60396322 zola emile los rougon macquart 01 la fortuna de los rougon

745

Upload: marielabertini

Post on 26-Nov-2015

106 views

Category:

Documents


1 download

TRANSCRIPT

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    GENEALOGA DE LOS ROUGON-MACQUART

    SEGN ZOLA (1878)

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    ADLADE FOUQUE. Nace en Plassans en 1768; se casa en 1786 con Rougon, jardinero, y tiene con l un hijo [Pierre] en 1787. Se queda viuda en 1788. Comienza en 1789 re-laciones con su amante, Macquart tiene un hijo [Antoine] con l en 1789, y una hija [Ur-sule] en 1791. Se vuelve loca e ingresa en el manicomio de Les Tulettes en 1851. Neuro-sis congnita.

    ANTOINE MACQUART. Nace en 1789, sol-dado en 1809; regresa despus de 1815 y se casa en 1826 con Josphine Gavaudans, con quien tiene tres hijos (Lisa, Gervaise y Je-an). Josphine muere en 1859. Fusin. Pre-dominancia moral del padre y parecido fsico con l. La aficin a la bebida se va heredan-do de padres a hijos.

    LISA MACQUART. Nace en 1827. Se casa con Quenu en 1852 y tiene una hija [Pauline Quenu] al ao siguiente. Predominancia ab-soluta de la madre. Parecido fsico con la madre. Charcutera.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    GERVAISE MACQUART. Nace en 1828. Tiene dos hijos (Claude y tienne)* de un amante, Lantier, con quien se fuga a Pars y que la abandona. Se casa en 1852 con un obrero, Coupeau, con quien tiene una hija [Anna Coupeau]. Muere de pobreza y de cri-sis de alcoholismo en 1869. La concibieron durante una borrachera. Es coja. Represen-tacin de la madre en el momento de la con-cepcin. Lavandera y planchadora.

    JEAN MACQUART. Nace en 1831. Predo-minancia absoluta de la madre. Parecido fsico con el padre. Soldado.

    *En 1878 Zola no haba establecido an definitivamen-te la genealoga. En realidad Gervaise Macquart tiene con Lantier no dos, sino tres hijos. El tercero, JAC-QUES LANTIER, ser el protagonista de La bestia hu-mana (1890). En 1893 Zola lo incorpora a la genealog-a con los siguientes rasgos: Nace en 1844, muere en un accidente en 1870. Predominancia absoluta de la madre. Parecido fsico con el padre. Hereda el alco-holismo, que degenera en locura homicida. Mecnico. [Nota del editor]

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    PAULINE QUENU. Nace en 1852. Mezcla equilibrada. Parecido moral y fsico con la madre y con el padre. Carcter honrado.

    CLAUDE LANTIER. Nace en 1842. Mezcla con fusin. Preponderancia moral de la ma-dre y parecido fsico con ella. Hereda una neurosis que se convierte en genialidad. Pin-tor.

    TIENNE LANTIER. Nace en 1846. Predo-minancia absoluta de la madre. Parecido fsico con la madre y, luego, con el padre. Hereda la aficin a la bebida, que degenera en locura homicida. Carcter criminal.

    ANNA COUPEAU. Nace en 1852. Mezcla con fusin. Preponderancia moral del padre y parecido fsico con la madre. Hereda la afi-cin a la bebida que degenera en histeria. Carcter vicioso.

    URSULE MACQUART. Nace en 1791. Se casa en 1810 con un sombrerero [Mouret]

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    con quien tiene tres hijos (Franois, Hlne, y Silvre). Muere tsica en 1840. Mezcla con fusin. Predominancia moral de la madre y parecido fsico con ella.

    SILVRE MOURET. Nace en 1836 y muere en 1851. Predominancia absoluta de la ma-dre. Parecido fsico innato.

    HLNE MOURET. Nace en 1824. Se casa en 1848 con Grandjean, con quien tiene una hija [Jeanne], y queda viuda en 1850. Pare-cido fsico con el padre.

    JEANNE GRANDJEAN. Nace en 1848. Herencia retroactiva que retrocede dos ge-neraciones. Parecido fsico con Adlade Fouque.

    FRANOIS MOURET. Nace en 1817. Se ca-sa en 1840 con su prima Marthe Rougon, con la que tiene tres hijos (Octave, Serge y D-sire). Predominancia absoluta del padre. Parecido fsico con la madre. Ambos cnyu-ges se parecen.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    DSIRE MOURET. Nace en 1844. Predo-minancia absoluta de la madre. Parecido fsico con la madre. Hereda una neurosis que evoluciona hacia la imbecilidad.

    SERGE MOURET. Nace en 1841. Mezcla con dispersin. Parecido fsico y moral ms marcado con la madre. Mente del padre, que altera la influencia morbosa de una neurosis que degenera en mana religiosa. Sacerdote.

    OCTAVE MOURET. Nace en 1840. Predo-minancia absoluta del padre. Parecido fsico con el padre.

    PIERRE ROUGON. Nace en 1787. Se casa en 1810 con Flicit Puech, con quien tiene cinco hijos (Eugne, Pascal, Aristide, Sidonie y Marthe). Mezcla equilibrada. Trmino me-dio en lo moral y parecido fsico con el padre y con la madre.

    MARTHE ROUGON. Nace en 1820. Se casa con su primo Franois Mouret en 1840 y

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    muere en 1864. Herencia retroactiva que re-trocede una generacin. Parecido fsico y moral con Adlade Fouque.

    SIDONIE ROUGON. Nace en 1818. Predo-minancia absoluta del padre. Parecido fsico con la madre.

    PASCAL ROUGON. Nace en 1813. Rasgos innatos. Ningn parecido ni moral ni fsico con los padres. Totalmente al margen de la familia. Mdico.

    EUGNE ROUGON. Nace en 1811. Se casa en 1857 con Vronique Beulin d'Orchres. Mezcla con fusin. Preponderancia moral: ambicin de la madre. Parecido fsico con el padre. Ministro.

    ARISTIDE ROUGON, conocido por SAC-CARD. Nace en 1815. Se casa en 1886 con Angle Sicardot, con quien tiene dos hijos (Maxime y Clotilde). Esta fallece en 1854 y l vuelve a casarse en 1855 con Rene Braud Duchatel, quien muere sin hijos en

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    1867. Mezcla con fusin. Preponderancia moral del padre y parecido fsico con la ma-dre. Los apetitos del padre malogran la am-bicin de la madre.

    CLOTILDE ROUGON. Nace en 1847. Pre-dominancia absoluta de la madre. Parecido fsico a la madre.

    MAXIME ROUGON, conocido por SAC-CARD. Nace en 1840. Tiene un hijo con una sirvienta a quien seduce. Mezcla con disper-sin. Preponderancia moral del padre y pa-recido fsico con la madre.

    CHARLES ROUGON, conocido por SAC-CARD. Nace en 1857. Herencia retroactiva que retrocede tres generaciones. Parecido fsico y moral con Adlade Fouque. Postrera plasmacin del agotamiento de una raza.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    PRLOGO

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    uiero explicar cmo una familia, un pe-queo grupo de seres, se comporta en

    una sociedad, desarrollndose para engen-drar diez, veinte individuos que parecen, en un primer vistazo, profundamente dismiles, pero que el anlisis muestra ntimamente li-gados unos con otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad.

    Tratar de encontrar y de seguir, resol-viendo la doble cuestin de los temperamen-tos y el medio, el hilo que conduce matemti-camente de un hombre a otro hombre. Y cuando tenga todos los hilos, cuando est en-tre mis manos todo un grupo social, mos-trar a ese grupo en accin, como actor de una poca histrica, lo crear actuando en la complejidad de sus esfuerzos, analizar a la vez la suma de voluntad de cada uno de sus miembros y el impulso general del conjunto.

    Los Rougon-Macquart, el grupo, la familia que me propongo estudiar, se caracteriza por el desbordamiento de los apetitos, la amplia agitacin de nuestra poca, que se abalanza

    Q

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    sobre los placeres. Fisiolgicamente, son la lenta sucesin de los accidentes nerviosos y sanguneos que se declaran en una raza, a consecuencia de una primera lesin orgni-ca, y que determinan, segn el medio, en ca-da uno de los individuos de esa raza, los de-seos, las pasiones, todas las manifestaciones humanas, naturales e instintivas, cuyos pro-ductos adoptan los nombres convencionales de virtudes y vicios. Histricamente, salen del pueblo, irradian por toda la sociedad con-tempornea, ascienden a todas las posicio-nes, gracias a ese impulso esencialmente moderno que reciben las clases bajas en marcha a travs del cuerpo social, y narran as el Segundo Imperio, con ayuda de sus dramas individuales, desde la celada del gol-pe de Estado hasta la traicin de Sedn.

    Desde hace tres aos reuna yo los docu-mentos de esta gran obra, y el presente volu-men estaba incluso escrito cuando la cada de los Bonaparte, que yo necesitaba como ar-tista y que siempre encontraba fatalmente al

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    final del drama, vino a darme el desenlace terrible y necesario de mi obra. sta se halla, desde hoy, completa; se agita en un cr-culo cerrado; se convierte en el cuadro de un reinado muerto, de una extraa poca de vergenza y locura.

    Esta obra, que constar de varios episo-dios, es, pues, en mi intencin, la Historia natural y social de una familia bajo el Se-gundo Imperio. Y el primer episodio, La for-tuna de los Rougon, debe llamarse con su ttulo cientfico: Los orgenes.

    MILE ZOLA Pars, 1 de julio de 1871

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    Captulo I

    uando se sale de Plassans por la puer-ta de Roma, situada al sur de la ciu-

    dad, se encuentra, a la derecha de la carrete-ra de Niza, despus de haber dejado las pri-meras casas del arrabal, un baldo designa-do en la regin con el nombre de ejido de San Mittre.

    El ejido de San Mittre es un cuadriltero de cierta extensin, que se alarga a ras del borde de la carretera, del que lo separa una simple franja de hierba gastada. Por un cos-tado, a la derecha, una callejuela sin salida lo bordea con una hilera de casuchas; a la iz-quierda y al fondo, lo cierran dos lienzos de muralla rodos por el musgo, por encima de los cuales se divisan las altas ramas de las moreras del Jas-Meiffren, la gran finca que tiene su entrada ms lejos, en el arrabal. As cerrado por tres lados, el ejido es como una plaza que no lleva a ninguna parte y que slo cruzan los paseantes.

