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El roto y el pajarito Se posó muy cerca de él, parecía como un ángel o él creía que lo era. Al roto no lo habían invitado a la fiesta... es que siempre les tiraba piropos a las niñas y más que enamorarlas salía asustándolas. Estaba mal vestido, mal oliente y como si fuera poco, tenía un olor en su aliento que espantaba hasta su misma sombra. A pesar de todo, el mulato, como lo conocían en el pueblo, no era mala persona, las circunstancias de la vida lo habían hecho quererse poco y olvidarse de las buenas costumbres que conocía. Caminaba sin hacerle daño a nadie y en busca de cariño y alguno que otro vaso de vino. Siempre llegaba a las ramadas saludando con un grito: -¡Hola mi chiquilla, quién tuviera las manos para hacerle cosquilla! -pero como era pobre e iletrado cometía muchos errores al hablar y todos se burlaban de él. Cansado de tanta mofa el roto les contestaba. -¡No te me vayai en collera, mira que mi juerza no se mide en altura, mi astucia puede ser más que la tuya y te vay de perdices! -decía en un mal castellano el mulato, entre dientes, a quien lo molestara, generalmente un tipo corpulento que siempre lograba enamorar a las niñas. Cabizbajo se iba corriendo de a poco a hacer lo que le gustaba, “empinar el codo” y tomarse la chicha o algún vino “bigoteao” que conseguía por unas pocas monedas por ahí. No se iba porque se apaciguaba mirando como todos bailaban en la Fiesta de la Patria y rápidamente se olvidaba del mal rato. En ocasiones se quedaba dormido y soñaba con conquistar a una damicela que le enseñara buenos modales, y que lo hiciera tener ganas de levantarse y vivir una vida mejor... pero eran sólo sueños. Una mañana lo despertó el dulce canto de un pajarillo, aquellos que en primavera dejan escuchar su dulce trinar con los primeros rayos del sol del día. Se posó muy cerca de él, parecía como un ángel o él creía que lo era.

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El roto y el pajaritoSe posó muy cerca de él, parecía como un ángel o él creía que lo era.

Al roto no lo habían invitado a la fiesta... es que siempre les tiraba piropos a las niñas y más que enamorarlas salía asustándolas. Estaba mal vestido, mal oliente y como si fuera poco, tenía un olor en su aliento que espantaba hasta su misma sombra. A pesar de todo, el mulato, como lo conocían en el pueblo, no era mala persona, las circunstancias de la vida lo habían hecho quererse poco y olvidarse de las buenas costumbres que conocía. Caminaba sin hacerle daño a nadie y en busca de cariño y alguno que otro vaso de vino.

     Siempre llegaba a las ramadas saludando con un grito: -¡Hola mi chiquilla, quién tuviera las manos para hacerle cosquilla! -pero como era pobre e iletrado cometía muchos errores al hablar y todos se burlaban de él.

     Cansado de tanta mofa el roto les contestaba.

     -¡No te me vayai en collera, mira que mi juerza no se mide en altura, mi astucia puede ser más que la tuya y te vay de perdices! -decía en un mal castellano el mulato, entre dientes, a quien lo molestara, generalmente un tipo corpulento que siempre lograba enamorar a las niñas.

     Cabizbajo se iba corriendo de a poco a hacer lo que le gustaba, “empinar el codo” y tomarse la chicha o algún vino “bigoteao” que conseguía por unas pocas monedas por ahí. No se iba porque se apaciguaba mirando como todos bailaban en la Fiesta de la Patria y rápidamente se olvidaba del mal rato. En ocasiones se quedaba dormido y soñaba con conquistar a una damicela que le enseñara buenos modales, y que lo hiciera tener ganas de levantarse y vivir una vida mejor... pero eran sólo sueños.

     Una mañana lo despertó el dulce canto de un pajarillo, aquellos que en primavera dejan escuchar su dulce trinar con los primeros rayos del sol del día. Se posó muy cerca de él, parecía como un ángel o él creía que lo era.

     Comenzó a hablarle y a pedirle que lo ayudara a recuperarse, que el trago le hacía mal y que lo alejaba de las personas. Al cerrar los ojos y quedarse nuevamente dormido soñó entonces que el pajarito se transformaba en su ángel de la guarda. Pasado el mediodía del día 20 de septiembre este roto chileno se levantó de cabeza erguida y entendió que había empezado una nueva vida para él, que ya no estaría más solo porque su nuevo amigo, aquel pajarito, lo acompañaría siempre. Buscó un lugar para bañarse y comenzó con los trabajos de limpieza del cierre de las fondas. Para él las Fiestas Patrias ya nunca más volverían a ser lo mismo.

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Alka y el mamutEntonces lo vio, al fondo de una quebrada yacía un mamut herido. Con mucha cautela se acercó al enorme animal, que estaba tendido sobre unas enormes rocas.

     Después de caminar durante casi todo un día, el pequeño Alka se percató que se había alejado demasiado de su territorio. Unos símbolos marcados en un árbol le hicieron saber que estaba en las tierras de los urkis, temibles y despiadados cazadores. Desde ese momento puso todos sus sentidos en alerta. Se introdujo en un denso bosque y se alejó de los senderos, pues sabía que por allí transitaban los urkis.

     De pronto escuchó unas voces, rápidamente se ocultó tras unos matorrales, eran los temibles cazadores que regresaban de su jornada de caza. Alka permaneció oculto hasta que el grupo se alejó del lugar. Siguió caminando por el bosque y llegó hasta un acantilado. Un extraño bramido le llamó la atención. Agudizó el oído y se acercó al lugar de donde procedían los ruidos. Entonces lo vio, al fondo de una quebrada yacía un mamut herido. Con mucha cautela se acercó al enorme animal, que estaba tendido sobre unas enormes rocas. Alka se dio cuenta que éste tenía varias lanzas incrustadas. Con mucha delicadeza el muchacho se las sacó. Alka recordó que había pasado por un pantano.

     Regresó a éste y sacó de allí una gran cantidad de lodo, que transportó en unas grandes hojas de palma hasta donde estaba el mamut. Regresó al bosque y recolectó una buena cantidad de hierbas. Posteriormente mezcló el lodo con las hierbas. Con mucha delicadeza aplicó esta mezcla sobre las heridas del mamut a modo de cataplasma.

     Su abuelo le había enseñado años atrás esta forma de curar las heridas. Una vez que el muchacho terminó de aplicar la cataplasma, se sentó en una roca junto al animal herido, y esperó. Sacó de su morral de cuero unos trozos de carne charqueada y unos frutos secos y comió hasta quedar satisfecho. El día declinó y las sombras de la noche cubrieron el fondo de la quebrada. Con la ayuda de un pedernal y unas ramas secas, Alka encendió una fogata. Allí pasó la noche junto al enorme animal. A la mañana siguiente Alka notó que el mamut estaba más reanimado. A duras penas éste logró incorporarse.

     Una vez en pie, el mamut se acercó lentamente al muchacho, estiró su trompa y con ésta tocó la cabeza de Alka en señal de saludo. Luego giró y se alejó encaminándose por un estrecho desfiladero. El muchacho quedó solo en la quebrada muy contento de haber ayudado al mamut a recuperarse.

     Reemprendió su camino con la intención de regresar a sus territorios. Después de caminar una gran distancia Alka llegó hasta un valle.

     Cuando estaba en medio de éste tuvo una desagradable sorpresa. Dos fieras, colmillos largos se cruzaron en su camino. Alka empuñó una de sus lanzas con la intención de hacerles frente a las feroces bestias. Estas estaban por abalanzarse sobre el muchacho.

     De súbito se escuchó un feroz bramido, era el mamut que Alka había curado.     El enorme paquidermo se lanzó en violenta embestida contra los felinos. Al verse atacados por gigantesca mole los colmillos largos emprendieron la huida. Alka quedó frente a frente al mamut, que lo observó por un largo rato. Luego extendió su larga trompa y envolvió con ésta al muchacho, lo levantó suavemente y muy lentamente lo sentó sobre su lomo.     Desde ese día el muchacho y el mamut jamás se separarían.

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El camello y su amoEl comerciante preparó la carga y la montó en su camello para ir a vender su mercancía al mercado del pueblo. Después de ponerle tres sacos en su lomo, el camello pensó que era demasiado peso para movilizarse, así que decidió no moverse ni un paso. Por más que su dueño tiraba de las riendas, éste ni se movía.

     -Ya comprendo -dijo el camellero, y sacándole un saco al animal lo puso en sus hombros y emprendieron el viaje por el desierto. -Ahora el peso me parece más justo -decía para sí el camello.

     Caminaron todo el día por las cálidas arenas y el hombre pensó que, apurando el paso, podrían llegar al pueblo antes que amaneciera, para dormir en una cama un par de horas. Pero el animal se había cansado, detuvo su marcha y se echó. -Vamos camello, haz un esfuerzo, unos kilómetros más y descansaremos -le prometía el hombre.

     El camello pensaba que, por aquel día, sus patas ya habían caminado bastante y la carga se sentía más pesada y él necesitaba descansar más tiempo. -Está bien -pensó el comerciante, creyendo adivinar el pensamiento del animal, y sacándole otro saco a éste se lo puso en sus hombros. El camello se paró enseguida y prosiguieron el viaje.

     A medianoche, el hombre cansado con dos costales al hombro, le dijo al camélido: -Descansemos unos minutos para reponer fuerzas y alcanzar a llegar al poblado antes que amanezca, y así dormir aunque sea un ratito para llegar al mercado y vender la mercancía. Cuando el comerciante hubo descansado un par de minutos le ordenó al camello levantarse, pero éste no quiso hacerlo.

     -Comprendo -se dijo para sí el hombre- el camello no puede más con su carga y debo ayudarlo.

     Le sacó el último saco al jorobado para echárselo a sus hombros. Luego emprendieron de nuevo la caminata. Por el gran peso que el hombre llevaba en sus hombros, su caminar se hizo más lento y no pudo llegar antes que amaneciera al pueblo.

     Las primeras luces de la mañana lo sorprendieron en la entrada del poblado con su carga a los hombros y el camello a su lado sin peso que le molestara. Los primeros pueblerinos que vio se empezaron a burlar de su ridícula postura de cargador teniendo al camello para hacerlo. -Ja, ja, ja -se reían del comerciante.

     Fue tan grande la vergüenza y la humillación que sintió, que dando un salto se montó sobre el camello y salieron corriendo hacia el desierto, dejando la mercancía botada, la que recogieron unos campesinos pobres. Después de mucho correr por las cálidas arenas, llegaron hasta un manantial en donde saciaron su sed y repusieron fuerzas.

     El camélido sentado bajo la sombra de una palmera, pensaba: -Parece que mi amo está enojado, lo veo distante y no me habla. ¿Sería porque él hizo mi trabajo? Pero él tuvo la culpa, por ser tan apresurado.

     Mientras tanto, el camellero meditaba: -No debí apurarme tanto, y menos cargar la mercancía, eso era trabajo del camello. Hombre y bestia se miraron mutuamente y comprendieron que ambos habían cometido un gran error en cambiarse los roles que les correspondía a cada uno

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El hermoso jardín

      El paisaje era espectacular. El sol bañaba de luz la flora del milenario bosque, el viento esparcía la dulce fragancia de las rosas y margaritas que generosas entregaban un delicioso néctar a los insectos y aves.

     Desde los matorrales apareció una pequeña tortuga en dirección al río; en su camino se encontró con un hermoso jardín.

     -Qué bellas flores y qué aroma más rico -dijo la tortuga.

     Dichoso y extasiado, el animal se sentó en el pasto y se quedó en silencio contemplando el colorido paisaje. De repente, un fuerte ruido la sacó de su éxtasis, como si la hubieran despertado de un lindo sueño. Miró hacia el lugar de donde provenía el ruido vio a un enorme elefante que corría veloz.

-¡Alto, alto! -exclamó levantando una pata. -¿Qué pasa? ¿Quién me habla? -preguntó extrañado el elefante.-¡Acá abajo! -gritó enérgica la tortuga.-¡Ah, eres tú! ¿Qué quieres? -¿No has visto estas maravillosas flores? -Sí, las veo.-Tú vienes corriendo como loco con tus enormes patas destruirás todas las flores -argumentó muy enojada la tortuga.

     El paquidermo, sin hacer ningún comentario, se alejó en silencio.

     Un instante después llegó al lugar un oso.

-Hola tortuguita, ¿cómo estás? -saludó amable el oso.-Bien, gracias, ¿usted viene a admirar las flores? -No, vengo a comerme sus raíces que son muy deliciosas.-¡No se lo permitiré! ¿cómo se le ocurre? Vaya a otro lado a comer raíces -exclamó indignada la tortuga.

     El oso, sin hacer ningún comentario, se alejó confundido.

     Comenzó a extenderse la noticia por todo el bosque de que existía un guardián de las flores. Al punto que todos los animales con sus familias fueron a visitar el lugar, para conocer a aquel gran guardián que había detenido al enorme elefante y al feroz y gruñón oso.

     La jirafa quedó impresionada con la belleza que se revelaba ante sus ojos, pero más todavía al ver que no había ningún enorme guardián, sino que una pequeña y frágil tortuga que tenía la firme convicción de cuidar las flores. Y felicitó a la tortuga. La coneja también lo hizo y emocionada le dio un gran abrazo. Los habitantes del bosque se alegraron al conocer un lugar tan hermoso, se sintieron dichosos y decidieron cuidarlo entre todos.

     El elefante con su larga trompa traía agua del río para regar las flores; el oso sacaba todas las malezas para darle más espacio las plantas para que crecieran.

     Así, todos los animales trabajaban para cuidar su jardín que era su tesoro, pues comprendieron que cuidar la flora era como cuidarse a ellos mismos.

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El príncipe perdido

      En un lejano reino, vivía un príncipe inquieto y curioso por conocer el mundo que existía fuera del palacio real. Había muchas cosas que no comprendía y sin dudarlo siempre preguntaba a su maestro. Un día preguntó:

      -Dime profesor, ¿Qué es el hambre?

      Aunque éste le dio la mejor explicación a su pregunta, el joven no pudo comprenderla. En otro momento le inquirió a

su maestro:      -¿Qué es el miedo?

      Y el preceptor le respondió dándole ejemplos de hechos que podrían causar terror en algún momento. Pero el joven soberano no entendió la respuesta.

      Otro día le preguntó a su consejero:      -¿Qué es el frío?

      Tampoco pudo comprender la explicación, porque en el palacio el fuego de las estufas calentaba siempre y su ropa eran tan abrigadora que no le permitían sentir frío.

      Un poco defraudado por no comprender las respuestas a sus interrogantes, se fue a meditar y a instruirse de otros conocimientos.

      Un día de otoño, montando en su corcel, salió de caza en compañía de sus súbditos. Persiguiendo a una zorra por entre los matorrales se alejó del grupo, y era demasiado tarde cuando comprendió que se había extraviado. La noche caía lentamente y el frío era intenso, cuando de pronto, por entre unos arbustos se le atravesó un oso pardo que hizo que su caballo se espantara y lo arrojara al suelo.

      Sin ninguna compañía y sintiendo mucho frío caminó por largo trecho. Cansado de deambular por los senderos desconocidos, se cobijó en una cueva que encontró en el faldeo del cerro. La noche y los gruñidos de las fieras nocturnas que vagaban en busca de alimentos, lo estremecieron y sintió mucho miedo.

      Pasado un tiempo, se dio cuenta que en vez de acercarse al palacio se alejaba más y más. Empezó a sentir hambre y la desesperación se posesionó de él.

      Pasó una semana, el bosque y el paraje desolado eran su única compañía. El príncipe había conocido el miedo, el frío, la desesperación, la soledad y el hambre. Ahora sólo sentía agradecimiento por sus padres que siempre lo cuidaron y quisieron.

      En ese instante, la guardia real lo encontró y lo llevó al palacio. El rey se alegró al ver a su hijo y todos hicieron una fiesta porque el joven logró volver a casa.

      Esta vivencia lo ayudó a comprender las respuestas que le dio su maestro y lo convirtió en un joven más caritativo y benevolente con los más desposeídos.

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El mercader codicioso

Itamar era un mercader desmesuradamente ambicioso, su única preocupación era el modo de aumentar sus riquezas. Además era muy desconfiado con quienes le rodeaban, pues siempre temía que le robaran sus valiosas posesiones. En una ocasión venia de regreso de un lejano país con sus camellos cargados de valiosas mercancías, atravesaba un vasto desierto a la cabeza de una caravana compuesta

por 12 camellos. Pronto un sentimiento de desconfianza se apodero de Itamar, comenzó a dudar de sus siervos que conducían sus animales. Decidió entonces ubicarse al final de la caravana cerrando así la marcha, desde esta ubicación vigilaría a sus lacayos.

      Al declinar el día, uno de los siervos le sugirió detener la marcha para instalar un campamento y pasar allí la noche. Pero el comerciante indignado le gritó que no pararían y continuarían toda la noche sin detenerse hasta la ciudad. Tanta era su codicia y ambición que no consideraba el cansancio de sus hombres, de sus bestias de carga ni de él mismo.

      Cayó la noche con su oscuro manto. Itamar iba al final de la caravana vigilando a sus siervos. Al transcurrir las horas, el sueño comenzó a apoderarse del ambicioso comerciante, los parpados le pesaban cada vez m s. Empezó a cabecear sobre su montura, y su cuerpo se inclinaba cada vez m s hacia un costado de su cabalgadura hasta que se quedó profundamente dormido. Sin percatarse cayó suavemente sobre la mullida arena del desierto. Al abrir los ojos era ya de día, se levantó sobresaltado mirando hacia todas direcciones, no se veía ni una señal de la caravana.

      -Que estúpido he sido! -exclamó- me dormí sobre el camello y caí a tierra sin que nadie se diera cuenta.

      Estaba perdido en medio del desierto, sin agua y sin alimentos. Itamar sabía de las escasas probabilidades de sobrevivir. Comenzó a caminar orientado por el sol hacia el oeste, donde estaba su ciudad. Transcurrieron dos días, Itamar agotado ya sin fuerzas y consumido por la sed, se dejó caer sobre la arena. Se sentía perdido y sin esperanzas. Entonces, semienterrado en la arena, vio un objeto, lo tomó, era una lámpara mágica. Rápidamente la froté y un denso humo verde salió de la lámpara y se materializó un gigantesco genio.

      -Mande amo- dijo éste, y agregó- tienes el honor de pedir tres deseos. Debes pensar bien que pedir. Al comerciante se le despertó su espíritu ambicioso y le dijo al genio. -Quiero tres grandes baúles llenos de piedras preciosas y monedas de oro. -Concedido -le dijo el ser fabuloso con figura humana. Y de la nada aparecieron ante él tres grandes cofres llenos de joyas y monedas de oro. Itamar estaba loco de alegría rodeado de tantas riquezas, pero la sed persistía. Frotó nuevamente la lámpara y el genio hizo su aparición por segunda vez.

-Mande usted -dijo. -Quiero agua mucha agua, es más quiero un lago de agua. -Concedido -afirmó el personaje de la lámpara. Entonces Itamar se vio en medio de un inmenso lago. Comenzó a chapotear en el agua y sus preciados tesoros quedaron sumergidos en el lago. Desesperadamente trataba de mantenerse a flote, ya no tenía sed pues habla tragado bastante agua. De inmediato, sacó¢ la lámpara de sus ropas y la frotó. Apareció el genio.

-Quiero mi tercer deseo -indicó el mercader lleno de pánico. -Usted dirá amo. -Quiero regresar a mi casa. -Concedido -asintió el genio. Y zas el mercader apareció en medio del patio de su casa. Allí estaban sus fieles lacayos con todos sus camellos y mercancías. Entonces Itamar se dio cuenta de lo ambicioso, codicioso y desconfiado que había sido. Allí estaban sus fieles sirvientes esperándolo. Desde aquel día el

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mercader cambio su actitud, se convirtió en un bondadoso comerciante, solidario, justo, afable y agradecido de la vida.

El roble vanidoso

     Había una vez un roble que dominaba todo el bosque por su altura y gran copa que poseía. Eso lo hacía ser vanidoso. Todo el resto del poblado arbóreo le respetaba y admiraba su belleza. Pero había algo en este gigante que lo preocupaba. No daba frutos.

     Sin embargo, todos los otros árboles los daban en abundancia. Su orgullo de ser el roble más hermoso del bosque,

le exigía que diera frutos, pero no podía darlos.

     Un día, mientras todos dormían la siesta, el gigantesco árbol se sintió triste por su condición de no fértil y enjugó unas lágrimas que rodaron por su tronco hasta caer justo en unas setas en donde dormían unos duendes.     -Si tan solo tuviera un fruto, sería completa mi felicidad -se decía para sí.

     Lo que no sabía el roble era que sus lágrimas al caer se habían enfriado y despertado a los duendes.     -¡Oye tú, nos mojaste con llanto y hemos despertado! ¿Qué explicación nos darás por esta atrevida acción? El árbol inclinándose un poco y mirando a las pequeñas criaturas, les dijo: -Perdonen que los halla salpicado con lágrimas, no era mi intención molestarlos. Sólo lloraba porque soy el único habitante del bosque que no da frutos, siendo yo tan hermoso.

     Los duendes aceptaron las explicaciones y perdonando la modestia de éste, le prometieron ayudarlo para que fuera fértil.

     Hicieron gestos con las manos y dijeron palabras de brujos. Así, los duendecillos le concedieron el don de la fecundidad.

