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Cátedra de Artes N° 11 (2012): 63-76 • ISSN 0718-2759 © Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile Museo de la Memoria y los Derechos Humanos: una apuesta estético-política de legibilidad de la experiencia dictatorial The Museum of Memory and Human Rights: An aesthetics and political bet for dictatorial experience legibility Maira Mora Université Paris 1 Panthéon-Sorbonne, Francia [email protected] Resumen En un país como Chile, marcado por la fisura indeleble con que la dictadura hirió el cuerpo social, la pregunta por la reificación de la memoria cobra una importancia fundamental. Este artículo propone una lectura tanto estética como política de este proceso tomando como base para su análisis el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile. Sin dejar de lado la problemática de la interrelación entre historia y memoria, el artículo se plantea indagar sobre los usos de la memoria que están en juego y las posibilidades que abre a la experiencia un lugar que combina una aproximación tanto política como estética al tema de la memoria. Palabras clave: Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, Geo- metría de la conciencia, legibilidad de la historia, experiencia, dictadura. Abstract In a country like Chile, marked by the indelible rift with which dicta- torship wounded social body, the question about reification of memory becomes crucial. is paper proposes an aesthetic and political reading of the crystallization process of memory based on the Museum of Memory and Human Rights in Santiago de Chile. Without neglecting the problem of the relationship between history and memory, the article proposes to investigate the uses of memory that are at stake and the possibilities that open to experience a place that combines both a political and an aesthetic approach to the issue of memory. Keywords: The Museum of Memory and Human Rights, Geometry of consciousness, legibility of history, experience, dictatorship.

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Cátedra de Artes N° 11 (2012): 63-76 • ISSN 0718-2759© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

Museo de la Memoria y los Derechos Humanos: una apuesta estético-política de legibilidad de la

experiencia dictatorial

The Museum of Memory and Human Rights: An aesthetics and political bet for dictatorial experience

legibility

Maira MoraUniversité Paris 1 Panthéon-Sorbonne, Francia

[email protected]

Resumen

En un país como Chile, marcado por la fisura indeleble con que la dictadura hirió el cuerpo social, la pregunta por la reificación de la memoria cobra una importancia fundamental. Este artículo propone una lectura tanto estética como política de este proceso tomando como base para su análisis el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile. Sin dejar de lado la problemática de la interrelación entre historia y memoria, el artículo se plantea indagar sobre los usos de la memoria que están en juego y las posibilidades que abre a la experiencia un lugar que combina una aproximación tanto política como estética al tema de la memoria. Palabras clave: Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, Geo-metría de la conciencia, legibilidad de la historia, experiencia, dictadura.

Abstract

In a country like Chile, marked by the indelible rift with which dicta-torship wounded social body, the question about reification of memory becomes crucial. This paper proposes an aesthetic and political reading of the crystallization process of memory based on the Museum of Memory and Human Rights in Santiago de Chile. Without neglecting the problem of the relationship between history and memory, the article proposes to investigate the uses of memory that are at stake and the possibilities that open to experience a place that combines both a political and an aesthetic approach to the issue of memory.Keywords: The Museum of Memory and Human Rights, Geometry of consciousness, legibility of history, experience, dictatorship.

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“La memoria se nos muestra menesterosa, necesitada de recursos, estrategias o suplementos que le permitan recordar. La memoria no sería prioritariamente la ‘capacidad’ de recordar, sino más bien la necesidad de recordar”.

Sergio Rojas

Los lugares de la memoria son un signo claro de su desaparición. Esta es, al menos, la categórica tesis planteada por el historiador francés Pierre Nora (1984). De acuerdo a sus palabras, ellos nacen y viven del sentimiento de que no hay memoria espontánea, puesto que si la habitáramos realmente, no tendríamos necesidad de consagrarle lugares. Se trata sin embargo de una afirmación que es necesario matizar. En 2013 se cumplirán cuarenta años del golpe militar en Chile y a pesar del tiempo transcurrido desde el quiebre democrático, no se trata en ningún caso de un hecho que haya sido relegado al olvido. Muy por el contrario: a partir del retorno a la democracia, el país ha llevado a cabo un largo proceso de memorialización1 que ha incluido una construcción tanto discursiva como material de la memoria de la dictadura. Y es que tal como señala Tzvetan Todorov (1998), cuando los hechos vividos por una sociedad son de naturaleza trágica, el recordar se transforma en un imperativo ético: el deber dar testimonio, el deber recordar. La inauguración del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en enero de 2010 es, en ese sentido, la culminación de un largo proceso que se inicia con la publicación del Informe Rettig (1991) y que da cuenta de la predominancia de una memoria emblemática en particular: aquella que considera a la dictadura como una ruptura profunda que generó una situación de violencia sin precedente histórico alguno ni justificación moral2. En cuanto espacio de reificación de la memoria colectiva, el museo exhibe una diferencia sustancial