    C

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    Antiguamente haba all un cementerio co-locado bajo la proteccin de San Mittre, un santo provenzal muy honrado en la comarca. Los viejos de Plassans recordaban an, en 1851, haber visto en pie las tapias de ese ce-menterio, que llevaba aos cerrado. La tie-rra, que se hartaba de cadveres desde haca ms de un siglo, rezumaba muerte, y haban tenido que abrir un nuevo campo de sepultu-ras, en el otro extremo de la ciudad. Abando-nado, el viejo cementerio se haba depurado cada primavera, al cubrirse de una vegeta-cin negra y tupida. Aquel suelo feraz, en el que los sepultureros no podan dar un golpe de laya sin arrancar algn jirn humano, tu-vo una fertilidad extraordinaria. Desde la carretera, tras las lluvias de mayo y los soles de junio, se divisaban las puntas de las hier-bas que desbordaban las tapias; en el inter-ior, era un mar de un verde oscuro, profun-do, salpicado de flores anchas, de singular esplendor. Se notaba abajo, en la sombra de los tallos apretados, el mantillo hmedo que

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    herva y rezumaba savia. Una de las curiosidades de este campo eran

    entonces unos perales de brazos retorcidos, de nudos monstruosos, cuyos frutos enormes no habra querido coger ni un ama de casa de Plassans. En la ciudad se hablaba de aquella fruta con muecas de asco; pero los chiquillos del arrabal no tenan esas delica-dezas, y escalaban los muros, en pandilla, por la tarde, con el crepsculo, para robar las peras antes an de que estuviesen madu-ras.

    La ardiente vida de las hierbas y de los rboles pronto devor toda la muerte del vie-jo cementerio de San Mittre; la podredumbre humana se la comieron vidamente flores y frutas, y sucedi que, al pasar por aquella cloaca, ya no se senta sino el penetrante aroma de los alheles silvestres. Fue slo cuestin de algunos veranos.

    Por aquel entonces, la ciudad pens en sa-car partido de aquella propiedad comunal, que dorma intil. Se derribaron las tapias

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    que bordeaban la carretera y el callejn sin salida, se arrancaron las hierbas y los pera-les. Despus se traslad el cementerio. Se excav el suelo varios metros, y se amonto-naron, en un rincn, las osamentas que la tierra tuvo a bien devolver. Durante cerca de un mes los chiquillos, que lloraban por los perales, jugaron a los bolos con las calave-ras; unos bromistas pesados colgaron, una noche, fmures y tibias de todos los cordones de las campanillas de la ciudad. Este escn-dalo, cuyo recuerdo conserva an Plassans, slo ces el da en que decidieron arrojar el montn de huesos en el fondo de un hoyo ca-vado en el nuevo cementerio. Pero, en pro-vincias, las obras se hacen con prudente len-titud, y los habitantes vieron, durante una semana larga, un solo volquete que, de tarde en tarde, transportaba despojos humanos, como si hubiera transportado cascotes. Lo peor era que el volquete tena que cruzar Plassans de punta a punta, y que el mal pa-vimento de las calles le haca diseminar, a

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    cada bache, fragmentos de huesos y puados de tierra feraz. Nada de ceremonias religio-sas: un acarreo lento y brutal. Jams una ciudad se sinti ms asqueada.

    Durante varios aos el terreno del viejo ce-menterio de San Mittre sigui siendo motivo de espanto. Abierto al primero que llegase, al borde de una carretera principal, sigui desierto, presa de nuevo de los hierbajos. La ciudad, que sin duda contaba con venderlo, y con ver edificar all casas, no debi de encon-trar comprador; quiz el recuerdo del mon-tn de huesos y del volquete yendo y vinien-do por las calles, solitario, con la pesada ter-quedad de una pesadilla, ech para atrs a la gente; quiz haya que explicar el hecho por la pereza de la provincia, por esa repug-nancia que experimenta a destruir o recons-truir. Lo cierto es que la ciudad conserv el terreno y acab incluso olvidando su deseo de venderlo. Ni siquiera lo rode con una empalizada; entr quien quiso. Y poco a po-co, con ayuda de los aos, se acostumbraron

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    a aquel rincn vaco; se sentaron en la hier-ba de los bordes, cruzaron el campo, lo po-blaron. Cuando los pies de los paseantes gastaron la alfombra de hierba, y la tierra batida se volvi gris y dura, el viejo cemente-rio tuvo cierto parecido con una plaza pbli-ca mal nivelada. Para borrar mejor todo re-cuerdo repugnante, los habitantes, sin darse cuenta, se vieron inducidos lentamente a cambiar la denominacin del terreno; se con-tentaron con conservar el nombre del santo, con el cual bautizaron tambin el callejn sin salida que se abre en un rincn del cam-po; hubo el ejido de San Mittre y el callejn de San Mittre.

    Estos hechos datan de lejos. Desde hace ms de treinta aos, el ejido de San Mittre tiene una fisonoma particular. La ciudad, demasiado indiferente o dormida para sacar-le partido, lo ha alquilado, por una pequea suma, a unos carreteros del arrabal, que lo han convertido en depsito de maderas. To-dava hoy est atestado de enormes vigas, de

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    diez a quince metros de largo, yaciendo aqu y all, en montones, semejantes a haces de columnas derribadas al suelo. Esas pilas de vigas, esa especie de mstiles colocados en paralelo, y que van de un extremo a otro del campo, son una continua alegra para los chavales. Al haberse deslizado algunas pie-zas de madera, el terreno se encuentra, en ciertos lugares, totalmente recubierto por una especie de entarimado de tablas redon-deadas sobre el cual slo se logra caminar con milagros de equilibrio. Pandillas de ni-os se entregan a este ejercicio todo el da. Se los ve saltando los gruesos tablones, si-guiendo en fila las estrechas aristas, arras-trndose a horcajadas, juegos variados que terminan en general entre empellones y lgrimas; o bien una docena de ellos se sien-tan, apretados unos contra otros, en el extre-mo delgado de una viga elevada unos cuan-tos pies sobre el suelo, y se columpian du-rante horas. El ejido de San Mittre se ha convertido as en sitio de recreo donde se

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    desgastan desde hace ms de un cuarto de siglo los fondillos de los galopines.

    Lo que ha acabado de imprimir a ese rin-cn perdido un extrao carcter es que, por costumbre tradicional, los gitanos que van de paso lo eligen como domicilio. En cuanto una de esas casas rodantes, que encierran una tribu entera, llega a Plassans, va a gua-recerse al fondo del ejido de San Mittre. As, el lugar nunca est vaco; siempre hay all alguna banda de facha singular, alguna cuadrilla de hombres feroces y de mujeres horriblemente enjutas, entre los cuales se ve revolcarse por el suelo grupos de hermosos nios. Esa gente vive al aire libre, sin aver-gonzarse, delante de todos, calentando el pu-chero, comiendo cosas sin nombre, desple-gando sus pingos agujereados, durmiendo, pelendose, besndose, apestando a sucie-dad y miseria.

    El campo muerto y desierto, donde antao slo los abejorros zumbaban alrededor de las flores ubrrimas, entre el silencio aplastante

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    del sol, se ha convertido as en un lugar bu-llidor, lleno del ruido de las disputas de los gitanos y de los gritos agudos de los golfillos del arrabal. Un aserradero, que corta en una esquina las vigas del depsito, chirra, sir-viendo de fondo sordo y continuo a las voces agrias. Este aserradero es muy primitivo: co-locan la pieza de madera sobre dos altos ca-balletes y dos chiquichaques, uno arriba, montado en la propia viga, otro abajo, cega-do por el serrn que cae, imprimen a una an-cha y fuerte sierra un continuo movimiento de vaivn. Durante horas esos hombres se doblan, parecidos a tteres articulados, con regularidad y sequedad de mquinas. La madera que cortan se alinea, a lo largo de la muralla del fondo, en pilas de dos o tres me-tros de alto, y metdicamente construidas, tabla a tabla, en forma de cubo perfecto. Esa especie de almiares cuadrados, que a menu-do permanecen all varias temporadas, comi-dos por las hierbas a ras del suelo, son uno de los encantos del ejido de San Mittre. For-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    man senderos misteriosos, estrechos y dis-cretos, que llevan a una vereda ms ancha, que queda entre las pilas y la muralla. Es un desierto, una franja de verdor desde donde slo se ven trozos de cielo. En esa vereda, cu-yos muros estn tapizados de musgo y cuyo suelo parece cubierto de una alfombra de al-ta lana, reinan an la vegetacin exuberante y el silencio estremecido del viejo cemente-rio. Se sienten correr por ella esos soplos clidos y vagos de la voluptuosidad de la muerte que salen de las viejas tumbas calde-adas por los grandes soles. No hay, en la campia de Plassans, un lugar ms emocio-nante, ms vibrante de tibieza, de soledad y de amor. All es exquisito amar. Cuando se vaci el cementerio, debieron de apilar los huesos en ese rincn, pues no resulta raro, todava hoy, desenterrar fragmentos de cala-vera al hurgar con el pie entre la hierba hmeda.

    Nadie, por lo dems, piensa ya en los muertos que durmieron bajo esta hierba. De

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    da, slo los nios se meten entre las pilas de madera, cuando juegan al escondite. La ve-reda sigue virgen e ignorada. Se ve slo el depsito atestado de vigas y gris de polvo. Por la maana y a primeras horas de la tar-de, cuando el sol es tibio, todo el terreno bu-lle, y por encima de toda esa turbulencia, por encima de los galopines que juegan entre las piezas de madera y de los gitanos que atizan el fuego bajo su puchero, la seca silue-ta del chiquichaque montado en su viga se recorta en el cielo, yendo y viniendo con un movimiento regular de balancn, como para reglar la vida ardiente y nueva que ha creci-do en este campo del eterno reposo. Slo los viejos, sentados en las vigas y calentndose al sol poniente, hablan a veces entre s de los huesos que vieron acarrear antao por las calles de Plassans, en el legendario volquete.

    Cuando cae la noche el ejido de San Mittre se vaca, se vuelve profundo, semejante a un gran agujero negro. Al fondo, slo se vislum-bra ya el resplandor agonizante de la hogue-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    ra de los gitanos. A veces, unas sombras des-aparecen silenciosas entre la espesa masa de las tinieblas. Sobre todo en invierno, el lugar resulta siniestro.

    Un domingo por la tarde, hacia las siete, un joven sali lentamente del callejn de San Mittre y, rozando los muros, se meti entre las vigas del depsito. Era en los pri-meros das de diciembre de 1851. Haca un fro seco. La luna, llena en ese momento, te-na esa claridad aguda propia de las lunas de invierno. El depsito, esa noche, no se ahondaba siniestramente como en las no-ches lluviosas; iluminado por anchos lienzos de luz blanca, se extenda, entre el silencio y la inmovilidad del fro, con suave melancol-a.

