas paraabrir la puerta, soltando maldiciones porlo mucho que pesaba.

Retiraron la puerta de piedra.Debajo de ella había una cámarasubterránea. El Pozo de las Animas.Estaba a unos treinta pies deprofundidad, y era una cámara grande,con las paredes cubiertas de jeroglíficosy figuras grabadas. El techo estabasostenido por grandes estatuas, losguardianes de la cámara. Era una

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construcción impresionante y, a la luz delas antorchas, daba la impresión de seralgo insondable, un abismo en el que lahistoria misma hubiera quedadoapresada. Los hombres movían lasantorchas a un lado y a otro para vermejor.

Apareció el fondo de la cámara,débilmente iluminado. Había un altar depiedra y un cofre, también de piedra,encima de él; el suelo aparecía cubiertopor una extraña cosa oscura.

—El cofre tiene que contener elArca —dijo Indy—. Lo que no entiendoes qué es esa cosa oscura que cubre elsuelo.

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Pero luego, de repente, locomprendió; aterrado, dejó caer laantorcha dentro del pozo, y oyó elsilbido de cientos de serpientes.

Al caer la antorcha ardiendo, lasserpientes empezaron a moverse paraescapar de la llama. No eran cientos,eran miles de serpientes, áspidesegipcios, que se agitaban y se retorcían,arrastrándose por el suelo, y respondíana la llama con sus silbidos. El sueloparecía moverse a la luz de la antorcha,pero no era el suelo, eran las serpientes,que se apartaban del fuego. Sólo el altarde piedra estaba libre de ellas. Sólo elaltar de piedra parecía inmune a ellas.

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—¿Pero por qué tenía que haberserpientes? —preguntó Indy—.Cualquier cosa menos serpientes,cualquier cosa. Habría podido aguantarlo que fuera menos eso.

—Áspides —dijo Sallah—. Muyvenenosos.

—Gracias por la información,Sallah.

—Pero ya ves que se apartan de lallama.

Domínate, pensó Indy. Estás tancerca del Arca que puedes sentirla,enfréntate a tu fobia y haz algo paralibrarte de ella. Un millar de serpientes,¿y qué? ¿Y qué? Aquél suelo viviente

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era la encarnación de una viejapesadilla. Las serpientes le perseguíanen sus sueños más negros, estabanenraizadas en sus más íntimos temores.Se volvió hacia los trabajadores y dijo:

—Bien, bien. Unas cuantasserpientes. Hay mucho que hacer.Quiero montones de antorchas. Ypetróleo. Necesito una pista deaterrizaje ahí abajo.

Dejaron caer antorchas encendidasdentro del pozo. Se derramaron variaslatas de petróleo sobre los sitios dondehabían escapado las serpientes. Losobreros empezaron a bajar un gran cajónde madera, que tenía unas asas de

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cuerda colocadas en los extremos. Indylo miraba, preguntándose si una fobiaera algo que uno podía tragarse,digerirlo, algo de lo que te podíasolvidar, como si fuera un dolor deestómago pasajero. A pesar de estardecidido a descolgarse, no dejaba detemblar, y las serpientes, retorciéndosey estirándose, llenaban la oscuridad consus silbidos, un sonido más amenazadorque ninguno de los que había oído.Bajaron una cuerda: se levantó, tragósaliva, se colgó de la cuerda, y saltó alpozo. Sallah le siguió un momentodespués. Lejos del borde de las llamas,las serpientes se retorcían, se

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deslizaban, se subían unas sobre otras,montones de serpientes, huevos deserpiente que se abrían y de los quesalían pequeños áspides, serpientes quese devoraban unas a otras.

Estuvo un rato allí colgado, con lacuerda balanceándose a un lado y a otro,y Sallah, colgado también, justo encimade él.

—Creo que ésta es la cosa —dijo.Marion vio que Belloq entraba en la

tienda. Avanzó despacio y se quedómirándola, pero sin hacer ningúnmovimiento para ir a desatarle elpañuelo de la boca. ¿Qué era lo quetenía aquel hombre? ¿Qué era lo que

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veía en él y que le producía esasensación casi de pánico? Podía oír loslatidos de su corazón. La mirabafijamente, y hubiera deseado podercerrar los ojos y apartar la cara. Laprimera vez que se encontró con éldespués de que la capturaran, apenas lehabía dicho nada, pero se había quedadomirándola igual que lo estaba haciendoahora. Tenía una mirada fría, pero a ellale parecía, aunque no supiera muy bienpor qué, que también podría sercariñosa en algún momento. Eran unosojos que daban la impresión de sabermucho, como si hubieran penetradoalgún profundo secreto, como si

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hubieran probado la realidad y lahubieran encontrado incompleta. Eraguapo, con esa clase de belleza de loshombres que aparecían en las revistasdel corazón europeas, vestidos contrajes blancos y tomando una bebidaexótica en la terraza de una casa decampo. Pero no eran ésas las cualidadesque le atraían a ella.

Era algo más.Algo en lo que no quería pensar.Cerró los ojos. No podía soportar

que la mirasen con tanto detenimiento,no podía soportar verse como un objetode estudio, casi como un fragmentoarqueológico, un trozo de arcilla que

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servía para recomponer alguna antiguavasija de barro. Una cosa inanimada quehay que clasificar.

Al oírle acercarse, abrió los ojos.Belloq no dijo nada, y ella se sintió

aún más molesta. Siguió avanzando,hasta ponerse delante de ella, y entoncesalargó la mano muy despacio, y empezóa quitarle el pañuelo de los labios, adespegárselo suavemente de la boca. Yde repente pensó una cosa en la que noquería pensar, que era su manoacariciándole las caderas. No, no eseso. No es nada de eso, se dijo. Pero laimagen no se apartaba de su cabeza. Yla mano de Belloq, con la seguridad de

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la de un amante, fue subiendo el pañuelode la boca hacia las mejillas, y luegoempezó a desatar el nudo, todo ello muydespacio, con la eleganciadespreocupada de un seductor que, poruna especie de instinto, nota que la piezase rinde.

Marion volvió la cabeza a un lado.Quería apartar esos pensamientos, perose sentía incapaz de hacerlo. No quierosentirme atraída por este hombre, pensó.No quiero que me toque. Pero luego,cuando le pasó los dedos por debajo dela barbilla y empezó a rozarle lagarganta, comprendió que era incapaz deoponerse. No le dejaré que lo vea en

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mis ojos. No le dejaré que me lo note enla cara. A pesar de sus propósitos,empezó a imaginarse que las manos deBelloq recorrían su cuerpo, unas manosque eran extrañamente suaves,delicadas, muy especiales yprometedoras. Y de pronto comprendióque aquel hombre sería un amante de unagenerosidad extraordinaria, que le haríasentir una clase de placer que no habíaconocido hasta entonces.

Lo sabe, pensó. Él también lo sabe.Acercó su cara a la de ella. Sentía la

dulzura de su aliento. No, no, no, pensó.Pero no podía hablar. Sabía que estabainclinándose hacia adelante, como en

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una anticipación del beso, parecía que lebailaba la cabeza, sentía un deseointenso. Pero el beso no llegó. No hubobeso. Él se había agachado un poco, yestaba empezando a desatar las cuerdas,y lo hacía en la misma forma que antes,dejaba caer las cuerdas al suelo como sise tratara de las más eróticas prendas.

Todavía no había dicho una palabra.Estaba mirándola. Le parecía ver en

sus ojos algo de ese toque de ternura quehabía imaginado antes, pero no podíadecir si era algo real o algo queacostumbraba a emplear, una pieza de surepertorio para casos semejantes.

—Eres muy guapa —dijo por fin.

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Marion movió la cabeza.—Por favor…Pero no sabía si estaba rogándole

que se fuera o si estaba pidiendo que labesara, y se dio cuenta de que en toda suvida había experimentado una emocióntan inexplicable. ¿Por qué demonios nohabía vuelto Indy? ¿Por qué la habíadejado allí?

La repelía, la atraía… ¿pero es queno había una línea bien clara entre esasdos cosas? ¿Alguna señal que pudieraleer? No importaba: no podía establecerdistinciones, todo se mezclaba en sucabeza. Veía la contradicción ycomprendía, con horror, que lo que

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quería era que aquel hombre hiciera elamor con ella, que le enseñara lo queella sentía era su profundo conocimientodel amor físico; y aparte de eso, teníatambién la impresión de que podía sercruel, una sospecha que de momentotampoco le importaba.

Volvió a acercar su cara a la de ella.Marion miró sus labios. Los ojosexpresaban conocimiento, unacomprensión que no había visto nunca enla cara de un hombre.

Ya desde antes de besarla laconocía, podía ver dentro de ella. Sesentía más desnuda de lo que nunca sehabía sentido. Y hasta ese sentimiento

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de vulnerabilidad la atraía. Se acercó.La besó.

Quiso apartarse otra vez.El beso… cerró los ojos y se

entregó al beso, y fue un beso distinto detodos los que había dado en su vida. Ibamás allá de los estrechos límites de loslabios y la lengua. Creaba espacios deluz en su cabeza, colores, una trama deoro y plata y amarillo y azul, como siestuviera contemplando algunaimposible puesta de sol. Nadie le habíaproducido nunca esa impresión. Nadasemejante. Ni siquiera Indy.

Cuando él apartó la cara, se diocuenta de que estaba agarrándole con

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fuerza. Le estaba clavando las uñas en elcuerpo. Y el comprobarlo le produjo ungran disgusto y un sentimiento devergüenza. ¿Qué era lo que estabahaciendo? ¿Qué era lo que se habíaapoderado de ella?

Se separó de él.—Por favor —dijo—. Basta.Belloq sonrió y dijo por primera

vez:—Quieren hacerte daño.Era como si el beso no hubiera

existido nunca. Era como si la hubieranengañado. La repentina desilusión quesintió fue como la caída de una montañarusa.

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—Conseguí convencerlos para queme dejaran un rato a solas contigo.Después de todo, eres una mujer muyatractiva. Y no quiero ver que te hacendaño. Son unos bárbaros.

Volvió a acercarse a ella. No, pensóMarion. Otra vez, no.

—Tienes que decirme algo paraaplacarlos. Darme alguna información.

—No sé nada… ¿cuántas veces voya tener que decírselo?

Se sentía mareada. Necesitabasentarse. ¿Por qué no la besaba otravez?

—¿Qué hay de Jones?—No sé nada.

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—Tu lealtad es admirable. Perotienes que decirme qué es lo que sabeJones.

La imagen de Indy se le apareció unavez más.

—No ha hecho más que meterme enlíos.

—No lo dudo —dijo Belloq, que lecogió la cara entre sus manos, y sequedó mirándola a los ojos—. Quierocreer que no sabes nada. Pero no puedocontrolar a los alemanes. No puedocontenerlos.

—No les deje que me hagan daño.—Pues entonces, dime algo.Se abrió la puerta de la tienda.

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Marion vio allí de pie a Arnold Toht.Detrás de él estaban los dos alemanesque llamaban Dietrich y Gobler. Elmiedo que sintió era como un sol queardiera dentro de su cabeza.

—Lo siento —dijo Belloq.Marion no se movió. Se quedó

mirando a Toht, recordando cómo habíaintentado quemarla con el atizador en lataberna.

—Fräulein —dijo Toht—. Hemoshecho un viaje muy largo para venir aquídesde Nepal, ¿no?

Ella dio unos pasos, y movióasustada la cabeza.

Toht avanzó hacia ella. Marion miró

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a Belloq, como para pedirle ayuda unaúltima vez, pero el francés salía ya de latienda y desaparecía en la noche.

Cuando ya estaba fuera, se paró. Erauna cosa rara sentirse atraído por esamujer, era extraño que quisiera hacer elamor con ella, aunque todo hubieranacido del deseo de poder averiguaralgo. Pero después de eso, después delprimer beso… Metió las manos en losbolsillos y estuvo dudando unosmomentos. Tenía ganas de volver a latienda, y evitar que esos gusanoshicieran lo que pensaban hacer, pero de

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pronto se sintió intrigado por algo quepasaba allá lejos.

Eran relámpagos, relámpagosincomprensiblemente concentrados en unsolo sitio, como si se hubieran reunidoallí deliberadamente, dirigidos por algoque tuviera poder sobre la meteorología.Una concentración de descargas,chispas, relámpagos y resplandoreslanzados sobre un mismo sitio. Semordió el labio inferior, pensativo, yvolvió a entrar en la tienda.

Indy avanzó hacia el altar. Trató deno hacer caso del silbido de las

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serpientes, un ruido como para volverlea uno loco, y que resultaba todavía peorentre las misteriosas sombras quearrojaban las antorchas. Habíaderramado petróleo en el suelo y lehabía prendido fuego, para hacer uncamino entre las serpientes; y ahora esasllamas, al elevarse, eclipsaban la luzque venía de arriba. Sallah iba detrás deél. Juntos lucharon por retirar la losa depiedra que cubría el cofre; dentro de él,más hermosa de lo que nunca habíaimaginado, estaba el Arca.

Durante un rato no pudo ni moverse.Miraba los ángeles de oro, colocados eluno frente al otro sobre la tapa, las

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láminas de oro que cubrían la madera deacacia. Las anillas para llevarla quetenía en las cuatro esquinas brillaban ala luz de la antorcha. Miró a Sallah, quecontemplaba el Arca con un silencioreverencial. Indy sentía un inmensodeseo de acercarse a ella y tocarla pero,en el mismo momento en que lo pensaba,Sallah alargó la mano.