1 La memorialización es el conjunto de prácticas realizadas con el fin de preservar las memorias de algo o alguien. Es uno de los mecanismos de la justicia transicional, y puede tomar múltiples formas, tales como conmemoraciones, monumentos, ceremonias y otros.2 El historiador norteamericano Steve Stern (2000) propone entender el concepto de “memoria emblemática” como un marco que reúne varias memorias personales otorgándoles un sentido interpretativo compartido. La memoria emblemática opera entonces como un criterio de selección de memorias personales. Según su perspectiva, a partir de 1973 los chilenos hemos construido cuatro memorias emblemáticas en tor-no a la dictadura y la violación a los derechos humanos, cuatro visiones diferentes que responden a la problemática sobre qué sentido atribuir al régimen militar. La primera de estas memorias considera el 11 de septiembre como la salvación de un país en rui-nas; la segunda, como una ruptura profunda que generó una situación de violencia sin precedente histórico alguno ni justificación moral; la tercera, como una situación que puso a prueba la consecuencia ética y democrática de las personas; y, la cuarta, como un episodio de la vida nacional que, dada su imposibilidad de solución y el grado de conflictividad que provoca, es mejor relegar al olvido.

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respecto a los otros lugares de memoria que han sido edificados a lo largo del país, y esta es la posibilidad de elaborar un relato: más allá de ser una marca material en el territorio urbano, una marca política por cuanto es evocadora de una catástrofe, este espacio es contenedor de una narrativa capaz de vehicular un sentido. Es ahí donde radica principalmente el origen de las disputas que se generan cada cierto tiempo en torno al museo, el cual es, en otras palabras, un espacio de memoria institucionalizada y, por tanto, legitimada.

Entre historia y memoria

Tal como señala la Corte Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ, 2012), “las víctimas de abusos a los derechos humanos no pueden olvidar, y los Estados tienen el deber de preservar la memoria de tales crímenes” (“Memory and Memorials”). Por su parte, la Organización de Naciones Unidas (ONU) ha afirmado que tanto las víctimas de estas violaciones como sus familias tienen derecho a una reparación, y reconoce que las conmemoraciones y homenajes son una forma válida de reparación. Ahora bien, la problemática que supone el “deber de memoria” es compleja por cuanto la construcción social de la memoria implica una disputa permanente entre recuerdos individuales que no son sola-mente diferentes unos de otros, sino que muchas veces son también antagónicos. Como lo ha afirmado el sociólogo Manuel Antonio Garretón (2003), la memoria relativa a la dictadura en Chile es aún hoy en día una memoria fragmentada, escindida, antagónica, nunca consensual. En consecuencia, no podemos hablar de una memoria colectiva unificada, así como tampoco de memorias verdaderas o falsas, sino más bien de memorias hegemónicas o, como propone Enzo Traverso (2005), de memorias fuertes que se oponen a memorias débiles:

Existen memorias oficiales, mantenidas por instituciones, incluso Estados, y memorias subterráneas, escondidas o prohibidas. La “visibilidad” y el reco-nocimiento de una memoria dependen también de la fuerza de quienes las portan. En otras palabras, existen memorias “fuertes” y memorias “débiles”. Fuerza y reconocimiento no son conceptos fijos e inmutables, ellos evolucio-nan, se consolidan o debilitan, contribuyendo a redefinir permanentemente el estatuto de la memoria. (54)

El relato que encontramos en el Museo de la Memoria y los Derechos Hu-manos constituye por tanto una memoria institucional pero no por ello falaz.