     Al día siguiente, el roble lleno de alegría le habló al bosque: -¡Escuchen todos, para completar mi belleza, a partir de hoy daré frutos tan lindos como yo! Los días pasaron lentamente y al árbol le nació un fruto en la punta de su copa que empezó a crecer, a crecer y a crecer. Tanto creció, que la copa de éste comenzó a doblarse y a inclinarse.

     Desesperado porque ya no podía sostenerlo, empezó a llamar a los duendes para que lo ayudaran a enderezar su copa y su fruto no se cayera, pero éstos no llegaron.     -¡Mi imagen se está desfigurando! -decía con angustia.

     De pronto, su copa cayó al suelo junto con el fruto que se hizo pedazos.

     El roble al verse sin su copa, que era su orgullo y gloria, se puso a llorar amargamente.

     En ese momento se aparecieron los duendes, que le dijeron: -¿No querías tener frutos para completar tu hermosura? Pues bien, los tuviste y quedaste desmejorado ¿Qué deseas ahora? ¿Más frutos? o... ¿Sacarte la vanidad y ambición que posees? -¡No, no por favor, no quiero ser nunca más vanidoso, sólo deseo ser como todos mis hermanos árboles! -le suplicó a los gnomos.

     El árbol se sintió avergonzado y le pidió disculpas a los duendes, y como éstos eran de buen corazón, le devolvieron con su magia, la hermosa copa que había perdido por su ambición desmedida.

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El niño y el delfínAl llegar al extremo de las rocas se llevó una gran sorpresa. Atrapado entre unas redes estaba un hermoso delfín.

Entre roqueríos y arrecifes, el pequeño Julián remaba aquella mañana. El mar estaba muy apacible, pequeñas olas lamían las paredes de los acantilados.

     Bajo la cristalina superficie del agua se podían observar caracolas, erizos, estrellas y un sinnúmero de pececillos.

     Un extraño chapoteo, que procedía de unos grandes roqueríos, le llamó la atención. Con mucha cautela, Julián enfiló su bote hacia aquel lugar.

     Al llegar al extremo de las rocas se llevó una gran sorpresa. Atrapado entre unas redes estaba un hermoso delfín. El niño observó al pobre animal un instante y notó que en su aleta dorsal tenía una marca como una muesca.

     Presentaba además otros cortes ya cicatrizados, eran con seguridad antiguas heridas causadas por arpones o hélices de barcos.

     Con dificultad logró zafar al desafortunado cetáceo.

     Este, al verse liberado, comenzó a dar grandes saltos alrededor del bote.

     Manifestaba así su gratitud y alegría al verse nuevamente libre.

     Desde aquel día Julián frecuentaba ese lugar con la intención de encontrarse con su nuevo amigo el delfín. Apenas el bote se acercaba a la zona de los acantilados, el delfín realizaba hermosas cabriolas.

     Así pasaron varias jornadas, en que Julián y el delfín recorrían el litoral, el niño remando en su bote y el juguetón animal saltaba alrededor de la embarcación. Una tarde, negros y amenazantes nubarrones se perfilaron por el horizonte. De súbito se desató una violenta tormenta. Enormes olas se precipitaron sobre el bote y lo hicieron naufragar.

     Julián comenzó desesperadamente a nadar en medio de las gigantescas olas.

     De pronto fue impulsado sobre la agitada superficie del mar, era su amigo el delfín. El niño se encaramó sobre el lomo del cetáceo se asió firmemente de su aleta dorsal. El animal, dando grandes saltos sobre las encrespadas olas, logró abrirse paso.

     Depositó a su amigo en la orilla de la playa, donde quedó a salvo de aquella terrible tormenta. Aquel delfín retribuía de este modo la ayuda que tiempo atrás Julián le había brindado.

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Kitty, la perra sonrienteSe hizo el trato con el comerciante y éste sería el nuevo dueño del canino.

      Patricio era un niño muy querendón con los animales. Tenía una perrita llamada Kitty, que le había regalado un amigo. Este can tenía una particularidad muy especial: se sonreía cuando su amo se lo pedía.

      Cuando el Pato, que así lo llamaban en el colegio, le contaba a sus compañeros de curso de la gracia que hacía Kitty, nadie le creía. Así que invitaba a sus incrédulos amigos a verla para que esbozara una sonrisa.

      -A ver Kitty, sonríete para que te vean -le ordenaba a su mascota.

      Y ésta moviendo la cola, se sonreía.

      Los niños al ver tal cosa, salían corriendo a contarlo. Se hizo de tal fama el cánido, que venían niños de otros barrios a ver tan extraordinario don.

      El niño estaba orgulloso de su perra, la llevaba a todas partes a pasear y le compraba los mejores alimentos.

      La fama de Kitty trascendió tanto, que un día llegó un caballero a la casa de Patricio con el único fin de comprarle la perrita para llevarla a un circo y hacerla famosa. El niño no aceptó la demanda, pero su papá lo obligó a que se hiciera el traspaso y entregara su perra, aduciendo que ésta se iba ser famosa, la tratarían como reina y sería muy feliz.

      Se hizo el trato con el comerciante y éste sería el nuevo dueño del canino.

      -Niño, ahora quiero que traigas a la mascota y la hagas sonreír, yo nunca la he visto hacer esa gracia -le habló el sujeto.

      Patricio, con el dolor de su corazón, trajo a Kitty y la puso delante del hombre. Le ordenó que se riera, pero ésta no lo hizo. La perra estaba impertérrita, no movía ni un músculo.

      -Mira Kitty, te pido que te sonrías para que el señor te lleve y seas famosa en su circo. ¡Serás artista!

      Pero nada hacía suponer que el animalito esbozaría su clásica sonrisa de siempre.

      El hombre, al no ver la gracia de la perra, se sintió estafado y se fue gesticulando su rabia.

      Al irse el dueño del circo, Kitty corrió de un lado para otro moviendo la colita y, ahora sí que se sonreía sin que nadie se lo pidiera, porque se había dado cuenta que si lo hacía delante del caballero, se la llevarían lejos de su amo y eso ella no podría soportarlo.

      El papá de Patricio comprendió que no podía separar a la mascota de su hijo y prometió nunca más intentar alejarla del lado de ellos.

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El pescador y la princesaJudith, la hija del rey, solía navegar en una goleta por la ribera del río junto a su séquito...

      Judith, la hija del rey, solía navegar en una goleta por la ribera del río junto a su séquito. Cada vez que realizaba estos paseos, indicaba al capitán de la embarcación que se acercara a la zona donde los pescadores realizaban sus faenas. En una de estas ocasiones su barco pasó a pocos metros de una barca pesquera, Judith observó que la tripulaba un joven pescador. Este le llamó la atención, y se sintió muy

atraída por él. El chiquillo se llamaba Gemali, el cual vio pasar la nave real junto a su barca.

      Esta rutina se repitió por mucho tiempo.

      El rey tenía sus aprensiones por los paseos que acostumbraba a realizar su hija por la riberas del río. Tiempo atrás, el soberano expulsó de su reino al visir, que era su consejero, porque descubrió que éste organizó complot para derrocarlo. Los temores del rey se acrecentaban cada día más, ya que sabía que el ex consejero planeaba vengarse de él, y temía por la seguridad de su hija. Además le habían informado que el traicionero moraba en los dominios de Mogol, terrible y cruel mago, que poseía unos enormes y feroces dragones voladores. El rey rogó a su hija que suspendiera sus paseos en barco, pero ésta rehusó obedecer a su padre.

      La hermosa princesa era constantemente visitada por príncipes que pretendían casarse con ella, su corazón estaba cautivado por este apuesto joven de humilde condición.

      Una tarde mientras realizaba su habitual paseo por el río, el bergantín real pasó entre las embarcaciones de los pescadores. Gemali lo vio acercarse. El se sentía muy atraído por la hermosa princesa, además había notado que ella lo observaba. Pensaba en esto y se preguntaba ¿Será posible que yo le guste?

      Gemali tenía unas redes en sus manos, miró a la princesa a los ojos y ésta correspondió su mirada. Entonces repentinamente una siniestra sombra se abalanzó sobre la real embarcación, un enorme y feroz dragón volador estaba suspendido sobre la doncella con intenciones de atacarla. Los guardias reales estaban estupefactos, aturdidos y no atinaban a nada. Gemali en un acto de valentía y audacia lanzó sus redes contra el dragón, éste con sus alas enredadas se precipitó de golpe al mar. Más tarde fue capturado por la guardia del palacio. Lo encadenaron y lo encerraron en una profunda mazmorra. El rey fue informado de todos estos acontecimientos.

      Gemali era el héroe de la jornada. Fue invitado al palacio donde le brindaron todas las atenciones en retribución por su audaz y valiente acción. Judith se acercó al joven pescador, tomó las manos, le agradeció por haber salvado su vida y le confesó sus sentimientos hacia él. El rey abrazó al muchacho, Judith le dijo al oído a su padre los sentimientos que tenía por Gemali. El rey aprobó y aceptó la voluntad de la princesa.

      Pasó el tiempo, Judith se casó con el joven pescador, que se convirtió en un apuesto y gallardo príncipe, y ambos fueron muy felices.

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El zorro y las uvasEl zorro deambulaba por unos viñedos en busca de algo para cenar. Hacía varios días que no comía y tenía hambre. Pero lo único que encontró fueron muchos racimos de uva. Resignado por no encontrar otro tipo de alimento, decidió tomar uno que colgaba de la parra más baja. Pero su estatura no era la más privilegiada y no alcanzaba a cogerlo. Saltó con la mano extendida y nada, luego tomó distancia y con gran velocidad dio un brinco que cualquier otro animal hubiera querido hacer, pero nada.

      ¡No me la puede ganar un miserable racimo de uva! Decía alzando la voz. Usó todas las técnicas de saltos y no logró llegar hasta el codiciado fruto.

     Cansado de tantos intentos, se sentó a pensar cómo agarrar el racimo, que ya se le estaba volviendo una obsesión.

     De pronto, sintió un ruido que lo hizo voltear y pudo observar que se acercaba la zorra que también miraba las uvas con intensiones de tomarlas.

      ¡Hola hermano zorro! ¿Qué‚ anda haciendo por estos lugares de escaso alimento? Le dijo la recién llegada. Y prosiguió: Yo, después de un suculento almuerzo      de pescado que me dio el hermano oso, vine a sacar unos racimos de uvas para llevarle a mi amigo panzón para el postre, y de esa forma agradecerle su oportuna invitación a almorzar.

     El zorro, un poco nervioso, arguyó: Aquí me tienes amiga zorra, descansando de otro día agitado, y me alegro que te lleves bien con el hermano oso que te invitó a merendar.

     Le contestó el zorro mientras pensaba en la buena suerte que ésta tenía por la invitación a comer que le había hecho el plantígrado. Para no ser menos y aparentando sentirse bien, le dijo: -Lo que es yo, también me di un gran almuerzo y aquí estoy reposando.

     Y la raposa le contestó: Y yo que lo iba a invitar a terminar de comer los conchitos que quedaron allá, pero usted acaba de almorzar... entonces para otra vez será.

     Claro para otra oportunidad será hermana zorra, porque estoy muy satisfecho. Mientras su estómago reclamaba alimento.

     Pero nuestro amigo zorro estaba intrigado cómo iba la intrusa a sacar las apetitosas uvas que colgaban de las parras. Se sentó en una piedra y se puso a observar lo que haría la astuta.

     Cuando vio que ésta tomó unas piedras, que fue amontonando unas sobre otras, y que le sirvieron de apoyo para encaramarse en ellas, y que luego con un pequeño empinamiento cogía varios racimos de uvas que iba echando en un saco que portaba en una de sus manos, se dio cuenta lo estúpido que él había sido y lo simple que resultaba coger las uvas.

     Cuando se hubo ido la vulpeja cargada de racimos de uvas, el pobre animal lleno de pundonor por su escasa inteligencia, se marchó de allí buscando otros lugares en donde nadie lo conociera para buscar, ahora con más astucia, su alimento. Había aprendido la lección que, con tanta simpleza, le había dado la zorra.

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     A veces la solución la tienes en tus manos, pero no sabes aprovecharla

El canguro tímidoArthur era un joven canguro que vivía junto a su madre en las vastas planicies de Australia.

      Arthur era un joven canguro que vivía junto a su madre en las vastas planicies de Australia.

      El pequeño marsupial era muy tímido, razón por la cual nunca salía de la bolsa de su progenitora.

      Un día, su madre le dijo:

      -Hijo, ya es tiempo que salgas a saltar junto a tus hermanos, eres muy grande y pesas mucho para estar dentro del marsupio y llevarte conmigo.

      El canguro haciendo un gesto de obediencia y con lágrimas en los ojos, salió del dando grandes saltos y fue a esconderse detrás de unos arbustos.

      Luego de unos minutos, se dio cuenta que entre unas ramas lo miraban unos ojillos de cabrito, que carraspeaba para llamar su atención. -Hola pequeño canguro ¿qué haces aquí escondido? ¿Temes algo?

      Arthur un poco confundido al ver el chivito, que asomaba sólo parte de su cara, le contestó:

      -Lo que pasa es que soy muy tímido, y por primera vez salgo de la bolsa de mi madre.

      El cabrito se empezó a reír levemente para luego hacerlo a carcajadas.

      -¡Te estás burlando de mí! -exclamó Arthur un poco enfadado.

      -No, no me estoy burlando, hermano canguro, si no de mí.

      Y el caprino saliendo de entre los matorrales, mostró su pelada cabeza, sin cuernos.

      -¡Mira, no tengo cuernos! ¡Soy el hazmerreír de los animales y por eso me escondo entre los arbustos!

      El pequeño marsupial al ver al chivo sin sus cuernos, sintió vergüenza por sí mismo, ya que el cabrío tenía un gran problema, y él era sano, grande y robusto y se dio cuenta que su timidez era una tontería. Desde ese día, los dos animales se hicieron grandes amigos.

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Los conejos alegadoresCorría el conejo Alejo por unas matas escapando de unos perros de caza. En su loca carrera, de una madriguera se le une otro conejo llamado Arturo, que le dice:

      -Te acompaño hermano para distraer a los podencos que te siguen.

      -No son podencos amigo. Son galgos, así que sigue corriendo -le indica Alejo.

      -Te digo que son podencos, yo los conozco muy bien -contesta Arturo.

      Mientras corrían los amigos conejunos discutían la raza de los perros, que casi les daban caza. De pronto, delante de ellos aparece la salvación, una madriguera desocupada. Sin pensarlo dos veces se introducen en ella. Los canes furiosos llegaron hasta la entrada del cubil y mientras descansaban escuchaban los alegatos de los conejos.

      -Te dije Alejo que ellos eran podencos y no galgos -le discutía furioso Arturo.

      Y el conejo Alejo le contradecía acaloradamente.

      Fue tanto lo que alegaron los conejos dentro de la madriguera, que se agarraron en un forcejeo que terminó en la puerta de la cueva. Los perros, que todavía estaban allí y habían escuchado toda la confrontación, se abalanzaron sobre los animales y los cogieron del rabo.

      Los conejillos fueron acorralados por los perros contra un árbol, mientras esperaban la llegada de los conejeros. El conejín Alejo, que era el más ingenioso, empezó a idear una forma de escapar de los canes.

      No había mucho tiempo, ya que los cazadores humanos estaban prontos a llegar, así que con audacia dijo:

      -Señores perros, quiero hacerles una pregunta. Ustedes ¿son galgos?      -Tú... ¿qué crees que somos? -respondió el perrezno.

      En ese momento el conejo Arturo, haciendo caso omiso de su situación, gritó con furia:      -¡Podencos, son podencos!

      Los cánidos, que en realidad no eran de esa raza, empezaron a reírse a toda boca. A tal punto se rieron que despertaron a unos osos que dormían plácidamente dentro de su cueva a pocos metros de ahí. Los plantígrados salieron furiosos a perseguir a los escandalosos perros, que huyeron despavoridos del lugar.

      Los osos, que ni siquiera se dieron cuenta de la presencia de los conejos, volvieron a su hogar a proseguir su sueño.

      Los conejos, libres ya de los cánidos, se dieron cuenta que por cosas de alegatos insulsos, lo habían pasado muy mal, y que si no hubiera sido por esa eventualidad de los osos, no se hubieran salvado de los cazadores.

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        Hay momentos para analizar, y otros para arrancar.

La tortuga que quería volarLentamente caminaba la tortuga por el frondoso bosque, disfrutando de la naturaleza.

        -Qué hermoso es el cielo y las blancas nubes- decía para sí.

        Se sentó a descansar y se puso a observar el suave y delicado vuelo de un gorrión.

        -¡Cómo me gustaría poder volar como el gorrión, ser libre y no tener que andar con esta

pesada caparazón! -pensó y suspiró.      El ave, que había escuchado el comentario, descendió y se posó al lado de ella.

      -Hola, escuché lo que dijiste y ¿sabes?, a mí me gustaría ser como tú.

      -Pero cómo, si es tan hermoso volar. ¿Por qué quieres ser como yo? -preguntó la tortuga.

      -Porque estoy cansado de estar moviendo mis alas todo el tiempo; sin embargo tú caminas despacito, y si tienes calor o te ataca un enemigo te refugias en el interior de tu caparazón -argumentó el pájaro.

      De pronto fueron interrumpidos por una voz que emanaba de los arbustos.

      -Hola pequeñas criaturas, yo soy el guardián del bosque y he escuchado sus deseos, pues ahora se harán realidad.

      El gorrión quedó con el caparazón de la tortuga y ésta con las alas del ave.

      La tortuga abrió las alas y comenzó a volar; feliz iba por el aire, cuando su vuelo fue interrumpido por una ráfaga de sonidos ensordecedora. Eran unos cazadores que le habían disparado. Muy asustada logró escapar. Se sentía atormentada y quiso descansar en una rama, pero ésta se quebró y la pobre de cabeza cayó.

      El gorrión, por su parte, disfrutaba del verde y fresco pasto, pero después de haber dado algunos pasos sintió un gran dolor en la espalda por el peso del caparazón. Con mucho esfuerzo siguió caminando, pero se tropezó y cayó rodando por un cerro. Al llegar abajo no podía dar un paso, pues estaba mareado de tanto rodar. Después de media hora, quiso comer unas frutas de un arbusto, pero al tratar de alcanzarlas se fue de espalda y ya no se pudo parar. Al día siguiente el guardián del bosque se reunió con los dos y les preguntó si querían seguir con el cambio.

      -¡No! Echo de menos mi caparazón y las alas se le ven mejor al gorrión -exclamó la tortuga.

      -¡Sí, tiene razón! Las alas me quedan mejor a mí y la caparazón se ve muy bien en ella -respondió el gorrión.

      -Cada uno resaltó las virtudes del otro, sin darse cuenta de las virtudes propias. Cada ser es especial y único, porque Dios los creó con su infinito amor -dijo el guardián del bosque.

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      Luego hizo que cada cual volviera a su estado original y ambos marcharon felices porque lograron valorarse a sí mismos.

El viejo, el joven y el burroPor un camino de campo, un viejo y un jovenzuelo llevaban a un burro al veterinario. En el trayecto se encontraron con un campesino que les dijo:

      -¿Cómo es posible que vaya caminando el jovencito, teniendo como movilización al pollino?

      -Tiene razón amigo -reaccionó el anciano.

      Y tomando al nieto por la cintura lo montó sobre el lomo del animal.

      Luego de unas horas, se les apareció una anciana.

      -¡No te da vergüenza muchacho que tu abuelo camine mientras tú cómodamente te acicalas en el burro! -exclamó la señora.

      El mozalbete, lleno de pundonor, se bajó e invitó al veterano a subirse al jumento.

      Habían avanzado bastante por la ruta y el cansancio los maltrataba, cuando de pronto se acerca un leñador que les saluda y comenta:

      -No logro entender algo. Si tú, anciano, vas montado en el burro ¿Por qué dejas que tu nieto camine, en consecuencia que los dos pueden ir sobre el borrico?

      -Es verdad señor, no me había dado cuenta -explicó el vejete.

      Y los dos caminantes prosiguieron camino montando ambos al asno.

      El viaje se hacía agotador, especialmente para el animal que ya no daba más. La tarde se acercaba con prisa y el camino a la clínica veterinaria estaba pronto a terminar. Al llegar a la aldea, un poblador les recrimina:

      -¡Qué abusivos el parcito, al pobre cuadrúpedo lo llevan enfermo al veterinario, y más encima lo montan y maltratan! ¿Cómo es posible tal cosa?

      El anciano y el adolescente se bajaron del rucio, y con mucha vergüenza lo hicieron descansar y beber. Bastante confundidos los andantes, se rascaron la cabeza y luego, con decisión, ataron las cuatro patas del burro y lo cargaron sobre sus hombros.  Cuando llegaron hasta las puertas del hospital de animales, un grupo de personas los recibió con insolentes palabras y burlas.

      -Estos dos son los tontos más grandes que hemos visto, cargan al burro en vez de que éste los cargue -se reían a carcajadas.

      Era tal el alboroto que se produjo, que el borrico se asustó y soltándose de sus amarras salió corriendo dando patadas al por mayor perdiéndose por los potreros colindantes del camino. El viejo y el joven se quedaron mirando sin comprender a la gente y dando media vuelta, emprendieron el camino de regreso a casa.

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      Si le das el gusto a la gente, perderás tus decisiones, tus ilusiones del momento y también al jumento.

