a orillas del amor - andrei makine

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    Annotation

    El tiempo parece haberse detenido en Svetlaiauna pobre aldea de Siberia. La vida allí transcurra la sombra de los campos del Gulag, dominadpor el aislamiento, el vodka y la taiga. Mitia, enarrador, reconstruye veinte años después y desd

    el exilio, la infancia y adolescencia que comparticon sus amigos, Samurai y Utkin. Edescubrimiento del amor y sus ritos iniciáticos descritos por Makine con una cruda sensibilidad

    unto a la fascinación por Occidente, forjarán leducación sentimental de los tres jóvenes. Lamágenes del inaccesible mundo occidental lelegarán con el legendario tren Transiberiano. A s

    paso fugaz, los tres adolescentes fantasean sobr

    as vidas que apenas adivinan tras las ventanillaluminadas de los vagones. Encontrarán otra vía d

    escape en el cine Octubre Rojo, escenario de levelación de una realidad diferente y redentora

    en las películas que protagonizó Jean-Pau

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    Belmondo, descubrirán al héroe aventurero en eque depositarán sus obsesiones y sueños juvenileA orillas del amor' es una poética reflexión sobras dificultades de hacerse adulto.

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    ANDREÏ MAKINE

    A orillas del amor 

    Traducción de Zoraida de TorresBurgos

    Círculo de Lectores

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    Sinopsis

    El tiempo parece haberse detenido enSvetlaia, una pobre aldea de Siberia. Lvida allí transcurre a la sombra de locampos del Gulag, dominada por e

    aislamiento, el vodka y la taiga. Mitiael narrador, reconstruye veinte añodespués y desde el exilio, la infancia yadolescencia que compartió con su

    amigos, Samurai y Utkin. Edescubrimiento del amor y sus ritoiniciáticos —descritos por Makine conuna cruda sensibilidad— junto a lfascinación por Occidente, forjarán l

    educación sentimental de los tre jóvenes. Las imágenes del inaccesiblmundo occidental les llegarán con elegendario tren Transiberiano. A su paso fugaz, los tres adolescente

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    fantasean sobre las vidas que apenaadivinan tras las ventanillas iluminadade los vagones. Encontrarán otra vía descape en el cine Octubre Rojo

    escenario de la revelación de unrealidad diferente y redentora: en la películas que protagonizó Jean-PauBelmondo, descubrirán al héro

    aventurero en el que depositarán suobsesiones y sueños juveniles. 'Aorillas del amor' es una poéticreflexión sobre las dificultades dhacerse adulto.

    Título Original: Au temps du fleuve Amour 

    Traductor: Torres Burgos, Zoraida de©1994, Makine, Andreï©2001, Círculo de LectoresISBN: 9788422686774Generado con: QualityEbook v0.72

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    Andreï Makine

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    A orillas del amorTRADUCCIÓN de Zoraida de Torres Burgos

    Galaxia Gutenberg Círculo de Lectores Primera edición Barcelona, 2001

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    PRIMERA PARTE

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    SU cuerpo, ese cristal blando y ardiente sobre lcaña de un soplador de vidrio...

    ¿Me oyes bien, Utkin? La mujer que evoco enuestra conversación nocturna a través deAtlántico está a punto de cobrar forma bajo t

    pluma enfebrecida. Su cuerpo, ese cristal con ecálido resplandor del rubí, perderá brillo. Supechos se endurecerán y se teñirán de un rosácteo. Sus caderas exhibirán un enjambre dunares, las señales de tus dedos impacientes...¡Habla de ella, Utkin!La cercanía del mar se adivina en la luminosida

    del techo. Aún hace demasiado calor para bajar a playa. Todo dormita en este caserón perdido e

    medio del verdor: un sombrero de paja de alaamplias que brilla bajo el sol, en la terraza; en eardín, unos cerezos retorcidos, de ramanmóviles y troncos donde gotea la resin

    derretida. Y también el periódico de hace alguna

    emanas, que consigna en sus páginas el fin d

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    nuestro lejano imperio. Y el mar, incrustación durquesa entre las ramas de los cerezos... Esto

    acostado en esta habitación que a través del anchventanal parece zozobrar en la resplandecient

    extensión marina. Todo es blanco, todo es soExcepto la gran mancha negra del piano, exiliadde las veladas lluviosas. En un sillón: ella. Algdistante aún; sólo hace dos semanas que no

    conocemos. Unas brazadas en la espuma, algunopaseos vespertinos a la sombra aromática de locipreses. Algunos besos. Es una princesa dangre azul, ¿te imaginas, Utkin? Pero ella se rí

    de su realeza. Yo soy su oso, su bárbaro llegad

    del país de las nieves perpetuas. ¡Un ogro! Y esa divierte...

    En este momento se aburre en la larga espera da tarde. Se levanta, se acerca al piano, levanta l

    apa. Las lentas notas se desperezan medio egañadientes, palpitan como mariposas con laalas cargadas de polen, se enredan en el silencioleado de la casa vacía...

    Yo también me levanto. Con la agilidad de un

    fiera. Estoy desnudo. ¿Oye ella cómo me acerco

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    o se da la vuelta, ni siquiera cuando la cojo poas caderas. Continúa ahogando largas nota

    perezosas en el aire licuado por el calor.Sólo se interrumpe con un grito cuand

    úbitamente me siente dentro de ella. Buscando eequilibrio, presa de un pánico feliz, se apoya en epiano sin mirar ya las teclas. Con las dos manocon los dedos abiertos en abanico. Surge una not

    mayor, estruendosa y ebria. Y los salvajes acordecoinciden con sus primeros gemidoTraspasándola, la empujo, la levanto, la despojde su peso. Su único punto de apoyo está en lamanos, que vuelven a desplazarse sobre e

    eclado... Otro acorde, más ruidoso y aún mánsistente. Ahora está completamente arqueada

    con la cabeza echada hacia atrás, con la partnferior del cuerpo abandonada a mí. S

    emblorosa, ondeante como una masa al rojo sobra caña de un soplador de vidrio. El óvalo dcarne que ondula bajo mis dedos se vuelvransparente con las gotitas de sudor...

    Y los acordes se suceden, cada vez má

    entrecortados y jadeantes. Y sus gritos s

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    esponden en una ensordecedora sinfonía dplacer: sol, clamor de las cuerdas, sonoroestallidos..., entre sollozos de felicidad y gritondignados. Y cuando advierte que exploto dentr

    de ella, la sinfonía concluye en un chorro de notaagudas y febriles bajo sus dedos. Sus manoamborilean enganchadas a las teclas resbaladiza

    Como si se aferraran al borde invisible del placer

    que empieza ya a abandonar la carne...Y en ese silencio donde aún resuena un millar decos, veo cómo su cuerpo transparente vlenándose gradualmente con la dorada opacida

    del reposo...

    Utkin lo llama la «materia bruta». Un día llamdesde Nueva York y, con la voz algo turbia, mpidió que le relatara por carta una de miaventuras. «No la adornes», me advirtió. «D

    cualquier modo ya sabes que lo retocaré todo. Lque me interesa es la materia bruta...»Utkin escribe. Siempre ha soñado con escribi

    Desde los tiempos de nuestra juventud sepultaden lo más recóndito de la Siberia oriental. Pero l

    falta la materia. Con una pierna tullida y u

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    hombro que sobresale en ángulo agudo, nunca henido suerte en el amor. Desde la infancia lo h

    atormentado esta trágica paradoja: ¿por qué uno dos dos tuvo que ser empujado al furioso torbellin

    de un gran río en pleno deshielo y quedrremediablemente mutilado al ser aplastado poos bloques de hielo? Mientras que el otro, yo.

    Sí, yo murmuraba el nombre de aquel río, el Amur

    sumergiéndome en su fresca sonoridad como ea ensoñación de un cuerpo femenino, nacido duna misma materia blanda, suave y brumosa.

    Todo eso queda muy lejos. Utkin escribe y mpide que no adorne la historia. Lo comprendo

    quiere ser el único artífice de la obra. Necesitvencer a la absurda fatalidad. Las incrustacionede turquesa marina en las ramas de los cerezos.erá él quien las añada a mi relato. Yo no adorno

    nada. Le entrego la masa de cristal candente, tacomo es. Sin tallarla con la punta del cuchillo, sinsuflarle mi aliento para hacerla crecer. Tal com

    es: una joven de espalda morena, una mujer qugrita, que solloza de placer y que deja caer lo

    acimos de sus dedos sobre las teclas del piano.

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    EN el país donde nacimos Utkin, yo y los demáa belleza era la menor de las preocupaciones. Un

    podía pasarse toda la vida sin saber si era feo guapo, sin buscar el secreto en el mosaico deostro humano ni el misterio en la sensua

    opografía del cuerpo.También al amor le costaba arraigar en aquellegión austera. Atrofiado por la sangría de l

    guerra, estrangulado por las alambradas decercano campo de prisioneros, congelado por eviento ártico..., simplemente, habíamos olvidado que era amar por amar. Y si el amor subsistíao hacía bajo una sola forma, la del amor-pecado

    Más o menos imaginario, el amor— pecad

    luminaba la rutina de las rudas jornadanvernales. Las mujeres, envueltas en variomantones, se paraban en medio del pueblo y sransmitían la emocionante noticia. Creían habla

    en susurros, pero con tantos mantones no tenía

    más remedio que gritar. Nuestros jóvenes oído

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    captaban el secreto revelado. Esa vez parecía qualguien había visto a la directora de la escuela ea cabina de un camión frigorífico... Sí, ya sabe

    una de esas cabinas grandes con una litera a

    fondo. Y el camión estaba aparcado cerca deRecodo del Diablo, sí, allí donde todos los añohay por lo menos un accidente de coche. Ermposible imaginar a la directora, una mujer seca

    de edad indefinida y cubierta con un gruescaparazón de prendas afelpadas, retozando ebrazos de un camionero oloroso a resina de cedroabaco y gasolina. Y menos aún en el Recodo de

    Diablo. Pero aquella imaginaria cópula en e

    nterior de una cabina con las ventanillas cubiertade escarcha llenaba de pequeñas burbujachispeantes el aire gélido de la aldea. La alegríde la indignación reanimaba los corazone

    ateridos. Y casi llegábamos a odiar a la directorpor no verla subirse a todos los camiones quransportaban por la taiga enormes remesas d

    madera de pino... El remolino provocado por eúltimo cotilleo se calmaba enseguida, com

    petrificado por el viento glacial de las noche

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    eternas. A nuestros ojos, la directora volvía a seal como la veía todo el mundo: una mujerremediablemente sola y estoicament

    desgraciada. Y los camiones partían rugiend

    como siempre, con el único propósito dransportar los metros cúbicos de mader

    previstos en el plan. La taiga se cerraba ante eesplandor de sus faros. El azote del vient

    deshacía el blanco vapor de las voces femeninaY la aldea, saliendo de su ilusión amorosa, setraía para instalarse en la eternidad llamad