En el mes de junio de 2012, y poco tiempo después de un homenaje realizado a Pinochet en el Teatro Caupolicán, una serie de cartas enviadas al diario El Mercurio encendieron la polémica en torno a la validez de la existencia de dicho museo. Uno de los incitadores de la polémica, el historiador Sergio Villalobos, afirmó que “desde el punto de vista de la historia, la existencia del museo repre-senta el deseo de falsificar el pasado, en cuanto se enfoca en un acontecimiento singular, separado del resto de nuestra historia y, por lo tanto, incomprensible”

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(“Museo de la Memoria”). A esta crítica de una falta de contexto histórico, Vi-llalobos sumó una acusación de propaganda política en un lenguaje que deja en claro que su postura carece totalmente de imparcialidad3. Menos incendiaria pero igualmente crítica fue la postura de Magdalena Krebs, Directora de Bibliotecas Archivos y Museos (Dibam), quien señaló que “la opción que tomó el museo en cuestión, de circunscribir su misión solo a las violaciones a los DD.HH., sin proporcionar al visitante los antecedentes que las generaron, limita su función pedagógica. La no existencia de consensos sobre la historia no exime al museo de su responsabilidad de ofrecer una visión amplia” (“Museo…”). La reacción de los lectores de dicho diario no se hizo esperar, y los cientos de comentarios dejaron en claro que la memoria de la dictadura en Chile está lejos de ser con-sensual. La posterior carta de Javiera Parada, nieta, hija y sobrina de víctimas de violaciones a los DD.HH., vino a contrarrestar la ola de críticas, enfatizando el hecho de que las violaciones a los DD.HH. no son ni pueden ser contextuali-zables, advirtiendo sobre el peligro de una relativización de la violencia ejercida. Según Parada, la carta de Krebs deja entender que

[L]a tensión social previa al golpe de Estado, las tomas de fundos y fábricas, las colas, el desabastecimiento, el inexistente Plan Z, serían antecedentes a ser considerados en la muestra del Museo de la Memoria para explicar por qué se asesinó, violó, torturó, desapareció y exilió a miles de compatriotas luego del golpe. Su argumento no solo explicita un grave relativismo moral, sino que es profundamente peligroso. Con él podrían justificarse las mayores atrocidades, ya que los antecedentes previos a la violación de los derechos humanos permitirían explicarlos y eventualmente justificarlos. (“Museo de la Memoria I”)

En este contexto, el directorio del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos emitió una declaración oficial en la que señaló que la tarea de esta institución es promover una conciencia pública acerca de las violaciones ma-sivas, sistemáticas y prolongadas a los derechos humanos acaecidas durante la dictadura; y que esta labor no tiene un propósito político sino moral:

[T]ransformar el respeto a los derechos humanos en un imperativo categórico de nuestra convivencia, es decir, en un deber de todos y cuyo cumplimiento ninguna circunstancia podría atenuar o debilitar. La tarea del Museo, en consecuencia, no es historiográfica ni jurídica. Su propósito no es entregar información acerca de las causas que condujeron a esas violaciones o contex-tualizarlas, ni, tampoco, formular imputaciones individuales de responsabili-

3 Villalobos termina su carta fechada 22 de junio de 2012 con las siguientes palabras: “Es evidente que el ‘museo’ de marras es parte de una propaganda de agrupaciones políticas que, ante el fracaso actual de sus acciones, busca imágenes y conceptos que afirmen la debilidad que les aqueja. Sugiero una reformulación del contenido y del nombre: Museo de Fracaso, el de la Unidad Popular y el de ahora”.

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dad, sino promover la idea que, con prescindencia de las circunstancias, ese tipo de hechos no deben ocurrir nunca más en nuestro país. (“Declaración pública del Directorio del Museo de la Memoria”)

A la luz de lo expuesto anteriormente, podemos afirmar junto a José Antonio Viera-Gallo4 (2012) que en el debate sobre el Museo de la Memoria se corre el riesgo de confundir memoria e historia. Como él mismo señala,

[L]a memoria de una sociedad se pone en tensión frente a los grandes trau-mas que ha vivido, especialmente cuando han traído consigo derramamiento de sangre. Recordar esos hechos, luchar contra el olvido, tiene sobre todo una función pedagógica, dirigida en especial hacia las nuevas generaciones que no vivieron el drama. Así se reafirman valores y se advierte del peligro que entraña para una sociedad sobrepasar ciertos límites de contención de la agresividad destructiva que anida en su seno. La historia como ciencia, en cambio, trata de consignar e interpretar la sucesión de procesos y hechos que marcan la vida de una sociedad y sus crisis. A ella le corresponde indagar las causas de los acontecimientos recurriendo a las fuentes que contribuyen a su explicación. (“Memoria e historia”)