—No la toques —gritó Indy—. Nose te ocurra tocarla.

Sallah retiró la mano. Fueron abuscar el cajón de madera y sacaron loscuatro varales que tenía colocados enlos extremos. Los pasaron por lasanillas del Arca y, echando pestes por lo

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mucho que pesaba, la levantaron, lasacaron del cofre de piedra y lametieron en el cajón. El fuego empezabaya a agotarse, y las serpientes, con unsilbido que parecía una sola voz, ibandeslizándose hacia el altar.

—Corre —dijo Indy—. Corre.Ataron las cuerdas al cajón. Indy tiró

de una de ellas y el cajón empezó asubir para arriba. Sallah cogió otracuerda y trepó rápidamente por ella.Indy quiso hacer lo mismo; tiró de lacuerda para ver si estaba segura, y lacuerda cayó, como si fuera una serpientemás, desde la abertura que había en eltecho de la cámara.

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—¿Qué demonios…?Arriba, se oyó la voz inconfundible

del francés:—¿Pero, doctor Jones, qué está

usted haciendo en un sitio tan asquerosocomo éste?

Se oyó una carcajada.—Esto ya se está convirtiendo en

una costumbre, Belloq —dijo Indy.Las serpientes silbaban cada vez

más cerca. Oía el roce de sus cuerposcontra el suelo.

—Una mala costumbre, tiene razón—dijo Belloq, mirando por el agujero—. Desgraciadamente, ya no le necesitopara nada, amigo. Y no me parece

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pequeña ironía que esté a punto deconvertirse para siempre en una piezamás de este hallazgo arqueológico.

—Me estoy muriendo de risa —gritóIndy.

Siguió mirando para arriba,pensando si habría alguna forma de salirde allí… y estaba todavía pensándolocuando vio que aparecía Marion alborde del agujero, la empujaban y caía.Se puso debajo para parar el golpe consu cuerpo, y los dos rodaron por elsuelo. Ella se agarró como una loca aIndy, que oía la voz de Belloq que decíadesde arriba:

—¡Era mía!

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—Ya no nos sirve para nada aninguno de los dos, Belloq. Lo únicoque cuenta es la misión de Hitler.

—Yo tenía planes para ella.—No hay más planes que los que

dependen de Berlín —contestó Dietrich.Hubo un silencio. Y luego Belloq se

asomó para mirar a Marion.—No tenía que haber pasado —le

dijo a ella. Luego se dirigió a Indy—:¡Indiana Jones, adieu!

Un grupo de soldados alemanescerró la puerta de piedra de la cámara.Se formó un vacío de aire en el pozo, seapagaron las antorchas, y las serpientesempezaron a retirarse hacia las zonas

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oscuras.Marion seguía agarrada a Indy con

todas sus fuerzas. Él se soltó, cogió dosantorchas que todavía estabanencendidas, y le dio una a ella.

—Tú no hagas más que poner laantorcha delante de todo lo que semueva.

—Aquí se mueve todo —dijo ella—. La cámara entera serpentea.

—No me lo recuerdes.Empezó a buscar a tientas en la

oscuridad, encontró una de las latas depetróleo, lo derramó junto a la pared, yle prendió fuego. Miró luego a una delas estatuas que sostenían el techo,

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mientras notaba que las serpientesestaban cada vez más cerca de él.

—¿Qué estás haciendo? —preguntóMarion.

Formó un círculo alrededor de elloscon el petróleo que quedaba, y loprendió también.

—Quédate aquí.—¿Por qué? ¿Adonde vas?—En seguida vuelvo. Tú ten los ojos

bien abiertos, y estáte preparada paraechar a correr.

—¿Correr, adónde?Indy no contestó. Pasó entre las

llamas y fue hacia el centro de lacámara. Las serpientes se movían

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alrededor de sus pies, y movíadesesperadamente la antorcha paraespantarlas. Miró a la estatua, quellegaba hasta el techo. Sacó el látigo, ylo lanzó para engancharlo en ella. Dioun tirón para ver si estaba fuerte, yempezó a trepar con una mano,sosteniendo en la otra la antorcha.

A medio camino, se volvió paramirar a Marion, que estaba de pie,protegida por el cerco de llamas.Parecía asustada, perdida, indefensa.Siguió trepando hasta la cabeza de laestatua, y vio que tenía una serpienteenrollada en la cara, y que le apuntabadirectamente a los ojos. Indy le dio un

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golpe en la cabeza con la antorcha, notóel olor a carne quemada, y vio que laculebra resbalaba por la piedra y caía alsuelo.

Se afianzó allí, con los piesapoyados en la pared y la estatua.Vamos a ver qué pasa , pensó. Lasserpientes trepaban por la estatua, y suantorcha, que se agotaba por momentos,no iba a poder alejarlas durante muchotiempo. Daba golpes a un lado y a otro,y oía cómo caían al suelo. Luego laantorcha se le escapó de las manos, y seapagó al estrellarse contra las piedras.Justo en el momento en que necesitasuna luz, es cuando no la tienes, pensó.

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Y sintió que algo se deslizaba porsu mano.

Dio un grito de espanto.Y en el momento en que lo hacía, la

estatua se tambaleó, se desprendió de supedestal y se inclinó de una formaaterradora bajo el techo de la cámara.Allá vamos, pensó Indy, agarrándose asu estatua como si fuera una mulasalvaje. Pero era más bien un madero amerced de las olas, y cayó haciaadelante, cayó mientras él luchaba porsostenerse, y fue tomando velocidad, yse desplomó delante de Marion que,desde su cerco de llamas, la vio venirseabajo como si fuera un árbol talado por

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un leñador, haciéndose pedazos sobre elsuelo del pozo, y perdiéndose en laoscuridad. El viaje a lomos de la estatuaterminó bruscamente al llegar al suelo.Indy se levantó atontado, frotándose unlado de la cabeza. Anduvo un momento atientas, buscando la débil luz que sefiltraba entre las piedras de un agujerodel pozo. Marion estaba llamándole.

—¡Indy! ¿Dónde estás?Estaba metiéndose por el agujero

cuando apareció Marion.—No cabalgues nunca en una estatua

—dijo—. Sigue mi consejo.—Lo tendré en cuenta.La cogió de la mano y la ayudó a

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entrar. Ella levantó la antorcha. Daba yamuy poca luz, pero sí la suficiente paraver que estaban en un laberinto dehabitaciones, unidas unas a otras, quecorrían por debajo del pozo, catacumbasabiertas en la tierra.

—¿Dónde estamos ahora?—Me parece que sé tanto como tú.

Quizá tuvieran alguna razón paraconstruir el pozo encima de estascatacumbas. No lo sé. Es difícil decirpor qué lo harían. Pero lo prefiero a lasserpientes.

Una bandada de murciélagosasustados salió volando en la oscuridad,aleteando a su alrededor, batiendo el

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aire como locos. Se agacharon y pasarona otro cuarto. Marion se sacudió lacabeza con las manos, y soltó un grito.

—No hagas eso —dijo él—. Measustas.

—¿Y qué crees que me pasa a mí?Fueron pasando de una habitación a

otra.—Tiene que haber alguna salida —

dijo Indy—. Los murciélagos son unabuena señal. Tienen que salir al airepara alimentarse.

Entraron en otra cámara, y allí elolor era espantoso Marion levantó laantorcha.

Había varias momias medio

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deshechas, envueltas en sus vendajes,con trozos de carne podrida quecolgaban entre los sudariosamarillentos, montones de cráneos yhuesos, que a veces tenían todavíapegados algunos restos de carne. Lapared estaba cubierta de escarabajosbrillantes…

—No puedo aguantar este olor.—¿Vas a quejarte ahora?—Creo que me estoy mareando.—¡Qué bien! —dijo Indy—. No nos

faltaba más que eso.—Éste es el peor sitio que he visto

en mi vida.—No, donde estabas antes sí que

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era el peor sitio que has visto en tu vida.—Pero ¿sabes una cosa Indy? Si

tuviera que estar aquí con alguien…—Ya te entiendo —le interrumpió él

—. Ya te entiendo.—Me alegro.Marion le besó con cariño en los

labios. La dulzura con que lo hizo lesorprendió. Echó la cara hacia atrás ibaa besarla otra vez, pero Marionseñalaba nerviosa algo y, al volverse, acierta distancia, vio la compasiva luzdel sol del desierto, un sol de amanecer,blanco, maravilloso y lleno depromesas.

—Gracias a Dios —dijo ella.

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—Da las gracias a quien quieras.Pero todavía no queda mucho que hacer.

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10

LAS EXCAVACIONESDE TANIS, EGIPTO

Anduvieron por entre lasexcavaciones abandonadas, y seacercaron a la pista de aterrizaje quehabían construido los alemanes en eldesierto. Había dos camiones tanque,una tienda que servía de depósito, y unhombre, un mecánico a juzgar por el

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mono que llevaba, que estaba al bordede la pista, con los brazos en jarras, y decara al sol. Luego apareció otro hombreque se acercó al mecánico, y que Marionreconoció en seguida como el ayudantede Dietrich, Gobler.

De repente se oyó un gran ruido enel cielo y, desde el sitio donde estaban,detrás de las excavaciones, vieron unavión que se disponía a aterrizar.

Gobler estaba dando voces almecánico:

—¡Llena los depósitos en seguida!Tienes que estar preparado para volarinmediatamente con un cargamentoimportante.

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El avión aterrizó, dando botes sobrela pista.

—Van a meter el Arca en ese avión—dijo Indy.

—¿Y qué hacemos entonces?¿Decirle adiós con la mano?

—No. Cuando ellos carguen el Arca,nosotros ya estaremos dentro.

Ella preguntó con cierta guasa:—¿Otro de tus planes?—Si hemos llegado hasta aquí…

vamos a seguir adelante.Se aproximaron sin que los vieran, y

fueron a esconderse detrás de la tiendaalmacén. El mecánico se disponía ya acalzar las ruedas del avión. Luego llevó

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la manguera del combustible hasta elavión. Las hélices estaban girando, y losmotores rugían con un ruidoensordecedor.

Se acercaron más a la pista, yninguno de los dos vio a otro mecánicoalemán, un chico rubio con los brazostatuados, que venía detrás de ellos. Fueaproximándose, con una llave inglesa enla mano, dispuesto a darle un golpe en lacabeza a Indy. Fue Marion la que vioprimero su sombra, la vio aparecer derepente, y soltó un grito. Indy se volviócuando la llave inglesa iba ya a caersobre él. Dio un salto, agarró el brazodel alemán, y luchó con él hasta caer los

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dos al suelo, mientras Marion escapabay se escondía detrás de unos cajones,preguntándose qué podía hacer, paraayudar.

Indy y el alemán rodaron por lapista. El primer mecánico se apartó delavión, y se acercó a los luchadores, enespera de tener ocasión de pegarle unapatada a Indy, pero Indy se levantó enseguida, se volvió contra el primerhombre, y le tiró al suelo de dospuñetazos. A pesar de todo, el de losbrazos tatuados todavía tenía ganas depelear, y los dos se enzarzaron otra vez,y fueron a parar a la parte trasera delavión, donde las hélices giraban como

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locas.Pueden hacerme picadillo de un

momento a otro, pensó Indy.Oía a las malditas aspas cortar el

aire como dagas que cortaranmantequilla.

Intentó apartar de allí al alemán,pero el chico era muy fuerte. Indy leagarró por el cuello y apretó con todassus fuerzas, pero el alemán consiguiósoltarse, y se lanzó otra vez sobre él conrenovadas energías. Marion, quepresenciaba la pelea desde los cajones,vio que el piloto saltaba de la cabina,sacaba una Luger, y apuntaba a Indy,para disparar sobre él en cuanto

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estuviera a tiro. Echó a correr por lapista, cogió uno de los bloques quecalzaban las ruedas, y dio un golpe en lacabeza al piloto, que cayó hacia atrás,dentro de la cabina, y puso en marcha elacelerador, lo que hizo que el motoraumentara sus revoluciones.

El avión empezó a rodar, sin podermás que dar vueltas alrededor de las dosruedas que estaban todavía bloqueadas.Marion se colgó del borde de la cabinapara no caer entre las hélices, y trató deapartar el cuerpo del piloto caído sobreel acelerador.

No consiguió moverlo, pesabademasiado. El avión amenazaba quedar

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sin control y volcar, aplastando a Indy odejándole hecho tiras. Qué cosas tengoque hacer por ti, Indy, pensó Marion.Entró en la cabina, y dio un golpe en lacubierta de plástico, que se cerró sobreella. El avión seguía moviéndose, y elala se inclinaba peligrosamente haciadonde estaba Indy luchando con elalemán. Aterrada, vio que le pegaba unpuñetazo y le tiraba al suelo, y que elchico volvía a levantarse para recibir unsegundo golpe que le lanzó contra…

Las hélices.Marion cerró los ojos, pero no antes

de ver que las aspas enganchaban alalemán y lanzaban al aire un chorro de

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sangre. Y el avión seguía dando vueltas.Abrió los ojos, intentó salir de lacabina, y comprendió que había quedadoencerrada. Aporreó la cubierta sinresultado. Primero un cesto, y ahorauna cabina, pensó. ¿Cómo va aterminar este asunto?

