a orillas de tanger
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A orillas de Tánger

A orillas de Tánger
A mi hermano Juan y a nuestra ausente hermana Mariluz.

A orillas de Tánger

A orillas de Tánger
El desenlace de la guerra civil española provocó la huida precipitada de miles de familias hacia numerosos destinos. Eran los españoles del éxodo y del viento, como los llamó León Felipe. La oleada de salida de las familias hacia tierras extrañas se extendió sobre varios años: unas huían de las represalias y otras de las penurias. En 1950, la familia del autor, que ya sabía lo que era un éxodo, regresó al Tánger del Estatuto Internacional para intentar salir adelante, lo cual consiguió, aunque no sin dificultades.

A orillas de Tánger

víctor pérez pérez
A orillas de Tánger

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Diseño de la portada: Jonathan Pérez Liedl
Fotografía portada: el autor en la playa de Tánger, el 10 de octubre de 1954
Fotografía tomada por Luis Serrano Vázquez
Fotografía contraportada tomada por Jonathan Pérez Liedl
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los aperci-
bimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento
informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autoriza-
ción previa y por escrito de los titulares del copyright.
Inscrito en el Registro General de la Propiedad Intelectual con el número de
asiento registral 02/2005/3719 © 2005-Víctor Pérez Pérez
ISBN: 978-84-9981-059-1 DL: M-43937-2010

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A orillas de Tánger
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ÍNDICE
Un tangerino frustrado 13
La casa de los patitos 16
El campito 29
El barrio de La M’Sallah 36
El Primus 43
El ditero 48
La radio 50
Escenas de la vida cotidiana 55
Mi primer amor 60
La playa 66
Coser y cantar 75
Una casa de verdad 85
A la escuela, sin remisión 92
El botiquín de mi abuela 99
Piso en el centro 112
Doña Rafaela 121
Oremos 124
La murallita 131
La independencia 142
Los realquilados 148
Mis primeros empleos 152
Pollos abuitrados 164
El guatecón de Mariluz 167
Mis juegos 174
Dichos y hechos 181
El cine 189
Buarraquía 192
¡Fun, fun, fun! 199
De Cruz Roja 202

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Sobre ruedas 207
Villa Mogador 213
Gallinas locas 220
El cabrero 223
Antonio Vázquez 227
La fiesta del borrego 231
Últimos días en Tánger 242

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Un tangerino frustrado
Según una creencia popular, es buena señal que, al
nacer, los niños lloren. Al parecer, cuanta más rabia
pongan en el empeño, mejor. Por lo visto, es muestra de
buena salud y de vigor. Yo, más que llorar, grité
desesperadamente por primera vez en mi vida en La
Línea de la Concepción, un día de diciembre del año
1945. Se me antoja que hubo de ser un día gris, frío y
desapacible, de esos en los que no te apetece salir a
ninguna parte. Ni siquiera a la luz…
La comadrona, al oír mis gritos de terror, que debió
confundir con enérgicas muestras de salud,
probablemente le dijo a mi madre:
- Elvira, has tenido un niño muy sano y con muchas
ganas de vivir.
¡Já! ¡Ya me hubiese gustado verla en mi lugar!
Ante mi insistente llamada –no hay mejor médico
que uno mismo– supongo que la susodicha hizo una
rutinaria inspección ocular del estado de mi persona. El
inventario hubo de ser rápido: hernia inguinal -lo que
prosaicamente llamaron una quebradura- en la ingle
izquierda, y bulto sospechoso en la parte derecha del
cuello del que, también prosaicamente, se refirieron
como el buche porque se parecía a la bolsa que les crece
a las gallinas en la base del pescuezo cuando se
atiborran de grano.
Ya con cuatro o cinco años de edad, cuando se
suponía que podía distinguir entre el sarcasmo cruel y la
broma cariñosa, mi madre y mis hermanos mayores Juan
y Mariluz, para consolarme de alguna de esas penas
irrefrenables y de origen desconocido tan habituales en

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los niños, me gritaban sonriendo:
- ¡Pobrecito él...! ¡Que nació quebrao y embuchao!
La primera vez que me dijeron eso me quedé muy
escamado. No sabía si se reían cruelmente de mí y tenía
que llorar más, o si de verdad consideraban que lo que
me pasaba no era tan grave y tenía que dejar de llorar.
El caso es que surtió efecto porque, con tanto dudar, me
callé.
Recuerdo que la hernia, como en el chiste, solo me
dolía cuando respiraba… Y cuando estornudaba o tosía,
cuando corría o me reía. En fin, que de pequeño no podía
hacer ningún esfuerzo porque, al decir de mis mayores,
corría el riesgo de estrangularla, cosa que, al parecer,
hubiese tenido consecuencias muy graves. Varias veces
al día, mi madre tenía que fajarme con vendajes para
contener la hernia. Normalmente, este tipo de afecciones
ya se reparaba, incluso en aquellos tiempos, mediante
cirugía, pero en casa no confiábamos demasiado en los
médicos españoles de la posguerra ya que, según mi
hermano Juan, encomendaban demasiado el futuro de
sus enfermos a la voluntad de Dios… El caso es que,
gracias a los esmerados y amorosos cuidados de mi
madre, tiempo después, hacia la edad de 14 ó 15 años,
la hernia desapareció por completo. ¡Por fin conseguí
dejar de ser un quebrao! Solo tenía pendiente
deshacerme del buche gallináceo que, años más tarde,
un mes después del famoso mayo de 1968, por fin me
extirparon. Como testimonio, desde ese día llevo en su
lugar una ligera y discreta cicatriz en forma de siete de
solo 29 puntos…
Mi madre solía decir que nací en La Línea
accidentalmente. Durante muchos años creí que se

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refería a que mi nacimiento fue aparatoso y accidentado
y que por eso nací quebrao y embuchao. Más tarde supe
que se refería a que tenía que haber nacido en Tánger,
como mis hermanos Juan y Mariluz.

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La casa de los patitos
De las casas en las que vivimos en La Línea solo
recuerdo la casa de los patitos, en la calle de Gibraltar.
La llamábamos así porque en la parte superior de su
coqueta fachada había una cenefa de azulejos con
patitos. Nos mudamos a esa casa cuando yo solo tenía
unos meses.
Del entorno de la casa de los patitos recuerdo que
jugábamos en un vacie. El vacie no era ni más ni menos
que el lugar donde las familias del barrio que no tenían
baños con alcantarilla -que eran todas- vaciaban las
aguas sucias. Aguas menores y, naturalmente, aguas
mayores. Estas aguas se mezclaban con la tierra y
producían un barrillo fino y grisáceo que despedía un olor
nauseabundo. Supongo que nuestra madre nos tenía
prohibido acercarnos a ese lugar pero, Mariluz y yo,
junto con los otros niños del barrio, nos sentíamos
atraídos por él. Era como un parque infantil, una especie
de parque temático con sus peligros, sus emociones y
sus sensaciones. Para llegar al vacie teníamos que pasar
por encima de una barrera de chapas onduladas con las
que Mariluz se hizo un día un corte en la pierna que le
causó una tremenda infección. Conservó la cicatriz para
siempre.
En esa casa, Mariluz y yo tuvimos una experiencia
muy desagradable: el de la tortilla de cicuta. Resulta que
nuestra madre, cuando nos hacía tortilla a la francesa,
solía alegrarla poniéndole unas motas verdes de perejil.
Ese día, en vez de perejil, en el mercado le dieron cicuta.
De todos es sabido que es ésta una planta muy tóxica,
incluso mortal (si no, ver Sócrates). Recuerdo que

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Mariluz y yo nos pusimos muy enfermitos. Nunca más,
incluso ya de adultos, fuimos capaces de volver a tomar
tortilla con perejil. Algo increíble es que aún puedo
recordar el sabor de aquella tortilla.
También recuerdo que de pequeño mi estado
natural permanente era estar resfriado. Eso les
disgustaba mucho a los míos porque yo tenía la sucia
costumbre –sucia, pero práctica- de limpiarme los mocos
con las mangas de mi pulóver de rayas (que es el que
recuerdo gracias a una única foto de la época). Siendo
ya mayores, Mariluz me contaba que, de pequeño, era
resbaladizo como una anguila…
Una de las cosas que más me impresionaban era
que mi madre, para que me portara bien o para que no
me escapara a la calle, me decía que el hombre del saco
podía llevarme para sacarme la manteca. Por lo visto, el
hombre del saco se dedicaba a raptar niños para
quitarles la manteca de las muñecas de los brazos. El
lobo o el coco no eran suficientemente persuasivos para
impedirme salir a la calle. El hombre del saco sí. ¡Le
tenía verdadero pánico! Según mi hermano Juan, todas
las madres terminaron creyendo de verdad en esta
leyenda urbana y, hacer referencia al mantequero, no
era una broma sino un aviso muy serio. ¡Aterrador!
La Línea se encuentra en una comarca llamada
Campo de Gibraltar y, al igual que muchos pueblos del
entorno, tenía algunas influencias inglesas que se
manifestaban principalmente en el vocabulario. Así pues,
a las canicas nosotros le llamábamos meblis. Esta
palabra, totalmente deformada, procedía de la palabra
inglesa marble que es como se llaman las canicas en
inglés y cuyo origen se debe a que, antiguamente, las

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canicas se hacían con trocitos de mármol. Por otro lado,
al punto de lana tejido con agujas, las mujeres le
llamaban niti, palabra que procedía de knitting. También,
tomábamos una especie de miel a base de mucho azúcar
que llamábamos siru. No era ni más ni menos que syrup
–jarabe- traído de la británica Gibraltar. A nuestra
manera, los andaluces del Campo de Gibraltar, como los
catalanes, los gallegos y los vascos, también éramos
bilingües.
Juan, que en aquel tiempo debía tener entre trece y
quince años, heredó de nuestra madre la capacidad para
los negocios y, para ganar unas perras, montaba un
tenderete cerca del mercado municipal donde vendía
revistas, novelas y libros. Recuerdo que el tenderete
consistía en unas cuerdas que fijaba en la pared por
medio de unos clavos y sobre las cuales colgaba sus
revistas y novelas. Las novelas pertenecían a unas series
muy populares tales como El Pirata Negro y El Coyote.
De mayores, mi hermana Mariluz contaba a
menudo que en la casa de los patitos una vez se quedó
pegada a la cama y Juan tuvo que despegarla. Resulta
que la cama, que era metálica, entró accidentalmente en
contacto con un cable eléctrico pelado y, por lo tanto,
quedó electrificada. Juan, de un empujón, despegó a
Mariluz. Ésta decía siempre –con mucha razón- que Juan
le salvó la vida. También contaba orgullosa cómo volvió
a salvarle la vida años más tarde cuando Juan se dio
cuenta de que tenía una infección en la garganta con
pinta de ser difteria. Mariluz siempre tuvo devoción por
Juan.
De la travesía del Estrecho de Gibraltar, en el año
1950, para trasladarnos de La Línea a Tánger, no

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recuerdo absolutamente nada. Supongo que me
impresionaría viajar en barco y que me marearía con el
movimiento. Supongo también que me aterrorizaría ver
tanta agua alrededor del barco. Sea como fuere, ese
viaje de ida no debió de gustarme demasiado porque
tardé dieciséis años en hacer el de vuelta…

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Me llamo Malika, como mi madre. Cuando, en la
primavera de 1950 abandonamos la casita azul y blanca
donde vivíamos en Chauen con los padres de mi madre,
para ir a Tánger, yo tenía cinco años. Mi padre dijo que
íbamos a esa ciudad para dejar de ser pobres porque, en
Chauen, aunque nunca pasamos hambre, no teníamos
nada nuestro: ni casa, ni muebles, ni tierras, ni
animales, ni dinero. Nada.
Nos marchábamos porque los dos hombres para los
cuales mi padre trabajaba las tierras, un día le pidieron
que ya no lo hiciera más. Uno, porque sus hijos se
hicieron mayores y ya podían encargarse de ellas, y el
otro porque las vendió a un vecino. Mi padre estuvo
buscando trabajo durante semanas y semanas sin
encontrar nada y un día dijo que no aguantaba más y
que le daba vergüenza seguir recibiendo la ayuda de los
padres y de las hermanas de mi madre.
- La vergüenza, hijo, es un sentimiento que honra
al que la sufre pero ¡cuidado!, con su uso se desgasta y
desaparece –cuenta mi padre que le dijo mi abuelo.
Ese día, mi padre decidió que nos marcharíamos.

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Todos nacimos en el barrio de la Fuente Ras Elmá,
incluida mi madre, sus hermanas y sus padres. Mi padre
era el único que no nació en Chauen. En Ras Elmá todos
éramos familia o amigos, pero mi padre, que ahora no
tenía trabajo y había vivido en otros lugares, se ahogaba
en Chauen.
Por eso, aunque mi madre y mis tías le suplicaron
que no lo hiciera, decidió que nos marcharíamos a
Tánger.
- Dejadle marchar en paz –cuenta mi madre que
dijo mi abuelo, hombre sabio de la vida- como los ríos,
los hombres han de surcar su propio lecho.
Mi madre le pidió a mi padre que nos fuésemos a
alguna ciudad más cercana, pero él sólo quería ir a
Tánger porque allí se fue con su familia un vecino del
barrio mucho tiempo atrás y, por lo que decía la madre
de este vecino, las cosas le fueron bien. Mi padre un día
le envió al antiguo vecino una carta contándole que
quería llevarnos a todos allí y le pidió ayuda, al menos
para los primeros tiempos. Aunque el vecino no contestó,
mi padre decidió ir.
- He oído, –contaba mi padre con entusiasmo- que
Tánger es una ciudad grande y bonita, con muchos
cristianos ricos, sobre todo españoles, como los de
Tetuán y Ceuta. También dicen -añadió- que allí hay
trabajo para todo el mundo.
Un día, le oí decir a mi madre que yo y mis dos
hermanitos pequeños, Brahím y Fatima, quizá iríamos a
la escuela en Tánger. ¡Desde ese día solo pensaba en
eso! Mi madre siempre les decía a mis tías que yo era
muy lista y que era una pena que no fuese a la escuela.
Mis dos hermanos mayores, Larbi y Said, como ya tenían

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ocho y nueve años, se pondrían a trabajar de aprendices
o de lo que fuera.
Unos días antes de marcharnos, la vieja Zohra, que
vivía dos callejones más arriba, me hizo un tatuaje en la
frente, entre las cejas. Fue ella quién se lo hizo a mi
madre cuando tenía mi edad. Mi madre quería que la
vieja Zohra también me hiciera el tatuaje en la barbilla,
como el de ella, el de sus hermanas y el de casi todas las
mujeres de Ras Elmá, pero mi padre no quiso. Decía que
con uno era suficiente. Aunque un poco asustada, tenía
mucha ilusión porque me hicieran el tatuaje. ¡Iba a
convertirme en mujer!
Con polvo azul de añil, vi por el espejo como la
vieja Zohra dibujaba en mi frente una palmerita parecida
a la de mi madre. Luego, con una aguja, fue
pinchándome la piel formando el dibujo definitivo. Al
principio, a causa de las heriditas, me escocía un poco
pero pronto me acostumbré a los pinchazos. La
inflamación desapareció justo el día anterior de nuestra
marcha.
- Ahora, si te perdieras, que Dios no permita nunca
semejante desgracia -me dijo mi abuela-, todo el mundo
sabrá que perteneces a esta familia.
Mi madre le dejó a mi abuela las gallinas y mi padre
los avíos de labranza a mi abuelo. Los padres de mi
madre nos dieron comida para el viaje y mis tías algo de
dinero. Mi madre agradeció todo con lágrimas en los
ojos. Después de unas largas y tristes despedidas,
cuando el sol aún no había salido para inundar por última
vez los campos en los que mi padre solía trabajar, nos
fuimos de Ras Elmá con los tres muleros que nos iban a
ayudar a atravesar las montañas del Rif.

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El camino, empinado y rocoso, resultó largo y duro.
Mucho más de lo que mi padre había dicho. Mis tías nos
regalaron abarcas para el viaje. La suela era de rueda de
coche y tenían cuerdas para atárnoslas a los pies. Era la
primera vez que mis hermanos y yo llevábamos zapatos
y estábamos muy contentos. Como era el principio de la
primavera, el frío ya no era tan intenso. Pero todavía
quedaba nieve en la montaña. Los muleros le habían
dicho a mi padre que era la mejor época para hacer ese
viaje con niños pequeños, antes de que llegase el
aplastante calor del verano. Cuando atravesábamos
alguna zona con nieve, nuestra madre nos envolvía los
pies con trapos.
Pese al cansancio y a las heridas de los pies, mis
hermanos y yo no decíamos nada. Solo los dos pequeños
lloraban de vez en cuando. Estábamos entusiasmados
aunque también muy asustados a causa de la montaña.
Mi padre, cuando nos veía demasiado cansados, pedía a
los muleros que nos subieran a lomo de alguna mula.
Entonces, los hombres nos ataban con cuerdas sobre
ellas, junto a sus mercancías, nuestros colchones o los
cacharros y bultos de ropa que mi madre pudo llevar.
Cuando más miedo pasábamos era cuando el camino se
estrechaba: desde lo alto del zarandeo de las mulas,
adivinábamos allá abajo el fondo interminable de la
montaña. Viendo nuestras caras, los muleros se reían de
nosotros a carcajadas. Las montañas también se reían y
yo pasaba aún más miedo. Mi madre, que llevaba
siempre a mi hermanita pequeña atada a sus espaldas,
no dejaba de mirarnos, como queriendo sostenernos con
su mirada angustiada.
Algunos de los lugares por los que pasamos eran

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muy bonitos. Vimos cascadas, torrentes y hasta un
diminuto lago que un pequeño río intentaba llenar con
sus aguas.
- Ese es el río Talambot –le dijo uno de los muleros
a Said.
Más tarde pasamos cerca de una cascada que hacía
un estruendo impresionante.
- ¡La cascada de Oued Kelaa! –gritó el mulero.
Un rato largo después de dejar la cascada pasamos
entre dos montañas unidas por un enorme puente de
roca situado muy alto sobre nuestras cabezas.
- ¡El Puente de Dios! Le dijo a mi padre el mulero
que conocía todo. Y este es el río Farda –le indicó
mientras le señalaba el riachuelo que estábamos
bordeando.
De vez en cuando nos parábamos para beber el
agua helada de los manantiales que nos encontrábamos
por el camino. Las mulas también bebían pero los
muleros se quejaban diciendo que la noche nos iba a
sorprender fuera de abrigo.
- ¡No os paréis tan a menudo para beber agua! –
nos gritó uno de los muleros a mis hermanos mayores y
a mí. ¡Ya tendréis tiempo esta noche! ¡Más vale pasar
sed que pasar la noche en la negra espesura, rodeados
de una manada hambrienta de lobos ávidos por probar
tanta carne fresca y blandita! –terminó el hombre
riéndose fuerte. Mi padre también se rió pero yo me
estremecí a la idea de estar rodeada de lobos aullando.
Al final del primer día de viaje, cuando ya estaba
oscureciendo, llegamos extenuados y doloridos a la
entrada de una oscura caverna. Los muleros encendieron
unas antorchas y entraron en la cueva. Al cabo de un

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rato salieron diciéndonos que podíamos pasar, que no
había ni lobos ni chacales ni jabalíes ni ninguno de los
otros animales que, al parecer, abundaban por la zona.
Con mucho miedo, nos instalamos en el centro de la
enorme y fría caverna a la que no se le podía ver la
pared del fondo ni el techo. Era como estar en un
agujero inmenso y negro. Era impresionante. Nuestras
voces, aunque sigilosas, retumbaban en las paredes y
eran engullidas por la oscuridad. De vez en cuando,
desde la tenebrosa profundidad del fondo, surgía algún
ruido que solo mi madre y yo parecíamos oír. Los
muleros, que se instalaron en la entrada de la gruta,
junto con sus mulos, encendieron una hoguera e
invitaron a mi padre a tomar té con menta. Mientras, mis
hermanos y yo nos pegamos a nuestra madre formando
un racimo asustado y tembloroso.
Después de comer algo, me dormí pensando en los
lobos y en los precipicios. ¡Estaba aterrorizada! Por
fortuna, me quedaba pensar en Tánger, esa ciudad de la
que tanto nos habían hablado últimamente. Lo que más
me entusiasmaba era ver el mar. Mi padre contaba que,
de joven, lo vio en Martil, un pueblecito pesquero cerca
de Tetuán. Yo no conseguía imaginar tanta agua como
decían que tiene. Al parecer, la vista se pierde en él.
También contaban que hay barcos que, como camiones
gigantes llenos de gente, se desplazan sobre las aguas
para ir de un sitio a otro. Cuando oía hablar del mar me
entraba escalofríos de curiosidad y de miedo.
Salimos de la cueva antes del amanecer, después
de tomar rápidamente un poco de pan y de té caliente
que los muleros habían preparado.
Ya amaneciendo, pasamos cerca de un pequeño

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lago donde unos monos en manada estaban bebiendo.
Cuando nos vieron se quedaron tan sorprendidos como
nosotros. Salvo los muleros y mi padre, los demás no
habíamos visto nunca un mono. Parecían niños viejos y
peludos. Alguno, como los perros del campo, nos enseñó
los dientes.
- Que nadie se mueva –dijo en voz baja uno de los
muleros reteniendo por las sogas a dos de las mulas.
- Quédate quieto insensato -oí cómo otro de los
muleros le reprendía en voz baja a Larbi que había
cogido una piedra para tirársela a los monos.
Al cabo de unos instantes, los monos se alejaron a
cuatro patas, lentamente, sin dejar de girar la cabeza
para mirarnos con sus diminutos e inquietos ojos.
- ¡Si les llegas a tirar esa piedra ahora estaríamos
todos muertos! –le gritó el mulero a Larbi – ¡Nos
hubiesen matado a pedradas! –Larbi se quedó blanco y
mudo.
El viaje fue muy largo. Parecía no terminar nunca.
Por fortuna, ese segundo día fue más tranquilo porque a
mediodía salimos de las montañas y el camino era más
llano. Fue una suerte porque nuestros zapatos se habían
roto y nos los tuvimos que quitar. Cerca de un río, los
muleros nos llevaron hasta un poblado donde paramos
durante un largo rato. La gente nos saludó como si nos
conociera de toda la vida. Parecía gente feliz. Una madre
y sus hijas incluso nos dieron té y torta con manteca y
miel calientes.
- ¡Comed, comed! –nos decía la madre mientras las
dos niñas nos ofrecían sonriendo las tortas en un plato
de metal. Más tarde supimos que era la familia de uno de
los muleros.

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Los muleros aprovecharon la parada para dejar dos
mulos y parte de su mercancía. Luego reanudamos la
marcha.
Al final de la tarde, cansados y hambrientos,
llegamos cerca de la ciudad de Tánger, a un barrio
llamado Moghoga. Los muleros nos llevaron a un fonduk
donde nos metimos en una habitación en la que echamos
nuestros colchones. Antes de acostarnos, tomamos sopa
caliente con pan en una sala donde había mesas y sillas.
Al día siguiente, mi padre nos despertó muy
temprano. Consiguió que un hombre que tenía un carro
con un burro aceptara por poco dinero llevarnos a la
M’Sallah, el barrio donde, al parecer, vivía el antiguo
vecino de Ras Elmá. El dueño del fonduk, que era un
buen hombre, le dijo a mi padre dónde podría encontrar
cerca de la M’Sallah alguna habitación para que
pasáramos un par de días por poco dinero. El hombre del
carro conocía el lugar y nos llevó hasta allí.
Nuestra aventura en la ciudad de Tánger, acababa
de empezar.

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El campito
La primera casa en la que nos alojamos en Tánger
estaba en una barriada alejada, al sur de un barrio que
se llama la M’Sallah. Como yo era aún muy pequeño,
conservo muy pocos recuerdos de esa casa. Además,
estuvimos allí poco tiempo. Era una casa pequeña, de
ladrillo rojo visto, probablemente menos por inquietudes
decorativas que por no haber podido acabar el dueño la
fachada. Vivíamos en la planta baja y quizá había una
azotea. A su alrededor había pocas casas.
La casa nos la consiguió Tití, mi tío. Allí, mi madre
se encontró con una antigua conocida: la Canaria. La
Canaria me caía muy bien. Era muy cariñosa. A todo el
mundo le decía mi niña o mi niño. Incluso a la gente
mayor.
Lo que más me gustaba del entorno de esa primera
casa de Tánger era un descampado que se encontraba
justo al lado. Mi hermana Mariluz y yo pasábamos
muchas horas jugando en ese campito. Jugando y
observando a la gente faenar. Veíamos a las mujeres,
entre ellas a nuestra madre, tender la ropa al sol.
Algunas la tendían sobre la hierba y otras, más
equipadas, en largas cuerdas atadas en sus extremos a
grandes estacas; cuando terminaban de tender la ropa,
las mujeres elevaban la cuerda, vencida por el peso de la
ropa mojada, con una larga y gruesa caña que clavaban
en la tierra.
También recuerdo unos chicos marroquíes que
cazaban pájaros con una técnica muy peculiar. Consistía
en clavar en el suelo, por medio de unas estacas, tres de
las cuatro puntas de unas redes de pescar, elevando la

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cuarta punta con una caña. Luego, echaban un puñado
de granos sobre la hierba y, tras atar una larga cuerda a
la base de la caña, se escondían después de gritarnos:
- ¡Sir falk, sir!, -acompañando la palabra con un
gesto de la mano, invitándonos a que nos alejáramos.
Nosotros, obedientes, nos escondíamos tras las
matas. Poco tiempo después veíamos como, a la vista
del trigo, los pajarillos acudían en bandadas y,
totalmente confiados, no dudaban en colarse bajo la
amenazante red que colgaba sobre ellos. Cuando los
cazadores lo estimaban oportuno, tiraban fuertemente
de la cuerda haciendo caer la caña y, con ella, la red
sobre los incautos pajaritos. Así, con esa técnica tan
rudimentaria como eficaz, conseguían en poco tiempo
capturar docenas y docenas de pájaros que, uno tras
otro, iban metiendo en sacos de tela. Yo, que tenía cinco
años, nunca me pregunté para que cogían tantos
pájaros. Aunque, haciendo memoria, recuerdo que en
alguna ocasión, por aquellos tiempos, comimos pajaritos
fritos…
En ese campito también descubrí un fenómeno que
me dejó perplejo. Resulta que, tras haber seguramente
comido alguna de esas bayas salvajes rojas o azules a
las que yo era muy aficionado, un día me sorprendió una
terrible diarrea, de esas que no avisan. Como estaba en
plena naturaleza, ni corto ni perezoso me bajé los
pantalones y, en pleno campito, me desahogué
precipitadamente. Me estaba subiendo los pantalones
cuando, de reojo, vi sobre mi fluida factura unas formas
blancas y diminutas que parecían moverse. Me acerqué y
vi que eran gusanitos. Por un momento llegué a temer
que esos inmundos bichejos hubieran salido de mí. Solo

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pensar que podían haberse paseado libremente por
dentro de mi barriga me desesperaba. Pero me convencí
que eran únicamente gusanitos del campo con extrañas
aficiones. Al llegar a casa, Mariluz no tardó en informar a
nuestra madre:
- Mamá, el niño ha tenido cagaleras con lombrices –
dijo, a modo de lacónico y expeditivo diagnóstico.
A primera hora del día siguiente ya estaba mi
madre ofreciéndome el tan temido vasito de agua con los
polvos del papelillo, purgante del que yo abominaba.
- ¡No mamá, no! ¡Te juro que no lo volveré a hacer
nunca más! -imploraba yo, que pese a mi corta edad ya
sabía lo que valía un peine, utilizando todos mis recursos
retóricos con tal de no tragarme la terrible pócima.
Pero mi madre, íntegra e insobornable, no
dejándose amilanar por mis instancias, me dijo con
aplomo:
- ¿Acaso quieres que los gusanitos te coman por
dentro?
Una argumentación tan contundente era inapelable.
La idea de ser carcomido por dentro por una legión de
gusanos cabezudos fue más irresistible que la de
tragarme de golpe el purgante. Cosa que hice sin dudarlo
ni un solo instante, para que les llegara rápidamente.
¡Así se murieran todos de asco!...

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Estuvimos varios días en una habitación del fonduk
de la M’Sallah. En el fonduk había varias familias como la
nuestra. Algunas estaban allí desde hacía mucho tiempo,
a la espera de encontrar alguna casa donde vivir. Por lo
visto, según le dijeron las mujeres a mi madre, no era
fácil encontrar una casa barata. Al oír las historias de
esas familias, mi madre se alarmó.
- Hamidu, debes encontrar una casa cuanto antes –
le dijo a mi padre- yo no podré aguantar aquí mucho
más tiempo y si tú no la encuentras, saldré yo a buscarla
y tú te quedarás con los niños. Si nos quedamos en este
fonduk una semana más, me muero.
Mi padre salía por la mañana de la habitación y no
volvía hasta la noche. Decía que nada era fácil. Se
pasaba el día buscando casa, trabajo y al antiguo vecino
de Chauen. Al cuarto día volvió temprano por la mañana,
muy contento porque había encontrado una casa. Era la
primera vez que veía sonreír a mi padre.
- Es aquí cerca pero solo tiene una habitación y
está en la azotea.
- No importa –le contestó mi madre impaciente-,

A orillas de Tánger
33
¡vamos a verla ahora mismo! -y salieron los dos
corriendo a verla.
Por la tarde, cogimos los colchones y los bultos y
nos fuimos a nuestra nueva casa. Como ya dijo mi
padre, estaba en la azotea. Debajo de la nuestra, en la
primera planta, vivía el dueño de la casa. En la planta de
la calle vivía una familia cristiana que, al parecer,
acababa de llegar de España. Era una familia como la
nuestra pero con solo una niña y un niño.
Aunque esa casa no era ni mucho menos parecida a
la que teníamos en Chauen -¡cuánto la echaba de
menos!-, después de haber estado varios días en el
fonduk, hasta nos parecía bonita.
Mis hermanitos pequeños y yo nos pasábamos el
día en un campo con hierba y flores que había muy cerca
de la casa. En el campito, otros niños correteaban o
jugaban a la pelota. Yo, que era la mayor de mis
hermanos pequeños, no podía jugar demasiado porque
tenía que cuidar de ellos, sobre todo de Fatima que,
como solo tenía siete meses, la llevaba siempre a mis
espaldas. En ese campo también estaban a menudo los
niños cristianos que vivían debajo de nosotros. De
hecho, eran los únicos niños m’srani del barrio, todos los
demás éramos musulmanes. La niña tendría ocho años,
y el niño tendría mi edad. A veces, parecía que la niña
me miraba y me sonreía, pero, pese a que vivíamos en la
misma casa y a que nos cruzábamos muy a menudo,
nunca jugamos juntos y nunca nos hablamos.
Una tarde, Larbi y Said, mis hermanos mayores,
trajeron a casa una gran red que se encontraron en la
calle. Dijeron que era una red de pescadores.
- ¿De dónde la habéis sacado? –les preguntó mi

A orillas de Tánger
34
madre- ¡Esta red es nueva y no creo que os la
encontrarais tirada en la calle!
Mi madre estaba muy enfadada con mis hermanos
mayores y les dijo que no estaba dispuesta a que se
convirtieran en unos pequeños ladrones.
- ¡Antes os mato! –les gritaba con gesto
amenazador.
Pese a las amenazas de mi madre, Larbi y Said se
llevaron la red a nuestro campo, la clavaron en el suelo y
le levantaron una punta con una caña muy larga que
plantaron en la tierra. Luego echaron un puñado de trigo
del que mi madre se había traído un saquito de Chauen y
se escondieron. Inmediatamente, como por milagro, una
bandada de pájaros se metió bajo la red para comerse el
trigo. Entonces, Said tiró bruscamente de una cuerda
que había atado a la caña y ésta, al caer, arrastró la red
que estaba en el aire. ¡Los pájaros quedaron atrapados!
Luego, con la ayuda de Larbi, Said metió todos los
pájaros dentro de una gran bolsa de tela después de
golpearles la cabeza contra una piedra. Ese día comimos
pájaros fritos. Además, Larbi y Said consiguieron vender
algunos a la gente del barrio y a una tienda. Mi madre le
regaló algunos a la vecina cristiana de abajo. Desde
aquel día, Larbi y Said se dedicaron a cazar pájaros para
venderlos en los cafetines de los m’srani. El dinero que
conseguían se lo daban a nuestra madre para comprar
pan.
Poco a poco, yo notaba como, a la hora de comer,
no había mucha comida. A menudo, mis hermanos y yo
nos quedábamos incluso con hambre. La primera vez que
nos quejamos, mi madre nos dijo:
- Hay niños que no comen ni la mitad que vosotros.

A orillas de Tánger
35
Tenemos mucha suerte de tener lo que tenemos y no
debemos quejarnos porque las quejas nunca dan
alegrías. Y añadía dulcemente:
- Hasta ahora hemos estado muy mal
acostumbrados y de ahora en adelante tendremos que
conformarnos con lo que tengamos.
Que yo recordara, era la primera vez que nuestra
madre nos hablaba así. En Chauen eso nunca ocurrió.

A orillas de Tánger
36
El barrio de La M’Sallah
Después de la casa del campito, nos fuimos a vivir
a la parte alta del mismo barrio de la M’Sallah. Era ésa
una zona muy populosa y extensa, humilde donde las
hubiere, pero llena de vida. Seguramente supuso para
todos nosotros una gran mejora respecto a la casa
anterior. Desde este barrio, el centro de la ciudad ya
estaba más accesible y, por lo tanto, podíamos salir a
pasear.
La parte alta de la M’Sallah empezaba en la calle de
Méjico. El colegio y el instituto españoles se encontraban
al final de esa calle, en dirección opuesta al centro de la
ciudad, poco después de la calle Inglaterra. A lo largo de
la parte derecha del barrio corría paralelamente la calle
de Holanda, donde fuimos a vivir más tarde. Al fondo del
todo, muy lejos, ya en la parte baja, estaba la barriada
donde acabábamos de vivir unos meses.
La casa estaba en el número 18 de la calle de
Colombia, que bifurcaba de la calle principal del barrio, la
calle M’Sallah, muy cerca de la calle de Méjico.
Era la primera vez que vivíamos inmersos en un
barrio árabe. La M’Sallah tenía algo de misterioso y
sobrecogedor. Era un barrio muy populoso, con infinidad
de niños correteando y jugando por sus numerosas y
sinuosas callejuelas. Las casas eran casi todas de dos
plantas, con azotea y de ventanas escasas y pequeñas.
La fachada de la mayoría de las casas estaba sin
terminar y, por lo tanto, dominaba el color rojizo de los
ladrillos. Las tiendas de comestibles eran diminutas y
oscuras. En Tánger, tanto a estas tiendas como a sus
dueños –la mayoría originarios de la región sureña del

A orillas de Tánger
37
Souss- se les llamaba bakalitos. En el bakalito
comprábamos diariamente y con mesura. Por ejemplo,
se compraba tres tomates, dos huevos, mitad de cuarto
de harina o cuarto y mitad de aceite.
Recuerdo que, en una ocasión, llegó a mi calle un
vendedor ambulante. Vendía vasos y los anunciaba como
irrompibles. Eran de pyrex, un cristal muy resistente a
los golpes y al calor. Para demostrar que eran
irrompibles, el hombre los tiraba al suelo y podíamos
ver, maravillados, cómo rebotaban sin romperse. Para
nosotros, la chiquillería de la calle, faltos de espectáculos
y de acontecimientos, un vendedor ambulante era una
fiesta. Por eso, frente al vendedor, aquel día formamos
un nutrido y apretado corro como si de un mago se
tratase. De repente, cuando el hombre ya tenía ganada
la admiración incondicional del auditorio, uno de los
vasos, al chocar contra uno de los adoquines, estalló
como un petardo y se hizo añicos. Los trocitos parecían
sal gorda. El hombre se enfadó mucho, no sé si por culpa
de nuestras escandalosas risas, si con él mismo o si con
el inventor de esos vasos. Rápidamente recogió todo y
se marchó mascullando algo en árabe.
Como en la casa anterior, aquí también teníamos
que ir a buscar agua a la fuente. Y es que, en efecto, en
estos barrios modestos las casas no tenían agua
corriente. La recogida de agua era por lo tanto una
actividad importante en la vida de las familias que
vivíamos por allí. En todos los barrios había por lo menos
una fuente. Lógicamente, por la mañana esta actividad
era frenética. En las familias marroquíes, las niñas eran
las encargadas de ir a por el agua. También iban algunos
niños y algunas mujeres. Jamás los hombres. A veces,

A orillas de Tánger
38
en las colas surgían interminables discusiones por
aquello de que se colara alguien o de que fuesen varias
niñas de una misma familia con demasiados recipientes
para llenar. Generalmente, se acarreaba el agua en
cubos de chapa galvanizada ya que aún no estaban al
uso los bidones de plástico. Para facilitar el transporte de
los pesados cubos de agua, algunos privilegiados
utilizaban la llanta de una rueda de bicicleta que,
pasándola alrededor de su cuerpo, posaban sobre los dos
cubos llenos de agua, dejando las asas en el exterior de
la llanta. De esa manera impedían que los cubos
chocaran contra sus piernas. Otros sustituían la llanta
por un marco cuadrado de madera. En las cocinas
teníamos grandes tinajas de barro donde se echaba el
agua.
Una vez, estando solo en la calle principal de la
M’Sallah, me atropelló un ciclista, pasándome las dos
ruedas de la bicicleta por encima del muslo. No me
ocurrió nada pero me asusté mucho. También pasé
mucha vergüenza. Tras el atropello, me fui corriendo a
casa a esconderme.
Supongo que en la casa de la M’Sallah también
estuvimos viviendo poco tiempo. Probablemente empecé
aquí a ir al colegio, al mismo tiempo que Mariluz. Íbamos
al Grupo Escolar Español pero, a los pocos días, me
sacaron de allí y fui a la escuela francesa Adrien Berchet.
A Mariluz no la admitieron porque pasaba de la edad
máxima y tuvo que seguir yendo a la escuela española.
En casa, mientras ella recitaba a voz en grito la
interminable lista de los reyes godos –ya sabéis, los
Chindasvinto, Recaredo y otros Ataúlfo- yo intentaba
convencer muy seriamente a mi madre de que nuestros

A orillas de Tánger
39
antepasados eran los Galos y que se llamaban
Charlemagne, Bayard y Vercingetórix. Recuerdo que mi
madre, emocionada por tanta erudición, exclamaba:
¡Pero cuánto sabe su cuerpo! A lo que mi hermano Juan,
menos emocionado, agregaba para mi asombro: ¡a
tocino rancio!

A orillas de Tánger
40
Mi padre vino un día con la gran noticia de que,
¡por fin!, había encontrado a Abdelkrim, el antiguo
vecino. Dijo que, en efecto, vivía en la M’Sallah, pero en
la parte alta, que estaba bastante lejos de donde
vivíamos, ya muy cerca del centro de Tánger. Poco
tiempo después nos fuimos a vivir allí, a una casa que
Abdelkrim nos había encontrado y que era un poco mejor
que en la que estábamos.
La parte alta de la M’Sallah era casi más grande
que todo Chauen. Allí no había campo. Solo calles y
casas. Y mucha, mucha gente.
La vivienda, situada en la planta baja, estaba
formada por una única habitación. En la entrada de la
casa, el retrete era para todos los vecinos.
En este barrio, mis hermanos pequeños y yo
salíamos a jugar a la calle más a menudo que en la
anterior. Aquí había más niños m’srani que en la otra
casa. Contrariamente a Chauen, en estas calles siempre
ocurrían cosas: peleas, discusiones, accidentes. Un día vi
cómo una bicicleta atropelló a un niño m’srani. El pobre
parecía muy asustado y, desde el suelo, miraba

A orillas de Tánger
41
angustiado a su alrededor, como pidiendo ayuda. Me dio
mucha pena. Una mujer lo levantó del suelo.
- Camina un poco para ver dónde te duele –le pidió
la mujer. Pero el niño, llorando, salió corriendo calle
abajo.
Mis hermanos mayores, Larbi y Said, aprovechando
que el barrio estaba ya muy cerca del centro de la
ciudad, se pasaban el día fuera de casa. Cuando volvían,
al final de la tarde, ya habían comido. A veces, en un
carrito que se habían construido, entre cachivaches
viejos que recogían por las calles y que no servían para
nada, traían algo de pan, verduras o frutas que daban a
mi madre para nosotros. Al principio, mi madre les
preguntaba que de dónde sacaban la comida. Más
adelante, a menudo les esperábamos todos, incluida mi
madre, para ver si traían algo.
Por lo que le contaba mi padre a mi madre,
Abdelkrim no podía ayudarle. A mi madre le pareció
normal ya que éramos muchos. Después de varios días,
mi padre encontró un trabajo para vender vasos de
cristal irrompible por las calles y las casas. En casa nos
hizo una demostración y parecía brujería: los vasos caían
al suelo y no se rompían. El único problema era que
costaban un poco más caros que los vasos ordinarios. El
primer día que empezó ese trabajo se fue a vender a las
calles vecinas pero volvió pronto y muy enfadado porque
en la calle que cruzaba con la nuestra, cuando estaba
haciendo una demostración, se le rompió en el suelo uno
de los vasos. Le contó a mi madre que para él, que era
la primera vez que intentaba vender algo, fue muy
deshonroso ver cómo la gente se reía de él.
- No puedes desanimarte Hamidu, -le dijo mi

A orillas de Tánger
42
madre- la suerte ya te vendrá. Lo que tienes que hacer
es buscar cuál es la mejor manera de que el vaso caiga
sin que se rompa. Además, nadie te conoce en la calle y
todos pensarán que de verdad eres un vendedor de
vasos. Y sonríe, no hay corazón duro que una sonrisa
tierna no pueda abrir.
Durante unos instantes mi padre la miró en silencio
y luego, con gesto decidido, salió de nuevo a la calle con
sus cajas de vasos debajo del brazo.