    «invierno».Desde su origen, la aldea no había sid

    concebida para acoger al amor. Los cosacos dezar que la fundaron tres siglos atrás ni siquierpensaban en amores. Eran un puñado de hombreexhaustos después de su loca incursión en la

    profundidades de la infinita taiga. Las miradaaltaneras de los lobos los perseguían hasta en suueños agitados. Ese frío era muy distinto al d

    Rusia. Parecía no tener límites. Las barbacubiertas de gruesa escarcha, se erguían como e

    filo de un hacha. Si uno cerraba los ojos u

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    nstante ya no podía despegar las pestañas. Locosacos lanzaban juramentos de desesperación despecho. Y sus escupitajos tintineaban comrozos de cristal al caer sobre la negra superfici

    de un río petrificado.Por supuesto, también ellos amaban a veces. A

    esas mujeres de ojos rasgados y rostro impasibloscurecido por una sonrisa misteriosa, los cosaco

    as amaban en la oscuridad humeante de una yurtaunto a las brasas enrojecidas, sobre las pieles doso. Pero los cuerpos de esas amantes silenciosaeran muy extraños. Cubiertos de grasa de renoehuían los abrazos. Para retenerlos, era necesari

    enrollarse en la muñeca sus largas trenzaelucientes, negras y tiesas como las crines de u

    caballo. Los pechos de esas mujeres eran planos edondos como las cúpulas de las iglesias má

    antiguas de Kiev, y sus caderas, firmes y rebeldesPero al domarlos la mano que sujetaba las crineus cuerpos dejaban de escabullirse. Los ojo

    brillaban como el filo de las espadas, los labios scurvaban dispuestos a morder. Y el olor de su pie

    curtida por el fuego y el frío se iba tornando cad

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    vez más áspero y embriagador. Y la embriaguez nodesaparecía... El cosaco volvía a enrollarse en lmuñeca las trenzas de la mujer, en cuyos ojoalargados se iluminaba un destello de malicia. ¿N

    ha bebido el hombre una copa de esa infusióviscosa y parda, la sangre de la raíz de jarg, qunfunde en las venas la potencia de todos nuestro

    antepasados?

    El cosaco, rompiendo el encantamiento, volvícon sus compañeros y durante algunos días dejabde notar la mordedura del frío. La raíz de jarcantaba en el interior de sus venas.

    El objetivo de los cosacos seguía siendo llegar

    aquel improbable Extremo Oriente, que encerraba exultante promesa de los confines de la tierra

    esa enorme nada brumosa, tan atrayente para unaalmas que odiaban los límites, las marcas, la

    fronteras. Europa había establecido en el oestunas lindes infranqueables, abandonando lbárbara Moscovia para siempre. Por eso locosacos se dirigían hacia el este. ¿Querían llegar Occidente por el otro lado? ¿Era el ardid de u

    admirador rechazado? ¿La astucia de u

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    enamorado proscrito?Pero ante todo los cosacos eran unos aventurero

    decididos a explorar aquel vacío lleno de brumaQuerían llegar hasta el fin del mundo, en el tibi

    crepúsculo de la primavera, y dejar que su mirade perdiese más allá de aquel último borde, en límida palidez de las primeras estrellas...

    Finalmente, el grupo de cosacos, mucho má

    educido que al partir meses atrás, acabó podetenerse en un extremo de su Eurasia natal. Alldonde la tierra, el cielo y el océano son una solcosa... Y en una yurta llena de humo, en medio da taiga aún invernal, una mujer con un cuerpo d

    erpiente horriblemente deformado luchaba poexpulsar sobre una piel de oso una criaturextraordinariamente grande. El niño tenía los ojoasgados de su madre y los pómulos marcados d

    odos sus congéneres. Pero sus cabellos mojadoesplandecían con destellos de oro oscuro.La gente se arracimó alrededor de la jove

    madre y contempló en silencio al nuevo siberianoDe aquel pasado mítico heredamos tan sólo un

    ejana leyenda. Un eco ensordecido por el rumo

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    confuso de los siglos. En nuestra imaginación, locosacos nunca dejaban de atravesar la taigalvaje. Y una joven yakuta, cubierta con una cort

    pelliza de marta cebellina, no dejaba de hurgar e

    el revoltillo de tallos y ramitas en busca de lfamosa raíz de jarg... ¿Acaso no fue por azar quel poder irresistible de los sueños y de los canto  las leyendas afectara a nuestros corazone

    bárbaros? ¡Hasta nuestra vida se volvía un sueño!Pero en nuestros tiempos lo único que quedabde esa memoria secular era un montón de maderacarcomidas sobre bloques de granito cubiertos díquenes: las ruinas de la iglesia que construyero

    os descendientes de los cosacos, y que fudinamitada durante la Revolución. Y también unoclavos oxidados, gruesos como el dedo de uhombre, hundidos en los troncos de unos enorme

    cedros. Los viejos del lugar no guardaban más quun vaguísimo recuerdo: tan pronto habían sido loblancos, quienes habían ejecutado cruelmente unos partisanos colgándolos de aquellos clavocomo los rojos, que habían aplicado la justici

    evolucionaria... Con el tiempo, aquellos clavo

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    de los que colgaba un cabo de cuerda podridfueron ascendiendo hasta alcanzar la altura de dopersonas, en pos de la vida lenta y majestuosa dos cedros. Ante nuestros ojos maravillados

    aquellos rojos y blancos que habían ejecutado ecruel ahorcamiento adquirían una estatura dgigantes.

    La aldea no ha sabido conservar nada de s

    pasado. Desde principios de siglo la historiacomo un péndulo implacable, se ha dedicado barrer el imperio con su titánico vaivén. Lohombres se marchaban, las mujeres se vestían dnegro. El péndulo medía el tiempo: la guerr

    contra Japón, la guerra contra Alemania, lRevolución, la guerra civil... Y vuelta a empezarpero en el orden inverso: la guerra contra loalemanes, la guerra contra los japoneses. Y lo

    hombres se iban, ya fuera para atravesar los docmil kilómetros del imperio y ocupar su puesto eas trincheras del oeste, ya fuera para perderse e

    el brumoso vacío del océano al este. El péndulavanzaba hacia el oeste: los blancos hacía

    etroceder a los rojos detrás del Ural y del Volga

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    El péndulo regresaba y barría Siberia: los rojohacían retroceder a los blancos hacia ExtremOriente. Alguien hundía unos clavos en el troncde los cedros, y alguien dinamitaba las iglesia

    como si quisiera ayudar al péndulo a borracompletamente los vestigios del pasado.

    Un día, el poderoso vaivén del péndulo empujó os hombres de la aldea hacia ese Occident

    fabuloso que antaño se había desvinculaddesdeñosamente de la bárbara MoscoviaPartiendo del Volga llegaron hasta Berlín dejaron el camino sembrado de cadáveres. Allí, eBerlín, el reloj enloquecido se detuvo un instant

    —fue un breve momento de victoria— y loupervivientes se dirigieron entonces hacia el este

    había que acabar con Japón...En nuestra infancia, el péndulo parecía habers

    detenido, como si se hubiera enredado en algunde las innumerables hileras de alambradaesparcidas a lo largo de su trayectoriaPrecisamente a unos veinte kilómetros de nuestraldea había un campo de prisioneros. En un tram

    del camino que llevaba a la ciudad, la taiga s

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    despejaba y dejaba ver las siluetas de las torres dvigilancia entre la fría niebla centelleante¿Cuántas trampas como aquélla habría encontradel péndulo en su recorrido a través del imperio

    Sólo Dios lo sabía.Y la aldea, despoblada, con tan sólo dos decena

    de isbas, parecía dormitar en la cercanía daquella mole atestada de vidas humanas. El camp

    de prisioneros: un punto negro en medio de lanieves infinitas...El niño necesita muy pocas cosas para constru

    u universo particular. Sólo algunos puntos deferencia naturales, cuya armonía él descubr

    fácilmente y dispone en un mundo coherente. Ase organizó el microcosmos de nuestros primero

    años. Conocíamos el lugar exacto de la taiga eque nacía un arroyo, surgido del oscuro espejo d

    una fuente subterránea. Ese arroyo, al que todo emundo llamaba el Torrente, bordeaba el pueblo desembocaba en el río cerca de una isbabandonada que antiguamente había acogido unobaños públicos. El río serpenteaba entre do

    paredes oscuras de la taiga, ancho y profundo

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    iempre explicaba la misma historia a supasajeros. Verbin había sido de los primeros eescribir su nombre sobre las paredes del Reichstaecién conquistado, pero justo en ese momento d

    éxtasis victorioso, la explosión de un obúolvidado le había seccionado el brazo derechosólo pudo garabatear medio nombre!

    El péndulo destrozó también muchas familia

    Apenas quedaba una entera, aparte de la de loviejos creyentes. Mi amigo Utkin vivía con smadre, una mujer sola. Mientras Utkin fue un niñncapaz de comprender ciertas cosas, su madre l

    contó que el padre era piloto de guerra y que habí

    muerto como un kamikaze, dejando caer su avióen llamas sobre una columna de tanques alemanePero un día Utkin descubrió que, dado que habínacido doce años después de la guerra, er

    físicamente imposible tener un padre pilotoDolido, se lo dijo a su madre, y ellaonrojándose, le explicó que se trataba de l

    guerra de Corea... Por suerte, no andábamos faltode guerras.

    Yo tenía sólo a mi tía... Probablemente e

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    péndulo, en su vaivén, había rozado la tierrhelada de nuestra región dejando al descubiertíos cargados de arenas auríferas. O quizá fue e

    oro que cubría su pesado disco lo que marcó un

    ierra tan ruda... En cualquier caso, mi tía nnecesitaba inventarse ninguna hazaña aérea. Mpadre era un geólogo que había ido en pos de lhuella dorada del péndulo. Seguramente, el día d

    mi nacimiento estaba a la espera de descubrir otracimiento aurífero. Nunca recuperaron su cuerpoY mi madre murió en el parto...