Desde su creación, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos se planteó como “un espacio destinado a dar visibilidad a las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado de Chile entre 1973 y 1990; a dig-nificar a las víctimas y a sus familias; y a estimular la reflexión y el debate sobre la importancia del respeto y la tolerancia, para que estos hechos nunca más se repitan” (Museo de la Memoria, “Sobre el Museo”). Se dejó en claro entonces desde el principio que no era un museo de historia, sino uno consagrado a la memoria de la dictadura poniendo un énfasis especial en la figura de la vícti-ma. En tanto que proyecto educativo enfocado en las nuevas generaciones, su finalidad es fortalecer los valores democráticos y el “Nunca Más” con el que se han comprometido los partidos políticos y las instituciones de la defensa. Está claro que sobre la explicación histórica siempre habrá controversia, y tal como señala Andrew Beattie (2010), los museos de la memoria afrontan siempre la imposibilidad de satisfacer a diversas –y divididas– comunidades de memoria. A pesar de ello, no hay nada que justifique la violencia ejercida por parte del Estado de Chile durante el régimen dictatorial y el museo en cuanto espacio institucional existe para que la memoria de los crímenes perpetrados no vuelva a ser negada o atenuada.

El gesto político de creación de un Museo de la Memoria y los Derechos Humanos revela la puesta en práctica de una estrategia que cancela el peligro amnésico e intenta reducir la posibilidad de manipulación de una memoria librada a su fragilidad. Inevitablemente, este gesto conlleva el establecimiento

4 En carta a El Mercurio del jueves 28 de junio de 2012.

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de una versión oficial asimilable al modo en que la historia en tanto disciplina, opera una fijación del pasado a través del establecimiento de un discurso do-minante. Desde esta perspectiva, el museo ejemplifica claramente el hecho de que la memoria es un recuerdo selectivo que se recrea en el presente. Mientras la memoria colectiva da cuenta de un proceso de negociación entre diversos relatos, su materialización institucional implica la elección de un relato en particular. En ese sentido, “la materialización de la memoria colectiva aparece como una lucha entre el recuerdo selectivo y el olvido institucional” (Raposo 83). Precisamente la existencia de este “olvido institucional” es la base utilizada para enunciar argumentaciones críticas contra el Museo, como las que acabamos de revisar, donde se le acusa de excluir las causas del quiebre democrático acaecido en 19735. Sin embargo, es válido repetir una vez más que este no es un museo de historia general, sino uno dedicado a la memoria en relación con las violaciones a los derechos humanos perpetradas durante el régimen militar. Tal como señala Gabriela Raposo, hay espacios “cuyo objetivo será mantener en presencia y a la luz una experiencia determinada, en este sentido, el lugar habrá sido creado para contener una determinada significación, para perpetuar una memoria en particular” (80-81). Lejos de ser un aspecto criticable, esa es justamente una de las características de los lugares de memoria, los que en términos generales reflejan la necesidad de instalar una huella concreta en el flujo espacio-temporal. Su triunfo ante el avance inexorable del tiempo es que aun haciendo alusión a un punto preciso de la historia, pueden alzarse como un espacio atemporal que se recrea incesantemente en el presente. Ahora bien, tal como señala Todorov, existe una distinción entre la recuperación del pasado y su utilización posterior. ¿Qué distingue entonces un buen de un mal uso de la memoria? Según este autor, la crítica de los usos de la memoria puede fundarse en una distinción entre diversas formas de reminiscencia: bajo esta perspectiva, los hechos recordados pueden ser leídos ya sea de manera literal o de manera ejemplar. Conservados en su literalidad, los hechos expuestos no conducen más allá de sí mismos. El uso literal, que transforma al hecho del pasado en algo insuperable, termina some-tiendo el presente al pasado. El uso ejemplar en tanto, sin negar la singularidad de los hechos recordados, los hace formar parte de una categoría más general, y al usarlos de modelo, permiten comprender nuevas situaciones:

La operación es doble: por un lado, como en el trabajo de análisis o de duelo, neutralizo el dolor causado por el recuerdo domesticándolo y mar-ginalizándolo; pero por otro lado –y es ahí donde nuestra conducta deja de ser puramente privada y entra en la esfera pública– abro este recuerdo a la analogía y la generalización, hago de él un exemplum y saco una lección. El pasado deviene entonces principio de acción para el presente. (30-31)

5 Esta misma polémica también había tenido lugar en el momento de la inauguración del museo. Ver diario El Mercurio, mes de enero de 2010.