A orillas de Tánger
43
El Primus
Por aquel entonces, no siempre gozábamos de
grandes comodidades. A menudo escaseábamos de
cosas tan normales y elementales en nuestras casas de
hoy en día como el agua corriente, la electricidad o el
gas.
Así pues, por ejemplo, la gran mayoría de las casas
de los barrios de la M’Sallah no tenían luz eléctrica y,
como la mayor parte de las familias, para alumbrarnos
usábamos lámparas de petróleo llamadas quinqués que,
además de entrañar cierto riesgo, a causa del petróleo,
eran incómodas y molestas pese a la estampa romántica
de la que, inmerecidamente, gozan hoy.
Pero la mayor incomodidad era la ausencia de una
cocina de gas, con dos o tres fuegos, a la que se
conectara una botella de butano. Hasta que llegara la
adquisición de ese tipo de cocina había que preparar la
comida en un artilugio extraordinario: el infiernillo.
Nosotros le llamábamos por su nombre de marca: Primus
o primu, en versión andaluza.
El primu, antecesor del camping-gas, tenía en su
parte inferior un depósito de latón en forma de cazuela
cerrada, de unos veinte centímetros de diámetro, que se
llenaba con petróleo. El olor del petróleo de los
infiernillos y de los quinqués siempre estaba presente en
los hogares humildes.
Aunque para mi madre debía ser un latazo, yo veía
el encendido del infiernillo como una verdadera
ceremonia a causa de la precisión y la puntualidad de las
distintas fases a que obligaba el protocolo.
Con suma precaución, mi madre llenaba el

A orillas de Tánger
44
depósito de petróleo. Esta primera operación era sin
duda la más desagradable porque, además de que el olor
a petróleo invadía la cocina, siempre caían algunas gotas
en la encimera que luego había que limpiar
cuidadosamente. Luego, con el fin de crear en el
depósito una presión suficiente para que el gas, que se
desprendía del petróleo, saliese por la parte superior, mi
madre cogía el asidero de un pequeño pistón que
penetraba en el depósito, y lo impulsaba enérgicamente.
La activación del pistón debía de hacerse con mucho
vigor. Al cabo de un rato de darle pompa, como solíamos
decir, se abría la llave de salida del gas y, si se oía el
silbido característico que producía su paso enérgico por
los agujeros del quemador, se acercaba una cerilla al
alcohol previamente vertido en una diminuta cazoleta
situada para el efecto en la parte superior del primu.
Entonces, milagrosamente, aparecía una llama cuya
intensidad se regulaba con la llave de salida del gas. Si la
llama no se encendía se debía a que el chicle estaba
taponado (en realidad, se trataba del gicleur, término
francés para designar el dispositivo por cuyo orificio salía
el gas). Para desatascar el chicle teníamos unas llaves de
hojalata en cuya punta estaba insertado un alambre muy
fino que había que introducir en el orificio para limpiarlo.
La mayoría de las veces el alambre estaba torcido o roto
y entonces había que salir corriendo a la tienda a
comprar otra llave.
El encendido del primu era un espectáculo
fascinante. Una verdadera liturgia. Por la preparación,
por los movimientos, prudentes y suaves al principio,
enérgicos después, por el olor y por los sonidos, siempre
iguales, inalterables.

A orillas de Tánger
45
Pero, por encima de todo, el primu era fascinante
por su llama o, mejor dicho, por sus innumerables y
minúsculas llamas. Para mí, las llamitas representaban
un verdadero espectáculo de luz y sonido. Incluso, eran
un misterio porque, por más que las contemplaba, no
alcanzaba a entender como podían llegar a formarse. Me
encantaba la delicadeza de sus formas, todas
perfectamente iguales, separadas unas de otras por la
misma distancia y, por encima de todo, sus colores.
Todas las llamitas tenían exactamente el mismo color en
los mismos lugares: azul en la base, naranja en el tronco
y amarillo en la cresta. El color que más me gustaba era
el azul. Era el más regular, el más puro. Era la
representación en vivo y en caliente de la perfección. El
azul de esas minúsculas llamas encerraba para mí todo
el misterio del mundo que me rodeaba: yo no entendía
cómo algo tan diminuto podía ser tan perfecto. ¡Era un
verdadero milagro!
De vez en cuando, mi madre interrumpía esas mis
largas y místicas observaciones para darle pompa al
primu: cuando la llama bajaba de intensidad había que
reavivarla aumentando la presión del gas…

A orillas de Tánger
46
Durante varios días mi madre salió a buscar trabajo
en el barrio como lavandera. El último de esos días fue
uno de los peores de mi vida.
Como mi padre y mis hermanos mayores estaban
también fuera de casa, yo me quedaba al cuidado de mis
hermanitos pequeños Brahím y Fatima.
Esa mañana, Fatima lloraba mucho porque tenía
hambre. Decidí encender el fuego de carbón, en un
rincón de la habitación, para calentar agua y hacerle un
té. Mi madre me tenía prohibido encender el fuego pero
Fatima no paraba de llorar y yo era la mayor.
Cuando después de muchos intentos casi conseguí
que el carbón prendiera, sin darme cuenta, se quemó la
punta de la manta que cubría uno de los colchones que
estaba junto al fuego. En solo unos instantes, el colchón
y la mesita se prendieron fuego llenando la habitación de
llamas y de un espeso y negro humo. Como pude, cogí a
Fatima en mis brazos y empujé a Brahím hacia la puerta
que no conseguí abrir enseguida. Mis hermanitos y yo
gritábamos como locos. Cuando por fin pude abrir la
puerta, algunas vecinas, que probablemente habían visto

A orillas de Tánger
47
el humo salir por el ventanuco y oído nuestros gritos,
acudían corriendo. Una vecina me arrancó a Fatima de
mis brazos y cogió a Brahím de la mano mientras me
gritaba que me alejara de allí. Mis hermanitos no
paraban de gritar. Las vecinas tampoco.
La calle se llenó de gente. Unos hombres
consiguieron apagar el fuego con cubos de agua. Luego
sacaron todas nuestras cosas a la calle. Algunas estaban
negras y humeantes. Todo estaba mojado. La vecina nos
metió en su casa y, junto con otras mujeres, trató de
consolarnos. También nos dieron algo de comer.
Cuando llegó mi madre, al cabo de mucho tiempo,
yo estaba todavía temblando y llorando. Mi madre
también lloró. Y mi padre, cuando vino. Y mis hermanos
mayores también. Mi madre prometió que nunca más
nos dejaría solos.
Por más que lo intentó, mi padre no pudo recuperar
el colchón quemado y tuvo que tirarlo. Desde ese día,
mis padres durmieron sobre unos cartones que, por la
noche, tendían en el suelo. La casa olió a quemado hasta
que mi madre encaló las paredes y el techo. Mi madre, a
menudo tenía pesadillas con el incendio y, de vez en
cuando, sin decir una palabra, me cogía y me apretaba
contra su cuerpo.

A orillas de Tánger
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El ditero
El ditero era una figura comercial clásica, fruto de
la depresión económica que padecía la mayoría de las
familias españolas tras la guerra. El ditero se dedicaba a
vender a plazos una gran variedad de productos, la
mayoría de primera necesidad, que ofrecía en catálogos
o en muestras. Como no podían vender de todo, se
especializaban en familias de artículos. Algunos vendían
productos para el hogar, otros vendían tela, ropa y
calzado, etc.
El ditero solo vendía a particulares. Hacía todo:
vendía, entregaba la mercancía, y, sobre todo, cobraba.
A causa de la frecuencia de los pagos, semanales,
quincenales -rara vez mensuales- y a causa de las
numerosas y desgranadas entregas, el ditero estaba
siempre en tu calle o en tu patio. Parecía un vecino más.
Llevaba una gruesa carpeta tipo acordeón, con múltiples
separadores donde parecía conservar el secreto de la
vida y milagros de todos los vecinos a los que un día
imploró para que le compraran algo. Allí, en esos
separadores, estaban los fatídicos recibos de cada uno.
Si alguien, algún día, no podía pagarle –cosa
bastante frecuente- el ditero se enfadaba, se lamentaba
y evocaba los problemas que iba a tener su propia
familia a causa de ese impago. ¡Un verdadero drama!
Finalmente, por fortuna, no había nada que no
remediara, dependiendo de la hora, un buen caldito
caliente recién hecho o una copita de coñac para hacerle
pasar el disgusto al hombre. En el fondo, los diteros se
portaban bien con nosotros porque, como nosotros, eran
buena gente.

A orillas de Tánger
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Una variante del ditero era el vendedor de novelas
por entrega o folletines. Junto con el vendedor de
seguros de Santa Lucía (los muertos, como se le conocía
en mi barrio), de todos los vendedores que visitaban los
domicilios, el de las novelas por entrega era el único que
vendía un solo producto. Además, también era el único
que no tenía problemas para cobrar: se le pagaba
cuando hacía la entrega. Si no, no había novela. Por lo
general, como los folletines eran muy baratos, todo el
mundo pagaba.
Recuerdo que estas novelas venían en cuadernillos
muy finos, con pocas hojas -uno o dos capítulos
solamente- y, además, el papel, de color sepia, era muy
fino: las letras de la otra cara casi se transparentaban.
Para las editoriales, esto suponía una ventaja: no solo la
publicación les salía muy barata sino que, además, la
gente no se intercambiaba los cuadernillos porque casi
no aguantaban una segunda lectura. Eran de un solo
uso, de leer y… reciclar porque en el váter también
cumplían mejor papel que el periódico o que el papel de
estraza de la tienda... ¡Un milagro del marketing!
Mi madre, que era una ávida lectora, compraba
muchos folletines. Por lo visto, la mayoría eran dramas
de esos que te hacían sentir afortunado cuando
comparabas tus penas con las de esas otras familias de
papel. ¡Otro gran acierto mercantil!

A orillas de Tánger
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La radio
Cuando aún no existía la televisión, la reina de
todos los hogares era la radio. La radio te hacía
compañía, te entretenía y te informaba. Por aquel
entonces la radio era el principal enlace, si no el único,
con el mundo exterior. Las familias apenas si compraban
periódicos o revistas. Solo escuchaban la radio. Sin
embargo, en aquellos oprimidos tiempos de dictadura y
de intoxicación ideológica de la postguerra, la radio
oficial española, la que teníamos más a mano, no era
precisamente una ventana abierta a la cultura, al
pluralismo o a la libertad. Pero era lo que había. Además,
comía poco pan.
Se puede decir que, en los hogares como el
nuestro, la radio era una necesidad. Formaba parte de la
familia. Para bien y para mal. Nadie la cuestionaba, o
casi. Se la aceptaba porque sí, con sus virtudes y con sus
defectos.
Recuerdo cómo mi madre y mi abuela, por las
tardes, mientras hacían sus faenas, escuchaban muy
atentamente los seriales de la cadena SER. Ese rato era
sagrado. Nadie podía moverse, ni hablar, ni querer
merendar, ni nada de nada. En los aires del vecindario
tampoco se oía nada que no fuese el sonido
omnipresente de la radio-novela que salía por puertas y
ventanas. Las novelas radiofónicas, interpretadas por un
grupo reducido de actores, que hasta yo conocía,
estaban todas escritas y dirigidas por un mismo señor:
Guillermo Sautier Casaseca. Los personajes principales
estaban casi siempre interpretados por los mismos
actores: Pedro Pablo Ayuso -de cuya voz de hombre

A orillas de Tánger
51
guapo y de buena persona estaban enamoradas todas
las mujeres-, Matilde Conesa -que siempre hacía de
mujer buena- y Matilde Vilariño que siempre hacía de
niña o de niño.
Aunque sé que hubo varios seriales de esos que no
acababan nunca, solo recuerdo Ama Rosa –un dramón
donde los hubiere- y Dos hombres buenos, ¡otro que qué
tal! Como no podía ser menos, los desenlaces y
pormenores eran profusamente comentados por las
mujeres en las tiendas y en los patios como para
prolongar algo más los capítulos que, supongo, debían
saberles a poco. Además, utilizando ya las más
modernas técnicas del marketing americano, cada
capítulo acababa con una buena carga de suspense para
que no dejara nadie de escuchar el capítulo del día
siguiente. Doy fe, a juzgar por el sonido ambiente de
cada día, de que nadie se perdía nunca ningún capítulo
siguiente…
Recuerdo también que el trío compuesto por Pedro
Pablo y las Matildes encarnaban asimismo los personajes
de una serie infantil llamada Matilde, Perico y Periquín
que narraba las travesuras de un niño impertinente y
entrometido, Periquín, en el seno de una familia
moderna.
Otro personaje muy popular de la radio era Pepe
Iglesias el Zorro que empezaba siempre sus programas
humorísticos cantando “Yo soy el zorro, zorro, zorrito,
para mayores y pequeñitos…”.
La radio también servía para dedicar discos a los
familiares y amigos con motivo, sobre todo, de su santo.
Claro que las dedicatorias, pese a sus buenas
intenciones, eran de lo más anónimo: “…a Josefina, de

A orillas de Tánger
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parte de su padre y de su madre, a Pepita, de su novio
que la quiere”. A veces, incluso, hasta podían resultar
comprometedoras: “…a José, de quién él sabe…”. Ni qué
decir del recelo de las mujeres y novias de todos los
José… La enumeración de las dedicatorias podía durar
diez, veinte o treinta interminables minutos para luego
oír, por ejemplo, El relicario. Como era lo que había, la
paciencia de la audiencia era santa por necesidad.
Por más que lo intento no puedo dejar de recordar
unas canciones –o lo que fuese- cantadas –o lo que
fuese- por lo visto por una mujer –cosa de la que yo
dudaba- cuyo nombre era Yma Sumac. Decían que era
peruana. Nada me producía mayor pavor que oír los
sonidos insólitos y sorprendentes que esa supuesta
mujer podía llegar a producir con su garganta. Tan
pronto eran estridencias extraordinariamente agudas,
imposibles de soportar, como bramidos roncos como
salidos de las fauces de un monstruo encolerizado.
Insisto: nada me daba más miedo que oír aquello. El día
que a la radio se le escapaba alguna canción de esa
mujer, por la noche, sin falta, yo tenía pesadillas.
Pero, cuando menos me gustaba la radio era en
Semana Santa: solo radiaban misas, campanadas,
saetas, música religiosa y discursos bien intencionados.
Era de lo más deprimente. Pero claro, la dictadura
franquista, dueña y señora de la programación de todos
los medios de comunicación públicos o privados,
mientras todavía encarcelaba y torturaba a los que
defendieron la república legítima, se daba golpes de
pecho alardeando de fervor cristiano.
Al boletín de noticias se le llamaba el parte,
deformación heredada del parte de guerra emitido todos

A orillas de Tánger
53
los días por las emisoras de radio durante la guerra civil.
Durante la dictadura de Franco, el parte solo tenía un
color: el que el aparato de propaganda del glorioso
movimiento quería que los españoles viesen. Por eso, mi
hermano Juan, siendo todavía muy joven, al igual que
muchos otros ciudadanos insatisfechos con lo que oían
en las emisoras españolas, sintonizaba por la noche
ciertas emisoras extranjeras que programaban emisiones
dirigidas a los españoles.
Recuerdo la famosa Radio París, con su
inconfundible e inolvidable sintonía y que emitía para los
españoles a partir de las diez de la noche. Parecía el
lugar de encuentro virtual de todos los antifranquistas.
Supongo que, tanto para Juan como para muchos otros,
oír Radio París debía ser reconfortante, algo así como
saber que no estaban solos. A veces, cuando terminaba
la programación en español de Radio París, Juan
intentaba captar alguna otra emisora en el extranjero
como, por ejemplo, Radio Pirenaica que, por sus sonidos
de fondo, parecía salir de ultratumba, o Radio Andorra –
¡Aquí radio Andorra!, decía alegremente una chica que
cenaba todas las noches con nosotros- o como la BBC de
Londres con las inconfundibles y reconfortantes
campanadas del Big Ben.
Juan, ávido de saber, cuando escuchaba estas
emisoras se pegaba a la radio como para no perderse ni
una palabra. En realidad, esos programas se escuchaban
con el volumen muy bajito, hábito heredado del temor
infundido por la represión franquista en la Península. No
obstante, por lo general, el sonido era bastante
deficiente. Recuerdo que, en la casa de la calle de
Colombia, Juan apareció un día con una antena interior

A orillas de Tánger
54
que consistía en un muelle de cobre rojo muy largo que
colgó por todo el comedor como una alegre guirnalda en
un intento desesperado por mejorar la calidad del sonido
de la huidiza onda hertziana…

A orillas de Tánger
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Escenas de la vida cotidiana
De la cocina de mi madre recuerdo sobre todo el en
blanco. Era una sopa muy ligera que se obtenía a base
de hervir cabezas de pescado con un par de patatas y
una cebolla. Una vez servida en el plato, mi madre le
echaba por encima un chorreón de limón. En la superficie
del en blanco quedaban flotando los ojitos blancos del
pescado que, cuando los mordías, parecían de cartón
duro y que, como el cartón, no sabían a nada. Pero era
divertido. Siempre supuse que los ojitos en blanco del
pescado le dieron nombre a la sopa.
Cuando tocaba lentejas, que yo odiaba, me
enteraba el día antes porque, por la noche, mi abuela se
pasaba un buen rato limpiándolas. A veces me pedía
ayuda. Se trataba de separar las lentejas en buen estado
de las malas -agujereadas por algún gusano- y de las
piedras. Yo me tomaba muy en serio esta tarea porque,
no gustándome las lentejas, lo único que me faltaba era
encontrarme algún gusano o alguna piedra al
masticarlas. A veces, al terminar la faena, mi abuela le
decía a mi madre:
- ¡Qué ladrones, Elvira! ¡De cuarto y mitad se habrá
quedado en un cuarto escaso!
Y es que, entre lentejas agujereadas y piedras,
siempre quedaba un buen montón para tirar.
Recuerdo que en Tánger se pusieron de moda los
roscos de bizcocho. La moda surgió con la aparición
masiva en las tiendas del molde de aluminio con el que
se hacía el bizcocho. Los moldes eran como ollas, con
tapa alta y encajada, pero con la particularidad de que,
en el centro, tenían un agujero formado por un tubo

A orillas de Tánger
56
vertical. De esa manera, cuando se echaba la masa en el
molde, adquiría la forma de un rosco. El éxito de este
invento, sencillo y barato, fue permitir a miles de amas
de casa cocinar riquísimos bizcochos sobre sus modestos
fogones, sin necesidad de horno. A menudo, las vecinas
intercambiaban técnicas para conseguir mejores y más
variados roscos. Uno de los problemas que tenía mi
madre -según le oía decir a las vecinas- era que cuando
ponía pasas en la masa, se iban todas al fondo. Gracias a
esos intercambios vecinales, consiguió que las pasas se
quedaran entre dos masas.
A mí, de todas formas, lo único que me gustaba era
el jamón cocido, el flan chino Mandarín, la carne con bi
(léase corned beef) argentina y, por encima de todo, los
tocinos de cielo de La Española. Siempre me dije que, de
mayor, me compraría toneladas de unos y otros.
Curiosamente, con los años, si bien he ampliado mis
aficiones gastronómicas a otros platos más variados, aún
conservo con toda intensidad aquellas antiguas
preferencias.
En aquellos tiempos, los colchones de nuestras
camas eran de crin vegetal verde, que no de lana ni de
muelles. La crin vegetal, conocida popularmente por el
vegetal, se compraba en largas madejas trenzadas que
debíamos deshacer pacientemente en medio de una
nube de polvo verde. Conforme íbamos deshaciendo las
madejas –como las lentejas, era esta una tarea colectiva
y familiar- llenábamos las fundas a rayas de los
colchones. Una trenza de vegetal, debidamente
desmadejada, daba para mucho.
Con el uso, los colchones de vegetal quedaban
aplastados y finos como galletas. Entonces sacábamos el

A orillas de Tánger
57
vegetal y, después de dejarlo al sol durante unas horas,
lo crepábamos a mano para que adquiriese mayor
volumen. A veces, solíamos comprar vegetal nuevo que,
una vez desmadejado, agregábamos al colchón. ¡Dormir
en un colchón recién tratado era una gozada!
De pequeño me gustaban mucho los relojes de
pulsera. Para mí eran verdaderos objetos de deseo por la
sencilla razón que, durante muchos años, nunca vi a
nadie de mi familia con reloj de pulsera. Hasta el año
1956 en que mi madre le compró uno a Juan.
En aquellos impuntuales tiempos, los relojes más
conocidos eran los de marca Dogma, Sigma, Festina,
Omega, Flica y Cauny. Todos me parecían sencillamente
maravillosos, sobre todo los dorados. Eran verdaderas
obras de arte. Pero el mejor de todos, el más valorado y
prestigioso por su calidad y precisión, era el Longines.
Ése fue el que mi madre le compró a Juan, ya no
recuerdo si por su cumpleaños o, junto con la Brownie
Chiquita –elemental pero eficaz cámara fotográfica de
Kodak-, con motivo de su viaje a San Sebastián. El
Longines de Juan tenía una esfera amplia y generosa
pero, sin embargo, era discreta y fina. ¡Por fin teníamos
reloj en casa!
Hoy en día, dentro de lo que cabe, fregar el suelo
es una tarea casi cómoda gracias a la popular fregona.
En tiempos en los que aún no se había inventado este
práctico artilugio, las amas de casa, fuese cual fuese su
estado de salud, su edad o su corpulencia, tenían que
fregar hincando las rodillas en el suelo -a veces con la
única protección de un trozo de cartón- y restregando
una pieza de trapo que en Tánger llamábamos jocifa y
que mojaban en el agua del cubo que tenían a su lado.

A orillas de Tánger
58
Conforme las amas de casa iban fregando el suelo,
siempre de rodillas, retrocedían sin olvidar de arrastrar el
cubo y el cartón. Así, de rodillas y con la espalda
inclinada hacia delante, las sufridas mujeres faenaban
durante un buen rato, dependiendo del tamaño de la
habitación, interrumpiendo su posición solo para ir a
cambiar el agua del cubo. Recuerdo que mi madre, cada
vez que fregaba el suelo, no conseguía erguirse hasta
pasados unos largos minutos…
A veces, después de tirar el agua del suelo sobre el
trocito de acera que estaba justo delante de la entrada
de la casa, mi madre solía echar unos chorritos de zotal -
sotá, según la jerga local del momento-, desinfectante
de color lechoso y de olor agradable y persistente.
Por tierras calurosas como las de Tánger, la
abundante presencia de moscas era habitual. Estaban
por todas partes. Por muchos manotazos que dieras al
aire, siempre volvían. Parecía que, además de ser
familiares como dijo Machado, también estaban
amaestradas: “…pequeñitas, revoltosas, vosotras, ami-
gas viejas, me evocáis todas las cosas.”
Para aniquilarlas se probaba de todo: que si botes
de Orion, que si polvos DDT, que si Fly-Tox, productos
todos que también servían para acabar con otros
insectos más recalcitrantes pero que, al decir de mi
madre, no podían hacernos ningún bien a nosotros.
Hasta que aparecieron las cintas cazamoscas. Eran
unos rollitos de papel de color amarillo, untado con un
producto pegajoso parecido a un aceite espeso, y que, al
colgarlos del techo, caían hacia abajo como rubios y
largos tirabuzones. Milagrosamente, todas las moscas
eran atrapadas por las cintas zampamoscas.

A orillas de Tánger
59
Al cabo de unos días había que reponer las cintas,
no porque perdiesen efectividad, no, sino porque se
ponían asquerosas: acababan negras y espesas de
moscas. Nunca supe qué era peor, si dejar las moscas
revolotear alegre y libremente como mudas bandadas de
diminutas e incansables golondrinas que para descansar
se posaban sobre la comida, o si tenerlas colgadas sobre
tu cabeza en pastosa masa negra, deforme y
amenazante…

A orillas de Tánger
60
Mi primer amor
Aunque muy breve, fue una relación tormentosa y
apasionada. Ocurrió en el barrio de la M’Sallah, cuando
vivíamos en la casa de la calle de Colombia. Tenía yo,
por lo tanto, cinco años. Como máximo seis. Ella se
llamaba Antoñita y pertenecía a una de las pocas familias
españolas del barrio. Era mayor que yo. Por lo menos de
un año. Su cara era graciosa y sus ojos, de color miel,
echaban chispas de alegría. Siempre estaba riendo. Me
llamaba mucho la atención su pelo castaño corto, muy
corto, totalmente inusual entre las niñas españolas de
entonces. Antoñita vivía en mi calle, casi frente a nuestra
casa. Junto con su hermana pequeña, siempre estaba
jugando con nosotros. Yo, para ser sincero, nunca me
fijé en ella como… mujer. Ni en ella ni en ninguna otra,
para que vamos a engañarnos.
Ese día, estando todos como siempre en la calle,
Antoñita me cogió del brazo y me arrastró hacia la casa
donde vivía. En la entrada, bajo el hueco de la escalera
que subía al primer y único piso, estaba el retrete,
común para todos los vecinos de la casa. Tenía una taza
turca, de esas que están a ras del suelo, con un
amenazante y enorme agujero en el centro y dos huellas
laterales para poner los pies. Antoñita me metió en el
oscuro y maloliente cuartito, cerró la puerta, y sin
encender la luz porque creo que no la había, me puso
contra la pared y me cogió entre sus brazos dándome
besitos por la cara. Recuerdo que yo estaba sofocado, no
sé si debido a la situación, a la oscuridad o al tufo que
desprendía el inquietante agujero de la taza turca.
Estaba horrorizado, al borde del desmayo. Pero era mi

A orillas de Tánger
61
primera cita y tenía que estar a la altura. Quizá no era
todo lo romántica que nadie hubiese podido nunca soñar
pero no dejaba por ello de ser menos auténtica. Por
fortuna, Antoñita parecía tener cierta experiencia y
controlaba la situación encargándose de todo:
- ¡Dame besitos, tonto! – reclamaba, más que
sugería, cogiéndo mis manos y poniéndolas alrededor de
su cintura.
Tal y como me pidió, empecé a darle besitos. Lo
hice sincopadamente, como un autómata, sin descanso.
Mientras le daba los besitos me preguntaba cuánto iba a
durar aquello. Me sentía débil y turbado. De pronto,
alguien aporreó la puerta.
- ¡Abre la puerta! ¡Abre!
Alguien debió chivarse. En mi aturdimiento, no sé si
debido a la embriaguez en la que me sumían las mieles
del primer amor o al mareo que me estaba produciendo
el fétido olor del váter turco, me pareció reconocer la
voz. Era una voz familiar. Deduzco que aquel día debía
ser domingo. Los domingos era el día de descanso de mi
hermano Juan. De no ser domingo, Juan hubiese estado
trabajando y, a esa hora, no hubiese estado ahí,
aporreando la puerta y, finalmente, abriéndola porque
Antoñita, pese a su experiencia, olvidó echar el pestillo.
Recorrí el trayecto entre la casa de Antoñita y la
mía a rastras y a empujones, flanqueado por las risas y
los comentarios jocosos de los niños del barrio. Juan era
John Wayne y yo Maureen O’Hara en El Hombre
Tranquilo, aunque probablemente algo menos
glamurosos. El recorrido, que era solo de unos diez
metros, fue interminable. Por más que lo pedía, la tierra
no me tragó ni a mí ni, a la sazón, a los malditos niños

A orillas de Tánger
62
que se cachondeaban de mí. Recuerdo que, ya en casa,
la bronca fue monumental. Juan, que tenía diecisiete
años, en su afán de protegerme, ese día fue presa de la
ofuscación y de la confusión. Aunque, pensándolo bien, a
lo mejor me salvó de morir de asfixia pasional.
Para bien o para mal, aquel fue mi primer romance,
pese a que, en el fondo, quizá le faltara un pelín de
romanticismo.

A orillas de Tánger
63
Abdelkrim, el antiguo vecino de Chauen, se
presentó un día en casa. Mi padre estaba fuera. Vino con
su hijo mayor, Ahmed. Los dos venían bien vestidos y
limpios. Incluso olían a flor de azahar, perfume muy
usado por los hombres. A mi madre nunca le gustaron
los hombres que olían demasiado a perfume. Decía que
los hombres que se perfumaban mucho lo hacían para
disimular malas intenciones.
Ahmed, el hijo de Abdelkrim, era enorme. Tenía la
cara gorda y los ojos saltones. Parecía un sapo.
Abdelkrim estuvo hablando con mi madre en la calle,
delante de casa. Su hijo miraba al suelo con una mueca
en la cara que parecía una sonrisa. No decía nada. Mi
madre tampoco. Al poco rato, llegó mi padre. Aunque
sorprendido de ver allí a Abdelkrim y su hijo, que por lo
visto ya conocía, se alegró de verles. Les besó, preguntó
por la mujer, por los otros hijos y por su padre. Luego,
les hizo pasar. Los tres se sentaron en el colchón. Mi
madre preparó té. Por la cara de mi madre, yo, que
entraba y salía con mis hermanitos, intuí que algo iba
mal. Me pegué a ella. Ella me apretaba contra sí.

A orillas de Tánger
64
Abdelkrim empezó a hablar:
- Hamidu, he venido a proponerte el enlace de tu
hija con mi hijo Ahmed. Ahmed es joven, solo tiene
veintinueve años y tu hija –prosiguió- dentro de ocho ya
tendrá catorce. Entonces podremos celebrar su boda.
Solo tendríamos que ponernos de acuerdo sobre la dote.
Creo que será una buena cosa para las dos familias.
Mi padre no dijo nada, cogió su vaso de té y, muy
despacio, empezó a beber. Durante unos instantes que
no acababan nunca, en la habitación solo se oía los
sorbos de mi padre. Todos le mirábamos expectantes: el
antiguo vecino, mi madre y yo. Hasta Ahmed, el hijo de
Abdelkrim, levantó la mirada del suelo para mirarle de
reojo. Mi padre, él, miraba el vaso humeante que tenía
en su mano, cerca de la cara. Nadie se atrevía a abrir la
boca. Ni siquiera Abdelkrim. Yo, más que nunca, sentí
que algo iba muy mal. Mi madre, tensa, me estrujó
contra su pierna hasta hacerme daño.
Luego, muy lentamente, bajo la mirada inquieta y
atenta de mi madre, mi padre se levantó y con un gesto
amable invitó a Abdelkrim y al hijo a que se levantaran
también. Les pasó los brazos por encima de los hombros
y se dirigió con ellos hacia la calle mientras les
murmuraba algo muy bajito. Al cabo de un momento
volvió solo. Mi padre, que no era hombre de prodigarse
mucho en caricias con nosotros, se acercó a mi –yo, sin
saber por qué, estaba temblando- y me apretó
dulcemente la cabeza entre sus enormes y ásperas
manos mientras miraba a mi madre con su sonrisa seria.
Mi madre también sonreía pero su sonrisa era triste. Yo
todavía temblaba pero entre las manos de mi padre intuí
que ya estaba fuera de peligro.

A orillas de Tánger
65
Nunca más volvimos a ver al vecino de Chauen ni a
su hijo. Nunca más, tampoco, se volvió a hablar de ellos
en nuestra casa.

A orillas de Tánger
66
La playa
Para la inmensa mayoría de los tangerinos, la playa
de Tánger era su playa. Pocas ciudades en el mundo
podían hacer gala de una identificación tan rotunda de su
población con alguno de sus parajes. Si se les hubiese
podido plantear a los tangerinos rescatar una sola cosa
de su ciudad, estoy seguro que la respuesta unánime
hubiese sido la playa.
En la playa, los tangerinos se encontraban con sus
amigos para reír y charlar, practicar deporte y jugar,
para hacer nuevas amistades, soñar y pasar las
vacaciones. Allí también enseñaban a sus hijos a andar,
a nadar y a jugar a la pelota. La playa era un ente que
cobraba vida propia cuando desembarcaban en ella sus
dueños, los tangerinos. Tánger, sin playa, nunca hubiese
gozado de tan buena salud. La playa era un privilegio, un
verdadero lujo. Y los tangerinos lo sabían.
El centro neurálgico de la playa eran sus
balnearios: El Neptuno, Las tres Carabelas, La Pérgola,
etc. En los balnearios había restaurantes, bares,
gimnasios, pistas de patinaje y, ya en la arena, casetas
para poder ponerse o quitarse los bañadores sin
necesidad de hacer malabarismos con las toallas
anudadas a la cintura mientras todo el mundo te miraba
de reojo por si se escapaba algo… Tener una caseta
alquilada por todo el día era de gran distinción y, todo
hay que decirlo, de gran comodidad porque en ella
podías dejar tu ropa sin tener que estar constantemente
vigilándola cuando te metías en el agua por temor a que
desapareciera. Como el camarote de los hermanos Marx,
una caseta podía dar mucho de si: varias familias amigas

A orillas de Tánger
67
podían utilizarla sin que nadie dijera nada. Solo había
que tener cuidado de no perder la llave por lo de el uno
por el otro la casa sin barrer.
Pasar un día en la playa era para mí un día de
fiesta. Pese a la arena, que el viento de levante, cuando
no el de poniente, te escupía despiadadamente a la cara
obligándote a masticarla hasta que pudieras echarte un
buche de agua a la boca. Pese a la sed que yo pasaba:
“Mamá, quiero agua” –repetía yo, incansable, a modo de
letanía, una y otra vez. Pese a la gran cantidad de agua
de mar que tragaba en mis inútiles intentos por
atravesar las olas como hacían los mayores. Pese a tener
que esperarme dos largas e interminables horas y media
después de comer para poder meterme de nuevo en el
agua: “Mamá, ¿me puedo bañar ya?”, preguntaba yo
cada cinco minutos para desesperación de mi madre.
Pese a que la ardiente arena seca, expuesta al sol
abrasador de África, me quemaba la planta de los pies
por poco que quisiera dar un paso. Pese a todo eso, ir a
la playa era motivo sobrado de alegría y de felicidad. Sin
hablar de las sandías. El día que llevábamos una sandía
a la playa la fiesta era doble. Las sandías no solo
pertenecían al verano sino también a la playa. Ningún
olor representaba para mí tan bien el verano y la playa
como el de la sandía.
También recuerdo que, a unos cien metros de la
orilla, bamboleándose al capricho de las olas, estaban las
balsas. Las balsas, las famosas balsas de la playa de
Tánger, no eran ni más ni menos que trampolines
flotantes situados como a un metro y medio sobre el
nivel del agua y desde los que podía tirarse todo aquel
que consiguiera llegar nadando hasta allí. Ir por primera

A orillas de Tánger
68
vez hasta una balsa era un hito en la carrera de todo
tangerino que se preciara. Seguir yendo era ya una
obligación rutinaria. Entre los chicos mayores, en todos
los relatos sobre un día de playa había que dejar muy
claro que se había ido hasta la balsa. De no dejarlo claro,
siempre había quien preguntaba inquisitoriamente: “Irías
hasta la balsa ¿no?” Como diciendo: ¡Ni se te ocurra no
haber ido porque serías un rajao! Por las balsas de la
playa de Tánger habrán pasado decenas de miles de
tangerinos. Aquellos que por algún motivo no lo hicimos
nos sentimos un poco disminuidos en nuestra
tangerinidad. Es como si fuésemos un poco menos
merecedores del gentilicio. A mí me quedó la frustración
de no hacerlo: como muchos otros niños de mi edad,
soñé con conseguirlo algún día.
Entre baño y baño, a la espera de acabar de hacer
la sempiterna digestión, los jóvenes tangerinos se
dedicaban a uno de sus deportes favoritos de playa: la
paleta. Las verdaderas paletas no se compraban, se las
fabricaba uno mismo a partir de una buena plancha de
madera de pino, de unos quince o veinte milímetros de
espesor. Aún recuerdo las últimas que mi hermano Juan
construyó. Eran robustas, de buena madera, con una
pala ancha de diseño elegante y un mango generoso y
redondeado que no te hacía daño al apretarlo y que
nunca se te escapaba de la mano. Sin lugar a dudas, tras
construir numerosos pares, Juan alcanzó una gran
maestría en la construcción de paletas.
A la paleta se jugaba con una pelota de goma dura
un poco más pequeña que las de tenis. Éstas, las de
tenis, no valían porque al mojarse perdían elasticidad y
no rebotaban sobre la madera. A menos que las pelaras.

A orillas de Tánger
69
Aunque la paleta era como el hermano pobre del tenis,
sus dificultades inherentes no le restaban méritos. En
efecto, se jugaba sobre arena, lo cual dificultaba la
movilidad. La pista de la paleta de competición era un
rectángulo trazado en la arena mojada con dos líneas en
el centro. Por su lado, la paleta libre, contrariamente a
todo otro deporte, era un juego solidario, de equipo de
verdad, que no de competición. Se jugaba en campo
abierto, sin limitaciones de distancia. No se trataba de
vencer al adversario, se trataba de que la pelota no
tocase nunca el suelo y, para ello, había que facilitarle al
máximo las cosas al compañero que estaba enfrente.
Presenciar un largo intercambio de peloteos entre Juan y
sus amigos Luis Serrano o Ricardo Guerrero era todo un
espectáculo, un verdadero privilegio.
Para la gente joven, la playa de Tánger era un
enorme polideportivo. Sin cuota, además.
Sin embargo, para las madres de familia la playa
era como una prueba de resistencia: las sombrillas y las
toallas volaban con el viento -de levante, cuando no de
poniente-, las tortillas de patatas y los bocadillos siempre
acababan llenos de arena y el agua para beber siempre
escaseaba si no terminaba caliente. Para colmo, los niños
nos tirábamos todo el tiempo inquiriendo y quejándonos:
mamá tengo sed, mamá quiero bañarme, mamá tengo
hambre, mamá quiero un helado, mamá quiero mear,
mamá tendo adena en la boga…
Por encima de todo, en su playa, los tangerinos
ejercían la libertad y la felicidad con las que su condición
de tangerino les agraciaba de forma privilegiada. En
aquellos austeros tiempos, los tangerinos españoles
sabían muy bien que, frente a ellos, del otro lado del

A orillas de Tánger
70
estrecho, había otras vivencias quizá no tan afortunadas.
Estoy seguro que muchos tangerinos hubiesen querido
compartir esa libertad y esa felicidad con aquellos
parientes, amigos o desconocidos que se encontraban
del otro lado del estrecho. Desde su playa, eso era casi
posible porque compartían el agua: en cierto modo, la
playa era un vehículo de comunicación.

A orillas de Tánger
71
Mi padre prometió llevarnos a la playa, a ver el
mar. Iríamos al siguiente domingo. Al parecer, en
domingo es cuando iba más gente. Sobre todo los
m’srani. ¡Mis hermanos y yo estábamos locos de
contentos! ¡Por fin veríamos el mar!
Llegó el domingo y, muy temprano por la mañana,
empezamos a prepararnos. En una espuerta metimos
dos tortas de pan, una botella con agua, un paquete de
aceitunas negras arrugadas y un trozo de queso de cabra
envuelto en palmitas y una sandía. También metimos la
toalla y una pelota pequeña de goma que Said trajo un
día. Contentos y entusiasmados, nos dirigimos los siete
hacia la playa. ¡Hasta mi madre estaba contenta!
Desde la M’Sallah, el trayecto hasta la playa era
muy largo. Mis hermanos, mi madre y yo disfrutamos del
camino: por primera vez estábamos viendo la ciudad, la
verdadera ciudad. Fatima, que mi madre llevaba sobre
sus espaldas, no dejaba de reír. Las calles eran
anchísimas, con coches modernos y autobuses ruidosos
que surgían de todas partes; los edificios, todos blancos
y limpios, eran inmensos; las tiendas, numerosas y

A orillas de Tánger
72
bonitas, tenían todas enormes cristaleras con un sinfín
de cosas; delante de los cafés, en las aceras, los clientes
estaban sentados detrás de mesitas redondas, tomando
café o limonada.
De todos nosotros, quien más disfrutaba era mi
madre. Sin parar de caminar, miraba y mostraba todo.
Todo le divertía y le hacía reír. Mi padre y mis hermanos
mayores, que al parecer ya habían estado por estos
lugares, sonreían al vernos.
De pronto, al llegar a una gran calle que mi padre
dijo era el Bulevar, frente a nosotros, lejos, por detrás de
grandes edificios, allá abajo, apareció lo que, según mi
padre, era el mar. ¡Era una mancha azul imponente cuya
parte superior, larga y recta como una soga tensa,
tocaba el cielo! No parecía agua. ¡Más bien parecía
pintura azul como la que se usaba para pintar las casas
de Chauen!
Allí, en el Bulevar, de pie todos sobre una larga
murallita que había a lo largo de la acera, nos quedamos
un buen rato contemplando el mar y gritando cada uno
lo que su visión le inspiraba. La gente que pasaba por
ahí, sobre todo los m’srani, nos miraban y sonreían.
Luego, aún sin creernos lo que habíamos visto,
empezamos a bajar impacientes por las calles que
estaban delante nuestra y que, según mi padre, nos
llevarían hasta la playa. En el fondo, yo tenía algo de
miedo.
Después de un buen rato caminando y bajando
cuestas, por fin, llegamos a la playa, justo frente al mar.
Un escalofrío me recorrió la espalda: ¡el mar se movía!
¡Estaba vivo! Delante de nosotros, el agua subía y
bajaba, iba y venía produciendo un ruido incesante. ¿Y si

A orillas de Tánger
73
toda esa agua se derramara y nos cubriera? Poco a poco,
mi madre, animada por mi padre, fue tomando confianza
y empezó a acercarse al borde. Solo entonces me di
cuenta de que el suelo estaba todo cubierto de arena,
como la de las obras para hacer casas. Era una arena
blanca y fina, limpia y suave. Temblando de emoción y
de miedo, no me despegué de mi padre. Al rato, cuando
ya vimos que la gente -medio desnuda- entraba y salía
del agua como si eso fuese lo más normal del mundo,
nos atrevimos a dejar que el agua de la orilla lamiera
nuestros pies. Ya de cerca, pude ver que el color del
agua no era azul. Solo tenía color de agua, ¡sin color!.
Muy pronto vencimos el miedo y empezamos a echarnos
agua los unos a los otros, mojándonos la ropa entre risas
y gritos. La que más se reía y gritaba era mi madre. En
una de esas, me cayó agua en la cara. ¡Estaba salada!
Se lo dije a los demás y nadie se lo creyó hasta que
empezaron a probarla. La cara de asombro de mis
hermanos y de mi madre fue muy divertida.
En la orilla, mi padre hizo un agujero en la arena
mojada y metió la sandía dentro. El agua, tranquila,
pasaba una y otra vez sobre el lugar donde estaba la
sandía.
- ¡Vereis que fresquita estará luego! –dijo mientras
clavaba una caña en la arena justo donde había
enterrado la sandía.
Mis hermanos, desnudos, chapoteaban como locos
dentro del agua. La más tranquila de todos era la
pequeña Fatima: parecía que había estado viviendo en el
mar toda su vida. Yo no me atreví a meterme en el agua.
Al rato, nos pusimos a comer. Larbi preguntó:
- Papá, ¿y la sandía?