    En cuanto a Samurai, que por aquel entonceenía quince años, Utkin y yo nunca supimos quié

    era la vieja de nariz ganchuda cuya isba servía dvivienda a nuestro amigo. ¿Su madre? ¿Su abuelaSamurai la llamaba siempre por su nombre cortaba en seco nuestros intentos de averiguar má

    cosas sobre ella.El péndulo detuvo su movimiento. Y la vida da aldea quedó reducida a tres asuntos esencialesa madera, el oro y la fría sombra del campo d

    prisioneros. Ni siquiera se nos ocurría que nuestr

    futuro pudiera desarrollarse más allá de esos tre

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    elementos primordiales. Pensábamos que un dínos uniríamos a los hombres que se sumergían ea taiga cargados con sus sierras dentada

    Algunos de estos leñadores habían llegado

    nuestro infierno de hielo en busca del «dinero deorte», la prima que duplicaba sus magro

    alarios. Otros eran prisioneros que habían sidpuestos en libertad a condición de trabajar

    mantener una conducta intachable, así que ncontaban los rublos, sino los días... O quizáestaríamos entre esos buscadores de oro que veces veíamos entrar en la cantina de los obreroEnormes chapkas de piel de zorro, cortas pelliza

    ceñidas con cinturones anchos, botas colosaleforradas con pieles lisas y brillantes. Se decía qualgunos de esos hombres «robaban el oro del

    Estado». Era cierto: lavaban la arena de terreno

    desconocidos y vendían las pepitas en umisterioso «mercado negro». De niños nos atraíenormemente ese destino.

    Nos quedaba otra opción: quedarnos allá, a lombra fría, en lo alto de una torre de vigilancia

    apuntando con una metralleta a las filas d

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    eclusos alineados junto a los barracones. Odesaparecer en el hormigueo humano de esomismos barracones...

    Las noticias de Svetlaia giraban siempr

    alrededor de estos tres elementos: taiga, oroombra. Nos enterábamos de que una cuadrilla deñadores había molestado a un oso escondido eu madriguera, y que los seis hombres había

    enido que huir apiñándose de cualquier manera ea cabina del tractor. Se hablaba del peso inauditde una pepita «grande como un puño». Y, enusurros, de otro preso fugitivo... Pronto venía l

    época de las borrascas violentas, e incluso aque

    hilo finísimo de información quedabnterrumpido. Entonces hablábamos de sucesoocales: se había soltado un cable eléctrico, había

    descubierto huellas de lobos cerca del granero.

    Finalmente, un buen día la aldea se quedabdormida...Nos levantábamos para preparar el desayuno. Y

    de pronto advertíamos el extraño silencio queinaba alrededor de nuestra isba. No se oía e

    crujir de los pasos sobre la nieve, ni el silbido de

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    viento al rozar las aristas del tejado, ni loadridos de los perros. Nada. Un silenci

    algodonoso, opaco, absoluto. El exterioensordecido destilaba todos los sonido

    domésticos, normalmente imperceptibles. Oíamoos suspiros del escalfador colocado sobre l

    estufa, el silbido fino y regular de una bombillaMi tía y yo escuchábamos la insondabl

    profundidad de aquel silencio. Mirábamos el relode pesas. Normalmente, a esa hora ya era de díaApoyando la frente en el cristal, escrutábamos loscuridad. La ventana estaba completamentbloqueada por la nieve. Entonces no

    precipitábamos a la entrada y, adivinando eacontecimiento inimaginable que se repetía caodos los inviernos, abríamos la puerta...

    En el umbral de la isba se alzaba una pared d

    nieve. Toda la aldea había quedado sepultada.Lanzando un salvaje grito de alegría, iba buscar una pala. ¡No había escuela! ¡No habídeberes! Nos esperaba una jornada de felidesorden.

    Empezaba excavando un pasadizo estrecho

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    uego apelotonaba la nieve algodonosa y ligeraconstruía escalones. Para facilitarme la tarea, mía iba rociando con el agua caliente del escalfado

    el fondo de la cueva que excavaba. Ascendí

    entamente, forzado a seguir a veces una líneprácticamente horizontal. Mi tía me daba ánimodesde la entrada de la isba, aconsejándome que nfuese demasiado deprisa. De pronto empezaba

    faltarme el aire, notaba un vértigo extraño, mardían las manos desnudas, notaba en las sieneos pesados latidos del corazón. La tenue luz de l

    bombilla que llegaba de la isba apenas iluminabel rincón en que me afanaba. Inundado de sudo

    pese a la nieve que me rodeaba, me parecía estadentro de un vientre cálido y protector. Mi cuerpparecía rememorar sus noches prenataleEmbotado por la falta de aire, mi espíritu m

    ugería débilmente que sería mejor entrar en lsba para recuperar el aliento...En ese preciso instante perforaba con la cabez

    a cáscara de la superficie nevada. Cerraba loojos, cegado por la luz.

    En la llanura inundada por el sol reinaba un

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    calma infinita: la serenidad de la naturaleza, qudescansaba tras la tormenta nocturna. La taigdejaba ver su lejanía azulada y parecía dormitar ea suavidad del aire. Y, por encima de l

    uperficie centelleante, se alzaban blancacolumnas de humo desde chimeneas invisibles.

    Aparecían las primeras personas: emergiendo da nieve, se erguían y envolvían con una mirada d

    admiración el luminoso desierto que se extendía eugar de la aldea. Nos abrazábamos riendo eñalando las columnas de humo, pues resultab

    muy extraño imaginar que alguien estuviespreparando la comida bajo dos metros de nieve

    Un perro saltaba fuera del túnel y también parecíecharse a reír ante el insólito espectáculo.Veíamos aparecer a Klestov, el viejo creyente, que volvía hacia el este, se persignaba lentamente

    aludaba a todo el mundo con un exagerado aire ddignidad.La aldea iba recuperando lentamente sus sonido

    habituales. Los pocos hombres de Svetlaiaayudados por toda la población, empezaban

    excavar corredores que unían las isbas entre sí

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    abrían un pasaje hasta el pozo.Sabíamos que aquella abundancia de niev

    legaba arrastrada a nuestra región de fríos secopor los vientos que nacían en la brumos

    nmensidad del océano. También sabíamos que lormenta era el primer aviso de la primavera. Eol de los próximos días derretiría la capa d

    nieve hasta dejarla amontonada por debajo de la

    ventanas. Y luego vendría un frío aún más violentque antes, como si quisiera vengarse de suminosa y breve derrota. Pero al final, l

    primavera llegaría, de eso estábamos seguros. Lprimavera, tan espléndida y repentina como la lu

    que nos cegaba al salir de los túneles.Llegaba la primavera y un buen día la alde

    oltaba las amarras. El río se estremecía y dabcomienzo el majestuoso desfile de enormes placa

    de hielo; su curso se aceleraba y las relucienteescamas de agua nos deslumbraban. El acre olodel hielo se mezclaba con el viento de las estepaY la tierra se hundía bajo nuestros pies, y entoncenuestra aldea, con sus isbas, sus cerca

    carcomidas y sus hileras multicolores de rop

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    endida, la misma Svetlaia emprendía una alegrnavegación.

    La eternidad invernal llegaba a su fin.El viaje no duraba mucho. Unas semana

    después, el río volvía a su cauce mientras la aldee arrimaba a la orilla de un fugaz estío siberiano

    Y, en ese breve intervalo, el sol difundía el cálidoaroma de la resina de cedro. Entonces sól

    hablábamos de la taiga.En el transcurso de una de nuestras expedicionea la profundidad de la taiga, Utkin encontró la raíde jarg...

    Utkin siempre andaba detrás de nosotros con s

    pierna mutilada. De vez en cuando nos gritaba Samurai y a mí: «¡Eh, esperadme un momento!». Ynosotros reducíamos el paso, comprensivos.

    Esta vez, en lugar de su habitual «¡Esperadme!»

    Utkin emitió un largo silbido de asombro. Nodimos la vuelta.¿Cómo pudo detectar aquella raíz que sólo lo

    ojos expertos de las viejas yakutas eran capacede distinguir entre la blanda capa de humus? Quiz

    fue gracias a su pierna tullida; aquel pie cojo, qu

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    Utkin arrastraba como si fuera un rastrillo, solídesenterrar sin querer cosas sorprendentes...

    Nos acercamos a observar la raíz de jarg. Nnos lo confesamos, pero los tres percibimos alg

    femenino en su forma. En efecto, la raíz de jarg eruna especie de pera oscura con una corteza derciopelo ligeramente ondulada, recubierta en l

    parte inferior por un vello violáceo. De arrib

    abajo, la raíz quedaba dividida por una hendidurimilar al trazado de una columna vertebral.La raíz de jarg tenía un tacto muy agradable. S

    piel aterciopelada parecía responder al contactde los dedos. Aquel bulbo de contornos sensuale

    dejaba adivinar una extraña vida que animaba emisterio de su interior.

    Intrigado por su secreto, rasqué la rechonchuperficie del tubérculo con la uña del pulgar. L

    aspadura se llenó de un líquido rojo como langre. Intercambiamos una mirada perpleja.—Déjame ver —exigió Samurai arrebatándom

    a raíz de las manos.Samurai sacó la navaja y, siguiendo el canal qu

    dividía el bulbo, hizo un corte en la raíz del amor

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    Luego, hundiendo los pulgares en el vello quodeaba la base de aquel óvalo carnoso, separ

    bruscamente las dos mitades.Oímos una especie de breve crujido, como el d

    una puerta bloqueada por el hielo que acabcediendo ante el esfuerzo.

    En un mismo gesto, nos inclinamos para verlmejor. Dentro de un hueco rosado y carnoso vimo

    una hoja larga y pálida. Estaba doblada con lconmovedora delicadeza que solíamos descubren la naturaleza y que nos provocaba sentimientoofocados: destruir, romper aquella armonía inút

    o...

    No sabíamos qué hacer. De modo que estuvimoun momento contemplando aquella hoja, quecordaba la transparencia y la fragilidad de la

    alas de una mariposa al salir de la crisálida.

    El propio Samurai parecía vagamente azoradante aquella belleza inesperada y turbadora.Finalmente, con un gesto expeditivo, juntó la

    dos mitades de la raíz de jarg y se las guardó en ubolsillo de la mochila.

    —Se lo preguntaré a Olga —nos dijo echando

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    andar de nuevo—. Seguramente ha oído hablar desto...