La desventura del tiburónNadaba en alta mar un simulado tiburón en busca de su sustento. Había recorrido todos los lugares donde pudiere haber alguna especie que le apeteciese, pero nada, solo hallaba algas y algunos crustáceos muy chicos. Estaba cansado y muy hambriento, así que decidió descansar detrás de una roca. Fue entonces cuando lo vio, un pequeño pez que se veía bastante apetitoso.      -¡Aquí está mi alimento, es poco pero me vendrá bien! -exclamó con alegría.

      Rápidamente hizo un giro y partió en busca del bocado, pero al tratar de engullirlo, éste salió disparado hacia delante como si fuese un pedazo de jabón.      -¡Vaya, me salió escurridiza la presa, pero vamos tras ella!

      Y dando un gran impulso salió nuevamente detrás del pececillo. Cuando lo tuvo a su alcance, éste dando un giro en muchos grados, salió como un relámpago hacia otro lado. Lo siguió persiguiendo, y los movimientos zigzagueantes del pequeño animal acuático lo tenían mareado. Estuvo varios minutos tratando de agarrarlo, pero siempre el pez se le escurría.

      El narigón animal, ya enfadado, se tomó un descanso dentro de una cueva, no quería darse por vencido, y más por su orgullo que había sido herido por tan diminuto pez. Cuando salió de la guarida en busca del pequeñín, se encontró en su camino a un cangrejo que avanzaba por entre los roqueríos, lo observó detenidamente y quiso comérselo, pero éste lo agarró con sus dos tenazas, dejándole la nariz mordida y muy adolorida. Ahora, ni siquiera podía contra el crustáceo.

      Estaba desilusionado, y no encontraba alimento para satisfacer su hambre. De pronto, lo vio otra vez, allí iba el pequeño pez nadando tranquilamente. Como en porfía nadie le gana al escualo, fijó su vista al blanco y aceleró su marcha reiniciando la persecución para atrapar al difícil pez. Cuando lo tuvo a su alcance, de nuevo el pequeño giró escapándose nuevamente. El escualo, en su veloz carrera, siguió de largo sin poder frenar quedando atrapado entre unas algas.

      Trató de zafarse, pero no pudo, se sentía muy cansado y ya no tenía fuerzas para liberarse de las ataduras. Se puso a pedir auxilio, pero nadie lo quiso ayudar, porque los que pasaban por allí alguna vez éste los persiguió y no querían verlo suelto haciendo de las suyas.      -¡Por favor, sáquenme de aquí! -decía lastimeramente.

      En ese momento pasaba por allí el escurridizo pez que éste nunca pudo atrapar. El pequeño escapista, al ver a su perseguidor a muy mal traer, se le acercó y le dijo:      -Te veo muy mal tiburón, y me da pena. Si me prometes no dañar a nadie del mar buscaré ayuda y te liberaremos.      -Te prometo lo que me pidas buen amigo -le juró el marrajo.

      Y el pequeño pez fue en busca de asistencia. En su camino se encontró con una foca a la que le pidió cooperación para liberar al escualo, pero ésta se negó. Lo mismo hizo con el pez martillo que no quiso. Y así, pidió auxilio a muchos animales del mar, pero nadie quiso cooperar. Cuando volvía a donde estaba prisionero el depredador, vio al cangrejo y le solicitó que le ayudara a rescatar al tiburón. Este, que no era rencoroso, y además había dado una lección al narigón con una mordida, fue con el pez a desatar al derrotado animal. Usando sus dos tenazas, el crustáceo fue cortando una a una las lianas que tenían atado al marrajo. Ya libre el escualiforme de la familia

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de los isúridos, juró no atemorizar nunca más a los habitantes del mar. El pececillo escurridizo junto al cangrejo, se hicieron grandes amigos del escualo, quien los protegió de los peligros del océano.

El mapache desatinado        Flavio era un mapache con dotes de artista, trovador y

músico. Siempre se paseaba por el bosque tocando un acordeón. El verano estaba declinando, y ya algunos animales tomaban precauciones para enfrentar el frío

i nvierno, recolectando, almacenando alimentos y reacondicionando sus madrigueras. Flavio, sin embargo, ajeno y despreocupado de todas estas actividades sólo cantaba y tocaba su acordeón.

        Una tarde el conejo Osvaldo le dijo que debería prepararse para el invierno. Flavio totalmente indiferente al consejo de Osvaldo, dijo simplemente:

      -¡Bah! Tengo todo el otoño para recoger comida.

      Llegó el otoño y Flavio seguía dando conciertos por todo el bosque.

      Entonces comenzaron a caer las primeras nevadas, el invierno hacía su aparición adelantándose y tomando a todos por sorpresa, en especial a Flavio.

      Este rápidamente emprendió la tarea de buscar alimento para almacenarlo en su madriguera. Pero ya era demasiado tarde, la nieve lo había cubierto todo. Desesperado comenzó a escarbar entre la nieve, mas todo fue inútil. Comenzó a recorrer el lugar, no encontró bayas ni bellotas ni semillas que le sirvieran de sustento.

      Desesperado y angustiado regresó a su hogar. Pasaron los días y el hambre se agudizaba cada vez más. Vencido por ésta, fue hasta la casa del conejo Osvaldo, quien tenía su madriguera a los pies de un enorme roble.

      El conejo lo recibió y lo albergó en su hogar brindándole los cuidados necesarios. Flavio se dio cuenta de lo desatinado y poco precavido que había sido. El mapache agradecido por la hospitalidad brindada por Osvaldo tocaba su acordeón ofreciendo hermosos conciertos a Osvaldo y a su familia.

      Junto al calor de la chimenea todos pasaron las largas y frías jornadas de invierno.

      Flavio había aprendido la lección, de ahora en adelante alternaría el tiempo de esparcimiento y trabajo, y tomaría todas las precauciones para enfrentar el próximo invierno.

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El duendeUna hermosa mañana la señora duende salió junto a su hijo.

      -Voy a buscar unas ricas frutas para que te alimentes bien y crezcas sano y fuerte -dijo la mamá.

      -¡Sí, mamita, qué rico, me gustan mucho las frutas! -exclamó el pequeñín.

      Así fue como llegaron hasta un enorme manzano. La madre recolectó manzanas y unas deliciosas frambuesas. Ese fue el suculento desayuno que ambos compartieron.

      -Bueno hijo, voy a dejar el almuerzo a tu padre. Si quieres puedes ir a jugar con tus amigos, pero antes de salir, lávate los dientes -propuso la progenitora.

      -Ya se fue mi mamita. Voy a salir a jugar, después me lavo los dientes -pensó el duende.

      Siempre el pequeño dejaba para después el lavado de dientes, pero nunca lo hacía.

      Pasó toda la mañana jugando con sus amigos. De repente sintió dolor en una muela y se fue corriendo a su casa. La sensación molesta cada vez era más intensa, hasta que se hizo insoportable y el niño rompió en llanto.

      -¡Mamita! ¡Mamita!, me duele mucho mi muelita -gritaba.

      -Vamos de inmediato al doctor -dijo la madre.

      Salieron a toda prisa hasta que llegaron al árbol de don Juan, el dentista del bosque.

      -Haber, pequeño, abre la boca -solicitó el odontólogo.

      -Dice que le duele una muela doctor -acotó la madre.

      -Sí, aquí está, tiene una pequeña caries -contestó el facultativo, quien puso una gotita de anestesia para quitarle el dolor, luego limpió la muela y colocó una tapadura.

      -Listo, pequeño, de ahora en adelante debes cuidar tu dentadura, cepíllate después de cada comida -aconsejó el profesional.

      -Sí, desde hoy cuidaré muy bien mi higiene bucal y siempre le haré caso a mi madre

     -respondió el duende más aliviado.

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El aguatero ecológicoNicodemo era un viejo aguatero. Solía llevar al río sus dos burros dotado cada uno de dos barriles, uno por cada lado. Allí llenaba los cuatro recipientes, posteriormente regresaba a la aldea a vender el vital elemento. Cada vez que el viejo aguatero regresaba a la aldea con su valiosa carga, colocaba en primer lugar a su burro llamado Bonifacio y tras él al burro Agripino. El camino que conducía al pueblo era un estrecho sendero.

      Un día cuando regresaban del río, el burro Agripino se percató que de sus dos barriles se escurría el agua en finísimos chorros. Bonifacio también se dio cuenta de la filtración de los barriles, y lanzó unos sonoros

rebuznos. Después de haber cubierto una gran distancia llegaron a la aldea. Cuando el viejo Nicodemo descargó las barricas, el burro Agripino comenzó a rebuznar para llamar la atención de Nicodemo, para que se diera cuenta que las barricas tenían fugas. Sin embargo, éste se mantenía inmutable. Agripino observó que los toneles que había cargado sólo contenían la mitad de agua. Bonifacio se burlaba de su compañero y le hacía ver que él llegaba a la aldea con su carga íntegra.

      Y así transcurrió el tiempo. Agripino se sentía muy frustrado de no llegar con su carga íntegra al pueblo, en cambio Bonifacio se pavoneaba de sus logros.

      Una tarde los dos burros estaban en una colina junto a otros borricos. Agripino era objeto de burlas, ya que todos transportaban agua al pueblo.

      Agripino completamente humillado, estaba por retirarse del grupo, cuando hizo su aparición el búho Tiburcio. Con mucha prestancia se dirigió a los asistentes reunidos.

      -¡Ustedes son unos burros muy necios y ciegos! Se burlan de Agripino, que llega con la mitad del agua al pueblo y el resto la riega por el camino. ¿No saben que el viejo Nicodemo hace esto adrede? Nicodemo ha sembrado a lo largo de todo el sendero semillas.

      El buho Tiburcio alzando el vuelo invitó a los burros a que lo siguieran hasta las cercanías del sendero, se posó sobre un árbol y desde allí indicó a los burros que miraran el camino. Entonces estos vieron el sendero completamente tapizado por ambos lados de hermosas y coloridas flores de distintas variedades.

      ¡Ya ven! -prosiguió el búho. Agripino ha contribuido a hermosear este lugar. Sin saberlo ha hecho la labor de regadío de todo el sendero. Nicodemo y Agripino han abastecido a la aldea de agua y al mismo tiempo han realizado una hermosa obra. Ornamentar de hermosas flores los costados del camino.

      Desde ese día el burro Agripino se sintió muy orgulloso de su labor. Ya no era objeto de burlas, al contrario ahora respetaban y admiraban su hermosa tarea: la de regar las hermosas flores que el viejo Nicodemo había plantado en los costados del camino.

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El hámster que quiso ser libre      Bango, era un hámster que había adoptado una familia que amaba a las mascotas. Lo tenían en una jaula que tenía una rueda para que éste hiciera sus ejercicios nocturnos. En la casa, también vivía un gato llamado Perugia, que no miraba con buenos ojos al pequeño animalito, porque lo confundía con un ratón y estaba desconcertado. La tercera

mascota, era un perro llamado Bernardo, que era el guardián de la casa.

      Cuando llegaba la noche y todos se iban a dormir, el gato salía a dar sus rondas a los tejados, el hámster a hacer gimnasia en la jaula, y el can a cuidar la casa de sus amos. A medianoche Perugia regresaba a su hogar y se echaba a dormir en un sofá cerca de la pajarera en donde vivía Bango. Un amanecer, cuando llegaba el felino a reponer fuerzas, después de una agitada noche de aventuras en los techos de las casas del barrio, se le acercó al pequeño roedor y le preguntó:      -¡Oye tú! ¿Quién eres? Pareces una rata, pero te falta la cola, eso me tiene confundido.      -No soy rata amigo, soy hámster y vengo de Europa oriental -le dijo éste, con orgullo.

      El micho, después de esa respuesta, lo miró desdeñosamente y se fue a dormir. Pasaron días y la rutina se hacía presente cada atardecer, y los dos moradores nocturnos se sentían aburridos. Una noche cuando el morrongo se aprestaba a salir a la calle, el hámster lo llamó:      -¡Oye gatito, ayúdame a abrir la puerta de mi prisión y te acompañaré a donde vayas!      -No sería mala idea pequeño, tú me caes bien y como no eres rata no te comeré.      Dicho y hecho, el gato con sus afiladas uñas descerrajó la puerta y sacó a Bango de la gayola y se fueron a la calle.

      El minino y el hámster, sin darse cuenta, se adentraron en un callejón sin salida, donde vivían los gatos más callejeros y hambrientos del lugar. Al encontrarse, éstos se abalanzaron sobre los dos intrusos, dándole una paliza al pobre minino que lo hizo huir despavorido hasta la solitaria calle. Al pobre Bango lo atraparon entre sus zarpas sujetándolo para que no escapara.      -¡Miren lo que tenemos! ¡Comida! -exclamaron los michinos.

      Los malvados animales se disputaban al hámster para hacer de él la cena. Unos a otros se lo quitaban lanzándolo por los aires como pelota. Después de tanto arrebatárselo, lo encerraron dentro de una caja de zapatos para decidir qué harían con él. Mientras tanto, Perugia había escapado con varios chichones en el cuerpo en busca de Bernardo, para que rescataran a Bango.

      Bernardo, al enterarse de lo sucedido, partió corriendo con Perugia hasta donde tenían atrapado al hámster. Después de husmear la guarida de los gatos raptores, Bernardo planeó una treta que nunca falla. Fue a la pescadería a conseguir algunos pescados que tenían desechados, y los echó dentro de un saco y volvió hasta donde estaban escondidos los felinos.      -¡Ustedes los gatos! Quiero hacer un trato para que suelten al hámster -les dijo resueltamente el perro. Los destartalados gatunos salieron del escondrijo y le preguntaron al can:      -¿Qué trato quieres hacer perro?      -Dejen al roedor libre y les entregaré un saco de pescados que alcanzará para todos, en cambio el pequeño animalito no será suficiente para todos -murmuró el canino.      -¡Trato hecho! -arguyeron los morrongos callejeros.

      Liberaron a Bango y Bernardo les dio el costal de pescados, que cogieron ansiosos los hambrientos felinos. Cumplido el trato, los tres amigos regresaron a casa, todavía con mucho susto. El hámster aprendió que el lugar más seguro para vivir era su propia jaula, donde siempre

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tendría comida, abrigo, protección y amistad. Se comprometieron a nunca más aburrirse y protegerse mutuamente.

      La seguridad de tu casa no se aprecia, hasta cuando sales de ella.

El niño interesado      Alejandro saltaba en su cama y lanzaba las almohadas. Desde las alturas de su habitación divisó a unos niños que jugaban en al parque.

      -Iré a ver a qué juegan, parece que se divierten- pensó Alejandro, bajo rápidamente y corriendo llegó hasta donde se entretenían los pequeños. Estos se sorprendieron al verlo llegar.

      -¡Hola amigos! ¿A qué juegan? -preguntó Alejandro.      -A quién lanza su gorro más alto -respondió María.

      -Qué divertido, y ¿quién ganó? -preguntó Alejandro.      -Nadie, porque mi gorro se enredó allá arriba en esa rama -exclamó triste Loreto.      -Pero tú lo puedes sacar, porque eres más grande -argumentó Juanito.      -¡Sí!, yo puedo sacarlo, pero tienen que darme algo a cambio -acotó Alejandro.      -¿Pero qué puedo darte? -preguntó Loreto.      -Regálame tu helado y te saco el gorro -propuso Alejandro.      Así lo hicieron, Alejandro sacó el gorro y Loreto se vio obligada a darle su barquillo.

      Alejandro se alejó dejando atrás a los tres. Siguió caminando por el parque hasta llegar donde se encontraba un abuelito.      -Hola señor, ¿cómo le va? ¿Qué está haciendo? -interrogó el niño.      -Estoy descansando. Quería compra el diario, pero el vendedor va muy lejos -explicó el anciano.      -Yo puedo alcanzarlo fácilmente, pero usted deberá darme algo a cambio -acotó muy interesado Alejandro.      -Pero, ¿qué te puedo dar? -preguntó el abuelo.      -Trescientos pesos -respondió el niño.

      Así lo hicieron, alcanzó al vendedor y el anciano se vio obligado a regalarle los trescientos pesos. Alejandro hacía esto con todas las personas, a todos les cobraba por prestarle su ayuda, a nadie le hacía un favor desinteresado.

      Un día, en que Alejandro se deslizaba en su patineta, se resbaló y cayó violentamente. Trató de pararse pero fue peor, cada vez le dolía más.

      Los niños que pasaban por el lugar se acercaron al escuchar los gritos de Alejandro. Entre todos lo ayudaron a pararse y lo fueron a dejar hasta su casa.      -Quiero pedirles un favor ¿Me pueden ir a buscar mi casaca y mi patineta? -solicitó Alejandro.      -No es necesario, don José los trae -respondió Loreto.

      Don José era el anciano que frecuentaba el parque.      -Gracias ¿Cómo se lo puedo pagar? -preguntó Alejandro.      -Con nada, cuando uno hace un favor lo hace de buena voluntad y sin esperar nada a cambio      -concluyó el abuelito.

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      Cada vez que ayudamos a los demás nos enriquecemos como personas.

El hombre honrado      Don Ruperto había caminado todo el día con su raro vehículo tratando de afilar algún cuchillo o tijera. No le había ido bien, y poco dinero llevaba a su casa en donde lo esperaban su mujer e hijos. A cada rato llevaba su flauta de pan (zampoña) a la boca anunciando su pasada por las calles del pueblo. ¡Tuuuu, tuuuuu! Tocaba con energía.

      Al cruzar un pequeño puente, hecho de tablas retorcidas, la vieja rueda del vehículo tropezó abruptamente y se fue de bruces junto con el instrumento

que lo anunciaba por las calles. Este se cayó en la acequia de agua fangosa. Don Ruperto se levantó a duras penas, se sentó en una piedra junto al canal y pensaba cómo sacar su flauta de pan.

      Primero intentó con un palito, pero fracasó, luego puso un tronco atravesado sobre la zanja y se encaramó sobre éste y... ¡Plum! Se precipitó al fango de donde salió embarrado y sin conseguir sacar nada.

      Llegó el atardecer y don Ruperto estaba desesperado. Tenía que llegar pronto a su casa porque el camino no tenía iluminación y se podría perder en la oscuridad. De repente, se le apareció un ángel con apariencia de hombre harapiento, que le dijo:

      -Te he estado observando y veo que no puedes sacar tu zampoña, yo te ayudaré amigo.      Metiéndose en el canal encontró un instrumento de oro y se lo pasó a don Ruperto.      -Toma buen hombre.      -No, ése no es -le dijo don Ruperto y se lo devolvió.

      El mendigo nuevamente se introdujo al canal, y ahora salió con uno de plata.

      -No, tampoco ése es mío.

      El ángel disfrazado se sumergió en el barro y sacó otro.

      -¡Esa es mi flauta de pan!      -exclamó con mucha alegría y la guardó.

      Don Ruperto, agradeció al buen hombre:

      -Nunca olvidaré tu ayuda amigo mío, algún día te devolveré el favor.

      Y el humilde personaje le contestó:

      -Eres una persona de bien y muy honrado, podrías haber tomado la zampoña de oro aduciendo que era tuya, y sin embargo no lo hiciste, eso habla por sí solo de ti. En honor a tu honradez, te regalaré los dos instrumentos, el de oro y el de plata.

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      Y antes que don Ruperto pestañeara dos veces, el harapiento desapareció ante sus ojos.      La honradez es una virtud ineludible.

El perro menospreciadoTerry era un común y silvestre perro que vivía con sus amos en una granja.

      Terry era un común y silvestre perro que vivía con sus amos en una granja. En ésta había muchos animales, como vacas, cerdos, ovejas, caballos, etc, además de otros canes. Estos eran de fina raza: labradores, ovejeros y perdigueros.

      Terry era menospreciado por sus congéneres, quienes lo califican de vulgar. El pobre perro era objeto de burlas y humillaciones, por lo que pasaba la mayor parte del día arrinconado junto a la puerta del granero. Sus dueños y los demás habitantes de la granja también lo subestimaban, ya que éste no tenía una buena apariencia. En algunas ocasiones acompañaba a los pastores que llevaban los rebaños de ovejas a pastar o a beber a los abrevaderos. Pero siempre era correteado por los demás perros, quienes se sentían con más derecho a ayudar a los pastores.

      El pobre Terry se frustraba cada día más.

      Una hermosa noche de otoño, bajo la plateada luz de la luna llena, dormitaba Terry junto a la puerta del granero. Un ligero chasquido lo despertó, alzó sus orejas y escuchó con mucha atención. El ruido provenía del corral de las ovejas. Se levantó con mucha cautela, sigilosa y silenciosamente se acercó hasta el corral. Entonces los vio, eran dos enormes lobos que se estaban introduciendo en el corral de las ovejas. Terry sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre las fieras y se armó un feroz combate.

      Por todo aquel griterío, en que se escuchaban ladridos, gruñidos y balidos, salieron los dueños de la granja iluminando el lugar con potentes linternas. Alcanzaron a llegar al corral sólo para ver cómo el perro iniciaba la persecución de los lobos, que habían emprendido la fuga. Los propietarios llamaron al fiel animal, y éste regresó de inmediato. Herido, pero con su dignidad en alto, Terry se acercó a sus amos y éstos se dieron cuenta de todo lo que había sucedido.

      A pesar de no ser un perro de fina raza, era muy valiente y noble. El fiel animal fue curado de sus heridas y desde aquella noche Terry se ganó el cariño y respeto de los habitantes de la granja.