A orillas de Tánger
74
- ¡La caña! –gritó mi padre buscando con los ojos la
caña con la que estaba ahora jugando Brahím.
- Brahím, hijo, ¿de dónde has sacado la caña? -
imploraba mi madre mientras Brahím le miraba riéndose
y golpeando el agua con la caña.
Mi padre y mis hermanos mayores se pasaron un
rato largo buscando la sandía en la arena. Hicieron mil
agujeros que, por suerte, el agua, pacientemente, iba
tapando. La sandía no apareció. Mientras, a mi madre le
dio un ataque de risa que nos contagió a mis hermanos
pequeños y a mí. La gente que pasaba por allí nos
miraba a todos y, sin saber por qué, también se reía.
Por la tarde vimos cómo, muy lejos, un enorme
barco avanzaba lentamente, lanzando de vez en cuando
un ensordecedor y largo bramido. El barco era
muchísimo más grande que un camión. Cuando estuvo
más cerca pude ver la gente que iba en él. ¡Nos
saludaron con la mano! Nosotros, emocionados, también
les saludamos.
Al fondo del mar, a la izquierda, se veía unas
montañitas muy pequeñas.
- Aquello es España. Ahí empieza Europa. ¡El
Paraíso! –dijo mi padre con la mirada brillante.
- ¡Cuando Larbi y yo seamos mayores subiremos a
una barca y nos iremos allí! –gritó Said alegre. Luego,
cuando seamos ricos, vendremos en un barco como ese
a buscaros a todos.
Mi madre se rió entre sorprendida y agradecida y
yo me quedé soñando ante la idea de vivir como una
reina en esas tierras m’srani…

A orillas de Tánger
75
Coser y cantar
De pequeño me encantaba escuchar cantar a la
gente. Sobre todo a mi madre. Mi afición y mi entrega al
cante eran incondicionales. El canto era magia. Además,
aquellas canciones contaban historias extraordinarias y
apasionantes. Nada me hubiese gustado más que poder
yo mismo cantar. A veces, cuando lo intentaba, mi
hermana Mariluz se acercaba a mí y, en tono guasón, me
decía: “A ver, enséñame los ojitos…”. Y es que, era tal la
emoción que me embargaba que, sin querer, se me
saltaban las lágrimas. Lo cual me daba mucha rabia.
En ese tiempo, sobre todo en tierras de Andalucía -
que Tánger, por simpatía, también lo era- las amas de
casa solían cantar mientras hacían sus faenas
domésticas. Cantaban con devoción y con
profesionalidad, como si estuvieran delante de un público
exigente. En realidad, sí que había público: las vecinas.
Si bien era ése un público muy particular porque,
además de atento y crítico, era participativo. Y es que,
cada mañana, se organizaba verdaderos festivales de
canto. Las canciones de las mujeres eran chorros de aire
fresco que atravesaban paredes, ventanas y escaleras
para, finalmente, arremolinarse en los patios de las
casas y perderse entre las risas y los gritos de los niños.
El canto constituía una sana competición en la que
incluso se respetaba los turnos: se dejaba cantar a la
participante y solo cuando ésta acababa, iniciaba su vez
la siguiente. Se trataba de imponerse por méritos
propios, dándoles a las demás todas las oportunidades,
sin trampas ni cortapisas. Cantar era algo muy serio.
Quiero decir, cantar bien. Además de las obligatorias e

A orillas de Tánger
76
incuestionables probidades de las que debían de hacer
gala las amas de casa -limpieza, esmero, desvelo,
honestidad, etc.- si cantaban, debían de hacerlo bien.
Cantar bien, otorgaba una cuota suplementaria de
respetabilidad para el reconocimiento y la admisión
socio-vecinal. Era un pacto tácito entre vecinas. Un pacto
pudoroso: cuando las amas de casa charlaban en los
patios o desde las ventanas, nunca mencionaban el
tema.
Curiosamente, mi abuela no cantaba nunca. En
lugar de cantar, como muchas mujeres de su edad, mi
abuela suspiraba. Empleaba el suspiro para manifestar
sus sentimientos más íntimos: la pena, la nostalgia, el
desamparo, la esperanza, la resignación, por solo citar
algunos de los estados de ánimo que a menudo invadían
a las mujeres más mayores de la posguerra. Alguna vez,
hasta creí verla suspirar de felicidad. Y es que,
contrariamente a las apariencias, los suspiros no eran
todos iguales. Diferían mucho unos de otros. Como las
coplas, sus contenidos variaban según las circunstancias
y el momento. Al fin y al cabo, ¿qué es una canción sino
un largo y sofisticado suspiro?
Por su parte, los hombres -salvo excepciones
gremiales- no solían cantar. Ellos silbaban. Los únicos
que parecían tener licencia para cantar, por lo menos en
público, eran los profesionales de la albañilería y de la
pintura. El hit número uno de la cofradía de los albañiles
era El emigrante, de Valderrama, y el número dos Vino
amargo, de Farina. En cuanto al gremio de los pintores,
la favorita absoluta era Angelitos negros, de Machín, por
aquello de “…pintor, que pintas con amor…”.
Por lo demás, los hombres que no eran ni albañiles

A orillas de Tánger
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ni pintores, como os decía, solo silbaban. Aunque eso sí,
silbaban constantemente. En cualquier lugar. Bajo
cualquier circunstancia. Incluso cuando caminaban solos
por la calle. Y a nadie le extrañaba. Si eso ocurriera hoy,
cuando menos nos llamaría la atención.
Mi padre, curiosamente, nunca silbaba. Y eso que
era un hombre alegre, simpático e integrado en su
tiempo. El único silbido suyo que recuerdo era una
especie de señal de cuatro notas que nos había inculcado
desde pequeños para que, en caso de necesidad,
pudiésemos reconocernos entre nosotros si, por ejemplo,
llegásemos a perdernos en la muchedumbre. Aún
recuerdo perfectamente esas cuatro notas. Pero en
tiempos que ni iban ni venían y en los que ni ya ni
todavía se hacían manifestaciones reivindicativas y en los
que aún no se había inventado los catedralíticos centros
comerciales donde perderse, nunca tuvimos que usar
esas silbas.
Pero volvamos a las amas de casa. Salvo algunas
coplas de obligado cumplimiento, cada ama de casa tenía
su propio repertorio. Repertorio, por otro lado,
escrupulosamente escogido y cuidado ya que era
impensable arriesgar su buen nombre estrenando en
público una canción sin ensayar. Los ensayos, los hacían
en secreto. En la más absoluta intimidad. Pegadas a la
radio y en voz baja. Solo cuando consideraban que la
canción ya estaba a punto, iban y la soltaban a los
cuatro vientos de los patios, como para pillar
desprevenida a la competencia.
Si bien existían géneros para todos los gustos, los
que más se repetían por tierras tangerinas eran los de
corte andaluz. Por lo tanto, se cantaba muchas coplas y

A orillas de Tánger
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tonadillas así como muchos pasodobles. No obstante, el
repertorio era completado por cuplés, tangos y
rancheras. Las coplas favoritas de la afición eran María
de la O, Torre de arena, Capote de grana y oro, Pena,
penita, pena, La zarzamora, Dos cruces, Francisco
Alegre, Ojos verdes, Tatuaje…- por citar solo algunas.
Pero, de todas las canciones y coplas, la número
uno indiscutible, a tenor de su frecuencia y de la pasión
que ponían las mujeres al cantarla, era Y sin embargo te
quiero. Esta copla, de letra retrógrada y casi masoquista,
narraba lo que a una mujer le hubiese gustado declararle
a un amante que no siempre podía estar con ella. Con
marcado acento andaluz, de incomparable gracejo, se
decía cosas tales como:
- “¡Te quiero máh que a mi soho, te quiero máh
que a mi vía, máh que al aire que rehpiro y máh que a la
mare mía!” -más que cantar este estribillo, las amas de
casa lo gritaban, lo clamaban, lo pregonaban al mundo
entero con fuerza y sin pudor, como liberando tensiones
que, en época de frustraciones y sinsabores, no eran
pocas. Otro estribillo que tampoco tenía desperdicio era:
- “¡Que se me paren loh purso si te deho de queré,
que lah campanah me doblen si te farto arguna ve!” -
esta frase, contundente, definitiva, lapidaria, no era más
que el preámbulo del grito desgarrador con el que
terminaba la canción:
- “¡Ereh mi vía y mi muerte, te lo huro compañero,
no debía de quererte, no debía de quererte, y sin
embargo te quiero!”
Mi madre, que también cantaba esta canción,
faltaría más, tenía bonita voz y cantaba con mucho
sentimiento. Su repertorio era bastante extenso.

A orillas de Tánger
79
Abarcaba casi todos los géneros y cantaba esas
canciones y muchas más. Pero sus preferencias, y desde
luego las mías, iban más por los boleros de Antonio
Machín y por los tangos de Carlos Gardel. Se conocía el
repertorio entero de los dos. De Gardel cantaba Adiós
muchachos, A media luz, Melodía de arrabal, La última
copa, Volver, Caminito, La comparsita, Esta noche me
emborracho, La cieguita (mi favorita), etc. De Machín
Dos gardenias, Toda una vida, Perfidia, Madrecita (mi
segunda favorita), Me importas tú, etc.
Yo, aunque terminé conociendo de memoria todas
esas canciones -entre otras cosas, porque las cantaba a
dúo, en voz baja, con mi madre- las que más me
emocionaban eran Madrecita y La Cieguita. Sobre todo
ésta última. ¡Cómo se me encogía el corazón cuando se
la oía cantar a mi madre! Era la historia de un padre que
se acordaba de su hijita ciega cuando, en el parque, veía
a otra cieguita que, como su pobre hija, no podía jugar
con los otros niños. Con la agravante, además, de que su
pequeña ¡estaba muerta!
- “¡Ay cieguita! Nunca te podré olvidar pues me
acuerdo de mi hijita que también era cieguita y no podía
jugar…” Llegando a ese punto de la canción,
irremisiblemente, se me partía el alma y ya, sin voluntad
alguna, totalmente entregado al drama de la pobre niña
puesto en boca de mi madre, desconsolado y roto,
arrancaba a llorar a moco tendido una y otra vez.
Yo no fui el único que heredó la afición al cante de
mi madre. Mis hermanos Juan y Mariluz también la
heredaron. Aunque la que de verdad lo practicaba era
Mariluz. Incluso ya a muy temprana edad daba una
réplica muy meritoria a nuestra madre en sus giras

A orillas de Tánger
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artísticas por los escenarios de las cuatro paredes de las
casas por donde íbamos viviendo. Además del clásico
repertorio familiar, Mariluz incorporó al suyo propio
boleros como La niña de Puerto Rico -su favorita-, La
barca, Caminemos, El reloj, Camino verde –su otra
favorita. Un día hasta se atrevió a cantar en Radio
Tánger, a través del teléfono de la papelería del Sr.
Cocostegüe, la canción Camino al Don.
En cuanto a Juan, a él le encantaba silbar e incluso
canturrear acompañándose de un papel de celofán,
previamente arrugado, que extendía sobre la mesa y que
sacudía con la punta de los dedos como si fuese una
percusión. Le gustaba la música rítmica moderna. Sus
piezas favoritas eran Siboney, Amapola, Perfidia,
Malagueña, Mambo nº 8, Quizás, quizás… La más rítmica
era una de Pérez Prado que me gustaba mucho y de la
que solo supe su nombre años después: Skokiaan. El
estribillo decía:
- “Oh, oh, Faraway in Africa, Happy happy Africa,
They sing a-bing-a-bang-a-bingo, they have a ball and
really go, Skokiaan, Skokiaan, Skokiaan, Skokiaan…” -
cantaba Juan al ritmo de sus improvisadas percusiones.
Pero sus preferidas eran las melodías italianas: Marina,
Che Lalla Che Lalla, de Marino Marini, Picolissima
Serenata, Torero y Maruzella de Renato Carusone, y, de
éste último también, La pansé: “¡Ah, qué bella pansé che
tiene!”, que Juan transformaba en “Ah, che bella combi-
nazione…” cuando, con Luis Serrano, Antonio Vázquez,
Ricardo Guerrero y nuestra madre, jugaba a la canasta y
quería indicar a su compañero de turno que tenía buenas
cartas. ¡Qué bien nos lo pasábamos en aquellas partidas
de canasta salpicadas constantemente de buen humor y

A orillas de Tánger
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de divertidas ocurrencias!
Por mi parte, muy a disgusto mío, por mucho que
me empeñaba, nunca pude cantar La Cieguita. Y es que,
cuando lo intentaba, me acordaba más que su propio
padre de la pobre niña ciega que no podía jugar – él, el
padre, el muy miserable, solo se acordaba de ella cuando
veía a otra cieguita en el parque–, entonces me subía un
escozor irrefrenable por la nariz, se me empañaban los
ojos y se me agarrotaba la garganta desde las primeras
notas, sin solución de continuidad y para mi gran
desesperación…

A orillas de Tánger
82
En casa, el día del baño era un día de fiesta. En
general, nos bañábamos los viernes. Lo hacíamos
temprano por la mañana. Mi madre encendía carbón en
el cuscusero, a la puerta de la casa, y luego iba por agua
a la fuente hasta llenar la palangana y los dos cubos. Al
parecer, los viernes era el día del baño de casi todas las
familias porque, frente a la puerta de muchas casas, iban
apareciendo los cuscuseros con carbón ardiendo
calentando agua en barreños o en cubos. Junto a cada
cuscusero siempre había un niño o una niña mayores
impidiendo que nadie se acercara al agua caliente. Mi
madre iba calentando poca agua que luego utilizaba para
templar la fría de la palangana.
Además de por el baño, ese día también era un día
de fiesta porque mi madre nos cantaba. Nos cantaba
canciones de amor que, por lo visto, su madre le cantó a
ella y a sus hermanas cuando, siendo pequeñas, las
bañaba. Mis tías, las hermanas de mi madre, también
cantaban estas canciones a mis primitos y primitas
durante el baño. A veces, en nuestro patio de Chauen,
por las tardes, mis primas y yo cantábamos todas juntas.

A orillas de Tánger
83
Me gustaba escuchar cantar a mi madre. Por más
que oyera siempre las mismas canciones, siempre me
ponía triste. La canción que más me gustaba era una que
contaba la historia de dos novios muy jóvenes que, un
día de calor, estando bañándose en el río,
desaparecieron en las aguas. Entonces, las dos familias,
cuando se enteraron, fueron al río a buscarlos. Primero
se metieron los hombres de las dos familias y, como no
los encontraban, fueron desapareciendo uno tras otro,
agotados, entre las aguas revueltas del río. Luego se
metieron las mujeres. También fueron desapareciendo
una tras otra. Los niños, grandes y pequeños, viendo
que sus madres no volvían, también se metieron en el
río para buscarlas. Hasta que desaparecieron todos. En
la orilla solo quedaron las abuelas de los novios. Entre
gritos y lamentos, las cuatro ancianas fueron las que
contaron la tragedia a los vecinos del pueblo. En los
pueblos de la comarca, poca gente se bañaba en el río.
Yo siempre lloraba cuando mi madre cantaba esa
canción.
Mi madre siempre empezaba el baño por Fatima, mi
hermanita pequeña. La desnudaba y, sosteniéndola con
el brazo, le pasaba el paño empapado de agua templada.
Usábamos el jabón de lavar la ropa que mi madre
restregaba sobre el paño mojado. Como a mí, a Fatima
le gustaba el baño. Cuando mi madre terminaba de
lavarla yo me encargaba de secarla con la toalla grande.
Luego le tocaba el turno a Brahím. Mi madre echaba un
poco de agua caliente en la palangana para calentar la
que había usado para Fatima, y Brahím se metía de pie.
Igual que a Fatima, mi madre lo lavaba de arriba abajo,
pasándole el paño por todas partes, entre las risas de

A orillas de Tánger
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todos. Luego era mi turno. El baño era uno de mis
momentos preferidos. Me gustaba sentir sobre la piel el
agua templada y las caricias suaves del paño de mi
madre. También me gustaba el olor del jabón y saber
que llevaría ese olor durante todo el día. Olía a limpio y
eso hacía que me sintiera feliz. Me pasaba la semana
esperando el día del baño.
- El tatuaje te ha quedado muy bonito –me dijo mi
madre ese día- ¡estás muy guapa!
Incomprensiblemente, a mis hermanos mayores no
les gustaba que mi madre les bañara. Aunque tampoco
querían lavarse solos. Mi madre siempre discutía con
ellos a causa del baño. Solo cuando mi padre se ponía
muy serio aceptaban lavarse, aunque, eso sí,
protestando. Lo hacían muy rápidamente y dándonos la
espalda. Mi madre y yo nos burlábamos de ellos.
Por la tarde del mismo día del baño mi madre solía
ir al hammam, el baño público. En Chauen siempre iba al
hammam con algunas de sus hermanas y, a juzgar por
sus risas cuando salían de casa, cada una con su cubo,
su jabón y su toalla, debían pasárselo muy bien. En
realidad, mi madre siempre se lo pasaba bien con sus
hermanas. Aquí, en Tánger, tenía que ir sola al
hammam. Mi padre iba al hammam de los hombres y mi
madre al de las mujeres. Mi madre decía que cuando yo
fuese más mayor iría con ella. Las dos estábamos
deseando que llegara ese día.

A orillas de Tánger
85
Una casa de verdad
Después de la M’Sallah, nos fuimos a vivir a un piso
que se encontraba en la Plaza de Castilla, al sur de
Tánger, en el barrio de los Suanis que también
llamábamos Inimex. ¡Esta sí que era una casa! Por una
vez era un piso grande y casi nuevo. ¡Hasta tenía agua
corriente y luz eléctrica! Había varias habitaciones y un
cuarto de baño grande y completo. Mariluz y yo no nos lo
podíamos creer: ¡saltábamos de alegría! El edificio tenía
dos plantas y azotea.
Una de las cosas que más me gustó fue el fogón,
del tipo llamado “cocina económica”. Era de hierro colado
y en su parte baja había una trampilla por la que se
introducía la leña o el carbón. En la parte superior había
dos fuegos que consistían en unos agujeros cerrados por
dos coronas circulares de acero y una pieza pequeña
central redonda. Según se quisiera más o menos llama
se quitaba más o menos coronas. ¡Qué lejos quedaba el
“primu” que hasta hacía tan solo unas horas fue una
pieza clave en nuestra vida!
El lugar preferido por Mariluz y por mí en esta casa
era un diminuto patio interior al que accedíamos por una
ventana baja situada en el fondo del pasillo, al lado del
cuarto de baño. Tendría un metro por un metro y era
como un respiradero que desembocaba a la azotea. El
patinito –que así le llamábamos- tenía un olor
característico que procedía de un pequeño sumidero. Era
tal el cariño que le tomé al patinito que hasta me
encariñé con su olor. Mucho tiempo después, a lo largo
de los años, volví a encontrarme varias veces con ese
mismo olor, viniéndome a la memoria el recuerdo

A orillas de Tánger
86
entrañable del patinito de la casa de la Plaza de Castilla.
En este barrio me hice los primeros amigos de mi
vida. Hasta ese momento, la única compañera de juegos
que tenía era mi hermana. Mariluz formaba parte de mí.
Era como una prolongación mía, éramos como hermanos
siameses. Poco a poco, en ese barrio, empecé a
independizarme de ella…
Donde más jugaba con mis nuevos amigos era en
un cañaveral que se encontraba al final de nuestra calle.
Allí pasábamos horas y horas, inventando juegos y
juguetes, todos a base de cañas. ¡Los cañaverales daban
para mucho! Hacíamos cabañas, cerbatanas, escopetas,
barquitos de vela y silbatos. Para trabajar la caña nos
hacíamos cuchillos con restos de flejes metálicos de los
que se usan para los embalajes. La fabricación de estos
cuchillos suponía todo un proceso. Primero había que
encontrar la parte del fleje que había sido grapada para
cerrar el embalaje: la grapa, de unos tres centímetros,
nos serviría de empuñadura. Una vez el fleje cortado a la
longitud adecuada –no más de ocho centímetros- lo
frotábamos en los bordillos de las aceras para afilar la
hoja. El secreto para un buen afilado era echar
suficientes escupitajos en la piedra (el escupitajo era un
recurso imprescindible en muchas de nuestras
operaciones artesanales).
¡Cómo me gustaba el olor del corte de la caña
verde! Olía a campo y a rebelde. ¡Jamás ningún otro olor
me supo tanto a libertad como ese! Todo el mundo
debería tener la oportunidad de oler la caña verde recién
cortada al menos una vez en su vida. ¡Es una experiencia
indispensable!.
En Inimex, por primera vez en mi vida, jugué al

A orillas de Tánger
87
fútbol de verdad. Sin que nadie me invitase, ese día me
metí en un partido de chicos mayores. Me quisieron
echar del campo pero uno de ellos, alto y delgado, dijo:
- Dejadle, juega con nosotros, de tajaricha.
Me alegró caerle bien pero lo de tajaricha no me
gustó demasiado. ¡Yo quería jugar de pleno derecho y no
a medias! Recuerdo que el balón, bien hinchado, era de
goma de color marrón con dibujos imitando las costuras
de los balones de reglamento. Al cabo de un buen rato
de estar errando por el campo como alma en pena –ni
siquiera mi protector me pasaba la pelota-,
prodigiosamente, el balón chocó conmigo y rodó
mansamente a mis pies. Antes de que nadie se acercara
y me lo arrebatara, le di con todas mis fuerzas, de lleno,
justo en el centro. Fue mi primera patada a un balón de
esa categoría. En el interior de la pelota sonó el
chasquido casi metálico del contacto de la punta de mi
zapato con la goma. El sonido, un boing cautivo pero con
eco, vibrante y decreciente, se perdió a lo lejos con el
balón. Fue una verdadera liberación. Luego vino el
milagro: los niños mayores salieron todos corriendo
hacia la pelota que yo había lanzado, legitimando con
sus afanosas carreras mi participación en el juego. Por
primera vez en mi vida me sentí protagonista fuera de
casa.
La mañana en la que yo daba ese mi primer
chupinazo a un balón de verdad, quizá era el 22 de abril
de 1952. Probablemente, justo en el momento del
patadón, en las lejanas y profundas antípodas
australianas, en Brisbane, en el seno de una típica
familia de clase media local, nacía la niña que iba a ser la
mujer de mi vida, Sandra Ellen Liedl, la madre de mis

A orillas de Tánger
88
hijos. Veinticinco años después de aquellas liberaciones,
tras paciente e incansable búsqueda, Sandra y yo nos
encontramos.
Creo que a partir de que nos mudáramos a esta
casa, mi familia, por primera vez, era feliz…

A orillas de Tánger
89
Una mañana, muy temprano, vino el dueño de la
casa de la M’Sallah. Oí cómo, en la calle, mi padre
discutía muy fuerte con él y cómo mi madre, llorando, le
imploraba invocando a Dios. Al cabo de un rato,
sollozando, mi madre empezó a recoger nuestras cosas.
Sin darnos apenas cuenta, mis hermanos y yo nos
encontramos en la calle, sentados sobre los dos
colchones enrollados, junto con los cubos, la palangana y
los bultos de ropa. El dueño, mascullando cosas entre
dientes, cerró violentamente la puerta de nuestra casa y
se llevó la llave. Los vecinos nos miraban en silencio. Los
niños de nuestra calle, por una vez, también estaban
callados y quietos, cómo paralizados. Alguna mujer se
acercó a mi madre y le pasó la mano por la espalda para
consolarla. Los ojos de mi madre estaban rotos de dolor.
Mi padre, que siempre decía que a la miseria había que
cerrarle la puerta de casa para que ni entrara ni saliera,
estaba hundido: esa mañana, peor que el día del
incendio, nuestra miseria más negra llenaba la calle.
Como pudo, mi padre metió nuestras cosas en el
carrito de mis hermanos y, por encima, los dos colchones

A orillas de Tánger
90
que nos quedaban. Entonces, iniciamos un largo camino
hacia el azar y el miedo, vagando por las calles tortuosas
de la M’Sallah, deteniéndonos de vez en cuando mientras
mi padre buscaba un rincón donde guarecernos
provisionalmente.
Así anduvimos hasta la noche, cuando, por fin, en
los Suanis, una barriada alejada de la M’Sallah,
encontramos una casucha abandonada y sin techo.
Apenas llegamos, mi padre, como para ahuyentar la
angustia y la desazón, encendió un pequeño fuego, fue a
buscar un poco de agua e hizo té con menta. Nunca me
supo tan bien el olor que desprendía el té hirviendo con
hierbabuena. Era un olor reconfortante. Sabía a hogar, a
familia, a sosiego, a seguridad. Esa noche en particular,
el olor de la hierbabuena parecía un milagro. ¡Hubiese
querido poder conservarlo en un frasquito para siempre!
Extenuados, pero contentos por que se acabara un
día tan amargo, mis hermanos y yo, después de comer
un trozo de pan con el té, nos echamos a dormir en un
rincón que nuestros padres habían limpiado a oscuras.
Cerca debía haber una mezquita porque se oyó las
llamadas entonadas del muecín:
- ¡Allah k’bar! ¡Allah k’bar!
De costumbre, yo siempre intentaba dormirme
temprano, antes de que se hiciera de noche, cuando aún
quedaba un poco de luz en el cielo y en mis ojos. La
oscuridad de la noche no me gustaba, me hacía pensar
en cosas desagradables y temibles. Además, por la
noche, oía cosas que nunca oía de día. Oía, por ejemplo,
ladridos amenazadores e incansables de perros. Siempre
había un perro ladrando o aullando a lo lejos. A veces,
también oía gritos de angustia lanzados por alguna

A orillas de Tánger
91
mujer. Esos gritos me aterraban. Como también me
aterraban los llantos de dolor de los niños pequeños,
enfermos o, como nosotros, hambrientos. Luego, como
animados por esos llantos, como queriendo imitar a los
niños para seducirles, estallaban los maullidos de los
gatos, violentos o plañideros, pero siempre inquietantes,
desgarrando la noche con sus zarpas. Por si fuese poco,
desde que fui a la playa de Tánger, por la noche pensaba
en el mar. Me lo imaginaba en la oscuridad, como una
inmensa masa negra viva, resoplando penosamente,
espiándome con sus innumerables ojos blancos que abría
y cerraba sin descanso e intentando engullirme con sus
enormes y húmedos labios. Por todo eso y por las cosas
que me venían a la cabeza sin quererlo, yo prefería
dormirme cuando aún era de día. Y por el hambre. Mi
padre decía que el hambre es una bestia que reclama
comida. Cuando me dormía, la bestia también se dormía.
Sin embargo, esa noche, en esa casa maloliente y
en ruinas, soñé que estaba en mi casita blanca y azul de
Chauen, jugando y riendo con mis primas y mis amigas.
A la mañana siguiente, mi padre, animoso y alegre
como nunca lo había visto antes, nos despertó a todos:
- ¡Arriba, arriba! Esta noche dormiremos en una
casa con techo. ¡Os lo juro!
En efecto, después de preguntar y buscar durante
toda la mañana, a mediodía un hombre nos llevó a una
casita que, aunque tenía problemas de humedad, nos
pareció un palacio.

A orillas de Tánger
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A la escuela, sin remisión
Como ya dije, después de pasar unos días sin pena
ni gloria en el Grupo Escolar España con Mariluz, me
llevaron a la escuela francesa Adrien Berchet. Tendría yo
seis años. El primer día fue un día duro. Muy duro. Sin
embargo, en casa, todo el mundo se alegraba porque me
habían admitido en la escuela francesa. Entré en el cours
Préparatoire, algo así como primero de enseñanza
primaria.
Ese día todo me impresionaba. Sobre todo ver
tantos niños. Creo que nunca vi tantos a la vez y tan
distintos los unos de los otros. ¡La variedad era enorme!
¡Un verdadero espectáculo! Aunque también era un
espectáculo su comportamiento. Los más pequeños
estábamos quietecitos en un rincón. Supongo que como
yo, todos estaban bastante sobrecogidos por lo que les
rodeaba. La gran mayoría gritaba, corría, saltaba, se
empujaba, se caía, se levantaba y salía corriendo de
nuevo. Lo más sobrecogedor eran sus gritos. Gritaban
como locos, como energúmenos. El ruido que producían
era atronador, físicamente insoportable. Se desgañitaban
como para querer impresionar a los demás. Y, la verdad
es que, conmigo, lo conseguían. Sobre todo cuando, al
pasar corriendo cerca de mí, acercaban su cara, rozando
la mía, abriendo una boca enorme y mirándome a los
ojos, como desafiándome. Yo solo quería irme a mi casa.
También recuerdo a los maestros. Eran muy serios
y muy elegantes, como corresponde a la gente rica. Los
hombres llevaban corbata. Creo que les tomé respeto
desde el primer instante en que les vi.
A todo eso se añadía que ese fue mi primer

A orillas de Tánger
93
contacto con la lengua francesa, una lengua que nunca
había oído antes. También fue, después de varios años
de vacaciones infantiles, el primer día que me separaba
de mi familia. ¡Cuánto echaba de menos a mi madre y a
mi hermana!
Estaba yo absorto en mis melancólicos
pensamientos, compadeciéndome de mí mismo y de mi
sino, con una lagrimita a punto de caer -¡qué penita me
daba de mí!- oyendo de fondo a los monstruos que me
rodeaban, cuando, de repente, justo encima de mí,
estalló la campana en mil redobles ensordecedores. Era
la temible campana. La que helaba el aire y la sangre. La
que lo silenciaba todo. La que te devolvía al mundo
inhóspito y te sumía en lo desconocido: nunca sabías qué
iba a pasar en los minutos que le seguían. Era como una
alarma apocalíptica.
Recuerdo que ese primer día, ya en la fila que creí
me correspondía, escudriñaba el rostro de los demás
niños por si descubría algún motivo de inquietud -como
cuando un avión da más bandazos de lo normal y los
pasajeros, disimuladamente, miran de reojo a los demás
y a las azafatas para compulsar su estado de ánimo. Los
niños de mi fila estaban tan campantes, totalmente
ajenos a mis temores sobre lo que se nos avecinaba.
Y no me equivocaba. Por lo menos en lo que a mí
respectaba. La cosa no mejoró nada. Al contrario, fue
empeorando en una especie de escalada vertiginosa que
ni siquiera intenté explicar a mi madre cuando, una
eternidad después, al recogerme a mediodía, me
preguntó con amplia sonrisa -como para animarme- que
cómo me fue.
Ya en clase noté algo raro. En realidad, lo noté en

A orillas de Tánger
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la fila: los niños parecían un poco mayores que yo. Y es
que, como no podía ser menos, me equivoqué de fila. El
maestro, francés todo él, intentó hablar conmigo. Yo, ni
una palabra. ¡No me enteraba de nada! Mientras tanto,
los otros niños se lo pasaban de miedo a mi costa y reían
ruidosamente. Al cabo de un rato, supongo que cuando
se descubrió que mi nombre no figuraba en la lista de
esa clase, tuve que salir a buscar la que me
correspondía. Durante un buen rato anduve
deambulando por los pasillos que, ahora vacíos y
silenciosos, me parecían enormes y lúgubres. Al cabo de
unos minutos que debieron parecerme una eternidad,
encontré a una señora que, después de varios paseos
por clases y despachos me llevó a mi clase. Estos niños
sí que eran de mi edad. Reconocí a alguno de los que,
como yo, estaban asustados antes del campanazo.
La maestra, joven, muy alta y muy tiesa, muy bien
vestida y con melena pelirroja, me acogió con unas
palabras que, por el tono, deduje que no eran de
bienvenida. Como ya intuí, mi torpeza no iba a quedar
impune. Creo que esa maestra me tomó manía desde
que me vio. Al poco tiempo de sentarme, por no sé qué
motivos que supongo no fueron míos, sin yo
esperármelo, sin saber cómo ni por qué, Mademoiselle
como quiera que se llamara se acercó a mí y, con cara
de bruja, articulando vete a saber qué, me propinó un
bofetón en la cara que me asqueó de la escuela para
siempre. Silencio ahogado colectivo. Vacío total. Miedo
horroroso. Hormigueo en la mejilla y en los oídos y
escozor en la dignidad. Fue entonces cuando, por encima
de la sorpresa, del dolor y de la humillación, percibí un
fuerte olor a mostaza que parecía provenir de la

A orillas de Tánger
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Mademoiselle. Era un olor picante, casi agresivo,
impactante como el guantazo. La diferencia con la
mostaza de verdad era que, para oler ésta última, había
que acercar bastante la nariz al tarro que la contiene. El
olor de la mostaza de verdad es un olor íntimo, personal.
El que desprendía la Mademoiselle invadía, avasallaba.
Era un olor público y dominador. Al menos, tuvo la virtud
de distraerme de mis infortunios. Al cabo de los días, la
presencia del olor se confirmaba sobre todo cuando la
Mademoiselle pasaba cerca de mí, como si llevase una
nube invisible de gas prendida a sus bonitos vestidos.
Aunque me costó admitirlo, tuve que aceptar que ese
olor era perfume. ¡Cómo podía yo imaginar que una
señorita tan distinguida pudiese oler a algo tan vulgar
como la mostaza!
El nombre completo de mi escuela era École
Élémentaire Adrien Berchet. Era un edificio vetusto y
grande, de dos plantas, con inmensas columnas y aulas
de techo muy alto. Dos hileras de baños adosados
dividían el recinto en dos: uno para los niños pequeños y
otro para los mayores. Recuerdo que la directora de la
escuela de los pequeños se llamaba Madame Padovani.
En la parte trasera de la escuela de los mayores
estaba el patio de recreo que también servía para hacer
educación física. En el rincón de la derecha había un gran
rectángulo con arena en cuyo centro se elevaba un
pórtico muy alto con unas gruesas cuerdas para escalar.
En el patio también había grandes plátanos, típicos
en todas las escuelas francesas y cuyas hojas –parecidas
a las de parra, solo que más grandes- los niños de medio
mundo han dibujado en otoño alguna vez. Finalmente, a
lo largo de las aulas, estaba el patio cubierto: le préau,

A orillas de Tánger
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donde formábamos las filas y nos resguardábamos
cuando llovía.
Después de la señorita con olor a mostaza tuve un
maestro que se llamaba Monsieur Mercier. Era bajito, con
gafas, algo mayor y payaso. Luego, ya en la parte de los
mayores, tuve a Monsieur Casson.
El primer día de clase del Cours moyen première
année –tenía yo nueve años- Monsieur Casson repartió
los libros -la escuela entregaba libros de texto que
íbamos heredando de un año para otro. Monsieur Casson
me dio un primer libro que guardé cuidadosamente
dentro de mi pupitre. Cuando hizo el reparto de este
primer libro, preguntó que quién no lo había recibido. Yo,
que probablemente estaba pensando en las musarañas,
levanté el dedo. El maestro vino hacia mí, levantó la tapa
de mi pupitre, gritó no sé qué y me dio un bofetón como
nunca lo había recibido hasta ese día. La cara me escoció
durante muchos meses. Definitivamente, ¡los primeros
días de clase no me traían suerte!
Ahora que mis tres hijos ya son mayores puedo
confesar que odiaba ir a la escuela. Para mí era una
verdadera penitencia. Lo mío no era la escuela sino la
calle. Lo mío no era la maestra ni el maestro sino mi
madre. En la escuela solo disfrutaba cuando hacíamos
educación física y dibujo.
No obstante, conservo algunos recuerdos cariñosos
relacionados más con los útiles de clase que con otra
cosa. Así, recuerdo las celebérrimas plumillas Sergent
Major que insertábamos en los porta-plumas para
introducirlas en los tinteros de porcelana en forma de
seta alojados en los pupitres. También recuerdo el
riquísimo olor a almendra del pegamento de pasta

A orillas de Tánger
97
blanca, en botecitos de plástico en cuyo interior, en un
pequeño alojamiento vertical, había una diminuta
espátula para aplicarlo. Y los tristes babis –tabliers, en
francés- de tela recia y seca, de color azul o gris. Pero
también los plumieres de madera, de uno o dos pisos,
con sus diminutos y maravillosos cierres y bisagras de
latón amarillo.
Por aquellos ilustres tiempos, en las clases
pequeñas no se llevaba a la escuela como hoy
cuadernos. ¡Llevábamos pizarra! Consistía ésta en un
trozo de verdadera pizarra, como la que se ponen en los
tejados de las casas, bien recortada, de unos 25 cm de
largo por unos 18 de ancho. Para que durara algo más y
sus cantos no nos cortaran, estaba protegida con un
marquito de madera. La pizarra era nuestra principal
herramienta de trabajo. Los horrores que escribíamos en
ella eran, por fortuna, efímeros ya que conforme íbamos
escribiendo teníamos que ir borrando por falta de
espacio. Para escribir utilizábamos un pizarrín que
también era de piedra de pizarra. A principio de curso
borrábamos la pizarra con una esponjita redonda que
había que mojar ligeramente. La humectación era todo
un arte porque si la mojabas demasiado luego no podías
escribir. Lo mejor era escupir en la pizarra y pasar la
esponjita. El problema era que, a causa de la humedad,
en un par de semanas la esponja se pudría y echaba un
pestazo insoportable y tenías que deshacerte de ella.
Entonces borrábamos con la manga: escupitajo certero y
pase de codo ágil. Era lo más práctico y además no olía
tanto porque el jersey te lo lavaba tu madre a menudo.
Pero, después de varios meses de disciplina y
concentración, lo mejor del colegio, sin lugar a dudas,

A orillas de Tánger
98
era la llegada de las vacaciones de verano. Cuando
mejor me lo pasaba de verdad, cuando yo era el niño
más feliz del mundo, cuando para mí tomaba verdadero
sentido la palabra felicidad, era durante los últimos días
del año escolar. Solo ocurría una vez al año pero ¡hasta
valía la pena pasar por todo lo otro con tal de llegar a
esos días! Nadie disfrutaba como yo haciendo las
cadenetas y los adornos para decorar la clase. Nadie me
ganaba en cantidad ni en calidad haciendo la decoración.
Luego, cuando llegaban las últimas horas de clase,
todos los niños cantábamos la canción de despedida:
“Gai, gai l’écolier, c’est demain les vacances! Gai, gai
l’écolier c’est demain que je m’en vais! Adieu les
analyses, les verbes et les dictées! Tout ça c’est des
bêtises, allons nous amuser!”.
Y así, desgañitándonos, repetíamos estos estribillos
sin parar, a grito pelado, como enloquecidos.
Cantábamos en todas partes: en clase, en el patio y
hasta en la calle. Estuviésemos solos o con más niños.
Daba igual. Estábamos moralmente autorizados para
hacerlo. ¡Era nuestro grito de liberación…!

A orillas de Tánger
99
El botiquín de mi abuela
Aunque la medicina estaba relativamente avanzada,
mi madre y mi abuela, según para qué males,
empleaban remedios caseros muy populares. Para
entender esto hay que situarse en aquel contexto social
en el que existía una gran depresión económica y en el
que la asistencia sanitaria pública era deplorable. Frente
a esas perspectivas, las familias humildes, es decir, la
gran mayoría de las que nos rodeaban, sin rechazar el
uso de algunos medicamentos, mantuvieron vigentes
algunos productos polivalentes de gran arraigo popular.
De estos remedios universales recuerdo en especial los
que estaban en todos los botiquines familiares y que
tanto valían para un roto como para un descosido. Eran
el aceite de hígado de bacalao, el aceite de ricino, el
agua de Carabaña y los papelillos. ¡Unas verdaderas
delicatessen que, menos la fealdad, lo curaban todo!
En casa, estas medicinas se empleaban sobre todo
para curar ciertos trastornos intestinales, males muy
extendidos entonces entre la población infantil, tales
como los dolores de barriga, la presencia de lombrices, el
estreñimiento y la diarrea. Al parecer, algunos de esos
remedios, como el aceite de hígado de bacalao, eran
verdaderas bombas vitamínicas que también servían
para el crecimiento y contra la endeblez, estado muy
extendido también entre la población infantil del
momento y al que las madres le temían como a la peste.
Aunque, para la endeblez, lo mejor era un ponche
caliente de Quina Santa Catalina con una yema de huevo
y azúcar. Estaba buenísimo; de hecho, de todos los
remedios caseros, era el único que sabía bien. La pena

A orillas de Tánger
100
es que yo nunca estaba endeble. Lo que más recuerdo
del resto de medicamentos que no fuese el ponche, era
su horrendo sabor. Nunca entendí por qué debían saber
tan mal. Por aquel entonces no se prestaba la más
mínima atención a la calidad de vida de los enfermos y la
mayoría de los medicamentos y medicinas nos llegaban
con un sabor a rayos que te tiraba de espaldas, sin un
mísero saborcito a fresa o a naranja que humanizara el
trance.
- ¡Quieres abrir la boca, niño! – se impacientaba mi
madre cuando intentaba hacerme tomar uno de esos
infectos potingues.
- Hummm, hummm, - contestaba yo hasta que, no
pudiendo respirar porque mi madre me apretaba la nariz,
me veía obligado a abrir la boca para sobrevivir.
Entonces notaba cómo el horrendo y asqueroso brebaje
invadía mi lengua y mi más íntimo sentido del buen
gusto hasta marearme. Más que una medicina, eso era
una agresión, una penitencia. ¡Con toda la autoridad del
mundo, puedo decir que era peor el remedio que la
enfermedad!
Pese a todo, en caso de estreñimiento, lo mejor era
tragarte el potingue de turno sin rechistar porque, si no,
te esperaba lo peor: la lavativa. Por motivos obvios, la
lavativa no sabía mal, pero era doblemente traumática.
Primero a causa de la introducción de la cánula en tu
conciencia más esencial –el culo– segundo, porque al
abrir tu madre la válvula de la cánula, las aguas, aunque
templadas, entraban violentas y tempestuosas,
atravesándote de rabo a cabo con tal ímpetu que se te
cortaba la respiración. Luego, esas mismas aguas volvían
a salir tan procelosas como entraron, arrastrando

A orillas de Tánger
101
consigo todos los sedimentos que se le pusieran por
delante. ¡Era inhumano!
Otro remedio casero que me impresionaba mucho
era el de las mariposas. Las mariposas eran unos discos
de papel encerado, del tamaño de una moneda,
sobrepuestas sobre otro disco de corcho fino y de cuyo
centro sobresalía una pequeña mecha. Habitualmente,
mi abuela utilizaba las mariposas para pedirles a los
santos de su devoción que nos proporcionaran salud y
fortunios. Para ello, las hacía flotar sobre un platito con
aceite y les prendía la mecha, como si se tratase de
diminutas velas. Pues bien, al parecer, estas mariposas,
que así les llamábamos, además de poseer poderes
invocatorios, también poseían poderes curativos.
Así, cuando mi padre tosía más de la cuenta, se
tumbaba en la cama sobre el vientre y mi madre, sobre
su espalda desnuda, empezaba el ritual de las
mariposas.
- Aguanta la tos, Antonio, aguanta -le decía mi
madre.
Aún recuerdo la primera vez que asistí a una de
esas ceremonias. Tendría yo cinco años. Una vez mi
padre en la cama, mi madre, con mucha serenidad, le
puso una mariposa sobre un punto de la espalda.
Encendió una cerilla y prendió la mecha. Luego colocó
encima un pequeño vaso de cristal. Parecía una sesión
de brujería. Miraba yo la llamita de la mariposa dentro
del vaso cuando, de repente, se apagó y, como por arte
de magia, el vaso se medio llenó de carne. ¡Sí, de carne!
¡De carne de mi padre! Al principio era blanca pero
rápidamente se tornó roja como un tomate. Todo eso
debía de ser normal porque mi madre no se inmutaba y

A orillas de Tánger
102
seguía concentrada en su tarea purificadora hasta poner
media docena de mariposas con sus respectivos vasos.
¡La espalda de mi padre parecía un puesto de tomates!
Luego, al cabo de unos momentos, mi madre fue
retirando los vasos con extremado cuidado. Para ello, los
inclinaba un poco y, con un ruido de gaseosa nueva, los
tomates desaparecían de golpe. ¡Pura brujería! Mirando
de cerca vi que, en efecto, los tomates ya no estaban y
que en su lugar quedaban unos círculos rojos. Más tarde,
ya algo más curtido, me divertía asistir a esas
ceremonias casi mágicas que, se suponía, ayudaban a mi
padre a superar sus molestos problemas respiratorios.
Al principio de los años cincuenta se puso de moda
el cultivo doméstico de hongos curalotodo. Alguien le dio
a mi abuela un trocito de ese hongo, lo que ella llamaba
un hijo que, con sumo cuidado, depositó en el fondo de
una honda ensaladera de cristal que dejó encima de una
repisa del comedor, presidiendo la familia.
- ¡Esto es mano de santo! – aseveró mi abuela,
reclamando anticipadamente respeto para el hongo.
El hongo milagroso hijo era de color marrón y
estaba cubierto por un líquido viscoso del mismo color y
de olor avinagrado. Por lo visto, era un trocito de la
madre y si se le regaba un poco todos los días debía
crecer y crecer hasta convertirse él mismo en madre
también. ¡El lío padre! Yo no entendía nada de esas
relaciones madre-hijo-madre tan estrechas y tan poco
habituales en mi barrio pero aceptaba las explicaciones
de la mía -quiero decir, de mi madre. Pues bien, al
parecer, conforme fuese creciendo, el hongo impregnaría
el agua con sus propiedades benéficas y, para sanar -
nunca supe de qué- el enfermo debía beberse parte del

A orillas de Tánger
103
viscoso brebaje marrón de asqueroso aspecto. Al cabo de
unas semanas, el hongo marrón de mi abuela,
compuesto de numerosas capas pringosas y
amenazantes, se puso enorme. Ya casi desbordaba la
honda ensaladera. Yo, cuando me sentaba en la mesa
del comedor, lo miraba de reojo, temeroso de que un día
saltara al vacío y nos engullese a toda la familia durante
la cena. ¡Era monstruoso! Un día hasta lo vi moverse.
- ¡Madre, se va Ud. a intoxicar con el dichoso
hongo! –le dijo un día mi madre a la suya,
verdaderamente preocupada. Mi abuela, muy prudente,
no dijo nada.
Hasta que, un buen día, el hongo desapareció. Creo
que mi madre se ocupó de ello. También creo que, al no
verlo, mi abuela, discretamente, en silencio, suspiró de
alivio. Allí no había pasado nada…

A orillas de Tánger
104
Ese viernes, mi madre nos despertó bastante antes
que de costumbre. Yo todavía tenía mucho sueño. Mi
madre estaba limpiando y arreglando la habitación
porque, según me dijo la tarde anterior, mi padre iba a
venir con un barbero del barrio. Mi madre parecía muy
nerviosa. Supuse que lo estaba porque era la primera
vez que alguien iba a entrar en nuestra casa.
El barbero venía para cortarle el pelo a mi padre y a
Brahím pero también para sacarle a mi madre una muela
por culpa de la que, desde hacía ya bastantes días, tenía
la cara muy hinchada. Además de barbero, el hombre
también sacaba muelas. Sin lugar a dudas, su venida era
un verdadero acontecimiento. A tal punto que hasta mis
hermanos mayores se quedaron en casa esa mañana.
Me sorprendió que ese viernes mi madre solo
bañara al pequeño Brahím, ni siquiera a Fatima. Todos
los mimos fueron para él y eso me llamó la atención. Al
fin y al cabo, mi padre ya le había cortado otras veces el
pelo y nunca ocurrió nada.
Que el barbero le fuese a quitar a mi madre una
muela me tenía muy preocupada.