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    VIVÍAMOS en un extraño universo sin mujere  este hecho se hizo más patente cuand

    descubrimos la raíz del amor.Sí, había algunas sombras que sentíamo

    queridas y próximas, pero que no nos sugería

    nada femenino.Mi tía, la madre de Utkin, la anciana Olga... Loostros de algunas maestras de la escuela qu

    había en Kajdai. Su feminidad se había apagadras la larga y dura resistencia diaria al frío, loledad, la ausencia de todo cambio previsibleo es que fuesen feas. La madre de Utkin, po

    ejemplo, poseía una tez clara y hermosa y ciertransparencia aérea en los rasgos. Pero ¿acaso l

    abía ella misma? No lo advertí hasta mucho máarde, al volver a contemplarla en mis recuerdosa madre de Utkin habría podido gustar, se

    deseable. Pero ¿gustar a quién? ¿Ser deseabldónde? Frío, noche, eternidad llamada «invierno»

    Y el péndulo dormitando, enredado entre la

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    alambradas cubiertas por el hielo.A veces, el azar de una decisión tomada a mi

    kilómetros de nuestra aldea hacía aparecer a unoven maestra en la escuela. Era una mercancí

    ara. Su persona acaparaba una intensa curiosidadPero advertíamos tanta angustia en su expresiónun deseo tal de escapar de ahí lo más prontposible, que hasta nosotros nos inquietábamos

    ¿tan poco vivible era nuestra vida? La angustialteraba los rasgos de la maestra. Su belleza, sareza fascinante se difuminaban bajo una muec

    de terror. A todos nos parecía que la maestrcontaba mentalmente los días, y que nos mirab

    como si perteneciéramos ya al pasado. Éramos lofigurantes de un mal recuerdo, los personajes duna pesadilla.

    Y los hombres, dominados por tres elementos —

    a taiga, el oro, la sombra de las torres dvigilancia—, también contaban. Los metrocúbicos de madera de cedro, los kilos de arenaurífera... Ellos también soñaban con unexistencia completamente distinta después d

    aquellos cálculos, soñaban con llevar otra vida

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    diez mil kilómetros de esos parajes, más allá deUral, en el otro extremo del imperio. Hablaban dUcrania, del Cáucaso o de Crimea. Las sierrapenetraban en la carne olorosa de los cedros

    parecían gritar aquel «Crrriiimea» tan ansiado. Yal remover la arena, las dragas de los buscadorede oro repetían «Crrriiimea» como un eco.

    En cuanto al amor... La única palabra que le

    oíamos emplear era «hacer». No ya «hacer eamor», lo que al menos habría servido parnombrar el proceso, ni «hacérselo a una mujer», lque habría podido designar un acto de seducciónino simplemente «hacer». Agazapados en u

    incón de la cantina de los obreros, delante de uvaso de compota, escuchábamos sus confidenciaque nos dejaban siempre tremendamentdecepcionados. Los relatos masculinos sólo no

    evelaban una cosa: uno de ellos lo había «hechocon una desconocida. Sin adornos, sidescripciones, sin ningún detalle erótico. Niquiera se molestaban en definir la hazaña co

    uno de esos verbos groseros que resonaba

    continuamente en sus gargantas quemadas por e

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    vodka y el viento.—¡Ja, ja! Lo he hecho con la pequeña yakuta...

    —¿Te acuerdas de Mania, la cajera? Lo hhecho...

    Nosotros ansiábamos por lo menos algúdetalle: ¿cómo era la pequeña yakuta? Bajo lpelliza curtida por la escarcha, su cuerpo debía desultar especialmente cálido y suave. Y segur

    que su pelo olía a leña de cedro. Y sin duda, coaquellas piernas robustas y un poco arqueadas, esas caderas musculosas, sus ingles sconvertirían en una trampa que se cerraría en tornal cuerpo del amante... ¡Esperábamos con tant

    ansiedad otra confidencia! Pero los hombrevolvían a hablar de los metros cúbicos de leña de que había que alargar una cañería pardesenterrar más fácilmente las pepitas de oro.

    osotros devorábamos a toda prisa la fruta de lcompota y aplastábamos los huesos de albaricoqucon los gruesos mangos de los cuchillos. Ymasticando la almendra, salíamos al viento heladcon un regusto amargo en los labios.

    Nos parecía que el amor se recortaba en e

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    crepúsculo gris de una capital triste, donde todaas calles desembocan en solares cubiertos derrín mojado.

    Y finalmente, un día se produjo un encuentro e

    plena taiga. Fue el mismo verano en que el picojo de Utkin desenterró la raíz del amor. Yoacababa de cumplir catorce años y seguía siaber si era feo o guapo, o si el amor significab

    algo más que «hacerlo»...Una cálida tarde de agosto encendimos un fuega la orilla del río. Tras quitarnos la ropa noanzamos al agua, que aunque hacía sol estab

    helada. Al cabo de un momento volvimos

    calentarnos junto a la hoguera. Después nozambullimos otra vez, y enseguida regresamos a lardiente caricia de las llamas. Era la única formde pasar el día en el agua. Utkin, que nunca s

    bañaba por culpa de la pierna, se encargaba davivar el fuego, mientras que Samurai y yodesnudos, luchábamos contra las rápidas aguas deOlei. Corríamos hacia el fuego con los dientecastañeteando y haciéndonos los importantes; en l

    cuenca de las manos llevábamos un poco de agu

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    que derramábamos sobre Utkin para qucompartiese nuestro placer. Nuestro amigoarrastrando la pierna, trataba de esquivar sin éxitos chorros de agua que brillaban en el air

    formando un fugaz arco iris. Las gotas salpicabael fuego. Los gritos indignados de Utkin sentremezclaban con el silbido rabioso de lalamas.

    Luego venía un momento de silencio absolutoEn nuestros cuerpos ateridos iba penetrando ecalor poco a poco. El humo nos rodeaba y nohacía cosquillas en la nariz. Nos quedábamos uato de pie, sin movernos, con el feliz torpor de la

    agartijas al sol, entre la danza transparente de lalamas.

    El exceso de sol nos acariciaba el pelo mojadoel penetrante frescor del torrente, su melodioso

    ranquilizador sonido. Y, a nuestro alrededor, lanfinita calma de la taiga. Su lenta respiración, snmensidad azulada, densa y profunda...

    El rugido de un motor interrumpió nuestrpacífica quietud. Ni siquiera tuvimos tiempo d

    ecoger la ropa. En la orilla apareció u

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    odoterreno que, describiendo una rápida curva, sdetuvo a unos pasos de la hoguera.

    Samurai y yo, cruzando rápidamente los brazoobre el bajo vientre, nos quedamos atónito

    descubiertos de improviso en nuestra tranquildesnudez.

    El todoterreno iba descapotado. Además deconductor había dos pasajeras, dos chicas. Cuand

    el coche se detuvo, una de ellas tendió una botellde plástico al conductor. El hombre abrió la puert se dirigió al riachuelo.

    Inmóviles, cubriéndonos el sexo, observamos as dos desconocidas. Las chicas se levantaron de

    asiento y asomaron por encima de la capotbajada. Como si quisieran vernos mejor. Al otrado de la hoguera, Utkin, sentado en el suelo

    observaba con una sonrisa maliciosa el desarroll

    de la escena, mientras se metía arándanos en lboca.Las jóvenes debían de ser geólogas, al igual qu

    u compañero. Probablemente eran dos estudianteque habían venido a hacer prácticas sobre e

    erreno. Nos fascinó su aire desenvuelto d

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    mujeres de ciudad.Las chicas nos contemplaban sin que nuestr

    desnudez pareciera incomodarlas. Con la mismcuriosidad que solemos dedicar a los animale

    alvajes del zoo. Eran rubias. Nuestros ojos, pocacostumbrados a distinguir con precisión loostros femeninos, las confundieron con do

    hermanas gemelas...

    Finalmente una de ellas, la de mirada mánsistente, dijo a su colega con una sonrisa:—El más bajito parece un ángel... —Y le dio u

    empujoncito en el hombro, dirigiéndole una miradpicara.

    La otra me observó con atención pero sionreír. Noté un discreto temblor en sus larga

    pestañas.—Sí, un ángel, pero con cuernos —replicó u

    poco azorada; apartó la mirada y se deslizó otrvez en su asiento.El conductor volvió con la botella llena en l

    mano. Antes de sentarse también, la primera rubiiguió contemplándome con una sonrisa insistente

    Percibí casi físicamente el roce de su mirada e

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    mis labios, en mis pestañas, en mi pecho... En espreciso instante, las gemelas pasaron a ser domujeres completamente distintas. Una, reservadaensible, como si llevara en su interior una cuerd

    muy tensa, una rubia frágil, parecida a laestalactitas cristalinas que descubríamos en laocas. La otra era de ámbar, cálida, envolvente ensual. ¡De manera que las mujeres tambié

    podían ser distintas!Samurai me sacó de mi ensoñacióalpicándome con agua fría en la espalda. Se habí

    vuelto a meter en el agua.—¡Utkin! —gritó—. ¡Tíralo al agua! ¡Voy

    ahogar a este don Juan en cueros!—¿A quién? —pregunté tomando aquel nombr

    por algún insulto desconocido.Pero Samurai no respondió. Nadaba ya hacia l

    otra orilla... A menudo le oíamos pronunciapalabras extranjeras. Formaban parte del misteride Olga.

    En lugar de empujarme, Utkin se acercó murmuró con una voz apagada y rota:

    —Pero venga, ¡tírate al agua! ¿A qué esperas?

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    Alzó los ojos y me miró. Y observé por primervez en ellos un doloroso brillo de interrogación: entento de encontrar un sentido en el mosaico de l

    belleza...

    Luego se dio la vuelta y empezó a echar ramas afuego.

    De vuelta a casa, advertí que aquel encuentrunto a la hoguera también había impresionado

    Samurai, quien estaba buscando una excusa parvolver a hablar de las dos desconocidas.—Deben de estar estudiando en la universidad

    en Novosibirsk —declaró al no encontrar upretexto mejor para aludir a ellas.

    Novosibirsk, la capital de Siberia, nos parecícasi tan irreal como Crimea. Todo lo que estabituado al oeste del Baikal nos hacía pensar e

    Occidente.