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Al contrario del uso literal de la memoria, el uso ejemplar permite utilizar el pasado de cara al presente, utilizar las lecciones de las injusticias sufridas para combatir aquellas que existen hoy en día, en definitiva, salir de sí mismo para ir hacia el otro. Promover un uso ejemplar del pasado es, ostensiblemente, el desafío principal de este museo.

Como dijimos anteriormente, la creación del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos es el punto cúlmine de una larga lista de acciones tendientes a la recuperación de la memoria y el establecimiento de la verdad. Pero además de estos objetivos, su construcción respondía también a otra obligación: la de la reparación. En efecto, este museo fue concebido como “un proyecto de reparación moral a las víctimas y propone una reflexión que trascienda lo sucedido en el pasado y que sirva a las nuevas generaciones para construir un futuro mejor de respeto irrestricto a la vida y la dignidad de las personas” (Museo de la Memoria, “Fundamentos”). Teniendo en cuenta dicho antecedente, es legítimo preguntarse si efectivamente es posible una reparación, aunque sea simbólica, de los perjuicios de la historia. Para Antoine Garapon (2008), la historia es susceptible de “ser juzgada con la justicia de los hombres” (10). Las acciones en reparación tienen por finalidad extinguir una deuda pasada y presuponen entonces la posibilidad de convertir los perjuicios en una deuda efectiva y exigible. En el caso chileno, y en concordancia con las recomendaciones elaboradas tanto por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación como por la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura durante los años posteriores a la recuperación de la democracia, fueron implementadas una serie de medidas de reparación que incluían tanto la dimensión simbólica como la material6. Concebido como un proyecto de reparación moral a las víctimas, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos se inscribe en la línea de la creación y refuerzo de institu-ciones destinadas a evitar y prevenir la repetición de atentados contra la dignidad humana, ayudando al mismo tiempo a construir una memoria colectiva con el fin de honrar a las víctimas y aprender las lecciones de esta dolorosa experiencia. Sin embargo, y a pesar de las loables intenciones de este museo, es necesario aceptar el carácter no saldable de ciertos perjuicios históricos. En ese sentido, el museo también podría ser leído como una marca física –quizás la más impo-nente de todas– que hace evidente la persistencia de una deuda, o más aún, de la imposibilidad de una reparación cabal del daño causado. No obstante, frente a los límites de la reparación civil, en tanto que espacio de memoria edificada en el corazón de la ciudad, el museo conserva un valor simbólico innegable. En él, lejos de estar marginalizada, la muerte se transforma en una presencia sostenida en un espacio que se erige contra la negación y el olvido.

Sin duda, la concepción y construcción de una institución de estas caracte-

6 Estas medidas incluían beneficios en educación, salud, vivienda, reparaciones pe-cuniarias y la promoción de acciones simbólicas como la erección de memoriales y la organización de actividades de rememoración.

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rísticas da prueba de una responsabilidad política y ética frente al pasado, y en el proceso de dar una forma concreta a la idea de visibilización de las violaciones a los derechos humanos, debía plantearse la pregunta por la legibilidad de la historia. Según el filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman (2010), “el pasado deviene legible, por lo tanto cognoscible, cuando las singularidades aparecen y se articulan dinámicamente entre sí” (14). En concordancia con esta afirmación, la solución adoptada en el museo fue crear un espacio de memoria que reuniera una gran diversidad de objetos, documentos y archivos en diferentes soportes y formatos, que en su conjunto fueran capaces de hacer legible lo que fue la dictadura en sus diversos aspectos: el Golpe de Estado, la represión de los años posteriores, la resistencia, el exilio, la solidaridad internacional y las políticas de reparación adoptadas tras el retorno a la democracia. En efecto, “el patrimonio de sus archivos contempla testimonios orales y escritos, documentos jurídicos, cartas, relatos, producción literaria, material de prensa escrita, audiovisual y radial, largometrajes, material histórico y fotografías documentales” (Museo de la Memoria, “Sobre el museo”). Llegados a este punto, es curioso constatar que después de toda la argumentación realizada sobre la confusión entre historia y memoria, la museografía de esta institución coincide con lo que Pierre Nora llama la transformación de la memoria en historia. La memoria transformada por su paso en historia sería casi lo contrario de la verdadera memoria: voluntaria y deliberada, vivida como un deber. Efectivamente, la construcción del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos da cuenta precisamente de ello: del deber ético, político y moral de recordar.