    El joven se par unos segundos al borde del campo, mirando al frente con aire desconfia-do. Llevaba, oculta bajo la chaqueta, la cula-ta de un largo fusil, cuyo can, dirigido ha-cia abajo, brillaba al claro de luna. Estre-chando el arma contra el pecho, escrut

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    atentamente con la mirada los cuadrados de tinieblas que las pilas de tablas proyectaban al fondo del terreno. Haba all como un ta-blero blanco y negro de luz y de sombra, con escaques netamente recortados. En el centro del ejido, sobre un trozo de suelo gris y des-nudo, los caballetes de los chiquichaques se dibujaban, alargados, estrechos, raros, se-mejantes a una monstruosa figura geomtri-ca trazada a tinta en un papel. El resto del depsito, el entarimado de vigas, no era sino un vasto lecho donde la claridad dorma, apenas estriada con delgadas rayas negras por las lneas de sombra que corran a lo lar-go de los gruesos tablones. Bajo aquella luna de invierno, en el silencio helado, aquella marea de mstiles acostados, inmviles, co-mo atiesados de sueo y de fro, recordaba a los muertos del viejo cementerio. El joven no lanz sino un rpido vistazo a aquel espacio vaco; ni un ser, ni un soplo, ni el menor peli-gro de ser visto u odo. Las manchas de som-bra del fondo le inquietaban ms. Sin em-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    bargo, tras un corto examen, se aventur y cruz rpidamente el depsito.

    En cuanto se sinti al amparo, afloj la marcha. Estaba entonces en la vereda que bordea la muralla, detrs de las tablas. All, ni siquiera oy el rumor de sus pasos; la hierba helada cruja apenas bajo sus pies. Una sensacin de bienestar pareci apode-rarse de l. Deba de gustarle aquel lugar y no temer en l ningn peligro, no venir a buscar all ms que algo dulce y bueno. Dej de ocultar su fusil. La vereda se extenda, semejante a una zanja de sombras; de tarde en tarde, la luna, deslizndose entre dos pi-las de tablas, cortaba la hierba con una raya de luz. Todo dorma, tinieblas y claridades, con un sueo profundo, dulce y triste. Nada comparable a la paz de aquel sendero. El jo-ven lo recorri entero. En el extremo, en el punto donde las murallas del Jas-Meiffren forman un ngulo, se detuvo, aguzando el o-do, como para escuchar si llegaba algn rui-do de la finca vecina. Despus, al no or na-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    da, se baj, apart una tabla y escondi su fusil en una pila de madera.

    Haba all, en la esquina, una vieja lpida sepulcral, olvidada en el traslado del antiguo cementerio y que, colocada sobre el campo y un poco al sesgo, formaba una especie de banco alto. La lluvia haba desmenuzado sus bordes, el musgo la roa lentamente. Sin em-bargo, an poda leerse, al claro de luna, es-te fragmento de epitafio grabado en la cara encajada en tierra: Aqu yace... Marie... muerta.... El tiempo haba borrado el resto.

    Despus de ocultar su fusil, el joven es-cuch de nuevo y, no habiendo odo nada, decidi subirse a la lpida. El muro era bajo, se puso de codos sobre la albardilla. Pero ms all de la fila de moreras que bordea la muralla, no vio sino una llanura de luz; las tierras del Jas-Meiffren, lisas y sin rboles, se extendan bajo la luna como una inmensa pieza de tela cruda; a unos cien metros, la vivienda y las dependencias habitadas por el aparcero formaban manchas de un blanco

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    ms brillante. El joven miraba hacia ese la-do con inquietud cuando un reloj de la ciu-dad empez a dar las siete, con golpes gra-ves y lentos. Cont los toques, despus baj de la lpida, como sorprendido y aliviado.

    Se sent en el banco como quien consiente en una larga espera. Ni siquiera pareca sen-tir el fro. Durante cerca de media hora no se movi, con los ojos clavados en una masa de sombras, soador. Se haba situado en un rincn oscuro; pero, poco a poco, la luna que suba le alcanz, y su cabeza se encontr en plena claridad.

    Era un muchacho de aire vigoroso, cuya bo-ca fina y piel an delicada proclamaban su juventud. Tendra diecisiete aos. Era gua-po, con una belleza singular.

    Su cara, flaca y alargada, pareca excavada por el pulgar de un potente escultor; la fren-te montuosa, los arcos superciliares promi-nentes, la nariz aguilea, la barbilla ancha y chata, las mejillas de pmulos aguzados y cortadas por planos huidizos, daban a la ca-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    beza un relieve de extraordinario vigor. Con la edad, aquella cabeza adquirira un carc-ter huesudo demasiado pronunciado, una flacura de caballero andante. Pero en esa ho-ra de la pubertad, apenas cubierta en las mejillas y el mentn por un leve bozo, vea corregida su rudeza por cierta encantadora blandura, por ciertos rincones de la fisonom-a que seguan siendo infantiles e impreci-sos. Los ojos, de un negro tierno, an anega-dos de adolescencia, impriman tambin dul-zura a esa expresin enrgica. No a todas las mujeres les hubiera gustado aquel chico, pues estaba lejos de ser lo que se llama un guapo mozo; pero el conjunto de sus rasgos tena una vida tan ardiente y simptica, tal belleza de entusiasmo y fuerza, que las chi-cas de su provincia, esas chicas curtidas del sur, deban de soar con l cuando pasaba por delante de sus puertas, en las clidas tardes de julio.

    Segua penando, sentado en la lpida se-pulcral, sin notar la claridad de la luna que

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    corra ahora a lo largo de su pecho y de sus piernas. Era de estatura mediana, levemen-te rechoncho. Al final de sus brazos demasia-do desarrollados unas manos de obrero, en-durecidas ya por el trabajo, se acoplaban slidamente; sus pies, calzados con gruesos zapatos de cordones, parecan fuertes, cua-drados en la punta. Por sus ligamentos y sus extremidades, por la actitud pesada de sus miembros, era un hombre del pueblo; pero haba en l, en su cuello erguido y en los res-plandores pensativos de sus ojos, una espe-cie de sorda rebelin contra el embruteci-miento del oficio manual que comenzaba a encorvarlo. Deba de ser de natural inteli-gente, ahogado en el fondo de la pesadez de su raza y de su clase, una de esas almas tier-nas y exquisitas alojadas en pura carne, y que sufren por no poder salir radiantes de su espesa envoltura. Tambin, en medio de su fuerza, pareca tmido e inquieto, avergonza-do inconscientemente de sentirse incompleto y de no saber cmo completarse. Buen chico,

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    cuya ignorancia se haba convertido en entu-siasmo, corazn de hombre servido por una razn de muchachito, capaz de abandonos como una mujer y de valor como un hroe. Esa noche iba vestido con un pantaln y una chaqueta de pana verdosa de finos bordones. Un sombrero de fieltro flexible, ligeramente echado hacia atrs, dejaba en su frente una raya de sombra.

    Cuando son la media en el reloj vecino, sa-li sobresaltado de su ensoacin. Al verse blanco de luz, mir frente a s con inquietud. Con un movimiento brusco se introdujo en las sombras, pero no pudo recobrar el hilo de su ensoacin. Sinti entonces que sus pies y sus manos se quedaban helados, y le asalt de nuevo la impaciencia. Volvi a subirse pa-ra echar una ojeada al Jas-Meiffren, que se-gua silencioso y vaco. Despus, sin saber cmo matar el tiempo, volvi a bajar, cogi su fusil de la pila de tablas, donde lo haba escondido, y se entretuvo tabaleando en l. El arma era una larga y pesada carabina

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    que haba pertenecido sin duda a un contra-bandista; por el grosor de la culata y la pode-rosa base del can se reconoca un viejo fu-sil de chispa que un armero de la comarca haba transformado en fusil de pistn. Cara-binas as se ven colgadas en las granjas, so-bre las chimeneas. El joven acariciaba su ar-ma con amor; baj el gatillo ms de veinte veces, introdujo su dedo meique en el ca-n, examin atentamente la culata. Poco a poco, se anim con juvenil entusiasmo, con el que se mezclaba cierta niera. Acab po-nindose la carabina en la mejilla, apuntan-do al vaco, como un recluta que hace la ins-truccin.

    No tardaron en dar las ocho. Conservaba el arma sobre la mejilla desde haca un minuto largo, cuando una voz, leve como un soplo, baja y jadeante, lleg del Jas-Meiffren.

    Ests ah, Silvre? pregunt la voz. Silvre solt el fusil y, de un salto, se en-

    contr en la lpida sepulcral. S, s respondi, ahogando igualmente su

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    voz. Espera, voy a ayudarte. An no haba alargado los brazos cuando

    una cabeza de jovencita apareci por encima de la muralla. La nia, con singular agili-dad, haba trepado como una joven gata con ayuda del tronco de una morera. Por la segu-ridad y la soltura de sus movimientos, se ve-a que aquel extrao camino deba de serle familiar. En un abrir y cerrar de ojos se en-contr sentada en la albardilla. Entonces Silvre la cogi en sus brazos y la dej en el banco. Pero ella se debata.

    Djame deca con una risa de chiquilla juguetona, djame de una vez... S bajar perfectamente sola. Despus, cuando estu-vo sobre la lpida: Hace mucho que me es-peras?... He corrido, estoy toda sofocada.

    Silvre no respondi. No pareca estar de broma, miraba a la nia con aire apenado. Se sent a su lado, diciendo:

    Quera verte, Miette. Te habra esperado toda la noche... Me marcho maana, al ama-necer.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    Miette acababa de ver el fusil tumbado en la hierba. Se puso seria, murmur:

    Ah!..., Ests decidido... se es tu fusil... Hubo un silencio.

    S respondi Silvre con una voz an ms insegura, es mi fusil... He preferido sa-carlo esta tarde de casa; maana por la ma-ana, ta Dide podra ver que me lo llevo y eso la inquietara... Voy a esconderlo, vendr a buscarlo maana en el momento de salir.

    Y como Miette pareca no poder separar los ojos del arma que l haba dejado tan tonta-mente en la hierba, se levant y la meti de nuevo debajo de la pila de tablas.

    Nos hemos enterado esta maana dijo, volvindose a sentar de que los insurgentes de La Palud y de Saint-Martin-de-Vaulx es-taban en marcha, y de que haban pasado la noche en Alboise. Se ha decidido que nos unamos a ellos. Esta tarde parte de los obre-ros de Plassans han abandonado la ciudad; maana, los que todava quedan irn al en-cuentro de sus hermanos. Pronunci la pa-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    labra hermanos con nfasis juvenil. Des-pus, animndose, con voz ms vibrante: La lucha resulta inevitable aadi, pero el derecho est de nuestra parte, triunfaremos.

    Miette escuchaba a Silvre, mirando al frente, fijamente, sin ver. Cuando l call, dijo simplemente:

    Est bien. Y tras un silencio: Ya me lo habas advertido..., sin embargo, esperaba an... En fin, est decidido.