A orillas de Tánger
105
- Mamá, ¿cómo te la va a quitar? -le pregunté, muy
intrigada.
Pero mi madre no me contestó.
Por fin, más tarde de lo que esperamos, llegó mi
padre con el barbero. Era un hombre bajito y delgado,
muy elegante, vestido con un traje cristiano de color
amarillo a grandes cuadros negros. Su pelo, negro y
rizado, brillaba intensamente. Como mi padre, el hombre
llevaba bigote, pero el suyo era muy fino, de ciudad.
Apenas apareció me sorprendió su olor a perfume dulce
y pegajoso y me acordé de lo que mi madre decía de los
hombres perfumados. Quizá por eso, sin darme apenas
cuenta, eché un paso para atrás. Su sonrisa,
permanente, era plateada: ¡todos sus dientes de arriba
eran de plata! En verdad, era un hombre muy raro.
Desde que entró, no dejó de hablarnos a todos.
Menos a mi madre. Su voz era potente y fuerte,
inadecuada para un hombre tan pequeño y delgado. En
la mano acarreaba una cartera de tela negra, como la
que los niños m’srani llevaban a la escuela.
Cuando se dispuso a sacarle la muela a mi madre,
el barbero sacamuelas nos dijo que podíamos
quedarnos; pero mi padre, sin escuchar nuestras
protestas, nos obligó a mis hermanos y a mí a que
saliéramos a la calle. Al cabo de unos instantes oímos a
mi madre quejarse, incluso hasta ahogó algún grito.
Intrigados, por el resquicio de la puerta intentamos ver
qué ocurría. En la penumbra de la habitación pude ver la
cara de sufrimiento de mi madre. Sentada en la
banqueta, sostenía la toalla blanca debajo de
su cara. De espaldas a nosotros, el hombrecito
raro parecía tener la mano dentro de la boca de mi

A orillas de Tánger
106
madre: sin lugar a dudas, estaba intentando sacarle la
muela mala. En un momento dado en el que se retiró un
poco, pude ver que sostenía en la mano una herramienta
parecida a los alicates de mi padre. Lo entendí todo y no
quise ver más. Tampoco dejé que Brahím y Fatima lo
viesen y los alejé de la puerta desde donde Said y Larbi,
con la boca y los ojos muy abiertos, seguían mirando sin
decir ni una sola palabra.
Al rato, Said nos llamó y entramos en casa. Mi
madre, con la cara muy blanca, bebía agua y escupía
sangre en la palangana que sostenía mi padre. Los cinco
nos fuimos hacia ella y la rodeamos en silencio
preguntándole con los ojos. La toalla blanca ahora era
roja. El sacamuelas barbero seguía mostrando sus
dientes de plata a través de su sonrisa y seguía hablando
sin parar pese a que ya nadie le escuchaba.
Un rato después, cuando mi madre ya apenas
escupía sangre, el barbero y mi padre salieron a la calle
y discutieron en voz baja. El hombre decía algo pero mi
padre no estaba de acuerdo. Al cabo de unos instantes
de discusión, el hombre, sonriente y resignado, dijo:
- Guaja, guaja, lo haremos como tú dices pero sigo
pensando que es una tontería.
Inmediatamente, mi padre se sentó en la banqueta
y el barbero le puso un trapo sobre los hombros. Por un
momento temimos que también le fuese a sacar una
muela pero pronto vimos que se preparaba para cortarle
el pelo. Después del trance de la muela de mi madre,
nos vino bien ver cómo el hombre le cortaba el pelo a mi
padre. Se lo cortó todo, dejándole a la vista la piel, gris y
brillante. Durante la operación, de vez en cuando, mi
padre miraba al pequeño Brahím y le guiñaba un ojo

A orillas de Tánger
107
mientras le sonreía. Después de echarle colonia en la
cabeza, el sacamuelas barbero recogió el trapo lleno de
pelos y lo sacudió en la calle. Mientras, mis hermanos
mayores y yo le pedimos a nuestro padre que se
agachara para poder olerle la cabeza. Era el mismo olor
del barbero pero en mi padre me gustaba. Luego le tocó
el turno a Brahím. Mi padre lo sentó en la banqueta y el
barbero de sonrisa plateada, después de ponerle espuma
que hizo con jabón, empezó a afeitarle la cabeza
también. Mi madre, sentada en la cama y con la mirada
perdida en el suelo, no paraba de mecerse hacia
adelante y hacia atrás mientras mantenía un paño
mojado contra su mejilla.
- Imma, imma, imma.. -repetía una y otra vez.
La cabeza de Brahím quedó totalmente lisa, como
la de mi padre, solo que detrás, en un lado, el barbero le
dejó sin cortar un manojito de pelos con los que se le
podía hacer una trencita.
- ¿No está guapo mi hijo? –dijo mi padre mientras
lo levantaba en el aire y le daba sonoros besos por la
cara.
Era la primera vez que mi padre hacía una cosa así.
Nunca le vi hacer eso a nadie, ni siquiera a Fatima, que
era la más pequeña. Mi madre, con media sonrisa
torturada, les miraba de reojo mientras seguía
aplastándose la mejilla con el paño.
Inmediatamente después, mi padre se sentó de
nuevo en el taburete con la cabeza echada hacia atrás.
Entonces vi que el sacamuelas barbero, situado detrás
de él, tenía en una mano la navaja con la que les afeitó
la cabeza a los dos unos instantes antes. En la otra mano
tenía la palangana, ya enjuagada, que había utilizado mi

A orillas de Tánger
108
madre. Mis hermanos y yo, preocupados, nos miramos
en silencio.
- Vamos a sacarle a vuestro padre los demonios del
cuerpo –nos dijo con su mejor sonrisa metálica- y de
paso, también vamos a quitarle los dolores de cabeza –
agregó.
Viendo que mi padre también sonreía, nos
tranquilizamos todos un poco. El barbero brujo le pidió a
Said que sostuviera la palangana debajo de la cabeza de
mi padre. Aunque tembloroso, Said, en silencio, hizo lo
que el hombre le pedía. De repente, el hombre de
amarillo, sin dejar de enseñar sus horribles dientes de
lata, le hizo a mi padre un corte en la parte superior de
la nuca. Un chorro fino de sangre le cruzó la cara a Said
que, asustado, dio un salto hacia atrás dejando caer la
palangana en medio de un gran estruendo. Al hombre
brujo se le borró la sonrisa metálica y, con un grito
estridente, le ordenó a Said que volviera a sostener la
palangana. Limpiándose la cara con la manga, Said,
aterrado, obedeció volviendo la cabeza y cerrando
fuertemente los ojos. Junto al primer corte, el barbero
efectuó otro. La sangre ya no fluyó tan fuerte como la
primera vez. Después, le realizó otros dos cortes del otro
lado de la cabeza. Mientras tanto, en la palangana, iban
cayendo los diminutos demonios rojos que, según el
brujo, le causaban a mi padre sus dolores de cabeza.
Con los ojos cerrados durante toda la operación, mi
padre no se quejó y no dijo ni una sola palabra. Cogí a
Fatima en brazos y salí de la casa para que nos diera el
aire. No podía aguantar ver más sangre ni un instante
más.
Al poco tiempo, mi padre se asomó a la puerta:

A orillas de Tánger
109
- ¡Malika, entrad las dos en la casa! –me acerqué y
me dijo:
- Ahora debemos estar todos juntos porque es la
fiesta del pequeño Brahím.
Me sorprendió que dijera eso.
Luego, nos explicó a todos que, para convertirse en
un hombrecito como Said y Larbi, Brahím tenía que ser
circunciso. El sacamuelas barbero se iba a encargar de
hacerle la circuncisión. Yo, que ya había oído algo sobre
eso, me puse muy nerviosa y no quise presenciarlo. Me
quería quedar en la calle. Mi padre intentó convencerme
de que a Brahím eso no le iba a hacer daño y de que, de
todas maneras, era por su propio bien. Con resignación,
acepté quedarme pensando que, a lo mejor, no era tan
terrible como yo pensaba.
Mi madre empezó a preparar a Brahím. Le quitó sus
pequeños zaragüelles, le subió su camisita blanca y,
sobre la cama, lo cogió entre sus brazos después de
sentarlo sobre la toalla que se puso sobre sus piernas.
Entonces, mi padre le cogió a Brahím la colita y se la
lavó con agua de azahar templada. El pequeño Brahím,
quizá asustado por tantos preparativos y por la presencia
del extraño, empezó a llorar y a gritar intentando
escapar de los brazos de mi madre. En ese momento vi
que el hombre de sonrisa de chapa tenía la navaja en la
mano. No quise ver más. De un salto llegué a la puerta y
salí corriendo calle arriba a perderme en el barrio. En mi
cabeza maldije mil veces al hombre de amarillo.
En un callejón encontré entre dos casas un hueco
en el que me escondí. Mi cuerpo temblaba de miedo.
Estuve escondida allí durante un tiempo que no pude
calcular porque me quedé dormida. Soñé que mi madre

A orillas de Tánger
110
y yo éramos los novios cuyas familias se ahogaron en el
río y que, después de la desaparición de todos nuestros
familiares, por la noche aparecimos río arriba, en Ras
Elmá. La pena y el frío me despertaron con un
sobresalto. Era tarde. Creí que había soñado lo que había
ocurrido en mi casa. Cuando pensé en mi hermanito
Brahím salí corriendo como una loca.
Al llegar a casa, antes de empujar la puerta, me
detuve unos instantes para escuchar. Dentro reinaba un
silencio total, como si no hubiese nadie. El corazón me
salía por la boca. De un golpe empujé la puerta,
temerosa de lo que pudiera ver. Me tranquilicé al
instante: mi madre estaba sentada en la cama, contra la
pared, y Brahím y Fatima dormían plácidamente en sus
brazos. Apenas me vio, mi madre dejó a mis dos
hermanitos en la cama y corrió hacia mí. Sin decir ni una
sola palabra me abrazó fuertemente.
Así, enlazadas la una a la otra con nuestros brazos,
en silencio, lloramos juntas durante un rato. Luego me
preguntó dónde había estado. Le conté todo.
- ¡Júrame que nunca más me volverás a hacer una
cosa así!
- No lo volveré a hacer nunca más, aunque me
maten –le contesté entre lágrimas.
Mi madre me explicó que Brahím estaba bien y que
en pocos días se repondría totalmente. Le pregunté si le
hicieron mucho daño.
- Sí, hijita, sí. Como en su día también se lo
hicieron a tus hermanos mayores –me contestó en voz
baja, mirándome con ojos tristes y rotos.
En ese momento llegó Said, sofocado. Iba a decir
algo pero cuando me vio enmudeció. Entonces, mi madre

A orillas de Tánger
111
le dijo que yo estaba bien y que saliese a buscar a
nuestro padre y a Larbi. Los tres habían estado
buscándome por todo el barrio desde hacía ya mucho
rato. Mi madre me dijo que mi padre se alegraría mucho
de ver que yo estaba bien.

A orillas de Tánger
112
Piso en el centro
En la Plaza de Castilla estuvimos viviendo menos de
un año. En verdad, aunque el piso estaba muy bien, nos
pillaba a todos muy lejos tanto de las escuelas como de
los trabajos, amén de que su alquiler quizá fuese
demasiado elevado para nosotros. Así que, un buen día
del año 1952 nos fuimos a vivir cerca del centro, en la
calle de Holanda, nº 21.
El piso estaba en la primera de las dos únicas
plantas de una casa que estaba justo frente al lujoso
edificio Venezuela, a escasos metros del Mercado Nuevo.
En la segunda planta vivía un estirado mecánico dentista
de espeso y negro bigote y de frondosa cabellera que
arrancaba casi en las cejas, dejándole menos de los dos
dedos de frente preceptivos.
Además de las dos viviendas, nuestro edificio
contaba en planta de calle con un cafetín moruno y una
mezquita. El dueño de este complejo era un hombre
mayor, quizá de origen fassi –de la ciudad de Fez-, que
tenía dos hijos de unos veinticinco años y de nariz
aquilina, siempre vestidos con chilaba blanca y tocados
de un fez (gorro de fieltro rojo en forma de cubilete) y
que se pasaban el día sentados delante de su mezquita.
Los tres, padre e hijos, eran muy religiosos y entraban a
menudo en el templo para rezar.
En el edificio de al lado había un par de tiendas: la
tienda de básculas Mobba del señor Oliver y la papelería
del señor Cocostegüe cuyo apellido me parecía
rebuscadísimo frente a lo sencillo que era llamarse Pérez.
El cafetín que teníamos abajo, aunque pequeño,
siempre estaba muy animado, sobre todo en verano

A orillas de Tánger
113
porque ponían mesas sobre la ancha acera. Al atardecer
entraba por nuestras ventanas un agradable olor a
pinchitos morunos –¡de los de verdad!- que te abría el
apetito. Los verdaderos pinchitos morunos se hacen con
carne de cordero -que no de cerdo como los hacen en
España- y su particular olor se debe a la carne en sí, a la
grasa que añaden y, sobre todo, a las especias que,
sabiamente elegidas y mezcladas, además de
proporcionarles a los pinchos ese sabor genuino tan
particular, al quemarse en el fuego de carbón despiden
un olor inconfundible e inolvidable. A merced del aire,
ese olor se expandía por los alrededores del cafetín y,
naturalmente, subía hasta nuestras ventanas. El olor de
los pinchitos, mezclado con el del té verde, era
reconfortante e inspiraba seguridad, bienestar, paz…
como si de un incienso se tratara.
Nuestro piso tenía un pasillo muy largo al que
asomaban, por la izquierda, la cocina, las habitaciones y
el cuarto de baño. Por las ventanas, que daban todas a
la calle, además de los reconfortantes olores del cafetín,
también entraban las ramas de las acacias. En
primavera, los niños del barrio solíamos comernos los
blancos racimos cuajados de florecillas dulces.
Como en la mayoría de las casas de Tánger, en
nuestra casa había una azotea. En ella había dos
cuartitos trasteros de los cuales nos correspondía uno.
Algunas tardes, cuando no estaba en la calle con mis
amigos, me pasaba horas y horas en la azotea, jugando
solo o mirando la calle.
La calle de Holanda fue importante para mí porque
allí vivimos más tiempo que en ningún otro sitio y
porque, siendo ya más mayorcito, disfrutaba más de la

A orillas de Tánger
114
calle y de mis amigos. Contrariamente a los tiempos
actuales, en aquella época los niños vivíamos mucho en
la calle. En ella jugábamos, pasábamos nuestro tiempo
libre –que era mucho porque no existía la tele-,
merendábamos, veraneábamos, hacíamos deporte,
aprendíamos a defendernos y a hacernos mayores… Sin
ninguna duda, las calles de antes eran mucho más inter-
activas que las de hoy.
Nuestra calle era sobre todo el profundo y tortuoso
callejón Venezuela vecino, verdadero laberinto formado
por una multitud de patios y de callejuelas, donde vivía
la mayoría de mis amigos. El callejón Venezuela fue el
escenario de mis juegos y de mis trifulcas. Mis primeras
–y únicas- peleas callejeras, ya fuesen individuales o
colectivas contra bandas rivales, tuvieron por escenario
el callejón y sus aledaños. Cerca de allí, del otro lado del
mercado nuevo, estaba el campo del pozo, enorme plató
donde reconstruíamos los escenarios de las películas que
veíamos y donde organizábamos batallas de barro
cuando llovía.
Recuerdo que en una ocasión, a los niños del barrio
del callejón Venezuela nos dio por hacer rifas. Se trataba
de coger un cajón de madera relativamente alto y
clavarle, en la parte de arriba, unas puntillas formando
un círculo. En el centro clavábamos una flecha de cartón
que el cliente hacía girar tras pagar la tarifa vigente. Al
pararse, la flecha indicaba uno de los números que
habíamos escrito entre los clavos del círculo y ese
número representaba un premio previamente numerado.
Los premios eran cromos, tebeos viejos, caramelos e
incluso cucharadas de harina tostada con azúcar que
llevábamos en un plato hondo. El negocio era tan sencillo

A orillas de Tánger
115
y rentable que murió de éxito: todos los niños del barrio
montamos nuestra propia rifa y solo los que teníamos
hermana vendíamos algo (a nuestras propias hermanas,
claro). Finalmente, tuvimos que abandonar la idea y
dedicarnos a nuestras humildes y habituales actividades
sin lucro.
Poco después de instalarnos en esta casa, mi
madre, en su constante afán de buscar la forma de
obtener algún ingreso suplementario, consiguió que el
señor Cocostegüe le cediese la explotación de la librería-
papelería, no sé si como empleada o como socia. Fuese
lo que fuere, mi madre se tomaba tanto empeño como si
la librería fuese suya. Hasta iba a España para traer
artículos que luego vendía en la tienda.
Se lo montó muy bien: además de las novelas,
cromos, cuadernos y lápices del señor Cocostegüe –¡me
encantaba el olor del papel nuevo de los cuadernos y de
los cuentos!- también puso a la venta artículos de regalo,
adornos e incluso juguetes que traía de España. A veces,
traía figuras religiosas tales como crucifijos, niños Jesús
y vírgenes María de barro. No lo hacía tanto por
devoción, que en mi casa se devotaba poco, como por
sentido del negocio. En nuestro barrio, en efecto, no
había iglesia –por lo general, en Tánger había pocas
iglesias-, y mi madre debió pensar que nuestros vecinos
probablemente necesitaban figuras e imágenes de culto
para poder orar en el recogimiento de sus hogares. El
tiempo le dio la razón porque vendía todas las figuras
religiosas que traía: ¡en casa solo recaló un crucifijo!
Mi hermana Mariluz y yo nos lo pasábamos muy
bien en la papelería del señor Cocostegüe. Casi tan bien
como en la biblioteca americana a donde, algunos

A orillas de Tánger
116
sábados, mi hermano Juan nos llevaba a Mariluz y a mí
cuando iba a hacer alguna consulta o a llevarse algún
libro prestado. Lo que más me sorprendió la primera vez
que fui a esa biblioteca, fue la gran cantidad de libros
que había por todas partes. Nunca había visto tantos. En
la planta alta de la biblioteca había una sección para
niños. Allí, sobre el suelo recubierto por una silenciosa
moqueta azul, nos sentábamos Mariluz y yo, junto a
otros niños, a hojear tantos libros como quisiéramos. Los
libros para niños eran de todo tipo: cuentos con grandes
dibujos a todo color, libros de animales con muchas
fotos, libros de vaqueros, diccionarios, etc., etc. Todos
nuevos. Aún recuerdo el olor que se desprendía de ellos
cuando los abrías. Era un olor intenso y agradable, casi
perfumado. Sorprendentemente, es el mismo olor de los
libros nuevos de hoy en día. Era increíble poder disponer
de todos esos libros sin que nadie nos pidiera nada. El
amigo americano sembraba con mucha vista…
En el verano de 1980, volví por primera vez a la
calle de Holanda con Sandra, mi mujer. Fue muy
emocionante. Estuvimos alojados en el legendario
edificio Venezuela, en casa de nuestro buen amigo
Joaquín Fernández, recién jubilado, y de su mujer, Adela,
procedentes de Casablanca. Desde nuestra habitación
podíamos ver la casa donde estuve viviendo de niño,
veintidós años atrás. Veinticinco años después de esa
primera visita, el 12 de enero de 2005, volví allí por
segunda vez. Incluso estuve charlando con Mohamed
Morabit, uno de los hijos del dueño de la casa.

A orillas de Tánger
117
Un día, mi padre nos anunció que íbamos a dejar la
casa de los Suanis para ir a otra en mejores condiciones
y en una calle más céntrica.
En dos días ya estábamos instalados en la nueva
casa. Estaba al fondo de un patio alargado, al final de
una larga y estrecha calle que se llamaba el Callejón
Venezuela. La vivienda tenía dos habitaciones muy
pequeñas y una cocina diminuta. Por suerte para mí, la
fuente del agua estaba cerca de la entrada del patio. El
retrete, común para todos los vecinos, estaba al fondo
del patio y a menudo era motivo de discusión. La
mayoría de los vecinos del patio eran cristianos. Había
muy pocos musulmanes como nosotros.
Justo frente al patio había un bakalito. Aunque la
tienda era minúscula, en el bakalito había de todo: desde
pan hasta petróleo, hierbabuena, jabón, harina y carbón.
El bakalito parecía un buen hombre. Era muy mayor y
llevaba bonete y barba blanca de hombre santo. Cuando
pasaba delante de su tienda, a menudo le veía rezar,
arrodillado en el suelo, sobre una esterilla, detrás del
mostrador. Nunca le vi sonreír. A veces le veía en la

A orillas de Tánger
118
calle, delante de su bakal, en cuclillas, lavándose la cara,
la nariz, las orejas y los pies con agua de una cafetera,
salpicando a todo el que pasara por su lado.
- Antes de rezar, se tiene que lavar –me dijo mi
madre.
Said y Larbi, a las pocas horas de llegar a esta
nueva casa, ya conocían todos los rincones del barrio,
sabían donde estaban las tiendas de los bakalitos y
cuántos patios había en el callejón Venezuela. También
sabían que la calle principal en la que nacía el callejón se
llamaba la calle de Holanda. Según ellos, el enorme y
moderno edificio que vimos frente a la entrada del
callejón, del otro lado de la calle de Holanda, también se
llamaba Venezuela.
Gracias a una idea de mi padre, al principio de
estar en esa casa las cosas empezaron a irnos mejor. Se
trató de comprar algunas botellas de bebidas
refrescantes al bakalito que estaba frente a nuestro
patio. Junto con mis hermanos mayores, mi padre se
encargaría de venderlas, un poco más caras, por la playa
y por los mercados. La idea resultó buena porque nos
permitió conseguir algo de dinero. Con ese dinero, mi
madre compraba comida en el bakalito.
Animada por el éxito de las bebidas, mi madre le
comentó un día a mi padre:
- Hamidu, ¿qué te parece si preparo una gran
palangana de cuscús con verduras para que intentes
venderlo por ahí en tazones?
A mi padre le pareció bien y así lo hicieron. Con la
palangana de cuscús instalada en el carrito de mis
hermanos, mi padre se dirigió a unas fábricas que
conocía por haber ido allí a pedir trabajo. Por la tarde,

A orillas de Tánger
119
vino muy contento, con la palangana vacía y el bolsillo
lleno de monedas. A partir de ese día, volvió a hacer lo
mismo todos los días consiguiendo siempre vender todo
el cuscús. Incluso se construyó otro carrito más
apropiado para poder mantener el cuscús caliente. Mis
hermanos mayores le acompañaban vendiendo bebidas
con el otro carrito.
Eso duró varios meses. Hacía tiempo que no veía a
mi madre tan feliz. A veces, ¡hasta bromeaba con
nosotros!
Desgraciadamente, aquello acabó. Estábamos
malditos: un día de lluvia, bajando por el callejón
Venezuela con el carrito de cuscús, mi padre resbaló
sobre los adoquines y, en un esfuerzo para intentar que
el carrito no rodara calle abajo, hizo un mal gesto y se
rompió el pie. Mis hermanos mayores vinieron corriendo
a casa a avisar a mi madre.
El taxi que llevó a mi padre al hospital se llevó
parte de los dineros que habíamos conseguido ahorrar.
Después de que le curaran, para poder moverse, mi
padre tenía que apoyarse sobre un palo que le buscó
Said. Cuando le quitaron la escayola tuvo que seguir
usando el palo porque el pie le seguía doliendo mucho.
En casa ya solo vivíamos con las bebidas que
vendían mis hermanos mayores y de los pocos ahorros
que mi madre pudo ir haciendo. Siempre decía que si
entraban cuatro, solo debían salir tres. Tardé años en
comprender lo que quería decir.
Cuando, por fin, mi madre consiguió comprar
cuscús para que Larbi y Said fuesen a venderlo como
hacía antes mi padre, nos llevamos un gran disgusto: en
el lugar se habían instalado otros hombres con carros de

A orillas de Tánger
120
cuscús y echaron a mis hermanos de allí a empujones.
Desde ese día, Larbi y Said salían a la calle a “ganarse la
vida” como cuando vivíamos en la M’Sallah. Mi madre se
disgustaba con ellos porque ya no querían salir a vender
botellas. También se enfadaba mucho con mi padre
diciéndole que nosotros, los hijos, estábamos pasando
hambre.
- ¡Si nos hubiésemos quedado en Chauen los niños
no estarían pasando por esto! –le decía verdaderamente
irritada.
En realidad, desde que llegamos a esta ciudad, casi
siempre pasamos hambre. Pero ahora, el hambre duraba
más que nunca. Era constante. En el vientre, yo sentía
día y noche ese dolor que produce el vacío y que ni el
agua, por más que bebiese, ahogaba. Mis hermanos
pequeños lloraban y yo solo pensaba en comida. Mi
madre, de vernos, también lloraba. Mi padre, con la voz
rota, repetía día tras día que todo se iba a arreglar.
Mientras tanto, mi madre pedía a mis hermanos mayores
que trajeran algo de comer a casa. Aunque Larbi y Said
siempre traían algo, en realidad era insuficiente para
todos nosotros. Algunos días, nuestros padres solo
comían un pedazo de pan duro. A veces, mi madre salía
sola a la calle y volvía al cabo de varias horas con algo
de comida. Mi hermano mayor, Larbi, me dijo que un día
la vio por la calle pidiendo dinero a la gente y buscando
en la basura de los mercados.
Poco a poco, el pie de mi padre fue mejorando y
empezamos a tener la esperanza de que en poco tiempo
pudiera conseguir dinero para comida.

A orillas de Tánger
121
Doña Rafaela
La tienda de comestibles de Doña Rafaela estaba en
la esquina de la calle de Holanda con el callejón
Venezuela. En la parte trasera de la tienda vivían Doña
Rafaela y su madre, en el primer patio del callejón de
Venezuela. En ese mismo patio también vivía mi amigo
el “Patata”.
Doña Rafaela era muy gruesa y casi siempre estaba
sentada, rodeada de casi todo lo que pudieras pedirle,
para no tener que levantarse. Cuando caminaba,
arrastraba los pies, a pasitos cortos, inclinándose
ligeramente hacia delante. Para dar solo unos pasos
debía hacer un gran esfuerzo. Recuerdo sus ojos
profundos rodeados de grandes ojeras negras, como de
no dormir nunca. Y un rictus permanente de amargura y
desazón en la comisura de los labios. Era evidente que ni
gozaba de buena salud ni era feliz.
Doña Rafaela iba siempre vestida de negro: luto
implacable por la desaparición quizá de su padre o
penitencia severa por el vacío que la vida le había
reservado. Doña Rafaela era de esas mujeres que
parecen venir al mundo solo para sufrir, sin un mal
respingo que les tonifique la vida aunque solo sea por un
instante. Parecía que Doña Rafaela nunca tuvo un solo
motivo de alegría o de felicidad en su vida. En cierto
modo, era una mártir. Anónima, además. A mi madre,
que la apreciaba mucho, le apenaba ver la vida solitaria
y triste que llevaba. Decía que era una buena mujer y
que no se merecía eso.
Por un inexplicable mimetismo, la tienda de Doña
Rafaela reflejaba el estado de ánimo de su dueña:

A orillas de Tánger
122
siempre estaba oscura. De la oscuridad emergía el olor a
aceite rancio y, sobre todo, el olor a petróleo -porque
Doña Rafaela, como no podía ser menos, también vendía
petróleo. No se podía decir que el establecimiento
rebosase limpieza y esmero. Por eso, allí solo
comprábamos según qué cosas. Al menos, a diferencia
de los “bakalitos” –propietarios de las típicas tiendecitas
morunas de alimentación de mismo nombre-, Doña
Rafaela no se sacaba pelotillas de entre los dedos de los
pies entre cliente y cliente…
Como en los bakalitos, salvo especias, en la tienda
de Doña Rafaela había de todo. Mi madre me mandaba
allí a menudo a buscar todo tipo de cosas.
- Víctor, coge la botella de aceite y, con mucho
cuidadito, baja en “cá” Doña Rafaela a que te dé cuarto y
mitad. ¡Y dile que escurra bien la medida! ¡Y que lo
apunte! –me gritaba cuando yo ya bajaba por las
escaleras.
- ¡Y no corras! -me increpaba por la ventana,
cuando ya casi estaba en la tienda.
Comprar aceite era lo que menos me gustaba. Por
un lado, porque siempre salía pringado y, por otro lado
porque tardaba una eternidad. Sin moverse de su silla,
Doña Rafaela accionaba varias veces la palanca de la
bomba hasta llenar el medidor de cristal que se
encontraba en la parte superior del enorme bidón de
aceite. Luego vaciaba el contenido del medidor en un
cacharro de hojalata mugriento y pegajoso. Finalmente
cogía un embudo tan mugriento y pegajoso como el
cacharro y echaba el aceite en mi botella. Cumpliendo
fielmente con el ritual, la buena de Doña Rafaela no daba
por terminada la operación hasta que ya no caía ni una

A orillas de Tánger
123
sola gota de aceite. ¡Cómo para decirle, además, que lo
escurriese bien!
Uno de los servicios que prestaba Doña Rafaela era
la financiación de las compras de casi todo el barrio.
Todo el mundo tenía cuenta en su tienda. Incluidos
nosotros. Cuando comprabas algo y le pedías que lo
“apuntara”, sacaba una libreta de tapas negras que
siempre tenía a mano, se mojaba un par de dedos con la
lengua y empezaba a pasar hojas. Hasta que daba con la
tuya. Anotaba una cantidad con su lápiz de color amarillo
y gomita de borrar de color naranja y luego, en un trozo
de papel de estraza gris, siempre manchado de aceite,
copiaba la misma cantidad. Los números que hacía eran
grandes y torpes, pero claros e inconfundibles. Cuando
en casa ya teníamos unos cuantos papeles llenos de
números y de aceite iba mi madre a la tienda y, después
de minuciosos punteos, laboriosas e interminables sumas
y rotundos tachones en la libreta de tapas negras, Doña
Rafaela sentenciaba la cantidad adeudada que mi madre,
si coincidía con los números hechos en casa, pagaba
dando las gracias.
Cuando dejamos la casa de la calle de Holanda para
mudarnos a la calle de Oxford perdí de vista a Doña
Rafaela. De vez en cuando, ya en esta otra casa, mi
madre iba a verla a ella y a su madre.

A orillas de Tánger
124
Oremos
En casa nunca fuimos muy beatos. Las prácticas
religiosas de mi madre y de mi abuela, en efecto, nunca
fueron más allá de encender un par de mariposas o
candelillas.
Aunque no recuerdo que fuésemos jamás a la
iglesia, pudo haber una excepción porque Mariluz, con el
debido boato, celebró su primera comunión, blanco
vestido largo, velo y rosario incluidos, pero sin fiesta ni
estilográfica. Tengo que recordar que Mariluz iba a la
escuela española donde los alumnos españoles, para
demostrar su pertenencia a la Iglesia Católica Apostólica
y Romana, eran amablemente obligados a celebrar la
comunión.
De esa escuela española a la que yo sólo acudí
unos días, me impresionó la representación que de Dios
aparecía en los libros: un ojo dentro de un gran triángulo
del que emanaban unos rayos de luz. El triángulo,
posado sobre una nube, estaba por todas partes: el ojo
lo veía todo. Hicieras lo que hicieras, nada se le
escapaba. Sobre todo lo malo. Aunque solo conviví unos
días con él, el ojo me causó una impresión que me duró
varios años durante los cuales nunca dejó de vigilarme.
La Iglesia española, muy eficiente, me catequizó con
muy poco.
Las manifestaciones religiosas de mi abuela y de mi
madre se limitaban a meras evocaciones espontáneas a
Dios, a la Virgen o a Jesús, principalmente expresadas
por medio de suspiros, socorrido bálsamo del desamparo
de aquella época. Era curioso ver cómo solo las mujeres
suspiraban. Los hombres, de la misma manera que

A orillas de Tánger
125
nunca cantaban, tampoco suspiraban y, al no airearlas,
sus creencias religiosas, si las tenían, quedaban
ahogadas en la más estricta discreción. En casa, los
suspiros se limitaban a los del tipo “¡Ay!, Dios” y “¡Ay!,
Señor”. A veces también podía oírse algún “¡Ay!,
Virgencita mía”. Al contrario que en algunas otras
familias, en la nuestra jamás se suspiró un “¡Ay! Virgen
del amor hermoso” o un “¡Ay! Virgen del dolor eterno”
que más que suspiros parecían desgarros. Como
máximo, en alguna ocasión, para expresar gran sorpresa
o desacuerdo con alguna situación, se llegó a usar algún
“¡Por los clavos de Cristo!”. Pero nada más.
Curiosamente, mi humilde y discreta persona provocaba
a veces verdaderos arranques de fervor religioso: “¡Por
los clavos de Cristo, niño! ¡Vienes hecho un Eccehomo!
¡Adán, que estás hecho un Adán!”, exclamaban mi ma-
dre y mi abuela cuando me veían entrar en casa, despe-
llejado, sangrante y algo desaliñado a causa de alguna
de mis numerosas aventuras urbanas.
Pero que nadie piense que nuestra familia era
totalmente pagana, impía y descreída: durante algún
tiempo llegamos a albergar en casa un crucifijo de pared
con una figura de Cristo en bronce y de la que durante
años me pregunté por qué, si se llamaba Jesús o a lo
sumo Cristo, le pusieron una etiqueta con el nombre de
INRI. Además, por Navidad, como cualquier otra familia
española que se preciara, todos los años montábamos
nuestro Belén, eso sí, sencillo y humilde.
Sin lugar a dudas, por aquel entonces nuestras
creencias eran las justitas, ponderadas y comedidas, casi
animistas, adecuadas a nuestra vida discreta y sencilla.

A orillas de Tánger
126
En Tánger, nuestros meses sagrados de Ramadán
eran extraños y tristes.
- Los pobres no necesitan practicar el ayuno de sol
a sol en el mes de Ramadán porque ya lo practican
durante toda su vida -decía mi padre. ¡El Ramadán
debería ser obligatorio sobre todo para los ricos, para
que así sepan durante unas horas lo que los pobres
padecen durante todo el año! –añadía.
Mi madre se asustaba mucho cuando mi padre
hablaba así.
- Hamidu, por favor, baja la voz que los vecinos te
pueden oír –le imploraba.
- ¿Y qué? –contestaba mi padre- ¡Solo digo lo que
todos deberían pensar!
A mi me parecía que los musulmanes que vivían
alrededor de nosotros comían más en Ramadán que
durante el resto del año. Las mujeres se pasaban el día
cocinando y luego los hombres se pasaban toda la noche
comiendo y jugando a las cartas. Lo que más echaba yo
de menos en Tánger era la chuparquía, esas deliciosas
pastas fritas bañadas en miel que mi madre, junto con la

A orillas de Tánger
127
suya y sus hermanas, hacía en nuestra casita de
Chauen.
En Tánger, una de las cosas que más me hacían
sufrir durante el mes de Ramadán era el irresistible olor
de la jarira del vecindario que, por las tardes, entraba
por nuestra ventana. Para nosotros, que apenas
teníamos comida, percibir ese olor era un verdadero
suplicio.
Un día de ese mes de Ramadán, mi madre me pidió
que le acompañara hasta el bakalito que estaba justo
frente al patio donde vivíamos. Era el mismo bakalito, el
hombre santo, al que mi padre le compraba antes las
bebidas y mi madre toda la comida.
Delante de nosotras había una mujer cristiana que
pidió varias cosas. Cuando todo estuvo encima del
mostrador, la mujer lo metió en su cesta, le dijo al
bakalito que lo apuntara y se marchó sin pagar. En un
papel, el bakalito escribió algo. En esos momentos
ocurrió algo que me marcó para el resto de mi vida:
mientras el hombre había estado despachando a la
mujer, me sorprendió ver que, desde un rincón de la
tienda, en la oscuridad, unos ojos abiertos de par en par
me estaban observando. Con un frío que me atravesó la
espalda pude ver que era un niño pequeño, de la edad
de mi hermanito Brahím. Estaba sentado en el suelo,
entre un saco de patatas y otro de harina. Su mirada,
triste y angustiada, alarmante y ansiosa, parecía
pedirme ayuda a gritos. Como pude, le hice una señal a
mi madre. Ella, al oído, me dijo que ya lo había visto.
La voz mansa del hombre santo preguntándole a mi
madre que qué quería envolvió mis sentidos y me sacó
de mis pensamientos recorriéndome la espalda de arriba

A orillas de Tánger
128
abajo y poniéndome la carne de gallina. Entonces, mi
madre le pidió en voz baja si podía darle un pan para los
niños que le pagaría en unos días. Al hombre santo se le
cambió la cara.
- ¿Qué? –contestó con voz chirriante- ¡Fuera de
aquí! ¡Yo no soy tu padre para fiarte! ¡Ya conozco yo a la
gente como tú! ¡Se os da la mano y arrancáis el brazo!
¡Largo! –gritó apuntando con su dedo tembloroso hacia
nuestro callejón- ¡Si no tenéis dinero no comáis!
Entrábamos mi madre y yo apresuradamente por
nuestro callejón y todavía oíamos los gritos humillantes
del viejo con cara de santo. Mi padre, cuando mi madre
se lo contó, dijo irritado que a los sussis nunca les
gustaron los rifeños como nosotros.
Después del disgusto, le conté a mi padre lo del
niño asustado. Mi padre me explicó entonces que el niño
pertenecía probablemente a una familia pobre del pueblo
del bakalito, en el Souss, allá en el sur, y que habría sido
enviado como ayudante. También me explicó que, en
realidad, el niño, a cambio de un plato de comida, era el
esclavo del bakalito y que eso solía durar varios años.
Según mi padre, era esa una costumbre muy extendida
entre los bakalitos. Durante años no pude quitarme de la
cabeza los ojos de aquel niño que nunca más volví a ver.
Unos días después les pedí a mis padres que me juraran
que nunca enviarían a Brahím a un bakalito. Ellos,
sonriendo, me aseguraron que eso no ocurriría nunca.
De todas formas, por si acaso, me juré a mi misma que
yo nunca lo permitiría.
Una tarde, durante ese mismo mes de Ramadán,
mis hermanos Larbi y Said trajeron a casa una pesada y
sucia caja de cartón en la que, muy cuidadosamente,

A orillas de Tánger
129
transportaban algo. Metieron la caja en casa y,
sigilosamente, con una gran sonrisa en los labios,
cerraron la puerta de la calle. Antes de que, con mucho
misterio la abrieran, me vino a la nariz un olor ya casi
familiar. ¡Cuando abrieron la tapa de la caja pudimos ver
una gran olla humeante llena de jarira! Mi madre, con un
grito ahogado, muy enfadada, les preguntó que de dónde
la habían sacado. La cara de mis dos hermanos pasó de
la alegría a la más amarga de las tristezas. Mi madre les
pidió que fueran inmediatamente a dejarla adonde la
habían cogido. En ese momento llegó mi padre. Entró
por la puerta comentando cómo más abajo, en el callejón
Venezuela, se estaba armando una gran discusión entre
varias vecinas. De pronto, quizá al ver nuestras caras o
quizá al percibir el olor de la sopa, se calló, miró dentro
de la caja y, sin pensárselo dos veces, en silencio, les
soltó a cada uno de mis hermanos mayores un manotazo
en la cabeza.
- ¡Infelices! ¿Qué habéis hecho?
Mi madre, rápidamente, le dijo que Larbi y Said ya
iban a ir a devolver la olla.
- Si quieres que tus hijos sigan con vida será mejor
que no se muevan de aquí – dijo en voz baja- abajo, en
la calle, -continuó- las mujeres están buscando a los que
les han robado la olla y cuando los encuentren los van a
moler a palos.
Luego, en voz muy baja, con rabia contenida, les
explicó a mis hermanos a quién se le podía robar y a
quién no.
En castigo, mi padre les prohibió a Larbi y a Said
que probaran la sopa que ellos mismos habían traído.
Solo permitió que la tomáramos mis hermanos pequeños

A orillas de Tánger
130
y yo. Después de estar todo el día sin comer a causa del
Ramadán, mi padre no comió nada en toda la noche.
Solo bebió agua. Estuvo así hasta la noche del día
siguiente en que tomó té con pan y aceitunas. Mi madre
tampoco quiso probar la jarira que trajeron mis
hermanos. Nunca entendí bien aquella situación, al fin y
al cabo, la jarira ya estaba en casa. En un descuido de
mi padre, mi madre les dio sopa a Larbi y a Said.
Siempre tuve la convicción de que mi padre se dio
cuenta pero hizo la vista gorda.
Pocos días después, mi padre encontró un trabajo
de guardián en un enorme puesto de melones, al
exterior del Mercado Nuevo, muy cerca del callejón
Venezuela. Por lo visto, los melones pertenecían a
Magani, un rico comerciante de la zona que tenía una
gran ferretería.
Por las mañanas, mi madre se pasaba por el puesto
y mi padre, discretamente, le daba un par de melones. A
mis hermanos pequeños y a mí, el melón nos permitía
esperar más fácilmente la llegada de nuestros hermanos
Larbi y Said que, por las tardes, pese al lío que se formó
el día de la jarira, seguían trayendo algo para comer.
Unos días después, cuando mi padre cobró su primera
semana, mi madre compró comida. La compró en la
tienda de una cristiana que había en la calle Holanda,
justo a la salida del callejón Venezuela. Nunca más
volvimos a comprar en el bakalito que teníamos
enfrente. Yo, cada vez que pasaba delante del bakal, sin
que nadie me viera, escupía en el suelo donde el hombre
santo solía ponerse para lavarse antes de rezar. Lo hacía
por el pobre niño esclavo que había dentro y cuyos ojos
nunca podría ya olvidar.