Subsumido entonces por su paso –involuntario– en historia, el museo exhibe las características de esta transformación: se trata de una memoria archivística, que

. . . se apoya por completo en lo más preciso de la huella, lo más material del vestigio, lo más concreto de la grabación, lo más visible de la imagen. . . [Cuanto m]enos la memoria es vivida desde dentro, más necesita de apoyos externos y de puntos de referencia tangibles de una existencia que no vive más que a través de ellos (I, XXVI).

Pero es precisamente en la cualidad archivística de esta memoria cosificada donde reside su pretensión de objetividad: en el dejar a los objetos hablar. En efecto, la experiencia de visita propuesta por este espacio pretende situar a los visitantes frente a la historia: frente a las huellas del pasado, frente al rostro del desaparecido, frente a la imagen de La Moneda en llamas, frente a los vestigios de un pasado de prisión política y tortura, frente a la angustia de los familiares, frente a la imagen del dolor. Es esta articulación dinámica de singularidades la que permite, tanto a los que sufrieron la dictadura como a los que no, vivir una experiencia de confrontación, de aprehensión, de legibilidad, de compasión y, por qué no, de emoción.

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Un lugar para la experiencia

Como ya lo dijimos anteriormente, en cuanto espacio de reificación de la memoria colectiva, el museo, a diferencia de los memoriales, propone un relato, una narrativa capaz de vehicular un sentido. Por otro lado, el valor añadido que este aporta con respecto a los informes emanados por las comisiones de verdad es que el espacio museal hace de la memoria de la dictadura algo transitable, experienciable. La memoria así materializada deviene un objeto disponible no solo para la reflexión sino también para la vivencia de una experiencia particular: la experiencia anacrónica de traer al presente un pasado cada vez más lejano –pero nunca cerrado–, la posibilidad de revivir o de vivenciar por primera vez la experiencia de la dictadura. En resumen, la posibilidad de otorgar una cierta legibilidad en sentido amplio a la experiencia dictatorial.

Considerando la función pedagógica del museo y su foco de interés en las nuevas generaciones, la posibilidad que otorga respecto a la experiencia es quizás uno de sus mayores logros. Y esto porque tal como señala Walter Benjamin (2000), la modernidad se caracteriza precisamente por la decadencia de la experiencia transmitida. Esta crisis de la transmisión en el seno de las sociedades contemporáneas daría cuenta de una función de los traumas que, independiente de haber marcado la experiencia en el curso del siglo XX y que generaron un recuerdo imposible de ser calificado como frágil o efímero, “fue incluso fundador[a] para varias generaciones incapaces de percibir la realidad de otro modo que bajo la forma de un universo fracturado, [pues] este no podía darse como experiencia de vida, transmisible a una nueva generación” (Traverso 13). La obsesión memorial sería entonces un producto de esta de-cadencia de la transmisión de la experiencia, y es en este contexto en que la memoria deviene una fuente de responsabilidad política y conminación ética, un deber recordar.

El Museo de la Memoria es un espacio polisémico en el que convergen relatos, imágenes, temporalidades, significaciones y experiencias diversas, y como su nombre lo indica, es un lugar que detenta una función rememorativa donde la figura de la víctima ocupa un lugar trascendental. Lugar político en consecuencia, pero espacio de arte a la vez. En efecto, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos no agota su función en la exposición de las huellas materiales del pasado dictatorial, sino que abre las posibilidades de lectura de la historia a una dimensión subjetiva, poética y complementaria al relato objetual. Es este doble carácter el que permite definirlo como una construcción discursiva compleja en la que convergen políticas y estéticas de la memoria.