    Samurai calló y luego, mirándome con picardíaexclamó:—¡Seguro que el chófer se lo hace todos los día

    con esas dos!—Pues claro que se lo hace —contest

    apresurándome a compartir su opinión y su tono d

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    hombre entendido.La conversación acabó aquí. Sentíamos qu

    había algo profundamente falso en nuestrapalabras. Habría que haberlo dicho de otro modo

    Pero ¿cómo? ¿Hablando de la cuerda tensa, decristal o del ámbar? Sin duda, Samurai me habríomado por loco...Utkin no nos alcanzó hasta que llegamos cerca d

    a barcaza. En la taiga, como siempre, Utkicaminaba arrastrando el pie unos cien metros podetrás de nosotros. Pero esta vez no le oímolamarnos como hacía habitualmente. Éramo

    nosotros los que, inquietos, intentábamos distingu

    u figura entre los troncos oscuros y gritábamos dvez en cuando:

    —¡Utkin! ¿Se te han comido los lobos? ¡AaaúúúEl transbordador del Olei era una barcaza d

    roncos ennegrecidos que en verano cruzaba el ríres veces al día. En la orilla izquierda estábamonosotros, Svetlaia, el Este. En la orilla derechestaba Nerlug, con sus casas de ladrillo y el cinOctubre Rojo. Es decir, una ciudad más o meno

    civilizada, la antesala de Occidente...

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    La mayoría de los pasajeros de la barcazvolvían de la ciudad. Llevaban bolsas coprovisiones inencontrables en la aldea envueltaen papel.

    Verbin, el barquero manco, sujetó una gran palde madera que tenía una hendidura especial empezó a tirar con habilidad del cable de aceroEste pasaba por los aros de hierro dispuestos en l

    barandilla de la balsa y nos conducía a la orillopuesta. Samurai agarró la pala de reserva parayudar al barquero.

    Sentado sobre los tablones de la barcaza, yescuchaba el dulce chapoteo del agua y observab

    distraídamente cómo nos acercábamos a la aldeacon las isbas bajas rodeadas de huertos, lntrincada red de senderos y cercados, el hum

    azul que salía de una chimenea.

    El sol se ponía sobre el margen derecho, por eado de la ciudad y del lejano Baikal, por el ladde Occidente. Y nuestra aldea se veícompletamente inundada por su luz cobriza.

    Cuando estábamos en medio del río, Utkin m

    dio un codazo y me señaló a lo lejos con un brusc

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    movimiento de la barbilla.Seguí su mirada. Vi una silueta femenina de pi

    en la orilla a la que nos acercábamos. La reconocenseguida. Una mujer estaba esperando a la orill

    del agua y, haciéndose sombra en los ojos con lmano, observaba la barcaza que se deslizabentamente sobre la estela anaranjada de

    crepúsculo.

    Se llamaba Vera. Vivía en una pequeña isbconstruida a la salida de la aldea. La gente decíque estaba loca. Sabíamos que no se movería hastque todos los pasajeros hubiesen bajado a la orill  hubieran empezado a caminar hacia la aldea

    Entonces se acercaría al barquero y le preguntaríalgo en voz baja. Nadie sabía qué decía Vera, nqué le contestaba Verbin.

    Desde hacía muchos años, Vera bajaba a l

    orilla y esperaba a una persona que sólo podílegar en verano, al atardecer, con la lentituonámbula de aquella vieja barcaza renegrida po

    el tiempo. Se quedaba allí mirando, segura de quun día lograría distinguir su rostro entre lo

    endomingados pasajeros...

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    oídos: «Un ángel... Pero con cuernos». Habímuchos secretos en aquel óvalo empañado quentamente se iba apagando. Así que a alguie

    podían llegar a gustarle los rasgos reflejados en e

    espejo. Podían volver loca a una mujer... Y haceque acudiese durante largos años a la orilla deío, con una esperanza imposible...

    El día que se celebraba el aniversario de l

    Revolución, mis primeras intuiciones amorosas svieron extrañamente confirmadas.Mi tía invitó a tres de sus mejores amigas; do

    eran guardagujas como ella, y la terceradependienta en el colmado de Kajdai. Mujere

    olas, igual que mi tía.En la mesa, sobre una enorme fuente d

    porcelana, había un trozo de carne de cerdo egelatina que parecía un cubo de hielo gris

    eluciente; chucruta fría aliñada con aceite arándanos; pepinillos, por supuesto; stroganinaese pescado congelado que se corta en finísimaodajas y se come crudo; patatas con crema deche y albóndigas de carne de buey fritas en l

    artén. Y vodka, que bebíamos mezclado co

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    arabe de bayas.La dependienta del colmado había traído torta

    galletas y chocolatinas que sólo se encontraban eu reserva particular.

    Las mujeres bebieron; sus voces dulcificadaonaban como el tintineo de los trozos de hielo aomperse y derretirse. ¡Viva la Revolución! Pese os ríos de sangre, había alumbrado ese fugitiv

    nstante de felicidad... ¡No pensemos en nada másEs demasiado duro, no pensemos más! Por lmenos esta noche...

    Pensar no nos devolverá los rostros amados, nos breves días de felicidad, ni los besos con e

    abor de la primera nieve, o de la última, quién sacuerda ya. Ni los ojos en los que veíamos pasaas nubes deslizándose hacia el Baikal, hacia e

    Ural, hacia la Moscú asediada. Se marcharon e

    pos de esas nubes y las alcanzaron en los muros dMoscú, en los campos helados y reventados poos tanques. Y las nubes se congelaron en su

    grandes ojos abiertos, fijos para siempre en seve recorrido hacia el oeste. Tendidos en un

    rinchera helada, con el rostro vuelto hacia l

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    negrura del cielo.Pero no hablemos más de ello... La primer

    nieve, la última... Espera, Tania, toma este trozoque no está tan tostado... Recibí dos cartas suyas,

    uego... No pensemos más... Dos cartas en doaños... Dejémoslo...

    Mientras, yo dormitaba acostado sobre luperficie tibia de la enorme estufa de piedr

    donde se amontonaban las viejas botas de fieltroMe sabía de memoria sus conversaciones, quiempre soslayaban el tema de la guerra. Tratand

    de escapar de ella, empezaban a contar los últimocotilleos de la aldea. Al parecer, decían, alguie

    había vuelto a ver a la directora con... ¿Cómo slamaba?

    Empezaban a cantar y la música alejaba de ellaas nubes congeladas en los ojos de sus amore

    efímeros y los cotilleos repetidos durante añoSus voces se aclaraban y se elevaban. Siempre morprendía comprobar hasta qué punto esa

    mujeres, esas sombras de otra época, podíavolverse de pronto tan graves y lejanas... Mi tía

    us amigas empezaban a cantar, y yo, a través d

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    os velos del sueño, me imaginaba a un caballeruchando contra una tormenta de nieve y a un

    dama que lo esperaba asomada a una ventanoscura.

    Y también a una enamorada rogando a las ocaalvajes que llevaran un mensaje a su amado, qu

    había partido «detrás de la estepa, detrás del maazul».

    Y soñaba con todo lo que se ocultaría detrás dese mar azul que tan repentinamente habíaparecido en nuestra isba sepultada por la nieve..

    Mi tía siempre comprobaba que yo dormía antede empezar a hablar de los imaginarios escándalo

    de la directora.—¡Mitia! —me llamaba, volviendo la cabez

    hacia la estufa—. ¿Duermes?Yo no contestaba. Tenía una buena razón par

    ello: no quería perderme la historia de las últimaaventuras de la única mujer a quien se reconocícapaz de tenerlas. Callaba y escuchaba.

    Esa vez oí de nuevo la pregunta de mi tía. Yuego un suspiro.

    —Otra preocupación más, como si tuviera poca

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    —dijo mi tía en voz baja—. Pronto empezarán rle detrás las chicas, se pegarán a él como loampazos al rabo de un perro. Lo veo venir...

    —Eso seguro —confirmó la vendedora—. Co

    o guapo que es, tendrás novias para dar y venderPetrovna.

    —Sí, enseguida empezarán a mimar a tu Dimit—intervino otra amiga.

    Me incorporé sobre un codo, escuchando coavidez. ¡A mimarme! Tenía ganas de saber cóme desarrollaría esa actividad terrible, que se m

    antojaba intensamente voluptuosa. Pero lamujeres habían empezado a hablar de la receta d

    os champiñones en salmuera...En cuanto a mí, sentí que hasta la almohada qu

    enía colocada bajo la mejilla escondía unextraña concupiscencia en la tibieza de su plumón

    La promesa de una noche fabulosa que en sumomentos, en su oscuridad y hasta en el aireendría la consistencia de la carne y el sabor de

    deseo. Me veía a orillas del Olei. De pie completamente desnudo, delante de una hoguera

    Con el cuerpo atravesado por el agua helada. Y

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    una de las rubias desconocidas —la de cristal o lde ámbar, no sabía cuál— estaba al otro lado das llamas, desnuda también. Y me sonreía, bañad

    por el sol y por el denso aroma a resina de cedro

    en el insondable silencio de la taiga.Me sumergía cada vez más profundamente en es

    nstante. Extendía una mano por encima de lhoguera para tocar la de la desconocida... D

    epente la orilla se volvía blanca; el silencio de laiga se tornaba invernal. Y el lento revolotear dos copos de nieve tamizaba la luz del sol qu

    envolvía nuestros cuerpos.

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    una sala cuadrada, con un banco que bordeaba lpared y una estufa que se usaba para calentar uenorme recipiente de hierro, que llenábamos coagua del torrente. Alrededor del barreño había u

    montón de piedras que enseguida se calentaban que teníamos que ir rociando con agua parnundar el cuarto de vapor. También había un

    especie de tarima hecha con dos tablones d

    madera en la que nos tendíamos por turnomientras el compañero nos golpeaba la espaldcon un hatillo de ramas tiernas de abedul, quemojábamos en el agua hirviendo. Estos hatilloe secaban desde el verano en la entrada, colgado

    del techo. Las hojas, hinchadas por el aguhirviendo, perfumaban toda la sala con su arompenetrante.

    Es cierto, eran unos baños como los demás. Per

    no estaban detrás de un huerto sino apartados depueblo, a orillas del torrente, justo donde éstdesembocaba en el Olei. La isba llevaba añoabandonada. Samurai y yo limpiamos el barreñde hierro, cortamos ramitas de abedul y reparamo

    a puerta, que se había soltado. Aquella caseta d

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    baños, convertida en nuestro cuartel general de lodomingos, parecía anunciar con sus vaporealquímicos la sorprendente transmutación dnuestros cuerpos.

    Hacía tanto frío esa tarde que cuando llegamos a caseta teníamos los dedos completamentnsensibles y entumecidos.

    —¡Cuarenta y ocho bajo cero! —grit

    alegremente Samurai al descender por la pendienthelada que conducía a la isba—. Lo he mirado aalir...