      Todos aprendieron la lección que no debemos juzgar y valorar a los demás por las apariencias

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Los niños traviesosDaniel, Reinaldo y Gastón eran tres amigos que se divertían sacando frutas de la quinta de don Pedro, un anciano que las cosechaba. Con la intención de ganarse su confianza, los tres amigos visitaban y le regalaban al campesino algunos cachivaches que buscaban en la casa abandonada de la abuela de Daniel. Allí había de todo, lámparas, catres de bronce, libros antiguos y otras cosas que la abuela guardaba celosamente. Con los regalos don Pedro, en agradecimiento, les invitaba a su quinta de árboles frutales para que se divirtieran con la

variedad de plantas que poseía y, de paso, aprendieran a conocerlas. Además, los autorizaba a sacar algunas manzanas, pero Daniel y sus amigos siempre engañaban a don Pedro, pues solían echar en un saco, que escondían entre sus ropas, mucha más fruta de la permitida.

      Así pasó el tiempo, y los tres amigos traviesos seguían haciendo cosas indebidas con el solo afán de entretenerse y matar el tiempo.

      Un día que el granjero regresó al granero por haber olvidado la horqueta, divisó a lo lejos a los pequeños amigos en una actitud sospechosa, se sintió intrigado y los siguió para ver qué hacían. Se escondió detrás de un gran nogal y los observó furtivamente. Su sorpresa no fue nada de grata al ver a los pilluelos sacar un saco de entre sus ropas para luego llenarlo de frutas que cortaban de los árboles. Cuando el costal estuvo repleto, lo amarraron y con la ayuda de una escalera, lo tiraron para el otro lado de la muralla que colindaba con un potrero abandonado.

      El campesino, después de ver lo que hacían, regresó rápidamente a su casa para esperarlos. Cuando los niños llegaron a ésta, lo saludaron y le mostraron que cada uno se llevaba una manzana. Inmediatamente se despidieron del anciano como buenos amigos. Luego, ya afuera de la casa, fueron en busca del saco con frutas que los esperaba al otro lado del muro. Abrieron éste y empezaron a sacar las frutas y se las comieron hasta hartarse y con lo que quedaba, jugaban a tirárselas como proyectiles.

      Don Pedro se sintió engañado por la actitud de los pequeños, y dolido por la destrucción de sus frutas. Entonces decidió darles una lección. Al otro día, cuando los niños volvieron con un recipiente de greda para regalárselo a don Pedro, éste les dijo:      -Queridos amigos, hoy quiero acompañarlos a la quinta para que disfrutemos los cuatro. Llevaremos esta escalera que ocuparemos a su debido tiempo.

      Los tres amigos se miraron maliciosamente, y de malas ganas aceptaron ir con el anciano. Cuando llegaron a un ciruelo muy alto, rodeado por un pozo lleno de sanguijuelas, don Pedro les dijo:      -Niños les quiero pedir un favor. Quiero que se suban al árbol y me saquen tres ciruelas, las más grandes, para secarlas y tenerlas como amuletos de la buena suerte. Y colocando la escalera afirmada en el tronco del ciruelo les instó a subir. Los chiquillos encontraron divertida la idea de subirse al árbol, y accedieron gustosamente. Estando los tres niños arriba del ciruelo, el viejo sacó la escalera y les dijo:      -¡Pequeños, quiero que ahora me digan por qué sacan las frutas sin mi consentimiento, siendo yo tan bueno con ustedes!

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      Los niños al principio se sorprendieron, y luego al verse descubiertos, reconocieron su delito y le pidieron disculpas al campesino. El campesino se compadeció de los tres niños y les puso la escalera para que bajaran. Cuando los tuvo frente suyo, les aconsejó y perdonó de corazón.

      Desde ese día los niños aprendieron que lo mejor es ser honrado y respetuoso con el prójimo y consigo mismo.

La coneja engreída      En un frondoso bosque, vivía una coqueta y orgullosa coneja, llamada Orejitas. Ella acostumbraba caminar sola por el bosque, no le agradaba que nadie la acompañara en sus paseos diarios, decía que era muy hermosa e inteligente y que no había nadie que se le igualara.

      Su abuelito, que tenía muchos años, la aconsejaba y le decía: "querida nieta, no debes mirar en menos a los demás, todos somos iguales y debemos respetarnos, debemos compartir y ayudarnos entre todos".

      Pero Orejitas le respondía lo mismo: "mira abuelo, yo no necesito ayuda de nadie y si tengo algún problema yo sola lo resuelvo. ¡Adiós! me voy a pasear".

      Así, sin hacer caso a su abuelo, salió a caminar.

      En el camino se encontró con don Cerdito que la saludó amablemente, pero ella le hizo un desprecio y siguió su camino; más allá se encontró con don Pato que le dijo: "Hola Orejitas, ¿cómo estás?". Ella siguió caminando como si no hubiera escuchado. Más adelante cuando pasaba frente de la casa de la señora Osa, sintió hambre y se comió las flores del jardín y siguió caminando hasta llegar a la orilla del río.

      En ese lugar se encontraba don Elefante y don Topo que trabajaban arduamente.

      -¿Qué están haciendo?- preguntó Orejitas.

      -Estamos construyendo un puente- respondió don Elefante. ¿Nos ayudas?

      -No, prefiero jugar- respondió Orejitas, y se alejó del lugar.

      Se puso a jugar con una fruta que colgaba de una rama, pero estaba muy alta para ella y al empinarse para sacarla se fue de espaldas y cayó dentro de un hoyo. Quiso salir, pero no pudo, quiso gritar para pedir ayuda, pero su orgullo se lo impidió, siguió luchando para salir del hoyo pero no lo conseguía. Las horas pasaron hasta que se hizo de noche, fue entonces cuando recordó las palabras de su abuelo, la invadió el miedo y se puso a llorar y a gritar.

      -¡Auxilio, ayuda, por favor!-, gritaba mientras lloraba. Fue entonces cuando llegaron en su ayuda su abuelo, don Cerdo, don Pato, Doña Osa, don Topo y don Elefante, puesto que todos los animales estaban preocupados por ella.

      Cuando la sacaron del hoyo, abrazó a su abuelo y le pidió disculpas, también les pidió disculpas a todos los amigos.

      Fue así, como Orejitas aprendió a respetar y valorar a los demás

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El hechiceroEl hechicero del bosque, era malvado y de muy mal genio. Acostumbraba burlarse y molestar a todos los habitantes del bosque, pero lo que más disfrutaba era hacer pasar malos ratos a los enanitos que allí moraban. Cierto día, mientras los enanitos cruzaban el puente para trabajar en la mina, apareció el hechicero.

      -¡Ja, ja, ja! Hola mis queridos amiguitos, ¿qué les parece si jugamos a las bromas?- exclamó el brujo.

      -¡Corran, huyan, que no nos atrape!- gritó uno de los enanitos.

      Pero no alcanzaron. El brujo alzó su bastón mágico y lanzó un hechizo. Al instante, todos los enanos fueron a dar de cabeza al estero. Como el agua estaba muy helada les llegaban a castañetear los dientes de frío.      -¡Adiós, disfruten el baño!- dijo el malvado hechicero alejándose con enormes carcajadas.

      Como todo debe continuar, los enanitos llegaron hasta su casa, se secaron, comieron, cantaron, hicieron sus oraciones de la noche y descansaron. Al día siguiente, se levantaron temprano, desayunaron y partieron al trabajo. Uno de ellos estornudaba, pues se agarró un fuerte resfrío con la mojada del día anterior. Caminaban en fila. El que encabezaba la línea, el más alto y con mejor vista, miraba para todos lados para sorprender al brujo y esconderse de él. Sin embargo, todo fue en vano.     -¡Ah, se querían escapar de mí, pequeñitos! Les aseguro que esta vez no los voy a mandar al agua. Jugaremos a otra cosa más divertida- argumentó el hechicero. Apuntó el báculo hacia el más pequeñín y lo lanzó por el aire dejándolo colgado en una rama del árbol más alto del bosque.      -¡Ja, ja, ja! ¡Qué fruta más linda!- exclamó el brujo.

      Felizmente los enanitos lograron bajar a su hermano desde las alturas sin ningún rasguño, sólo tembloroso por el susto. Todos los días era lo mismo. Los enanitos, a pesar de que tenían mucha paciencia, estaban aburridos de las pesadas jugarretas que les hacía el hechicero.

      Al otro día, los sorprendió en medio del bosque.     -Ahora con mi báculo mágico los convertiré en...- No alcanzó a terminar la frase el brujo, porque cuando extendió su bastón para lanzar el hechizo, un mono que colgaba de una rama se lo quitó y trepó por los árboles más altos del lugar.

      Y como era lógico, el brujo al perder su báculo mágico perdió también todas sus mágicas fuerzas, al punto que se sintió débil y se desmayó. Los enanos le dieron a beber un poco de agua. Al despertar, el brujo les dijo:     - Por favor recuperen mi báculo, sin él no puedo mantenerme en pie, no me puedo mover y cada vez pierdo más fuerzas- relató el brujo con una voz muy débil que apenas se oía.      -¿Si te devolvemos el báculo, prometes no molestarnos más?, preguntó el más pequeño.

      El brujo estaba tan débil que sólo pudo hacer un gesto de afirmación con la cabeza. El enanito sacó de su morral un grande, oloroso y hermoso plátano. Se lo mostró al mono y al momento que el macaco se acercó a coger la fruta, soltó el báculo. Rápidamente el enanito lo tomó y se lo pasó

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confiado al brujo. Apenas lo tuvo en su poder, el brujo recuperó instantáneamente sus fuerzas y el color le volvió a las mejillas. Su primer impulso fue volver a reírse de los enanos y jugarles una broma pesada, sin embargo se acordó de lo que les había prometido y comprendió que existía un poder más grande que el de él, que era el poder del amor. Y los enanitos se lo habían demostrado prácticamente, pues lo tenían de manera auténtica en sus corazones.

El oso y el niño      En un lejano bosque, vivía una mujer con su pequeño hijo de seis años. Su esposo se había ido a trabajar a un pueblo al otro lado del monte y regresaba a visitarlos con muy poca frecuencia. Tenían un perro que cuidaba la casa y jugaba con el niño. Eran muy felices porque vivían rodeados de flores, plantas y animales que habitaban el lugar.

      Pero tenían un problema que perturbaba esa tranquilidad, el oso travieso que vivía en una cueva al pie del monte. Este dormía todo el invierno, pero cuando llegaba la primavera despertaba y

salía a buscar alimento sembrando la intranquilidad y la desazón de los habitantes del lugar.      Un día que el niño salió a buscar a su perro que se había perdido, se encontró con el plantígrado que se alzó en dos patas y gruñendo trató de agarrarlo para darle un gran susto.

      El niño, con temerario valor, le dijo:      - ¡Detente oso! ¡No me asustes, soy un pobre niño indefenso y no puedo defenderme de tus garras y gran fuerza!

      El oso cesó de gruñir y tranquilizándose lo olisqueó y se puso en cuatro patas agachando la cabeza. El pequeño se le acercó y con su mano acarició el lomo de la bestia, la que increíblemente aceptó el gesto.

      Estuvieron largo rato mirándose, el niño con cariño, y el oso con humildad y sosiego.

      El niño, nuevamente le habló:      - Mi madre y todos los habitantes del bosque te temen por tus desagradables travesuras, porque tú eres bromista y causas el temor en todos nosotros. ¿Por qué?

      Y el oso le contestó:      - Ustedes los humanos tienen una voluntad antojadiza, nos tratan bien cuando somos bebés o estamos encerrados en un zoológico, y en otras ocasiones, cuando somos libres, nos persiguen y maltratan. Eso es lo que no entiendo de ustedes. Una vez un cazador me persiguió y me disparó con un arma de fogueo y me asustó mucho. Cuando se me pasó el susto, sentí malestar y encono contra el hombre, y desde entonces hago bromas de mal gusto a los habitantes del bosque.      - Pero no todos los humanos son como el cazador furtivo, también hay hombres buenos que no merecen tu trato, dijo el niño.

      Y el oso le respondió:      - Sí, tienes razón, porque tú me estás entregando cariño y amistad, y seguramente hay muchos hombres como tú, con el corazón bueno.

      Cuando la madre encontró al pequeño, vio una escena que la llenó de amor: Su hijo al lado del oso, y ambos juntos bajo la sombra de un árbol en plácida armonía.

      Después de este encuentro decidieron volver a casa. El oso volvió a su cueva con el corazón

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gozoso por haber hecho la paz con el humano, y el niño porque había entendido la aptitud bromista del plantígrado.

      En el trayecto encontraron al perro sano y salvo, y todos juntos volvieron al hogar muy contentos por lo acontecido.

      Y colorín colorado, este cuento del oso ha terminado.

Flavio y MatíasFlavio y Matías se encontraban a bordo de una canoa remando por las tranquilas aguas de un lago. Ambos amigos se dirigían a un recodo de la laguna, donde la pesca era abundante. Llevaban a bordo de la embarcación sus equipos para este propósito. Al llegar se llevaron una gran sorpresa. Allí estaba posado un hidroavión cisterna, conocido con el nombre de Canso. Los dos amigos enfilaron la embarcación hacía el avión. Con ansiedad llegaron junto a la nave, ésta era enorme. De pronto escucharon una voz, ambos miraron la cabina.

      -¡Hola amigos! -desde una de las ventanillas se asomaba uno de los pilotos- ¿Qué tal amigos?      -volvió a saludar el piloto.      -¡Hola! -contestaron al unísono ambos amigos.

      Con mucha curiosidad preguntaron por qué estaban allí. El piloto les explicó que hacían unas pequeñas reparaciones de emergencia, pero ya habían terminado. Los niños fascinados, porque nunca habían visto un avión de tan cerca, tocaron su fuselaje.      -¿Quieren conocer bien la aeronave? -preguntó el piloto. -¡Vamos! Suban.      -¡Sí! -contestaron ambos.

      Flavio y Matías se acercaron a la puerta. El copiloto les abrió y ambos niños subieron a bordo. Sin embargo, Flavio se preocupó por la canoa. -No se preocupen, no hay viento ni corriente, seguro que no se moverá de su lugar -les aseguró el copiloto. Este los llevó hasta la cabina. Los niños estaban muy emocionados al ver el tablero de mandos. El piloto les preguntó a los niños si habían viajado alguna vez en avión. Ambos movieron negativamente la cabeza.      -Pues bien -dijo el piloto- esta vez darán un pequeño paseo. Acomódense en esos asientos laterales.

      Piloto y copiloto se ubicaron en sus puestos de mando e hicieron todas las maniobras para despegar. Encendieron los motores, las hélices comenzaron a girar lentamente, de pronto giraron a gran velocidad con un estruendoso ruido. El avión comenzó a desplazarse por las tranquilas aguas, y gradualmente fue cobrando velocidad hasta elevarse y ganar altura. Los niños estaban maravillados. De pronto por la radio recibieron la orden de ir a combatir un foco de incendio.      -¡Tendremos que cargar agua! -dijo el piloto.

      El avión hizo un circuito sobre el lago y comenzó a descender cuando la nave tocó la superficie del agua. El piloto conectó las bombas y el Canso comenzó a succionar agua, los motores rugían a toda potencia. Una vez llenado los estanques se elevó nuevamente, dirigiéndose al lugar amagado. Al llegar a la zona amenazada por el fuego, el avión realizó un amplio viraje e inició el descenso. El Canso se aproximó al centro del incendio, rozando las copas de los árboles.      -¡Cuidado con los remolinos de fuego! -advirtió el copiloto.      -¡Y con las mangas de viento! -repuso el piloto.

      Al llegar al centro del siniestro el avión lanzó toda su carga. El fuego se extinguió completamente. La nave se alejó del lugar con dirección al lago. Al aproximarse a la superficie del

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agua al avión redujo la velocidad y acuatizó surcando lentamente las tranquilas aguas y detuvo los motores junto a la canoa.      -¡Terminó el viaje amiguitos! -les dijo el piloto a los niños. Piloto y copiloto ayudaron a los niños a descender del avión y embarcarse en la canoa.

      Los dos aviadores les estrecharon las manos y cerraron la puerta de la nave. Los motores rugieron nuevamente, y el Canso se elevó ganando rápidamente altura. Ambos amigos se quedaron observando la aeronave hasta que éste se perdió en el horizonte. Había sido una experiencia maravillosa.

El seudo sabioUn día cualquiera, en el bosque en una tarde de primavera, los enanitos compartían, trabajaban y jugaban. Todos eran muy amables y respetuosos unos de otros.      -Buenas tardes don Rodrigo -saludó un enanito a otro que pasaba muy elegante por el camino.      -Buenas tardes caballero -respondió cordialmente, quitándose el sombrero.

      Una enanita, que caminaba con un canasto en el brazo, llegó hasta el lugar en que estaban los dos hombrecitos.      -Buenas tardes señores, ¿cómo están? -exclamó la mujercita.

      Los dos enanitos respondieron a un tiempo "muy bien, gracias" y comenzaron a conversar muy animados. Estaban en lo mejor, cuando pasó el señor Valentín con un libro bajo el brazo. Los tres amigos saludaron amablemente. El señor Valentín, sin tomarlos en cuenta, pasó como si nadie le hubiera hablado.      -Oiga, señor, que mal educado es usted -dijo la enanita.      -Sí, usted es un señor sin respeto -refunfuñó un enano.      -Tal vez está sordo y no escuchó cuando lo saludamos      -comentó el tercer enano.      -No, no estoy sordo, señor     -respondió el don Valentín.      -¿Entonces por qué no saluda? -preguntó la enanita.      -Porque yo soy un enano "sabio" y no puedo perder mi tiempo hablando con ustedes. Tengo que leer este libro, así que ¡Adiós! -respondió apresuradamente el enano Valentín.      -Oiga, ¿cómo puede decir que es sabio? ¿No se da cuenta de su ignorancia? -preguntó Rodrigo.      -¿Cómo se te ocurre tratarme de ignorante? Para que ustedes se enteren, me codeo con gente inteligente, sabia, con grandes literatos, sabios eruditos, tengo una biblioteca enorme, he leído miles de libros, tengo cientos de diplomas -exclamó don Valentín.      -Pero si usted es tan sabio como dice, deberá demostrarlo     -replicó un enano.      -¿Y cómo quieres que se los demuestre?, ¿te muestro todos los libros y todos mis diplomas? -preguntó el señor Valentín, seriamente.      -No, no queremos que muestre sus libros ni sus diplomas, sólo queremos que nos muestre su educación. Si usted es sabio tiene que demostrarlo cada día, siendo amable, dándonos el saludo, respetándonos, así como nosotros lo respetamos a usted -respondieron a coro los tres amigos.

      Don Valentín se quedó en silencio un buen rato pensando, hasta que sacó la voz.      -Tienen toda la razón. Me he dado cuenta que la sabiduría está en el respeto a los demás      -reconoció don Valentín

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Aventura en el campoLeopoldo y Peterkin, dos ratones jóvenes, eran muy buenos amigos. Al llegar el verano, decidieron salir de paseo al campo. Prepararon sus cosas el día antes con mucho entusiasmo. Peterkin echó dentro de su mochila provisiones y algunos huevos de gallina. Leopoldo se encargó de llevar una pequeña carpa y sacos para dormir.

      Al día siguiente emprendieron el viaje. Después de haber caminado varias horas por aquel paraje campestre muy soleado, decidieron descansar un poco bajo la

sombra de un árbol, sin preocuparse por nada ni poner atención a los posibles peligros del lugar donde se encontraban.

      Cuando reanudaron la caminata, una gran sorpresa se llevaron; un gato de campo se les apareció dispuesto a atacarlos. Ambos caminantes se sorprendieron tanto que no atinaron a arrancar juntos. Leopoldo como un rayo se subió a la rama más alta de un árbol y su amigo se quedó enredado en una rama. Peterkin, al verse atrapado, decidió en segundos hacerse el muerto para tratar de engañar al felino, y quizás de este modo, éste no se lo comería.

      El gato, que estaba muy hambriento, se acercó pausadamente hasta donde estaba el ratón, lo olisqueó durante un tiempo y para sí exclamó:

      -¡Este roedor parece un ratón muerto! ¡Qué asco, sí hasta huele mal!

      Y el gato se alejó malhumorado por no haber conseguido alimentarse.

      ¿Qué había pasado? ¿Por qué el gato se alejó sin lastimar al roedor?

      El felino creyó que el ratoncillo realmente estaba muerto y por lo tanto hedía, y no se dio cuenta que el mal olor era el alimento que éste llevaba en su mochila. Los huevos estaban descompuestos por la acción del calor.

      Mientras tanto, Leopoldo bajó de la rama del árbol y se acercó a su compañero. Después de desenredarlo de la rama, le dijo:

      -¡No sabes cuánto me alegro que sigas vivo! Esta ha sido una gran suerte, pero no debimos despreocuparnos del entorno. Debemos seguir muy atentos a los peligros del camino.

      -Sí -contestó Peterkin, aún asustado- los huevos nos salvaron y la próxima vez quizás no tengamos tanta suerte. Aprendamos de esta experiencia y sigamos más concentrados y poniendo atención a cualquier suceso o ruido extraño.

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      Y ambos amigos continuaron su aventura en el campo, pero ahora con más precaución

El cuervo engañador      Había una vez un cuervo glotón que con nada se satisfacía. Siempre vaciaba la despensa de la casa en donde convivía con sus familiares y compañeros. Estos, cansados de su glotonería, decidieron esconderle los alimentos y sólo darle lo justo y necesario en las horas indicadas.

      La negra ave, al verse privada de comer a cada rato, decidió pedir maliciosamente, asilo a las palomas.       Ideó una manera singular para engañarlas: se pintó las plumas de color blanco y se hizo la muda para que no reconocieran su voz, y de esa forma hacerse pasar por

otra de la especie. Las palomas, ingenuamente, la aceptaron en el palomar.