Indy corrió hacia el avión, viendoque se inclinaba cada vez más, yasustado de ver a Marion que continuabadando golpes dentro de la cabina. El alase clavó en el camión tanque, y lo abriócon la misma destreza que el bisturí deun cirujano, mientras el combustible sederramaba por la pista como la sangrede un paciente anestesiado. Indy

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resbalaba, luchaba por mantener elequilibrio, cayó al suelo, volvió alevantarse, y empezó a correr otra vez.Se subió a una de las alas, y luego searrastró hasta la cabina del piloto.

—¡Sal! —gritó—. ¡Éste chisme va avolar por los aires!

Buscó la manecilla que servía paraabrir la cabina desde fuera.

Luchó con todas sus fuerzas paraabrirla, mientras sentía el olor delcombustible que salía del camión.

El cajón de madera, custodiado portres soldados alemanes, estaba a la

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puerta de la tienda de Dietrich. Dentro,la actividad era desenfrenada: serecogían papeles, se doblaban mapas, yse desmontaban aparatos de radio.Belloq, que estaba dentro de la tienda,contemplaba los preparativos de marchacon aire distraído. Lo único querealmente le importaba era lo que habíadentro del cajón, y no pensaba en nadamás que en el momento de examinarlo.Le costaba trabajo dominarse, contenersu impaciencia. Recordaba el ritual quehabía que observar cuando se abriera elArca. Era extraño pensar cómo, a travésde los años, se había preparado para esemomento, y también le parecía extraño

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ver hasta qué punto había llegado afamiliarizarse con los conjuros. A losnazis no les iba a gustar nada todo eso,pero podían hacer lo que quisieran conel Arca después de que él hubieraterminado. Podían llevársela, yguardarla en algún espantoso museo, nole importaba ya nada.

Conjuros hebreos: desde luego noiban a gustarles. Ésa idea le resultabadivertida. Pero la diversión no durómucho, porque le interesaba demasiadolo que había dentro del cajón. Si todo loque había aprendido sobre el Arca eraverdad, si todas esas viejas historiasque hablaban de su poder eran ciertas, él

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sería el primer hombre que entrara encomunicación con algo que tenía suorigen en otro lugar —en un lugarinfinito—, que estaba más allá delentendimiento humano.

Salió fuera de la tienda.A lo lejos, brillante como una

columna de fuego que hubiera caído delcielo, se produjo una gran explosión.

Comprendió que había sido en lapista de aterrizaje.

Echó a correr hacia allí, llevado porsu ansiedad.

Dietrich corrió detrás de él, seguidode Gobler, que había estado allí unosminutos antes.

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Los depósitos de combustible habíanexplotado y el avión estaba ardiendo.

—Sabotaje —dijo Dietrich—. Pero¿quién?

—Jones —contestó Belloq.—¿Jones? —exclamó Dietrich,

asombrado.—Ése hombre tiene más vidas que

un gato —dijo Belloq—. Claro que tieneque llegar la hora en que se le terminen,¿no?

Estuvieron contemplando las llamasen silencio.

—Tenemos que sacar el Arca deaquí —dijo Belloq—. Hay que meterlaen un camión y llevarla a El Cairo.

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Podemos coger un avión allí.Belloq se quedó un momento más

contemplando el desastre, y pensando enel sentido de la oportunidad de IndianaJones, y su don singular para lasupervivencia. No podía uno menos queadmirar la tenacidad de aquel hombrepara aferrarse a la vida. Y había quetener en cuenta la astucia y la fortalezaque significaban. Siempre podía unosubestimar a la oposición. Y quizás élhabía estado subestimando a IndianaJones toda su vida.

—Necesitamos mucha protección,Dietrich.

—Por supuesto. Eso ya lo arreglaré.

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Belloq se dio la vuelta. Lo del vuelodesde El Cairo era una mentira, ya habíaavisado por radio a la isla, sin que losupiera Dietrich. Pero eso era algo quesolucionaría cuando llegara el momento.

Ahora, lo único que le importaba erapoder abrir el Arca antes de que laenviaran a Berlín.

Reinaba gran confusión en lastiendas. Los soldados alemanes quehabían acudido a la pista de aterrizajevolvían ahora en pleno desorden. Otrogrupo de hombres armados, con lascaras ennegrecidas por el humo del

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incendio, habían empezado a preparar eltransporte del Arca en un camióncerrado. Dietrich estaba de supervisor,dando órdenes, y con muestras de grannerviosismo. No iba a poder respirar agusto hasta que el dichoso cajónestuviera en Berlín, y tampoco se fiabade Belloq, porque había descubiertounos propósitos poco claros en los ojosdel francés. Y detrás de esos propósitosuna expresión extraña, distante, como siel arqueólogo estuviera ensimismado.Era una mirada de loco, pensó, bastantealarmado al comprender que era lamisma mirada que había visto en la caradel Führer cuando estuvo con Belloq en

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Baviera. A lo mejor se parecían estefrancés y Adolfo Hitler. Tal vez era sufuerza, y también su locura, lo que losseparaba del resto de los mortales.Dietrich no podía hacer más queconjeturas. Vio cómo metían la caja enel camión, y pensó en Jones, pero Jonestenía que estar muerto, tenía que estarenterrado en aquella horrible cámara.Por otra parte, el francés parecíaconvencido de que el americano habíaintervenido en el sabotaje. Tal vez esaanimosidad, esa envidia que existíaentre los dos, era un aspecto más de lalocura de Belloq.

Tal vez.

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Pero ahora no tenía tiempo de pensaren la salud mental del francés. Teníaante sí el Arca y el camino hasta ElCairo, y el miedo de nuevos sabotajesdurante el traslado. Sudando,maldiciendo el calor y el odiosodesierto, dio nuevas órdenes a los quecargaban el camión, no sin dejar desentir cierta pena por ellos. Lo mismoque él, estaban muy lejos de su patria.

Indy y Marion se habían refugiadodetrás de unos barriles, y miraban desdeallí a los árabes que corríandesconcertados de un lado a otro, y a los

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alemanes que estaban cargando elcamión. Tenían la cara ennegrecida porel humo y Marion, visiblemente pálida apesar de los tiznones, parecía estar muycansada.

—Te tomaste tu tiempo, ¿eh? —dijoMarion.

—Te saqué, ¿no?—En el último minuto. ¿Por qué

tienes que dejar siempre las cosas parael final?

Indy la miró, le pasó los dedos porla cara, miró con detenimiento lasuciedad que tenía metida en las rayasde la mano, y luego volvió a ocuparsedel camión.

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—Van a llevarse el Arca a algúnsitio, y eso es lo que más me interesa eneste momento.

Unos cuantos árabes pasaroncorriendo por delante de ellos. Con grangusto y sorpresa por su parte, Indy vio aSallah. Le puso la zancadilla al egipcio,que cayó y volvió a levantarse, lleno dealegría al verlos.

—¡Indy! ¡Marion! Os creía perdidos.—Nosotros también —dijo Indy—.

¿Qué pasó?—A los árabes apenas si nos prestan

atención, amigo. Dan por hecho quesomos tontos, unos pobres ignorantes…y además casi no pueden distinguirnos a

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unos de otros. Yo me escabullí, perotampoco se preocupaban gran cosa.

Se escondió detrás de los barriles,jadeando.

—Supongo que fuiste tú quienprovocó la explosión.

—Lo has adivinado.—¿No sabes que están pensando en

llevarse el Arca a El Cairo en elcamión?

—¿A El Cairo?—Y supongo que luego a Berlín.—Lo de Berlín lo pongo en duda —

dijo Indy—. No puedo creer que Belloqpermita que el Arca llegue a Alemaniaantes de que él la haya tocado.

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Apareció un coche abierto junto alcamión. Belloq y Dietrich subieron a él,con el conductor y un guardia armado.Se oyó ruido de pisadas sobre la arena,y unos diez soldados armados montarontambién en el camión en que iba el Arca.

—No hay nada que hacer —dijoMarion.

Indy no contestó. Vigila, se dijo.Vigila y concéntrate. Piensa. Llegó otrovehículo abierto, con una ametralladoramontada en la parte de atrás; un soldadoiba sentado detrás de ella. Gobler sepuso al volante del coche. Al lado deGobler iba Arnold Toht.

Marion contuvo la respiración al ver

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a Toht.—Es un monstruo.—Todos ellos son unos monstruos

—dijo Sallah.—Monstruos o no —dijo ella—, yo

de momento lo veo cada vez peor.Ametralladora y soldados armados,

pensó Indy. Quizá fuera posible haceralgo. Quizá la mejor respuesta no fueradarlo todo por perdido. Vio que elconvoy se ponía en marcha, y empezabaa alejarse dando tumbos sobre la arena.

—Voy a seguirlos.—¿Cómo? —preguntó Marion—.

¿Vas a poder correr tanto como ellos?—Tengo otra idea mejor —contestó

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Indy—. Vosotros dos volvéis a El Cairolo antes posible, y buscáis algún mediode transporte para ir a Inglaterra, unbarco, un avión, lo que sea, no meimporta.

—¿Por qué Inglaterra? —preguntóMarion.

—Allí no hay barreras de idioma y,además, no hay nazis —dijo Indy. Luegomiró a Sallah—. ¿Dónde podemosencontrarnos en El Cairo?

Sallah se quedó un momentopensativo.

—Tenemos el garaje de Omar,donde guarda el camión. ¿Sabes dóndeestá la plaza de las Serpientes?

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—¡Qué asco! —dijo Indy—. Pero nocorre peligro de que se me olviden lasseñas.

—En la ciudad vieja —dijo Sallah.—Allí estaré.Marion se levantó.—¿Y cómo puedo yo saber que vas

a llegar allí entero?—Confía en mí.La besó, mientras ella le agarraba el

brazo.—Me gustaría saber si va a llegar el

día en que pares por fin de dejarme.Indy se escabulló entre los barriles.—Podemos ir en mi camión —dijo

Sallah a Marion—. Es lento pero

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seguro.Marion no dijo nada. ¿Qué era lo

que tenía Indy que tanto le importaba?No era lo que se dice un amante muytierno, suponiendo que fuera algunaclase de amante. Y aparecía ydesaparecía de su vida como si lohiciera a salto de mata. ¿Qué demoniosera entonces? Alguno de esosinsondables misterios que nunca llegas aaclarar. Ni tienes tampoco demasiadasganas de aclararlos.

Indy había visto que había varioscaballos atados a unos postes en un sitio

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que estaba entre la pista abandonada ylas excavaciones: dos de ellos, uncaballo árabe blanco y otro negro,estaban protegidos del sol por un toldode lona verde. Después de dejar aMarion y a Sallah, echó a correr haciadonde estaban los caballos, con laesperanza de que continuaran allí. Allíestaban. Hoy es mi día de suerte, pensó.

Se acercó a ellos con cierto recelo.No había montado desde hacía años, yno estaba seguro de si era verdad que lode montar a caballo, lo mismo que lo demontar en bicicleta, era algo que no seolvidaba nunca una vez que habíasaprendido a hacerlo. Esperaba que fuera

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verdad. El caballo negro relinchó,escarbó la arena con los cascos, y seencabritó al acercarse Indy; el blanco,por el contrario, daba la impresión deser muy dócil. Se montó en él, le agarróde las crines, vio que se movía despacioy que obedecía a las riendas. Vámonos,pensó, y sacó al animal del cobertizo delona, golpeándole en los costados conlos talones. Galopó por dunas,barrancos y cuestas. El animal corríabien, y respondía a sus deseos sinofrecer resistencia. Tenía que atajar alconvoy en alguna parte del camino entrelas excavaciones y El Cairo. Y despuésde eso… ¡qué demonios!

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Había que dejar algo a laimprovisación.

Y la caza era muy emocionante.

El convoy avanzaba trabajosamentepor la estrecha carretera de montaña,que cada vez subía más y tenía unascurvas y unos desfiladeros que dabanvértigo. Indy, montado en su caballo lovigilaba; lo veía seguir su caminodespacio, a cierta distancia de él. Y lostíos que iban en los camiones, por muyzoquetes uniformados que fueran, nodejaban de tener rifles, y siempre habíaque sentir mucho respeto y tomar

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precauciones ante un hombre armado.Sobre todo si formaba parte de unpequeño ejército, y uno —con másosadía que buen juicio— iba solo,montado en un caballo árabe.

Llevó al animal por una ladera, unaladera cubierta de pequeñas matas, desuelo pizarroso y suelto, donde loscascos del caballo provocaban algunosdesprendimientos. Salió luego a lacarretera, detrás del coche de escolta, yuna vez más con la esperanza de que nole vieran. Buena suerte, pensó.

Pudo desviar al animal en el mismomomento en que el tirador del coche deatrás abría fuego y salpicaba la carretera

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de balas que hicieron espantarse alanimal. Los disparos resonaban en lasladeras de los montes. Obligó a correral caballo hasta casi reventarle, y pasópor delante del coche, ante la cara deasombro de los alemanes que iban en él.El soldado apuntó con la ametralladora,que hizo unos ruidos, y se quedó sinmuniciones, mientras el alemándisparaba inútilmente sobre el hombremontado en el caballo. Toht, sentadojunto al conductor, sacó su pistola, peroIndy ya estaba a cubierto, y galopaba allado de la cabina del camión. El alemán,a pesar de eso, disparó su pistola. Lostiros atravesaron la lona del camión.