    —Seguro que por la noche llegamos a menocincuenta —exageré, comprendiend

    perfectamente su júbilo.Las estrellas centelleaban con una fragilida

    friolera y punzante. A nuestro paso la nieve selevaba con un cuchicheo seco.

    Empujamos con todas nuestras fuerzas la puertbloqueada por el hielo. La madera cedió con ucrujido quebradizo, como si se rompiera un cristaEncendimos una vela pegada en el fondo de unata de conservas. Una aureola irisada brill

    alrededor de la llamita vacilante. Samura

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    agachado, empezó a cargar la estufa; yo me puse arrancar la corteza de abedul necesaria parencender las primeras llamas.

    Poco a poco, el gélido interior de la habitació

    oscura fue cobrando vida. Las negras paredes droncos fueron templándose. Sobre el barreñ

    ascendió un fino velo de vapor.Samurai llenaba de agua un cucharón y rociab

    as piedras. Los rabiosos silbidos eran bueneñal. Fuimos a desvestirnos a la entrada, que nopareció glacial...

    El auténtico baño tiene que parecerse al infiernoLas llamas sobresalen de la puertecilla de l

    estufa. Las piedras que vamos rociando con aguilban como un millar de serpientes. Los tablone

    de madera se vuelven resbaladizos. En loscuridad, los gestos se entorpecen. ¡Los ramos d

    abedul son un auténtico suplicio! Pero, a la vez, untenso placer. Primero me toca a mí. Me tiendobre las estrechas tablas de la tarima y Samura

    empieza a fustigarme con furia. Sumerge el hatillen el agua hirviendo y lo descarga sobre m

    espalda. Grito de dolor y de placer. Parece com

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    i las ramitas, finas y ligeras, penetrasen entre micostillas. Mi mente se oscurece. El vapor es cadvez más cálido. Samurai, con satánico deleitecontinúa asaeteando mi espalda con doloroso

    pinchazos. Y no olvida derramar de vez en cuandun cucharón de agua sobre las piedras ardienteLa siguiente nube de vapor oculta por un instante mi torturador...

    Al cabo de un rato, mi mente, abotargada por eexceso de dolor y de placer, me anunció en uúltimo mensaje que ya no tenía cuerpo. ¡Era ciertoEn lugar de cuerpo sentía una beatífica ausenciaun delicioso vacío compuesto por la sombr

    mortecina y el aroma levemente especiado de lahojas de abedul maceradas en agua hirviendo. Ypor el rítmico vaivén del hatillo que ahora golpeen el vacío, traspasándome como si estuvies

    hecho de aire.En ese momento Samurai, extenuado, se detuvodejó caer el hatillo y se tendió en las tablaperpendiculares a las mías. Me puse a golpeaintiéndome aún extranjero en mi propio cuerpo

    Eran mis brazos los que se alzaban y volvían

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    caer fustigando la musculosa espalda de Samuraquien gemía de placer. Todo ocurría sin advertir..

    Curiosamente, el robusto cuerpo de Samurai fuel primero que me reveló la belleza que podí

    existir en la carne desnuda...El vapor era tan caliente que ya no podíamo

    espirar. Nos zumbaba la cabeza y ante nuestroojos surgían y estallaban burbujas colorada

    Había llegado el momento de lo esencial...Abrimos la puerta de la sala y luego la de lentrada. Salimos corriendo bajo el sonorestremecimiento de las estrellas, al denso frínocturno...

    Un instante después, desnudos, nos detuvimos apie del talud que bajaba hasta el Olei. ¡Una, dos res! Nos tiramos boca abajo sobre la nieve recié

    caída. No sentíamos frío, pues ya no teníamo

    cuerpo.El sonido cristalino de las estrellas. El rumoordo de nuestro corazón. Un corazón que parec

    abandonado y solo, sumido en la nieve pura eca. El cielo negro nos atrae hasta el interior d

    un abismo tachonado de constelaciones.

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    Era un momento... Y enseguida se disipaba eigero vapor que emanaba de nuestro cuerpo

    Empezábamos a sentir de nuevo la piel ququemaba la nieve fundida, los hombros, el pel

    húmedo, tirante por la capa de hielo que yempezaba a formarse...

    Regresábamos a nuestro cuerpo.Enseguida, irguiéndonos de un salto para n

    destruir las preciosas siluetas que habíamodejado en la nieve, corríamos a los baños...Esa noche, Samurai, como siempre, estab

    entado dentro de su barreño preferido. Era unespecie de bañerita de cobre que él bruñía a vece

    con la arena del río. Samurai se sumergía en elldoblando sus largas piernas. Yo estaba echado eun banco.

    Después de retozar bajo el cielo helado, l

    habitación nos parecía completamente distinta. Ecalor ya no nos resultaba agobiante, sino quenvolvía agradablemente nuestro cuerpecobrado. Los olores seguían siendo fuertes, per

    más definidos y claros. Y era muy agradabl

    espirar el vapor cálido y seco que exhalaban la

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    piedras, para luego, ladeando ligeramente lcabeza, sentir el aroma del hatillo de abeduolvidado en el barreño. Y, en la oscuridad, seguia lenta progresión de otra fragancia, la de l

    corteza que ardía en el interior de la estufa.Tras la agitación del infierno, tras el instante d

    olvido bajo las estrellas, aquel cuarto en el queinaba una penumbra suave y tibia se convertía a

    caer la noche en un extraño paraísoPermanecíamos mucho rato inmóviles, soñanddespiertos. Entonces Samurai encendía un puro...

    Esa noche también encendió uno. Un habanauténtico, que sacó de un fino estuche de aluminio

    Yo sabía que aquellos cigarros sólo podíacomprarse en la ciudad de Nerlug, a treinta y sietkilómetros de nuestra aldea, y que valían sesentcopecs cada uno, estuche incluido: ¡una fortuna

    equivalente a cuatro almuerzos en la escuela!Pero a Samurai no parecía importarle el precioTendió el brazo, agarró el hacha que había junto a estufa y, tras apoyar el puro en el borde plan

    del barreño, cortó con un gesto breve y preciso e

    extremo de color marrón.

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    Después de la primera calada, Samurai snstaló más cómodamente dentro del agua

    declaró a bote pronto, mirando el techennegrecido de la isba:

    —Olga dice que todos esos mujiks que fumacigarrillos apestosos no saben vivir.

    —¿Cómo que no saben vivir? —preguntalzando la cabeza desde el banco.

    —Que se resignan a la mediocridad.—¿Qué...?—Pues eso, que quieren ser como todo e

    mundo. Eso es lo que dice Olga. Se copian lounos a los otros. Un trabajo mediocre, una muje

    mediocre con quien harán mediocremente el amoUnos mediocres, vamos...

    —¿Y tú?—Yo fumo puros.

    —¿Es porque son más caros, entonces?—No es sólo eso. Fumarse un puro es... Bueno.Es un acto estético.

    —¿Cómo?—¿Cómo te lo explicaría? Olga lo dice ta

    bien...

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    —Estéti... ¿Qué es eso?—De hecho, es la manera de hacer las cosa

    Todo depende de la manera como hacemos lacosas, y no de lo que hacemos...

    —Bueno, es normal. Si no, nos azotaríamos coortigas...

    —Claro... Pero mira, Juan, Olga dice que lbelleza empieza justo cuando la forma de hacer la

    cosas cobra importancia. Precisamente cuandólo importa la forma. No hemos estadazotándonos la espalda por lavarnos, ¿mentiendes?

    —No del todo...

    Samurai calló. El aroma de su cigarro ondulpor encima del barreño. Comprendí que estabbuscando palabras que expresasen lo que le habíexplicado Olga.

    —Mira —murmuró finalmente, aspirando ehumo con los ojos semicerrados—. Por ejemploOlga dice que para estar con una mujer no hacfalta tener un sexo así de grande —Samurai agarrde nuevo el hacha y enarboló el mango, largo

    igeramente curvado—. Que no es eso lo qu

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    mporta...—¿Eso te ha dicho?—Sí... Aunque no con las mismas palabras.

    Me senté en el banco para observar mejor

    Samurai. Pensé que estaba a punto de revelarme ugran misterio.

    —Entonces, ¿qué es lo que importa cuando un«lo hace» con una mujer? —pregunté con un

    entonación falsamente neutra para no ahuyentar sconfesión.Samurai continuó callado hasta que, como si l

    desengañara de antemano mi incapacidad parcomprender, respondió con cierta sequedad:

    —La consonancia...—Pero... ¿qué consonancia?

    —La consonancia entre todas las cosas: lauces, los olores, los colores...

    Samurai se volvió hacia mí dentro del barreño empezó a hablar con vehemencia:—Olga dice que el cuerpo de una mujer es capa

    de detener el tiempo gracias a su belleza. Todo emundo corre y se afana... Pero tú, tú vives en e

    nterior de esa belleza...

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    Siguió hablando, primero de forma entrecortad  luego con una entonación cada vez más segura

    Probablemente no había comprendido las palabrade Olga hasta que había empezado

    explicármelas.Yo le escuchaba distraído. Me pareció captar l

    esencial. Lo que veía en ese momento era el rostrde aquella rubia desconocida, a la orilla del río

    Sí, eso era una consonancia: las aguas del Olei, sfrescor, la fragancia de la hoguera, el silenciexpectante de la taiga. Y la presencia femeninaque se concentraba intensamente en la delicadcurva del cuello de la rubia desconocida, a quie

    o escudriñaba por encima de la danza de lalamas.

    —¿Sabes, Juan? Si no fuera por eso, el amor seduciría a lo que hacen los animales. ¿T

    acuerdas de la granja, el verano pasado...?Claro que me acordaba. Eran los primeros díaemplados de la primavera. Al volver de l

    escuela, cruzamos el koljós vecino. De prontoímos los mugidos furiosos de una vac

    procedentes de un gran edificio de troncos, u

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    establo que surgía entre el fango de nieve estiércol.

    —¡Esos bestias la están matando! —gritndignado Utkin con una mueca de dolor.

    Samurai soltó una risilla socarrona y nos indicque lo siguiéramos. Nos acercamos a la puertentreabierta del establo, avanzando con dificultadpues las botas se nos enganchaban en el barro.