A orillas de Tánger
131
La murallita
Cuando vivíamos en la calle de Holanda, al
atardecer de los sábados de verano, soliamos ir a la
“murallita”, especie de banco de piedra probablemente
restos de una muralla, que corría a los largo de un trozo
de la acera del Bulevar Pasteur.
Nuestra madre nos lavaba, nos acicalaba y nos
perfumaba. Así, oliendo bien, vestidos de limpio y con
zapatitos de charol, mi hermana Mariluz y yo, agarrados
de la mano de nuestra madre, emprendíamos un largo
paseo hasta el Bulevar, en pleno centro de Tánger.
Una vez allí, equipados con una bolsa de
altramuces y otra de pipas, nos dirigíamos a la murallita
donde intentábamos hacernos un sitio para sentarnos.
Junto a varias docenas de tangerinos, la mayoría
españoles, en la murallita nos entregábamos a la más
barata de las distracciones posibles: ver pasear al resto -
o casi- de la población tangerina. Y es que el bullicioso
paseo por el bulevar estaba institucionalizado: formaba
parte de la vida social del tangerino medio de… a pie. Era
como una romería semanal, una liturgia de las tardes-
noche de los viernes y de los sábados, una verdadera
celebración festiva y lúdica (gratuita, ¡además!) de los
chicos y las chicas -españoles en su gran mayoría- de la
ciudad.
El paseo era relativamente corto: desde el
Consulado de Francia hasta el Hotel Rembrandt,
dibujando un circuito cerrado
que ocupaba las dos aceras, pasando delante de la
murallita y de los almacenes Kent –que tenían caramelos
duros de color blanco

A orillas de Tánger
132
y rosa, en forma de barra y en el interior de los cuales,
los cortaras por donde los cortaras, siempre aparecía la
letra K de Kent.
El número de vueltas del paseo no estaba limitado.
Podían ser diez, veinte, cincuenta… Las piernas de los
tangerinos, acostumbradas a subir cuestas y a hacer
deporte en la fina arena de su playa, tenían una
musculatura y una preparación muy especiales.
El paseo por el Bulevar solo tenía dos reglas. La
primera, cívica, era no detenerse. La gente solo lo hacía
excepcionalmente, por ejemplo para comentar algo
importante con un amigo que se encontrara de frente.
Entonces, los dos amigos, cada uno con su grupo, debían
salirse del recorrido. La segunda regla, de elección
personal, era no pasear nunca solo. Había que ir por lo
menos con un amigo. No encontrar a nadie para pasear
una tarde por el Bulevar podía significar hundirse en la
miseria más negra y en la desesperación más profunda.
Para no correr ese riesgo, en un mundo aún sin teléfono
móvil, el paseo por el bulevar se preparaba desde el día
anterior, sin dejar lugar a la improvisación ni al azar.
Por eso, como había tiempo, al Bulevar se llegaba
siempre bien aseado y vestido con las mejores ropas.
Los chicos, incluso, hasta lucían corbata.
Como es natural, los grupos de paseantes se
organizaban espontáneamente en dos chorros
cuantitativamente bien equilibrados: el chorro de ida y el
chorro de vuelta. De vez en cuando, algunos grupos
cambiaban de chorro para también cambiar las caras de
los que se encontraban de frente…
Como casi todos se conocían, se pasaban la noche
saludándose los unos a los otros:

A orillas de Tánger
133
- ¡Hasta luego! – decían unos, una y otra vez, con
gran sentido de la realidad.
- ¡Hasta luego! – contestaban los otros, una y otra
vez también, con no menos realismo.
Claro que, con una educación tan exquisita, pocas
oportunidades podían tener los grupos de terminar
cualquier conversación. Aunque eso no era importante.
Según mi hermana Mariluz -que pese a su corta edad ya
era muy avispada- los chicos y las chicas iban al bulevar
a buscar novia o novio.
Fuese lo que fuese, a la vista de la cara de felicidad
que tenía toda esa gente joven, los paseos debían ser
muy agradables. Además, disfrutaban del panorama del
puerto y del estrecho de Gibraltar donde, ya al
atardecer, podía verse las luces festivas de los barcos
que iban o venían de la Península.
Con orgullo y alegría, a veces veíamos pasar a mi
hermano Juan en compañía de sus amigos Luis Serrano,
Ricardo Guerrero y Antonio (Ángel) Vázquez, el escritor.
Mi hermano y sus amigos venían probablemente de
tomar un té moruno en alguna terraza de la Alcazaba.
Sus placeres, como los de la gran mayoría, eran sobrios,
discretos y baratos.
De vez en cuando pasaba un ocurrente e
imaginativo vendedor ambulante de pasteles:
- ¡Vendo los zampabollos, los mírame-y-no-me-
toques, los suspiros de España! ¿Oigan, es que no me
han? ¿Es que no me han oído, oigan?

A orillas de Tánger
134
Al cabo de un par de horas, con un poco de sueño
pero renegando por no querer marcharnos, cuando ya no
nos quedaba ni pipas ni altramuces, volvíamos a casa,
sedientos pero felices de haber asistido al animado paseo
nocturno del sábado-noche tangerino, ¡único en el
mundo!

A orillas de Tánger
135
Una mañana, bien temprano, nuestro padre nos
dijo que nos llevaba a dar un paseo por la medina. Mi
madre nos arregló lo mejor que pudo y, con una botella
llena de agua, una torta de pan y un melón en la cesta,
salimos por el callejón Venezuela para dirigirnos, calle de
Holanda arriba, hacia lo que mi padre explicó que fue el
primer barrio de Tánger.
Después de atravesar la ciudad cristiana que, a la
vez que nos encantó nos abrumaba a causa de los
coches, de los autobuses y del viento, al final de una
larga bajada llena de tiendas maravillosas llegamos al
Zoco Fuera. Era una plaza enorme, con un incesante
movimiento de carros tirados por burros y de gente que
corría por todas partes. El incesante tumulto era
ensordecedor: bocinas roncas y escandalosas de coches
abriéndose paso entre la multitud, voces impacientes de
los conductores de los carros atascados entre la gente y
gritando “¡Balek! ¡Balek!” para que se apartaran,
rebuznos de burros asustados, llamadas desesperadas de
los vendedores ambulantes… El movimiento también era
enloquecedor: la gente se empujaba, tropezaban los

A orillas de Tánger
136
unos con los otros, se esquivaban, saltaban, corrían,
gritaban, protestaban, se insultaban…
Mi madre, con Fatima de la mano, cuando vio todo
aquello echó un paso atrás y se detuvo. Yo, que estaba
agarrada a su chilaba, hice lo mismo. Mi padre, que se
encontraba delante con Said, Larbi y Brahím, volvió
hacia nosotros.
- Mirad, ¿Veis ese edificio? ¿Veis el cartel con letras
rojas? Eso es un cine y se ve desde todas partes. Si
alguno se pierde tiene que ir ahí, que yo ya vendré a
buscarlo –nos dijo mientras todos mirábamos
esperanzados el cine. Luego, riéndose, nos animó para
que le siguiéramos.
Cómo pudimos, atravesamos la gran plaza: mi
madre con Fatima, detrás de mi padre y de los niños, yo
pegada a ella. Así, a codazos y empujones, esquivando
coches, carros y burros logramos llegar al otro lado de la
plaza donde pudimos respirar un poco. De ahí salían
varias callejuelas sombrías, tan palpitantes y alborotadas
como la gran plaza o más. Aunque asustada y aturdida,
me sentía feliz por formar parte del bullicio. Era una
verdadera fiesta. Desde allí intenté ver el cartel rojo del
cine, allá lejos, del otro lado de la plaza. Conseguí verlo
y eso me tranquilizó.
En un recodo de la calle mi padre se acercó a un
hombre que estaba sentado en un rincón, sobre una
esterilla, delante de una caja de madera donde tenía
unas hojas de papel. Después de hablar con él, mi padre
se sentó a su lado, en el suelo.
- Ese hombre es un escribano –nos explicó nuestra
madre. Escribe cartas para la gente y va a escribir una
para vuestros abuelos.

A orillas de Tánger
137
Mis hermanos mayores y yo, entusiasmados, nos
sentamos junto a nuestro padre, apretándonos contra él,
dispuestos a no perdernos ni un detalle. Mi madre, con
los pequeños, se quedó de pie al lado de mi padre. El
escribano era joven y muy delgado. Sobre su enorme
nariz, se sostenían unas gafas rotas, remendadas en el
centro con hilo y algodón y que tenían muy intrigado a
Larbi. Sus ojos, diminutos como los de un ratón,
parecían asustados. De su mentón salía una barbita
negra puntiaguda que se estremecía cada vez que abría
la boca para, en un murmullo, preguntarle algo a mi
padre. De vez en cuando, en la punta de su nariz
aparecía una gota que rápidamente enjugaba con un
trapo blanco. Su ropa, limpia e impecable, era toda de
color blanco, como su gorrito, y estaba adornada con
arabescos de color miel. Sus pies, envueltos en
calcetines blancos también, estaban engullidos en
babuchas amarillas. Mientras mi padre le hablaba,
contándole nuestras cosas, él, lentamente, escribía sobre
una de las hojas. Los dibujos de su escritura, que
empezaba a la derecha de la hoja, eran
extraordinariamente bonitos. De vez en cuando, con
gesto cuidadoso y lento, metía la plumilla de metal
dentro de un tarrito lleno de tinta azul. La carta estaba
quedando preciosa. ¡Cuánto me hubiese gustado saber
escribir así! En mi familia, nadie sabía leer ni escribir y
ese día decidí que cuando fuese mayor aprendería a
escribir para enseñarles a mi madre y a mis hermanos.
Por fin, cuando ya se llenó toda la hoja, el hombre
sabio sacó de la caja de madera un instrumento medio
redondo que pasó sobre las letras. Luego, dobló la carta
y la metió cuidadosamente en un sobre al que pegó una

A orillas de Tánger
138
estampa después de escribir en cristiano el nombre de
mi abuelo. Mi padre le dio al hombre un par de monedas
y guardó la carta en uno de los bolsillos de su chaqueta.
Debíamos dejarla en un edificio que se encontraba calle
abajo. Desde allí saldría para Chauen.
- Llegará en una o dos semanas -le dijo el
escribano a mi padre con vocecita de niño asustado.
Mi madre estaba muy contenta.
En aquella calle había muchas tiendas. Algunas de
comida, otras de zapatos y muchas de ropa. Pero a mi
madre y a mí nos era imposible detenernos para admirar
los artículos expuestos en la entrada de las tiendas: la
multitud nos arrastraba sin ningún miramiento. Si
conseguía pararme para mirar algo, mi madre, ya lejos,
me gritaba desesperadamente para que corriera hacia
ella y no me perdiera entre el gentío.
En un momento dado, más abajo, mi madre ya no
veía a mi padre. Para tranquilizarla le dije que nos
quedaba el cine. Me miró con ojos angustiados, como si
confiara poco en esa solución.
Al cabo de un rato los encontramos bastante más
abajo, los cuatro pegados a la vitrina de una pastelería
que estaba ligeramente apartada del chorro de gente.
Estaban mirando una infinita variedad de dulces y de
pasteles imposibles de imaginar. Riéndonos, mi madre y
yo nos unimos al espectáculo. Había dulces de todos los
colores y de todas las formas. Cuando alguno de
nosotros descubría alguno que le parecía extraordinario
se lo enseñaba a los demás.
- ¡Mira, mira ese! ¡Ese lo quiero para mí! –
gritábamos uno tras otro.
Pero, los más bonitos estaban justo delante de

A orillas de Tánger
139
nosotros: unas gallinitas blancas todas iguales, con una
crestita roja en la cabeza. Las gallinitas no tenían ojos
pero nos miraban como suplicándonos que nos las
lleváramos. Hubiésemos dado cualquier cosa por probar
una de esas gallinitas. Además de bonitas, parecían
riquísimas.
- Están hechas con clara de huevo y con azúcar –
dijo mi padre.
A mí, que fuese tan sencillo hacer esas gallinitas
me parecía imposible.
Solo por ver esa vitrina y esas gallinitas valió la
pena el largo y penoso viaje. Aunque no pude ver de
cerca ni tocar la enorme cantidad de vestidos
multicolores y de zapatos que había en las numerosas
tiendas por las que pasamos, me conformé con haber
visto las gallinitas y los otros dulces. Creo que todos nos
dábamos por satisfechos.
Un poco más abajo de la pastelería, fuimos a dejar
la carta en lo que mi padre llamó el Correos. El edificio
destacaba de todos los que le rodeaban por su
hermosura. Antes de meter la carta en la enorme boca
abierta de un león de hierro que había en la pared, junto
a la puerta del edificio, mi madre, con una sonrisa triste,
le dio un beso al sobre.
Ya al final de la bajada nos adentramos por un par
de callejuelas. Subimos por unas escalinatas y nos
encontramos en una terraza desde donde, ¡oh,
sorpresa!, podía verse el mar. Mi padre aseguró que era
el mismo al que fuimos unos años atrás. Desde allí arriba
veíamos el puerto con sus enormes barcos y también la
playa, dorada, brillante, interminable y llena de gente.
En la terraza, mis tres hermanos se subieron a unos

A orillas de Tánger
140
cañones que apuntaban hacia el mar. Los demás, nos
sentamos en un rincón, pegados a la murallita que
rodeaba la explanada para protegernos del viento. Mi
madre abrió el canasto y nos dio a cada uno un pedazo
de pan y mi padre una raja de melón que cortó en un
rincón. Así, comiendo y bebiendo, pasamos un rato
largo, riendo y comentando en voz alta lo que habíamos
visto.
Al final de la comida, mi padre sacó con mucho
misterio un paquetito del bolsillo de su chaqueta. Con
una sonrisa que nos tenía a todos muy intrigados,
empezó a abrir muy cuidadosamente el pequeño
envoltorio de papel blanco. De pronto, mirando fijamente
el paquete, se le heló la sonrisa. Nos incorporamos todos
para ver qué era. En el papel había trocitos de una masa
blanca completamente deshecha. Con cara de asco, mi
madre le preguntó que qué era eso. Ausente, mi padre
iba a contestar cuando Said gritó:
- ¡Es una gallinita!.
¡Era verdad! ¡Pude reconocer su crestita roja,
impecable y tiesa entre dos pegotes blancos! A mi madre
le dio un ataque de risa y, entre carcajada y carcajada,
le dijo a mi padre que era un tonto inútil. Nos reímos
todos de él y empezamos a meter precipitadamente los
dedos en el paquetito intentando conseguir algún resto
de gallinita. ¡Estaba riquísimo! Algunos trozos estaban
crujientes y otros blandos y suaves. Acabamos la
gallinita, o lo que fue de ella, en un abrir y cerrar de
ojos. Mi madre, cuando quiso darse cuenta, entre risa y
risa, se había quedado sin probarla. Mi padre, demasiado
preocupado por su torpeza, también.
Un poco más tarde, alegres y contentos,

A orillas de Tánger
141
empezamos a subir por la cuesta por la que antes
bajamos, ya camino de casa. Había menos gente y
entonces pudimos mirar a gusto las tiendas y todo lo que
ofrecían: vestidos maravillosos, pañuelos multicolores,
zapatos brillantes, juguetes extraordinarios, tapices
estupendos, cacharros sorprendentes, perfumes
fantásticos, sortijas de ensueño… ¡Todo era maravilloso!
¡Parecía un cuento! Por un momento, ¡hasta me olvidé
de las gallinitas!
Mucho rato después, ya casi de noche, bajábamos
por la calle de Holanda cansados pero todavía con
fuerzas para seguir comentando lo que habíamos visto,
como si no quisiéramos que el día acabase. Mi madre,
que fue quien más disfrutó, le hizo prometer a mi padre
que nos volvería a llevar a ese lugar.
Cerca del callejón Venezuela nos cruzamos con
una mujer cristiana con sus dos hijos. Un niño y una
niña. Los niños estaban muy arreglados y supuse que
también venían de pasear. Mientras les veía meterse en
la casa del cafetín, justo antes del callejón Venezuela,
pensaba yo que, por una vez, no tenía envidia de los
cristianos. Lo nuestro estuvo mejor que sus paseos.
Antes de entrar en su casa, me pareció que la niña me
miró de reojo y me sonrió. ¡Cuánto me hubiese gustado
contarle lo feliz que fui esa tarde!
Unos momentos después, al pasar delante del
bakalito que estaba frente a nuestro patio, cuando como
siempre escupí en el suelo, me pareció oír detrás del
portalón ya cerrado, al niño esclavo llorar. Esa noche me
dormí maldiciendo a todos los bakalitos con niños
esclavos.

A orillas de Tánger
142
La independencia
Tras algunas revueltas y encontronazos aislados
surgidos a partir de 1953, a principios de 1956 empezó a
fraguarse la independencia de Marruecos que, hasta
entonces, estaba regido como protectorado: el norte era
administrado por España y el resto por Francia. La
ciudad de Tánger gozaba entonces de una situación
político-administrativa excepcional al ser administrada
por varios países. Los marroquíes de Tánger, como es
natural, también reivindicaban la independencia de su
país y exigían el regreso de su líder Mohamed V,
desterrado por los franceses a Madagascar. Se
avecinaban legítimos vientos de revueltas…
Un día, Juan, que escuchaba regularmente la radio
y estaba en contacto con gente informada –sus jefes, los
Lalaurie, y algunos compañeros de trabajo como Momy
Hazán y el periodista Jean Devos–, hizo partícipes a
nuestros padres de su preocupación. Mis padres, como
siempre, lo escucharon muy atentamente. Juan, pese a
su juventud -aún no tenía veinte años- también velaba
por la seguridad de la familia.
Fruto de esa charla fue la aparición al día siguiente
de un montón de latas de conservas, la mayoría
francesas -recuerdo que casi todas eran de paté- y de
productos de primera necesidad tales como harina,
azúcar, aceite, arroz, pastas, etc. Parecía que íbamos a
preparar una fiesta. Pero no, nos estábamos preparando
para sufrir un probable asedio. Mi madre,
recomendándome muy mucho que no se me ocurriera
tocar nada, colocó todo eso bien ordenadito dentro del
aparador azul que había en el comedor.

A orillas de Tánger
143
Poco después, empezaron los acontecimientos.
El primer evento digno de mención que recuerdo
fue una marcha de campesinos que pasó delante de
nuestra casa, en la calle de Holanda. Era un grupo
numeroso, solo de hombres. Caminaban en
impresionante silencio, calle arriba, hacia la calle de
Méjico, para seguramente ir luego al centro de la ciudad
o al Zoco Fuera. Probablemente venían de los poblados y
aldeas del sur de Tánger, situados a una distancia de
entre cinco y quince kilómetros. Casi todos vestían
chilabas de gruesa lana de color marrón oscuro. Parecían
agotados. Algunos llevaban las babuchas en la mano y
caminaban descalzos. Mi madre comentó que muchos
venían seguramente por primera vez a la ciudad. Todos
ellos alzaban la mirada y escudriñaban los edificios,
sobre todo el de Venezuela, frente al nuestro.
Probablemente, nunca habían visto nada igual. Tenían la
boca y los ojos muy abiertos: además de cansados,
parecían asustados. Mi madre los compadeció y comentó
algo así como que alguien los estaba utilizando.
El trasfondo de la cuestión era que las fuerzas vivas
del país tales como algunos intelectuales, profesionales,
periodistas, estudiantes, profesores, etc., intentando
aglutinar a los trabajadores y a los campesinos,
deseaban deshacerse de una vez por todas del
proteccionismo europeo para que el sultán Mohamed V
recuperara su trono. Parecía comprensible y legítimo que
después de más de treinta años de tutela hispano-
francesa los marroquíes quisieran establecer un estado
gobernado por ellos mismos. Pero Francia no estaba
dispuesta a permitir que Marruecos se rebelase contra su
autoridad porque ello hubiese creado un tremendo

A orillas de Tánger
144
precedente en África del Norte dónde también tenía
colonizados a Túnez y a Argelia. Por eso, Francia,
respaldada por varios países occidentales, entre los
cuales estaba España, intentó sofocar las pretensiones
independentistas del pueblo marroquí.
Por esos días llegaban a casa noticias muy
alarmantes del resto de Marruecos sobre combates
callejeros entre la policía y el ejército francés por un
lado, y los patriotas marroquíes por otro. Al parecer, en
las calles de Tánger también había disturbios y
enfrentamientos serios con los trabajadores y los
campesinos. Probablemente, muchos de estos eran los
que, asustados, pasaron delante de mi casa. En la tienda
de Doña Rafaela las mujeres comentaban cosas
espeluznantes que ocurrían en el Zoco Fuera y en el
Zoco Chico.
Una de esas noches vimos a través de las rendijas
de las persianas cómo un camión equipado con un cañón
de agua reprimía a varias docenas de manifestantes que
venían corriendo desde el centro de la ciudad a
refugiarse a mi barrio. El chorro de agua era tan potente
que tiraba y arrastraba a la gente por el suelo. Era
impresionante. Mi madre estaba muy nerviosa. Mariluz y
yo estábamos aterrados. Unos metros más arriba de mi
casa, en la acera de enfrente, había un enorme puesto
de melones adosado a la fachada del mercado nuevo.
Algunos manifestantes intentaron ocultarse dentro del
puesto pero el chorro de agua, como si tuviese vida
propia, iba a buscarlos hasta allí para desalojarlos. El
guardián del puesto gesticulaba y lanzaba gritos de
desesperación: los melones volaban por los aires como
pelotas de goma. El pobre hombre, en su intento

A orillas de Tánger
145
desesperado por salvar algunos, terminó rodando calle
abajo con los manifestantes y los melones.
Pocos meses después, Francia y España
concedieron a Marruecos la independencia. Un año más
tarde, Mohamed V recuperó su trono. Al parecer, no
hubo muchos más enfrentamientos y la transición entre
el protectorado colonialista hispano-francés y la
monarquía alauita fue rápida y casi pacífica.
Tánger perdió entonces su tan particular estatuto
internacional que le dio su excepcional carácter de
ciudad abierta y cosmopolita, cuna de mentes libres e
inquietas.

A orillas de Tánger
146
Mi padre llegó a casa contándole entusiasmado a mi
madre que nuestro país iba a ser independiente. Que
íbamos a ser nuestros propios amos. Que ya no
tendríamos patrones cristianos y que, por fin, las cosas
nos iban a ir mejor porque conseguiríamos mejores
trabajos y más dinero. Mi madre no pareció tan
entusiasmada como mi padre. Incluso le dijo que ese
cambio no sería suficiente para mejorar nuestra suerte.
Pocos días después, por la noche, mi padre vino a
casa jadeando y con la cara ensangrentada. Nos
asustamos todos mucho. Cuando mi madre le limpió la
sangre de la cara, mi padre explicó que, estando
vigilando su puesto de melones, aparecieron unos
manifestantes huyendo de la policía y que, perseguidos
por un camión con un cañón de agua, se refugiaron en el
puesto. El camión del agua, sin ningún miramiento, los
echó de allí haciendo saltar por los aires el puesto y los
melones. Mi padre estaba desesperado. Entonces mi
madre les pidió a Larbi y a Said que se vistieran y los
cuatro se fueron a arreglar el puesto. Yo, muy asustada,
me quedé en casa con los pequeños. Mi madre y mis

A orillas de Tánger
147
hermanos volvieron muy tarde. Estaban extenuados. Por
lo visto, se había perdido muchos melones.
A la mañana siguiente, mi padre volvió a casa
contando que Magani, el dueño del puesto, le armó un
escándalo cuando vio lo que ocurrió y le echó
reprochándole de no haber sabido cuidar de los melones.
Además de echarlo, para compensar sus pérdidas no le
pagó el dinero que le debía. Mi padre, muy irritado,
quería ir a la comisaría pero mi madre se lo quitó de la
cabeza recordándole que la policía fue quién le tiró el
puesto. También le recordó que, para la policía, los ricos
siempre tenían razón y que ir a la comisaría solo nos
podía traer más problemas.
- ¿Y mi dignidad? ¿Y mi orgullo? –contestó
amargamente mi padre.
- Recuerda lo que siempre dice mi padre, Hamidu –
replicó mi madre cariñosamente- la dignidad levanta las
cabezas y el orgullo las corta.
Sentado al borde de la cama, con la cabeza entre
las manos, mi padre le contestó con voz ronca que en
esos momentos la dignidad y el orgullo era lo único que
le quedaba. Mi madre se quedó muy triste y, sin decir
una palabra, le pasó dulcemente las manos por el pelo.
Fue la segunda vez que vi llorar a mi padre.

A orillas de Tánger
148
Los realquilados
Mi madre, para poder pagar el alquiler de los pisos
donde vivimos en la Plaza de Castilla primero y en la
calle de Holanda después, decidió realquilar alguna que
otra habitación.
Uno de nuestros primeros realquilados fue el Señor
Villalta. Era pintor. Vivíamos en la casa de la Plaza de
Castilla, yo tenía seis o siete años.
Un día, el Sr. Villalta me enseñó unos dibujos a
carboncillo que tenía en un gran bloc. ¡Eran una
maravilla! Había paisajes urbanos, escenas callejeras y
retratos. De los retratos, lo que más me llamaba la
atención eran los ojos. ¡Parecían de verdad!
En el piso de la Plaza de Castilla también tuvimos
otros inquilinos. Por un lado había un matrimonio inglés
muy simpático –ella, para decir que estaba resfriada,
decía que tenía “tose-tose”- que se mostraron muy
cariñosos. Estuvieron con nosotros solo unos días. Al
tiempo de marcharse nos enviaron una caja llena de
cosas desde Canadá: ropa de todo tipo, pañitos de
adorno, un novedoso mantel de plástico, fotos y un sinfín
de cosas a cual más exótica y extraña. También enviaron
un montón de cajitas conteniendo cereales. Creo que, en
el año 1952, me cupo el privilegio de ser el primer niño
español que tomó cereales. Los había de todas las
formas y sabores. Recuerdo que, en mi precipitada
glotonería, me los comía secos, como si fuesen pipas o
cacahuetes. Hasta que mi madre les puso un poco de
leche templada y azúcar. Doy fe de que los corn flakes
de hoy no tienen nada que ver con el genuino y delicioso
sabor de los de aquella época: sabían y olían a mazorca

A orillas de Tánger
149
de maíz.
Una de las cosas que más me llamó la atención de
todo lo que la atenta pareja envió fue una especie de
bayeta de papel blanco que por más que la mojaras y la
usarás, nunca se rompía. Sin duda alguna, los
verdaderos milagros venían de América.
Antes del Sr. Villalta estuvo con nosotros Don
Ricardo, dueño de una bodega vecina a la que, en
verano, fui a “trabajar”. Ese verano, Don Ricardo se trajo
a su mujer y a su hijo de mi edad. La familia de Don
Ricardo solo estuvo en casa unos días. Era gente callada,
discreta y muy educada. Eran tan educados que el niño,
que tenía nombre de rico, Roberto (mis amigos se
llamaban Antonio, Paco, Pepe…), nunca quería jugar
conmigo. Tampoco me hablaba. Yo, en venganza,
cuando solo me veía él, le sacaba la lengua. La primera
vez que se lo hice me sorprendió su reacción: se echó a
llorar.
Al dejar el piso de la Plaza de Castilla para
mudarnos a la calle de Holanda, el Sr. Villalta también se
vino con nosotros.
Unos meses después mi madre montó un
restaurante en el salón comedor de nuestra casa y el Sr.
Villalta fue quién pintó, con grandes letras rojas y
negras, el enorme rótulo de chapa sobre armazón de
madera que pusimos en la fachada del primer piso:
“RESTAURANTE BALBUENA”. Era impresionante. Para un
restaurante, Balbuena, segundo apellido de mi madre,
era algo más distinguido que Pérez.
Recuerdo que cuando el Sr. Villalta se marchó de
casa, a modo de compensación por algunos alquileres
impagados, decoró para mi madre un cojín de terciopelo

A orillas de Tánger
150
negro que él mismo compró. Le pintó grandes flores
multicolores que adornó con polvos brillantes. Quedó
muy kitsch. Estoy seguro que mi madre, mujer solidaria
y educada donde las hubiere, le agradeció mucho al Sr.
Villalta lo del cojín. De lo que ya no estoy tan seguro es
que le gustara. A mí, que por aquel entonces tenía unos
gustos muy básicos, me encantó. Me recordaba mucho a
aquellas postales con flores olorosas de papel recortado.
Al cojín solo le faltaba el perfume.
Cuando el Sr. Villalta se marchó de la calle de
Holanda, se alojó con nosotros un muchacho francés
muy simpático de unos treinta años. Se llamaba Richaud
y era cartero. Para el reparto de correo, Richaud utilizaba
una bicicleta que, por la noche, dejaba en el pasillo de
casa. Richaud también era muy discreto y solo le
veíamos cuando se iba a dormir. Un día, Richaud le
explicó a mi madre que tenía que marcharse de Tánger y
que, por lo tanto, iba a dejar la habitación. Creo que
también le explicó que no podía pagar algún mes
retrasado y, en compensación, le propuso dejar la
bicicleta que, de todas formas, ya no iba a necesitar. Mi
madre, que además de solidaria, educada y agradecida
también tenía el sentido de los negocios, aceptó la
propuesta pensando, naturalmente, en vender la
bicicleta. Cuando me enteré de la operación vi el cielo
abierto: ¡por fin íbamos a tener una bici en la familia!
Nadie sabía lo que aquel momento significaba para mí.
Poco antes de que Richaud se marchara, se
presentó un señor que envió el Sr. Villalta. Se llamaba
Don Eduardo Cuesta. También era pintor y pintaba
cuadros de gran categoría. Recuerdo perfectamente dos
de ellos: el de una señora muy elegante, con mantilla

A orillas de Tánger
151
negra y peineta que parecían de verdad y el de un chico
semi desnudo, en un establo, atándose las alpargatas.
Por aquel entonces a mi me gustaba pintar y dibujar. En
la escuela, junto a la educación física, era lo único que
me gustaba. Un día, sobre una cuartilla, pinté con
acuarela un torito negro dentro de un ruedo. A mi madre
le gustó tanto que no pudo resistir mostrárselo a Don
Eduardo. Recuerdo que éste, sin quitarle ni ponerle
méritos a mi toro, le dijo a mi madre que no me animara
a pintar. Que lo más importante para mí era estudiar.
Que la pintura no llevaba a ningún sitio. Pocas semanas
después, Don Eduardo Cuesta, excelente retratista y
mejor persona, empezó a pintar mi retrato –que aún
conservo- en compensación por algún alquiler sin pagar.
Mi madre, que además de educada, agradecida, solidaria
y tener el sentido de los negocios, también tenía una
gran sensibilidad artística, aceptó de buen grado la
compensación. Nunca se me olvidarán aquellas sesiones
en las que tuve que posar para que Don Eduardo hiciera
mi retrato: precisamente en esos días pasaba yo por una
crisis de ictericia con urticaria que me comía vivo. No
paraba de rascarme. Me picaba todo el cuerpo. Don
Eduardo, como buen granadino parsimonioso, me decía:
- Ehtate quieto un momento, Vihto, que ya
acabamo.
- Don Eduardo, -en aquellos cumplidos tiempos aún
se les decía de Usted a los adultos- ¿no me sacará Ud.
amarillo, verdad? -preguntaba yo, sabiendo que en ese
momento, debido a la ictericia, presentaba ese color.
A la vista del éxito que tenían los pobres pintores
que conocimos, mi madre no halagó nunca más un
dibujo mío.

A orillas de Tánger
152
Mis primeros empleos
Tengo que precisar que, cuando pequeño, solo
trabajaba durante unas semanas de las vacaciones de
verano -¿o eran solo unos días? En casa, por fortuna, no
esperaban mis ingresos para sobrevivir. Como de
pequeño yo era un tabardillo –al decir de mi abuela- a
falta de campamentos de verano lo más saludable para
todos era intentar tenerme ocupado en algún trabajo
durante unas horas al día.
Algún que otro verano, mi tío Antonio, que era
peluquero, me hacía ir por las tardes a su peluquería
para que ejerciera de ayudante. Por aquel entonces, mi
tío tenía la barbería en la calle de Rembrandt, al lado del
hotel de mismo nombre, junto al Bulevar.
Tití, que así era cómo llamábamos a nuestro tío,
tenía un socio, Frasquito, muy simpático y con el que se
llevaba muy bien. Al principio, yo creí que frasquito era
un apodo por lo de los frascos de colonia de la barbería y
porque el hombre era más bien chaparrito. Más tarde
descubrí que era el diminutivo de Francisco. Recuerdo
que Frasquito siempre tenía monedas en el bolsillo y
que, de vez en cuando, metía la mano en el bolsillo y
hacía sonar las monedas. Nunca supe si lo hacía para
reconfortarse o para mostrar su poder económico. Más
tarde, cuando ya oí hablar de psicología comercial, pensé
que probablemente lo hacía para sutilmente incitar a los
clientes a que dejaran propinas. Y es que, en el mundo
de las peluquerías, las propinas eran muy importantes.
Mi tío y Frasquito me recomendaban que una vez que
ellos acabaran su trabajo y que el cliente se pusiera en
pie, pasara un cepillo por sus hombros para quitarle los

A orillas de Tánger
153
pelos atrapados en la ropa. Descubrí cómo,
milagrosamente, esta simple acción –respaldada a veces
por una mano distraídamente tendida- se veía siempre
recompensada por una propina. Al cabo del día, las
propinas podían sumar unas seis o siete pesetas, lo cual
no estaba nada mal. El que más propina me daba -¡dos o
tres pesetas de una sola vez!- era un cliente de entre 25
y 30 años, con chaqueta de cuero marrón, que venía en
una moto enorme.
El mejor momento de la tarde era cuando un
camarero de una cafetería cercana nos traía café. A mi
me daba un vaso grande de café con leche -entonces no
se cuestionaba si el café era bueno o no para los niños.
El caso es que me encantaba. Con mi tío y con Frasquito
me lo pasaba muy bien. Cuando no había clientes
siempre estaban de broma y riendo -mi tío tenía la
particularidad de que se reía para dentro: se tragaba la
risa.
A veces, se decían cosas, por lo visto graciosas,
que yo no entendía. Por ejemplo, se me quedó grabado
una vez que pasó una señora delante de la peluquería y
mi tío le dijo a Frasquito:
- ¿Has visto qué dos catetas? – y Frasquito se rió.
Prometo que pasó una sola señora y no dos!
Empezaba a intuir que no siempre había que
entender las cosas de los mayores y, si por casualidad
creías entenderlas, tenías que hacerte el tonto…
Se da la circunstancia que mis tempranas prácticas
no tuvieron la virtud de desarrollar en mí el sentido de
los negocios sino del olfato. Me refiero al olfato
verdadero, al de los olores, no al de los negocios. En
efecto, mis ocupaciones laborales supusieron para mí la

A orillas de Tánger
154
iniciación a esas sensaciones tan fugaces pero de
memoria tan perenne: como archivos indestructibles, los
olores se alojan en lo más recóndito del cerebro para
reaparecer imprevisiblemente, impulsados por algún
misterioso estímulo (¿Se podrá algún día conservar los
olores? ¿Grabarlos como los sonidos o las imágenes?).
De ese modo, lo que más me gustaba de la
barbería de mi tío Antonio era su olor. Todo olía bien: las
lociones para después del afeitado, las colonias, las
brillantinas y las gominas, los polvos de talco, ¡todo,
absolutamente todo olía bien! Sacudías un paño y olía
bien. Barrías el suelo y olía bien. Abrías un cajón y olía
bien. ¡Hasta las propinas olían bien! La barbería de mi tío
era como el imperio de los sentidos olfatorios. Allí olía a
limpio, a bienestar, a salud, a riqueza. ¡Era la máxima
expresión de la felicidad! Pero, por encima de todos esos
buenos olores, el que más destacaba y me tenía
totalmente rendido, era el de la loción para después del
afeitado Floïd que mi tío y Frasquito rociaban
generosamente, a raudales y con sonoras bofetadas,
sobre las caras recién afeitadas y complacientes de los
clientes. Aunque efímero, el olor del Floïd era intenso,
fuerte, impactante. Era uno de esos olores que
desataban pasiones: o te tumbaba o te hechizaba. Yo era
un incondicional del Floïd. Me trasladaba a mundos aún
desconocidos por mí. Me hacía intuir países lejanos y
exóticos, evocando viajes y aventuras peligrosas de las
que era imposible salir vencido.
Cincuenta años después de aquella experiencia, me
compré por primera vez un frasco del Genuino Floïd -tal
y como reza en la etiqueta– en un supermercado de
Cardedeu, por 5’45 euros. Así, de vez en cuando, aún en

A orillas de Tánger
155
contra de la voluntad de Sandra, mi mujer, que abomina
de ese olor, me permito revivir aquellas emociones que
fluyeron en mí en la barbería de mi tío…
Después de la peluquería de mi tío Antonio trabajé
en una tienda de electricidad. De que yo llegara a esa
tienda se encargó el Sr. Villalta, el pintor realquilado que
nos hizo el cojín kitsch y el rótulo del restaurante. En
efecto, un día de verano, el Sr. Villalta le comentó a mi
madre que su hermano, que tenía una tienda de
electricidad, necesitaba un chico para atenderla. El
hermano vino para hablar con mi madre y debieron
llegar a un acuerdo porque, un buen día, me mandaron
para la tienda. Yo tendría nueve años.
Situada cerca del Bulevar, la tienda era muy
pequeña, con mostrador y trastienda. En las estanterías
había enchufes, interruptores, cables y todo lo necesario
para hacer pequeñas instalaciones eléctricas. Además de
abrir y cerrar la tienda, mis funciones eran la atención
telefónica y la venta al público. Si alguien llamaba para
una asistencia o alguna avería, yo debía tomar nota para
luego pasarle el mensaje a mi jefe. Si alguien venía y
pedía algo, yo se lo vendía (en los pocos días que estuve
allí, nunca vino nadie). Más tarde comprendí que más
que una tienda, en realidad era un almacén donde el
dueño depositaba los materiales necesarios para sus
trabajos.
Cuando abría la puerta por la mañana, me llamaba
la atención el olor. Era un olor intenso a goma,
probablemente de los cables del almacén. Ese olor era
agrio, áspero, antipático, casi repulsivo, de acorde con
una actividad que me disgustó desde el primer
momento.

A orillas de Tánger
156
Pero lo más impresionante era el silencio que salía
del fondo oscuro de la trastienda. ¡Incluso cuando
encendía la luz del fondo, seguía oyéndolo! A mí, que
vivía del ruido como del aire, ese silencio me sobrecogía.
Era irreal, imposible. Nunca había oído un silencio tan
callado, tan mudo, tan quieto. Era como tener un apagón
en la cabeza y que no pudieras pensar.
A veces, cuando menos me lo esperaba, estando
intentando mantener a distancia el silencio, estallaba
junto a mí el estridente timbre del enorme teléfono
negro, rompiendo el aire, lacerándolo, desgarrándolo en
mil jirones, invadiendo la tienda y mi cabeza como un
depredador salvaje. Entonces me entraban ganas de salir
corriendo para mi casa, a refugiarme entre mi madre y
mi hermana.
- Di…diga.
- Niña, ¿está tu padre?
- No –decía yo para resumir que ni yo era niña ni
que el dueño era mi padre ni que allí hubiese nadie que
no fuese yo.
- No, si nunca está cuando se le necesita. Mira
niña, yo soy la señora Pepita, dile a tu padre que me
llame al 5555 que se me ha estropeado la plancha. ¡Pero
que me llame ya! ¿Está claro, niña?
- Bueno.
Las viejas, además de maleducadas, eran incapaces
de reconocer un niño de una niña. ¡Nada me daba más
rabia que eso!
Así pues, la mayoría de las llamadas eran de amas
de casa mayores que solicitaban asistencia urgente por
alguna avería que, junto con su número de teléfono, yo
anotaba en un cuaderno: “Segnora Pepita no le funsiona

A orillas de Tánger
157
la plancha, telephono nº 5555”.
Mi relación laboral con el hermano del Sr. Villalta
solo duró una semana. En efecto, abandoné la empresa a
causa de lo que yo, intuitivamente, consideré una
injusticia laboral. Resulta que, a los pocos días de haber
empezado a trabajar, mi jefe me mandó a una carnicería
de la Plaza Nueva (mercado) a recoger una máquina de
picar carne que estaba averiada. El mercado estaba en la
calle de Holanda, justo frente a nuestra casa. Recuerdo
que aquel episodio me asqueó de la carne picada pública
para siempre: cuando el carnicero consiguió despegar la
máquina de la plancha de madera donde estaba adherida
a causa de la mugre, empezaron a salir docenas de
cucarachas de dentro de la máquina. Para llevar la
máquina a casa de mi jefe, la metí en una cesta. La casa
estaba bastante lejos, casi al principio de la calle de Fez,
cerca de los Suanis. Era una caminata. A cada paso la
máquina pesaba más. El camino no acababa nunca. Yo,
sorprendentemente, no abandoné la máquina de picar en
medio de la calle para irme a mi casa: cumplí con mi
encomienda y entregué la máquina a la mujer de mi jefe.
Luego, le conté la aventura a mi madre y le dije que
dejaba ese trabajo. A mi madre le pareció bien y se lo
contó al Sr. Villalta. Por la tarde, desde la tienda, llamé
por teléfono a mi jefe, quejándome por haberme hecho
llevar tan lejos una máquina tan pesada; le dije que ya
no volvía más y que me pagara mi dinero -creo que eran
cinco duros. Me dijo que me pasara por su casa al
sábado siguiente para cobrar. Ese sábado me levanté
muy temprano y, a primerísima hora ya estaba
aporreando su puerta para recibir lo que era mío.
Recuerdo que tardó bastante en abrir. Al verme me

A orillas de Tánger
158
preguntó con cara y voz de sueño si había madrugado
para ir a por el dinero. No dije ni una palabra y cuando
me dio lo mío me fui a casa a llevarle orgulloso los cinco
duros a mi madre.
Como el primer amor, el primer empleo nunca se
olvida. Fue en la bodega de Don Ricardo, el realquilado
de la casa de la Plaza de Castilla. Tendría yo siete años.
La bodega-almacén estaba a unos trescientos metros de
casa, lindando con el campo y los cañaverales donde
tantas horas pasé con mis amigos.
Lo que más me llamaba la atención de la bodega de
Don Ricardo era el olor que despedía el vino de las
barricas. Era un olor fuerte, persistente y penetrante
pero, al mismo tiempo, atrayente, casi agradable. Era
olor a vino derramado, generoso, omnipresente.
Irradiaba de todas partes y se propagaba hasta en la
calle. Formaba parte de la bodega, de sus paredes, de su
suelo, de su mobiliario. Podías tocarlo, verlo, masticarlo.
Yo, que creía que era un olor prohibido, pecaminoso y
peligroso, me sentía orgulloso y privilegiado por poder
olerlo y disfrutar libremente de él. Lo disfrutaba
doblemente: porque me gustaba y porque estaba
prohibido.
En principio, la tarea principal para la cual Don
Ricardo me contrató era para lavar las botellas vacías. En
unas piletas bastante profundas había unos grifos cuyo
chorro salía hacia arriba. Los grifos consistían en un tubo
largo de acero rodeado de un cepillo helicoidal parecido a
los cepillos que se usa para lavar los biberones. La
operación era sencilla. Se trataba de introducir la botella
en el grifo, boca abajo, sostenerla fuertemente, abrir el
agua, que venía con mucha presión, e imprimirle un

A orillas de Tánger
159
movimiento vertical, de arriba hacia abajo, de forma tal
que el cepillo limpiara su interior. Pero el chorro a
presión que salía del grifo y yo no nos llevábamos muy
bien: como yo no agarraba suficientemente fuerte las
botellas, éstas volaban por los aires para luego
estrellarse contra el suelo. Naturalmente, yo terminaba
empapado. El agua, hasta que conseguía cerrar el grifo,
lo ponía todo perdido. Creo que mi jefe, Don Ricardo, se
dio rápidamente cuenta que no valía para ese trabajo.
Entonces me ocupó en tareas menores de limpieza
menos arriesgadas como, por ejemplo, recoger agua del
suelo. Él se encargaba de los cristales.
No obstante, al segundo día, Don Ricardo quiso
darme otra oportunidad confiándome una tarea de
mayor responsabilidad. Me pidió que le ayudara a sellar
un tonel de madera vacío. Para ello, él introducía en el
agujero del tonel un palo de madera en forma de cono,
como un tapón muy largo, al que, con una gran maza,
asestaba un golpe para sellar el tonel. Yo tenía que
sujetar el tapón-palo mientras él le daba el mazazo. En
principio, la operación parecía sencilla y segura: jefe
experimentado, palo largo, distancia prudente entre mi
mano y la maza, todo estaba bajo control. O, mejor
dicho, casi todo… Solo había un detalle que al menos a
mí se me escapó y que, debo reconocerlo, me sorprendió
de tal manera que me quedé de piedra: el palo, al recibir
el martillazo, a causa de su longitud, cimbreó y se puso a
vibrar de manera tan violenta que me transmitió la
vibración desde la muñeca hasta el codo, produciéndome
un intenso calambre. El dolor y la sorpresa me
paralizaron. Me quedé tieso de dolor y de humillación: si
hubiese recibido un golpe franco tenía un motivo más

A orillas de Tánger
160
que justificado para quejarme, llorar y lamentarme. Pero
una sensación como la que sentí, inmaterial,
incomprensible e inexplicable -yo no sabía qué había
pasado- era algo humillante para alguien criado en la
creencia de que los niños deben ser obligatoriamente
fuertes y valientes. Cuando pude reaccionar salí
corriendo para mi casa y el bodeguero torturador de
niños no me vio el pelo nunca más en su bodega.
Conservé el dolor durante unos días. El pasmo me duró
unas semanas más.