      Pasó el tiempo, y el pícaro pájaro comía las veces que se le antojaba. Estaba tremendo de gordo y se sentía muy feliz, ya que nadie le decía nada por su bulimia.

      Pero un día, que estaba rebosante de alegría por el banquete que se había comido, no pudo evitar entonar una canción delante de las palomas. Estas, al escucharlo, se dieron cuenta que no era mudo y además que era un cuervo. Lo arrojaron del palomar por haberlas engañado.

      Sin tener dónde ir, la desencantada ave volvió a su refugio, pero sus compañeros, al verlo con sus plumas blancas, no lo reconocieron y lo echaron de su lado por intruso.

      Solo y derrotado, se fue a una laguna a sacarse la pintura blanca. Luego se presentó donde vivían sus hermanos para pedirles que lo admitieran, y les contó cómo engañó a las palomas. Prometió nunca más ser tan glotón ni menos engañar al prójimo. Fue aceptado nuevamente en el refugio de los cuervos, porque éstos vieron su arrepentimiento y honestidad al contar la verdad

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La muñeca estropeadaAraceli era una niña muy regalona y mimada por sus padres, siempre la complacían en todos sus gustos y caprichos. Tenía una gran cantidad de juguetes y entre ellos una variedad de muñecas. Era víspera de Navidad y sus padres estaban armando el árbolito, mientras ella jugaba con sus muñecas. De pronto se lamentó porque a una de sus muñecas se le rompió un brazo.      -Esta muñeca ya no sirve ¡tiene un brazo roto! -se quejaba Araceli.

      La niña se encaminó hacia el tacho de la basura ubicado en la cocina y tiro allí su juguete. Su padre se acercó a ella y con cariño le dijo:      -Hija mía, esta muñeca se puede reparar, ya verás que quedará como nueva.      -¡No! -gritó Araceli- ya no la quiero.

      Su padre tomó el juguete estropeado y lo guardó con la intención de repararlo más tarde.

      Esa noche Araceli se fue temprano a la cama. Estaba ansiosa por la llegada del otro día, y buscar bajo el árbolito la muñeca nueva que le había pedido al Viejito Pascuero. Sus padres le dieron el beso de buenas noches. La niña en un instante se quedó dormida. Entonces se vio rodeada de sus muñecas y sus otros juguetes. Con espanto se dio cuenta que su estatura se había reducido y ahora era similar a sus juguetes. Estos comenzaron a moverse y se aproximaron a ella. Atónita escuchó que le hablaban.      -No te asustes -le dijo una de sus muñecas- no te haremos daño, pero escucha con atención, ¿cómo te sentirías si tus padres te abandonaran porque te haz roto un brazo?

      Entonces Araceli vio la muñeca con el brazo roto, ésta se acercó a la niña y con una vocecita quebrantada por la pena, le preguntó:      -¿Por qué me abandonaste?

      Todos los juguetes con los ojos humedecidos por la tristeza le dijeron:      -No seas cruel ni indiferente con nosotros, te hemos brindado momentos de alegría y entretenimiento y, sin embargo, actúas con ingratitud.

      Araceli se dio cuenta de lo indiferente e ingrata que había sido con sus juguetes. Inclinó la cabeza y les pidió perdón. Al otro día despertó muy temprano y recordó el sueño. Rápidamente bajó de la cama y se fue al living. Bajo el árbol encontró su regalo y sobre la caja estaba sentada la muñeca a la cual se le había estropeado el brazo, su padre la había reparado durante la noche. Araceli la tomó con mucha delicadeza y comenzó a acariciarla y le dijo con ternura:      -Ya nunca te abandonaré.

      Con mucha alegría y ansiedad abrió su regalo. Era una hermosa muñeca.

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      Con ambas en sus brazos reflexionó:

      -Desde ahora todas tienen el mismo valor para mí.      Desde aquel día Araceli aprendió a cuidar y valorar sus juguetes.

El espíritu navideño      El gigante caminaba con tranco fuerte y pesado. El bosque parecía temblar con cada paso del enorme personaje. La Navidad estaba cerca y el alma del gigante estaba llena de buenos sentimientos.      -¡Uf!, tengo hambre, mi estómago está vacío -decía mientras caminaba- iré en busca de un delicioso bocado.

      Los enanitos, felices adornaban el pino más grande del bosque. Ellos respetaban y querían mucho al gigante, pues él siempre había sido bondadoso y amable con todos.

      Tras haber consumido una gran cantidad de frutas y agua, el gigante bostezó profundamente y se retiró satisfecho a reposar y a preparar los adornos para Navidad.

      Caminaba despreocupo a su casa cuando dio un paso mayor para pasar sobre una roca. Cuando iba a colocar su pie en el suelo, se percató que un enanito dormía plácidamente una siesta. Para no pisarlo saltó hacia un lado, pero al caer se daño la pierna derecha. El sueño del pequeño era tan profundo que no se dio cuenta de nada.

      Como pudo, el gigante llegó a su casa. A la mañana siguiente no podía caminar, pues le dolía mucho su pierna hinchada. Pasaron dos días, y los enanos comenzaron a echar de menos al gigante amable.      -¿Papá, no has visto al señor gigante? -preguntó un enanito.      -No, no lo he visto -respondió el papá enano.      -Es extraño, yo tampoco lo he visto -acotó la mamá enana.      -A lo mejor está adornando su casa para Navidad -exclamó el abuelo.      -¡Vamos a visitarlo! -propuso el papá.

      Así, todos los enanos se dirigieron hacia la casa del gigante.      -Buenos días, señor gigante ¿Qué le sucede? -preguntó el abuelo.      -Buenos días amiguitos, estoy enfermo de mi pierna, no puedo salir a alimentarme y tampoco puedo adornar mi casa para recibir la Navidad -respondió el gigante.      -No te preocupes, nosotros te traeremos alimentos y adornaremos tu casa -dijo el papá enano.

      Lo hicieron así. El abuelo llevó nueces, el papá zanahorias, el hijo manzanas y la mamá pan. Pero todo era insuficiente, pues el estómago del gigante era enorme y él seguía con hambre. Entonces, al abuelo se le ocurrió una idea.      -Avisaremos a nuestra aldea y a todas las aldeas vecinas      -exclamó con mucho ánimo el anciano.

      Todos entusiasmados, envueltos por el espíritu navideño, comenzaron a aportar. Un poquito se juntó con otro, ese poquito con otro y así sucesivamente hasta formar un verdadero cerro de alimento. La comida le hizo tan bien al gigante que se recuperó pronto y quedó en condiciones de recolectar él mismo su alimento y hacer los preparativos para Navidad, que llegaba dentro de una

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semana. Emocionado el gigante agradeció a todos los enanos la gentileza y solidaridad y les dijo sentirse muy feliz de tener amigos como ellos. Además que el ya había recibido por anticipado el mejor regalo de Navidad.      -¿Cuál es? -preguntó un pequeño.      -La bondad y el amor que ustedes me han brindado -acotó el gigante con su espíritu regocijado.

El pato enamoradoEl ánade Volpato tenía muchas cualidades que lo hacían sentirse feliz. Volaba como una luz hasta las nubes y bajaba como una bala a la tierra, nadie lo hacía mejor que él. Se alimentaba con lombrices y migas de pan que encontraba en el parque, y bebía el agua de la pileta de la plaza del pueblo. Su vista era fabulosa para buscar bajo el agua alguna delicia marina y oteaba desde las alturas alguna fruta silvestre. Pero un día algo desconocido se introdujo en su corazón que lo inquietó y preocupó. Todo esto ocurrió una mañana de primavera cuando estaba nadando en el estanque y vio a una cisne

de cuello negro que descansaba en el lecho del lago.

      No pudo su boca silenciarse al contemplar la hermosa ave, que lo miraba con indiferente encanto:      -¿Quién eres tú que antes no te había visto? -le dijo con el corazón acelerado de amor.

      La cisne, haciéndose como que no lo escuchaba se volteó al otro lado del estanque y dándose un chapuzón, se introdujo al fondo de la piscina. Luego emergiendo del agua le dijo al osado forastero:      -Yo soy una cisne que viene de muy lejos y busco a un amigo de mi especie, pero tú no eres cisne.      -No..., soy un pato, pero muy distinguido y quiero ser tu amigo. Pídeme lo que quieras y te lo daré.

      Y la hermosa cisne le sugirió:      -Pues bien, te pediré algo que me hará feliz, y si me lo traes, seré tu amiga. Debes volar hasta lo más alto del cielo y traerme un pedazo de nubes con forma de algodón.

      El ánade voló muy alto en busca del encargo, pero mientras más se elevaba, más se esfumaba aquella nube que veía cerca. Tanto se elevó, que llegó al cielo y allí vio a un ángel blanco que lo detuvo y le preguntó:      -¿Qué buscas hermano pato por estos lugares?      -Vine volando hasta donde estaban las nubes con forma de algodón, pero cuando creí tomar un pedazo para llevársela a mi amada, se me esfumó como humo -le dijo el ave.

      Y el ángel replicó:      -Lo que tú buscas no te lo podrás llevar, porque las nubes son agua evaporada que no se pueden coger. Debes volver a la tierra, buscar rosas blancas y llevárselas a la que quieres conquistar. El ánade, haciéndole caso al ángel, fue donde vivía el rosal, y le pidió lo que deseaba, y éste generosamente le regaló un hermoso ramo de rosas blancas. 

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Volando rápidamente, volvió con el ramo al estanque. Allí se encontró con que su amada, que él tanto quería, estaba acompañada por otro cisne macho que la galanteaba con mucho garbo, y lo peor era que ella le correspondía. Volpato, con el corazón lastimado, al contemplar a la pareja que se acurrucaba, voló hasta el cielo, y desde allí con llanto en sus ojos, deshojó los pétalos de las rosas blancas y de a uno los tiró hasta cubrir el cielo totalmente con un manto blanco y que luego se transformaron en copos de nieve que cayeron en la pradera cubriéndolo todo. Al llegar la primavera, el ánade vuelve al estanque todos los años, y lleva en su pico un pétalo de rosa que deja caer al agua, como símbolo del amor que sintió por la cisne de cuello negro que no le

correspondió.

Leontino, el león valienteLa manada de leones descansa bajo un árbol en la sabana africana. El sol abrasador sofoca a los animales y los hace huir al río en busca de agua. El rey león Leafar observa preocupado a Tina, la felina que está pronta a dar a luz. Las otras leonas están atentas a cualquier llamado de la futura madre.

      En el atardecer, Tina produce el milagro de la vida: tres cachorros llegan al mundo, dos hembras y un macho, éste último más pequeño que sus hermanas.

      La manada celebra el nacimiento con un suculento alimento de carne que las leonas habían cazado el día anterior. Todo es felicidad en la familia felina. El rey Leafar, orgulloso mira a sus hijos y los lame con amor.

      Pasó el tiempo, los pequeños Leontino, Adila y Maru, que así los llamaron, han crecido hasta llegar a la juventud. Todavía son traviesos y desordenados. Juegan a cazar algunos lagartos y otros reptiles que corretean por entre las rocas. Mamá leona le da especial atención a Leontino y lo mima más que a las hembras, ¿será porque éste es más pequeño y frágil? Ni ella misma lo sabe.

      El padre león mira con natural celo y preocupación a su hijo Leontino, y le comenta a la leona madre:      -¡Tina, nuestro hijo ya está grande y debiera emprender su propio camino! ¡Lo veo muy apegado a ti e indefenso!      -Sí esposo mío, sí me doy cuenta, y eso me preocupa, porque ya es hora de que parta en busca de su propia manada -le respondió Tina.

      Mientras tanto, los tres hermanos, ajenos a este dilema, salieron a explorar la parte norte de la sabana en donde moran las hienas, enemigas naturales de los felinos. A poco de andar en el territorio de las fieras, se dieron cuenta que eran acechados, así que caminaron cautelosos para emprender la retirada de tan peligroso lugar. De pronto se vieron rodeados por varias hienas que se les acercaron amenazantes.      -¿No son los hijos del rey Leafar estos jóvenes? -dijeron al unísono las carroñeras.

      Nuestros amigos felinos muy asustados no atinaban si salir corriendo o luchar contra tan feroces mamíferos. Fue entonces cuando Leontino agarró fuerzas e hinchando su pecho sacó un rugido tan feroz que las hienas salieron corriendo desesperadamente hasta sus escondrijos.

      Se habían salvado, comentaban las asustadas leonas, y eso había sido obra de la valentía de su hermano Leontino que ya se había convertido en un gran león.

      Cuando volvieron a casa, las leonas contaron a sus padres lo sucedido en las tierras de las

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hienas. Ese día se celebró el accionar de Leontino, quien fue homenajeado con el mejor trozo de carne que la manada poseía.

      Al día siguiente, el joven león comprendió que ya no podría seguir viviendo en la manada porque se había convertido en un fuerte y valiente león. Entonces decidió emprender el camino a otras tierras para buscar su pareja y formar su propia familia. Deseaba ser como su padre, un sabio rey de su propia manada.

El oso Robustiano      Robustiano era un enorme oso de muy malas pulgas, totalmente territorial, que no permitía que alguien se aventurara por sus dominios. Tan sabido por los animales del bosque era el mal carácter de Robustiano, que ninguno de ellos osaba penetrar en su territorio.

      Un día el conejo Bertoldo tuvo la mala idea de ingresar en el terreno del temible plantígrado. Bertoldo comenzó a recoger del suelo unas deliciosas bayas, cuando de pronto escuchó el crujir de unos arbustos. Entonces de súbito e impetuosamente hizo su aparición

el irritado oso. El conejo rápidamente emprendió la fuga y echó a correr a más no poder. Aterrado el conejo veía cómo el furioso animal iba acortando la distancia. Entonces el orejudo animalito se metió por un estrecho sendero, y al llegar a un claro del bosque se encontró de lleno con un pantano. Con un rápido y ágil brinco giró hacia el margen de la ciénaga. El oso que venía lanzado no pudo frenar a tiempo, y cayó en medio del pantanal. Lleno de pavor comenzó a hundirse. Bertoldo al ver al enorme animal en tan complicada situación corrió a alertar a los habitantes del bosque.

      Apresuradamente estos llegaron a la orilla del pantano. Había entre ellos conejos, ratones, ciervos, zorros, etc.

      Sorprendidos veían cómo el oso comenzaba a hundirse en el fango. El loro Cayetano, volando alrededor del infortunado animal gritaba: ¡El oso Robustiano al pantano a caído!, ¡el oso robustiano al pantano a caído! Los animales hicieron una asamblea para analizar la situación. Después de debatir un rato, llegaron al acuerdo de sacar de la ciénaga al gran animal.

      Comisionaron al loro Cayetano para que diera aviso a los burros salvajes y que vinieran lo más rápido posible. Sin tardanza llegaron y rápidamente improvisaron unas lianas a modo de sogas, y no sin mucha dificultad sacaron al enorme plantígrado. Este al ver el bondadoso y noble gesto de parte de aquellos a quien él perseguía, se sintió muy arrepentido de su comportamiento.

      Emocionado y lleno de gratitud, Robustiano juró que desde aquel dia jamás perseguiría a los animalitos del bosque, había aprendido la lección que en la vida debemos ser generosos y bondadosos con quienes nos rodean.

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El mono embusteroCierto día, en que las hermanas cerditas disfrutaban de las deliciosas frutas del territorio del señor oso, fueron interrumpidas abruptamente.      -¡Alto, cerditas! ¡Fuera de aquí! Esas frutas me pertenecen -grito furioso el mono, y les arrebató las frutas en forma violenta.

      Cuando disponía a comerlas apareció el señor oso.

      -Oye, no seas abusivo, devuélvele la comida a estas pequeñas y vete de aquí. No me gusta que en mi territorio se cometan abusos. Puedes volver cuando quieras, pero con buenos modales -advirtió con firmeza el plantígrado. Así, el mono se alejó muy enojado por el llamado de atención. En su camino se encontró con el señor pato y su familia.      -¡Buenos días, señor pato! ¿Adónde se dirige? -preguntó el simio.      -Buenos días, señor mono, nos dirigimos a las tierras del señor oso- respondió el papá pato.      -¡No! Por el bien de usted y el de su familia no haga semejante cosa. Yo vengo de ese lugar, el oso es un ser malvado- dijo muy alterado el mono.      -¿Pero qué le sucedió?

      -Resulta que dos porcinas comían frutas, cuando de repente llegó el señor oso, quien les arrebató violentamente la comida y con sus garras las lanzó lejos. Yo no soporté ver tal abuso y le dije: "Señor oso, por qué abusa de estas indefensas criaturas, déjelas en paz". El oso estiró su garra y me atrapó, luego me lanzó por los aires y me advirtió que no volviera nunca más -relató el mentiroso. Los patos abrieron unos enormes ojos y se alejaron del lugar.

      El mono siguió su camino y se encontró con el conejo y el alce, y les contó la misma historia con más dramatismo. Luego se encontró con el puercoespín, el gato y la jirafa, pero ahora le agregó más violencia. Así se propagó por todo el bosque la gran mentira del mono. Todos los animales tenían miedo y evitaban el territorio del oso.

      Pero el gran problema que tenían era que para ir a beber al río debían pasar por tierra osuna. Los animales se reunieron para tratar de resolver el problema.      -Debemos ir a conversar con él -dijo el pato.      -Expulsémoslo del bosque por su mal comportamiento -exclamó furioso el mono.      -¡No! Yo apoyo al señor pato. Debemos dialogar con él y luego tomar una decisión -sugirió el pato.      ¡Sí, sí, sí! Gritaron todos y se dirigieron en busca del gran animal.

      Cuando llegaron, las hermanas cerditas se alimentaban y jugaban felices.      -¿Pero cómo es posible si el mono dijo que el oso las había maltratado? -preguntó el ave.      -También sugirió que el oso era malvado, que le había quitado las frutas, y ahora estamos viendo cómo comparten el alimento -comentó el puercoespín.

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      El plantígrado se percató de la presencia de los animales. Les dio la bienvenida y amablemente los invitó a compartir las deliciosas frutas que se encontraban a su alrededor. Don oso y las puerquitas les contaron la verdadera historia. Entonces al que debemos expulsar es al mono -exclamó el conejo.

      El mono comenzó a correr para escapar, pero no lo logró, el oso lo atrapó y lo puso en medio de todos los animales.      -No lo debemos expulsar, démosle otra oportunidad -sugirió el bondadoso gran animal.      -¿Por qué me quieres dar otra chance si yo te hice tanto daño? -preguntó el mono.      -Porque ahora puedes hacer el bien y no provocar más enredos con tus mentiras -respondió el

oso. Y el mono prometió ser amigo de todos y  nunca más calumniar a nadie

La astucia del conejoEl señor zorro, flamante músico, hacía varios días que no probaba bocado y buscaba furtivamente alguna presa. De pronto, divisó a poca distancia a un despistado conejo que venía saltando y bailando por el sendero. Rápidamente, el hambriento artista se deshizo de su mochila dejándola en el suelo, se abalanzó sobre el roedor y lo atrapó entre sus garras.

      El conejo al verse perdido, ideó con mucha rapidez la posibilidad de librarse del temible depredador.

      -¡Señor zorro, sé que voy a morir, y como me he dado cuenta que usted es un excelente músico, quiero que me haga un gran favor! -le dijo con resignación.

      -¿Qué quieres conejo? ¡Habla luego, mira que tengo mucho apetito!

      -¡Quiero que usted toque con su violín una hermosa melodía para tranquilizar mi alma! -le pidió con mucha tranquilidad.

      -Bueno, qué tanto me va a costar -le respondió el susodicho.

      Y dejando al conejo atado a un árbol, el señor zorro tomó su violín y empezó a tocar con suavidad. Pero el conejo le exigía que tocase más fuerte. En vista de la petición de un condenado, el zorro aumento el sonido más y más.

      A pocas cuadras de allí, dormitaba en su guarida un gran oso pardo que despertó con el ruido. De mal humor, salió corriendo hasta donde venía la música y sorprendió al señor zorro ensimismado tocando. Este, al ver al tremendo grandulón, huyó hasta la espesura del bosque.

      El plantígrado desató al orejudo y lo dejó marcharse por el sendero.

      El conejo llegó a su guarida todavía asustado de la que se había escapado, y pensaba que era bueno reflexionar antes de ponerse a gritar.

      "El peligro es controlable, cuando lo enfrentas con inteligencia".

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El genio y el pescadorHace mucho tiempo, en un lejano pueblo de humildes pescadores, vivía en una barca abandonada un joven e inexperto pescador, que apenas lograba pescar uno que otro pez para sobrevivir. Su rutina alimenticia, que era una vez al día, lo tenía harto, y lo único que deseaba en su vida, era encontrar una gran cantidad de peces para venderlos en el pueblo y de esa forma comprar alimentos diferentes, que no fuesen sólo pescados.

      Un día que volvía en su barca, encontró una botella que empezó a patear hasta que llegó a su casa. Cuando se agachó para cogerla y lanzarla lejos, escuchó una voz que le decía:      -¡Sácame de aquí! ¡Por favor aquí dentro de la botella, sácame!

      Al observarla de cerca, se dio cuenta que al interior del frasco, había un diminuto hombrecillo que agitaba sus brazos y gritaba. El pescador un poco confundido, cogió el corcho que tapaba la botella y la destapó. De inmediato, del fondo salió el pequeñísimo hombre que lo quedó mirando con respeto y agradecimiento y le dijo:      -Yo soy un genio. Un malvado brujo envidioso, que tenía más poder que yo, me metió aquí porque yo ayudaba a los desposeídos, y él no pudo soportar que hiciera el bien a los demás y me condenó a vivir en este encierro.