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Ahora es cuando tengo que probarsuerte, pensó Indy. Saltó del caballo, secolgó de un lado de la cabina, y abrió lapuerta, mientras el guardia que viajabacon el conductor intentaba levantar surifle. Indy luchó por quitarle el arma,torciéndola a un lado y a otro, mientrasel guardia gruñía y luchaba en uncombate en el que no tenía el privilegiode poder usar su rifle. Indy hizo unúltimo esfuerzo, oyó el crujido de lasmuñecas del guardia, sus gritos dedolor, y le tiró de un empujón a lacarretera.

Faltaba todavía el conductor.Indy empezó a luchar con él, que era

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un hombre corpulento con los dientes deoro, mientras el volante daba vueltas, yel camión se acercaba al precipicio.Indy cogió el volante, hizo torcer alcamión, y el conductor le dio un golpefuerte en la cara.

Indy quedó un momento atontado. Elconductor intentó frenar, pero recibióuna patada de Indy. Y otra vezempezaron a luchar, mientras el camióniba haciendo eses. Gobler, que venía enel coche de atrás, tuvo que torcer elvolante para no chocar con el camión, yel giro fue tan brusco que el soldado queiba detrás cayó del coche y fue a pararal borde de la ladera. Cayó como una

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cometa cargada de plomo, con losbrazos abiertos, el pelo levantado por elviento, y su grito resonó en eldesfiladero de abajo.

En el coche que abría la marcha,Belloq se volvió para ver qué era lo quepasaba: tenía que ser Jones, que seguíaempeñado en apoderarse del Arca. Éstepremio no vas a conseguirlo, pensó.Miró a Dietrich, y volvió la cabeza otravez, pero la luz del sol le impedía ver loque pasaba en la cabina.

—Creo que hay algún problema —dijo Belloq, sin darle importancia.

El coche coronó la cuesta, tomó unacurva cerrada, chocó contra la débil

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barrera de protección y la dobló. Elconductor pudo torcer a tiempo yenderezar otra vez el coche, mientras elguardia, sentado en la parte de atrás,apuntaba con la metralleta a la cabinadel camión.

Belloq le contuvo.—Si dispara, puede matar al

conductor. Y si mata al conductor, lajoya egipcia de su Führer es muyprobable que vaya a parar al barranco.¿Qué voy a decirles yo luego en Berlín?

Dietrich, ceñudo y malhumorado,hizo un gesto con la cabeza.

—¿Es otra broma más de suamericano, Belloq?

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—Lo que espera conseguir en unalucha tan desigual, se me escapa —dijoBelloq—. Pero la verdad es queescama, también.

—Si le sucede algo al Arca… —Dietrich no terminó la frase, pero lomismo podía haber levantado el dedo ypasárselo por la garganta como si fuerauna espada.

—Al Arca no le pasará nada —dijoBelloq.

Indy tenía al conductor agarrado porel cuello, el camión quedó otra vez sincontrol, rozó la tela metálica de lacarretera y levantó una nube de polvoantes de que Indy pudiera coger el

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volante y apartarlo de la cuneta. En elcoche de atrás, Gobler y Toht quedaroncegados por el polvo, Toht todavía conla pistola en la mano, pero sin poderdisparar.

Gobler, con la garganta seca por elpolvo, empezó a toser. Trató delimpiarse el polvo de los ojos, pero fuedemasiado tarde. Lo último que vio fueel pretil roto, y lo último que oyó fue elterrible alarido de Toht. El coche,atraído sin remedio hacia el borde,como un trozo de hierro hacia un imán,saltó el pretil, pareció quedar unmomento colgado, en un desafío a lasleyes de la gravedad, y cayó, cayó, y

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empezó a arder mientras rodababarranco abajo.

Maldita sea, pensó Indy. Cada vezque enganchaba bien al conductor, elcamión estaba a punto de matarlos. Y eltío era fuerte, parecía gordo pero teníamúsculos, buenos músculos. De pronto,Indy se dio cuenta de que había algomás. Miró por el espejo retrovisor, yvio que los soldados estaban trepando alcamión, empujados por una mezcla demiedo y valor, se colgaban de los ladosy avanzaban hacia la cabina. En unesfuerzo desesperado, Indy consiguióabrir la puerta y tirar al conductor delcamión. El hombre dio un grito y rebotó

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en el polvo con los brazos abiertos.Lo siento, pensó Indy.Cogió el volante, apretó el

acelerador, y se acercó al coche dedelante. Luego se encontró de repente enla oscuridad, en un pequeño túnelabierto en la montaña, Empezó a hacercurvas de un lado a otro, a rozar lasparedes del túnel, y a oír los gritos delos soldados que se estrellaban contraellas y caían del camión. Indy no sabíacuántos soldados podrían quedar en laparte de atrás del camión. Pero no eramomento de ponerse a contarlos. Yafuera del túnel, otra vez a plena luz, Indyse acercó al coche, le dio un golpe, y

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vio la cara del guardia que miraba paraarriba y apuntaba… apuntaba al techodel camión.

Lo ha echado a perder, pensó Indy.Si hay más soldados en el techo delcamión, ese tipo acaba de estropearlesel plan. Más vale así, se dijo, apretó elfreno y paró el camión de golpe. Vio quelos soldados caían del techo del camióny se estrellaban contra los lados de lamontaña.

Empezaba ya a bajar el puerto, Indyapretó el acelerador, volvió a acercarseal coche y le dio otro golpe; daba gustopensar que no podían arriesgarse amatarle a uno porque la carga que

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llevaba era demasiado valiosa.Disfrutaba con aquella inesperadasensación de libertad, estrellándose unay otra vez contra el parachoques delcoche, y viendo a Belloq y a sus amigosalemanes zarandeados. Pero sabía quemás pronto o más tarde tenía quepasarlos. Antes de llegar a El Cairo,tenía que ponerse delante de ellos.

Volvió a lanzar el camión contra elcoche. La carretera iba siendo más llanaa medida que dejaba atrás las montañas:a lo lejos, todavía borrosa, aparecía laciudad. La parte más peligrosa, lo peorde todo: si no se habían arriesgado averle estrellarse con el camión y con su

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carga en el desfiladero, tratarían dematarle ahora, o por lo menos,intentarían sacarle de la carretera.

Como empujado por esa idea, poruna especie de traidora telepatía, elguardia abrió fuego. Las balas hicieronpolvo los cristales, atravesaron la lonadel techo y la caja del camión. Indy lasoyó silbar por encima de su cabeza,pero se agachó instintivamente. Teníaque adelantarlos ahora. La carreteratorcía otra vez, y ahora venía una curvamuy cerrada. Aguanta, se dijo. Aguanta,y pásalo aquí. Aceleró todo lo quepudo, se dispuso a pasar al cochealemán, oyó una nueva ráfaga de

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disparos, y vio que le había dado ungolpe, que se salía de la carretera y sedeslizaba por un pequeño talud.

Era un paso más. Pero sabía quevolverían a la carretera y que irían trasél. Miró por el espejo retrovisor: así eraen efecto. Estaban sacando el coche,daban la vuelta en la carretera, y salíanen su persecución. Pisó el pedal a fondo.Corre todo lo que puedas, pensó. Yluego se encontró ya en las afueras de laciudad, con el coche de los alemanesdetrás de él. Calles: un juego distinto.

Calles estrechas. Conducía por ellasa toda velocidad, poniendo en fuga ahombres y animales, volcando los

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puestos, cestos y frutas de losvendedores, y espantando mendigos. Lospeatones se refugiaban en el quicio delas puertas cuando veían venir elcamión; anduvo luego perdido por callesy callejuelas aún más estrechas,buscando la plaza donde Omar tenía elgarage, tratando de reconstruir en sucabeza el plano de El Cairo. Unmendigo ciego, que había recobradosúbitamente la vista —admirablemilagro—, dio un salto para apartarsede su camino, perdió el platillo de laslimosnas, y se quitó las gafas oscuraspara mirar al camión.

Indy siguió corriendo; con el coche

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de los alemanes siempre detrás de él.Torció el volante. Otra calleja. Más

burros que escapaban del camión, unhombre que se caía de una escalera, unniño que rompía a llorar en brazos de sumadre. Lo siento, pensó Indy. Megustaría pararme para pedir disculpas,pero creo que no es éste el mejormomento.

No conseguía perder al cochealemán.

Luego se encontró en la plaza. Vio elletrero en el garaje de Ornar, la puertaabierta, y metió a toda prisa el camión.La puerta se cerró inmediatamente, y elcamión paró entre chirridos. Luego, unos

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chicos árabes, provistos de escobas ycepillos, empezaron a borrar las huellas,mientras Indy, sin acabar de creerse loque había hecho, se quedaba sentadodetrás del volante, en la oscuridad delgaraje.

El coche alemán frenó la marcha,cruzó la plaza, y siguió su camino.Belloq y Dietrich, sin saber qué hacer, ycon expresión de angustia, escudriñabanlas calles.

En la parte de atrás del camión,segura dentro de su caja, el Arcaempezó a hacer un zumbido casi

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inaudible. Era como si tuviera ocultauna maquinaria que se hubiese puesto enmarcha ella sola. Nadie pudo oír elruido.

Era ya de noche cuando Marion ySallah llegaron al garaje. Indy se habíaquedado un rato dormido en un catre quele había proporcionado Omar, y acababade despertarse, hambriento y perdido enla oscuridad. Se frotó los ojos alencenderse una lámpara que teníaencima de la cama. Marion se habíalavado y se había arreglado el pelo, y aIndy le pareció que estaba sensacional.

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Se inclinó sobre él cuando abrió losojos:

—Parece que te han dado una buenapaliza —dijo.

—Unos cuantos cortes superficiales—contestó Indy, pero en seguida empezóa quejarse al notar que le dolía todo elcuerpo.

Sallah entró luego en la habitación, ya Indy se le olvidaron de repente elcansancio y los dolores.

—Tenemos un barco —dijo Sallah.—¿De fiar?—Son piratas, si es que puedo

llamarlos así. Pero son gente de fiar. Elcapitán, Katanga, es un buen hombre…

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aunque se dedique a empresas más quedudosas.

—¿Nos llevarán a nosotros y nuestracarga?

Sallah asintió con la cabeza.—Por un precio.—¿Y qué más? —Indy se levantó—.

Vamos a llevar el camión al puerto.Miró un momento a Marion y dijo:—Tengo la impresión de que nuestra

jornada no ha terminado del todo.

En el ostentoso edificio quealbergaba la embajada alemana en ElCairo, Dietrich y Belloq estaban

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sentados en una habitación que solíaocupar el embajador, un diplomático decarrera que había sobrevivido a laspurgas de Hitler, y que les había cedidoel cuarto con muchísimo gusto. Llevabanya un rato en silencio, Belloq mirando elretrato de Hitler, y Dietrich fumando sinparar cigarrillos egipcios.

De cuando en cuando sonaba elteléfono. Dietrich lo cogía, volvía acolgarlo, y meneaba la cabeza.

—Si hemos perdido el Arca… —dijo Dietrich, que encendió otro pitillo.

Belloq se levantó, dio una vuelta porla habitación, e hizo un gesto con lamano.

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—No puedo admitir esa idea,Dietrich. ¿Qué ha sido de su maravillosared de espionaje egipcia? ¿Cómo es queno pueden encontrar lo que sus hombreshan perdido de un modo tan tonto?

—La encontrarán. Tengo unaconfianza absoluta.

—Confianza. Ya me gustaría podertenerla.

Dietrich cerró los ojos. Estaba hartodel humor agresivo de Belloq; y todavíamás aterrado ante la idea de volver aBerlín con las manos vacías.

—Me parece imposible tantaincompetencia —dijo Belloq—. ¿Cómopuede un hombre, actuando solo, solo,

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no lo olvide, cargarse un convoy casientero, y, por si fuera poco, desaparecerdespués? Pura estupidez. Me cuestatrabajo creerlo.

—Eso ya lo he oído —dijo Dietrichde mal humor.

Belloq se acercó a la ventana y sepuso a contemplar la oscuridad. Allí, enalgún sitio, envuelto en la nocheimpenetrable de El Cairo, estaba Jones;y Jones tenía el Arca. Maldito sea. Nopodía dejar que se le escapase el Arca;sólo de pensarlo sentía un escalofrío, lasensación de que algo se derrumbabadentro de él.

Volvió a sonar el teléfono. Dietrich

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lo cogió, escuchó lo que le decían, ycambió de aspecto. Después decolgarlo, miró al francés con ciertaexpresión de triunfo en la cara.

—Ya le dije que mi red acabaría pordescubrir algo.

—¿Y lo han hecho?—Un vigilante de los muelles dice

que un egipcio llamado Sallah, el amigode Jones, contrató un barco mercanteque lleva el nombre de Bantu Wind.

—Puede ser una trampa.—Es posible. Pero vale la pena

comprobarlo.—Sí, tampoco tenemos otra cosa que

hacer —dijo Belloq.

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—Entonces, ¿nos vamos?

Salieron a toda prisa de laembajada, y llegaron al muelle paraenterarse de que el barco había zarpadouna hora antes. Llevaba un destinodesconocido.