A orillas de Tánger
161
Alguien le habló a mi madre de un trabajo de
niñera. Se trataba de cuidar a una niña pequeña, de un
año y medio de edad, en su casa. Mi madre pensó que
yo, que ya tenía diez años y cuidaba muy bien de mi
hermanita Fatima, podía perfectamente ocuparme de esa
niña y se lo propuso a mi padre:
- Hamidu, aquí cerca, en el edificio Venezuela, hay
una familia de musulmanes que necesitan una niñera. Yo
he pensado que, como las cosas nos van tan mal, si
Malika hiciera ese trabajo por lo menos ella podrá comer
caliente todos los días –explicó mi madre.
Mi padre, que antes de decir las cosas se lo
pensaba mucho, al cabo de un momento preguntó:
- ¿Eso quiere decir que se quedaría allí a dormir?
- Sí, claro –contestó mi madre- además, como
están justo aquí al lado, si alguna vez le ocurriera algo a
nuestra hija, que Dios no lo quiera, nos enteraríamos
enseguida.
- ¿Y la madre de la cría dónde estará? –preguntó mi
padre.
- Él es de una familia de dinero de Tetuán y tienen

A orillas de Tánger
162
una droguería en el Zoco Fuera. Además de ser ricos son
modernos: ella trabaja con él en la droguería todo el día
–le dijo mi madre.
- Pero, ¿quién va a hacer la comida para la cría y
para Malika?
- La madre dejará hecha comida por la noche.
Malika solo tendrá que calentarla. Todo está hablado.
- ¿Y cuando vendrá Malika a casa? ¿Los viernes?
- No. Los viernes también trabajan. Malika podrá
estar con nosotros los sábados por la tarde. Por la noche,
a las ocho, se tendrá que ir allí.
- ¿Y cuánto nos pagarán?
- Nada.
- ¿Nada?
- Nada. Le darán comida y cama. Yo creo que es
buena cosa. Que así se irá haciendo una mujercita –
contestó mi madre sin mucha convicción.
A mí, la idea de vivir en una casa de ricos me hacía
mucha ilusión. Nunca en mi vida había visto una casa de
ricos. ¡Estaba entusiasmada y deseando empezar!
Dos días después, mi madre me bañó y me preparó
para, por la tarde, ir a la casa de los señores ricos. Me
preparó también un hatillo donde me puso ropa limpia.
Cuando mi madre y yo entramos en el inmueble
Venezuela, el portero, que era cristiano, no nos quiso
dejar pasar. Mi madre le explicó en español para qué
íbamos. Entonces, el cristiano nos dijo hasta dónde
teníamos que subir por las escaleras y dónde debíamos
llamar. El interior del edificio Venezuela, que mis
hermanos y yo solíamos mirar desde la calle con tanta
admiración, era enorme. Todo era grandioso, amplio y
lujoso. Las paredes, el techo y el suelo estaban

A orillas de Tánger
163
recubiertos con grandes placas de piedra de color miel,
lisas y brillantes. Del techo colgaba una gran lámpara de
cristal. Parecía uno de los palacios de los cuentos que mi
abuela solía contarnos en Chauen a mis primitas y a mí.
Después de subir las escaleras llegamos ante la
puerta de mi futura casa. Yo estaba muy nerviosa. Me
temblaban las piernas. Nos abrieron los tres: el señor y
la señora con la niñita en los brazos. Yo sólo me fijé en la
niñita quién, sin que nadie le dijera nada, se tiró hacia
mí. Me quedé un poco sorprendida.
- Cógela -me dijo la madre sonriente.
La niña, que era muy bonita y simpática, pesaba
una enormidad. Estaba muy gordita. Se llamaba Anisa.
Mi madre habló con los señores unos instantes y
después se despidió de mí con lágrimas en los ojos. La
señora, que era muy joven y guapa, le dijo a mi madre:
- No te preocupes, mujer, con nosotros va a estar
muy bien y va a aprender mucho.

A orillas de Tánger
164
Pollos abuitrados
En un rincón de la azotea de la casa de la calle de
Holanda, mi madre le hizo construir a mi padre un
gallinero con unos palos y tela metálica.
Esta iniciativa respondía al afán siempre alerta de
mi madre de intentar producir algo para nuestro
autoabastecimiento y así superar en parte nuestras
dificultades económicas.
En el gallinero alojó a una docena de pollitos,
aparentemente de buena raza, que creo venían de
Holanda. De color amarillo anaranjado, parecían juguetes
vivientes. Eran encantadores.
Poco a poco, los pollitos se hicieron grandes,
perdieron su bonito manto amarillo y empezaron a
parecerse más a las gallinas que un día iban a ser. Daba
la impresión de que su cuerpo crecía más deprisa que su
plumaje porque en ciertas partes presentaban grandes
calvas. La verdad es que de bonitos ya no tenían nada.
Recuerdo que les echábamos de comer unas semillas
redondas y blancas que llamábamos aldorán, o algo así.
Pero, por una vez, la iniciativa de mi madre resultó
un fracaso. En efecto, en la azotea, bajo el implacable
sol de Marruecos y sin tierra para escarbar, las gallinas
no estaban en el mejor de sus mundos y cayeron todas
enfermas. Contrajeron una enfermedad de lo más
exótico: giraban la cabeza hacia atrás, doblando el cuello
progresivamente, como si en un acto suicida quisieran
retorcérselo ellas mismas, hasta que perdían el equilibrio
y se caían para volver a levantarse entre infructuosos
cacareos. Parecía más bien una enfermedad nerviosa –
hoy diríamos que sufrían de stress. Aparte de estas

A orillas de Tánger
165
manifestaciones tan folclóricas, los pollos perdían
muchas plumas, sobre todo alrededor del cuello.
Parecían buitres. Buitres inofensivos, eso sí, pero
asquerosos.
Pues bien, el caso es que, con tanto sol, con tanto
calor y con tanta mierda -que todo hay que decirlo-, del
gallinero se desprendía un olor asqueroso y
nauseabundo. En realidad, más que olor, era un tufo
pestilente, una especie de hedor que se podía casi tocar
y que impregnaba la ropa del que se quedara cerca de
las gallinas más de dos minutos. Cincuenta años
después, ¡todavía puedo recordar ese olor!
Por fortuna, las gallinas fueron todas muriendo una
tras otra –siempre creí que de asco– y no tuvimos que
comernos ninguna. De haberlo hecho, quizás ahora no
estaríamos hablando…
Gracias al gallinero aprendí rápidamente muchas
cosas relacionadas con las ciencias naturales. De forma
esquemática y rápida pude conocer, por ejemplo, las
diversas etapas de la vida: desde que se es bebé hasta
que llega la muerte, pasando por la adolescencia y por la
madurez. También conocí la enfermedad y, con ello, la
fragilidad de los seres vivos. Y un montón de cosas más.
Aprendí incluso cosas en otros campos como, por
ejemplo, el lenguaje. Gracias al gallinero entendí de lleno
una frase que mi madre me decía a menudo: “…ve a
lavarte, que tienes más mierda que el palo de un
gallinero”. Hay que saber que a las gallinas, para que
puedan descansar -no sé de qué- se les pone un palo
atravesado a lo largo del gallinero y situado a unos
cuarenta centímetros del suelo. En él se pasaban horas
cacareando, intentando conservar el equilibrio y cagando

A orillas de Tánger
166
al mismo tiempo. ¡El palo quedaba hecho un asco! Eso,
nunca lo hubiese yo adivinado de no ser por el gallinero…

A orillas de Tánger
167
El guatecón de Mariluz
Tendría mi hermana Mariluz unos catorce años
cuando, al final del curso 1955-56, organizó su primer
guateque. Era en la casa de la calle de Holanda. Aún me
pregunto cómo consiguió permiso de nuestra madre ya
que, habitualmente, se organizaba guateques con algo
más de edad. Un guateque era un acontecimiento
importante, sobre todo si es tu primer guateque. No se
acostumbraba a hacer guateques así porque así: la
presencia de tanta gente bailando al son de alocadas
músicas modernas podía soliviantar al vecindario. El caso
es que mi madre, mujer moderna donde las hubiere,
aceptó.
El guateque se hizo en la azotea, por la tarde,
después de comer, bajo un sol de justicia ciega e
implacable. Con la ayuda de algunas amigas, Mariluz
montó una decoración con cadenetas multicolores
confeccionadas por ellas mismas con papeles de color y
la irremplazable cola de harina y agua que nunca fallaba.
La azotea quedó irreconocible. Parecía una verbena. Por
fortuna para los amigos de Mariluz, ya no teníamos los
pollos abuitrados.
Con una enorma barra de hielo partida en trozos
llenaron los dos grandes barreños de chapa que usaba
mi madre para lavar la ropa. Ahí metieron una gran
cantidad de botellas de Coca Cola -¡sí, sí, de Coca Cola!-,
de Casera y de Atlas Orange (ésta última contenía una
bebida de escandaloso color naranja que se suponía era
a base de naranja -cosa más que dudosa- y que a mí me
encantaba). Para comer prepararon mini-bocadillos de
paté, de mortadela, de salchichón y de queso. Yo estaba

A orillas de Tánger
168
maravillado: nunca había visto tantas bebidas y tantos
bocadillos juntos. Mariluz, después de descubrir que me
tragara dos o tres botellas de Atlas Orange -¿o fueron
cuatro?- y me engullera como una docena y media de
canapés, le espetó a mi madre:
- ¡Mamá! ¡Que al niño no se le ocurra poner los pies
en la azotea cuando vengan mis amigos o lo mato!
- No te preocupes -le contestó con parsimonia mi
madre- que no subirá.
Creo que a lo que más le temía Mariluz era a que
yo irrumpiera en pleno guateque y me metiese con ella
delante de sus amigos. Temor infundado porque, en el
fondo, por mucho que me hubiese gustado hacerlo,
nunca hubiese hecho una cosa así: era demasiado
vergonzoso. No obstante, le prometí a mi madre que me
portaría bien si me dejaba mirar desde el interior del
trastero. A lo que accedió sin que Mariluz se enterase.
Entre niños y niñas –todos del “Grupo Escolar
España”, al que asistía Mariluz- llegaron como unos
treinta. Pronto adiviné que los niños venían de algún
curso superior al de las niñas y que, en realidad, no se
conocían demasiado. Desde mi escondite del cuarto
trastero de la azotea, subido en el respaldo de una vieja
silla desvencijada, a través del ventanuco podía
observarles a placer. ¡Era un espectáculo que no me
hubiese perdido por nada del mundo!
Contrariamente a lo que podríamos creer, los más
presumidos y encopetados eran los niños. Vestían
camisas impecables de colores suaves y pantalones
ceñidos. Casi todos llevaban el pelo corto y engominado.
Lo más llamativo era su comportamiento, sus contoneos,
sus poses, sus devaneos. ¡Eran peor que las niñas! Eran

A orillas de Tánger
169
vanidosos, engreídos y, para colmo, lacios. Lamenté que
ya no tuviésemos los pollos pestosos. ¡Los hubiese
soltado en medio de tanto relamido!
Curiosamente, los niños hablaban solo entre ellos.
En realidad, más que hablar, cuchicheaban; por más que
me esforzaba, ¡no me enteraba de nada! Cuchicheaban y
comían, eso sí. Un gorrón con cara de mosquita muerta
se tragó hasta trece canapés, ¡que se los conté!
De vez en cuando, en los corrillos herméticos que
formaban los niños se colaba alguna niña, azuzada y
animada por las otras. Inmediatamente después, entre
risitas nerviosas y acrobáticas contorsiones, salía de allí
corriendo a refugiarse entre sus amigas que, expectantes
y agitadas, se cerraban alrededor de ella para, suponía
yo, recibir detallada información de su brevísima
incursión. Los niños, con una marcada expresión de
sorpresa, como diciendo ¿será esto posible?, se
quedaban mirando a la atrevida intrusa.
Las chicas, la mayoría con vestidos de vuelo
estampados y con una cinta ancha en la cabeza, hacían
verdaderos esfuerzos por intentar llamar la atención de
esos bobalicones a quienes, descaradamente, miraban
de reojo. Pero ellos, definitivamente endiosados, estaban
más preocupados en recomponer posturitas que en
dignarse hacer caso alguno a alguna -cuando a lo mejor
lo estaban deseando.
Mariluz, muy responsable ella y muy sonriente, por
ser la anfitriona, cuando no pasaba bandejas con mini-
bocadillos se ocupaba de cambiar los discos. Sin duda,
estaba tan nerviosa como sus amigas.
El volumen de la música, como no podía ser menos,

A orillas de Tánger
170
estaba al máximo. Salía de un toca-discos desgañitado
que alguna insensata había traído. Los discos, pequeños,
de los de 45 revoluciones, eran sobre todo de los Platters
-ya sabéis “Only you” y “My prayer”- y de otros
cantantes de la época que yo ni conocía. La música era
acaramelada y dulzona, de las que invitan a las parejitas
a bailar muy juntitos… Pero, debido quizá al ardiente sol
tangerino de las cinco de la tarde del mes de julio o a
causa de la cantidad de curiosos que estaban asomados
en los balcones y ventanas del imponente Edificio
Venezuela que se encontraba justo frente a nuestra casa,
no se formó ninguna pareja de baile que no fuese de
niñas. El fracaso fue estrepitoso: ¡allí no bailaba nadie en
pareja de verdad! De vez en cuando, para animar,
Mariluz y sus amigas ponían algún que otro cha-cha-chá
que, alocadamente, bailaban entre ellas. ¡Cuánto
hubiesen disfrutado de haber tenido allí a la “Chica yé
yé” de la Velasco o al “She loves you” de los Beatles, que
salieron solo pocos años después!
La verdad es que yo, desde mi discreto bunker, sí
que me lo estaba pasando bien. Incluso me preparé un
plato de mini-bocadillos y una botella de Atlas Orange
por si me entraba el gusanillo… Hasta que pasó lo que
tenía que pasar. Lo inevitable. Lo inesperado. Una
pesadilla: de repente, siguiendo encaramado al
ventanuco del trastero, sobre el respaldo de la vieja silla,
me entró un tremendo dolor de barriga que,
sorpresivamente, se tornó en una repentina pero
liberadora diarrea. Si bien el dolor se me pasó gracias a
la intempestiva evacuación, ésta me pringó de mala
manera la ropa, las piernas, los zapatos y la silla. ¡Me
quería morir! Por suerte, el guateque tocaba a su fin y, al

A orillas de Tánger
171
cabo de un rato, cuando ya no quedaba nadie, fui
rescatado del trastero por mi madre que empezaba a
preocuparse por mi tardanza. Renegando de las Atlas
Orange y de los canapés, mi madre me dio un baño más
terapéutico que higiénico mientras Mariluz me decía que
me estaba bien empleado:
- ¡Castigo de Dios! - me decía - ¡por tragón y por
fisgón!

A orillas de Tánger
172
Estando cuidando a Anisa en el piso de sus padres,
un día, después de comer, vi cómo en la casa de
enfrente la niña de la familia cristiana que vivía allí, junto
con unas amigas, adornaba la azotea con papeles y
cintas de muchos colores. ¡Estaban preparando una
fiesta! La azotea quedó muy bonita con los adornos y las
cadenetas de colores que montaron.
Más tarde, pusieron música y empezó a llegar
gente. Eran chicos y chicas, todos cristianos. Todos iban
bien vestidos, de nuevo, con ropa de muchos colores,
como haciendo juego con las cadenetas de papel.
En una mesa había una infinidad de bocadillos
pequeños y, en unos barreños, un montón de botellas de
bebidas. Como mis amos, esa familia también era rica.
Al son de la música, las niñas bailaban todas
juntas. Los niños las miraban como con vergüenza y no
hablaban con ellas. ¡Cuánto me hubiese gustado estar
allí y bailar con las niñas! ¡Y charlar con ellas, a gritos,
como ellas! ¡Y comer y beber lo mismo que ellas!
¡Cuánto me hubiese gustado ser amiga de esas niñas!
¡No! ¡No! ¡Hubiese dado cualquier cosa por ser una de

A orillas de Tánger
173
ellas y estar siempre feliz y alegre como ellas!
Al atardecer, empezaron todos a marcharse por
grupitos, los niños con los niños y las niñas con las
niñas. La niña de la casa, con dos amigas, entre bromas
y sonoras risas desmontó los adornos y las mesas, paró
la música y bajó a su casa. La última en marcharse fui
yo, intentando animar de nuevo, en mi imaginación,
aquella azotea que ahora estaba vacía y silenciosa y que
tan solo unos momentos atrás era un hervidero de
alegría y de color.
Por la noche, echada sobre la estera que tenía para
dormir en la cocina de mis amos, seguía viendo esas
niñas con las que yo nunca podría estar. Como todas las
noches, esa noche también vi en la oscuridad, saliendo
de la puerta cerrada de la cocina, los ojos del niño
esclavo mirándome y pidiéndome ayuda.

A orillas de Tánger
174
Mis juegos
Aunque sencillos, algunos de los juegos que
practicábamos entonces eran ingeniosos y entretenidos.
Sin embargo, otros llegaban a ser algo salvajes. Por lo
general, para poder participar en los juegos del barrio,
solo era necesario buena voluntad y muchas ganas de
pasárselo bien.
En Tánger, que fue la ciudad donde más jugué en la
calle, además de los meblis (canicas) y del trompo
(peonza), el juego por excelencia de los niños era el
fútbol. En vez de fútbol, nosotros decíamos
sencillamente jugar a la pelota. Como mucho,
llegábamos a decir furbo, anticipándonos a Ángel María
Villar, sempiterno presidente de la Federación Española
del mismo. Cuando alguien decía jugar a la pelota nadie
podía entender otra cosa que no fuese el fútbol. No
conocíamos ni el baloncesto, ni el balón bolea, ni el balón
mano. Solo el fútbol.
A la pelota jugábamos de cualquier forma y con lo
que fuese. Como nunca nos caía un balón de goma y
menos de cuero –de reglamento– entre los pies,
teníamos que hacer uno con cualquier cosa. La mayoría
de las veces jugábamos con pelotas pequeñas,
confeccionadas por nosotros mismos con trapos
envueltos en una vieja media. La mayoría de nuestros
juegos eran heredados de nuestros hermanos mayores.
Así, recuerdo las cometas que me hacía mi
hermano Juan con papel de periódico y cortes de caña.
Después de hacer unas muescas en la punta de las cañas
las ataba con guita (cuerda muy fina), en forma de
crucifijo que luego recubría con las hojas de papel de

A orillas de Tánger
175
periódico. El milagro de que aquello volara sólo podía
conseguirse gracias al modesto pero eficaz pegamento
conseguido al mezclar harina y agua. Juan remataba la
construcción con la indispensable cola, confeccionada con
trapos viejos. El lugar ideal para hacer volar las cometas
era cerca de donde vivían mis tíos y primos, en el Zoco
de los Bueyes.
Pero no todo eran juegos solitarios y pacíficos. Ni
mucho menos. Por lo general jugábamos a muchos otros
juegos en los que, sobre todo, se corría mucho. Era
nuestra forma de hacer deporte.
Entre otros, solíamos practicar un juego algo
salvaje que consistía en formar dos equipos de seis o
siete jugadores cada uno y en colocar a uno de los
componentes de uno de los dos equipos de espaldas a la
pared, de pie. Los compañeros del que estaba contra la
pared se colocaban delante de éste, agachados, en fila,
con la cabeza entre las piernas del que tenía delante.
Creo recordar que le llamábamos el caballito. Una vez
formado así el caballito, los miembros del otro equipo,
después de coger carrerilla, debían de saltar por encima
e intentar acercarse lo más posible al que estaba contra
la pared. Cuando ya todos habían saltado, debían
permanecer sobre los agachados hasta contar diez, sin
caerse. Perdía el equipo saltador si alguno de sus
miembros caía al suelo o el equipo portador si alguno de
sus miembros doblaba la rodilla. Si el equipo saltador no
caía, seguía saltando. A veces, se formaban racimos de
varios niños saltadores sobre solo uno o dos de los
agachados. Lo peor era cuando, al saltar, algunos niños
se dejaban caer desde bastante alto; al que le tocaba
recibirle le suponía una sacudida tremenda en la espalda.

A orillas de Tánger
176
Nuestros padres nunca nos vieron jugar a esto.
Pero todos nuestros juegos no eran salvajes o
violentos. También teníamos algún juego tranquilo y casi
cerebral.
Uno de estos era el de los damasquillos. Como en el
póquer, en este juego había que emplear la cabeza para
engañar al contrario o para detectar el engaño.
Damasquillos era el nombre que dábamos a los huesos
de los melocotones. Con los damasquillos se podía jugar
de muchas maneras pero, principalmente, jugábamos a
intentar adivinar cuántos huesos tenía el contrario en su
mano cerrada. Si acertábamos, nos los quedábamos
todos, y si no, debíamos entregar la misma cantidad.
Teníamos derecho a palpar la mano del otro jugador, a
apretarla, incluso a sacudirla para intentar oír el ruido de
las semillas de los huesos y así tener una pista. Todo
buen jugador de damasquillos que se preciara llevaba
sus huesos en una bolsita de tela. En el momento de
sacar, el jugador hundía su mano en la bolsa y la sacaba
cerrada. La dificultad estaba en que los huesos podían
ser de muy distinto tamaño y, por lo tanto, era difícil
adivinar la cantidad que sacaba el contrario. De ahí que
tuviésemos derecho a apretarle la mano: si sus dedos
resbalaban era porque tenía huesos pequeños y, por lo
tanto, podían ser numerosos. Sin embargo, si al apretar
los dedos del otro no se movían y, además, el niño al
que le apretabas la mano se ponía blanco, significaba
que solo tenía dos o tres enormes huesos cuyas afiladas
aristas le hacían daño cuando apretabas. Como las
canicas y las cañas, los damasquillos eran muy
versátiles: servían para diversos juegos. Incluso
hacíamos silbatos con ellos: escupíamos en el suelo y

A orillas de Tánger
177
frotábamos incansablemente los huesos hasta conseguir
hacer un agujero en su panza. El secreto estaba en que
el agujero fuese más pequeño que la semillita que se
encontraba en el interior.
También jugábamos mucho al pincho. Consistía
éste juego en lanzar un pincho al suelo para clavarlo en
la tierra. Por lo general usábamos una lima sin mango,
un destornillador grande o un alambre grueso
debidamente afilado. Una vez que clavabas el pincho en
la tierra, lo sacabas y, sin mover los pies, trazabas con
él, alrededor tuyo, un círculo lo más grande posible.
Luego, volvías a tirar desde cualquier punto de “tus
tierras”, con derecho a invadir las del contrario. Así, poco
a poco, había que despojar al contrario de sus tierras. El
pincho emulaba la apropiación del suelo sin tapujos, a lo
bestia, como seguramente consiguieron sus tierras más
de uno en la Edad Media -por no decir más
recientemente- que luego dejaron en herencia a sus
descendientes, venerados y admirados pro-hombres.
Pero no todo era primario en este juego. También
requería mucha concentración por parte de los jugadores
porque, al lanzar el pincho con todas tus fuerzas para
clavarlo en la tierra, podías dar en una piedra enterrada
y entonces el artefacto salía despedido por los aires
como un proyectil. Había que estar muy atento para
esquivarlo.
Otro juego más apacible pero no por ello poco
notorio era el del aro. Claro que al aro sólo podían jugar
los que tuviesen uno. Para la mayoría de nosotros, el aro
era más bien un objeto de deseo: el que tenía uno era
un privilegiado. El aro de barrio –que no el de tienda- era
la llanta de una rueda de bicicleta a la que se había

A orillas de Tánger
178
previamente despojado de los radios. Paradójicamente,
los de las tiendas eran peores: como eran de madera no
hacían ruido cuando rodaban sobre el suelo y, además,
se rompían. El ruido producido por el roce de la llanta
metálica sobre el suelo era uno de los atributos más
importantes del aro. Como los tubos de escape de las
motos, el ruido anunciaba la llegada del arero,
reclamando la atención de los demás: la admiración de
las niñas, la envidia de los niños y el malestar de los
adultos… ¿A qué más se podía aspirar? Para rodar el aro
se fabricaba una especie de horquilla con alambre grueso
cuyo extremo inferior, en forma de U, era la guía. Los
que no tenían guía empujaban el aro dándole golpecitos
con un palo. Aunque eficaz, el palito quedaba menos
distinguido, como más esforzado y ramplón. Como decía,
tener un aro daba cierta notoriedad a sus propietarios.
Éstos, vanos y poderosos, decidían a quién y por cuánto
tiempo prestaban su aro, si es que lo hacían. Nuestra
revancha, la de los desarodados, llegaba cuando
organizábamos algún juego de equipo: como no podían
abandonar sus aros, los areros no participaban en
nuestros juegos.
También jugábamos al fútbol de mesa con botones,
al palicastre con un taquito de madera afilado en las dos
puntas y a la chapa con tapas de tacón de zapatos.
En tiempos adustos en los que escaseaban las
canchas y las pistas deportivas, la calle era un inmenso
polideportivo, libre, sin horarios, sin cuotas y
autogestionado…

A orillas de Tánger
179
Anisa tenía juguetes que yo no había visto ni en las
tiendas del Zoco Fuera. Como era muy pequeña, apenas
si podía jugar con algunos de ellos. Solo los rompía.
¡Cuánto me hubiese gustado llevarme alguno de esos
juguetes rotos!
En casa, la mayoría de nuestros juguetes nos los
hacía mi padre o nosotros mismos. Mis hermanos, como
todos los niños del barrio, jugaban sobre todo a la pelota
que se hacían con trapos viejos.
Mi madre me enseñó a hacer muñequitas. A ella le
enseñó mi abuela y a mi abuela su madre. Para hacer
muñequitas solo se necesitaba un par de trocitos de caña
de la misma longitud y unas hebras de lana de diferentes
colores. Con los palitos y un poco de hilo se hacía una
cruz cristiana del tamaño de una mano. El trocito
pequeño de arriba era la cabeza, los dos de cada lado los
brazos y el de abajo las piernas. Luego, solo había que
recubrir la cruz con lana de distintos colores: la cabeza
de un color, los dos brazos con un mismo color y las
piernas, es decir la falda, con otro color. Los ojos los
hacíamos con dos nuditos de lana negra y la boca con

A orillas de Tánger
180
otro de lana roja. Finalmente, hacíamos el pelo con unos
trocitos de lana negra.
Yo tenía muchas muñecas. No había dos iguales. En
Chauen jugaba con mis primas y con mis vecinas pero
aquí, en Tánger, tenía que jugar sola. El juego que más
me gustaba era el de la escuela: ponía a todas las
muñecas juntas y les hablaba de cosas. Estaba deseando
que mi hermanita Fatima creciera un poco más para que
jugara conmigo.
Mi padre nos hacía muchos juguetes. A mis
hermanos les fabricaba carritos con ruedas y pequeños
aperos de labranza. También les hacía tirachinas para
cazar pájaros. A mí, sillas, mesas y camas para mis
muñecas. Todos nuestros juguetes estaban hechos de
ramitas de árbol, de madera, de paja y de cuerda fina.
Algunos, los más bonitos, estaban pintados con pintura
roja y verde.
¿Tendría juguetes el niño esclavo?

A orillas de Tánger
181
Dichos y hechos
Las frases hechas y las comparaciones son un
recurso fácil y cómodo para expresar con gran precisión
un sinfín de situaciones y de estados de ánimo sin
necesidad de disponer de un vocabulario demasiado
extenso. Mucho más que ahora, en aquellos tiempos las
frases hechas representaban una parte importante de la
cultura popular.
Creo que la utilización de ciertas frases hechas
demuestra imaginación, agilidad mental y, sobre todo,
un gran sentido del humor. Las frases hechas y las
comparaciones forman parte de la cultura popular que,
como la andaluza, dispone de un amplio repertorio. En
realidad, son simpáticas ocurrencias que denotan un
sentido irónico de la vida, cuando no sarcástico, mordaz
o cáustico, muy en la línea del sentimiento tragicómico
español que, por reírse, se ríe hasta de sus propias
desgracias.
Las frases que reseño aquí son solo una muestra de
algunas de las frases hechas que más utilizaban mi
madre y mi abuela, es decir, los andaluces de entonces.
Las transcribo porque la mayoría son poco frecuentes.
Algunas, incluso, no las he vuelto a oír desde que era
pequeño.
Ser más malo que la carne de pescuezo: valía
tanto para referirse a alguien como a algo; supongo que
dependería del pescuezo.
Estar tan fuerte como el pellejo de breva:
forma irónica e imaginativa para decir que alguien estaba
débil.

A orillas de Tánger
182
Reventar como un triquitraque: se decía cuando
alguien estallaba en cólera. Un triquitraque era un
petardo. También se usaba como maldición: “¡Ojalá
revientes como un triquitraque!”
Ser más infeliz que un sahumerio: ¡Si será
infeliz un sahumerio!
Ser más ordinario que el papel de estraza: hay
que saber que este tipo de papel se fabrica a partir de
andrajos.
Estar hecho un ecce homo: me decía mi madre
cuando volvía con rasguños.
Ser de su tierra: ser rencoroso, retorcido.
Estar en el plato y en las tajadas: versión laica
de “estar en misa y repicando” es decir, estar pendiente
de todo.
Más amargo que la tuera: la tuera es el nombre
vulgar de una planta cucurbitácea llamada coloquíntida y
que es una especie de cohombro muy amargo que se
emplea en medicina como purgante (Ver el dicciona-
rio…).
Ser el desperdicio de un tinajo: se decía de
alguien que, además de comer mucho, comía cualquier
cosa, sobre todo las sobras; supongo que se refería a
alguna antigua costumbre de las familias rurales que
quizá consistía en echar las sobras de la comida en una
gran tinaja de barro -¿un tinajo?- para dársela luego a
los cerdos.
Ser como un tabardillo: ser pesado y cargante
como las penosas fiebres tifoideas cuyo nombre familiar
es tabardillo (Aquí también, ver el diccionario).
Entrarle a uno las siete cosas: enfermar como si
le hubiese afectado a uno los siete males (supongo que

A orillas de Tánger
183
en alusión a las siete plagas de Egipto); en realidad se
usaba cuando alguien estaba muy enfadado. También se
usaba como maldición: ¡que te entren las siete cosas!
Saltársele a uno la hiel: en general, se decía de
alguien que presenciaba a otro comer algún bocado
exquisito o, sencillamente comer, cuando él no lo hacía y
deseaba hacerlo. La hiel es el nombre vulgar de la bilis.
Saltársele a uno la bilis sería algo asqueroso ya que ésta
es muy amarga.
Sentar algo a alguien como a un santo dos
pistolas: se utiliza como imagen para decir que a
alguien, algo, por ejemplo una prenda de vestir, no le
sienta nada bien.
Más basto que el papel de lija: sin comentarios.
Tener más sueño que vergüenza: se dice
cuando alguien se cae de sueño en cualquier sitio, sin
que le dé vergüenza.
Ser el espíritu de la golosina: antojársele a
alguien, por costumbre, lo de los demás.
Tener más miedo que siete viejas: es de
suponer que, según en qué circunstancias, una pobre
vieja puede llegar a sentir mucho miedo; por lo tanto,
siete viejas pueden sentir miedo siete veces más. Lo cual
es mucho, mucho miedo.
Ser más feo que Picio: ¡Cómo no sería el tal
Picio¡
Llover más que cuando enterraron a Bigotes:
¡Cómo no llovería ese día!
Estar más tieso que la pata de Perico: o Perico
tenía una pata de palo o no podía doblar la rodilla.
Ser más tonto que Pichote: ¡Pobre Pichote! ¡Lo
que dio de sí!

A orillas de Tánger
184
Ver menos que Pepe Leches: ¡Otro que qué tal!
Ser de Pepillo Verrugas: ser muy malo, muy
travieso; se me antoja que el tal Pepillo (el) Verrugas
sería un matón de barrio.
Estar como el Inglés: por lo visto, el Inglés de
este cuento se enteraba de tan poco que, sin darse
cuenta, repetía lo que alguien acababa de decir. Por lo
tanto, esta frase se aplicaba a quien repetía algo que se
acababa de decir.
Tener más hambre que el perro de un ciego:
supongo que de todos los mendigos, el ciego era el que
menos monedas recibía porque con eso de que no veía,
la gente se hacía más remolona…
Tener menos vergüenza que el gato de una
fonda: supongo que sería porque en las fondas los gatos
veían de todo.
Moverse más que el rabo de una lagartija: se
aplicaba sobre todo a los niños inquietos, que no
paraban de moverse.
Mucho te quiero perrito pero pan, poquito: se
decía cuando alguien no compartía algo o no hacía
ningún favor a quien decía querer mucho.
Pasar más frío que un perro chico: ¿Habéis
notado cómo algunos perritos están casi siempre
temblando?
Comer como si se tuviese la solitaria: se decía
de alguien que comía mucho, como si, de tener la
solitaria –ese gusano infecto que el que más y el que
menos hemos tenido alguna vez en nuestra vida-
provocara mayor apetito (¡Se decía porque el larguísimo
gusano también tenía que comer!).
Salado como la carne de perro: posiblemente

A orillas de Tánger
185
nos encontremos aquí ante una reminiscencia de los
efectos de la hambruna de la España más sufrida.
Tener menos sesos que un mosquito: sin
comentario.
Ser como una sabandija: ser malo –travieso-
como un bicho.
Oler a perro muerto: quien nunca haya olido a un
perro muerto no sabe qué es oler verdaderamente mal.
Ser más pesado que la bragueta de un pastor:
¿por qué precisamente de un pastor? Misterio.
Ser más flojo que la bragueta de un viejo: aquí
ya se entendería algo más.
Tener más mierda que el palo de un gallinero:
quién haya visto el palo de un gallinero sabe de qué va la
cosa; el que no lo haya visto, se lo puede imaginar.
Ser más delicado que la mierda de gato: ser
demasiado sensible o susceptible (no se recomienda
hurgar nunca con un palito una deposición de gato: su
olor infecto se propagaría por los aires).
Ser más feo que un tiro de mierda: no se es
más sucio ni más pestoso ni más asqueroso, sino más
feo, porque… ¿habrá algo más feo que un tiro de mierda?

A orillas de Tánger
186
A modo de ejemplo, respetando –y quizá
exagerando un poco- el acento andaluz del momento,
relataré lo que podía haber sido una escena familiar
cotidiana.
Situación: yo, como en muchas otras tardes, pude
haber estado jugando a la pelota con mis amigos y,
después de mucho tiempo, pude haber vuelto a casa a
enfrentarme con mis tres mujeres.
Yo:
- ¡Mamá! ¡Mamá! Ehtoy ahilao. ¡Tengo má hhambre
qu’er perr’un siego!
Abuelita:
- ¡Ay, po’ loh clavo de Crihto, shiquillo! ¡Mira cómo
vieneh, con máh mierda qu’er pal’un gallinero! ¡Y
ademá’h vieneh hesho un eseomo! ¡Un día te vá’h
a dehá lo’h seso! ¡Te voy a matá! Hay que vé,
hay que vé, ehte niño va a acabáh con nosotrah,
no’h’etá llevando poh la calle l’amargura.
Yo:
- Pero abuelita, ¡Si solo e’h’tao huando ar furbo!
Mamá:
- ¡Hugando te iba a ti dá yo! ¡Qu’ereh máh malo
que la cahne pehcueso!
Yo:
- ¿Y qué cahne é hesa amá?
Mamá:
- Anda, toma er bocadillo y callate de una vé, que
parese que tieneh la solitaria, ¡Siempre comiendo!
Yo:
- ¡Mamá ehte pan ehta máh tieso que la pata Perico

A orillas de Tánger
187
y er shoriso máh seco que’l’oho un tuerto y mah
salao que loh pehrro!
Abuelita:
- Si tan ehmallao ehtá, cómetelo ya de una vé y
calla, bahto, ¡qu’ereh máh bahto qu’er papé
d’ehtrasa!
Mariluz:
- Ademáh, no sé de qué te queha’, con lo tragón
que ereh, que parese h’er dehperdisio’un tinaho.
Y vé a lavarte que hueleh a perro muerto.
Yo:
- ¡Uma mierma pa ti gomo er fombrero d’un bicaó!
Mamá:
- ¡Que no digah palabrota! Y menoh con la boca
llena. ¡Sinvergüensa!
Yo (a mi hermana):
- ¡Sabandija! ¡Qu’ereh mah tonta que loh peloh der
culo! ¡Esaboría!
Mariluz:
- ¡Mamá! ¡Mira er niño, otra veh m’ha insurtao! ¡Y
ademah, me’htá hasiendo la peseta! ¡Malahe,
qu’ere h’un malahe!
Abuelita:
- No le hagah caso hiha qu’ehte niño tiene menoh
vergüensa qu’er gat’una fonda. Ademah, ¿no veh
qu’el pobre eh máh’infelí qu’un sahumerio?
Mariluz:
- ¡Ehcushimisao, qu’ehtah harbilao y ehcushimisao!
Yo:
- ¿Yo? Mira, mira que fuerte ’htoy.
Mariluz:
- Si, como er pelleho breva.

A orillas de Tánger
188
Mamá:
- ¡Bueno niño, ya’htá bien! ¡Qu’ereh máh pesao
que la braguet’un pahtor!
Yo:
- ¡Amá mira la niña, me’htá’siendo bu’la!¡Y mirala,
amá! Seh’ta comiendo un caramelo. ¡Pá que se
me sarte la hié!
Mariluz:
- ¡Eso eh mentira! ¡Embuhtero! ¡Ohalá revienteh
com’un triquitraque! ¡Que ereh máh feo qu’un tiro
mierda! ¡Mamá! ¡Mira! ¡Ma tocao!
Mamá:
- ¡Ya’hta bien niña, tú también! Qu’ereh máh delicá
que la mierda gato.
Yo:
- ¡Que t’entren lah siete cosah mohquita muerta,
que nunca a’h roto un plato y lah matah callando!
¡Suavona! ¡Que tieneh musha consha!
Mariluz:
- ¡Mariquita suca, mariquita suca!
Yo:
- ¡¡¡¡Amaaaaaaaaaaaá!!!!