      El hombre, atónito, lo escuchaba atentamente. Y el genio, prosiguió:      -¡A partir de ahora, tú eres mi amo y te concederé tres deseos que traduciré en lo que me pidas! El pescador lo primero que le pidió fue un mar lleno de peces, para pescarlos y cumplir su sueño de ir al pueblo, venderlos y comprar sus provisiones.

      Y así se cumplió su primera petición. Satisfecho y agradecido del genio fue a darle las gracias.      -¡Estás satisfecho buen hombre! -le exclamó el duendecillo- ahora puedes pedirme el segundo deseo. Y el pescador indicó:      -Quiero un bosque lleno de árboles frutales, para que todos los habitantes de este lugar tengan hartas frutas para alimentarse mejor.

      El segundo deseo se cumplió, y todas las personas del pueblo comieron muchas frutas y se dedicaron a cultivarlas. El genio, entonces se le apareció al buen hombre y le expresó:      -¡Realmente me sorprendes amo! Te concederé el último deseo, pero quiero que sea para tu beneficio, por lo tanto pídeme riquezas y te las concederé sin límite.      Y el pescador agregó:      -Nunca en mi vida he sido tan feliz como ahora genio, porque he visto que la gente del pueblo ya no tiene necesidades económicas, ya que ahora tienen una fuente de trabajo que les da la cosecha de frutas. Y prosiguió:

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      -Ahora te pido mi último deseo, y es que derrames sobre toda la humanidad, amor, tolerancia y comprensión.

      De la misma forma como se habían cumplido los dos deseos anteriores del pescador, éste también se cumplió, y las personas del mundo vivieron muy felices. Al día siguiente, cuando el pescador despertó en su lecho de la barca, sintió que su vida había cambiado, su ánimo fue positivo y percibió la felicidad plena, y que todo había sido un hermoso sueño. En la tarde, cuando volvió a su hogar, con su acostumbrado pescado, se dio cuenta que al costado de su lecho había un cofre abierto y lleno de monedas de oro. Sin comprender lo que había sucedido, miró al cielo y dio las gracias, porque nunca pudo entender qué había pasado. Y el pescador vivió con sus riquezas muchos años más y siempre ayudando a los más desposeídos.

Las apariencias engañanCantando feliz caminaba una pequeña tortuga. Iba a recolectar frutas como acostumbraba hacerlo todos los días.

      -Estas se ven maduritas, deben estar deliciosas -dijo la tortuga.

      Mientras las estaba saboreando, pasó velozmente un cervatillo.

      -¡Hola tortuguita! ¿Cómo estás? -la saludo.      -Bien, gracias ciervo. ¿Dónde vas tan apurado? -preguntó la tortuga.      -Voy a jugar con mis amigos, el cerdo y el gato. Tenemos una competencia. ¡Adiós! -se despidió apresurado el ciervo.      -¡Espera, espera! Yo también quiero jugar con ustedes -gritó la tortuga.

      La pequeña salió caminando lentamente tras el ciervo, hasta alcanzarlo, pero llegó muy agotada. El ciervo hacía rato que estaba reunido con el cerdo y el gato.      -¡Hola! Yo también quiero jugar -dijo la tortuga un tanto agotada.

      Los tres amigos rieron a carcajadas. La tortuga no entendía por qué se burlaban de ella.      -¿Qué sucede? ¿Dije algo gracioso? -preguntó la tortuga.      -No puedes jugar con nosotros -dijo el cerdo riendo.      -Nosotros te superamos en todo, no hay nada que tú hagas mejor que nosotros -indicó el cervatillo.      -Eres muy lenta, tendríamos que esperarte a cada rato -agregó el gato. Y nuevamente rieron burlonamente.

      Los tres amigos comenzaron a jugar. Corrían y saltaban de un lado para otro, mientras la tortuga, sola en un rincón, miraba sin poder participar de los juegos.      -Juguemos a quién salta al otro lado del río -propuso el ciervo.      -¡Ya, qué buena idea! -dijeron el cerdo y el gato a coro.

      El primero en saltar fue el ciervo, que llegó al otro lado sin ningún problema. Luego se lanzó el cerdo.      -¡Ahí voy! -gritó el chancho, y saltó hasta la otra orilla.

      Le tocaba el turno al felino, que le tenía miedo al agua. Tomó impulso, dudó un momento, y luego saltó, pero no alcanzó a llegar a la otra orilla y cayó a las torrentosas aguas.

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      -¡Auxilio, auxilio! Ayúdenme amigos -gritaba desesperado.      -Yo no sé nadar, no puedo ayudarte -explicó el puerco.      -Yo tampoco, me ahogaría -se excusaba el ciervo.      -Pero yo sí -comentó la tortuga, y se lanzó al río, nadando con gran agilidad hasta que alcanzó al gato y lo transportó hasta la orilla sobre su lomo.

      -Ya estás a salvo gatito -dijo la tortuga, dejándolo en tierra firme.      -Brrr, gracias... Miaaauuu... qué frío -se quejaba el gato, que no podía dejar de tiritar.

      Los tres animales habían quedado asombrados de la agilidad de la tortuga en el agua.      -Ya ven, se burlaban de mi lentitud, y ustedes tan grandes y no saben nadar -les arguyó la tortuga. Los tres amigos le pidieron disculpas y también le solicitaron que les enseñara a nadar. Desde ese día, los cuatro amigos juegan todas las tardes y se entretienen mucho

Ladronicio, el mapacheLadronicio era un mapache oportunista y aprovechador, que tenía la mala costumbre de meter su mano en escondrijo que hallaba a su paso, para sacar los alimentos de las despensas de otros animales y comérselos. Robaba todo lo que recolectaban los animales del bosque. Con un saco al hombro, recorría los troncos de los árboles, aprovechando que sus moradores no estaban, para sacar frutas secas y otros comestibles. Se subía a los nidos de

los pájaros para sacar los huevos, y también robaba la miel de los colmenares.

      Cuando los animales del bosque volvían a sus hogares, después de un agotador y largo día de trabajo, se daban cuenta que sus alimentos ya no estaban.

      El bosque, tranquilo y armonioso, había perdido esa paz que lo caracterizaba. Sus habitantes se volvieron inquietos y nerviosos.

      Cansados de los robos, los animales se reunieron para tratar el problema que los afectaba.

      -¡Alguno de nosotros se está robando nuestra mercancía! -dijo la liebre.      -¡Yo no he sido! -dijo la ardilla.      -¡Tampoco yo! -arguyó el zorro.      -¡Menos yo! -habló el erizo.

      Todos los animales alborotados se defendían de ser los posibles ladrones, y casi se armó una pelea de proporciones.

      -¡Alto, alto hermanos animales! -ordenó el oso pardo.      -¡Nombremos un guardián y así sabremos quién es el ladronzuelo!

      Después de un largo debate, decidieron que el guardián sería el conejo, quien tenía una visión perfecta por comer tantas zanahorias.

      Al día siguiente, el conejo se escondió detrás de unos matorrales, donde se veían casi todas las guaridas del bosque, para averiguar quién era el ladrón. De pronto, éste vio que por detrás de un árbol se apareció el mapache, que con gran sagacidad, arrasó en cosa de minutos con los

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alimentos que encontraba y que echaba al saco con mucha rapidez. Enseguida, haciendo uso de su habilidad, arrancaba con mucha prisa a su guarida.

      Cuando el conejo comunicó quién era el ladronzuelo, la asamblea decidió tenderle una trampa al abusador.

      Al día siguiente, introdujeron al erizo dentro del escondite de la ardilla. Cuando el mapache salió a robar, metió su mano dentro de la pequeña cueva, pero se encontró con las púas de la bola espinosa, produciéndole tanto dolor en su extremidad, que salió corriendo hacia el estanque en donde se zambulló para aliviarse. Los animales acudieron a la laguna y lo sacaron medio ahogado. Este muy avergonzado y arrepentido por sus malas acciones, les prometió nunca más robar sus alimentos, y desde ese día Ladronicio fue un gran colaborador en recolectar los frutos y semillas para sus amigos y para su propia despensa.

      Y el bosque recobró su tranquilidad y armonía, ya que jamás el mapache volvió a delinquir y fue el más honrado de todos los animales del bosque.

El ciervo y el rinoceronteEn la sabana de Africa, vivía un solitario rinoceronte llamado Reinaldo. Se pasaba el día tratando de encontrar algún animal despistado para hacerle alguna broma pesada, ya sea pisándole una pata o tirándole una oreja. Su fama creció entre los animales por su abusivo actuar.

      El león, rey de la selva, estaba enfadado por las quejas que sobre el gran animal, le hacían sus súbditos.      -¡Su majestad, venimos a hacer un reclamo por las bromas de Reinaldo! -le decían los monos.

      Otros pedían audiencia para reclamar, porque éste, la semana pasada, le había golpeado la boca a una hiena y ésta ya no podía reírse.

      El león, después de muchas entrevistas, llamó a todos los animales y les dijo:      -Entregaré mi corona de oro a quien se atreva a darle una lección a Reinaldo para que termine con sus bromas.      -¡Bravo, bravo! -gritaban los habitantes de la selva.

      Y cuando el león preguntó quién se atrevería a desafiar al paquidermo, uno a uno empezaron a retirarse de la reunión aduciendo cualquier argumento que les impediera realizar la misión.

      Sólo quedó uno con el rey, el ciervo, que mirándolo tímidamente aceptó hablar con el gran animal.      -¡Majestad, yo haré que Reinaldo cambie su actitud, y que todo vuelva a su normalidad en este reino! dijo con mucha convicción. Y emprendió el camino en busca del rinoceronte.

      Adentrándose en la sabana, se encontró con el animal que de inmediato trató de hacerle una broma. Sin embargo, el ciervo, con mucha tolerancia y pasividad, detuvo la arremetida del gran animal.  -¡Reinaldo, amigo mío, escúchame y conversemos!  -exclamó con tranquilidad- tu problema es la soledad. Eso te hace actuar con desaciertos. Ven con nosotros los animales, intégrate al grupo y haz lo que tu corazón te dicte, y verás como la vida gira armoniosamente a tu alrededor. Cuando mires con los ojos del amor, entonces comprenderás qué linda es la amistad y la buena convivencia.

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      Y diciendo esto el cervatillo se alejó rápidamente del rinoceronte, quien, al comprender las palabras del rumiante, lo miró con vergüenza y humildad. Luego lo siguió a corta distancia para pedirle perdón por todos los abusos que había cometido con sus hermanos animales. El cervatillo lo instó a unirse al grupo.

      El ciervo reunió a todos los habitantes de la selva, encabezados por el león, para contarles que todo estaba solucionado. Cuando apareció Reinaldo en la asamblea, lo recibieron con grandes aplausos y alegría.

      El león cumplió su promesa y entregó al rumiante la corona de oro y el reinado, que éste devolvió al felino para que siguiera gobernando como un gran rey.      Las palabras adecuadas son más convincentes que la fuerza bruta.

Josué y las dos amigasConstanza y Macarena son dos amigas desde el tiempo del kinder. Ahora, tienen 10 años y cursan quinto año en el mismo colegio.

      Constanza siempre invita a Macarena a su casa a jugar con sus muñecas, claro que hace un tiempo cambiaron las barbies por la computadora y los juegos interactivos; además de

coleccionar stickers y siempre pedir las agendas del año que viene.

      La Maca tiene un conejo llamado Josué. El que cuida mucho, dándole de comer y limpiando su jaula todos los días.

      Un día Constanza invitó a salir a Macarena al parque con sus papás. Esta aceptó de inmediato, previo permiso de sus padres.

      En el lugar, se fueron a jugar con Josué al jardín de las flores. A Macarena se le ocurrió jugar a las mímicas. La primera en empezar fue ella misma que hacía los gestos más extraños y que Constanza tenía que adivinar. El más entusiasta era el conejo que miraba atentamente los movimientos de manos que hacía la Maca.

      Así estuvieron jugando por mucho rato. Cuando se cansaron del juego la Constanza le dijo a su amiga:

      -¡Oye Maca! ¿Dónde está Josué, que no lo veo?

      -¡No lo sé, pensé que tú lo tenías!

      Entonces se dieron cuenta que el animalito no estaba con ellas y empezaron a buscarlo, pero nada. Josué había desaparecido.

      Cuando estuvieron junto a sus papás y les relataron lo sucedido, todos se entristecieron y siguieron buscándolo hasta que se hizo casi de noche. Ya cansados de hurgar en cada rincón que encontraban, se regresaron a casa.

      Cuando fueron a dejar a la Macarena a su hogar, que iba muy apenada por su conejo

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desaparecido, desde el acoplado del auto saltó un bulto envuelto en un chaleco de lana que se metió rápidamente a la casa. El papá de Macarena como pudo logró atrapar a esa cosa que corría tan rápido. Todos se sorprendieron al descubrir dentro del envoltorio a Josué que miraba muy asustado.

      Maca y Constanza se abrazaron felices de ver nuevamente al conejo sano y salvo.

      Y así, estas dos amigas se preocuparon de cuidar mucho más a Josué, el conejo mascota de      ambas.

Los castores menospreciadosHabía una colonia de castores que habitaban junto a un río, que cruzaba una zona boscosa y montañosa. Tenían sus moradas en medio del cauce del río. Estas consistían en verdaderos islotes formados por troncos y ramas de los árboles que aserraban con sus grandes dientes delanteros.

      En ese lugar, además habían construido embalses por medio de diques utilizando para esto los árboles cortados por ellos. Esto reducía el caudal del río en la parte inferior del

bosque.

      Los animales que habitaban esta zona estaban intranquilos porque veían disminuida su ración de agua. Una tarde, el conejo Bertoldo, el ratón Epifanio el búho Evilasio, fueron a la parte alta del bosque en calidad de emisarios. Su misión, conversar con los castores sobre el futuro del río.

      Llegaron a la colonia de los castores y allí conversaron con uno de ellos. El conejo estaba molesto porque no veía utilidad en los diques y creía que el agua se acabaría algún día. El castor trató inútilmente de explicar al conejo las razones del embalse, pero fue en vano. El conejo y sus amigos se retiraron del lugar muy contrariados.

      Transcurrió el tiempo. Una tarde de verano se desató una tormenta eléctrica, un rayo cayó río abajo originando un incendio que comenzó a expandirse rápidamente por el bosque. Pánico general, todos los animalitos comenzaron a huir del fuego. Un grupo de castores vio la columna de humo que se elevaba.

      Los castores intuyeron lo que ocurría. Inmediatamente se lo comunicaron al resto de la colonia. Estos se pusieron a analizar la situación y llegaron a la conclusión que rompiendo los diques y haciendo fluir el agua embalsada se provocaría un aluvión y quizás esto apagaría el incendio.

      La colonia completa comenzó a romper los diques. En esto estaban cuando vieron pasar al oso Ruperto, entonces los castores le solicitaron su ayuda. El oso raudamente puso manos a la obra. Con su enorme fuerza sacó los grandes troncos de los diques. Entonces el embalse se rompió y el agua se precipitó estruendosamente río abajo. El oso Ruperto se subió a un tronco y se puso a practicar surf, algunos castores le imitaron y se fueron por la corriente del río. El agua bajó con gran violencia. La riada llegó al lugar amagado, el fuego no pudo resistir el formidable embate y terminó apagándose. Pasaron los minutos y todo volvió a la normalidad.

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      Los animales de la zona sur agradecieron a los castores, quienes volvieron a construir sus diques con la venia de todos los habitantes del lugar. Estos se dieron cuenta que ningún animal sobra en el bosque y que el agua, en un perfecto equilibrio, alcanza para todos.

El gallito triste      En la granja, todos los animales de corral estaban muy contentos porque habían nacido seis pollitos sanos y fuertes, pero uno no rompía su cascarón. Doña gallina y don gallo se preocuparon por esta situación. De pronto, de un sacudón, salió un pollito un poco debilucho y muy flacuchento. Sus hermanos se rieron del recién nacido, éste se sintió cohibido y se cobijó bajo el ala de su madre. Mamá gallina increpó a los pollitos por recibir de mala forma a su

hermano.

      Pasó el tiempo, el pollo se convirtió en un gallo flaco y débil y sus hermanos se seguían burlando de él.      -¡Miren, ahí viene el enclenque! -decían los más osados.

      Y así fue creciendo el pobre gallo, apocado y tímido. Mamá gallina siempre estaba pendiente de su hijo y pasó a ser su sobreprotegido. Un día, el gallito cansado de las bromas de sus hermanos, salió a caminar por la granja y se alejó bastante, hasta un estanque donde nadaba un pato.

      El ánade, un poco sorprendido al ver al gallo tan maltrecho en su apariencia, lo quedó mirando de entreojo y le dijo:      -¡Hola amigo gallo! ¿Qué hace tan lejos de su hogar?

      El gallito lo miró con un poco de desconfianza y vergüenza, y le contestó:      -¡Salí a caminar un poco para despejar mi mente, porque nadie me quiere y todos se burlan de mí! -y prosiguió- ojalá que usted no se ría de mí.

      El pato, al darse cuenta que el gallo sufría por su aspecto, salió del estanque y le ofreció su amistad. Le dijo que él valía tanto o más que sus hermanos, que el aspecto físico no era lo más importante, y que sólo valía lo que había en el interior.

      Luego, estuvieron juntos y nació entre ambos una gran afinidad. Esa tarde fue muy entretenida, porque el gallito resultó ser muy alegre, lo que nunca antes había demostrado, porque se sentía postergado y humillado. El gallito sintió que las palabras de su amigo pato le habían hecho muy bien, y descubrió que la vida tenía cosas muy hermosas, como la amistad y los sentimientos. Con ese ánimo y renovado en su amor propio, volvió a su casa, en donde sus padres lo estaban esperando.

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      Grande fue la sorpresa para la familia cuando el gallito llegó cantando muy alegre. Sus hermanos un poco sorprendidos, trataron de hacerle una broma, pero el gallito respondió con amor y alegría. La ofensa pasó desapercibida y todos celebraron en armonía.

      Al día siguiente, apareció el pato que fue presentado por el ave a todo su grupo.

      Ahora el gallito pasó a ser el líder de la granja porque demostró ser el más valiente, a pesar de su apariencia débil, cuando tuvo que enfrentar al peuco, que siempre merodeaba por la granja para ver si podía coger algún pollo despreocupado. Y desde ese día, el gallito fue respetado y querido por todos sus hermanos y demás aves del corral.

      La apariencia física puede ser engañosa, porque la fuerza está en el interior de los seres.

La mentira del conejo      Entretenida y feliz jugaba la cerdita, cuando un conejo pequeño y juguetón se le acercó.

      -¡Hola cerdita! ¿Puedo jugar contigo a la pelota? -le dijo el conejo.      -Sí, claro que puedes jugar conmigo, nos divertiremos mucho -respondió la cerdita muy contenta.

      Pero en el preciso momento en que iba a tomar la pelota, se escuchó la voz de mamá chancha.      -Es mi mamá que me llama, se me olvidaba que tenemos que salir -dijo la chanchita.      -¿Me puedes prestar la pelota hasta que vuelvas? -preguntó el conejo.      -Sí, pero debes cuidarla -dijo la cerdita.      -¡Pierde cuidado! La cuidaré como si fuera mía -prometió el veloz animal. Y se quedó jugando solo.      -Haré un gran gol, le pegaré con toda mi fuerza. ¡Allá voy! -dijo, mientras tomaba vuelo hasta darle un enorme puntapié a la pelota.

      Le pegó tan fuerte que el balón voló por el aire, se encumbró más arriba de las enormes copas de los árboles y se perdió en la vegetación. Cuando regresó la cerdita preguntó por su pelota, y el conejo no supo qué responder.      -¿Sabes? Estaba jugando, cuando de repente apareció un monstruo enorme y se llevó la pelota -explicó el orejudo.      -¿Un monstruo aquí en el bosque? -preguntó incrédula la chancha- ¿Y cómo era?      -Enorme, con dos cabezas, una gran cola y muy feo -volvió a mentir.

      La cerdita salió corriendo y le contó a su mamá, la mamá le contó al oso, el oso al caballo, el caballo al ciervo y el ciervo al león. Así, con esa información, todos los animales se reunieron muy asustados.      -Conejo, me dijeron que viste un monstruo ¿cómo era? -preguntó el león.      -Enorme, con cinco cabezas, dos colas, lanzaba fuego y aplastaba los árboles con sus patas -respondió, aumentando su mentira.

      Estaba tratando de convencer a los animales con su historia cuando de repente se sintió un ruido entre los matorrales.      -¡Miren, es mi pelota!      -gritó la cerdita con algo de miedo.

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      Todos los animales tiritaban asustados al ver que los matorrales se movían.      -¡Hola! ¿Por qué me miran así? -preguntó una pequeña tortuga mientras salía de entremedio de los matorrales.      -Es que un monstruo le quitó esa pelota al conejo y pensamos que era él quien venía -contestó el león preocupado.      -¿Pero cómo? Si yo vi cuando el conejo le dio un tremendo puntapié a la pelota, tan fuerte que se fue por los aires más allá de esas copas de los árboles y se perdió en el bosque. Yo justo pasaba por aquí y la fui a buscar hasta que la encontré      -señaló la tortuga.