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11

EL MEDITERRÁNEO

En la cabina del capitán del BantuWind, Indy se había quitado la camisa, yMarion estaba curándole los cortes y lasheridas con unas vendas y un frasco deyodo. Indy se fijó en el traje que sehabía puesto. Era blanco, de cuello alto,más bien ceremonioso. No lo encontrabamal.

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—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.

—Si hay un equipo entero en elarmario —dijo ella—. Tengo laimpresión de que no soy la primeramujer que viaja con estos piratas.

—Me gusta —dijo Indy.—Me siento como una ahem, una

virgen.—Y yo creo que lo pareces.Le miró un momento, mientras le

ponía yodo en una herida. Luego dijo:—La virginidad es una de esas cosas

que se esfuman, hijo. Cuando se ha ido,se ha ido. Tu cuenta ha quedado saldada.

Dejó de curarle, se sentó, y se sirvió

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un vasito de ron de una botella. Empezóa beberlo despacio, sin dejar de mirarle,como si estuviera tomándole un poco elpelo.

—¿He pedido alguna vez disculpaspor haberte quemado la taberna?

—No puedo decir que lo hayashecho. ¿Y te he dado yo alguna vez lasgracias por sacarme de aquel avión enllamas?

Indy dijo que no con la cabeza.—Estamos en paz. Quizá podríamos

considerarlo ya liquidado, ¿no?Ella estuvo bastante tiempo callada.—¿Dónde te duele? —preguntó

después.

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—En todas partes.Marion le besó en el hombro

izquierdo.—¿Aquí?Indy dio un pequeño bote en

respuesta.—Sí, ahí.Marion se inclinó más hacia él.—¿Y dónde no te duele? —Le besó

en el codo—. ¿Aquí?Indy dijo que sí. Ella le besó en la

cabeza. Luego él señaló el cuello y lebesó también allí. Luego la punta de lanariz, los ojos. Indy se llevó la mano alos labios, y Marion le besó,mordiéndole suavemente.

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Estaba distinta; había cambiado. Yano era la mujer que había encontrado enNepal.

Algo la había conmovido, la habíadulcificado.

Indy pensó qué podría haber sido.Estaba asombrado del cambio.

El Arca, metida en su caja,descansaba en la bodega del barco. Supresencia ponía nerviosas a las ratas delbarco: iban de un lado para otro,temblando, moviendo los bigotes. Elmismo zumbido débil, tan suave comoun suspiro, volvió a salir de la caja.

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Sólo las ratas, con su oído hipersensiblefueron capaces de notarlo; y seasustaron.

Con las primeras luces delamanecer, el capitán Katanga estaba enel puente, fumando una pipa y mirandola superficie del agua, como si intentara,distinguir algo que un hombre de tierrahabría sido incapaz de ver. No leimportaba que el sol y la espuma ledieran en la cara, y que la sal dejaraunas rayitas blancas sobre su piel negra.Había algo allá lejos, algo que emergíade la oscuridad, pero no estaba seguro

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de lo que era. Entornó los ojos, miró conmás atención, pero no vio nada. Escuchóel chirrido tranquilizador de lasmáquinas del barco, y pensó en uncorazón cansado que se esfuerza porenviar sangre a un cuerpo viejo. Pensóun momento en Indy y en la mujer. Losdos le gustaban y, además, eran amigosde Sallah.

Pero había algo en la carga, algo enaquella caja que le inquietaba. Noestaba seguro de qué era; pero lo que sísabía era que se iba a quedar muy agusto cuando se viera libre de ella. Erala misma desazón que sentía ahoramientras sus ojos recorrían el océano.

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Era una sensación vaga. Una cosa que nopodía tocarse con los dedos.

Pero había algo allí, algo que semovía. Lo sabía, aunque no pudieraverlo.

Notaba, con la misma seguridad conque olía las chispitas de sal en el aire, elolor especial del peligro.

Siguió mirando, con el cuerpo enequilibrio como el de un hombre queestá a punto de saltar de un trampolín.Un hombre que no sabe nadar.

Indy despertó, y estuvo un ratomirando a Marion. Ella estaba todavía

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dormida, y conservaba un aspectovirginal con su vestido blanco. Tenía lacara vuelta hacia un lado, y la boca unpoco abierta. Indy se rascó por encimade las vendas, en las partes en que lapiel empezaba a picarle. Sallah habíatenido el acierto de recoger sus ropas, yahora podía volver a ponerse su camisa.Comprobó luego que tenía el látigo, sepuso la chaqueta de cuero, y empezó adar vueltas en la mano a su baqueteadosombrero de fieltro.

A veces pensaba que aquelsombrero le traía suerte. Sin él, sehabría sentido desnudo.

Marion se dio la vuelta y abrió los

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ojos.—¡Qué agradable espectáculo! —

dijo.—Pues yo no me encuentro nada a

gusto.Ella se quedó mirando los vendajes,

y preguntó:—¿Por qué te metes siempre en esos

líos?Se sentó en la cama, se atusó el pelo,

y echó una ojeada a la cabina.—Me alegro de ver que te has

cambiado de ropa. No resultabas muyconvincente vestido de árabe.

—Hice lo que pude.Marion bostezó, se estiró, y se

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levantó de la cama. Indy pensó quehabía algo que le encantaba en aquelmovimiento, algo que le emocionaba,pero que le emocionaba como desoslayo, no directamente. Marion lecogió la mano, se la besó, y luegoempezó a andar por la cabina.

—¿Cuánto tiempo vamos a estarembarcados?

—¿Es una pregunta literal ometafórica?

—Tómalo como más te guste, Jones.Indy sonrió.Y luego se dio cuenta de que algo

había pasado: mientras él estaba tanensimismado, los motores habían dejado

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de funcionar y el barco no se movía.Se levantó, fue hacia la puerta, y

subió corriendo a la cubierta y luego alpuente, donde Katanga seguía mirando almar. El capitán tenía la pipa apagada, yun aire muy solemne.

—Parece que tiene usted unosamigos muy importantes, señor Jones —dijo.

Indy miró también al mar, pero en elprimer momento no pudo distinguirnada. Luego, siguiendo la dirección dela mano del capitán, vio que el BantuWind, como una solterona asediada poruna corte de voraces pretendientes,estaba rodeado por cerca de una docena

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de submarinos alemanes.—¡Vaya mierda! —exclamó Indy.—Pienso exactamente lo mismo —

contestó Katanga—. Usted y la chicatienen que desaparecer ahora mismo.Tenemos un sitio en la bodega. ¡Perocorra, vaya por la chica!

Pero era demasiado tarde: habíacinco lanchas con hombres armadosdispuestos a abordar el barco. Losprimeros nazis subían ya por las escalasde cuerda que se habían soltado. Indyechó a correr. Ahora lo que más lepreocupaba era Marion. Tenía que ir abuscarla. Pero era ya tarde, por todaspartes se oía el ruido de las botas, las

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voces y las órdenes alemanas. Vio quedos soldados sacaban a Marion de lacabina. Los demás subieron en seguidaal barco, y rodearon a la tripulación,apuntándola con sus armas. Indy seesfumó entre las sombras, escapó poruna puerta, y se perdió en el laberintodel barco.

Antes de desaparecer, mientrasbuscaba desesperadamente una salida,oyó los insultos de Marion a susasaltantes; a pesar de lo comprometidode la situación, tuvo que sonreír al verel espíritu que tenía. Una gran mujer, nohabía quien pudiera con ella. Le gustabapor eso.

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Le gustaba muchísimo.Dietrich subió a bordo, seguido de

Belloq. El capitán ya había ordenado ala tripulación que no opusieraresistencia a los invasores. Estaba claroque los hombres deseaban luchar, perola desigualdad de fuerzas era demasiadogrande. Se pusieron en fila, bajo losfusiles alemanes, mientras Belloq yDietrich pasaban por delante de ellos,dando órdenes y enviando soldados arecorrer el barco para buscar el Arca.

Marion vio acercarse a Belloq.Volvió a sentir algo de lo que ya habíasentido otras veces, pero estabadispuesta a resistir, decidida a no

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rendirse ante cualquier clase desensación que aquel hombre pudieradespertar en ella.

—Hija mía, tienes que deleitarmecon el relato, que no dudo ha de serépico, de cómo te las arreglaste parasalir del pozo. Pero puedo esperar hastamás tarde.

Marion no contestó. ¿Aquéllasucesión de acontecimientos no iba atener fin algún día? Indy parecía poseerun fabuloso talento para llevar consigola destrucción. Miró a Belloq, que lecogió suavemente la barbilla. Marionapartó la cara, y él sonrió.

—Más tarde —dijo, y continuó hasta

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donde estaba Katanga.Iba a decir algo cuando oyó un ruido

que atrajo su atención, y vio que ungrupo de soldados estaba subiendo elArca de la bodega. Se esforzó porcontener la impaciencia que sentía. Lavida, con todos sus mundanos detalles,se interponía siempre para estorbar suambición. Pero eso iba a terminarpronto. Despacio, de mala gana, apartólos ojos del cajón, mientras Dietrichordenaba que lo metieran en uno de lossubmarinos.

Miró a Katanga.—¿Dónde está Jones?—Muerto.

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—¿Muerto? —dijo Belloq.—¿De qué nos iba a servir a

nosotros? Lo matamos. Lo tiramos por laborda. En el mercado en que tratamosnosotros, la chica tiene más valor. A míun hombre como Jones no me sirve paranada. Si su mercancía era lo quequerían, lo único que pido es que se lalleven y que nos dejen a la chica.Servirá para compensar un poco laspérdidas del viaje.

—Me está consumiendo la paciencia—dijo Belloq—. ¿Espera que vaya acreerme que Jones ha muerto?

—Crea lo que le dé la gana. Yo loúnico que pido es que nos dejen seguir

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en paz.Dietrich había acudido también.—No está en condiciones de pedir

nada, capitán. Nosotros decidiremos loque mejor nos parezca, y luego yapensaremos si nos conviene o no hacervolar por los aires este viejo barco.

—La chica va conmigo —dijoBelloq.

Dietrich movió la cabeza, y Belloqañadió:

—Considérela como una parte de loque se me debe. Estoy seguro de que elFührer estará de acuerdo, ya que hemosconseguido el Arca, Dietrich.

Dietrich pareció dudar.

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—Si no me gusta, para lo que a míme importa, puede echársela a lostiburones.

—Muy bien —dijo Dietrich, queobservó cierta expresión de duda en lacara de Belloq, y mandó luego quellevaran a Marion al submarino.

Indy lo observaba todo desde suescondite, acurrucado en un ventilador,y en una postura muy incómoda. Lasbotas arañaban la cubierta por delantede su cara de la forma másdesagradable, pero no le habíandescubierto. La mentira de Katanga le

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parecía bien intencionada, pero era unúltimo recurso muy débil. Sin embargo,había dado resultado. Echó una ojeada ala cubierta. Tenía que irse con elsubmarino, tenía que ir con Marion ycon el Arca. ¿Pero, cómo? ¿Cómo?

Belloq estaba observando al capitáncon mucha atención.

—¿Cómo puedo yo saber que esverdad lo que me dice de Jones?

Katanga encogió los hombros.—Yo no miento —dijo.Se quedó mirando al francés; era un

tipo que no le gustaba nada. Sentía pena

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por Indy, teniendo un enemigo comoBelloq.

—¿Le ha encontrado su gente abordo? —preguntó.

Belloq no dijo nada, y Dietrichmovió la cabeza y dijo:

—Vámonos. Tenemos el Arca.Ahora, vivo o muerto, Jones ya no nosimporta nada.

La cara y el cuerpo de Belloqpasaron por un momento de tensión;luego pareció calmarse, y siguió aDietrich por la cubierta del barco.

Indy oyó a las lanchas alejarse delos costados del Bantu Wind. Salió desu escondite, y echó a correr por la

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cubierta.

Belloq, ya en el submarino, sedirigió a la sala de comunicaciones. Sepuso los auriculares, cogió el micrófonoe hizo una llamada. Al cabo de un ratoescuchó la voz que se oía muy mal. Elacento era alemán.

—Capitán Mohler. Aquí Belloq.La voz sonaba débil y distante.—Todo se ha preparado de acuerdo

con su última comunicación, Belloq.—Muy bien.Se quitó los auriculares. Luego salió

de la habitación y fue hacia la pequeña

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cabina donde estaba la mujer. Entró enel cuarto. Marion estaba sentada en unalitera, con aire abatido. No levantó lacabeza al oírle entrar. Belloq se acercóa ella, le cogió la barbilla, y le hizoalzar la cara.

—Tienes unos ojos muy bonitos. Nodebías ocultarlos.

Ella volvió la cara hacia un lado.Belloq sonrió.—Creí que íbamos a poder continuar

lo que dejamos a medias.Marion se levantó de la litera, y fue

al otro lado de la litera.—No hemos dejado nada a medias.—Yo creo que sí. —Trató de

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cogerle la mano, pero ella dio un tirón yse soltó—. ¿Te resistes? Pues antes note resistías. ¿Qué es lo que te ha hechocambiar?

—Las cosas son ahora un pocodistintas —contestó Marion.

Estuvo mirándola un rato ensilencio, y luego dijo:

—¿Sientes algo por Jones? ¿Es eso?Ella volvió la cabeza, con la vista

fija en el otro lado del cuarto.—Pobre Jones —dijo Belloq—. Me

temo que está destinado a no ganarnunca.