    No pudieron encontrar otras palabras. El rincn desierto del depsito, el caminito ver-de recobraron su calma melanclica; no qued sino la luna viviente haciendo girar sobre la hierba la sombra de las pilas de ta-blas. El grupo formado por los dos jvenes sobre la lpida sepulcral se haba quedado inmvil y mudo, en la claridad plida. Silv-re haba pasado el brazo alrededor del talle de Miette, y sta se haba abandonado sobre su hombro. No intercambiaron besos, slo un abrazo en el que el amor tena la tierna ino-cencia de un cario fraternal.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    Miette iba cubierta por una gran capa par-da con capucha, que le caa hasta los pies y la envolva por entero. Slo se le vean la ca-beza y las manos. Las mujeres del pueblo, las campesinas y las obreras llevan an, en Provenza, esas amplias capas, que en la re-gin se denominan pellizas y cuya moda se remonta a muy lejos. Al llegar, Miette se ha-ba echado hacia atrs la capucha. De san-gre ardiente, viviendo al aire libre, no lleva-ba nunca cofia. Su cabeza desnuda se desta-caba vigorosamente sobre la muralla blan-queada por la luna. Era una nia, pero una nia que se haca mujer. Se hallaba en esa hora indecisa y adorable en que la joven sur-ge de la chiquilla. Hay entonces, en toda adolescente, una delicadeza de capullo na-ciente, una vacilacin de formas de exquisito encanto; las lneas plenas y voluptuosas de la pubertad se insinan en la inocente delga-dez de la infancia; la mujer se desprende con sus primeras turbaciones pdicas, conser-vando an a medias su cuerpo de nia y po-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    niendo, sin saberlo, en cada uno de sus ras-gos, la confesin de su sexo. Para ciertas mu-chachas, esa hora es mala; crecen brusca-mente, se afean, se vuelven amarillas y en-debles como plantas precoces. Para Miette, para todas las que son de sangre rica y viven al aire libre, es una hora de gracia penetran-te que no recobran jams. Miette tena trece aos. Aunque ya era alta, nadie le habra echado ms, pues su rostro rea an, a veces, con una risa clara e ingenua. Adems, deba de ser nbil, la mujer se desarrollaba con ra-pidez en ella, gracias al clima y a la vida ru-da que llevaba. Era casi tan alta como Silv-re, rolliza y toda estremecida de vida. Al igual que su amigo, no tena una belleza comn. No se la poda considerar fea, pero habra parecido cuando menos rara a mu-chos lindos jvenes. Tena esplndidos cabe-llos: le nacan fuertes y tiesos sobre la fren-te, caan poderosamente hacia atrs, como una ola naciente, despus recorran la cabe-za y la nuca, semejantes a un mar encrespa-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    do, lleno de hervores y caprichos, de un ne-gro de tinta. Eran tan espesos que no saba qu hacer con ellos. Le molestaban. Los re-torca lo ms fuerte posible en varias cren-chas, del grosor de la mueca de un nio, para que ocupasen menos sitio, y despus los amontonaba detrs de la cabeza. No tena tiempo de pensar en su peinado, y ocurra siempre que ese moo enorme, hecho sin es-pejo y a toda prisa, adquira bajo sus dedos una poderosa gracia. Al verla tocada con aquel casco viviente, con aquel montn de cabellos rizados que se desbordaban sobre las sienes y el cuello como una pelambre de animal, se comprenda por qu iba siempre con la cabeza descubierta, sin preocuparse nunca por lluvias ni heladas. Bajo la lnea oscura de los cabellos, la frente, muy estre-cha, tena la forma y el color dorado de una fina medialuna. Los ojos grandes, saltones, la nariz corta, ancha en las aletas y respin-gada en la punta, los labios, demasiado gruesos y demasiado rojos, habran parecido

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    feos examinados por separado. Pero, toma-dos en la encantadora redondez de la cara, vistos en el ardiente juego de la vida, esos detalles del rostro formaban un conjunto de extraa y penetrante belleza. Cuando Miette rea, echando la cabeza hacia atrs y la-dendola blandamente sobre el hombro de-recho, pareca una antigua bacante, con la garganta henchida de gozo sonoro, las meji-llas redondeadas como las de un nio, los anchos dientes blancos, las crenchas de ca-bellos crespos que los estallidos de alegra agitaban sobre su nuca, al igual que una co-rona de pmpanos. Y para encontrar en ella a la virgen, a la chiquilla de trece aos, hab-a que ver cunta inocencia encerraban sus risas amplias y sueltas de mujer hecha y de-recha, haba que observar sobre todo la deli-cadeza todava infantil de su mentn y la pureza blanda de sus sienes. El rosro de Miette, bronceado por el sol, tomaba, con ciertas luces, reflejos de mbar amarillo. Una fina pelusilla negra pona ya sobre su

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    labio superior una ligera sombra. El trabajo empezaba a deformar sus manecitas breves, que habran podido convertirse, per-maneciendo perezosas, en adorables manos regordetas de burguesa.

    Miette y Silvre se quedaron un buen rato mudos. Lean en sus inquietos pensamien-tos. Y, a medida que se hundan juntos en el temor y en lo desconocido del maana, se abrazaban con un abrazo ms estrecho. Se entendan hasta el fondo del corazn, percib-an la inutilidad y la crueldad de toda queja en voz alta. La jovencita no pudo, sin embar-go, contenerse ms; se ahogaba, expres en una frase la inquietud de los dos.

    Volvers, verdad? balbuci colgndose del cuello de Silvre.

    Silvre, sin responder, con un nudo en la garganta y temiendo llorar como ella, la bes en la mejilla, como un hermano que no en-cuentra otro consuelo. Se separaron, volvie-ron a caer en su silencio.

    Al cabo de un instante Miette se estreme-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    ci. Ya no se apoyaba contra el hombro de Silvre, senta helarse su cuerpo. La vspera, no se hubiera estremecido de esta suerte, al fondo de aquella vereda desierta, sobre aquella lpida sepulcral, donde, desde haca varias temporadas, vivan tan felizmente su ternura, en la paz de los viejos muertos.

    Tengo mucho fro dijo, volvindose a po-ner la capucha de la pelliza.

    Quieres que caminemos? le pregunt el joven. An no son las nueve, podemos pase-ar un rato por la carretera.

    Miette pensaba que acaso en mucho tiempo no tendra la alegra de una cita, de una de esas charlas del anochecer para las cuales viva de da.

    S, caminemos respondi con presteza, vamos hasta el molino... Me quedar toda la noche, si quieres.

    Dejaron el banco y se escondieron en la sombra de una pila de tablas. All, Miette abri su pelliza, pespunteada con pequeos rombos y forrada de una indiana rojo san-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    gre; despus ech un faldn de aquel clido y amplio manto sobre los hombros de Silvre, envolvindolo as por entero, juntndolo con ella, apretado contra ella, en la misma pren-da. Se pasaron mutuamente el brazo en tor-no al talle para no formar ms que uno solo. Cuando estuvieron as confundidos en un so-lo ser, cuando se encontraron hundidos en los pliegues de la pelliza al punto de perder toda forma humana, empezaron a andar a pasitos, dirigindose hacia la carretera, cru-zando sin temor los espacios desnudos del depsito, blancos de luna. Miette haba en-vuelto a Silvre, y ste se prestaba a aquella operacin, de una forma muy natural, como si la pelliza les hubiera hecho, cada noche, el mismo servicio.

    La carretera de Niza, a cuyos dos lados se levanta el arrabal, estaba bordeada en 1851 por olmos seculares, viejos gigantes, ruinas grandiosas y llenas an de podero, que la aseada municipalidad de la ciudad ha susti-tuido, desde hace aos, por pequeos plta-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    nos. Cuando Silvre y Miette se encontraron bajo los rboles, cuyas ramas monstruosas dibujaba la luna a lo largo del arcn, halla-ron, en dos o tres ocasiones, bultos negros que se movan silenciosamente rozando las casas. Eran, al igual que ellos, parejas de enamorados, hermticamente encerrados en trozos de tela, y que paseaban al fondo de las sombras su ternura discreta.

    Los amantes de las ciudades del sur han adoptado este tipo de paseos. Los chicos y chicas del pueblo, que se casarn un da, y a quienes no les molesta besarse antes un po-co, no saben dnde refugiarse para inter-cambiar besos a sus anchas, sin exponerse demasiado a los chismorreos. En la ciudad, aunque sus padres los dejen en entera liber-tad, si alquilasen una habitacin, si se en-contraran a solas, seran, al da siguiente, el escndalo de la regin; por otra parte, no tie-nen tiempo, todas las tardes, de llegar a las soledades del campo. Entonces han elegido un trmino medio; recorren los arrabales, los

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    baldos, los senderos de las carreteras, todos los parajes donde hay pocos transentes y muchos rincones oscuros. Y para mayor pru-dencia, como todos los habitantes se cono-cen, tienen buen cuidado de volverse irreco-nocibles hundindose en una de esas gran-des capas, que albergaran a una familia en-tera. Los padres toleran esas correras en plenas tinieblas; la rgida moral provinciana no parece alarmarse; se da por sentado que los enamorados no se detienen nunca en los rincones ni se sientan en el fondo de los te-rrenos, y eso basta para calmar los alarma-dos pudores. Slo pueden besarse mientras caminan. A veces, sin embargo, una chica se echa a perder: los amantes se han sentado.

    Nada ms encantador, en verdad, que esos paseos de amor. La imaginacin mimosa e inventiva del sur est toda en ellos. Se trata de una verdadera mascarada, frtil en pe-queas felicidades, y al alcance de los po-bres. La enamorada no tiene ms que abrir su prenda, tiene un asilo listo para su ena-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    morado; lo esconde sobre su corazn, en la ti-bieza de sus ropas, al igual que las pequeas burguesas ocultan a sus galanes debajo de la cama o en los armarios. El fruto prohibido adquiere aqu un sabor especialmente dulce: se come al aire libre, en medio de los indife-rentes, a lo largo de los caminos. Y lo que tiene de ms exquisito, lo que da una pene-trante voluptuosidad a los besos intercam-biados, debe ser la certidumbre de poder be-sarse impunemente delante de la gente, de estar por las noches en pblico uno en bra-zos del otro, sin correr el peligro de ser reco-nocidos y sealados con el dedo. Una pareja no es sino un bulto pardo, se parece a otra pareja. Para el paseante rezagado, que ve moverse vagamente esos bultos, es el amor que pasa, sin ms; el amor sin nombre, el amor que se adivina y que se ignora. Los amantes se saben bien escondidos; charlan en voz baja, estn en su casa; muy a menudo no se dicen nada, caminan durante horas, al azar, felices de sentirse apretados juntos en

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    el mismo trozo de indiana. Eso es muy vo-luptuoso y muy virginal a la vez. El clima es el gran culpable; slo l debi de invitar al principio a los amantes a elegir los rincones de los arrabales como retiros. En las buenas noches de verano, no se puede dar una vuel-ta por Plassans sin descubrir, en la sombra de cada lienzo de muralla, una pareja enca-puchada; ciertos parajes, el ejido de San Mittre, por ejemplo, estn poblados por estos domins oscuros que se rozan lentamente, sin ruido, entre las tibiezas de la noche se-rena; diranse los invitados de un baile mis-terioso que las estrellas dieran a los amores de la gente pobre. Cuando hace demasiado calor y las jovencitas no llevan sus pellizas, se contentan con alzar el primer refajo. En invierno, los ms enamorados se ren de las heladas. Mientras bajaban por la carretera de Niza, Silvre y Miette no pensaban para nada en quejarse de la fra noche de diciem-bre.