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Geometría de la Conciencia, la dimensión poética de la memoria

En un ensayo titulado Cuerpo, lenguaje y desaparición (2000), Sergio Rojas afirma:

La pregunta política por el estatuto de la memoria es la pregunta por las condiciones bajo las cuales pudiera ser posible hoy el trabajo de articular una experiencia: la experiencia de la dictadura, en el entendido de que tal trabajo crítico tiene lugar problemáticamente en la post-dictadura. La experiencia de la dictadura se hace pensable como “experiencia” del desaparecimiento, “experiencia” de la imposibilidad, “experiencia” de lo interrumpido, “experien-cia” de la detención: experiencia de aquello de lo cual no existe experiencia alguna. (179)

Geometría de la conciencia (2010), obra del destacado artista nacional radicado en Nueva York, Alfredo Jaar, logra dar una respuesta inteligente y sensible a esta inquietud. Situada en la Plaza de la Memoria, Geometría de la conciencia es una obra subterránea, opaca, que contrasta arquitectónicamente con la elevación y transparencia del edificio que acoge al museo. Por su materialidad, la obra impide una aproximación distraída de parte del espectador, obligándolo, literalmente, a sumergirse en ella. Ubicada seis metros bajo tierra, es necesario descender dos tramos de escaleras antes de acceder a un hall que no deja anticipar nada de la experiencia que otorgará el memorial. Conducidos por un guía del museo, los visitantes ingresan en el tercer y último espacio de la obra, el que contiene, finalmente, la Geometría de la conciencia. Se trata de un espacio cúbico aparen-temente vacío, en el que el visitante es confrontado a experimentar la oscuridad total durante sesenta segundos. La ausencia de luz y el silencio que reinan en el lugar, unidos al encierro que implica la obra, generan inevitablemente ansiedad y angustia en el espectador. Poco a poco, una luz tenue comienza a emanar de la pared frontal, dejando ver quinientas siluetas que se recortan sobre un fondo negro. Inevitablemente, la idea de los detenidos desaparecidos viene a la mente. La luz que proviene del interior de las siluetas se intensifica progresivamente, y el efecto de su aparición inesperada se incrementa por su multiplicación al infinito producida por dos espejos instalados en los muros laterales. De este modo, la obra rodea al espectador, y, como señala Adriana Valdés (2011), la multiplicación al infinito de las siluetas crea una sensación ligada a la inmen-sidad inconmensurable de la pérdida. Tras alcanzar su máximo resplandor, la luz desaparece de improviso, sumergiendo una vez más al espectador en la oscuridad total por otros sesenta segundos. Esta vez, sin embargo, subsiste la imagen retiniana de las siluetas, la que acompañará al visitante incluso una vez concluida la experiencia de la obra.

Las siluetas que conforman Geometría de la conciencia provienen de dos fuentes: algunas de ellas fueron extraídas de fotografías de víctimas de la dictadura proporcionadas por las agrupaciones de familiares de detenidos

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desaparecidos; el resto fueron realizadas a partir de retratos tomados por el artista a ciudadanos chilenos contemporáneos. Según ha explicado el mismo Jaar (“Todos hemos perdido algo con la dictadura”), la composición mixta de la obra tenía por objeto romper el modelo tradicional de los memoriales, los que ocupándose solo de las víctimas oficiales de la dictadura crean, según su parecer, una marginación de las mismas7. Su obra, en tanto, propone un ejer-cicio inverso, pues como él mismo ha señalado en diversas ocasiones, todos hemos perdido algo con la dictadura. Al mismo tiempo, y como bien señala Adriana Valdés, el hecho de “evocar a la vez la presencia de los muertos y la de los vivos sugiere el compromiso histórico actual que significa la memoria: es la construcción conjunta del futuro la que está pendiente, y no solo el lamento del pasado” (“La Geometría de la Conciencia”).

Geometría de la conciencia es una obra que difícilmente puede dejar indife-rente. Su trabajo con la luz y la oscuridad evoca la metáfora de la aparición y la desaparición, y ante ella, el espectador es poética y sutilmente iluminado por la historia. Se trata de una obra que ofrece una experiencia distinta y complemen-taria a la aportada por el museo: una experiencia multisensorial “que pueden vivir y apreciar todos, desde los niños hasta los adultos, desde los menos informados hasta los más informados” (Valdés, “La Geometría de la Conciencia”).