    En el interior, en un reducto separado del restdel establo con una sólida barrera de tablonegruesos, vimos una vaca parda con hermosamanchas blancas en el vientre. Tenía las patarabadas. Su cabeza, de cuernos recortados, estab

    amarrada a las tablas de la barrera. La vaca mugípesadamente encerrada en aquel recinto. Y un torenorme intentaba subirse a su grupa con pesada brutal torpeza. Tres hombres, con ayuda de una

    gruesas cuerdas, guiaban el cruel asalto. De loollares del toro colgaba un aro enganchado a uncadena que sujetaba uno de los hombres. El animamugía ferozmente mientras golpeaba con las pataraseras el suelo embarrado y rodeaba con la

    otras dos el lomo de la vaca. El cuerpo de l

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    que se apoyaba el cuerpo de la vaca emitieron unerie de crujidos. Vimos cómo recorrían la pie

    del toro unos espasmos rápidos. Sus mugidos svolvieron más sordos, casi sofocados...

    El mecanismo de la cópula iba bajando de ritm  los hombres que vigilaban su funcionamient

    empezaron a lanzar suspiros aliviadoenjugándose el sudor de la frente.

    Luego nos encaminamos hacia Svetlaia bajo eol resplandeciente. Un doloroso entumecimientnvadía todos nuestros miembros. Como

    acabásemos de realizar un esfuerzo sobrehumano de sufrir una larga enfermedad... Utkin nos miró

    os dos con el rostro crispado y exclamó con voquebrada:

    —¡Qué razón tiene mi tío al decir que el hombres el animal más cruel que hay sobre la tierra!

    —Tu tío es un poeta —suspiró Samuraonriendo—. Igual que tú, Utkin. Y los poetaiempre temen a la vida...

    —¿La vida? —repitió Utkin con una voagudísima.

    Se puso a caminar más deprisa, apuntando a

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    cielo con el hombro derecho. Su grito resonó largiempo en mi cerebro.

    Samurai me miraba ahora desde el barreñoEstaba claro que esperaba una respuesta a s

    pregunta, que yo no había oído, absorto en miecuerdos de la máquina carnal de la granja.

    —Y Olga, ¿quién es? —le pregunté pardisimular mi distracción.

    —Quien mucho sabe, pronto envejece —espondió Samurai con una vaga sonrisa.Se levantó lentamente y se sentó en el borde de

    barreño, con una pierna a cada lado.—Vámonos, es tarde —añadió lanzándome l

    oalla de lino.Regresamos caminando deprisa. Envueltos en la

    gruesas pellizas de piel de cordero, nuestrocuerpos volvían a notar el frío, igual que nuestra

    miradas percibían la aterradora belleza del cielhelado. El cielo ya no nos aspiraba hacia él, sinque nos aplastaba con la dureza de su cristanocturno. El viento cortante nos laceraba el rostro

    La isba de Olga estaba al otro extremo de l

    aldea. Antes de dejarme, Samurai se detuvo

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    habló con una voz algo tensa a causa de los labiohelados:

    —Olga piensa que lo esencial es morir bienQue el hombre que sueña con una muerte hermos

    endrá también una vida extraordinaria. Pero esno acabo de entenderlo del todo...

    —¿Y quién puede morir bien? —pregunteparando los labios con dificultad.

    Samurai, que se había girado y alejado unopasos, vociferó a través del viento glacial:—¡El guerrero!

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    AQUEL tren era una fantasía, un sueño, uextraterrestre. El tiempo que transcurríapaciblemente en la caseta del guardagujacalcaba los ritmos de su paso fulgurante. Todas lanoches.

    La pequeña isba en la que mi tía pasabveinticuatro horas de servicio estaba arrinconadentre los raíles y la taiga que se alzaba por encimdel tejado. Para llegar a ella había que caminadurante tres horas largas. Pero mi tía tenía un tratcon los transportistas de madera que atravesabaa aldea al amanecer. La llevaban hasta el Recod

    del Diablo, donde se bifurcaba la carretera. Así sahorraba un buen trecho y sólo le quedaba un

    hora de caminata...Las comodidades de la casucha tenían ese toquefímero característico de las habitaciones que non del todo nuestras. Una cama estrecha de meta

    Una mesa cubierta con un hule, cuyo estampado s

    había borrado hacía mucho. Una estufa de hierr

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    colado. Varias postales pegadas en la pared, en lcabecera de la cama, como un iconostasio.

    El objeto más importante de aquel cuartestrecho era un reloj de pared redondo. La esfer

    con agujas había llegado a adoptar la fisonomía dun ser vivo. En aquella cara familiar leíamos todoos horarios y retrasos, atribuyendo a cada hora,

    cada tren, una expresión distinta. Cuando acudía

    pasar la noche en la caseta de mi tía, me gustabespecialmente una de las representaciones daquella mímica. Era la hora del crepúsculocuando el sol llegaba al final de su baja trayectorinvernal, rozando las puntas negras de los pinos,

    dormía ya en el otro extremo de la vía férrea, aoeste, tras la aldea. Yo salía, veía el doble trazadde los raíles que centelleaba bajo la escarchaeñido de un resplandor rosado. La niebla s

    volvía más espesa. La luz malva que iluminaba loaíles cubiertos de nieve empezaba a apagarse.Volvía a entrar en la isba, oía el apacible silbid

    de un gran escalfador calentándose sobre la estufamiraba a mi tía preparar la cena: unas patata

    ocino congelado que acababa de sacar de u

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    cuartucho adosado a la isba —nuestra nevera—, tcon galletas de semillas de amapola... Tras lventanita tapizada con arabescos de hielo, el azuba tornándose violáceo, y después negro.

    Después de la última taza de té empezábamos anzar ojeadas al rostro del reloj. Percibíamos llegada del tren, que serpenteaba por un recónditugar de la taiga dormida.

    Salíamos con mucha antelación. Y en el silencide la noche lo oíamos acercarse. Primero, uumor alejado que parecía surgir de la

    profundidades de la tierra. Después, el sonidapagado de un chapka de nieve cayendo desde l

    copa de un pino. Finalmente, un tamborileo cadvez más ruidoso, cada vez más insistente.

    Cuando aparecía el tren, yo sólo tenía ojos para zarabanda luminosa de los vagones. Y para l

    ocomotora —la de verdad, la antigua—, coenormes ruedas pintadas de rojo esplandecientes bielas. Parecía un monstruo negr

    cubierto de copos de escarcha. ¡Y exhibía ungrandiosa estrella roja sobre el pecho! Aque

    bólido nocturno emitía un rugido salvaje, y s

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    potente silbido nos obligaba a retroceder unopasos. Mi tía agitaba la linterna mientras yo abríos ojos de par en par.

    Me fascinaba el hermético confort que adivinab

    ras los cristales iluminados. ¿Qué seremisteriosos abrigaría? De cuando en cuandograba vislumbrar una figura femenina, una parejentada detrás de una mesita, con dos vasos de té

    A veces veía una sombra tendida en su litera. Perconseguía captar muy pocas instantáneas. Lespesa escarcha o una cortina echada hacíamposible mi observación. Sin embargo, m

    bastaba con entrever una silueta...

    Sabía que aquel tren tenía un vagón especiaotulado en tres idiomas extranjeros: Wagon-lit —

    Schlafwagen-Vagoni-letti. En esos vagoneatravesaban el imperio los extraterrestres, qu

    eran para nosotros los occidentales.Me imaginaba a una mujer que llevaba ya todun día en su compartimento y que aún pasaría unemana en él. Me dedicaba a reconstru

    mentalmente su largo periplo: Baikal, Ural, Volga

    Moscú... ¡Cómo me habría gustado acompañar a l

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    desconocida viajera! Entrar en el recinto cálido exiguo del compartimento, donde uno tiene quentarse tan cerca de los demás que cada gesto

    cada mirada adquieren, especialmente a

    anochecer, un significado amoroso. Y en el rítmiccabeceo del vagón la noche es larga, larguísima...

    Pero el torbellino de nieve que el paso de aqueren fabuloso había provocado empezaba

    calmarse, y en la fría niebla que cubría los raíleno se veían más que dos luces rojas que sdifuminaban rápidamente...

    Una tarde gris de febrero volví a visitar a mi tíen la caseta del guardagujas. Mientras atravesab

    a taiga, advertí una extraña languidez en el aireEn el horizonte flotaba un azul brumoso, pero lbruma no brillaba como la niebla de los díaespecialmente fríos, sino que tamizaba más bien e

    esplandor de la nieve y fundía los contornos dos objetos. La taiga ya no parecía quieta como ubloque de hielo estriado por las líneas negras dos pinos. No, la taiga vivía en cada árbol, a l

    espera de un aviso, y empezaba a salir de la larg

    nmovilidad invernal.

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    Sobre las ramas de un pino que rozaban el tejadde la caseta vislumbré dos cornejas. Parecíaconversar intercambiando sus graznidos guturaleY en sus graznidos había también un abatimient

    uave y lánguido. La voz de las cornejas no sonabgual que en pleno invierno, sino que quedabuspendida en la agradable tibieza del air

    despertando de vez en cuando un eco perezoso.

    —¡Parece que tendremos una primaveradelantada! —exclamó mi tía cuando aparecí en eumbral—. Además, si empieza a nevar, seguro qudurará varios días...

    Aquel día, la brumosa languidez de la naturalez

    me resultó extrañamente cercana. Desde hacívarias semanas, notaba —más en el corazón que ea cabeza— una rara incomodidad. Su presenci

    me resultaba tan nueva que la percibía como alg

    físico, casi podía palparla, como la caja dcerillas que llevaba en el bolsillo. Pero ncomprendía el motivo.

    A veces pensaba que todo había empezado larde que fuimos a la caseta de los baños, cuand

    Samurai me habló de la belleza del cuerp

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    femenino, según él capaz de detener el tiempo.Desde entonces, la fragancia de sus habanos mnspiraba una extraña nostalgia. La más terrible, l

    nostalgia de los lugares y rostros que nunca hemo

    visto y que sin embargo echamos de menos comi los hubiésemos perdido para siempre. En m

    agreste juventud, no podía saber que se tratabimplemente del amor, que aún no habí

    encontrado su objeto. Por eso tenía una intensidaviolenta y ciega.Sí, un momento antes había estado a punto d

    echarme a correr tras las cornejas que alzabaentamente el vuelo, para fundirme en la lasciv

    pereza de sus gritos guturales. Sentía que lnaturaleza preparaba instintivamente la ceremoniamorosa de la primavera. Deseaba tomar parte eella y entregarme por completo... Pero ¿a quién?