    Los jvenes cruzaron el arrabal dormido

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    sin intercambiar una palabra. Volvan a hallar, con alegra muda, el tibio encanto de su abrazo. Sus corazones estaban tristes, la felicidad que saboreaban al apretarse uno contra otro tena la emocin dolorosa de un adis, y les pareca que no agotaran jams la dulzura y la amargura de aquel silencio que acunaba lentamente su marcha. Pronto las casas fueron raleando, llegaron al extre-mo del arrabal. All se abre el portaln del Jas-Meiffren, dos fuertes pilares unidos por una verja, que deja ver, entre sus barrotes, una larga avenida de moreras. Al pasar, Silvre y Miette lanzaron instintivamente una mirada a la finca.

    A partir del Jas-Meiffren, el camino real baja en suave pendiente hasta el fondo de un valle que sirve de cauce a un pequeo ro, el Viorne, arroyo en verano y torrente en in-vierno. Las dos filas de olmos continuaban, en aquella poca, y convertan la carretera en una magnfica avenida que cortaba la la-dera, plantada de trigo y de entecas vias,

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    con una ancha cinta de rboles gigantescos. En esa noche de diciembre, bajo una luna clara y fra, los campos recin labrados se extendan en las dos inmediaciones del ca-mino, semejantes a vastas capas de guata griscea, capaces de amortiguar todos los ruidos del aire. A lo lejos, la voz sorda del Viorne era lo nico que estremeca la inmen-sa paz del campo.

    Cuando los jvenes hubieron empezado a bajar por la avenida, el pensamiento de Mie-tte volvi al Jas-Meiffren, que acababan de dejar a sus espaldas.

    Me cost mucho escaparme, esta noche dijo. Mi to no se decida a despedirme. Se haba encerrado en una bodega y creo que enterraba su dinero, pues pareca muy asus-tado, esta maana, por los acontecimientos que se preparan.

    Silvre la estrech con mayor dulzura. Vamos, respondi, s valiente... Llegar

    un tiempo en que nos veremos libremente todo el da... No hay que entristecerse.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    Oh! prosigui la jovencita moviendo la cabeza, t tienes esperanzas... Hay das en que estoy muy triste. No es el trabajo pesado lo que me disgusta; al contrario, a menudo me siento dichosa por la dureza de mi to y las tareas que me impone. Tuvo razn al hacer de m una campesina; a lo mejor yo hubiera acabado mal, porque, ya ves, Silv-re, hay momentos en los que me creo maldi-ta... Entonces me gustara estar muerta... Pienso en eso que ya sabes...

    Al pronunciar estas ltimas palabras, la voz de la cra se rompi en un sollozo. Silv-re la interrumpi con un tono casi duro.

    Cllate! dijo. Me habas prometido pensar menos en eso. No es tuyo el crimen. Despus aadi con acento ms suave: Nos queremos, no? Cuando estemos casados, no tendrs ya horas malas.

    Ya lo s murmur Miette, t eres bue-no, me tiendes la mano. Pero qu quieres?, siento temores, a veces me noto rebelde. Me parece que me han hecho dao, y entonces

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    me dan ganas de ser mala. A ti te abro mi corazn. Cada vez que me echan en cara el nombre de mi padre, noto una quemazn en todo el cuerpo. Cuando paso los chavales gri-tan: Eh!, la Chantegreil, me sacan de mis casillas; quisiera agarrarlos para pegarles. Y, tras un silencio arisco, prosigui: T eres un hombre, vas a disparar tiros... Eres muy feliz.

    Silvre la haba dejado hablar. Al cabo de unos cuantos pasos, dijo con voz triste:

    Te equivocas, Miette, tu clera es mala. No hay que rebelarse contra la justicia. Yo, por mi parte, voy a luchar por el derecho de todos, no tengo que satisfacer ninguna ven-ganza.

    No importa continu la joven, quisiera ser hombre y disparar tiros. Me parece que eso me hara bien. Y como Silvre guarda-ba silencio, vio que lo haba disgustado. To-da su fiebre se apag. Balbuci con voz supli-cante: No me guardas rencor? Es tu mar-cha lo que me apena y me lanza a estas ide-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    as. Ya s que tienes razn, que debo ser humilde...

    Se ech a llorar. Silvre, emocionado, le co-gi las manos y se las bes.

    Veamos dijo tiernamente, vas de la ira a las lgrimas, como una cra. Hay que ser razonable. Yo no te regao... Simplemente quisiera verte ms feliz, y eso depende mu-cho de ti.

    El drama cuyo recuerdo acababa de evocar Miette tan dolorosamente dej a los enamo-rados entristecidos unos minutos. Siguieron caminando, la cabeza gacha, turbados por sus pensamientos. Al cabo de un instante:

    Me crees mucho ms feliz que t? pre-gunt Silvre, volviendo a su pesar a la con-versacin. Si mi abuela no me hubiera reco-gido y criado, qu habra sido de m? Aparte del to Antoine, que es un obrero como yo y que me ense a amar a la Repblica, todos mis dems parientes tienen pinta de temer que los ensucie, cuando paso a su lado. Se animaba al hablar; se haba parado, rete-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    niendo a Miette en el centro de la carretera. Dios es testigo continu de que no envi-

    dio ni detesto a nadie. Pero, si triunfamos, tendr que cantarles las cuarenta a esos buenos seores. El to Antoine sabe mucho de eso. Ya vers a nuestro regreso. Vivire-mos todos libres y dichosos.

    Miette lo arrastr suavemente. Echaron de nuevo a andar.

    Amas mucho a tu Repblica dijo la nia, tratando de bromear. Me amas a m tanto como a ella?

    Se rea, pero haba cierta amargura en el fondo de su risa: quiz se dijera que Silvre la abandonaba con mucha facilidad para irse de correra. El joven respondi con tono gra-ve:

    T eres mi mujer. Te he dado todo mi co-razn. Y amo a la Repblica, ya ves, porque te amo. Cuando estemos casados necesitare-mos mucha felicidad, y en busca de parte de esa felicidad me alejar maana por la ma-ana... Es que me aconsejas que me quede

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    en casa? Oh, no! exclam con vehemencia la jo-

    ven. Un hombre debe ser fuerte. Qu her-moso es el valor!... Tienes que perdonarme que est celosa. Quisiera ser tan fuerte como t. Me amaras an ms, verdad? Guard silencio un instante, despus aadi con una vivacidad y una ingenuidad encantadoras: Ah! Qu a gusto te abrazar, cuando vuel-vas!

    Este arrebato de un corazn amante y vale-roso conmovi hondamente a Silvre. Cogi a Miette entre sus brazos y le dio varios be-sos en las mejillas. La nia se resisti un po-co, riendo. Y tena los ojos llenos de lgrimas de emocin.

    En torno a los dos enamorados, la campia continuaba su sueo, en la inmensa paz del fro. Haban llegado a la mitad de la ladera. All, a la izquierda, se encontraba un mont-culo bastante alto, en la cumbre del cual la luna blanqueaba las ruinas de un molino de viento; slo quedaba la torre, toda derruida

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    por un lado. Era la meta que los jvenes haban asignado a su paseo. Desde el arra-bal, caminaban en derechura, sin echar un solo vistazo a los campos que cruzaban. Tras haber besado a Miette en las mejillas, Silv-re alz la cabeza. Distingui el molino.

    Cunto hemos andado! exclam. Ah est el molino. Deben de ser cerca de las nueve y media, hay que volver.

    Miette torci el gesto. Sigamos un poco ms implor, slo

    unos pasos, hasta el atajo... De veras, slo hasta all.

    Silvre la cogi por la cintura; sonriente. Reanudaron la bajada de la cuesta. Ya no te-man las miradas de los curiosos; desde las ltimas casas, no haban encontrado un al-ma. No por ello dejaron de arroparse en la gran pelliza. Esta pelliza, esta prenda co-mn, era como el nido natural de sus amo-res. Los haba ocultado tantas noches feli-ces! De haber paseado uno al lado del otro, se habran credo muy pequeos y aislados

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    en la vasta campia. El no formar sino un ser los tranquilizaba, los engrandeca. Mira-ban, a travs de los pliegues de la pelliza, los campos que se extendan a los dos bordes de la carretera, sin experimentar ese aplasta-miento que los anchos horizontes indiferen-tes imponen a la ternura humana. Les pa-reca que llevaban su casa consigo, disfruta-ban del campo como quien disfruta de l desde una ventana, gustosos de las tranqui-las soledades, los lienzos de luz durmiente, los fragmentos de naturaleza, vagos bajo el sudario del invierno y de la noche, el valle entero que, pese a encantarles, no era, sin embargo, lo bastante fuerte para interponer-se entre sus dos corazones apretados uno contra otro.

    Por otra parte, haban cesado toda conver-sacin continuada; ya no hablaban de los de-ms, tampoco hablaban de s mismos; esta-ban en el mero minuto presente, intercam-biando un apretn de manos, lanzando una exclamacin al ver un rincn de paisaje, pro-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    nunciando escasas palabras, sin orse dema-siado, como adormilados por la tibieza de sus cuerpos. Silvre olvidaba sus entusias-mos republicanos; Miette slo pensaba en que su enamorado deba dejarla dentro de una hora, para mucho tiempo, quiz para siempre. Al igual que en los das ordinarios, cuando ningn adis turbaba la paz de sus citas, se adormecan en el arrobamiento de sus ternezas.

    Seguan caminando. Pronto llegaron al ata-jo de que Miette haba hablado, un trozo de callejuela que se adentra en el campo hasta una aldea construida a orillas del Viorne. Pero no se detuvieron, siguieron bajando, fingiendo no haber visto el sendero que se haban prometido no rebasar. Slo unos mi-nutos despus Silvre murmur:

    Debe de ser muy tarde, te vas a cansar. No, te lo juro, no estoy cansada res-

    pondi la joven. Caminara as durante le-guas. Despus aadi con voz mimosa: Quieres? Vamos a bajar hasta los prados de

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    Santa Clara... All se acabar de veras, des-andaremos el camino.

    Silvre, a quien la marcha cadenciosa de la cra acunaba, y que dormitaba suavemente, con los ojos abiertos, no hizo la menor obje-cin. Prosiguieron con su xtasis. Avanza-ban aflojando el paso, por temor al momento en que tendran que subir la cuesta; mien-tras avanzaban, les pareca marchar hacia la eternidad de aquel abrazo que los ligaba el uno al otro; el regreso era la separacin, la cruel despedida. Poco a poco la pendiente de la carretera se volva menos empinada. El fondo del valle est ocupado por praderas que se extienden hasta el Viorne, que corre al otro extremo, a lo largo de una serie de co-linas bajas. Estas praderas, separadas del camino real por setos vivos, son los prados de Santa Clara.

    Bah! exclam Silvre a su vez, al divisar las primeras extensiones de hierba, iremos hasta el puente.