Una larga cita a Gabriela Raposo puede ser útil para dar cuenta de la fuerza de la imagen creada por Jaar:

La presencia del cuerpo en la construcción de los espacios vinculados a la muerte política, como espacios de rememoración, tiene una importante connotación no solo en lo que se refiere al cuerpo sobre el cual se ha ejercido la violencia, implicando incluso la desaparición de este. También porque la presencia de corporeidades vivas es necesaria para otorgarle significación. Así, estos espacios no son, en ningún caso, lugares de negación y de ausencia, sino que de recuerdo recreado y significado. Más allá de su materialidad, ellos son entendidos como un lugar donde se conjuga la sensación, la percepción y el recuerdo. Son espacios cargados de significaciones otorgadas por las experiencias que sobre ellos tienen los grupos humanos, constituyéndolos en espacios sensibles. (88)

Efectivamente, Geometría de la conciencia es un espacio sensible que conju-ga sensación, percepción y memoria, estimulando así la reflexión, la toma de conciencia histórica y la adopción de una postura ética clara ante el pasado, el presente y el futuro. La obra responde de manera inteligente y sensible a la pregunta por la cosificación de la memoria, y a la vez al cuestionamiento por la posibilidad de esta de convertirse en un objeto disponible para la reflexión y

7 Según un catastro realizado por FLACSO-Chile en el año 2007, la gran mayoría de los memoriales existentes en Chile tienen un placa donde figuran los nombres de las víctimas (82,1% del total).

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la discusión. Para Georges Didi-Huberman (2010), frente a ciertas imágenes, ser tocado –en el sentido de emocionarse– se transforma en ser herido por el poder de la imagen. Sin lugar a dudas, esa es una de las consecuencias del me-morial creado por Jaar. Al igual que en una obra precedente del mismo artista8, los objetivos que pretendía alcanzar Geometría de la conciencia requerían de la construcción de un

. . .dispositivo espacio-temporal de visión que se sustrajera al espacio mu-seal, un dispositivo que comprometiera también una experiencia sensorial de excepción: un espacio cerrado en el cual no se puede entrar, como en el teatro, más que al comienzo de la función, y que es necesario seguir en su desarrollo temporal. (Rancière 79)

En ese sentido, y dada la ambición de este proyecto, se hacía necesaria la construcción “de un espacio y de un tiempo apropiados para hacer resonar la historia” (79, las cursivas son mías).

Volviendo a la pregunta enunciada por Sergio Rojas respecto a las condiciones bajo las cuales pudiera ser posible hoy el trabajo de articular una experiencia, podemos decir que Geometría de la Conciencia es una obra que logra articular una experiencia múltiple: la experiencia de la dictadura, de la detención, del encierro, de la muerte, de la desaparición, de la memoria, de la aparición. Con esta constelación de elementos, intenta dar testimonio de un deber ético aún en proceso: el de asumir no solo la pérdida producida por la violencia, sino también el compromiso de construir el futuro. Al instalar la presencia de la ausencia, la obra inscribe con luces y sombras una huella indeleble en la conciencia del espectador.

Reflexiones finales

Tomando en cuenta lo dicho precedentemente, podemos decir que en el gesto de reificación de la memoria, museo y obra de arte convergen en una voluntad subyacente de permanencia y atemporalidad. A partir de estrategias diferentes pero efectivas, ambos otorgan una experiencia de legibilidad, experimentación y sensibilización frente a la historia. Quizás este logro cobre aún más importancia de cara al futuro, sobre todo en un contexto en que la experiencia de la dictadura no estará fundada para las nuevas generaciones más que en la mediación del relato y la imagen.

Finalmente, ambas aproximaciones de lectura de la experiencia dictatorial apelan, por medios diversos, a provocar empatía en el espectador. Como señala Didi-Huberman, mirar no es solo ver simplemente, ni observar con mayor o menor competencia: una mirada supone la implicación, el ser-afectado que se

8 Jaar, Alfredo. The sound of silence. Ed. Galerie Kamel Mennour. París: Kamel Mennour, 2011. Impreso.

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reconoce, en esta misma implicación, como sujeto. Recíprocamente, la forma es necesaria para que la mirada acceda al lenguaje y la elaboración, único modo de entregar una experiencia, un conocimiento y una enseñanza. Hay, tanto en la obra como en el museo, un sustrato ético que aspira a hacer eco en nosotros, a tocarnos, a no dejarnos partir indiferentes una vez confrontados a su expe-riencia. Como bien señala Alfredo Jaar, las obras mejor logradas proponen una experiencia estética, informan y reclaman una reacción. Su valor está en la posibilidad de tocar tanto los sentidos como la razón. Desde esa perspectiva, la relación a la empatía no es errada, pues etimológicamente, la emoción está ligada a la acción. Memoria, historia, ética y estética se dan cita en un lugar en que si nos abandonamos a una comprensión implicativa, seremos iluminados por la historia y tocados por la emoción.

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Recepción: abril de 2012Aceptación: julio de 2012