—¿Qué quiere decir con eso?Belloq fue hacia la puerta. Desde

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allí, cuando iba a salir, dijo:—Ni siquiera sabes si está vivo o

muerto. ¿No es verdad?Luego cerró la puerta y se marchó

por el pasillo. Varios marineros secruzaron con él. Detrás de ellos ibaDietrich, con cara de muy mal humor. ABelloq le divertía verle enfadado:cuando se ponía furioso, ofrecía unaspecto absurdo, parecía un maestro deescuela incapaz de castigar a un alumnorecalcitrante.

—Tal vez tenga usted la amabilidadde dar una explicación, Belloq.

—¿Y qué es lo que tengo queexplicar?

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Dietrich parecía estar luchando conel deseo de atizarle un puñetazo alfrancés.

—Ha dado órdenes específicas alcapitán de este barco de dirigirse a unadeterminada base, una isla que estásituada frente a las costas de África. Yotenía entendido que volveríamos a ElCairo, y enviaríamos el Arca a Berlín enel primer avión disponible. ¿Por qué seha tomado la libertad de cambiar losplanes, Belloq? ¿Es que ahora derepente se cree un almirante de la flotaalemana? ¿Es eso? ¿Sus delirios degrandeza le han llevado hasta ahí?

—Delirios de grandeza —dijo

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Belloq, que continuaba divirtiéndosecon la furia del alemán—. Me cuestatrabajo creerlo, Dietrich. Lo que yoquiero es abrir el Arca antes de llevarlaa Berlín. ¿Qué le parecería, amigo mío,que el Führer se encontrara con que elArca está vacía? ¿No quiere estarseguro de que el Arca contiene unassagradas reliquias antes de volver aAlemania? Yo estoy tratando deimaginarme la espantosa desilusión quemostraría la cara de Hitler si noencuentra nada dentro del Arca.

Dietrich miró al francés; ya noestaba tan furioso, pero tenía unaexpresión de duda, de incredulidad.

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—No me fío de usted, Belloq. Nuncame he fiado de usted.

—Muchas gracias.Dietrich esperó un momento antes de

añadir:—Me parece muy curioso que quiera

abrir el Arca en una isla perdida, enlugar de seguir el camino másconveniente, es decir, El Cairo. ¿Porqué no puede ver lo que hay dentro de subendita caja en Egipto, Belloq?

—No sería el lugar adecuado.—¿Podría explicarme por qué?—Podría hacerlo, pero me temo que

no iba a entenderlo.Dietrich volvió a enfadarse; le

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parecía que su autoridad había quedadosocavada una vez más, pero el francéstenía de aliado al Führer. ¿Qué podíahacer él frente a eso?

Dio media vuelta y se marchó. Elfrancés se quedó mirándole. Durante unbuen rato no se movió. De repente,sintió una gran impaciencia al pensar enla isla. El Arca podría haberse abiertocasi en cualquier sitio. En ese sentido,Dietrich tenía razón. Pero Belloq creíaque era mejor abrirla en la isla. Habíaque abrirla en un sitio en el que serespirara el paso del tiempo, un lugarcargado de historia. Sí, dijo Belloq. Elescenario tenía que ser digno del

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momento. Debía existir unacorrespondencia entre el Arca y elambiente que la rodeaba. De otra forma,la cosa no podía funcionar.

Fue a la pequeña cabina deutensilios donde estaba el cajón.

Se quedó un rato mirándolo, sinpensar en nada. ¿Qué secretos tienes?¿Qué es lo que puedes decirme? Alargóla mano y tocó el cajón. ¿Se imaginósimplemente que sentía una vibraciónque salía de la caja? ¿Creyósimplemente oír un sonido débil? Cerrólos ojos, sin levantar la mano de la cajade madera. Un momento de verdaderopavor: podía ver un gran vacío, una

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sublime oscuridad, un límite que iba acruzar para entrar en un lugar que estabamás allá de la palabra y del tiempo.Abrió los ojos; sentía un hormigueo enlas puntas de los dedos.

Pronto, se dijo.Pronto.

El mar estaba frío, y la marcha delsubmarino hacía que se formaranpequeños remolinos alrededor de sucuerpo. Indy estaba colgado de labarandilla, le dolían los músculos, y ellátigo, que había encogido al mojarse, leapretaba demasiado. Podría ahogarme,

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pensó, y trató de recordar si el morirahogado no era una forma muy mala demorir. Era posible que fuese mejor quequedarse colgado de la barandilla de unsubmarino que podía hundirse en lasprofundidades sin previo aviso. Y encualquier momento, también. Sepreguntaba si los héroes tendríanderecho a percibir un retiro. Subió apulso, y se agarró a la cubierta. Fueentonces cuando se dio cuenta.

El sombrero. Había perdido elsombrero. No vayas a ser supersticiosoahora. No tienes tiempo de lamentar ladesaparición de un sombrero que te traíabuena suerte.

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El submarino empezó a sumergirse.Se notaba que iba hundiéndose como unenorme pez de hierro. Echó a correr porla cubierta, con el agua hasta la cintura.Llegó hasta la torreta, y empezó a subirla escalerilla. Al llegar a lo alto de latorreta, miró hacia abajo: el submarinocontinuaba hundiéndose. El agua subía,levantando remolinos de espuma haciaél. El agua estaba ya a punto de tragarsela torreta, y luego el mástil de la radiodesaparecía también. Andando por elagua fue hacia el periscopio. Se colgóde él, mientras el submarino continuabahundiéndose. Si se sumergía del todoestaba perdido. El periscopio empezó a

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sumergirse también. Cada vez másabajo, más abajo. Por favor, por favor,no te hundas más. Pero esto es lo que tepasa si te empeñas en esconderte en unsubmarino alemán. No puedes esperarque te reciban con una alfombra roja,¿no?

Congelado, tiritando, se colgó delperiscopio; y luego, como si algunamisericordiosa divinidad del océanohubiera escuchado las plegarias que nohabía llegado a pronunciar, el submarinodejó de sumergirse. Sólo un metro delperiscopio quedaban fuera del agua.Pero un metro ya era algo por lo quehabía que dar gracias. Un metro era todo

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lo que necesitaba para sobrevivir. No tehundas más, pensó. Luego se dio cuentade que no estaba pensando, estabahablando en voz alta. En otrascircunstancias, podría haber resultadodivertido: tratar de mantener unaconversación con varias toneladas deexcelente metal alemán. He perdido lacabeza. Eso es lo que me pasa. Y todoesto no son más que alucinaciones. Untrastorno mental náutico.

Indy sacó el látigo y se ató alperiscopio, con la esperanza de que, encaso de dormirse, no despertara en elfondo del mar o, lo que todavía erapeor, sirviendo de comida a los peces.

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El frío le calaba hasta los huesos.Trató de no castañetear los dientes. Y ellátigo, empapado de agua, se le clavabaen la piel. Intentaba permanecerdespierto, atento a todo lo que pudieraocurrir, pero el cansancio le pesaba entodo su cuerpo, y el sueño parecía ser lomás prometedor.

Cerró los ojos. Trató de pensar enalgo, en cualquier cosa, con tal de que leimpidiera dormirse, pero se le hacíamuy difícil. Le habría gustado saberadonde se dirigía el submarino. Seentretuvo cantando algunascancioncillas. Intentó recordar todos losnúmeros de teléfono que había

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aprendido en su vida. Se acordó de unachica que se llamaba Rita, y con la quehabía estado a punto de casarse: ¿dóndeestaría ahora? Tuve suerte, pensó.

Pero estaba agotado, y la cabeza ledaba vueltas.

Y fue quedándose dormido, a pesardel frío, a pesar de la incomodidad. Sequedó dormido, sin soñar, como muerto.

Cuando despertó era ya de día, y noestaba seguro de cuánto tiempo habíaestado durmiendo, si habría sido un díaentero. Ya no sentía su cuerpo: estabacompletamente entumecido. Y al haber

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estado tanto tiempo dentro del agua,tenía la piel y las puntas de los dedosarrugados. Se ajustó el látigo y miró a sualrededor. Se distinguía una masa detierra, una isla, que parecía casi tropicaly muy tranquila. Estaba cubierta devegetación, una isla de un verdeprofundo y maravilloso. El submarino seacercó a la costa, y se metió en lo queparecía una cueva. Dentro de ella, losalemanes habían construido una basesubterránea y un puerto para submarinos.Y en el muelle se veían más nazisuniformados de los que podíanencontrarse en las manifestaciones queHitler organizaba en Nüremberg.

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¿Cómo iban a dejar de verle?Se desprendió del látigo, y se dejó

caer al agua. Al sumergirse, se diocuenta de que había dejado el látigoatado al periscopio. El látigo y elsombrero: era el día de decir adiós a lostesoros más queridos.

Nadó hacia la isla, tratando depermanecer debajo del agua el mayortiempo posible. Vio emerger alsubmarino cuando se acercaba al puerto.Y luego llegó a la playa, contento devolver a sentir la tierra bajo los pies,aunque fuera la tierra de algún paraísonazi. Fue andando por la arena hastaalcanzar un punto más elevado, desde el

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que podía ver bien el puerto. Izaron lacaja de madera, vigilados por Belloq,que parecía muy nervioso ante la idea deque alguien pudiera dejar caer supreciosa reliquia. Daba vueltasalrededor de la caja como un cirujanoante un paciente moribundo.

Y luego apareció Marion, rodeadapor un grupo de hombres que laempujaban hacia adelante.

Se sentó en la arena, oculto entre losjuncos que crecían al borde de lasdunas.

Inspiración. Eso es lo que necesitoahora, pensó.

Y en una dosis respetable.

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12

UNA ISLA DELMEDITERRÁNEO

Era ya por la tarde cuando Belloq sereunió con Mohler. La idea de queDietrich asistiera a la conversación noacababa de gustarle. Era seguro queaquel condenado haría algunaspreguntas, y su impaciencia, como sifuera contagiosa, ya había empezado a

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poner nervioso a Belloq.—Se ha preparado todo de acuerdo

con sus instrucciones, Belloq —dijo elcapitán Mohler.

—¿No han olvidado nada?—Nada.—Pues entonces, ahora hay que

llevar el Arca a ese sitio.Mohler miró un momento a Dietrich.

Luego se apartó de ellos para vigilar aun grupo de soldados que estabancargando el cajón en un jeep.

Dietrich, que no había hablado entodo el tiempo, estaba malhumorado.

—¿Qué es lo que ha querido decir?¿Qué preparativos son esos de que

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hablan?—No tiene nada que ver con usted,

Dietrich.—Todo lo que tenga que ver con la

maldita Arca, me concierne.—Voy a abrir el Arca —dijo Belloq

—. Pero hay algunas… algunascondiciones previas relacionadas conese momento.

—¿Condiciones previas? ¿Cuáles?—No creo que deban preocuparle,

amigo. No quiero ser yo el responsablede que aumenten los muchosquebraderos de cabeza que ya tiene eneste momento.

—Puede ahorrarse el sarcasmo,

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Belloq. A veces me parece que seolvida de quién es el que manda aquí.

Belloq se quedó mirando el cajón.—Dietrich, tiene usted que

comprender que no se trata simplementede abrir una caja. Hay toda una serie deritos que deben acompañar ese acto. Loque estamos manejando no esprecisamente una caja de granadas demano, ¿comprende? Éste no es untrabajo cualquiera.

—¿Y qué ritos son ésos?—Ya lo verá a su debido tiempo,

Dietrich. Pero repito que no tiene quealarmarse.

—Si le pasa algo al Arca, Belloq, si

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le pasa algo, me encargarépersonalmente de tirar de la cuerdacuando suba al patíbulo. ¿Comprende?

Belloq asintió con la cabeza.—Su interés por el Arca resulta

conmovedor. Pero no necesitapreocuparse. Llegará sana y salva aBerlín, y su Führer tendrá una reliquiamás que añadir a su preciosa colección.¿Estamos?

—Más le valdrá cumplir su palabra.—Lo haré. Lo haré.Belloq contempló una vez más el

Arca encajonada, antes de mirar a laselva que se extendía más allá de lazona del puerto. Allí era donde se

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encontraba el sitio en que debía abrirseel Arca.

—¿Y la chica? —dijo Dietrich—.Detesto no dejar bien atados todos loscabos. ¿Qué hacemos con la chica?

—Creo que eso puedo dejarlo a sudiscreción —dijo Belloq—. A mí no mesirve para nada.

Para nada, pensó. Ya no hay nadaque signifique algo para mí, a no ser elArca. ¿Cómo podía haberse molestadoen sentir algo por la chica? ¿Cómopodía habérsele pasado por la cabeza laidea de protegerla? Los sentimientoshumanos no eran nada comparados conel Arca. Toda experiencia humana se

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esfumaba ante ella. ¿Qué importanciapodía tener que la chica estuviera viva omuerta?

Volvió a sentir la misma maravillosaimpaciencia que había sentido antes: eradifícil, muy difícil, apartar los ojos de lacaja. Estaba en la parte de atrás deljeep, y parecía hechizarle. Conoceré tussecretos, pensó.

Conoceré todos tus secretos.

Indy dio un rodeo entre los árbolesque había junto a la zona del muelle. Vioa Marion, rodeada de su escolta nazi,meterse en un jeep. El jeep arrancó en

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dirección a la selva. Belloq y el alemánsubieron a otro jeep y, sin perder devista el vehículo que llevaba el Arca,siguieron la misma dirección que habíatomado Marion. ¿Adonde demoniosirán?, pensó Indy. Y luego empezó aandar sin hacer ruido entre los árboles.