    Odiaba a Samurai por hablar de aquellos graveasuntos —el amor, la vida, la muerte— de umodo que me resultaba incomprensible, doctoral pedante. Yo estaba acostumbrado a pensar la vidde forma muy concreta. Al hablar del amor, veía l

    delicada curva del cuerpo de la bella desconocida

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    al otro lado de la hoguera. Al hablar de la vidaecordaba la vivaz sucesión de rostros qu

    gravitaba alrededor de los tres polos de nuestruniverso: la taiga, el oro y el campo d

    prisioneros. Al hablar de la muerte, pensaba en ucamión hundiéndose lentamente en una largbrecha bajo el hielo en el maldito Recodo deDiablo. Y también en ese lobo grande y hermos

    que habían abatido los leñadores y arrojado desdel tractor, cerca de la isba de Verbin, gritando«¡Para que te hagas un gorro decente, viejo!». Eobo estaba rígido, con las patas duras e inertes. Y

    en el borde de uno de sus ojos altaneros había un

    gran lágrima congelada...Yo habría preferido percibir la vida solament

    de ese modo, en toda su alegría y en todo su dolonmediatamente y sin reflexión. Samurai m

    molestaba con sus preguntas sin respuesta.La espera del tren nocturno me parecía estúpidaMenuda tontería esperar el dichoso Transiberian

    con los ojos abiertos de par en par y el corazópalpitante, para entrever una sombra que n

    iquiera sospechaba mi existencia! ¿Y de cuánta

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    iluetas femeninas me había llegado a enamoraacompañándolas en su viaje a través del imperioin saber si junto a mis bellas desconocidaoncaban tranquilamente sus maridos?

    Me sentía decepcionado y engañado, casraicionado por mi noctámbula occidental.

    Fuera, en el aire gris, revoloteaban los grandecopos algodonosos que habíamos previsto. Tejía

    filamentos blancos en el hueco bajo los raíles.Me acerqué a mi tía, que frotaba las tuercas das agujas con un trapo empapado de aceite.—Me voy —le dije empuñando la palanca.

    —¿Qué te ha dado ahora? ¿Sin cenar? S

    enseguida se hará de noche...—No, acabo de mirar el reloj y son sólo las sei

     media.—Pero cuando llegues al Recodo del Diablo y

    erá de noche... Y mira el cielo: dentro de unhora tendremos tormenta.Mi tía quería a toda costa que me quedase

    ¿Presentía algo, con su aguda intuición de mujeolitaria y desgraciada? Buscó todas las manera

    posibles de convencerme.

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    —¿Y los lobos? No estamos en otoño, que ecuando tienen la barriga llena...

    —Llevo la pica... Y puedo encender unantorcha.

    Mi tía intentó tentarme con algo irresistible.—¿No quieres esperar a que pase e

    Transiberiano?—Hoy no —contesté tras vacilar un momento—

    Además, si cae la tormenta de nieve el tren llegarcon mucho retraso.—Eso es verdad —asintió mi tía viendo qu

    nada podía retenerme.Deslizó unas galletas de semillas de amapola e

    mi bolsillo y me dio otra caja de cerillas... por sacaso.

    Agarré la pica —una larga vara con una punta dacero— y me despedí de mi tía. Me march

    bordeando los raíles, por delante de aquel tren quransportaba en uno de sus compartimentos a ldesconocida de mis sueños. Pero ella no sabía aúque yo faltaría a nuestra cita...

    Las murallas almenadas de la taiga conservaba

    u expresión de feliz abandono, de dulce pereza

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    La cortina de plumas nevadas embrujaba la miradcon su mudo ondular. Empezaba una noche oscur  tibia... ¡Y yo percibía con tanta intensidad s

    belleza y su insomne espera!

    La mujer se hacía presente en cada soplo de aireLa naturaleza misma era mujer! Con el vértig

    embriagador de los copos de nieve quacariciaban mi rostro. Con los lánguidos gritos d

    as cornejas, que saludaban la llegada de lprimavera adelantada. Con el color agreste de loroncos de los pinos, avivado por el húmedo brill

    de la escarcha derretida.La nieve blanda, los cantos de los pájaros, l

    oja y húmeda corteza de los árboles: todo erfemenino. Y, sin saber cómo expresar mi deseo duna mujer, lancé de pronto un temible y bestiaugido.

    Respirando pesadamente, oí cómo el largo ecde mi grito penetraba en la callada tibieza del aireen las profundidades secretas de la taiga...

    Avancé un rato por la vía, caminando sobre loravesaños. Después, cuando los raíles empezaro

    a cubrirse con una capa de nieve más espesa, m

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    coloqué las raquetas y me adentré en el bosque, ebusca de un atajo. Decidí ir a Kajdai. No podíesperar más. Tenía que entender de inmediatquién era yo. Hacer algo conmigo. Darme forma

    Transformarme, refundirme. Ponerme a prueba. Yobre todo, descubrir el amor. Adelantarme a l

    hermosa pasajera, a la fulgurante occidental deTransiberiano. Sí, antes de que pasara el tren

    enía que introducirme en el corazón y en el cuerpde ese órgano misterioso: el amor.

  • 8/16/2019 A Orillas Del Amor - Andrei Makine

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    LA ciudad, sumida en su lúgubre cotidianidanvernal, no parecía muy dispuesta a compartir m

    exaltación. Las calles se estremecían pesadamental paso de camiones enormes cargados con largoroncos de cedro. Los hombres se plantaban en e

    umbral de la única taberna, escondiendo labotellas en el fondo de sus pellizas. Las mujerecon los brazos cargados de bolsas coprovisiones, andaban con pasos torpes, blindadacon la armadura de sus gruesos abrigos. El vientocada vez más fuerte, les acribillaba el rostro cocristales de nieve, pero no les quedaba ningunmano libre para secarse la cara. Tenían qunclinar la frente de vez en cuando y sopla

    acudiendo la cabeza, como hacen los caballocuando quieren apartar un abejorro. Entre lohombres, ansiosos por borrar las huellas de ldurísima jornada con un trago de vodka, y lamujeres, que se desplazaban como rompehielo

    entre el huracán de nieve, no había ningún víncul

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    maginable. Eran dos razas extrañas. Además, eviento había provocado un corte de electricidadAlternativamente, uno y otro lado de la callquedaban sumergidos en la oscuridad. Las mujere

    apretaban el paso, aferradas a las asas de subolsos. Se parecían tanto entre ellas que al cabde un momento me pareció estar viendo lamismas caras, como si se hubieran extraviado

    diesen vueltas en redondo en aquella ciudaoscura...Yo también pasé un buen rato vagando bajo la

    áfagas blancas. No me atrevía a acercarme augar donde todo iba a decidirse: aquel anex

    desierto de la estación. El lugar donde podíencontrar a la que estaba buscando. Sabía lo quenía que hacer. Samurai y yo lo habíamos visto u

    día. La mujer estaba sentada al final de una hiler

    de bancos de madera barnizada, en un anexo a lala de espera, donde nadie esperaba nunca nadie. También había un mostrador en el que undependienta medio dormida colocaba las tazas os bocadillos de lonchas de queso resecas. Y u

    quiosco con anaqueles polvorientos eternament

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    cerrado. Y esa mujer, que de cuando en cuando sevantaba, se acercaba al tablón de los horarios o escudriñaba con atención exagerada. Como

    buscara un tren que sólo ella conocía. Luego s

    apartaba y volvía a sentarse.Samurai y yo habíamos visto cómo el hombr

    entado en el asiento contiguo enseñaba a la mujeun billete arrugado de cinco rublos. Estábamo

    delante del quiosco, fingiendo examinar conterés las portadas de revistas atrasadas. Leoímos hablar un momento en voz baja y les vimorse. La mujer tenía el pelo de un rojo mortecino o llevaba cubierto con un pañuelo de lana calada

    La misma mujer se encontraba ahora en la salde espera desierta. Crucé aquel espacio resonantcon pasos tensos, dejando las huellas de mis botaen las baldosas resbaladizas. La mujer estaba al

    mismo, sentada en su banco. Mis ojos asustadoólo lograron distinguir el color de sus cabellos. Ya silueta de su abrigo de otoño, desabrochadobre un collar de perlas rojas de dos vueltas.

    Me acerqué al quiosco cerrado, dond

    contemplé la fotografía de los dos último

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    cosmonautas, sus sonrisas radiantes, y el rostrplano de Brezhnev en otra portada. Sólo se oía echirrido de la puerta en el vestíbulo contiguo, y eintineo de los vasos que la dependienta sonámbul

    ba ordenando en el mostrador.Yo miraba los rostros satinados de lo

    cosmonautas sin verlos, pero todos mis sentidocomo las antenas de un insecto, exploraban e

    enebroso vínculo que empezaba a urdirse entre lpelirroja y yo. El aire mortecino de la sala despera parecía impregnado con la sustancinvisible que formaban nuestras dos presencias. Eilencio de la mujer a mi espalda. Su fingid

    atención a los sordos anuncios del altavoz. Sauténtica espera. Su cuerpo bajo el abrigo marrónEl cuerpo sobre el que empezaba a instalarse mdeseo. La presencia de una mujer que yo iba

    poseer y que aún no lo sabía. Y que, para mí, erun ser singular y terrible en medio de un universnevado...

    Me separé con esfuerzo del quiosco y anduvalgunos pasos en dirección a la mujer. Per

    nvoluntariamente giré en mi trayectoria y, tra

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    odear los asientos, me encontré en el vestíbuloCon el corazón palpitante, me acerqué al tablón dos horarios. El Transiberiano se anunciaba co

    grandes letras, y algunos trenes locales con un

    ipografía más pequeña.De pronto sentí un minúsculo reflejo de l

    nfinita tristeza que debía de tener todas las tardea prostituta pelirroja ante el tablón. Las ciudade

    as horas. Las llegadas y las salidas. Y siempruna única vía, la i. Los extraños trenes que fingíperder semana tras semana. A pesar de todo, lmujer se levantaba a menudo y consultaba lohorarios con gran atención. Y escuchaba cad

    palabra procedente del altavoz enronquecido. Perel tren partía sin ella...

    De pie, delante del tablón, intenté armarme dvalor antes de franquear el umbral de la salita

    Comprobé si llevaba el chapka bien colocado, aestilo de los adultos, inclinado hacia una oreja dejando asomar unos mechones sobre las sieneComo los cosacos. Palpé el billete guardado en ebolsillo, que se empapó de sudor bajo la palma d

    mi mano enfebrecida. Por desgracia, 110 llevab

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    Empuñé el tirador. Avancé, esta vez sidesviarme, hacia la pelirroja... Estaba a dos pasode ella cuando se apagó la luz... Se oyerochillidos asustados de unos cuantos pasajeros en e

    vestíbulo principal, algunas palabrotas,