A orillas de Tánger
189
El cine
Mucho antes que Woody Allen en La rosa púrpura
del Cairo, en mi barrio de la calle de Holanda ya
inventamos eso de que los personajes salieran de la
pantalla y se encarnaran en la vida real. Mis amigos y yo
nos encargábamos de eso.
En efecto, cada vez que salíamos de ver una
película, emulábamos a los personajes que acabábamos
de ver. Un día éramos pistoleros, otro día indios o
vaqueros, otro policías o ladrones, espadachines del rey
o esclavos romanos, eligiendo cada uno el bando según
sus filias.
El cine debía costar relativamente poco porque mi
madre me permitía ir a menudo con mis amigos. Cuando
iba con ellos casi siempre iba al cine París que estaba
muy cerca de casa, en la calle de Fez.
Nuestro escenario favorito era el campo del pozo,
casi frente al cine y al costado de la Plaza Nueva, ya en
mi barrio. El campo del pozo era el lugar idóneo para
jugar al cine, o a lo que fuere, sin molestar a nadie y sin
ser molestado. Dependiendo de la película que
acabásemos de ver, nuestras escenificaciones resultaban
más o menos agitadas y ruidosas. En ese sentido, las
más escandalosas eran las películas de vaqueros. Por lo
general, siempre nos excedíamos en la interpretación de
nuestro papel, ya fuésemos indios o vaqueros: después
de la función, el campo del pozo parecía más un campo
de minas que un inofensivo solar arcilloso. De todas las
películas, las más peligrosas para nuestra integridad
física eran las de espadachines. Fue una suerte que
nunca nos saltáramos un ojo con las espadas de caña o

A orillas de Tánger
190
de madera que improvisábamos sobre la marcha.
La mayoría de las películas que llegaban por aquel
entonces a las salas de cine de Tánger –por lo menos,
las que yo veía- tenían una única clasificación: todas
eran de buenos y malos. En las de vaqueros los malos
eran los indios, en las de aventuras africanas, los malos
eran los negros y los animales salvajes, en las de
romanos, los romanos y en las de marcianos, los
marcianos. También ponían películas cursis y películas
españolas edulcoradas, sobre todo en el cine Rex, allá en
el Zoco Fuera. Algunas vi con mi madre y con mi
hermana Mariluz: Sissi Emperatriz, Lili, Mujercitas,
Recluta con niño, El pequeño ruiseñor...
Mis películas, las que elegíamos mis amigos y yo,
eran “Mogambo”, “La isla del rey Salomón”, “Hatari”, “La
guerra de los mundos”, “Ultimátum a la tierra”, todas las
de Tarzán, las de mosqueteros y las de vaqueros.
Pero, de todas las películas, la que más me impactó
en mis inicios cinéfilos fue una que se llamaba Liane. Fui
a verla con mis amigos en el cine Lux. Tendría yo diez
años. Liane era la historia a todo color de una chica de
pelo largo rubio y de indumentaria básica que vivía sola
en la jungla, rodeada solo de animales salvajes. Como
Tarzán, iba de liana en liana –de ahí su nombre- aunque
algo más delicada y graciosa que el rey de los monos.
Esa tarde, en el cine, viendo cómo Liane evolucionaba
tan rica y lindamente entre las copas de los árboles, a
mis amigos y a mí nos sorprendió la última de las
enfermedades infantiles: la pubertad. Las hormonas,
inesperadas, bulliciosas y traviesas, correteaban desde la
punta de los dedos de nuestros pies hasta los oídos,
deteniéndose algunas en el pecho para golpearlo

A orillas de Tánger
191
salvajemente. Creo que ese día, mis amigos y yo
dejamos de ser niños. ¡Cuántas veces, Liane, estuve
rebobinando tu película en la pantalla confusa de mis
sueños adolescentes!
Lo que menos me gustaba del cine era el NODO,
programa oficial de noticias del régimen de Franco. Me
disgustaba porque siempre era en blanco y negro,
porque su sintonía, también en blanco y negro, era
fatigosa e inquietante -como amenazante-, y porque
nunca contaba nada divertido. También me molestaba
mucho la voz aflautada y estridente del único narrador
que, al parecer, tenían en plantilla.
Desde muy pequeño yo ya era un consumado
aficionado al cine. Me encantaba el cine. Podía ver
cualquier película, hasta las insoportables. Para mí, ir al
cine era como viajar, como soñar despierto, como vivir
una doble vida. Sin proponérmelo, siempre me
encarnaba en alguno de los personajes y, por lo general,
las cosas siempre me salían bien.
Lo que más odiaba de las películas era cuando
aparecía en la pantalla la palabra FIN, aunque lo
pusieran en inglés: “The End”. Era un mazazo. Te
devolvía a la vida real, aburrida y llena de prohibiciones
y de reglas que no podías infringir sin ser descubierto y
castigado.
Por suerte, mis amigos y yo teníamos el campito
del pozo donde, reconstruyendo guiones y aventuras,
practicábamos terapia de grupo para sobrevivir al mundo
adulto, plano y opresor…

A orillas de Tánger
192
Buarraquía
Muy cerca del Zoco Fuera, a la izquierda de la gran
plaza si nos poníamos de espaldas al cine REX, había una
pequeña calle que flanqueaba el cementerio musulmán.
Era la calle Buarraquía. En sí, la calle Buarraquía nunca
tuvo ninguna peculiaridad que le permitiera gozar de
popularidad alguna. Es más, al contrario de la mayoría
de las calles de esa zona, llenas de vida y de color, la
calle Buarraquía era de lo más anodino e insignificante.
Hasta que llegaron los stocks americanos.
Los stocks americanos no eran ni más ni menos que
cientos de fardos de ropa de segunda mano que alguien
embarcó en Estados Unidos para venderlos en Tánger.
Los vendedores, cada uno al cargo de uno o dos fardos,
exponían la ropa en el suelo a lo largo de toda la calle.
Como la ropa era muy barata y, además, provenía de
América, la calle Buarraquía se hizo famosa entre la
gente humilde por las verdaderas gangas que en ella se
podía encontrar.
- ¡Mira s’ñora! ¡Roba miricana di primira! –le
pregonaba un vendedor a mi madre.
- ¡Vistidos bonitos di lojo! ¡Bantalones di cuadros
y di raya vija! -gritaba otro muy convencido.
- ¡Abrigos calintis y ligantis! ¡Abrigos di tris
mochos! – clamaba uno un poco más lejos.
- ¿Qué mochos? –preguntó mi madre toda
escamada.
- Si s’ñora: mocho bonito, mocho buino y mocho
b’rato –contestó el vendedor con sonrisa picarona.
- ¿Cuánto vale este abrigo? –preguntó mi madre
riéndose y dando la impresión de coger un abrigo de niño

A orillas de Tánger
193
al azar.
- Vintinivi bisitas, s’ñora -contestó el hombre sin
dudarlo un solo instante. ¡
- ¡Uy, qué caro! – exclamó mi madre dejando
caer el abrigo en la pila de ropa.
- ¿Cuánto bagas? –preguntó el hombre viendo
que se le escapaba una venta.
- Doce pesetas –propuso mi madre.
- Vintisinco –contrapropuso él.
- Catorce –ofertó mi madre al ver que no se
desmayó del susto.
- Vintiona – contraofertó el vendedor.
- Diecisiete y no se habla más – sentenció
definitivamente mi madre.
- Guaja, s’ñora –terminó aceptando el vendedor,
probablemente más necesitado del dinero que nosotros
del abrigo. Ostid sir mocho dora combrando -seguía el
hombre- yo birdir mochos deneros contego. Isti brigo
miricano como nuevo, calidá numiro uahed. Culshi
mizzian S’ñora, ¡culshi mizzian! -aseguraba el hombre
mientras mi madre le daba un repaso exhaustivo al
abrigo antes de pagar.
Pese al reclamo y al esfuerzo de los vendedores, el
estilo de ropa de la calle Buarraquía no correspondía ni
mucho menos al que se usaba en Tánger en esos
momentos. Las prendas que llegaban de América, sobre
todo las de mujeres, aunque antiguas de cinco o más
años, eran más atrevidas y vistosas que las que
estábamos acostumbrados a usar y ver. En efecto, no
solo eran más coloridas y pintorescas sino que su corte y
su diseño eran como más imaginativos, más
espectaculares. Algunos modelos me parecían excesivos

A orillas de Tánger
194
hasta a mí, que no se podía decir que fuese
precisamente demasiado crítico en la materia. Muchos
vestidos, incluso, estaban adornados con multitud de
insufribles lentejuelas y perlitas de colores que,
imprevisiblemente, hacían las delicias de las jovencitas
de familia humilde. Porque, obviamente, las de las
familias más o menos acomodadas, por suerte para ellas,
ni se imaginaban la existencia de la calle Buarraquía.
Por la calle, los entendidos podían adivinar sin
equivocarse quién conocía la calle Buarraquía. Esa
práctica llegó incluso a utilizarse, en según qué barrios,
como arma arrojadiza en discusiones de calle:
- ¡Desgraciao, que te vistes en la calle Buarraquía!
Al principio de la moda Buarraquía, nuestra madre
nos compró bastante ropa a Mariluz y a mí. Sobre todo
de abrigo. Eso sí, solo se decidía por alguna prenda
después de someterla a un severo control, tanto de
calidad como estético. Nunca se le hubiese ocurrido
comprarnos nada estrafalario o de mal gusto, por mucho
que abrigara. Por lo demás, a nosotros nos encantaba
saber que llevábamos ropa de América, como la que la
gente se ponía en las películas.
A veces, como los precios eran verdaderamente
baratos, nuestra madre nos permitía encapricharnos de
alguna prenda. Recuerdo que Mariluz se quedó con un
par de vestidos esperpénticos con lentejuelas y pedrería
multicolor que parecían un par de arbolitos de Navidad
pero que, con muy buen criterio, solo se ponía en casa.
Alguna vez, supongo que para tratar de rentabilizar la
inversión, intentó, sin éxito, disfrazarme con ellos…
A mí me tocó un traje de vaquero que consistía en
un conjunto formado por unas perneras -que se ataban

A orillas de Tánger
195
por el interior de las piernas, sobre los pantalones- y por
un chaleco. Lo más llamativo del traje eran unas
enormes manchas de color blanco y marrón que imitaban
una piel de vaca. En verdad, ese traje aplacaba un viejo
sueño mío desde que descubrí las películas de vaqueros:
de mayor, yo quería ser vaquero. El colmo de la felicidad
llegó cuando, pocas semanas después, los Reyes Magos
me trajeron -¡por fin!- una cartuchera con un revólver,
una estrella de sheriff y, para remate, un sombrero de
vaquero. ¡No había niño más feliz que yo! ¡Era Burt
Lancaster en Veracruz!
En otra ocasión, aunque sin entusiasmo, mi madre
aceptó comprarme unos pantalones bombachos de tejido
grueso verde cuyos bajos se ataban a la altura de las
pantorrillas. Al parecer, eran igualitos a los pantalones
de Tintín que yo, por aquel entonces, solo conocía de
oídas. Mi madre, que sabía mucho de ropa, decía que
eran pantalones de golf pero opinaba que, pese a que le
parecían bonitos, me sentaban como a un santo dos
pistolas. Pero yo ya no quise quitarme nunca más esos
pantalones. Hasta el día que, en la escuela, sin yo saber
cómo, un niño se enteró de que me los compré en
Buarraquía y me delató públicamente.
- ¡Lleva pantalones de Buarraquía! ¡Lleva
pantalones de Buarraquía!, -gritaba el niño como un
descosido en medio del patio sin dejar de señalarme con
el dedo. ¡Lo hubiese estrangulado! ¡Capullo!, gritaba yo
para mis adentros.
Muy a pesar mío, ese fue el último día que llevé
esos pantalones verdes de golf igualitos a los de Tintín.
A su manera, la calle Buarraquía rindió un
importante servicio a mucha gente.

A orillas de Tánger
196
Después de que perdiera su trabajo en el puesto de
melones, mi padre consiguió otro de vendedor de ropa.
Lo consiguió gracias a un vecino del callejón Venezuela
que también era rifeño. El trabajo de mi padre estaba en
una calle del Zoco Fuera, pegada al cementerio. A veces,
mis hermanos mayores iban con él para ayudarle. Por las
mañanas, mi padre se levantaba muy temprano porque
tenía que recoger el fardo de ropa en un almacén que
había más abajo del Zoco Chico, cerca del puerto, donde
dejaba por la noche lo que no había vendido. Por lo que
contaba mi padre, lo peor era subir a cuestas el enorme
fardo de ropa, calle arriba, hasta el cementerio. Para
evitar eso, algunos vendedores no volvían a su casa y
pasaban la noche junto a su fardo. Ya hacía dos meses
que mi padre tenía este trabajo. El mismo tiempo que yo
cuidaba a Anisa.
Aunque mi padre trajo a casa alguna prenda de
vestir de las que vendía, mi madre quería que fuésemos
un día juntas para comprarme algo.
Así pues, un sábado a mediodía, mi madre vino a
esperarme con Brahím y Fatima a la salida de mi trabajo,

A orillas de Tánger
197
en el edificio Venezuela, para ir al puesto de mi padre.
Las dos estábamos muy ilusionadas. Mi madre tenía
miedo de perderse porque no recordaba bien el camino
que solo hicimos una vez, cuando fuimos todos juntos a
pasear, hacía ya más de un año. Pero llegamos bien, sin
perdernos. Una vez en el Zoco Fuera solo tuvimos que
preguntar dónde estaba la calle de la ropa.
Mi madre y yo, un poco nerviosas, nos adentramos
en la calle. Se llamaba calle Buarraquía, como el
cementerio que estaba junto a ella. La calle estaba llena
de gente y de ruido. A cada lado había hombres
vendiendo ropa a gritos. Cada uno tenía a sus pies una
montaña de ropa sin ordenar, que las mujeres revolvían
y revolvían sin parar. Entre los compradores habían
muchas cristianas. Por fin, ya casi al final de la calle,
vimos a mi padre y a mis hermanos. Como en los demás
puestos, en el de mi padre también había mucha gente
mirando y remirando la ropa. Mi madre se detuvo un
momento, sonriendo, como saboreando la escena: ¡mi
padre al cargo de un puesto, vendiendo ropa! Nos
acercamos y cuando mi padre me vio, me sonrió. Se
acercó a mí y me abrazó. ¡Hacía dos meses que no nos
veíamos!
Mi madre, como las demás, también se puso a
mirar la ropa del puesto de mi padre. ¡Las prendas,
todas cristianas, eran maravillosas! Aunque sabíamos
que era ropa usada nos parecía de lujo. De un
montoncito que tenía detrás de él, mi padre cogió un
abrigo rojo y se lo lanzó a mi madre. Era un abrigo de
niña con botones dorados y el cuello de color negro. En
el puesto de al lado, una niña cristiana que estaba con su
madre y su hermano, miró mi abrigo de reojo. Me

A orillas de Tánger
198
pareció que hubiese querido quedárselo ella pero ese
abrigo iba a ser mío. Después de mirarlo detenidamente,
mi madre me preguntó si me gustaba. ¡Que si me
gustaba! ¡Hubiese dado cualquier cosa por tener ese
abrigo de cristiana! Mi madre habló con mi padre en voz
baja y, al cabo, salimos de allí con el abrigo debajo del
brazo, además de una chaquetita blanca y de una blusa
rosa. Yo quise ponerme el abrigo pero mi madre no me
dejó. Me dijo que me lo pondría más adelante, cuando
hiciera frío.
Cuando llegamos a casa, siendo ya casi la hora
para entrar en casa de Anisa, mi madre me permitió que
me pusiera la blusa de color rosa porque no parecía
sucia. Estaba deseando que hiciera frío para ponerme el
abrigo. ¡Ya soñaba con las prendas que más adelante
podíamos conseguir en el puesto de mi padre!

A orillas de Tánger
199
¡Fun, fun, fun!
En Tánger, los españoles celebraban las Navidades
con mucho entusiasmo. A ello se unía que los
comerciantes, sobre todo los españoles, decoraban sus
vitrinas con motivos apropiados, intentando animar a la
gente a que les comprara algo más que lo de costumbre.
Lógicamente, las tiendas que más empeño ponían eran
las de juguetes y las de ropa. Discretamente, al
acercarse las Navidades, el centro de la ciudad se vestía
de fiesta.
En las casas, no había familia española, por muy
humilde que fuese, que no montase su belén. A tenor de
lo que yo veía en las vitrinas, había belenes para todos
los gustos: grandes, sencillos, sofisticados…; todos eran
bonitos. El primero que yo recuerdo en casa era uno
recortable, de papel. Aunque algo humilde –“como debe
ser”, decía mi abuela–, a mí me encantaba. Además del
belén, también se solía colgar alguna que otra bola de
navidad, contagio de los tangerinos franceses que, al
contrario de los españoles, no montaban belenes sino
árboles de navidad con luces, bolas de colores y finas
serpentinas brillantes. Las bolas de cristal, por sus
colores, por sus reflejos y por la perfección de su forma,
parecían mágicas.
Una de las muchas razones por las que me
gustaban las Navidades era por los dulces que hacían mi
madre y mi abuela. La base de la mayoría de estos
dulces era a menudo la misma: harina, azúcar, aceite y,
dependiendo del acabado final, más o menos huevo. Los
mejores eran las rosquillas y los pestiños en almíbar.
Sobre todo cuando estaban recubiertos con bolitas

A orillas de Tánger
200
multicolores. A veces, mi padre solía traer de los
restaurantes donde trabajaba dulces navideños:
mantecados, polvorones, rosquillas de vino, turrones y,
sobre todo, alfajores, mis favoritos. Junto con los dulces
también traía deliciosos trozos de pavo frío.
Mi fervor por los Reyes Magos era tal que, una
noche, en la casa de la calle de Colombia, hasta ví a uno
de ellos dejando juguetes. Me pegué un susto de muerte.
Al día siguiente, temeroso de haber cometido alguna
infracción más, no dije nada a nadie. Recuerdo
perfectamente que ese año me echaron los Reyes un
juego de construcción consistente en unos pequeños
bloques de madera, de formas y colores variados, con los
que, mediante más imaginación que posibilidades, podías
hacer todo tipo de edificios. Durante mucho tiempo fue
mi juguete favorito. Incluso cuando ya lo perdí de vista.
Al siguiente año, los Reyes me trajeron otro
juguete que también me gustó mucho. Era un pequeño
pingüino negro y aterciopelado al que se le daba cuerda
y caminaba abriendo las alas. Debía yo tener unos siete
años. A la vez que me gustaba mucho, el pingüino me
tenía muy intrigado: que caminara y abriera las alitas
cuando se le daba cuerda pasaba, pero que también
abriera el pico, eso ya no lo entendía yo tan fácilmente.
Y lo que tuvo que pasar pasó: lo despellejé y descubrí
que debajo de su bonito y suave manto negro había un
cuerpo de chapa procedente de una lata de té chino.
Creo que ese día perdí la inocencia y me hice mayor.
Pero, lo que más me gustaba de las navidades
tangerinas, eran las murgas. Formadas por grupos de
amigos, las murgas recorrían la ciudad cantando
villancicos, regalando alegría y humor a raudales. Era

A orillas de Tánger
201
uno de los más esperados alicientes de las fiestas.
Además, como rivalizaban entre si, alcanzaban un
sorprendente grado de perfección. El resultado era
extraordinario, tanto desde el punto de vista estético
como del artístico. Cada murga tenía su propio atuendo,
casi siempre hecho con papel crepé de colores, al que no
faltaba ningún detalle, incluidos los sombreros. A la vista
de ello, podía intuirse semanas y semanas de
preparación. El colorido era la nota más destacada.
Los instrumentos, casi todos confeccionados por
ellos mismos, eran comunes a todas las comparsas.
Recuerdo las roncas e imponentes zambombas
confeccionadas con enormes latas de conserva. Los
estridentes sonajeros hechos con trozos de tablas a los
que les habían clavado una infinidad de chapas
aplastadas. Sin olvidar las alegres panderetas, con largos
y palpitantes lazos multicolores y que, en manos
expertas, eran la chispa de la murga. También estaban
los triángulos metálicos y, como no, las botellas vacías
de anís del mono, imprescindibles en estas
celebraciones. Algunas murgas, las más perfeccionadas,
hasta tenían bandurrias, probable herencia de
reconvertidos tunos, muy numerosos en Tánger. Y,
naturalmente, estaban los villancicos, aquello por lo que,
en realidad, se agrupaban todos esos amigos. Los
villancicos eran los mismos que los que cantábamos en
casa, solo que, en boca de las murgas y acompañados
por tal despliegue de instrumentos y de color, parecían
otra cosa.
Para mí, ver pasar una murga en Navidad era una
gran felicidad, un momento irrepetible que hubiese
querido conservar para siempre…

A orillas de Tánger
202
De Cruz Roja
Tendría yo seis años cuando se me infectaron las
amígdalas. Cuando eso ocurría, las amígdalas se
hinchaban como albóndigas. Por aquel entonces, esta
dolencia se remediaba a lo bruto: arrancándolas de
cuajo. Hoy en día, por fortuna, ya no se extirpan. Se les
da tratamiento y se curan.
Recuerdo que mi madre me llevó al hospital de la
Cruz Roja Española que se encontraba cerca del bulevar.
Estábamos en la salita de espera cuando de la consulta
salió una niña llorando. Cuando llegó mi turno entramos
en la habitación y me topé con un médico con bigotes y
de aspecto enfadado.
- Tú, se ve que eres un valiente, ¿eh?: no irás a
llorar ¿verdad? –me dijo en tono amenazante. Creo que
fue la primera vez que alguien aludía a mi supuesta
valentía y, como no podía defraudar, me obligué a no
llorar.
Desde la silla en la que estaba sentado, el
individuo, ¡que a lo mejor ni era médico! me cogió del
brazo, me atrajo hacia él y me apretó fuertemente los
brazos y las caderas entre sus rodillas. En un tono frío y
flemático, como de gran profesional al cabo de la calle,
me ordenó que abriera la boca todo lo que pudiera. Hice
lo que pude. Luego, con la cabeza inmovilizada por su
mano izquierda, vi con el rabillo del ojo como blandía en
su otra mano un artefacto parecido a unas tijeras pero
con dos cucharas redondas en la punta. Me metió el
artilugio en la boca. El aparato estaba frío y, al notarlo
en el fondo de mi garganta, me produjo arcadas. Oí un
desgarro y vi como depositaba una albóndiga

A orillas de Tánger
203
ensangrentada en un recipiente de acero inoxidable en
forma de judía. Todavía la estaba mirando de reojo,
incrédulo, receloso y asustado, cuando la otra albóndiga
saltó al lado de la primera. Estúpidamente cumplidor de
la promesa que en realidad no hice, no lloré. Pero las
ganas no me faltaban. En realidad, creo que estaba
paralizado por el dolor y, sobre todo, por la impresión. El
individuo quizá logró que yo no llorara pero más me
hubiese valido que no me hiciera daño. Aunque, supongo
que hubiese sido mucho pedir.
Mi madre, supongo que impresionada también,
intentaba consolarme todo lo que podía. Después de un
rato, cuando me recompuse, me envolvió la cabeza con
una toalla blanca que se trajo de casa y, en un taxi –fue
la primera vez que me subía en un coche- nos fuimos a
casa.
El taxi nos dejó al principio de la calle de Colombia
y tuvimos que recorrer unos metros a pie. Noté como
todo el mundo me miraba. Con la cabeza envuelta en
una gran toalla blanca era difícil pasar desapercibido.
Sentí mucha vergüenza; hasta que entré en casa y me
pude refugiar llorando en los brazos de mi madre…
Casualmente, la segunda vez que me subí en otro
coche fue también en otro taxi-ambulancia para ir a
urgencias.
Muy probablemente, esa tarde, como en otras
muchas, hice o dije algo que no debía. Vivíamos en el
piso del 21 de la calle de Holanda. Ya teníamos el
restaurante. Tití, mi tío, estaba con nosotros ese día.
No sé bien qué ocurrió, pero el caso es que, en un
momento dado, mi hermano Juan me echó la bronca y,
como me quería coger, yo, que era un especialista en

A orillas de Tánger
204
escapismo, salí corriendo por el pasillo. Pero lo hice con
tan mala fortuna que resbalé y, con la velocidad que
llevaba, fui a dar con la frente en la arista del quicio de
madera de una puerta. Ahí supe lo que era abrirse la
frente. Porque me la abrí.
En el taxi, Juan y Tití me llevaron a la Casa de
Socorro que estaba en la Avenida de España. Mi madre
se quedó en casa con Mariluz y con abuelita. Las tres
estaban angustiadas. De todos nosotros, creo que el que
peor lo pasó fue Juan.
En la Casa de Socorro me pusieron tres
impresionantes grapas metálicas que me tuvieron muy
preocupado pensando que podían oxidarse.
Hoy en día, después de tantos años, todavía se me
puede ver la cicatriz en la frente. Durante mucho tiempo
me estuve preguntando si había gente desquiciada
porque, de pequeños, se habían abierto la frente contra
el quicio de alguna puerta… Por fortuna, eso no era así.

A orillas de Tánger
205
Una de las tardes de sábado que tenía libre, al
llegar a casa, me llevé la sorpresa de que mi padre
estaba allí. Como él trabajaba los sábados por la tarde,
no le veía desde hacía mucho tiempo. La alegría de verle
duró poco: mi madre me dijo que ya no trabajaba. Por lo
visto, un vendedor chivato y miserable le acusó ante el
jefe de llevarse ropa para casa. Aunque mi padre le
aseguró que pagó esa ropa, el jefe le echó
inmediatamente. Mi madre dijo que no le importaba
porque acarrear la ropa desde el almacén hasta la calle
Buarraquía le estaba matando. Una vez más, mi padre
estaba triste y apesadumbrado.
Esa misma tarde, como ya todos los sábados, mi
madre aprovechó para darme un baño, como de
costumbre, en la palangana.
Le estaba contando lo que había estado comiendo
esos días cuando, de pronto, mi madre me apartó hacia
la luz que entraba por la ventana.
- ¿Cómo te has hecho esto en la espalda? -me
preguntó, inquieta.
Como yo no contestaba llamó a mi padre y le

A orillas de Tánger
206
enseño mi espalda. Por lo visto tenía varios moratones.
Llorando, tuve que explicarles que la culpa de que se
rompieran varios platos en la casa de los amos no fue
mía.
Curiosamente, a mis padres no les importó que yo
rompiera los platos. Querían saber cómo me di esos
golpes en la espalda. Aunque Mustafá, el amo, me avisó
de que si les decía algo a mis padres ellos también me
pegarían por haber roto los platos, reconocí la verdad y
les expliqué que, a causa de mi torpeza, Mustafá me
pegó con una vara.
Mi padre se enfadó mucho y quiso ir a casa del
amo. Yo estaba cada vez más confundida y asustada,
pensando en lo que allí me podía pasar si iba mi padre.
Mi madre le suplicó que no fuese. Le dijo que la gente
rica siempre salía ganando y que los pobres siempre
perdíamos. Después de gritar y echar fuera su enfado,
mi padre decidió que yo no volvería nunca más a esa
casa. A mi madre le pareció bien y a mí también. Hacía
tiempo que ya no era feliz allí y que hubiese dado
cualquier cosa por estar sólo con mi madre y mis
hermanitos.
¿Le pegaría mucho el hombre santo al niño
esclavo? Solo pensarlo me estremecía.

A orillas de Tánger
207
Sobre ruedas
Desde muy pequeño yo ya tenía obsesión, más que
pasión, por cualquier medio de locomoción que me
pudiera transportar.
Empecé por los coches de pedales. Había visto
alguno por la calle pero nunca tuve ocasión de subirme
en uno. Por fortuna, muy pronto tuve el acierto de
descartar cualquier posibilidad de tener un coche como
esos.
Con lo que me conformé ya menos, fue con la bici.
Nunca perdí la esperanza -¡pobre de mí!- de que los
reyes me trajesen una. Nunca renuncié a ello. Mi
obsesión por tener una bici era tan grande que, en el
piso de la calle de Holanda, me enroscaba dentro de una
cámara de rueda de camión que usábamos como flotador
cuando íbamos a la playa. Pretendía así rodar por el
largo pasillo que atravesaba el piso de punta a punta. Lo
único que conseguía, lógicamente, era darme con la
cabeza contra el suelo y las paredes. Por más que
insistía, nunca conseguí dar una sola vuelta completa.
Después de muchos días de reiterados intentos
frustrados tuve que resignarme y, tan derrotado como
amoratado, abandoné definitivamente el proyecto.
Hasta que un día de julio, finalizando las clases, se
hizo el milagro: mi madre anunció que Richaud, el
cartero realquilado, se marchaba y nos dejaba su
bicicleta. Me dijo que yo podría disponer de ella
temporalmente siempre que tuviese cuidado. Mi padre
me acompañaría de vez en cuando a pasear por sitios
seguros. Nunca pensé que algún día, esa inalcanzable
bicicleta que yo veía todos los días en el pasillo, iba a ser

A orillas de Tánger
208
mía. Aunque fuese por poco tiempo.
El primer paso ya estaba dado. Aún faltaba dar el
segundo: aprender a montar. Lo cual no fue fácil. En
efecto, como además de chaparrito yo era paticorto –con
mucha paciencia, con los años pude arrancarle unos
cuatro o cinco centímetros a mi código genético-, no
podía sentarme sobre el sillín porque mis pies no
llegaban a los pedales. Por otro lado, la barra horizontal
del cuadro era una verdadera tortura para mis
incipientes –pero muy mías- partes blandas. Total, que
tuve que ideármelas para poder acceder a los pedales
pasando una pierna por debajo de la barra. Era
incomodísimo aprender a montar en esas condiciones:
mi cuerpo y la bici formaban una V que ocupaba todo el
ancho del pasillo. Así, a fuerza de perseverancia y a
costa de seguir golpeándome la cabeza contra las
paredes del cada vez más estrecho corredor, un día
conseguí mantenerme en equilibrio.
El primer día que mi padre me propuso salir con la
bici fue la culminación del milagro. Fuimos andando
desde casa hasta el instituto español dónde, justo en
frente, pegado al Sagrado Corazón, había una explanada
que estaban urbanizando. A toda esa zona le llamaban el
Parque Brooks. Ese día, aunque estuvimos allí mucho
rato, se me hizo cortísimo. Mi padre se quedó leyendo en
un banco, vigilándome de lejos. Yo no paraba de ir y
venir. Disfrutaba como nadie. Una de las veces que
fuimos al Parque Brooks me atreví a pasar la pierna por
encima de la barra. ¡Aunque de puntillas, llegaba a los
pedales! La sensación de libertad era indescriptible. ¡Solo
me faltaba volar!
Sin duda, ese fue el verano más feliz de mi vida.

A orillas de Tánger
209
Una vez más, nos teníamos que cambiar de casa.
Mi padre, aún sin trabajo, buscó otra más pequeña y
barata en un barrio que había al final de la calle de Fez,
al borde de la parte baja de la M’Sallah.
Se dio la circunstancia que esa misma mañana,
cuando estábamos preparando las cosas para salir, vino
un cartero con una carta de Chauen para nosotros.
Probablemente era en respuesta a la que enviamos dos
años y medio atrás. Mi madre abrió rápidamente el sobre
pero, claro, no pudo leerla. Mi padre tampoco. Entonces
le pidieron al hijo de una vecina, un chico joven,
Mustafá, que hiciera el favor de leérnosla. Mi madre no
podía contener sus nervios. Además de nostalgias y
cariños, la carta traía malas noticias: mi abuelo, el padre
de mi madre, había muerto. Se despeñó desde unas
rocas, en el monte Tisuka, cuando estaba buscando
hierbas para curar los fríos de mi abuela. Tardaron cinco
días en encontrarlo y otros dos en sacarlo del fondo de la
montaña. Mi madre se medio desmayó y lloró mucho. Mi
padre quiso retrasar la mudanza hasta el día siguiente
pero mi madre no quiso. Ese fue un día muy triste para

A orillas de Tánger
210
todos.
A ninguno nos gustaban ya las mudanzas. Y menos
cuando sabíamos que íbamos a una casa peor que la que
teníamos. Siempre nos tocaba marcharnos cuando ya
empezábamos a acostumbrarnos al barrio, a sus calles, a
sus tiendas y a su gente. Yo lamentaba mucho tener que
dejar este barrio donde estuvimos varios años.
Mi madre decía que lo que menos le gustaba era
tener que pasar delante de la gente con nuestras cosas.
Decía que así, con la casa a cuestas, se sentía como
desnuda por la calle. Desde el día que dijo eso yo
también me sentía desnuda cuando nos mudábamos y,
como ella, caminaba rápido y mirando al suelo. Mi padre,
por lo contrario, caminaba con la cabeza alta, empujando
con fuerza el carrito con los colchones y los cacharros.
Miraba lejos, delante de él, no viendo a nadie. A mi
madre, esta vez, no parecía importarle nada ni nadie. A
causa de la noticia de la muerte de mi abuelo, la
mudanza de ese día fue particularmente penosa.
Al salir por última vez de nuestro patio, vi que el
bakalito santo estaba sentado delante de su tienda. Al
pasar delante de él, como no pude escupir en el suelo,
sin mirarle dije “jalúf” en voz baja. Creo que debió oír mi
insulto porque se puso de pie como un muelle aunque
probablemente no se creyera que yo me atreviera a una
cosa así. Yo tampoco me creí capaz de decirlo.
Más abajo, a nuestro paso, la gente de los patios
del callejón Venezuela parecía examinarnos. Quizá por
eso mi padre nos decía de ir más de prisa. Algunas
mujeres hasta murmuraban tapándose la boca con la
mano cuando pasábamos delante de ellas. En mis
adentros las maldecía con todas mis fuerzas.

A orillas de Tánger
211
Por si fuese poco, el carrito se rompió. Fue delante
del último patio del callejón, justo antes de llegar a la
calle de Holanda: una de las dos ruedas salió rodando
calle abajo y Said y Larbi tuvieron que correr tras ella
para recuperarla.
- ¡Se ha roto el eje! -dijo mi padre muy enfadado,
masticando las palabras.
Después de dejar los colchones y los cacharros en
el suelo, le dio la vuelta al carro para intentar repararlo.
En un instante, todos los niños del barrio y algunas
viejas arpías se instalaron alrededor nuestra para
curiosearnos.
- ¡Uhú tatahú! ¡Uhú tatahú! –gritaban los niños
riéndose y burlándose de nosotros.
No pudiendo soportarlo, mi madre y yo, con los
pequeños, nos alejamos hacia la calle de Holanda. Ya
allí, vimos cómo, casualmente, un poco más arriba de la
calle, la familia cristiana que vivía arriba del cafetín
también se mudaba. Estaban llenando un camión con sus
muebles y cosas. Sentados contra la pared, pudimos ver
como bajaban camas de hierro y colchones. También
bajaron mesas, sillas, armarios, cajas... ¡no acababa
nunca! Nosotros, los pobres, lo teníamos mucho más
fácil. Aunque a mí, en realidad, me daba mucha envidia…
Al cabo de mucho rato, mi padre y mis hermanos
mayores aparecieron por el callejón empujando el
carrito. Habían conseguido repararlo. Nos unimos a ellos
y, calle abajo, emprendimos de nuevo viaje hacia la
novedad y lo desconocido. Mi madre, en silencio, rompió
de nuevo a llorar tapándose la cara con un pañuelo.
- No te importe llorar, mujer –le dijo mi padre-
llorar es bueno cuando se está triste. Las lágrimas

A orillas de Tánger
212
suavizan las penas.
El camión de los cristianos pasó junto a nosotros.
Miré hacia atrás y vi que la familia seguía en la calle
mirando cómo sus muebles se alejaban. Por un momento
me pareció que la niña también nos miraba a nosotros.

A orillas de Tánger
213
Villa Mogador
Probablemente porque el alquiler del piso de la calle
de Holanda nos salía demasiado caro, nos trasladamos a
otro piso situado en la anglosonante calle de Oxford.
Juan estaba en Casablanca desde hacía un par de meses.
Después de pasar por Colombia, por Castilla y por
Holanda, lo lógico es que acabáramos en Oxford. La
casa, de dos viviendas –nosotros ocupamos la de arriba-
hasta tenía nombre: Villa Mogador.
Al sur de la calle de Holanda, la calle de Oxford era
perpendicular a la calle de Fez y estaba camino de los
Suanis. Por su parte baja, formada por unas escalinatas,
desembocaba al sur de la M’Sallah.
La gran novedad de la casa de la calle de Oxford
era su relativa independencia y las vistas dominantes de
su azotea en la que yo pasaba muchas horas y a la que,
por cierto, se accedía desde el interior del piso.
Recuerdo que, en el cuarto de baño, el agua
caliente procedía de un calentador que consistía en un
depósito cilíndrico de chapa de cobre bastante alto,
situado en el suelo, justo delante de la bañera. Para
calentar el agua que pasaba por el alambique bastaba
con prender hojas de periódico en el interior. El grifo del
que salía el agua caliente, muy largo, estaba en la parte
superior del termo, a una apreciable altura de la bañera.
Esto hacía que el chorro, al caer sobre la masa de agua
que se iba acumulando, provocara bastante ruido. Se oía
en toda la casa. Invadía las paredes y las habitaciones
pero no era un ruido desagradable: era un ruido sordo y
grave que inspiraba bienestar, seguridad y sosiego.
Nuestra calle pertenecía a una enorme barriada en

A orillas de Tánger
214
la que no recuerdo haber nunca visto vecinos españoles
o europeos.
Desde la azotea de la casa podía ver que un par de
calles más al sur vivían varias familias europeas y judías
de cuyos niños me hice amigo. Uno de ellos, Laredo, iba
a mi escuela. La edad de Laredo era indefinible, muy
difícil de adivinar. Calculo que tendría como un par de
años más que yo, es decir unos doce o trece años.
Laredo era un verdadero personaje. Era muy bajito y su
cabeza, hundida en el pecho, era grande, como
cuadrada. En proporción, sus brazos eran muy largos.
Cuando caminaba no doblaba los codos y los brazos se
columpiaban con amplitud y sus manos, finas y
alargadas, se bamboleaban hacia atrás como si sus
muñecas fuesen a romperse. Uno de sus rasgos más
llamativos era su espalda y su pecho: Laredo tenía
joroba delante y detrás. Aún así, lo más vistoso de
Laredo no era ni su joroba, ni sus brazos, ni su cabeza.
Lo más llamativo era su sonrisa. Siempre estaba
sonriendo. Tenía una boca enorme, descomunal, con
grandes dientes separados entre si. Creo que nunca le vi
sin sonreír. Siempre estaba bromeando. Incluso cuando
los demás se metían con él –cosa que ocurría muy a
menudo- se lo tomaba a risa. Parecía dotado de una
inteligencia superior que, como si fuese un antídoto a la
crueldad y una técnica de autodefensa, le permitía reírse
hasta de sí mismo, consiguiendo que los demás se
aburrieran y lo dejaran en paz. No obstante, si las cosas
iban demasiado lejos, cuando el listillo de turno se daba
media vuelta, Laredo, sin perder la sonrisa, se agachaba
ligeramente y, con su potente dentadura, le asestaba un
mordisco en el culo para gran regocijo de todos nosotros.

A orillas de Tánger
215
Pese a que apenas vivimos un año en la calle
Mogador, las escenas que allí pude presenciar se me
quedaron grabadas para siempre.

A orillas de Tánger
216
La casa nueva se encontraba en un gran patio que
había detrás de la calle Oxford. En el patio había tres
casitas construidas con ladrillos y chapa ondulada. La
nuestra era la más pequeña. Mi padre, que ya había
estado allí varias veces, nos explicó que la dueña era una
vieja que vivía sola en la casa más grande y que en la
otra casa vivía una nieta suya con su marido y sus dos
hijos pequeños.
Apenas pasamos la cancela, dos perros de campo
se abalanzaron sobre nosotros como fieras. Nos
quedamos paralizados pero mi padre, al que los perros
ya conocían, se interpuso rápidamente en medio y los
perros se calmaron y empezaron a olisquearnos a todos
de arriba abajo. Cuando terminaron fueron a sentarse a
la sombra de una enorme higuera que casi cubría la casa
más grande. También correteaban por el patio varias
gallinas y un par de gallos. El suelo de tierra del patio
estaba todo lleno de cacas de perro y de gallina. De
pronto, como una aparición, de la casa grande salió la
vieja bajo la higuera. Durante unos instantes se detuvo
en su puerta, mirando hacia nosotros. Su espalda estaba

A orillas de Tánger
217
totalmente doblada hacia delante y, sin embargo, su
cabeza se mantenía recta. Era impresionante. Sus ojos,
hundidos en lo alto de una cara larga y flaca, parecían no
poder ver nada. Sin dejar de mirarnos, la vieja empezó a
hablar como con ella misma. Parecía que estaba
renegando de nosotros. De su boca, también hundida, le
salían los dos colmillos de arriba. Creo que nos
impresionó a todos, incluida mi madre. De repente,
balanceando unas largas manos que casi tocaban el
suelo, sin dejar de hablar, vino hacia nosotros seguida
por los perros.
- ¡Assalam u alaicum! -saludó mi padre en voz alta,
casi gritando.
La vieja ni se inmutó. Se acercó rápidamente a
nosotros y nos examinó de cerca mientras emitía
gruñidos. Por un momento creí que también nos iba a
olisquear. Cuando pasó a mi lado, rozándome, un
escalofrío me recorrió la espalda. Sin querer, me vinieron
a la mente las historias de la temible Aïsha Candisha que
mi abuela nos contaba a mis primas y a mí y que luego
no me dejaban dormir. Sin parar de gruñir, la vieja se
dio media vuelta y se dirigió al fondo del patio. Allí, ante
nuestro asombro, se levantó las naguas y, descubriendo
unas enormes nalgas flacas y blancas, se agachó y se
puso a orinar a la vista de todos nosotros, sin que le
diese vergüenza.
- Hamidu, ¿dónde nos has traído? ¿Dónde nos has
traído? –preguntó mi madre en voz baja. Mi padre, con
la mirada baja y triste, no contestó.
La casa, por llamarla de alguna forma, era aún más
pequeña que la del callejón Venezuela. Se componía
solamente de una habitación. Sobre el suelo, que era de

A orillas de Tánger
218
tierra, mi padre había puesto unas planchas de madera
vieja que encontró por ahí. En el tejado también puso
madera debajo de las chapas onduladas pero, desde
dentro, todavía podía verse algunas rendijas por donde
pasaba la luz del sol. Si lloviera, el agua entraría por ahí.
Mi padre dijo que lo terminaría de arreglar antes de que
lloviese.
Ese día, mi madre se lo pasó tumbada sobre el
colchón, sin ganas de hablar ni de hacer nada. Estuvo así
dos días. Mi padre nos explicó que la muerte de su padre
le había afectado mucho y que no nos preocupáramos,
que pronto estaría mejor. Yo tampoco dejaba de pensar
en mi abuelo y en la forma en la que murió.
A los pocos días, cuando mi padre no había aún
terminado de arreglar el tejado, la lluvia nos sorprendió
y el agua entró por el techo. Uno de los dos colchones y
parte de la ropa quedaron empapados. Por suerte, solo
llovió unas horas. Al día siguiente, mi padre vino con una
gran lona de color gris con la que cubrió el tejado. Eso
fue definitivo pero del suelo de tierra subía mucha
humedad.
Durante muchos días mi madre siguió triste y sin
apenas hablar.
Unas semanas después de habernos mudado a esa
casa, mi padre encontró un trabajo de ayudante de
albañil. Mi hermano mayor, Said, se fue con él como
aprendiz. Lo de Said puso a mi madre muy contenta.
Decía que aunque no le pagasen esa era una gran
oportunidad que no podía desaprovechar. La obra se
hallaba muy cerca de nuestra calle. Era una casa que
acababan de empezar y, si todo iba bien, mi padre y
Said podían tener trabajo durante unos tres meses,

A orillas de Tánger
219
hasta que se terminara.
Conforme fueron pasando los días y las semanas,
mis padres, animados por tener trabajo, hacían planes
para el futuro como, por ejemplo, cambiarnos a una casa
mejor. Pero la obra y el tiempo avanzaban rápidamente
y, como previsto, en tres meses y medio acabaron la
casa y mi padre se quedó de nuevo sin trabajo. Said
decía de no preocuparnos porque él encontraría trabajo
de albañil. Cosa que, por supuesto, nunca ocurrió.