    Miette solt una fresca carcajada. Cogi al

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    joven por el cuello y lo bes ruidosamente. En el punto donde comienzan los setos, la

    larga avenida de rboles terminaba entonces con dos olmos, dos colosos an ms gigantes-cos que los otros. Los terrenos se extienden a ras de la carretera, desnudos, similares a una ancha franja de lana verde, hasta los sauces y los abedules del ro. Desde los lti-mos olmos al puente haba, adems, apenas cien metros. Los enamorados tardaron un cuarto de hora largo en salvar esa distancia. Por fin, pese toda su morosidad, se encontra-ron en el puente. Se detuvieron.

    Ante ellos, la carretera de Niza suba por la vertiente opuesta del valle, pero slo podan ver un tramo bastante corto, porque forma un brusco recodo, a medio kilmetro del puente, y se pierde entre laderas boscosas. Al darse la vuelta, distinguieron el otro ex-tremo de la carretera, el que acababan de re-correr, y que va en lnea recta desde Plas-sans al Viorne. Bajo el hermoso claro de lu-na invernal, hubirase dicho una larga cinta

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    de plata que las hileras de olmos bordeaban con dos orlas oscuras. A derecha e izquierda, las tierras de labor de la cuesta formaban anchos mares grises y vagos, cortados por esa cinta, por esa carretera blanca y helada, de un resplandor metlico. Arriba del todo brillaban, semejantes a chispas vivas, algu-nas ventanas todava iluminadas del arra-bal. Miette y Silvre, paso tras paso, se hab-an alejado una buena legua. Echaron una mirada al camino recorrido, impresionados con muda admiracin ante aquel inmenso anfiteatro que suba hasta el borde del cielo, y sobre el cual corran, como sobre los pelda-os de una cascada gigante, franjas de clari-dad azulada. Este extrao decorado, esta apoteosis colosal, se alzaba en una inmovili-dad y en un silencio de muerte. No exista nada de ms soberana grandeza.

    Despus los jvenes, que acababan de apo-yarse contra un pretil del puente, miraron a sus pies. El Viorne, crecido por las lluvias, pasaba por debajo de ellos, con ruidos sordos

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    y continuos. Ro arriba y ro abajo, entre las tinieblas amontonadas en las cavidades, dis-tinguan las lneas negras de los rboles que crecan en las orillas; aqu y all, un rayo de luna se deslizaba, dejando sobre el agua un reguero de estao fundido que reluca y se agitaba, como un reflejo de luz sobre las es-camas de un animal vivo. Esos resplandores corran con un encanto misterioso a lo largo de la corriente griscea del torrente, entre los vagos fantasmas del follaje. Pareca un valle encantado, un maravilloso retiro donde viva con vida extraa todo un pueblo de sombras y de claridades.

    Los enamorados conocan bien aquel trozo de ro; en las clidas noches de julio haban bajado all a menudo, en busca de algn frescor; haban pasado largas horas ocultos en los bosquecillos de sauces, en la orilla de-recha, en el punto donde los prados de Santa Clara despliegan su alfombra de csped has-ta el borde del agua. Recordaban los meno-res repliegues de la ribera; las piedras sobre

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    las que haba que saltar para cruzar el Vior-ne, entonces delgado como un hilo; ciertos hoyos de hierba donde haban soado sus sueos de ternura. Y as Miette, desde lo al-to del puente, contemplaba con ojos de envi-dia la orilla derecha del torrente.

    Si hiciera ms calor suspir, podramos bajar a descansar un rato, antes de subir la cuesta... Luego, tras un silencio, sin dejar de clavar los ojos en las orillas del Viorne: Mira, Silvre prosigui, ese bulto negro, all abajo, antes de la esclusa... Te acuer-das?... Es el matorral donde nos sentamos el pasado Corpus.

    S, es el matorral respondi Silvre en voz baja.

    All era donde se haban atrevido a besarse en las mejillas. El recuerdo que la nia aca-baba de evocar les caus a ambos una sensa-cin deliciosa, emocin en la cual se mezcla-ban las alegras de la vspera con las espe-ranzas del maana. Vieron, como al resplan-dor de un relmpago, las gratas tardes que

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    haban vivido juntos, sobre todo aquella tar-de del Corpus, cuyos menores detalles recor-daban, el gran cielo tibio, el fresco de los sauces del Viorne, las palabras acariciadoras de su charla. Y al mismo tiempo, mientras las cosas del pasado surgan en sus corazo-nes con dulce sabor, creyeron penetrar en la incgnita del futuro, verse uno en brazos del otro, habiendo realizado su sueo y pasean-do por la vida como acababan de hacerlo por la carretera, clidamente arropados en una misma pelliza. Entonces el arrobamiento los asalt de nuevo, los ojos en los ojos, sonrin-dose, perdidos entre la muda claridad.

    De pronto Silvre levant la cabeza. Se de-sembaraz de los pliegues de la pelliza, aguz la oreja. Miette, sorprendida, lo imit, sin comprender por qu se separaba de ella con gesto tan rpido.

    Desde haca un instante llegaban ruidos confusos desde detrs de los collados entre los que se pierde la carretera de Niza. Eran como los traqueteos lejanos de una caravana

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    de carros. El Viorne, adems, cubra con su fragor aquellos ruidos an indistintos. Pero poco a poco se acentuaron, se parecieron a las pisadas de un ejrcito en marcha. Des-pus se distingui, en aquel estruendo conti-nuo y creciente, un guirigay de multitud, ex-traos soplos de huracn acompasados y rt-micos; se diran los truenos de una tormenta que avanzase rpidamente, turbando ya con su cercana el aire dormido. Silvre escucha-ba, sin poder captar aquellas voces de tem-pestad que los collados impedan que llega-ran claramente hasta l. Y, de repente, una masa negra apareci en el recodo de la ca-rretera; La marsellesa, cantada con furia vengadora, estall, formidable.

    Son ellos! exclam Silvre con un arre-bato de gozo y de entusiasmo.

    Ech a correr, subiendo la cuesta, arras-trando a Miette. Haba, a la izquierda de la carretera, un talud plantado de encinas, al cual trep con la joven, para no verse arras-trados ambos por la oleada rugiente de la

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    multitud. Cuando estuvieron en el talud, en la som-

    bra del matorral, la nia, un poco plida, mi-r tristemente a aquellos hombres cuyos cantos lejanos haban bastado para arrancar a Silvre de sus brazos. Le pareci que la tropa entera acababa de interponerse entre ella y l. Eran tan felices, unos minutos an-tes, estaban tan estrechamente unidos, tan solos, tan perdidos en el gran silencio y las discretas claridades de la luna! Y ahora Sil-vre, con la cabeza vuelta, sin parecer cons-ciente siquiera de que ella estaba all, slo tena miradas para aquellos desconocidos a quienes llamaba con el nombre de herma-nos.

    La tropa bajaba con impulso soberbio, irre-sistible. Nada ms terriblemente grandioso que la irrupcin de aquellos pocos millares de hombres en la paz muerta y helada del horizonte. Por la carretera, convertida en to-rrente, avanzaban olas vivientes que pare-can inagotables; siempre, en el recodo del

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    camino, aparecan nuevas muchedumbres negras, cuyos cantos henchan cada vez ms la gran voz de aquella tormenta humana. Cuando aparecieron los ltimos batallones, se produjo un estruendo ensordecedor. La marsellesa llen el cielo, como soplada por bocas gigantes en monstruosas trompetas que la lanzaban, vibrante con sequedad de cobres, hacia todos los rincones del valle. Y la campia dormida despert sobresaltada; se estremeci por entero, al igual que un tambor golpeado por los palillos; reson has-ta las entraas, repitiendo con todos sus ecos las notas ardientes del canto nacional. Y entonces no fue ya solamente la tropa la que cantaba; de los extremos del horizonte, de las rocas lejanas, de los trozos de tierras labradas, de las praderas, de los grupos de rboles, de las ms insignificantes malezas, parecieron brotar voces humanas; el ancho anfiteatro que sube desde el ro a Plassans, la cascada gigantesca sobre la cual corra la azulada claridad de la luna, estaban como

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    cubiertos por un pueblo invisible e innume-rable que aclamaba a los insurgentes; y, en el fondo de las cavidades del Viorne, a lo lar-go de las aguas rayadas por misteriosos re-flejos de estao fundido, no haba un hoyo de tinieblas donde hombres ocultos no parecie-sen repetir cada estribillo con una clera ms alta. La campia, en la conmocin del aire y del suelo, gritaba venganza y libertad. Mientras el pequeo ejrcito descendi por la cuesta, el rugido popular rod as en on-das sonoras atravesadas por bruscos estalli-dos, sacudiendo hasta las piedras del cami-no.

    Silvre, plido de emocin, escuchaba y se-gua mirando. Los insurgentes, que marcha-ban en cabeza, arrastrando tras s aquella larga corriente hormigueante y mugiente, monstruosamente indistinta en las sombras, se acercaban al puente a rpidos pasos.

    Crea murmur Miette que no tenais que atravesar Plassans.

    Habrn modificado el plan de campaa

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    respondi Silvre; en efecto, debamos diri-girnos hacia la capital del departamento por la carretera de Toln, cogiendo a la izquier-da de Plassans y de Orchres. Habrn salido de Alboise esta tarde y habrn pasado por Les Tulettes al anochecer.

    La cabeza de la columna haba llegado ante los jvenes. Reinaba, en el pequeo ejrcito, ms orden del que hubiera podido esperarse de una banda de hombres indisciplinados. Los contingentes de cada ciudad, de cada vi-lla, formaban batallones distintos que mar-chaban a unos pasos unos de otros. Estos ba-tallones parecan obedecer a unos jefes. Por otra parte, el impulso que los haca abalan-zarse en aquel momento por la pendiente de la cuesta los converta en una masa slida y compacta, de un podero invencible. Poda haber all unos tres mil hombres unidos y arrastrados en bloque por un viento de cle-ra. Se distinguan mal, en la sombra que los altos taludes proyectaban a lo largo de la ca-rretera, los extraos detalles de la escena.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    Pero, a cinco o seis pasos del matorral donde se haban refugiado Miette y Silvre, el ta-lud de la izquierda descenda para dejar pa-so a un caminito que segua el Viorne, y la luna, deslizndose por ese boquete, rayaba la carretera con una ancha franja luminosa. Cuando los primeros insurgentes entraron en aquel rayo, se hallaron sbitamente ilu-minados por una claridad cuyas agudas blancuras recortaban con singular nitidez las menores aristas de los rostros y de las ro-pas. A medida que los contingentes desfila-ban, los jvenes los vieron as, frente a ellos, feroces, sin cesar renacientes, surgir repenti-namente de las tinieblas.