El alemán apareció delante de él, fuecomo una amenaza que se materializaraallí mismo. Echó mano a la funda de lapistola, pero antes de que pudierasacarla, Indy cogió una rama de unárbol, una rama desgajada, y se la clavóen la garganta. El alemán, un chicojoven, se llevó las manos al cuello,sorprendido, y empezó a echar sangre

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por la boca. Puso los ojos en blanco, ycayó de rodillas. Indy le dio un golpe enla cabeza, y el alemán cayó al suelo.¿Qué es lo que se hace con un naziinconsciente?, se preguntó Indy.

Estuvo mirándole un rato antes deque se le ocurriera la idea.

—¿Por qué no?¿Por qué no realmente?

El jeep en que iban Belloq yDietrich cruzaba despacio undesfiladero.

—No me gusta nada toda estaceremonia —dijo Dietrich.

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Pues todavía te va a gustar menosdentro de un rato, pensó Belloq. Cuandoveas los arreos que acompañan a lo quetú tan a la ligera llamas ceremonia, se teva a hacer un nudo en la garganta.

—¿Es esencial?—Sí —contestó Belloq.Dietrich se limitó a contemplar la

caja que iba en el jeep delante de ellos.—Puede servirle de consuelo pensar

que mañana el Arca estará en manos desu Führer.

Dietrich dejó escapar un suspiro.Estaba convencido de que el francés

se había vuelto loco. Por el camino, elArca le había sorbido el poco juicio que

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pudiera quedarle. Se le veía en los ojos,se le notaba en la forma entrecortada dehablar que había sacado en los últimosdías, y en los extraños gestos que hacíacontinuamente.

Dietrich no iba a sentirse feliz hastaque estuviera de vuelta en Berlín, con lamisión cumplida.

El jeep llegó a un claro del bosque,un campo lleno de tiendas de campaña,refugios camuflados, barracones,vehículos y antenas de radio; estaba enplena actividad, con soldados queentraban y salían por todas partes.Dietrich contempló el despliegue conorgullo, pero Belloq no prestó la menor

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atención. El francés tenía los ojos fijosen un promontorio de piedra que habíaalgo más allá, una elevación de unosdiez metros coronada por una gran losade piedra. A los lados del promontorio,alguna tribu antigua, ya desaparecida,había excavado unos primitivosescalones en la roca. Parecía un altar, yera eso lo que había llevado hasta allí aBelloq. Un altar, una disposición naturalde rocas, que podía haber sidodesignada por Dios para que se abrieraallí el Arca.

Durante un rato no pudo ni hablar.Continuó mirando la roca hasta que elcapitán Mohler se acercó a él y le dio un

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golpecito en el hombro.—¿Quiere prepararse ya? —

preguntó el alemán.Belloq dijo que sí con la cabeza, y

siguió al alemán hasta una de lastiendas. Estaba pensando en la tribuperdida que había excavado aquellosescalones, y que había dejado suspropias reliquias esparcidas por la isla,en forma de estatuas rotas querecordaban divinidades ya olvidadas.Las connotaciones religiosas del lugareran las que convenían: el Arca habíaencontrado el escenario que lecorrespondía. Estaba muy bien: ningúnotro sitio hubiera sido mejor que aquél.

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—La tienda de seda blanca —dijoBelloq, tocando la tela.

—Como usted lo ordenó —contestóMohler.

—Muy bien, muy bien.Belloq entró en la tienda. En el suelo

había un cofre. Levantó la tapa y miró ensu interior. La túnica de ceremoniaestaba profusamente bordada.Admirado, se inclinó para tocarla.Luego miró al alemán.

—Ha cumplido mis órdenesperfectamente. Estoy contento.

El alemán tenía algo en la mano: unavara de marfil de un metro ochenta delargo. Se la entregó a Belloq, que pasó

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los dedos por los relieves de la vara.—Perfecto —dijo Belloq—. De

acuerdo con los ritos sagrados, el Arcaha de abrirse con una vara de marfil. Yla persona que abra el Arca tiene quevestir estas ropas. Lo ha hecho ustedmuy bien.

El alemán sonrió.—No se olvidará de nuestro

pequeño acuerdo.—Se lo prometo —contestó Belloq

—. Cuando vuelva a Berlín, le hablaréal Führer de usted en los mejorestérminos.

—Muchas gracias.—Gracias a usted —dijo Belloq.

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El alemán se quedó mirando lasropas.

—Hacen pensar en algo judío, ¿no?—Tienen que hacerlo, amigo. Son

judías.—Pues se va a hacer usted muy

popular andando por aquí con esascosas encima.

—No es un campeonato depopularidad lo que busco, Mohler.

Mohler se quedó mirando a Belloq,mientras se metía las ropas por lacabeza, contemplando los bordados quecolgaban de su cuerpo. Era unatransformación total: el hombreempezaba a tener ya un aire sagrado.

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Bueno, pensó Mohler, los hay para todoslos gustos. Y aparte de eso, aunqueBelloq estuviera loco, tenía acceso hastaHitler, y eso era lo único que importaba.

—¿Ha anochecido ya? —preguntóBelloq.

Se sentía distinto, alejado de símismo, como si su identidad hubieraempezado a borrarse, y él se hubieratransformado en un extraño metidodentro de un cuerpo que le eravagamente familiar.

—No tardará en anochecer —dijo elalemán.

—Tenemos que empezar cuando seponga el sol. Es importante.

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—Han llevado el Arca a la losa depiedra, como usted dijo, Belloq.

—Muy bien.Se tocó las ropas, los bordados que

sobresalían en la tela. Belloq… hasta supropio nombre le sonaba raro. Era comosi algo espiritual, inmaterial, hubieraempezado a consumirle. Estaba comoflotando fuera de sí mismo, unasensación tan intensa, y al mismo tiempotan vaga, como la producida por unnarcótico.

Cogió la vara de marfil y salió de latienda.

Casi todos los soldados alemanesinterrumpieron sus trabajos y se

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volvieron a mirarle. Percibió hastacierto punto el ambiente de rechazo, laanimosidad que despertaban sus ropas.Pero una vez más esa impresión parecíallegarle de muy lejos. Dietrich, que iba asu lado, dijo algo. Y Belloq tuvo quehacer un esfuerzo para entenderle.

—¿Un rito judío? ¿Pero está ustedloco, hombre?

Belloq no contestó. Se dirigió al piede las escaleras; el sol, una orgía decolor al ocultarse, se ponía a lo lejos, yteñía todas las cosas con unosasombrosos tonos anaranjados, rojos yamarillos.

Llegó hasta el primer escalón, y

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echó una ojeada a los soldadosalemanes que le rodeaban. Se habíancolocado focos que iluminaban lasescaleras y el Arca. Belloq al mirarla,tuvo la seguridad de que oía unmurmullo. Y estaba casi seguro de quehabía empezado a despedir un ciertoresplandor. Pero luego ocurrió algo,algo que le distrajo, que le hizo volver ala tierra; un movimiento, una sombra, noestaba seguro. Se volvió, y vio qué unode los soldados se comportaba de unaforma muy extraña, y andaba comoencorvado. Llevaba el casco torcido,como si quisiera ocultar su cara. Pero nofue sólo eso lo que atrajo la atención de

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Belloq, fue el misterioso aire defamiliaridad que tenía.

¿Cómo podía ser? Volvió a mirar, yse dio cuenta de que el soldado llevabaun lanzagranadas, que él al principio nohabía visto por la falta de luz. ¿Pero quépodía ser aquella sensación extraña quele inquietaba? No lo comprendía. Y sólopudo comprenderlo cuando el soldadose quitó el casco y apuntó con ellanzagranadas a lo alto de las escaleras,al Arca… el Arca, que ya estaba fuerade la caja y parecía muy vulnerablecolocada encima del altar.

—¡Quietos todos! —gritó Indy—. Sialguien se mueve, hago volar la caja esa

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y se la mando otra vez a Moisés.—Jones, su insistencia me sorprende

—dijo Belloq—. Va hacer que losmercenarios tengan muy mala fama.

Dietrich intervino también:—Doctor Jones, ¿no creerá que va a

poder escapar de esta isla?—Eso depende de lo razonables que

estemos dispuestos a ser. Todo lo queyo quiero es la chica. Tendremos ennuestro poder el Arca hasta que nosproporcionen un medio seguro paratrasladarnos a Inglaterra. A partir de esemomento, es suya.

—¿Y si nos negamos? —preguntóDietrich.

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—Pues entonces el Arca y algunosde nosotros vamos a salir volando porlos aires. Y no creo que eso vaya agustarle nada a Hitler.

Indy empezó a aproximarse aMarion, que estaba luchando porliberarse de sus ataduras.

—Está usted muy guapo con eluniforme alemán, Jones —dijo Belloq.

—A usted también le favorecenmucho esas ropas —contestó Indy.

Pero alguien más se había movidotambién, y estaba acercándose pordetrás a Indy. Y en el momento en queMarion gritaba para avisarle, Belloqreconoció a Mohler. El capitán se lanzó

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sobre Indy, le quitó el arma de lasmanos y le tiró al suelo. Jones —un grantipo, pensó Belloq, con un valor a todaprueba— pegó un puñetazo al alemán, yluego le dio un golpe con la rodilla en laingle. El capitán cayó rodando, peroIndy ya estaba rodeado por los soldadosy, aunque luchó con ellos y se defendió apatadas entre un montón de cascos ybotas, eran demasiados enemigos,Belloq movió la cabeza y sonrió unpoco.

—Una gran demostración, Jones. Unnotable esfuerzo.

Dietrich avanzó también entre lossoldados.

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—Una locura, una locura —dijo—.No comprendo cómo puede ser taninsensato.

—Estoy tratando de dejar de serlo—contestó Indy. Seguía luchando conlos soldados que le sujetaban, pero nopodía hacer nada.

—Yo sé cómo arreglarlo —dijoDietrich, y sacó la pistola de la funda.

Indy miró el arma y luego miró aMarion, que tenía los ojos cerrados yestaba sollozando.

Dietrich levantó la pistola y leapuntó.

—¡Espere!La voz de Belloq sonó como un

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trueno; infundía terror y tenía unaexpresión maligna a la luz de los focosDietrich bajó la mano.

—Éste hombre ha estadoirritándome durante años, coronelDietrich. Algunas veces, confieso queme ha divertido. Y, aunque también megustaría mucho presenciar su fin, querríaverle sufrir una última derrota. Déjelevivir hasta que yo haya abierto el Arca.Déjele vivir hasta entonces. Se le negarácualquier tesoro que pueda haber en elArca. No se le permitirá ver nada de loque hay en ella. Disfruto con esa idea.Éste es un premio con el que ha soñadodurante años… y nunca volverá a

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tenerlo más cerca que ahora. Cuando yohaya abierto el Arca, pueden hacer loque quieran con él. Por ahora, sugieroque le aten junto a la chica.

Belloq soltó luego una carcajada queresonó en la oscuridad.

Los soldados llevaron a Indy hastadonde estaba la estatua y le ataron a ellaal lado de Marion.

—Tengo miedo, Indy —dijo ella.—No ha habido nunca tan buen

momento para tenerlo.El Arca empezó a hacer un

murmullo, mientras Indy volvía lacabeza para ver a Belloq subir lasescaleras del altar. Sentía una rabia

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tremenda al pensar que las manos deBelloq iban a tocar el Arca, que iban aabrirla. El premio. Y ni siquiera iba averlo. Te pasas la vida entera con laobsesión de conseguir una cosa, y luego,cuando ya la tienes, cuando está delantede ti, ¡zas!… y todo lo que te queda esla amargura de la derrota. ¿Cómo iba apoder resistir ver a aquel loco defrancés, vestido como una especie derabino medieval, subir las escalerashacia el Arca?

¿Y cómo iba a poder no mirarle?—Yo creo que vamos a morir, Indy

—dijo Marion—. A menos que se tehaya ocurrido algo.

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Indy, que casi no la escuchaba, nodijo nada: ahora lo que le tenía intrigadoera algo nuevo, algo que estabaempezando a metérsele en la cabeza, unsonido, un murmullo bajo y constanteque parecía salir del Arca. ¿Qué podíaser eso? Miró a Belloq, que subía consus ropas hacia el altar.

—Entonces, ¿cómo vamos a salir deésta? —volvió a preguntar Marion.

—Sabe Dios.—¿Es un juego de palabras?—A lo mejor.—Pues es el peor momento para

dedicarse a hacer bromas, Jones. —Lemiró; tenía ojeras de cansancio—. A

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pesar de todo, te quiero precisamentepor eso.

—¿Ah sí?—¿Qué si te quiero? Claro que sí.—Me parece que es recíproco —

dijo Indy, un poco sorprendido dehaberlo hecho.

—Y parece que también es algo queestá condenado.

—Ya veremos.