      El conejo, rojo de vergüenza ante todos los animales, admitió que había mentido y pidió disculpas a todos. Prometió ser más cuidadoso con los juguetes de los demás y que dejaría de

inventar historias y mentiras para justificarse

Emerildo y los animalesEmerildo es un niño de 12 años que tiene varias mascotas: un conejo, un cerdo y un pato. Su tía Luisa se los había regalado en su cumpleaños y desde entonces los había visto crecer y él los amaba con toda su alma.

      Un día que Emerildo salía del colegio, vio a un hombre que tocaba un bombo y entretenía a los transeúntes con sus payasadas, y a un mono que cargaba en sus manos un sombrero que servía para que las personas le echaran algunas monedas, éste le hacía reír con sus movimientos graciosos.

      El niño estuvo largo rato mirando cómo el hombre del bombo, después que su espectáculo había terminado, contaba las monedas y maltrataba con palabras al mico, que sumisamente lo miraba.

      -¡Sal para allá mono pulguiento, anda a buscar más monedas para tu amo! -le decía con desprecio.

      Emerildo no podía entender cómo ese hombre podía maltratar a ese hermoso animal, que era el que atraía a la gente para que lo escucharan tocar el bombo y con ello recibir el dinero que las personas le entregaban al gracioso animalito.

      El niño se fue a su casa muy apenado por el maltrato que recibía el simio. Su mamá se dio cuenta que Emerildo se sentía triste y le preguntó por qué estaba desolado y éste le contó lo que había visto. Su mamá le dijo que le comprara el animalito a su dueño y le entregó unas monedas.

      Al día siguiente Emerildo pasó por el mismo lugar en donde hacía su espectáculo el bombonero, pero éste ya se había marchado. Pasó un tiempo y un día que el niño salió de paseo con sus mascotas a la playa, grande sería su sorpresa al ver al mono que caminaba solo por la orilla. Emerildo con mucha cautela se le acercó, y al darse cuenta que el animal no le temía, lo tomó entre sus brazos y le hizo cariño.

      -¡Qué lindo eres monito! ¿Quieres venir con nosotros?

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      Y el niño y sus mascotas se fueron a su casa con un nuevo amigo que fue bien recibido por los padres.

      Emerildo le pidió a sus progenitores que cobijaran al mico hasta cuando apareciera su amo y lo reclamara. Mientras tanto él lo cuidaría y le daría todo su amor junto a los otros animales.

      Del hombre del bombo jamás se supo. Según decía la gente, había cambiado de rubro y el mono se había extraviado.

      Emerildo estaba feliz, porque se dio cuenta que el hombre del bombo nunca más aparecería para reclamar al monicaco, y él sería su nuevo amo que le daría mucho cariño y bienestar

El sauce ecológico      La primavera estaba en pleno esplendor, los árboles se cubrían de verdor con sus hermosos follajes de vistosas flores. Las mariposas junto con las abejas revoloteaban alrededor de las margaritas y violetas que cubrían los campos. El trinar de diferentes aves se confundía con el chirrido cantar de las cigarras.

      Bajo la sombra de un enorme y añoso sauce estaba Javier, sentado junto a una pequeña laguna. En sus manos sostenía una caña de pescar hecha por él, sólo una lombriz atada a un sedal. A su lado tenía un recipiente de plástico lleno de salmones y truchas que nadaban en el reducido receptáculo. En esto estaba Javier, atrapando los pequeños peces e introduciéndolos en el recipiente con agua, cuando de pronto percibió que el sauce que lo cubría con su sombra comenzó a vibrar. Puso atención y escuchó atónito una especie de susurro, al momento en que el árbol movía sus ramas. Paralizado por el terror vio como del tronco del sauce se abrían unos enormes ojos que lo miraban fijamente y llenos de ira.

      Una boca y nariz se materializaron también. El niño no daba crédito a lo que veía, el viejo sauce adquiría expresiones casi humanas.

      Entonces el árbol habló:

      -¿Qué haces niño insensato, maltratando así al medio natural que te rodea? ¿No sabes acaso el mal que estás haciendo? Al atrapar a esos pequeños peces rompes el ciclo natural de vida de éstos, ya que no permites que se desarrollen, vivan y se procreen, causando con ello un desequilibrio ecológico en esta laguna.

      Y el viejo sauce continuó:

      -Al quedar reducido el número de peces, las algas y toda la vegetación que existe bajo el agua comenzará a desarrollarse de manera desmesurada y al cabo del tiempo cubrirán completamente la superficie de la laguna. Las carpas, truchas y salmones se alimentan de algas y vegetación acuática. Los peces son los que mantienen el equilibrio en esta laguna.

      -¿Quién eres? -preguntó aterrado el niño.

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      -Soy Aristóbulo, uno de los tantos guardianes del bosque. Y ahora más vale que devuelvas esos pececitos a la laguna, si no quieres que te convierta en uno de ellos.

      Javier muy asustado tomó rápidamente el frasco con los pececitos y los vertió sobre la superficie de la laguna. Miró nuevamente al viejo árbol mostrando el envase vacío y entonces se dio cuenta que el sauce no tenía ojos ni boca ni nariz. Era un árbol normal.

      Javier pensó:

      -¿Qué pasó? ¿Ha sido todo obra de mi imaginación? En todo caso no seguiré pescando esos pececitos, hay que dejar que se desarrollen y completen su ciclo de vida.

      Javier se incorporó y alegremente se encaminó de regreso a casa.

El cuento de la montaña

Camilo y su padre Antonio son dos personas que aman la naturaleza y siempre están haciendo viajes al bosque, montaña o al cerro más cercano para disfrutar el fin de semana.

      El niño, que es muy responsable, antes de hacer su mochila de excursión, estudia y deja listas las tareas escolares

para la semana siguiente.

     Después, con mucho entusiasmo, ordena su mochila y enseres para ir de excursión con su padre.

      Un día de verano la familia se fue al sur, se adentraron en unos hermosos parajes naturales y escogieron el lugar propicio para instalar la carpa. Padre e hijo salieron a explorar y a maravillarse de la naturaleza chilena que les ofrecía su abundancia de vida. Se detuvieron a descansar en la orilla de un río en donde el paisaje de fondo era una misteriosa montaña rodeada de árboles y vegetación abundante.

      Camilo le dice a su papá que le cuente un cuento, y éste le relata lo siguiente:

      Aquí, en este paraje montañoso, vivía hace mucho años el fantasma de un niño mapuche llamado Lobo Blanco, que deambulaba por el territorio y asustaba a toda persona que pasaba por ahí con sus aullidos de lobo. Dicen que los turistas salían horrorizados de la montaña y que nunca más volvían a ese lugar.

      Antonio proseguía relatando que esto había trascendido hasta el pueblo y que sus habitantes, que eran gentes temerosas, lo habían transformado en una leyenda terrorífica que hizo que los turistas se alejaran para siempre.

      Camilo con un poco de miedo le pregunta a su papá:

      -¡Papi! ¿Y por qué nosotros vinimos hasta acá? ¿Acaso no te da miedo que salga el fantasma del niño indígena?

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      El padre de Camilo se ríe a carcajadas y le responde:

      -Hijo, todo esto es una leyenda, seguramente los primitivos habitantes de estos parajes inventaron este cuento para entretenerse en las noches de luna llena, y con el pasar de los años se transformó en una misteriosa leyenda que asusta a los supersticiosos.

      Camilo ya más tranquilo le dice a su padre que mejor vuelvan al campamento en donde los espera mamá con una rica once comida.

      Y así Camilo aprendió algo nuevo que quedará en su memoria para contarle algún día a      sus hijos.

El duende flojoLas flores inundaban el bosque con su dulce aroma. La brisa hacía danzar la vegetación y el sol acariciaba los suaves pétalos despertándolos a un nuevo día.

      Bajo la sombra de un frondoso roble dormía Román, un pequeño duende. No le gustaba hacer esfuerzos, siempre optaba por lo más fácil.

      -¡Despierta, flojonazo, ya amaneció! -le dijo su hermano Juan, que pasaba por el lugar con una carretilla.      -¡Buenos días! -respondió Román dando un gran bostezo.      -Hoy tenemos que cosechar las manzanas que están en la loma -dijo el hermano, frenando su carretilla.      -Sí, tienes razón, pero ¿me podrías llevar en tu carretilla? Estoy muy cansado -dijo Román.      -¡Está bien, flojonazo! -respondió su hermano.

      Román se subió en la carretilla y siguió durmiendo, mientras su hermano lo conducía hasta las manzanas. Al llegar se encontraron con más duendes. Un viejo duende era el encargado de repartir las manzanas, la misma cantidad para cada uno.      -Esa es tu parte Juan -dijo el anciano.

      Juan rápidamente llenó su carretilla y regresó a su casa.      -Esas que están ahí son tuyas, Román -dijo el veterano.      -Pero ¿no podrían ir a dejármelas a mi casa? No tengo carretilla -argumentó Román dando un bostezo.      -¡Tú mismo llévalas, flojo! Yo te presto mi carretilla, ya la desocupé -exclamó el anciano, con voz gruesa.

      Román, con mucha pereza, llenó la carretilla.       -Oiga, don Ruperto, ¿me lleva la carretilla? Es que me siento cansado -dijo Román.      -Está bien, la llevo hasta el aromo, pero con una condición, que me des cinco manzanas -solicitó don Ruperto.

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      Román estuvo de acuerdo y don Ruperto llevó la carretilla hasta el aromo.

      Luego le pidió ayuda a la señora María, a la que también le pagó con la carga. Después a don José, pero a éste tuvo que darle más que a los otros. Así fue solicitando ayuda a quien se encontraba en el camino, hasta que llegó a casa.      -¡Por fin he llegado! Ahora a disfrutar de un delicioso postre -se dijo para sí.

      Pero cuando quiso saborear las frutas sólo encontró hojas, bajó la cabeza y se puso muy triste.      -No te preocupes, flojonazo, aún quedan manzanas, pero debes traerlas tú mismo -dijo el anciano, quien lo había seguido todo el camino.

      Román se lo agradeció, dejó la flojera de lado, tomó la carretilla, partió corriendo y trajo una nueva cantidad.

      Así, con esfuerzo y trabajo, pudo disfrutar las deliciosas frutas

La treta del gato de campoEn la parcela de don Juan, vivía un gato llamado Firulays, que lo tenían para que cazara las ratas, pero el gato era incapaz de correr a tantos ratones, porque la casa era realmente grande y cada día abundaban más y más roedores. El granero estaba atestado de éstos y don Juan ya no sabía qué hacer.

      Firulays estaba cansado de tanta inoperancia porque no sabía cazar ratones y aparte de ello, era muy torpe para hacerlo. Todo intento por hacer valer su condición de cazador le salía al

revés. Al final las ratas se burlaban de él y lo humillaban.

      El dueño de la granja, cansado de esperar resultados, agarró al pobre gato y lo lanzó fuera de la casa. Y en su reemplazo llenó de trampas por todas partes.

      El pobre minino salió rumbo al granero a ver si encontraba algún lugar en donde guarecerse y dormir, pero lo único que encontró fueron más roedores que al verlo empezaron a reírse en su nariz.

      Firulays, desilusionado y avergonzado se paró sobre una cerca, cuando de pronto se le apareció un felino rayado que nunca había visto antes.

      -Y tú, ¿quién eres? ¡Nunca te había visto por estos lugares!

     -Le preguntó al recién llegado.

      -¡Yo soy de acá! ¡Lo que pasa es que tú jamás me viste porque pasas siempre dentro de la casa, y yo vivo acá afuera!

      Los dos felinos se hicieron muy amigos y Firulays le contó el drama por el que estaba pasando y ahora el amo lo había echado fuera del hogar por inútil.

      -¡Yo te ayudaré amigo mío! ¡Sé como deshacerme de estos roedores! ¡Ya verás!

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      Y acercando su boca al oído de Firulays, le murmuró su plan.

      Al día siguiente ambos entraron al granero y escribieron, en lengua ratonil en las paredes, el siguiente mensaje:

      "Amigos ratones, deben prepararse para vacunarse contra el virus hanta, ya que se acerca una epidemia y será devastadora".

      Los pobres roedores al leer el aviso, y por temor a la aguja inyectable, decidieron huir todos a un lugar más sano, más allá de las montañas, en donde estarían a salvo de cualquier enfermedad.

      Cuando don Juan, el dueño de la granja, se dio cuenta que gracias a su gato, y el otro que también había visto, ya no había más ratas en la casa, decidió llamar a Firulays para que viviera dentro de la casa e invitó también al otro felino para que vivieran todos juntos. Y colorín colorado este cuento de gatos ha terminado.

La princesa Celeste, el dragón y la flautaHace muchos años, cuando existían duendes, hadas y dragones, vivía una princesa a la que se le negó la posibilidad de llegar al altar junto a su príncipe, encantado por un perverso mago que, deseando casarse con la princesa y que al verse impedido de captar el corazón

de la niña, lo convirtió en un feroz dragón que dejó encadenado en la montaña.

      El despechado mago juró dejar para siempre al príncipe convertido en semejante bestia, y a la princesa, junto con todo el reino, sumida en un profundo y largo sueño que solo podría romper la melodiosa y entonada flauta dulce de algún forastero. Luego de consumado el conjuro, el mago se fue para siempre del lugar maldiciendo al por mayor.

      El tiempo pasó lentamente, y las flores junto con la primavera y las aves, despertaron del largo invierno que ya se retiraba. Todos los seres de la tierra se movían con optimismo y alegría, y el amor florecía en todos los corazones de los habitantes del lugar, salvo en el reino encantado, que permanecía dormido, situación que los animales del lugar no entendían.

      Una hermosa mañana, los animalitos salieron a recolectar sus frutos y a bañarse en el estanque. Cuando a lo lejos vieron acercarse a un forastero. Rápidamente se escondieron en los arbustos para ver quién era esa persona.      -¡Qué extraño lugar! Dijo, mientras descansaba en una gran piedra. Los animales se escondieron para observar al intruso que parecía muy pacífico y buena persona.      -¡Vengan animalitos, no les haré daño!      -¡Ya sé, los llamaré con la melodía de mi flauta y ellos vendrán! Y haciendo uso de una hermosa flauta que sacó de entre sus ropas, tocó una dulce melodía que hizo que los animales del bosque se acercaran hasta la piedra.

      De pronto, de entre la espesura de los árboles, comenzaron a aparecer personas que anonadadas con la música, se asomaron y se acercaron al forastero para escucharlo mejor.     -¿Quiénes son ustedes? Preguntó el extraño, mientras todos se mantenían en silencio.

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      Y uno de ellos le respondió:      -¡Nosotros somos un pueblo que fue encantado por un poderoso mago que nos hizo dormir hasta que apareciera alguien como usted y nos despertara con su melodiosa flauta!

      Luego le detallaron toda la historia del reino que era feliz hasta que llegó el malvado mago que todo lo malogró.

      Y el forastero escuchó la historia de amor de la princesa Celeste, que fue dormida junto a su pueblo, y su príncipe, convertido en dragón y atado con cadenas en la montaña.

      Cuando la princesa despertó del letargo, tomó su caballo blanco y partió rumbo a la montaña para rescatar a su príncipe. Cuando éste vio a la princesa, no la reconoció y se lanzó al ataque. Pero la princesa llevaba la flauta del hombrecillo, y llevándosela a los labios empezó a entonar una melodía e hizo que el dragón se convirtiera en el guapo galán que era.

      El reino se transformó en un alegre villorrio donde se realizó el casamiento más hermoso jamás visto. El forastero se quedó con los príncipes y estos fueron los flamantes reyes que gobernaron muchos años y fueron muy felices junto a su amado pueblo.

El cazador cazadoGurmencindo, viejo cazador y ermitaño, vivía solo con su fiel perdiguero en una cabaña ubicada en los linderos del bosque. Tenía por oficio la de trampero, famoso por su crueldad. Los animales del bosque estaban aterrados por la presencia de este cazador. Tenía trampas instaladas por muchos lugares, entre la espesura de los matorrales, junto a los árboles. Los zorros, conejos, ratones y jabalíes tenían que andar con cautela, pues muchos de ellos habían quedado atrapados en los cepos.

      Una calurosa tarde de verano, Gurmencindo andaba por el bosque revisando las trampas instaladas, curiosamente no estaba con su fiel perdiguero. De pronto se percato de un incendio forestal que avanzaba lentamente hacia la misma dirección donde él se encontraba. Temeroso emprendió rápidamente la huida, cuando sintió un fuerte golpe en su pie izquierdo. El dolor fue intenso. Había sido atrapado por una de sus propias trampas. Tironeo su pie y avanzó dos pasos, entonces su otro pie fue atrapado por un cepo cercano.

      Un punzante dolor le oprimía ambas extremidades. Trato en vano de abrir las trampas. El fuego seguía avanzando, aterrado el viejo cazador comenzó a gritar pidiendo ayuda. Un zorro y otros animalitos vieron la complicada situación del viejo ermitaño. El zorro corrió hasta la cabaña del cazador donde estaba el perdiguero durmiendo bajo la sombra de un nogal.

      El perro despertó sobresaltado por la presencia del zorro. Rápidamente se incorporó y se abalanzó sobre el intruso, éste emprendió la huida y el perdiguero salió en su persecución.

      Gurmencindo ya no tenía esperanzas de salir de allí con vida. De pronto escuchó los ladridos de su fiel can, y vio al zorro pasar corriendo a más no poder perseguido por el perdiguero. Ambos pasaron por encima del viejo. El perro paró en seco al ver a su amo postrado en el suelo y aprisionado por las trampas. Entonces el viejo cazador le gritó que fuera por ayuda y el fiel animal le hizo caso rápidamente.

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      Entre los árboles vio al zorro, que quedó estático cuando el perro lo dejó de seguir, y comprendió que fue él quien condujo hasta este lugar al perro.

      Ahora lo comprendo todo -dijo el cazador- ¡qué cruel e inhumano he sido!

      Escuchó nuevamente ladridos. Era su perdiguero, que venía acompañado por una brigada forestal, quienes al ver con la insistencia que ladraba el perro intuyeron que algo malo ocurría, así que le siguieron. Al llegar al lugar los brigadistas rápidamente liberaron al cazador de las trampas y lo evacuaron.

      El viejo fue internado en un hospital donde se recuperó de sus heridas. El incendio fue extinguido aquel mismo día. Todo volvió a la normalidad. El cazador aprendió a vivir en paz y armonía. Retiró todas sus trampas del bosque y ya nunca más volvió a cazar.

El cerdito cantorUna familia de elefantes, integrada por el abuelo Trompeta, papá Agustín, mamá Dorotea y el pequeño Dumbito paseaba tranquilamente por la sabana del África cuando a lo lejos escucharon una hermosa voz que entonaba una canción. Al acercarse hasta donde provenía la dulce voz, se encontraron con un animalito que nunca habían visto. Parecía un jabalí, pero no lo era. Se dirigieron hasta donde estaba éste y papá Agustín le preguntó:

      -¿Quién eres?, ¡pareces un jabalí!

      -¡Hola familia paquidermo! ¡Mi nombre es Cochinín, y por esas extrañas cosas de la vida llegué hasta este lugar!

      -¿De dónde vienes Cochinín? -preguntó Dumbito.

      -¡Vengo de un país muy lejano, del otro lado de este continente!

      -¡Ah, pero cantas muy lindo! ¿Por qué no nos cantas una canción a nosotros?

      -¡Pero con mucho gusto amigos elefantes!

      Y acomodándose en unas rocas, los elefantes se prepararon para escuchar al cerdito.

      Fue tan grande el fervor que puso en su canto, que su voz recorrió todo el ambiente selvático y pronto empezaron a llegar muchos animales de diferentes especies, que por naturaleza no podían verse, y que sin embargo, al escuchar esa hermosa voz, se olvidaron de pelear entre sí. Esa tarde compartieron todos los animales como verdaderos hermanos escuchando las canciones del amigo cerdo. Ya en el crepúsculo el recital se daba por terminado, y cada cual partió a su morada.

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      La familia del paquidermo invitó al cerdo a que se quedara con ellos a dormir, lo que éste aceptó con gusto.

      A la mañana siguiente, cuando despertaron todos los elefantes, se dieron cuenta que ya no estaba con ellos el pequeño amigo cerdo. Lo buscaron por todas partes y nunca pudieron encontrarlo.

      ¿Sería un sueño el que tuvieron? ¿O fue realidad? Nunca lo supieron porque realmente Cochinín era un ángel que fue a hermanar a los animales de la selva para que nunca más se pelearan, y así lo comprendieron nuestros amigos elefantes

Los duendes del bosqueEn un hermoso día de verano en el bosque, hacía poco que el sol había aparecido para despertar a las coloridas flores con sus cálidos rayos. Los animales se desperezaban del sueño, y se preparaban para el desayuno.

      El lugar para desayunar era el río: había comida y agua en abundancia. La tortuga, para llegar más rápido, se deslizaba sobre su caparazón, el elefante avanzaba con sus grandes zancadas y los duendes hacían carrera, para ver quién llegaba primero.

      Los animales bebían hasta saciar su sed, otros se bañaban y jugueteaban chapoteando en el agua.

      El ciervo después de beber buscó hierba para comer, la ardilla se fue dando saltitos por los troncos y ramas. Al igual que ellos la mayoría de los animales se iban a buscar comida después de beber.

      Y los duendes no eran la excepción.      -Mira, qué sabrosos esos frutos: se me hace agua la boca -dijo uno de los duendes.      -A mí también. Saquemos algunos para el desayuno -respondió el duende más chiquito.

      Dicho y hecho. Los duendes trabajaron en equipo, unos bajaban las ramas más altas y otros sacaban los frutos. Así repitieron la maniobra una y otra vez.      -Creo que ya tenemos suficiente -dijo el duende más viejo.      -Sí, pienso que alcanza para todos -señaló otro.