    Al entrar los primeros hombres en la clari-dad, Miette, con un movimiento instintivo, se apret contra Silvre, aunque se senta segura, e incluso al abrigo de las miradas. Pas el brazo por el cuello del joven, apoy la cabeza en su hombro. Con el rostro enmarca-do por la capucha de la pelliza, plida, se mantuvo en pie, con los ojos clavados en

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    aquel cuadrado de luz que atravesaban rpi-damente caras tan extraas, transfiguradas de entusiasmo, con la boca abierta y negra, rebosante del grito vengador de La marselle-sa.

    Silvre, a quien senta temblar a su lado, se inclin entonces a su odo y le nombr los diversos contingentes, a medida que se pre-sentaban.

    La columna marchaba en filas de a ocho. A la cabeza iban unos buenos mozos, de cabe-zas cuadradas, que parecan tener una fuer-za herclea y una ingenua fe de gigantes. La Repblica deba de encontrar en ellos defen-sores ciegos e intrpidos. Llevaban al hom-bro grandes hachas cuyo filo, recin amola-do, reluca al claro de luna.

    Los leadores de los bosques de la Seille dijo Silvre. Han formado un cuerpo de za-padores... A una seal de sus jefes, esos hombres iran hasta Pars, hundiendo las puertas de las ciudades a hachazos, como de-rriban los viejos alcornoques de la monta-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    a... El joven hablaba orgullosamente de los anchos puos de sus hermanos. Conti-nu, al ver llegar, detrs de los leadores, a una cuadrilla de obreros y de hombres de barbas rudas, quemados por el sol: El con-tingente de la Palud. Es la primera villa que se alz. Los hombres de blusa son obreros que trabajan los alcornoques; los otros, los hombres de chaquetas de pana, deben de ser cazadores o carboneros que viven en las gar-gantas de la Seille... Los cazadores conocie-ron a tu padre, Miette. Tienen buenas armas que manejan con destreza. Ah!, si todos es-tuvieran armados as! Faltan fusiles. Ves, los obreros slo tienen palos.

    Miette miraba, escuchaba, muda. Cuando Silvre le habl de su padre, la sangre le su-bi violentamente a las mejillas. Con el ros-tro ardiendo, examin a los cazadores con expresin de clera y de extraa simpata. A partir de ese momento, pareci animarse po-co a poco con los estremecimientos de fiebre que los cantos de los insurgentes le traan.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    La columna, que acababa de volver a empe-zar La marsellesa, segua bajando, como azo-tada por los speros soplos del mistral. A la gente de La Palud la haba sucedido otra tropa de obreros, entre los cuales se distin-gua un nmero bastante grande de burgue-ses de gabn.

    Son los hombres de Saint-Martin-de- Vaulx prosigui Silvre. Esa villa se su-blev casi al mismo tiempo que La Palud... Los patronos se han unido a los obreros. All hay gente rica, Miette, ricos que podran vi-vir tranquilos en sus casas y que van a arriesgar sus vidas en defensa de la libertad. Hay que querer a esos ricos... Siguen faltan-do armas: apenas unas cuantas escopetas de caza... Ves, Miette, a esos hombres que lle-van en el codo izquierdo un brazalete de tela roja? Son los jefes. Pero Silvre se retras-aba. Los contingentes bajaban por la cuesta ms rpidos que sus palabras. Estaba hablando an de la gente de Saint MartindeVaulx cuando ya dos batallones haban

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    cruzado la raya de claridad que blanqueaba la carretera. Has visto? pregunt: Los insurgentes de Alboise y de Les Tulettes acaban de pasar. He reconocido a Burgat, el herrero... Se habrn unido a la tropa hoy mismo... Cmo corren!

    Miette se inclinaba ahora, para seguir ms tiempo con la mirada las pequeas tropas que le designaba el joven. El escalofro que se apoderaba de ella ascenda por su pecho y pona un nudo en su garganta. En ese mo-mento apareci un batalln ms numeroso y ms disciplinado que los otros. Los insur-gentes que formaban parte de l, casi todos vestidos con blusas, llevaban la cintura cei-da por un cinturn rojo: parecan de un uni-forme. En medio de ellos marchaba un hom-bre a caballo, con un sable al costado. La mayora de aquellos soldados improvisados tenan fusiles, carabinas o viejos mosquetes de la Guardia Nacional.

    A sos no los conozco dijo Silvre. El hombre a caballo debe de ser el jefe de quien

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    me han hablado. Ha trado consigo los con-tingentes de Faverolles y de los pueblos veci-nos. Toda la columna tendra que estar equi-pada de esa forma. No tuvo tiempo de reco-brar el resuello. Ah!, ah estn los campe-sinos! grit.

    Tras la gente de Faverolles, avanzaban grupitos compuestos cada uno por diez o veinte hombres, a lo sumo. Todos llevaban la chaqueta corta de los campesinos del sur. Blandan al cantar horcas y hoces; algunos, incluso, slo tenan anchas palas de jornale-ro. Cada aldehuela haba enviado a sus hombres sanos.

    Silvre, que reconoca los grupos por sus je-fes, los enumer con voz febril.

    El contingente de Chavanoz! dijo. Slo tiene ocho hombres, pero son robustos; el to Antoine los conoce... Ah est Nazres! Ah Poujouls! Estn todos, ni uno ha faltado a la llamada... Valqueyras! Mira, el seor cura es de la partida; me han hablado de l, es un buen republicano. Se embriagaba. Ahora

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    que cada batalln no contaba sino con unos cuantos insurgentes, tena que nombrarlos a toda prisa, y esta precipitacin le daba pinta de loco. Ah! Miette continu, qu her-moso desfile! Rozan! Vernoux! Corbire!, y an quedan ms, vas a ver... No tienen ms que hoces, stos, pero segarn a la tropa tan a ras como la hierba de sus prados... SaintEutrope! Mazet! Les Gardes! Marsanne! Toda la vertiente norte de la Seille!... Va-mos, venceremos! La regin entera est con nosotros. Mira los brazos de esos hombres, son duros y negros como el hierro... Y la cosa no acaba. Ah viene Pruinas! Las Rocas Ne-gras! Son contrabandistas, estos ltimos; tie-nen carabinas... Ms hoces y horcones, conti-nan los contingentes del campo. Castel-le-Vieux! Sainte Anne! Graille! Estourmel! Murdaran!

    Y remat, con voz estrangulada por la emo-cin, la enumeracin de aquellos hombres, a los cuales un torbellino pareca atrapar y lle-varse a medida que los designaba. Crecido

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    de tamao, con el rostro ardiente, sealaba con gesto nervioso los contingentes. Miette segua ese gesto. Se senta atrada hacia la parte baja de la carretera, como por las pro-fundidades de un precipicio. Para no resba-lar a lo largo del talud, se sujetaba al cuello del joven. Una embriaguez singular brotaba de aquella multitud borracha de ruido, de valor y de fe. Esos seres entrevistos en un rayo de luna, esos adolescentes, esos hom-bres maduros, esos ancianos que blandan las armas ms extraas, vestidos con las prendas ms diversas, desde la blusa de tra-bajo hasta la levita del burgus; esa fila in-terminable de cabezas, a las que la hora y la circunstancia impriman expresiones inolvi-dables de energa y de pasin fanticas, ad-quiran a la larga ante los ojos de la joven una impetuosidad vertiginosa de torrente. En ciertos momentos, le pareca que ya no caminaban, que eran arrastrados por la pro-pia Marsellesa, por ese canto ronco de formi-dables sonoridades. No poda distinguir las

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    palabras, slo oa un estruendo continuo, que iba de las notas sordas a las notas vi-brantes, agudas como puntas que, a sacudi-das, se hundieran en su carne. Este bramido de la rebelin, esta llamada a la lucha y a la muerte, con sus tirones de clera, sus deseos ardientes de libertad, su asombrosa mezcla de matanzas y de impulsos sublimes, llegan-dole al corazn, sin tregua, y con mayor pro-fundidad a cada brutalidad del ritmo, le cau-saba una de esas angustias voluptuosas de virgen mrtir que se yergue y sonre bajo el ltigo. Y siempre, envuelta en la oleada so-nora, la multitud flua. El desfile, que dur apenas unos minutos, les pareci a los jve-nes que no iba a terminar nunca.

    Es cierto que Miette era una nia. Haba palidecido al acercarse la tropa, haba llora-do por sus ternezas idas; pero era una nia valiente, una naturaleza ardiente a quien el entusiasmo exaltaba con facilidad. As, la emocin que la haba ido ganando poco a po-co la sacuda ahora por entero. Se transfor-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    maba en muchacho. De buena gana habra cogido un arma y seguido a los insurgentes. Sus dientes blancos, a medida que desfila-ban fusiles y hoces, parecan ms largos y ms agudos, entre sus labios rojos, semejan-tes a los colmillos de un lobo joven que tuvie-ra ganas de morder. Y cuando oy a Silvre enumerar con voz cada vez ms presurosa los contingentes del campo, le pareci que el impulso de la columna se aceleraba an ms a cada palabra del joven. Pronto fue un arrebato, una polvareda de hombres barrida por una tempestad. Todo empez a girar an-te ella. Cerr los ojos. Gruesas lgrimas cli-das corran por sus mejillas.

    Silvre tena, tambin, el llanto al borde de los prpados.

    No veo a los hombres que han salido de Plassans esta tarde murmur. Trataba de distinguir el extremo de la columna, que se encontraba an en la sombra. Despus grit con alegra triunfante: Ah!, ah vienen!... Tienen la bandera, les han encomendado la

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    bandera! Entonces quiso saltar del talud para ir a

    reunirse con sus compaeros; pero, en ese momento, los insurgentes se detuvieron. Unas rdenes corrieron a lo largo de la co-lumna. La marsellesa se extingui en un postrer bramido, y slo se oy ya el murmu-llo confuso del gento, an enteramente vi-brante. Silvre, que escuchaba, pudo enten-der las rdenes que los contingentes se transmitan, y que llamaban a la gente de Plassans a la cabeza de la tropa. Cuando ca-da batalln se alineaba al borde de la carre-tera, para dejar paso a la bandera, el joven, arrastrando a Miette, empez a subir por el talud.

    Ven le dijo, estaremos antes que ellos del otro lado del puente.

    Y cuando estuvieron arriba, en las tierras de labor, corrieron hasta un molino cuya es-clusa intercepta el ro. All, cruzaron el Vior-ne por una tabla que los molineros haban echado. Despus cortaron de travs los pra-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    dos de Santa Clara, siempre de la mano, siempre corriendo, sin intercambiar una pa-labra. La columna formaba, en el camino re-al, una lnea oscura que ellos siguieron a lo largo de los setos. Haba huecos entre los majuelos. Silvre y Miette saltaron a la ca-rretera por uno de esos huecos.

    Pese al rodeo que acababan de dar, llega-ron al mismo tiempo que la gente de Plas-sans. Silvre intercambi algunos apretones de manos; debieron de pensar que se haba enterado de la nueva ruta de los insurgentes y que haba ido a su encuentro. Miette, cuyo rostro estaba semioculto por la capucha de la pelliza, fue observada con curiosidad.

    Eh!, es la Chantegreil dijo un hombre del arrabal, la sobrina de Rbufat, el apar-cero del Jas-Meiffren.