A orillas de Tánger
220
Gallinas locas
Encaramado a la ventana de la cocina de la casa de
la calle de Oxford, con la ventaja que me daba la altura
del primer piso, podía perfectamente ver las humildes
casas de un par de familias marroquíes que vivían justo
abajo, detrás de nuestra casa.
Allí, protegidos entre higueras, había tres cobertizos
de ladrillos rojos con tejado de chapa ondulada oxidada y
que, aparentemente, solo utilizaban para dormir y comer
ya que hacían el resto de su vida al aire libre, en el patio
de tierra. Ahí fuera cocinaban, lavaban la ropa, tomaban
el té y los niños jugaban. La que más trajinaba era una
vieja muy encorvada que siempre estaba gesticulando y
hablando sola. Me recordaba a la bruja de La Casita de
Chocolate y, debo reconocerlo, me producía pavor.
Creo que nunca se dieron cuenta que yo les espiaba
y admito que me gustaba hacerlo. Observar sin ser visto
me procuraba una sensación muy especial, indefinible,
picante. Como cuando haces algo prohibido. El caso es
que, por mucho que lo intenté, durante mucho tiempo
nunca observé nada raro. Salvo comprobar la frágil
transparencia de la gente humilde de verdad.
Hasta que ocurrió lo de la gallina.
Resulta que, como casi todas las familias
marroquíes que disponían de unos palmos de tierra,
estas familias criaban gallinas. Entre éstas había un par
de gallos petulantes y engreídos que, sacando pecho, se
abrían camino entre ellas con paso lento y suspendido,
mirando al mundo desde lo más alto de su roja y
encrestada suficiencia. Estos dos gallos, igual de “gallito”
el uno que el otro, me despertaban cada mañana con sus

A orillas de Tánger
221
cantos engolados e impertinentes. Alrededor de ellos
faenaba la docena de gallinas. Algunas con pollitos.
Todas ellas eran humildes, discretas y sumisas pero
afanosas y esforzadas porque, al contrario de los gallos -
que sea dicho de paso, nunca supe de qué vivían- se
pasaban el día cavando la tierra con pico y pata para
arrancarle hasta la más mínima brizna que llevarse al
buche. Era verdaderamente conmovedor verlas trabajar
tanto por tan poco, absolutamente entregadas a su
misión compulsiva, sin descanso y sin quejas, como si la
vida solo fuese eso.
Hasta ese momento, yo no había aún asumido muy
bien por qué la gente tenía gallinas. Creía que brotaban
como los gatos y los perros: porque sí, por casualidad,
sin más. Hasta que un día vi como la bruja Piruja de
Hansel y Gretel salió detrás de una:
- ¡Alli! ¡Alli meh’ná!, -le gritaba para que viniese a
ella.
Cuando la alcanzó, la tumbó sobre una piedra y, sin
mediar palabra, con un gran cuchillo le cortó el cuello.
Debo reconocer humildemente que, pese a la gran
cantidad de invertebrados, artrópodos y bichejos varios
que yo había llegado a diseccionar a esa altura de mi
vida, cuando vi esa escena me quedé muy impresionado.
Recuerdo que, instintivamente, me encogí y me escondí
aún más detrás de mi ventana para que la Piruja no
viese que había sido testigo de su terrible acto. El
corazón me machacaba el pecho. Pensé que la vieja
estaba loca de remate. Pero las emociones no quedaron
ahí. Lo que luego siguió me turbó aún más: la gallina, o
lo que quedaba de ella, sin cabeza, ¡salió corriendo
alocada y desordenadamente, con el pescuezo lacio

A orillas de Tánger
222
dando bandazos y salpicando sangre por todas partes,
agitando las alas como para querer levantar vuelo y
escapar de los perros que, entre ladridos y gruñidos, la
perseguían dando brincos! ¡Era el espectáculo más
esperpéntico, ridículo y grotesco que jamás había visto
en toda mi vida! Después de un par de carreras
atolondradas y de varios tropiezos, la gallina
descabellada se desplomó sin más. ¡Era increíble!
¿¡Cómo era eso posible!? Intuí que acababa de asistir a
un milagro aún más extraordinario que el de los rabos de
mis lagartijas que, sin cuerpo ni cabeza, coleteaban con
furia al desprenderse.
Más adelante, seguí espiando con mayor frecuencia
para intentar sorprender de nuevo esa misma escena y
confirmar que no la había soñado. Con mucha paciencia
y tesón lo conseguí: pude presenciar de nuevo el
descabezamiento de varias gallinas. Y, curiosamente,
siempre se repitió la misma escena. Por mi parte, debo
decir que me producía más aversión que regodeo.
Probablemente, nada de esto contribuyó a atenuar mi
aborrecimiento por la carne de pollo que ya arrastraba
desde la casa de la calle de Holanda, cuando a mi madre
también le dio por criar gallinas.
Ya más confiado y sosegado, desde mi mirador
secreto también pude observar cómo, después del
sacrificio, las mujeres jóvenes desplumaban las gallinas
y, entre verduras, las metían en el agua hirviendo de
una olla plantada sobre el fuego.
Descubrí que, contrariamente a los gatos y a los
perros, las gallinas no estaban ahí porque sí, como por
casualidad…

A orillas de Tánger
223
El cabrero
Algunas veces, por la calle de Oxford pasaba un
pastor, de aspecto tosco y cara de enfado, con un rebaño
de cabras. Pese a que vivíamos cerca del campo, era un
evento que no pasaba desapercibido.
Una de las razones por la que el paso del rebaño
llamaba la atención era que las cabras ocupaban todo el
ancho de la estrecha calle y la gente debía pegarse a las
paredes para que pudieran pasar. Otra razón eran los
sonidos. Y es que, en efecto, los sonidos eran una parte
importante del espectáculo: el campaneo de los
cencerros de las cabras grandes, el tintineo de las
campanitas de las pequeñas y, en gran medida, el
constante balar. Pero, por encima de todos los sonidos,
cubriéndolos hasta apagarlos, destacab
an las llamadas del pastor. Eran gritos guturales
bisilábicos cuya intensidad el hombre graduaba según si
los dirigía a las cabras que estaban rezagadas o, por lo
contrario, a las que encabezaban el rebaño. El repertorio
de gritos estaba limitado a cuatro o cinco voces
únicamente. Al parecer eran suficientes para cubrir las
necesidades de conducción de todo el rebaño. A veces,
quizá cuando veía que el rebaño corría el riesgo de
desbandarse, el pastor lanzaba un grito terrorífico.
Entonces, todo el rebaño se paralizaba y permanecía en
silencio, quedando las cabras como fulminadas. Las
cabras y el barrio. Durante unos instantes la calle
quedaba congelada y muda. Al grito de guerra del pastor
no rechistaba nadie. Y es que el hombre, sin perro, tenía
que imponerse.
Después del paso del rebaño la calle siempre

A orillas de Tánger
224
quedaba tapizada con infinidad de bolitas negras -por
fortuna, inodoras e inocuas- que las chicas jóvenes de
las casas, provistas de escobillas hechas de hojas de
palmera, entre risas y bromas alejaban cuantas más
podían de su puerta, formando en el centro de la calle un
espeso y negro reguero.
- ¡A wili, a wili! - se lamentaban las niñas riendo
mientras barrían.
- ¡Yal’lah, fissa, fissa! ¡Andik’al j’rá!– les
apremiaban sus madres, temerosas de que alguna bolita
entrara rodando en sus casas.
Algún que otro domingo, al paso del rebaño, mi
madre bajaba a la calle con una jarrita de aluminio y se
la daba al pastor.
- Mohamé, lléname la jarrita - le decía mi madre.
- Guaja, María, son dos riales - le contestaba él con
su voz bronca y rota pero con un tono
sorprendentemente dulce que contrastaba con su cara de
constante enfado.
Tengo que explicar que el hombre no se llamaba
necesariamente Mohamed. En todo caso, lo que sí es
seguro es que mi madre no tenía ni idea de su nombre
pero era costumbre de los españoles llamar Mohamed a
cualquier marroquí del que no conocieran el nombre. Y
es que este nombre era muy corriente. La fórmula, que
en el fondo era de educación, respondía a lo que podría
ser la aplicación de las estadísticas a la vida cotidiana.
De la misma manera, a las mujeres marroquíes se les
llamaba Fatima -así, sin acentuar la primera sílaba. Mi
madre se llamaba Elvira y no María. Esto también
respondía a las estadísticas.
Atendiendo la petición de mi madre, el pastor

A orillas de Tánger
225
depositaba la jarra en el suelo, cogía una cabra y, en un
periquete, la ordeñaba. Instantes después, mi madre me
ofrecía la jarra con leche aún caliente y con abundante y
espesa espuma.
- Toma, bébetela, para que te hagas grande y
fuerte - me decía.
La leche templada despedía el tufillo de las cabras.
Era un olor fuerte pero no desagradable. El sabor era
agridulce. Yo tomaba la leche con convicción, casi con
fruición, por lo de hacerme grande y fuerte.
Un día, desde mi azotea, vi aparecer al cabrero
solo, sin cabras. Bueno, en realidad venía con una. De
verle habitualmente acompañado por docenas y docenas
de cabras y envuelto en un clamor de balidos y
campaneos a verle tan solo y silencioso, resultaba
anormal. Con la cabra pegada a él como un perrito, se
paraba delante de cada puerta de la calle. Aquello era
extrañísimo.
- Mamá, mira el cabrero –le dije a mi madre que
estaba recogiendo la ropa de las cuerdas.
- ¡Qué raro! –dijo mi madre cuando se asomó. Algo
ha pasado.
De repente, en el peldaño de una de las puertas, la
cabra posó sus pies delanteros y baló. Entonces, el
cabrero, con muy malas pulgas, golpeó fuertemente la
puerta de madera y empezó a gritar vete a saber qué
cosas. Al cabo de unos instantes salió una mujer
gritando aún más que él y se enzarzaron en una
discusión que atrajo a la mitad del vecindario. La cabra
seguía balando sin bajarse del peldaño. De pronto, por
encima de los gritos del cabrero y de la mujer, del
interior de la casa salió un tembloroso y agudo balido

A orillas de Tánger
226
que calló a los contendientes como si zanjara
definitivamente la discusión. La mujer se metió en su
casa y dio un portazo. Unos segundos después, cuando
ya el cabrero se abalanzaba como para echar la puerta
abajo, ésta se abrió dejando salir a un precioso cabrito
blanco antes de volver a cerrarse rápidamente. El
cabrero, rodeado de las vecinas y de todos los niños de
la calle, estalló entonces en gritos, insultos y maldiciones
que no solo parecían destinados a la mujer sino a todo el
vecindario. Mientras, el cabrito, hambriento, no soltaba
la mama de la que, por lo visto, era su madre. Mientras
mamaba, no paraba de sacudir su rabito.
Mi madre, que tampoco se perdió la escena, dijo
algo nerviosa:
- ¡Pues ha habido suerte de que el marido no
estuviese en casa!
- ¿Por qué, mamá?
- Porque entonces hubiesen brillado las facas.
Y es que mi madre suponía que el hombre había
venido provisto de alguna navaja.
Esa fue la última vez que el cabrero pasó por mi
calle.

A orillas de Tánger
227
Antonio Vázquez
Junto con Luis Serrano –romántico poeta rebelde,
condenado por Cupido a estar enamorado a perpetuidad,
pero también ilusionado Peter Pan que por no querer
hacerse mayor hasta dejó de crecer- y Ricardo Guerrero
–que, pese a su belicoso nombre y apellido, era incapaz
de matar una mosca, físicamente impecable y
verbalmente aséptico, educado, prudente y responsable
como un salvavidas-, junto con ellos pues, Antonio
Vázquez –que unos años después, para su gran
turbación, iba a ser premio Planeta- formaba parte de los
mejores amigos de mi hermano Juan. Los cuatro eran
niños de la guerra -amordazados por el perverso bozal
fascista- de verbo casto y prudente pero de intelecto
inquieto y de cultura hambrienta.
Antonio Vázquez -que, en realidad, se llamaba
Antonio Ángel Vázquez, nombre completo que repudió
porque, según decía, no quería que le confundieran con
ningún torero, adoptando el de Ángel Vázquez a efectos
literarios- era, como Luis, un niño grande. Por su cabeza
-despoblada y bulliciosa- se agitaba constantemente un
sinfín de pensamientos y de ocurrencias que, muy en
contra de su voluntad, se desparramaban por sus
diminutos y guasones ojos que protegía del mundo con
unos gruesos cristales antibalas. A veces, cuando la
tentación ya era incontenible, dejaba caer, sin apenas
abrir la boca, algún comentario irrefrenable. Como no
era demasiado locuaz, había que estar muy atentos para
no perderse sus hilarantes ocurrencias, casi siempre
salpicadas de expresiones jaquetíes extraídas de lo más
profundo de la memoria judeo-cristiana de su insigne

A orillas de Tánger
228
señora madre, Doña María, y de la Juanita Narboni cuya
perra vida ya estaba seguramente concibiendo mientras
encendía y apagaba la luz... De vez en cuando, como
para obsequiarnos, hablaba imitando a los judíos de su
barrio –allá por la calle de Esperanza Orellana y los cines
Alcázar y Capitol, camino del Marshán- utilizando
expresiones y giros que solo su madre y Juanita conocían
y que tenían la virtud de sorprendernos siempre. De esa
guisa, salpicaba sus frases y comentarios con algunos
“wos wos, mi bueno” estratégicamente situados, con
maldiciones lapidarias del tipo “se le caiga el mazzah” o
con amenazas de violentos aguaceros como “shahatáhs".
Recuerdo también cómo ironizaba con la sociedad
hispano-tangerina de medio pelo. A menudo se metía
con unos conocidos suyos –el Sr. Cerezo y el Sr.
Cerezales- a los que no les perdonaba la aversión de
éstos por lo que llamaban la chusma arábigo-andaluza
de Tánger.
Entre amigos, Antonio era un personaje entrañable,
un buhali simpático. Yo, pese a mi corta edad, disfrutaba
mucho escuchándole. Aún recuerdo que me enseñó a
pronunciar con cada una de las vocales aquella famosa
frase de Cuando Fernando Séptimo usaba palet”: “canda
Farnanda sáptama asaba palatá”, y así sucesivamente
con todas las vocales. Aunque su frase preferida era la
de “Como como poco coco, poco coco compro”, que
siempre que tenía ocasión soltaba para hacernos reír a
mi hermana y a mi.
Cuando Antonio Vázquez apareció por casa con Luis
y con Ricardo, yo tenía nueve o diez años. Además del
humor, Antonio me permitió descubrir ciertos adelantos
de la vida moderna que yo nunca había visto de cerca.

A orillas de Tánger
229
Así pues, recuerdo que un día trajo a casa su
tocadiscos Teppaz. Era una especie de maletín alto, de
color gris, cuya tapa desmontable era el altavoz. Junto
con el tocadiscos trajo varios discos, pequeños, de los de
cuarenta y cinco revoluciones. Curiosamente, algunos de
estos discos eran de colores -amarillos, rojos-, que
llamaban mucho la atención. De todas las canciones,
recuerdo las de la trilogía casera: La casita en Canadá,
Una casa portuguesa y La casita de papel que, junto con
la de Mustafá, no pararon de sonar durante los meses
que el tocadiscos estuvo en casa.
En otra ocasión trajo unos enormes prismáticos con
los que, desde la azotea de la casa de la calle Oxford, me
tiraba las horas escudriñando la lejanía, las casas y los
campos del sur de Tánger intentando sorprender algún
crimen o alguna escena prohibida. Lo que más me
chocaba era el silencio de las lejanas escenas que
observaba. Los sonidos que me rodeaban nunca se
correspondían con las imágenes que veía. Era como ver
una película con la banda sonora equivocada, dos
realidades simultáneas pero extrañas, incompatibles,
desfasadas.
Creo que Antonio se divertía mucho viendo el efecto
que todos esos adelantos tecnológicos causaban en mí
como cuando trajo el View Master, un artilugio al que le
metías un disco con minúsculas fotos en diapositiva que
mirabas a través de un doble visor. Las imágenes
aparecían en relieve. Recuerdo perfectamente una serie
de unos jardines muy kitsch de alguna ciudad de Estados
Unidos en los que aparecían chicas vestidas a la moda
del siglo XVIII. La atmósfera de las escenas era irreal,
como la de los cuentos. Otro disco reproducía Alicia en el

A orillas de Tánger
230
País de las Maravillas. Aquí, por lo contrario, los
personajes, incluidos los naipes, parecían reales.
Antonio me regaló también un par de libros de una
colección que presentaba el texto en la página de la
izquierda y dibujos en la de la derecha. Uno era La
Cabaña del Tío Tom, que me causó mucho impacto y el
otro La Isla Misteriosa que, más tarde, en su versión
íntegra, pasó a ser uno de mis libros favoritos.
También recuerdo que en las negras y últimas
Navidades que pasamos en la casa de la calle Oxford, es
decir, las últimas en Tánger, el único regalo que recibí en
reyes lo trajo Antonio. Era un pequeño avión de plástico
que había que ensamblar uno mismo. Aunque, el regalo
más extraordinario que me hizo fue un teatrillo de cartón
que él conservaba desde pequeño. Se montaba el
escenario con bastidores desplegables y, sobre ellos, se
posaba los decorados, vistosos y coloridos,
correspondientes a la obra de teatro que se eligiera.
Había varias obras, en cuadernillos de versión reducida,
con sus propios personajes, también en cartulina, que
movías por medio de unos tirantes de cartón. Durante
años me pasé horas y horas jugando solo, con el teatrillo
de Antonio.
Sin lugar a dudas, Antonio expresó en mí el cariño
y la amistad que sentía por Juan y por mi familia.

A orillas de Tánger
231
La fiesta del borrego
Si con lo de la gallina descabezada creía haberlo
visto todo en mi vida, estaba muy equivocado.
En la misma casa de la calle de Oxford donde
aprendí tanto sobre los pollos, también supe que los
musulmanes, una vez al año, celebraban una gran fiesta
que ellos llaman Aïd el Kebir, es decir, la fiesta grande.
Esta fiesta es también conocida como la fiesta del
borrego. En realidad, era la fiesta por antonomasia. Para
los musulmanes, el Aïd el Kebir es quizá más importante
que la Navidad para los católicos.
Los largos prolegómenos de la fiesta, junto con las
respuestas de mi madre a mis reiteradas e incansables
preguntas, completaron mi preparación como observador
privilegiado de los acontecimientos que iban a suceder
en nuestra calle.
En mi barrio, todo empezaba con la llegada del
cordero, unos días antes de la fiesta. Emocionados y
radiantes, los padres de familia traían a casa el animal
que acababan de comprar. La mayoría lo traía andando,
otros en un carrito de madera hecho por ellos mismos y
algunos, los menos, lo traían en bicicleta. Al llegar a la
calle, se armaba inmediatamente un revuelo entre la
chiquillería propia y ajena. La actitud de los niños para
con el animal, al igual que la de los mayores, era
absolutamente respetuosa. Estaban entusiasmados e
intrigados pero, en todo momento, demostraban un gran
respeto por el animal. Por lo general, los borregos eran
alojados en las azoteas pudiendo llegar a convivir en
algunas hasta media docena de ellos. Allí solo hacían
comer la hierba que les traían y expulsar canicas negras.

A orillas de Tánger
232
Por las noches, probablemente invadidos por la añoranza
de las verdes praderas, se ponían todos a balar
tristemente. No había quien durmiera.
Según mi madre, para las familias marroquíes
humildes, que todas las que nos rodeaban lo eran, tener
un cordero era un acontecimiento extraordinario. Mi
madre decía que así como las familias occidentales
utilizaban la Navidad como pretexto para excederse en
pequeños lujos, las familias musulmanas aprovechaban
la fiesta del cordero para asegurar la reserva de carne en
casa durante unas semanas, después de carecer de ella
durante el resto del año. Bueno, eso, explicaba mi
madre, era la teoría porque luego invitaban a los
familiares y en dos días ya no quedaba nada. Al parecer,
el esfuerzo económico que ello suponía era enorme e
injustificado: quedaban entrampados por mucho tiempo.
Desde luego, yo, debido quizá a la mala racha que nos
tocó vivir en la casa de la calle de Oxford, cuando veía
entrar un cordero por la puerta de una casa, cambiaba
inmediatamente el estatus de esa familia y los hacía
ricos.
No obstante, pude comprobar que muchas otras
familias no traían borregos para el Aïd el Kebir. Humildes
entre los humildes, esas familias, como para preservarse
de la amargura que produce a veces la felicidad de los
demás y como para no caer en la fácil tentación de la
envidia que engendra la desigualdad, permanecían
encerradas en sus pequeñas casas oscuras, con pocas
ganas de celebraciones. Solo sus niños, modosos y
silenciosos, miraban discretamente a los afortunados
desde su puerta medio entornada. Una de las familias sin
borrego era la que vivía detrás de casa, la que yo

A orillas de Tánger
233
espiaba por la ventana de la cocina.
Hasta que por fin llegó el día de la fiesta del
cordero. Por cierto, nunca entendí muy bien por qué, a
ese día, se le llama la fiesta del cordero. En todo caso
sería la fiesta de la devoción, o de los niños, o de la
comida, pero no precisamente la del pobre cordero que,
salvo haber comido en esos días como nunca, no tenía
ningún motivo de alegría.
Ése día, Ahmed, nuestro vecino de enfrente,
ayudado por sus hijos mayores y rodeado por la pequeña
prole, sacó al dócil cordero a la calle, lo tumbó sin
esfuerzo en el suelo y, sin que le temblara el pulso, le
pasó por el cuello el cuchillo que unos momentos antes
le vi afilar sobre uno de los adoquines de la calle. Fue un
instante mágico: todo el mundo guardó silencio y quedó
expectante. Durante una fracción de segundo, todo
quedó parado. Algo importante iba a ocurrir. En efecto,
tardé unos segundos en darme cuenta: del cuello del
pobre animal brotaba un chorro de sangre. Entre
gemidos roncos y disonantes, el cordero intentaba
tímidamente mover las patas que los hombres asían con
desmedida fuerza.
- Mesquín… -oí que se compadeció en voz baja
Nadia, la más pequeña de las hijas de Ahmed.
Cuando me quise dar cuenta, un río de sangre
corría cuesta abajo abriéndose paso entre los adoquines
y saltando truculentamente las escalinatas que había
más abajo: era la sangre de todos los corderos de la
parte alta de la calle. Algunos vecinos de la parte baja de
la calle, blandiendo cuchillos sangrientos, subieron muy
enfadados a increpar a Ahmed y a los vecinos de más
arriba. Supuse que era a causa del río de sangre. ¡La

A orillas de Tánger
234
escena era apocalíptica!
Yo, pese a que estaba envalentonado por la
presencia de tanta gente, desde mi azotea pensé que lo
de la gallina, comparado con esto, no era nada. Por lo
visto, no me preparé demasiado bien para el
acontecimiento porque la visión del cordero quieto,
silencioso, vaciándose de una sangre que no parecía
acabarse nunca, me dejó temblando.
Cuando al cordero ya no le quedaba ni una sola
gota de sangre que prodigar, Ahmed, sin permitir que
nadie le ayudara, lo cogió por los pies de delante y por
los de detrás y, con la determinación de los que saben
que están haciendo algo importante, se lo echó sobre los
hombros y lo subió a la azotea. Ya arriba, lo colgó por las
patas delanteras sobre una barra fijada a la pared. Al
cordero, más dócil que nunca, le colgaba blandamente la
cabeza sobre el costado mientras que de su boca salía
una espesa y enorme lengua amoratada.
Con el cuchillo, Ahmed le hizo una pequeña incisión
en una de las patas traseras, cerca del muslo. Intrigado,
vi como introducía en el corte un trozo de caña fina por
la que luego empezó a soplar, soplar y soplar. De vez en
cuando, exhausto y lívido por el esfuerzo, dejaba el turno
a uno de sus hijos mayores para que siguiera soplando.
¡Yo estaba intrigadísimo! De pronto, el cordero empezó a
hincharse. ¡Lo estaban inflando! Al cabo de un buen rato
de soplarle sin parar, el animal era un monstruoso globo
de lana de donde emergían cuatro diminutas patitas. Más
tarde me dijo mi madre que esa técnica permitía
despegar fácilmente la piel de la carne sin estropearla.
Luego, cuando el borrego-globo ya parecía que iba a
estallar, Ahmed le hundió el cuchillo a la altura de la

A orillas de Tánger
235
garganta y, prodigiosamente, el globorrego se desinfló
lentamente, emitiendo un largo y definitivo suspiro de
alivio.
Inmediatamente, manejando el cuchillo multiuso
con gran dexteridad, nuestro vecino despojó al pobre
animal de la totalidad de su piel. ¡Se quedó en nada! Era
un cuerpecito rosado y ridículo con una enorme cabeza
aún recubierta de su piel lanuda. ¡Una verdadera
humillación!
Seguidamente, lo pusieron en el suelo y, rodeado
ya solo de mujeres y de palanganas, Ahmed le abrió el
vientre sacando todo tipo de vísceras, tripas y quien
sabe qué. De todo eso poco vi. Mi ansia por aprender no
daba para tanto y preferí bajar a casa a relatarle a mi
madre lo que había visto.
- ¡Mamá! ¡Han matado al borrego, lo han inflado y
le han quitado el pellejo! –le solté a mi madre a modo de
informe resumido.
Por la tarde, ya de vuelta a las andadas, pude ver
en las azoteas, colgando de las cuerdas de tender la
ropa, parte de los despojos, así como las deformes tripas
que, durante días y días quedaron ahí expuestas al sol
para secarse junto con la piel del borrego que, ya lavada,
resplandecía blanca e inmaculada.
La fiesta iba a durar varios días. Esa noche, pese a
tantas emociones, dormí como un tronco: no se oía ni un
solo balido. Los pobres corderos guardaban un cumplido
silencio…

A orillas de Tánger
236
Hacía ya varios meses que mi padre había
terminado el trabajo de albañil y seguía sin encontrar
otra cosa. Said tampoco conseguía trabajo y hacía ya
mucho tiempo que se acabó el dinero que mi madre
pudo ahorrar. En el patio, justo al costado de nuestra
casa, con mucha paciencia, mi padre logró cultivar
algunos tomates, lechugas, zanahorias y patatas. Pero
eran insuficientes para quitarnos el hambre. Una vez
más, la penuria y la privación se instalaron en casa.
Así, llegó el Aid, la fiesta más importante. En
Tánger nosotros nunca la celebramos. En el barrio donde
vivíamos, parecía que la mayoría de la gente celebraba
la fiesta. Debían de ser ricos porque un borrego costaba
mucho dinero.
Desde la boca de nuestro callejón veíamos cómo
todas esas familias preparaban con alegría la fiesta.
Nosotros, sobre todo mi madre, nos sentíamos tristes
por no poder hacer lo mismo. Las fiestas como las del
cordero eran ocasión para que las familias se reunieran
para comer y divertirse. Pero nosotros, aquí en Tánger,
no teníamos ni familia ni borrego ni nada de nada. La

A orillas de Tánger
237
vieja dueña de la casa y su nieta tampoco celebraban la
fiesta.
El día antes de la matanza, mi padre nos dio una
gran sorpresa trayendo a casa un gallo vivo. Lo trajo
envuelto en su chaqueta.
- Este año, nosotros también celebraremos la fiesta
del borrego –nos dijo- ¡aunque sea a nuestra manera!
Mis hermanos y yo nos pusimos muy contentos.
Hacía como ocho años, desde que salimos de Chauen,
que no celebrábamos el Aïd. Mi madre, entre alegre y
extrañada, le preguntó a mi padre cómo había
conseguido el gallo. Mi padre la miró con sonrisa
juguetona y no contestó.
El gallo era hermoso pero muy arisco. No se dejaba
acercar. Parecía que sabía lo que le esperaba. Al día
siguiente, día del sacrificio, mi padre afiló el cuchillo y,
en el patio, le cortó el cuello sobre la palangana. El gallo,
que era muy bravío, empezó a sacudirse como si
estuviera poseído por los demonios. Dejó sangre por
todas partes. La dueña vieja de la casa, intrigada, pasó
una y mil veces delante de mi padre como recelando de
que el gallo fuese uno de los suyos. Pero no, sus dos
gallos seguían ahí vivos. En una de sus idas y venidas, se
plantó delante de mi padre y le armó un escándalo
agitando sus largas manos amenazadoras delante de su
cara. Mi padre se reía y no decía nada. Hassan, el marido
de la nieta tuvo que traer los dos gallos para convencer a
la vieja de que el nuestro era otro. Pese a eso, la vieja
seguía renegando mientras se alejaba.
Cuando el gallo se murió del todo, mi madre lo
desplumó. Yo la observaba atentamente mientras Said,
Brahím y Larbi, desde la cancela medio entornada del

A orillas de Tánger
238
patio, miraban en silencio a los vecinos de la calle
atareados con los borregos que acababan de matar. Mi
madre no les dejó salir a ninguno de los tres.
Ese día comimos como nunca. Mi madre troceó el
gallo, sacó el tarro del aceite y, excepcionalmente, lo
frió. Era un verdadero lujo porque mi madre casi nunca
freía, decía que el agua hirviendo con sal valía para todo.
Yo comí un ala y un trocito de pechuga. ¡Estaba
delicioso! La palangana donde servimos el gallo quedó
limpia: ¡nos peleábamos por mojar el pan en la salsa!
Para la noche hicimos sopa con el cuello, el hígado y los
pies del gallo. Mi madre le echó unas patatas y una
zanahoria y la sopa salió muy rica.
Mientras, oíamos cómo los vecinos ricos de la calle
se divertían gritando y comiendo. En una de las ventanas
altas de la casa grande que estaba pegada al patio donde
estaba nuestra casa, vi que un niño cristiano nos miraba
medio escondido en la oscuridad. En voz baja le dije a mi
madre:
- Mamá, mira el niño cristiano ése mirándonos por
la ventana.
- ¿Qué niño, Malika? Allí no hay nadie.
- ¡Mamá, si nos está mirando! Papá, ¿a que tú si
ves a ese niño que nos está mirando desde esa ventana?
- No hija, ningún niño nos está mirando –contestó
mi padre después de mirar fijamente la ventana donde
estaba el niño. Estás cansada, hija.
Juro por lo más sagrado que en aquella ventana un
niño cristiano nos estaba mirando.
Me acordé del niño esclavo. ¿Qué estaría haciendo
en ese momento? ¿Mataría el bakalito santurrón un
cordero o un gallo? Mi padre me dijo que no, aunque

A orillas de Tánger
239
estaba seguro de que tenía dinero suficiente para
hacerlo.
- Os prometo que el año que viene nosotros
también comeremos cordero –nos dijo mirándonos uno
tras otro.
Esa noche, después de la sopa, mi padre encendió
una pequeña fogata delante de la casa. Nos sentamos
todos a su alrededor, para escuchar los ecos de las risas
y de las fiestas de los vecinos del barrio. Said se quejó
de que no pudiésemos celebrar la fiesta como los demás
y mi padre le dijo que los ricos necesitan mucho dinero
para estar contentos mientras que los pobres sólo un
poco para ser felices. Entonces, con voz muy baja, casi
en un susurro, empezó a hablarnos de cuando él fue
pequeño. Era la primera vez que nos hablaba de su vida.
Esa noche supe que la historia de mi padre era la más
triste que se podía vivir. Desde ese día, me sentí
afortunada por nuestra vida.
Mi padre nos confesó que no recordaba la cara de
sus padres. Tampoco recordaba que alguna vez hubiese
estado con ellos. Como tampoco recordaba a ningún
familiar, abuela, abuelo, tía o tío, hermano o hermana.
Nos contó que lo más lejano a lo que alcanzaba en sus
recuerdos era haber vivido con otros niños, algunos
mayores que él, en las calles de una ciudad que quizá
fuese Tetuán, aunque no estaba seguro de eso. También
recordaba vagamente que con ellos vivían varios perros.
Descubrir que mi padre se crió en la calle supuso para mí
una pena inconsolable. Nos contó que lo que más le dolió
durante mucho tiempo fue no saber por qué tuvo que
vivir en la calle. Nunca supo si su madre estaba viva o
muerta cuando él vagaba por las calles de aquella

A orillas de Tánger
240
ciudad. Durante muchos años se estuvo preguntando si
su madre, de estar viva, le estuvo buscando cuando él
era pequeño. También se preguntaba si su madre sabía
que él estaba vivo. Nunca pudo saber si su madre le
abandonó, si lo robaron, si se escapó o si se perdió.
Recordaba cómo, al igual que los otros niños de su
banda, llevaba un cartón y un palo de los que nunca se
separaba. El jefe de la banda, que era el más mayor, les
decía que el cartón era su cama, su casa y su madre y
que el palo era su padre, su hermano mayor y su
protector. A mi padre, de pequeño, todo y todos le daban
miedo. Solo confiaba en su cartón y en su palo.
También recordaba cómo, en las noches frías y
húmedas, dormían todos apiñados –niños y perros- cerca
de los hornos de pan. El calor del horno les mantenía
vivos y el olor del pan caliente les alimentaba. Nos contó
que, de muy pequeño, estaba protegido por el jefe de la
banda y que, cuando fue un poco más mayor, pasó a ser
su criado como los demás niños. Hasta que, al cabo del
tiempo, consiguió ser él el jefe de la banda cuando el
anterior, un día, desapareció. Al poco tiempo de ser jefe,
él también abandonó a los demás niños.
Mi padre nos confesó que una de las imágenes que
más se repetía era la de los robos y los atracos a las
tiendas y a la gente. Solo buscaban comida o dinero para
comida. Nunca intentaron acumular más comida o dinero
que el necesario para pasar el día. También nos contó
que, a menudo, recibía golpes y palizas y que, cuando
fue más mayor, juró que si un día tenía hijos, nunca les
pegaría.
Mientras mi padre seguía contando su vida de niño,
más triste y amarga de lo que yo nunca hubiese podido

A orillas de Tánger
241
imaginar, mecida por los pensamientos y por el calor de
la fogata, me quedé dormida. Soñé que mi madre
descubrió los bakales donde estaban todos los niños
esclavos y que, juntas, fuimos a liberarlos a todos. El
primer bakal al que fuimos fue al del callejón Venezuela.
Mi madre se presentó al hombre con cara de santo y le
contó que más abajo estaban repartiendo dinero. El viejo
saltó como un gato por encima del mostrador y salió
corriendo calle abajo con las babuchas en la mano y la
chilaba arremangada entre los dientes dejando al aire
sus ridículas piernas secas. Entonces, me metí en la
negrura de la tienda y saqué rápidamente al niño
esclavo. Ya en la calle, resultó que el niño esclavo era mi
padre. Sorprendida, se lo dije a mi madre quién, con una
sonrisa, me dijo que ya lo sabía…

A orillas de Tánger
242
Últimos días en Tánger
Ese año de 1958 no fue un año cualquiera. Fue mi
primer año más duro. Año triste y difícil, de esos de los
que querrías hacer trizas el calendario.
Desde el mes de julio del año anterior mi hermano
Juan se marchó a trabajar a Casablanca para intentar
sacarnos del agujero en el que nos hundíamos
lentamente. Fue contratado por Joaquín Fernández
Hurtado, tangerino solidario como nadie, hermano de
una amiga de infancia de mi madre, Concha, y que
trabajaba en la agencia marítima Castellá de Casablanca.
Vivíamos en la casa de la calle de Oxford. En el mes
de mayo de ese año, mi abuela, abuelita, la madre de mi
madre, murió después de haber quedado hemipléjica a
causa de un derrame cerebral que le sobrevino unos
meses antes, cuando ya estábamos en esa casa. Fue la
primera tragedia de nuestra familia. Hasta ese momento,
ninguno de nosotros -creo que ni siquiera nuestros
padres- habíamos tenido un fallecimiento en casa. A mí
me pilló por sorpresa y viví esos días a hurtadillas,
observando discretamente el padecimiento de mi madre
y sobrellevando una avalancha de experiencias hasta
entonces desconocidas. Aún recuerdo el odioso olor de la
caja de cedro. Abuelita, endurecida por una vida de dolor
extremo que solo ella conocía, fue una superviviente.
Nuestra madre iba a echarla mucho de menos.
Ese mismo año también, la salud de nuestro padre
empeoró a tal punto que tuvo que ser ingresado en el
Hospital Español de donde ya nunca salió con vida. Por lo
que ya de mayor pude deducir, creo que padecía
enfisema pulmonar. Mi padre era un hombre bueno,

A orillas de Tánger
243
atormentado por no haber podido compartir plenamente
su vida –a causa de sus numerosas permanencias
laborales en barcos- con su mujer y sus hijos, a los que
adoraba.
Al poco tiempo de la desaparición de mi abuela y de
la hospitalización de mi padre, debido a nuestra frágil
economía, empezamos a comer solo arroz blanco hervido
al que mi madre le añadía un tomate. Mi madre decidió
ponernos esa dieta porque, al parecer, el arroz, junto
con un poco de tomate, era el alimento más completo
que podíamos tomar por menos dinero. Esa dieta duró
varios largos meses. Mariluz y yo, ya de adultos, a
menudo comentamos aquel episodio y reconocíamos
entre tristes sonrisas, de que odiábamos el arroz blanco
con tomate.
En Casablanca, mi hermano Juan también lo pasaba
muy mal, ahorrando hasta el último céntimo para
enviárnoslo a nosotros. Cuando peor lo pasaba era los
domingos. Tenía que rechazar las invitaciones a salir de
sus compañeros y, con un periódico o un libro prestados,
agotaba las horas del día en los bancos del Parc Lyautey.
Pocas semanas antes de reunirnos con Juan, mis
tíos y primos dejaron su casa del Zoco de los Bueyes
para instalarse con nosotros en la calle de Oxford. Mi
madre, Mariluz y yo ocupamos la habitación más grande.
Durante esas semanas no usamos la cocina. Mi madre
hervía el arroz en nuestra habitación, cerca de la
ventana.
La marcha de mi hermano Juan a Casablanca fue
un trauma para todos nosotros. Pero también fue una
gran esperanza: para sobrevivir a nuestra delicada
situación nos quedaba Casablanca que, aunque no era

A orillas de Tánger
244
París, también era una gran ciudad, rica y próspera.
Un buen día, Alain Lalaurie –hijo del antiguo jefe de
Juan en Tánger- aprovechando de que iba a Casablanca
en viaje de negocios, pasó a recogernos en coche, para
acompañarnos a los tres hasta esa ciudad. El día anterior
habíamos estado en el hospital para despedirnos de
nuestro padre con la confianza de que pronto se reuniría
con nosotros. La perspectiva de empezar una nueva vida
en Casablanca y la alegría de volver a ver a Juan
quedaron empañadas por tener que abandonar a nuestro
padre. Pero, aparentemente, no había otra opción.
El tiempo confirmó que, de las pocas opciones que
teníamos, la que elegimos fue la más acertada. Ante
nosotros se abrían nuevos horizontes, repletos de ilusión,
de esperanza y de vivencias. Pero, eso es otra historia…

A orillas de Tánger
245
Muchas fueron las penurias que padecimos desde
que llegamos a Tánger. En parte, porque mi padre nunca
tuvo suerte con los trabajos que le salieron: o le
pagaban muy poco o le despedían. Mis hermanos
mayores, que ya tenían dieciséis y diecisiete años,
seguían sin tener ni oficio ni trabajo. A veces
desaparecían durante varios días sin que supiéramos
nada de ellos. Cuando volvían a casa siempre traían algo
de dinero y de comida. Como nos venía muy bien lo que
traían, mi madre ya ni les preguntaba de donde lo
habían sacado. Todos sabíamos que robaban en los
mercados. En alguna ocasión, volvían con magulladuras
y con la ropa destrozada, de haber recibido golpes, quién
sabe en qué circunstancias. Nunca nos lo contaban.
Cuando eso ocurría, mi madre, llorando, les regañaba. Mi
padre decía que los dejara. Que se estaban haciendo
hombres y que robar al que le sobraba para poder
comer, no era vergonzoso. Que lo vergonzoso era tirar
comida. Supe que mi padre, a veces, también robaba
comida en los mercados.

A orillas de Tánger
246
Una noche, Larbi vino solo a casa. Llegó jadeante y
asustado, como si hubiese visto los demonios. La policía
del puerto había detenido a Said. Él, Larbi, consiguió
escapar y se escondió en un almacén del puerto durante
horas, hasta que cayó la tarde. Luego atravesó todo
Tánger corriendo, desde el puerto hasta la casa. Mis
padres buscaron a Said durante toda la noche y todo el
día siguiente. Por las calles y por las comisarías. A
mediodía, cuando mis padres aún le estaban buscando,
Said llegó a casa. Llegó maltrecho y asustado. Yo
también me asusté mucho al verle. Los cuatro, incluido
Larbi, lloramos. Por la noche, cuando llegaron nuestros
padres, nos alegramos mucho de verles.
Mis hermanos pequeños estaban a menudo
enfermos. Sobre todo Brahím. Estaba muy delgado y
siempre tenía diarrea. Fatima tosía mucho. Mi madre
decía que la humedad de la casa nos estaba quitando la
vida. Ya no disimulaba su desesperación y maldecía mil
veces el día que nos marchamos de Chauen. Mi padre, a
menudo, caía en el desánimo. A mí, me dolía la vida…
En esas circunstancias, cada día más duras y más
desesperadas, una noche sorprendí una conversación
entre mis padres. Mi madre le explicaba a mi padre que
una familia marroquí rica, que se trasladaba a
Casablanca, necesitaba una criada joven. Mi madre había
pensado en mí. Le explicaba a mi padre que, por lo
menos, a mí, la vida me iría bien: tendría un techo,
estaría segura, comería, y, quién sabe, cuando fuese
más mayor podría llegar a conocer un hombre bueno y
trabajador… Mi padre no decía nada. En el silencio de la
noche, me pareció oír un sollozo. ¡Irme a Casablanca!

A orillas de Tánger
247
¡Tan lejos y sola, con una familia desconocida! ¿Cuándo
volvería a ver a mis padres y a mis hermanos? ¿Cuánto
tiempo estaría sin ver a mi hermana Fatima? ¿Cómo
sería cuando la volviese a ver? ¿Me reconocería? ¿Me
seguiría queriendo? ¿La volvería a ver? ¡Yo no quería ir a
Casablanca! ¡Antes me escaparía de casa con Fatima!
¡Antes me mataría! ¿Dónde estaban mis tías? ¿Y mis
primas? ¿Por qué no venían a ayudarme? ¡Me escaparía
con Fatima y el niño esclavo a Chauen! ¡Iría con ellas!
¡Ellas nos protegerían!
A la mañana siguiente, cuando me desperté,
apretando contra mí a Fatima, creí que había tenido un
mal sueño. Por la cara de mis padres supe que no.
Ese día, como ya lo hacía otros muchos, me fui por
las calles con mis hermanos pequeños a pedir dinero a la
gente. Secretamente, todos los días esperaba que algún
rico se apiadara de nosotros y nos diese mucho dinero.
Pero los ricos y los viejos no nos daban nunca nada.
Curiosamente, los únicos que a veces nos daban algo
eran los que parecían más pobres. Sobre todo las
mujeres de la edad de mi madre. A veces, algunas
cristianas también nos daban algo. Mi madre decía que
en la vida siempre había que sonreír porque no había
corazón duro que una tierna sonrisa no pudiera abrir. Yo
me cansaba de ofrecer sin éxito mis sonrisas y siempre
terminaba maldiciendo a la gente, sobre todo a los que,
sin ni siquiera mirarme, me apartaban con la mano.
Como en otros días, al cabo de varias horas,
cuando ya los tres estuvimos agotados, volvimos a casa
con solo unas monedas y algún pedazo de pan, oyendo
aún los insultos y las amenazas de algunos miserables
bakalitos que, a empujones, nos echaban lejos de sus

A orillas de Tánger
248
tiendas repletas de comida. ¡Los odiaba con todas mis
fuerzas!
Al atardecer, después de migar un trozo de pan en
la sopa caliente, me eché a dormir pensando en mi
casita azul y blanca de Chauen. Con un poco de suerte,
esa noche soñaría con mis primas y mis amigas…
En la mañana del día siguiente, mi padre anunció
que nos volvíamos todos a nuestro pueblo, a Chauen. ¡Mi
madre lloraba de alegría! ¡Larbi y Said saltaban como
locos y los pequeños reían a carcajadas sin saber por
qué! Yo estaba muda. Muda y paralizada. No quería decir
nada, no quería pensar: si era un sueño, no quería
despertar…