      Salieron de los matorrales y se repartieron los frutos. Se preparaban para darse un banquete,

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cuando escucharon un ruido que les puso los pelos de punta. Era un duende enorme, que se dejó caer como un rayo.      -¡Todos estos frutos son míos, me los llevaré y me los comeré solo! -dijo furioso.      -Pero si nosotros los sacamos -respondió temeroso uno de los duendes.      -No me importa, yo soy más grande y más fuerte, me los llevo... y atrévanse a decirme algo -dijo el abusador, dando media vuelta con los frutos a cuestas.

      Los duendes se miraron entre sí, impotentes y asustados, y muy enojados por esta tremenda injusticia que sus estómagos se encargaban de recordarles.

      Pero el duende abusador no se dio cuenta que la bolsa en que había echado los frutos se había roto con el peso y los frutos comenzaron a resbalar uno a uno.

      Todos los frutos fueron cayendo y como el duende iba en subida los frutos rodaron hasta llegar a las mismas manos de los que los habían sacado.

      Cuando el duende abusador abrió la bolsa, se encontró con la sorpresa que estaba vacía.

El ratón jactanciosoAniceto era un pequeño ratón muy jactancioso y presumido. Según él era el ratón más rápido del bosque. Se burlaba de todos los habitantes del lugar. Su discurso favorito era que nunca sería atrapado por alguna fiera o ave de rapiña, ya que gracias a su velocidad y agilidad podía eludir estos peligros.

      Una tarde en un claro del bosque se trabó en una discusión con un puerco espín y una mofeta.

      -Tú, puerco espín, tienes que andar con un montón de espinas a cuestas para defenderte, y tú, mofeta, tienes que lanzar ese olor pestilente para ahuyentar a tus enemigos, en cambio yo, sólo tengo que correr con mucha velocidad y así me libero de mis enemigos.

      Así se jactaba de su rapidez el ratón Aniceto.

      -Tú no eres el más rápido del bosque -le contestó el puerco espín- la liebre es más veloz que tú.

      -Además -repuso la mofeta- cualquier día alguien te puede alcanzar y atrapar. ¿Qué vas a hacer entonces?

      -¡Bah! Pamplinas

     -contestó el ratón- ¡yo soy el más rápido del bosque y nadie me atrapará!

      Pasó el tiempo y una soleada tarde de verano paseaba el ratón Aniceto por un sendero del bosque, cuando repentinamente se aparece detrás de un árbol el zorro Siriaco, el cual se abalanzó sobre Aniceto; éste raudamente emprendió la huida desarrollando una gran velocidad al correr,

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pero el zorro también era veloz, y fue acortando la distancia entre ambos. Aniceto estaba aterrado, sabía que el zorro lo atraparía en cualquier momento. Trató de correr más rápido, pero fue en vano, el zorro estaba por atraparlo. Entonces Aniceto vio a lo lejos el puerco espín, corrió hacia él, cuando estaba por llegar le gritó:

      -¡Cúbreme con tu cuerpo, que el zorro me atrapa!

      Raudamente se precipitó bajo la panza del puerco espín, éste lo cubrió completamente con su cuerpo. El zorro furioso se lanzó contra el puerco espín, éste erizó sus púas. El zorro lanzó un terrible aullido, pues al atacar al puerco espín se clavó varias púas en el hocico. Desesperado por el dolor emprendió la retirada. Entonces el puerco espín le preguntó al ratón Aniceto:

      -¿Qué pasó con tu velocidad?, las púas que llevo en el lomo ¿son un estorbo?

      -¡Perdóname, amigo mío! -le respondió el ratón- ya nunca hablaré más de la cuenta, he sido muy orgulloso.

      Desde aquel día el ratón Aniceto dejó de ser jactancioso y presumido.

La machi y el cultrún

Había una vez una niña mapuche que quería ser machi, pero su problema era la vieja bruja de la tribu que la desalentaba para tal misión.

      Guacolda, que así se llamaba la joven, tenía un corazón muy generoso. Ella siempre estaba ayudando a los más necesitados y enfermos.

      Un día, que prestaba ayuda a un viejo enfermo, llegó corriendo a buscarla un niño para llevarla al campamento. Se había enfermado la vieja machi y necesitaba de ella, que era la única que podía ayudarla. Rápidamente, después de darle algunas instrucciones a la familia del viejo para que le dieran correctamente las medicinas, emprendió el regreso a casa para ayudar a la anciana bruja.

      Guacolda puso todo su conocimiento e hizo todo un ritual para curar a la vieja machi, pero nada la hacía mejorar y a cada rato empeoraba más. La joven mapuche, un poco desalentada, salió de la ruca en donde estaba la vieja y fue a la suya para preparar algunas hierbas medicinales. Al entrar a su vivienda, de pronto se le apareció una serpiente que se volteó parándose en su cola, como queriéndole hablar. La joven tomó un cultrún y dándole unos golpecitos, azuzó a la sierpe para que saliera de la ruca. Cuán no sería su sorpresa al ver que la culebra le habló:

      -Guacolda, no te asustes, y escúchame: Ve a donde la machi y dale unos golpecitos a tu cultrún y cántale la canción del trueno- le dijo con vehemencia.

      La niña, casi sin creer lo que escuchaba y veía, fue donde estaba la bruja enferma e hizo lo que la culebra le dijo.

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      Después de unos instantes, Gualcolda se dio cuenta que la vieja machi estaba sana, sin ningún dolor ni malestar.

      Cuando la niña volvió a su ruca para agradecer a la serpiente, que mágicamente le había hablado y dado el secreto de sanación, se dio cuenta que había desaparecido, y en su lugar había un cultrún de oro. Al tocarlo, éste emitió un resplandor tan grande que la envolvió y la convirtió en una dama adulta con todos los dones de auténtica machi.

      Y desde ese día, se cuenta que la machi del campamento indígena, sólo debe entonar una melodía en su cultrún de oro para que los enfermos se curen.

La valentía del conejoLos animales trabajaban y jugaban felices, y siempre se ayudaban unos a otros, pues compartir y ser solidarios era su lema. La vida en el bosque era pacífica y feliz, pero toda esa paz y armonía se esfumó cuando llegó a vivir al bosque el señor oso, quien tenía un grueso defecto: abusaba de su porte e imponía su voluntad por sobre los demás. Poco tiempo después de instalarse, ordenó que todos los habitantes del lugar debieran recolectar frutos para alimentarlo, mientras él descansaba y tomaba sol de lo lindo. Y para hacerse obedecer, amenazó con lanzar a los animales al río.

      A ellos no les quedó más remedio que trabajar el doble para su propio sustento y el del nuevo vecino. Era una enorme cantidad de alimentos que debían juntar al día, y al final de la jornada estaban tan cansados, que no les quedaba tiempo ni ganas de ser felices y compartir como lo hacían antes.

      Una noche, en secreto, todos acudieron a una reunión que citó el conejo.     -¡Esto no puede continuar!, debemos oponernos a las órdenes de ese oso. Tenemos que ser valientes y entre todos enfrentarlo.- dijo el conejo moviendo sus orejas.     -¡Cómo se te ocurre!, él es demasiado grande y nos puede hacer daño.- dijo el mono asustado.     -¿Y ustedes me ayudaran?- preguntó el conejo al resto.

      El silencio fue la respuesta, pues todos estaban muy asustados por la amenaza del oso. Sin embargo, al día siguiente, el conejo, que era muy valiente, fue a ver al oso para encararlo.     -¡Oye!, estoy aburrido de tus abusos, no tengo miedo, me niego a recolectar tu alimento. Tienes todo para trabajar, tus garras pueden coger muchos más frutos de una vez que lo que podemos nosotros luego de horas. ¡Eres un gran flojo!- exclamó muy molesto.

      El oso, que tenía mal carácter, se enojó tanto que alzó su garra y se lanzó sobre el conejo. Pero éste saltó haciéndole el quite. Cegado por la rabia, el oso no se dio cuenta de un gran hoyo

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que había detrás del conejo. Y cuando lo vio, ya era demasiado tarde, pues quedó colgando agarrado de una raíz.     -¡Por favor, ayúdenme!, ¡tengo mucho miedo, me voy a caer!- gimió.     -Vamos amigos, debemos ayudarlo.- dijo el conejo.     -Pero, ¿para qué lo vamos a socorrer si nos hace la vida imposible?- replicó el mono.     -Es la única manera de enseñarle a este grandulón cómo vivíamos antes que llegara, ayudándonos siempre unos a otros.- contestó el conejo.

      Y con esa convicción, todos los animales se unieron y, luego de un gran esfuerzo, lograron sacar al enorme oso del peligro de caer al fondo del profundo hoyo.

      Agradecido y extrañado, el oso preguntó:     -¿Por qué me ayudaron?, si yo lo único que he hecho es darles problemas.     -Ocurre que en este bosque, aunque no lo creas, todos los animales hemos hecho un pacto: queremos vivir contentos. Por lo que nuestro deber es ayudarnos unos a otros, vivir en paz y armonía. Así lo hacíamos antes de que tú llegaras.- le respondió el conejo.     -Sí, fui un egoísta y abusador, los atormenté a todos para conseguir mis deseos. Ahora sé cómo se sentían ustedes. El miedo que tuve cuando quedé colgando en la orilla del hoyo fue espantoso. Les pido disculpas por causarles tanto daño.- dijo el oso muy avergonzado.

      Y desde entonces, gracias a su gran tamaño y fuerza, el oso se convirtió en el mejor animal del bosque a la hora de ayudar a alguno de sus vecinos en dificultades.

El cachalote bondadoso

En una hermosa y acantilada ensenada habitaba una colonia de delfines y lobos marinos, los cuales vivían felices y en paz, por la tranquilidad y soledad de aquel lugar. De vez en cuando aquella ensenada era visitada por un solitario y juguetón cachalote, el cual nadaba y daba grandes saltos junto a los delfines y lobos marinos.

      El cachalote se sentía feliz junto a sus amigos, con quienes pasaba largas jornadas de juegos.

      Una tarde, una bandada de pelícanos trajo la alarmante noticia que un grupo de orcas se acercaba. Los delfines y lobos marinos fueron presa del pánico. No sabían si quedarse o huir. Pero ya era demasiado tarde, los feroces mamíferos marinos estaban ingresando por la estrecha entrada. Estaban irremediablemente perdidos, las orcas se iban a dar un abundante festín. De pronto, apareció el cachalote juguetón, quien embistió al grupo de orcas. Estas, confundidas y atónitas, rompieron su formación de ataque y emprendieron horrorizadas la huida. Los delfines y lobos marinos llenos de gratitud nadaron junto al cachalote.

      Pasó el tiempo y una brumosa tarde una gaviota llegó a la ensenada trayendo la noticia de que el cachalote estaba varado en un banco de arena, al norte de la península. Rápidamente los delfines y lobos marinos fueron a rescatar a su gigantesco amigo. Al llegar vieron al cachalote que hacía infructuosos esfuerzos por liberarse. Entre todos trataron de soltarlo, pero fue inútil. Entonces divisaron a lo lejos un grupo de ballenas que surcaba el horizonte. Los delfines las alcanzaron y éstas concurrieron al lugar con mucha precaución para no vararse también. Entonces un delfín recordó que cerca del lugar había un navío hundido; llegó donde éste y sacó un largo cable y regresó donde estaban sus amigos. Pasaron el cable alrededor de éste, y una vez asegurado, tiraron todas al mismo tiempo. Después de un gran esfuerzo lograron sacar al animal. Este,

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agradecido y emocionado, se despidió de las ballenas y emprendió el rumbo hacia la ensenada acompañada de sus amigos los delfines y lobos marinos.

La jirafa y el elefanteUn día, una jirafa y un elefante se encontraron en un río, y ambos un poco enfadados por motivos personales, se saludaron a regañadientes.

      -¡Hola señor elefante! ¿Cómo está usted? ¡Lo veo un poco desmejorado!- le dijo la jirafa.

      -¡Hola señora jirafa! ¡Yo estoy muy bien, no ve mi sano semblante!- le contesta el paquidermo.

      -¡Y a usted la veo muy tiesa! ¿Algo le sucede?- le preguntó el elefante.

      Mientras conversan, ambos tratan de ocultar su problema. El gordo animal tiene clavada una espina en su pata izquierda y no quiere que la jirafa lo vea cojeando. Y en cambio la jirafa no puede doblar su cuello por una dolorosa tortícolis que la afecta, y no desea que se burlen de ella.

      Han pasado muchos minutos haciéndose preguntas y respondiéndolas recíprocamente.

      De pronto la jirafa un poco enrabiada le dijo al elefante:

      -¡Mire señor, yo vine acá primero que usted y por lo tanto tengo todo el derecho de quedarme a solas en la orilla del lago!

      -¡Eso es falso!- respondió el grandote animal y prosiguió: ¡Antes que usted apareciera por aquí, yo estaba reposando debajo de esos arbustos, así que usted debiera de irse! Los dos animales querían quedarse a solas en la laguna.

      Mientras discutían azarosamente y casi sin moverse por sus dolencias, un pequeño temblor

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movió la tierra. Rápidamente la jirafa quiso girar para arrancar, con tan mala suerte que fue a caer al agua. Pero como la jirafa no sabía nadar empezó a gritar pidiendo auxilio.

      El elefante, un tanto sorprendido, estiró su larga trompa y como pudo con su pata mala se agachó y agarró por el cuello a la jirafa, que con la desesperación de morir ahogada, sintió un fuerte tirón en su cuello que la hizo sanar de la tortícolis.

      Ya afuera del agua, la jirafa le quitó la espina que el paquidermo tenía en su pata. Este muy agradecido le dijo:

      -¡No quería que me vieras cojeando, ya que te podrías reír de mí!- le comentó apesadumbrado.

      -¡Y yo tampoco quería que me vieras con el cuello tieso, porque no podía agacharme y beber agua en el río! ¡En todo caso igual tomé bastante agua!

      Ambos animales comprendieron que su actitud a nada bueno los condujo, y se hicieron grandes amigos y siempre que se encuentran en la orilla del lago beben y charlan amistosamente.

El minero generoso (Leyenda de los mineros

del carbón)

      Hace mucho tiempo, en la zona minera de Lota, vivía un hombre muy bueno e inteligente. Era minero de la mina El Chiflón del diablo. Tenía muchos amigos, pero tenía un problema. Era muy pobre porque regalaba a los más necesitados lo que ganaba. Así que todo lo que poseía se le hacía poco para ayudar a la gente.

      -¡Hola don Reina!- como le decían sus amigos. -¿Me podría prestar un kilo de azúcar?- le pedían y don Reinaldo inmediatamente ayudaba. Otra persona lo saludaba con mucha cordialidad. -¿Cómo está usted? ¿Y su trabajo en la mina cómo va?

      Un día llegó una viuda: -Don Reina, vengo a pedirle un favor, si usted me puede ayudar con algo de dinero para comprarle un par de zapatos a Eduardito, el más pequeñito de mis hijos. El minero de inmediato salió a conseguirse un anticipo de sueldo para ayudar a la viuda. Y así, todos los días, le iban a pedir alguna cooperación y don Reinaldo corría a socorrer a sus vecinos necesitados. Ya la situación no daba más. Estaba muy endeudado pidiendo aquí y allá para ayudar a sus vecinos.

Un día dijo: -Haré un pacto con el diablo, le pediré mucho dinero para ayudar a mis amigos. Dicho y hecho. Se fue al fondo de la mina el Chiflón del diablo y dijo en voz alta: -¡Oye tú, patas de hilos! ¡Sal de tu escondite y ven a verme, quiero hacer un pacto contigo! No pasaron más de tres segundos y un estruendo sacudió la mina y se apareció un hombrecillo de negro.      -¡Así que quieres hacer un pacto conmigo Reinaldo Jara!- le dijo con enérgica voz.      -¡Sí, don Satanás!- le contestó don Reinaldo, un poco asustado.      -¡Bien, llenaré un cofre de monedas de oro que encontrarás en tu casa, pero a cambio tú tienes que darme tu alma!      -¡Acepto don Satanás! Y el Diablo sacando un documento le dijo: -¡leeré las normas para que firmes el contrato! Después de leer algunos párrafos, prosiguió: -¡Y dentro de algunos años más te llevaré conmigo! Y don Reinaldo Jara firmó el documento. Acto seguido, el diablo en otro

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estruendo, humo y olor a azufre, desapareció. Al día siguiente don Reinaldo encontró dentro de su casa un cofre antiguo lleno de monedas de oro.

      Con tanto oro a su disposición, don Reinaldo empezó a ayudar a los más necesitados. Su fama de hombre generoso trascendió la zona del carbón. Pasaron 20 años y don Reinaldo, ya de más edad, se había olvidado del pacto hecho con el diablo y el día había llegado para que se lo llevara el señor de las tinieblas. Y así ocurrió. Aquel día en la mañana, don Reinaldo Jara, que todavía trabajaba en la mina, se aprestaba para ir a trabajar cuando se le apareció el malulo.      -¡Hola Reinaldo, vengo a que cumplas con el contrato que hicimos para llevarte conmigo! El minero, recién se acordó del pacto que había hecho con el diablo y al darse cuenta de la realidad, aceptó cumplir. -Muy bien don Satanás, cumpliré e iré con usted- le dijo con resignación. Pero ocurrió algo que al diablo le llamó mucho la atención, y era que veía a don Reinaldo tan pobre como cuando pactó con él, hace 20 años.      -¡Oye hombre! ¿Y tu fortuna? ¿Dónde está que no la luces? Y don Reinaldo le dijo que día a día él repartía las monedas de oro a la gente más necesitada y el objetivo de él era sólo eso: tener muchas riquezas para ayudar al prójimo y que eso lo hacía feliz.

      El diablo se puso rojo de rabia y le contestó: -¡No puedo llevarte conmigo, porque tu alma es buena y generosa, y eso para mí es fatal, sólo necesito almas ambiciosas y avaras, y tú no me sirves! Y dando un grito de espanto, el diablo desapareció del lugar dejando un fuerte olor a azufre.

      Don Reinaldo Jara siguió ayudando a los pobres. Y el cofre de oro nunca se agotó, ya que éste dejaría de llenarse de oro sólo cuando don Reinaldo dejara de ser generoso. Eso nunca ocurrió, él no cambió jamás y murió muy viejito y amado por el pueblo de Lota.

Es obligatorio izarla bandera el “18”?El lector Alejandro Correa O. escribió a EL SUR para consultar si existe alguna ley o norma que obligue a izar la bandera para las Fiestas Patrias y qué organismo es el responsable de fiscalizar.

      Efectivamente, desde 1967 rige en el país el Decreto Nº 1.534 del Ministerio del Interior que obliga a todos los edificios, públicos y privados, a izar la bandera nacional los

días 21 de mayo y 18 y 19 de septiembre.

      De acuerdo a esta norma sólo en esos días las personas estarán obligadas a izar el pabellón nacional y el resto del año “ninguna persona ni reunión de personas podrá usar en público y enarbolar en los edificios públicos o particulares la bandera nacional sin la correspondiente autorización”, según lo establece el artículo Nº 2 de este decreto.

      La institución encargada de fiscalizar el cumplimiento de esta norma es Carabineros y según información entregada en la Prefectura de Concepción, la institución privilegia, en este sentido, la labor educativa a la población. Es decir si en una vivienda no se ha izado la bandera, los funcionarios solicitan a los ocupantes que lo hagan y si ellos se niegan o no tienen bandera se les cursa una notificación al Juzgado de Policía Local de su comuna, tribunal que fija la multa.

      De acuerdo a la información de Carabineros, en la zona sobre el 70% de la población cumple con este deber cívico y el año pasado no se cursó ninguna infracción por este motivo.

     La primera vez

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    La primera vez que se utilizó públicamente este emblema patrio fue el 12 de febrero de 1818, en la solemne proclamación de la Independencia y primer juramento de la bandera. La portó, en esta ceremonia, el coronel Tomás Guido. Hoy en día, bajo decreto, debe ser izada en Fiestas Patrias y el 21 de mayo.

     Uso correcto      El uso correcto de la bandera es al tope del mástil y no a media asta o en posición que lo haga ver desmedrado. La bandera tiene que ser enarbolada en un asta de color blanco, y en caso de no contar con este elemento se puede colocar extendida en forma vertical u horizontal. En ambos casos, el cuadro azul debe quedar en la parte superior y a la izquierda del espectador. En el caso de que el pabellón patrio se encuentre junto a otros extranjeros, el nacional no debe ser de tamaño inferior a los demás ni ser colocado a una altura menor. Por otra parte, se debe tener en cuenta que al ser izado y arriado, se hará en primer y último lugar, respectivamente.

          La bandera      La actual bandera nacional fue diseñada por el militar español Antonio Arcos y fue instaurada bajo el gobierno del capitán general Bernardo O’Higgins, por Decreto del Ministerio de Guerra del 18 de octubre de 1817, siendo secretario de Estado en esa cartera el coronel José Ignacio Centeno. La Bandera Nacional se compone por los colores azul turquí, blanco y rojo. La disposición de los colores es la siguiente: se divide en dos franjas horizontales de igual ancho, la franja inferior es roja, el tercio superior izquierdo es azul turquí y los dos tercios restantes corresponden al color blanco. En medio del cuadro azul, se encuentra una estrella blanca de cinco puntas, la cual representa la unión de una sola nación; su diámetro es igual a la mitad de un costado del cuadro que ocupa.