Belloq recordó las palabras de unviejo cántico hebreo, palabras que habíaaprendido en el pergamino donde estabael dibujo del remate, y empezó a cantar

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en un tono bajo y monótono. Cantaba alsubir las escaleras, y oía el sonido delArca que acompañaba su voz, el sonidoque parecía un murmullo. Iba haciéndosecada vez más fuerte, retumbaba, llenabala oscuridad. El poder del Arca, el granpoder del Arca. Corría por la sangre deBelloq, desconcertante, pidiendo serentendido. El poder. El conocimiento.Se paró en los últimos escalones; seguíacantando, pero ya no podía oír su propiavoz. El murmullo, el murmullo, ibacreciendo, se apoderaba de la noche,cubría el silencio. Subió un poco más,llegó arriba, miró el Arca. A pesar delpolvo de los siglos y del descuido en

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que había estado, era la cosa máshermosa que Belloq había visto nunca.Y brillaba, brillaba, al principio con unresplandor débil, y luego cada vez másfuerte. Estaba asombrado, mirando a losángeles, el brillo de oro, la luz interior.Y el ruido también se apoderaba de él,le sacudía y le dejaba asombrado. Ynotó que él mismo empezaba a vibrar,como si el temblor fuera a desintegrarley llevarle por el espacio como untorbellino. Pero no había espacio, noexistía el tiempo: todo su ser estabalimitado por el Arca, absorbido por esetestimonio de la comunicación delhombre con Dios.

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Háblame.Dime lo que sabes, dime cuáles son

los secretos de la existencia.Su propia voz parecía salir ahora

por todos los puntos de su cuerpo, por laboca, por los poros, por las células. Yse elevaba, flotaba, separado de larigidez del mundo que le rodeaba,desafiando todas las leyes del universo.Háblame. Dime. Levantó la vara demarfil, la puso debajo de la tapa, y tratóde abrirla. El murmullo se hizo másfuerte, lo cubrió todo. No oyó queestallaban los focos, que los cristalescaían como una lluvia de diamantes sinvalor en la oscuridad. El murmullo, la

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voz de Dios, pensó. Háblame. Háblame.Y luego, mientras hacía fuerza con lavara, se sintió repentinamente vacío,como si no hubiera existido hasta aquelmomento, como si todos sus recuerdosse hubieran borrado, vacío yextrañamente tranquilo, en paz,sintiéndose uno con la noche que lerodeaba, unido por toda suerte de lazosal universo. Formando parte del cosmos,de todo lo que flotaba y se extendíahasta los puntos más lejanos delespacio, hasta las estrellas, los planetasque giraban, e incluso la insondableoscuridad del infinito. Dejó de existir.Quienquiera que hubiera sido Belloq, ya

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no lo era. Ahora ya no era nada: existíaúnicamente como el sonido que salía delArca. El sonido de Dios.

—Va a abrirla —dijo Indy.—Ése ruido. Me gustaría poder

taparme los oídos. ¿Qué ruido es ése?—preguntó Marion.

—El Arca.—¿El Arca?Indy estaba pensando en algo, un

recuerdo medio perdido, algo queparecía vagar por su mente. ¿Qué podíaser? Algo que había oído hacía poco.¿Qué? El Arca. Algo que tenía que ver

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con el Arca. ¿Pero qué, qué?El Arca, el Arca… trata de

acordarte.Sobre la losa de piedra, en lo alto de

los escalones, Belloq estaba intentandolevantar la tapa. Los focos estallaban ycaían hechos añicos. Hasta la luna, queya había aparecido en el cielo, parecíaun mundo a punto de explotar. La noche,la noche entera, era como una inmensabomba unida al extremo de una mecha,una mecha encendida, pensó Indy. ¿Peroqué es? ¿Qué es lo que estoy tratando derecordar?

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La tapa se estaba abriendo.Belloq, sudando, ahogado por sus

pesadas ropas, metió la vara de marfil ysiguió cantando, aunque su cántico fueraimposible de oír entre el ruido del Arca.El momento. El momento de la verdad.La revelación. Las misteriosas redes delo divino. Dio un grito y levantó la tapa.Se abrió de golpe, y la luz que salió deella le cegó. Pero no se apartó, no dio unpaso atrás, no se movió. La luz lehipnotizaba con la misma fuerza con quele atraía el sonido. Había perdido lacapacidad de moverse. Tenía los

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músculos helados. Su cuerpo habíadejado de funcionar. La tapa.

Fue la última cosa que vio.Porque luego la noche se llenó de

cohetes de fuego que salían del Arca,columnas de fuego que dejaban aturdidala oscuridad, llamaradas que abrasabanlos cielos. Un círculo blanco de luzformó un anillo deslumbrante alrededorde la isla, una luz que hizo brillar elocéano y le arrancó corrientes deespuma, haciendo subir la marea en laoscuridad. La luz, era la luz del primerdía del universo, la luz de lo nuevo, delas cosas que acaban de nacer, era laluz que hizo Dios: la luz de la creación.

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Y se le clavó a Belloq con el brillo deun diamante inconcebible, una luz quesobrepasaba los tristes límites decualquier piedra preciosa. Se le clavóen el corazón, le destrozó. Y era algomás que una luz, era un arma, una fuerza,que traspasó a Belloq y le hizo ardercon la potencia de un billón de velas:estaba blanco, anaranjado, azul,abrasado por aquella electricidad quedespedía el Arca.

Y sonreía.Sonreía, porque, por un momento, él

era el poder. El poder le absorbía. Noexistía distinción alguna entre el hombrey la fuerza. Luego el momento pasó.

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Luego, sus ojos se desintegraron dentrode las órbitas, dejando unos agujerosnegros y ciegos, y su piel empezó adesprenderse de los huesos, a caerse apedazos como si tuviera lepra, podrida,ardiendo, chamuscada, negra. Y élseguía sonriendo. No dejó de sonreír nicuando empezó a transformarse de algohumano en algo tocado por la mano deDios, herido por la ira de Dios, algoque, en silencio, fue convirtiéndose enuna capa de polvo.

Cuando las luces empezaron aalancear la oscuridad, cuando el cieloentero se llenaba con la fuerza del Arca,Indy, involuntariamente, había cerrado

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los ojos, cegado por aquella fuerza. Yde pronto recordó, recordó lo que nohabía podido recordar antes, la nochepasada en casa de Imam: Los que abranel Arca y dejen salir la fuerza que hayen ella, morirán si la miran… Y enmedio del ruido, de las cegadorascolumnas blancas que habían hechopalidecer a las estrellas, gritó a Marion:¡No mires! ¡No abras los ojos!

Marion había vuelto la cara al salirla primera llamarada, el estallido defuego, y luego, aunque le extrañaba loque decía Indy, cerró los ojos aún conmás fuerza. Estaba aterrada,sobrecogida. Y al mismo tiempo quería

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mirar. Se sentía atraída por el gran fuegocelestial, por la terrible destrucción dela noche.

No mires, seguía diciendo Indycuando ella empezaba a flaquear.

Lo repetía una y otra vez, a voces.La noche, como si fuera una

máquina, ululaba, rugía, bramaba; lasluces de fuego parecían aullar.

¡No mires, no mires, no mires!

La columna de llamas lo devastótodo. Estaba suspendida en el cielocomo la sombra de una deidad, unasombra ardiente, cambiante, compuesta

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no de oscuridad sino de luz, de pura luz.Quedó allí suspendida, bella ymonstruosa a la vez, y cegó a todos losque la miraron. Arrancó los ojos de lacara de los soldados. Los convirtió dehombres en esqueletos uniformados,cubrió el suelo de huesos, de manchasnegras y de restos humanos. Abrasó laisla, derribó árboles, hundió barcos, ydestruyó los muelles. Hizo que todas lascosas cambiaran. Luz y fuego. Lodestruyó todo como si fuera una ira quenunca pudiera aplacarse.

Destrozó la estatua a la que estabanatados Indy y Marion; la estatua se hizopedazos y dejó de existir. Y luego la

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tapa del Arca se cerró de golpe, y lanoche volvió a ser oscura, y el marquedó en silencio. Indy esperó muchotiempo antes de abrir los ojos.

El Arca relumbraba allá arriba.Relumbraba con una fuerza que

hacía pensar en un silencio gozoso; y enun aviso, un aviso lleno de amenazas.

Indy miró a Marion.Ella también estaba mirando, sin

hablar, contemplando lo que había hechoel Arca. Destrucción, ruina, muerte.Abrió la boca, pero no dijo nada.

No había nada que decir.Nada.El trozo de tierra en que ellos

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estaban no se había quemado. Estabaintacto.

Levantó los ojos hacia el Arca.Alargó su mano despacio para

buscar la de Indy, y la agarró con fuerza.

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13

EPILOGO:WASHINGTON, D.C.

El sol entraba por las ventanas deldespacho del coronel Musgrove. Fuera,en una pradera, había un grupo decerezos, y el cielo estaba despejado, deun azul pálido. Musgrove estaba sentadoen su mesa de despacho. Eaton ocupabauna silla al lado de la mesa. Había

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además otro hombre, un hombre queestaba apoyado en la pared, y no habíadicho ni una palabra; tenía el siniestroaire anónimo de un burócrata. Indypensó que podían haberle estampado enla frente un letrero que dijera: Poderosofuncionario civil.

—Apreciamos sus servicios —dijoMusgrove—. Y suponemos que laindemnización ha sido satisfactoria, ¿noes así?

Indy dijo que sí con la cabeza, ymiró primero a Marion y luego a MarcusBrody.

—No acabo de comprender por quéel museo no puede tener el Arca —dijo

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Brody.—Es un lugar muy seguro —contestó

Eaton, sin responder a su pregunta.—Es una fuerza muy poderosa —le

dijo Indy—. Hay que conocerla.Analizarla. No crean que se trata de unjuego.

Musgrove movió la cabeza.—En este mismo momento, tenemos

a nuestros mejores hombres trabajandoen ella.

—Nómbrelos —dijo Indy.—Por razones de seguridad, no

puedo hacerlo.—El Arca estaba destinada al

museo. Ustedes se mostraron de acuerdo

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en eso. Y ahora nos salen con eso de susmejores hombres. Aquí está Brody, quees uno de los mejores hombres que hayen este campo. ¿Por qué no le permitentrabajar con sus mejores hombres?

—Indy —dijo Brody—. Déjalo. Nohables más de ello.

—No quiero dejarlo. Para empezar,este asunto me costó mi sombrerofavorito.

—Jones, le aseguro que el Arca estábien protegida. Y que su poder, si es quepodemos aceptar la descripción quehace de él, será analizado a su debidotiempo.

—A su debido tiempo. Me recuerda

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usted las cartas que recibo de misabogados.

—Mire —dijo Brody, que parecíaya un poco cansado—, todo lo quequeremos es que el Arca vaya al museo.Queremos también algunas seguridadesde que no sufrirá ningún daño mientrasesté en su poder.

—Las seguridades ya las tienen —dijo Eaton—. En cuanto a lo de que elArca vaya a su museo, me temo quevamos a tener que reconsiderar nuestrapostura.

Hubo un silencio. Un reloj dio lahora. El burócrata anónimo se puso ajugar con los gemelos de su camisa.

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Indy habló por fin, y dijo con muchatranquilidad:

—Ustedes no saben lo que tienen enlas manos, ¿no es verdad?

Se levantó, y ayudó a Marion alevantarse de su silla.

—Estaremos en contacto conustedes, naturalmente —dijo Eaton—.Les agradecemos que hayan venido.Apreciamos sus servicios.

Fuera, al calor del sol, Marion cogióa Indy del brazo. Brody iba cabizbajo allado de ellos. Marion dijo:

—Bueno, como no van a decirte

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nada, sería mejor que olvidases el Arcay te dedicaras a vivir, Jones.

Indy miró a Brody. Sabía que lehabían quitado con engaños algo quedebía ser suyo.

—Ya se que tienen buenas razonespara quedarse con el Arca —dijo Brody—. Pero no deja de ser una amargadecepción.

Marion se paró, levantó una pierna yse rascó el tobillo. Luego le dijo:

—Ponte a pensar en otra cosa,aunque sólo sea por cambiar.

—¿En qué, por ejemplo?—Por ejemplo en esto —dijo

Marion y le besó.

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—Bueno, no es el Arca, pero habráque conformarse con eso.

En uno de los lados del cajón demadera había grabadas unas letras:ALTO SECRETO, INTELIGENCIADEL EJÉRCITO, 9906753, NO ABRIR.Estaba puesto en una carretilla, que ibaempujando el encargado del almacén. Elhombre apenas prestó atención a la caja.Su mundo estaba lleno de cajas comoésa, todas ellas marcadas con unosletreros que no entendía. Números,números y códigos secretos. Habíallegado a quedar totalmente inmunizadoante esos jeroglíficos. Lo único que leimportaba era su paga semanal. Era un

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hombre viejo, encorvado, y eran yapocas las cosas que podíanentusiasmarle. Y, desde luego, ningunade aquellas cajas era capaz de hacerlo.Las había a cientos en el almacén, y nosentía la menor curiosidad por ningunade ellas. Nadie parecía sentirla. Por loque él sabía, nadie se había molestadonunca en abrir alguna de ellas. Sealmacenaban allí, y se ponían unasencima de otras, hasta llegar al techo.Cajas y más cajas, cientos y cientos deellas. Criando polvo y telarañas. Elhombre empujó la carretilla y suspiró.¿Qué importaba una caja más? Buscó unsitio para ella, la colocó allí, se detuvo

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un momento, metió un dedo en el oído, ylo movió con fuerza. ¡Vaya por Dios!,pensó. Tengo que ir a que me miren losoídos.

Estaba convencido de haberescuchado como un pequeño zumbido.