    De dnde sales, trotacalles? grit otra voz.

    Silvre, embriagado de entusiasmo, no ha-ba pensado en el singular papel que hara su enamorada ante las bromas seguras de

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    los obreros. Miette, confusa, lo miraba como para implorar ayuda y socorro. Pero, antes incluso de que l hubiera podido abrir los la-bios, una nueva voz se alz en el grupo, di-ciendo con brutalidad:

    Su padre est en presidio, no queremos con nosotros a la hija de un ladrn y un ase-sino.

    Miette palideci espantosamente. Miente murmur, mi padre ha matado,

    pero no ha robado. Y como Silvre apretaba los puos, ms plido y ms tembloroso que ella: Deja prosigui, es asunto mo... Despus, volvindose hacia el grupo, repiti con un estallido: Mienten, mienten! Nunca le quit un cntimo a nadie. Lo saben muy bien. Por qu lo insultan, cuando no puede estar aqu?

    Se haba erguido, soberbia en su clera. Su natural ardiente, semisalvaje, pareca acep-tar con bastante calma la acusacin de asesi-nato; pero la acusacin de robo la exaspera-ba. Lo saban, y por eso la multitud le echa-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    ba a menudo esta acusacin en cara, por estpida malignidad.

    El hombre que acababa de llamar ladrn a su padre se haba limitado a repetir, por lo dems, lo que oa decir haca aos. Ante la actitud violenta de la nia, los obreros rie-ron burlonamente. Silvre segua apretando los puos. La cosa iba a ponerse fea cuando un cazador de la Seille, que estaba sentado en un montn de piedras, al borde de la ca-rretera, esperando que se reanudara la mar-cha, acudi en auxilio de la jovencita.

    La pequea tiene razn dijo, Chante-greil era uno de los nuestros. Yo lo conoc. Nunca se vio claro su asunto. Lo que es yo, siempre cre en la verdad de sus declaracio-nes ante los jueces. El gendarme al que aba-ti de un tiro de fusil, durante la caza, deba de tenerlo tambin apuntado con su carabi-na. Uno se defiende, qu quieren! Pero Chantegreil era un hombre honrado, Chan-tegreil no ha robado.

    Como suele ocurrir en semejantes casos, el

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    testimonio de aquel cazador furtivo bast para que Miette encontrase defensores. Va-rios obreros aseguraron igualmente haber conocido a Chantegreil.

    S, s, es cierto dijeron. No era un ladrn. Hay, en Plassans, canallas a los que habra que enviar a presidio en su lugar... Chantegreil era nuestro hermano... Vamos, pequea, clmate.

    Nunca Miette haba odo hablar bien de su padre. Normalmente lo calificaban delante de ella de bribn, de criminal, y he aqu que se encontraba con buenos corazones que ten-an para l palabras de perdn y lo declara-ban un hombre honrado. Entonces se derri-ti en lgrimas, recobr la emocin que La marsellesa haba puesto en su garganta, busc cmo podra darles las gracias a aque-llos hombres bondadosos con los desgracia-dos. Por un momento, se le ocurri la idea de estrecharles las manos a todos, como un chi-co. Pero su corazn encontr algo mejor. A su lado estaba en pie el insurgente que lle-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    vaba la bandera. Toc el asta de la bandera y, por todo agradecimiento, dijo con voz su-plicante:

    Dmela, yo la llevar. Los obreros, de almas sencillas, compren-

    dieron el lado ingenuamente sublime de este agradecimiento.

    Eso es gritaron, la Chantegreil llevar la bandera.

    Un leador coment que se cansara pron-to, que no podra llegar muy lejos.

    Oh!, soy fuerte dijo ella orgullosamente arremangndose y mostrando sus brazos gruesos, tan rollizos ya como los de una mu-jer hecha. Y al tenderle la bandera: Espe-ren prosigui.

    Se quit vivamente la pelliza, que volvi a ponerse en seguida, tras haberle dado la vuelta por el lado del forro rojo. Entonces apareci, a la blanca claridad de la luna, arrebujada en un ancho manto de prpura que le caa hasta los pies. La capucha, dete-nida en el borde de su moo, la tocaba con

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    una especie de gorro frigio. Cogi la bande-ra, apret el asta contra su pecho, y se man-tuvo erguida, entre los pliegues de aquel pendn sangriento que ondeaba detrs de ella. Su cabeza de chiquilla exaltada, con sus cabellos crespos, sus grandes ojos hmedos, sus labios entreabiertos en una sonrisa, tuvo un impulso de enrgica altivez al erguirse a medias hacia el cielo. En ese momento, fue la virgen Libertad.

    Los insurgentes estallaron en aplausos. Aquellos meridionales, de imaginacin viva, quedaron impresionados y entusiasmados por la brusca aparicin de aquella chicarro-na roja de arriba abajo que apretaba tan nerviosamente contra su seno la bandera. Del grupo partieron gritos:

    Bien por la Chantegreil! Viva la Chante-greil! Se quedar con nosotros, nos traer suerte!

    La hubieran aclamado mucho tiempo de no haber llegado la orden de reanudar la mar-cha. Y mientras la columna se pona en mo-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    vimiento, Miette apret la mano de Silvre, que acababa de colocarse a su lado, y le mur-mur al odo:

    Ya lo oyes! Me quedar contigo. Quie-res?

    Silvre, sin responder, le devolvi el apretn. Aceptaba. Hondamente emociona-do, era incapaz por lo dems de no dejarse llevar por el mismo entusiasmo que sus com-paeros. Miette le haba parecido tan her-mosa, tan grande, tan santa! Durante toda la subida de la cuesta volvi a verla ante s, radiante, con una aureola de prpura. Aho-ra, la confunda con su otra amante adorada, la Repblica. Le habra gustado haber llega-do ya, tener su fusil al hombro. Pero los in-surgentes suban con lentitud. Se haba da-do la orden de hacer el menor ruido posible. La columna avanzaba entre las dos hileras de olmos, semejante a una gigantesca ser-piente en la cual cada anillo tuviera extra-os estremecimientos. La noche helada de diciembre haba recobrado su silencio, y slo

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    el Viorne pareca retumbar con voz ms fuerte.

    Desde las primeras casas del arrabal, Silvre se adelant corriendo para ir a bus-car su fusil al ejido de San Mittre, que en-contr dormido bajo la luna. Cuando dio al-cance a los insurgentes, stos haban llegado a la puerta de Roma. Miette se inclin, y le dijo con su sonrisa de nia:

    Me parece estar en la procesin del Cor-pus, y llevar el estandarte de la Virgen.

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    Captulo II

    lassans es una subprefectura de unas diez mil almas. Edificada sobre la me-

    seta que domina el Viorne, adosada al norte a las colinas de Les Garrigues, una de las ltimas ramificaciones de los Alpes, la ciu-dad est como situada al fondo de un ca-llejn sin salida. En 1851 slo se comunicaba con las regiones vecinas por dos carreteras, la carretera de Niza, que desciende al este, y la carretera de Lyon, que sube al oeste, la una continuacin de la otra, con dos lneas casi paralelas. Desde esa poca, se ha cons-truido un ferrocarril cuya va pasa al sur de la ciudad, debajo de la ladera que va en em-pinada pendiente desde las antiguas mura-llas hasta el ro. Hoy en da, cuando se sale de la estacin, situada en la orilla derecha del pequeo torrente, se ven, al alzar la ca-beza, las primeras casas de Plassans, cuyos jardines forman terrazas. Hay que subir un cuarto de hora largo antes de llegar a esas

    P

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    casas. Hace unos veinte aos, y gracias sin duda

    a la falta de comunicaciones, ninguna ciudad haba conservado mejor el carcter devoto y aristocrtico de las antiguas villas provenza-les. Tena, y tiene todava hoy, todo un ba-rrio de grandes mansiones edificadas bajo Luis XIV y Luis XV una docena de iglesias, casas de jesuitas y de capuchinos, y un n-mero considerable de conventos. La distin-cin entre las clases ha quedado mucho tiempo resuelta por la divisin de los ba-rrios. Plassans cuenta con tres, que forman cada cual como un burgo particular y com-pleto, con sus iglesias, sus paseos, sus cos-tumbres, sus horizontes.

    El barrio de los nobles, que se llama barrio de San Marcos, por el nombre de una de las parroquias que lo atienden, un pequeo Ver-salles de calles rectas, rodas por las hierbas, y cuyas anchas casas cuadradas esconden vastos jardines, se extiende al sur, al borde de la meseta; ciertas mansiones, construidas

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    a ras de la pendiente, tienen una doble hile-ra de terrazas, desde donde se descubre todo el valle del Viorne, admirable vista muy ala-bada en la regin. El barrio viejo, la ciudad antigua, despliega al noroeste sus callejas estrechas y tortuosas, bordeadas de casu-chas oscilantes; all se encuentran el ayunta-miento, el tribunal civil, el mercado, la gen-darmera; esta parte de Plassans, la ms po-pulosa, est ocupada por los obreros, los co-merciantes, toda la clase modesta activa y miserable. La ciudad nueva, por ltimo, for-ma una especie de cuadriltero, al nordeste; la burguesa, quienes han amasado cntimo a cntimo una fortuna, y quienes ejercen una profesin liberal, habitan all en casas bien alineadas, enlucidas con un revoque amarillo claro. Este barrio, embellecido por la subprefectura, un feo edificio de yeso adornado con rosetones, apenas contaba con cinco o seis calles en 1851; es de creacin re-ciente y, sobre todo despus de la construc-cin del ferrocarril, el nico que tiende a cre-

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    cer. Lo que, en nuestros das, divide an Plas-

    sans en tres partes independientes y distin-tas, es que los barrios estn netamente limi-tados por grandes vas. El paseo Sauvaire y la calle de Roma, que es como su prolonga-cin estrangulada, van de oeste a este, de la puerta Grande a la puerta de Roma, cortan-do as la ciudad en dos pedazos, separando el barrio de los nobles de los otros dos barrios. Estos estn a su vez delimitados por la calle de la Banne; esta calle, la ms bonita de la comarca, nace en un extremo del paseo Sau-vaire y sube hacia el norte, dejando a la iz-quierda las masas negras del barrio viejo, a la derecha las casas amarillo claro de la ciu-dad nueva. All, hacia la mitad de la calle, al fondo de una plazuela plantada con entecos rboles, se alza la subprefectura, monumen-to del cual los burgueses de Plassans estn muy orgullosos.

    Como para aislarse ms y encerrarse mejor en s, la ciudad est rodeada por un cinturn

  • mile Zola

    Los Rougon Macquart La fortuna de los Rougon

    de viejas murallas que hoy slo sirven para hacerla ms negra y estrecha Habra que de-moler a tiros de fusil esas fortificaciones ri-dculas, comidas por la yedra y coronadas por alheles silvestres, a lo sumo iguales en altura y espesor a los muros de un convento. Estn horadadas por varias aber