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SOBRE EL ANARQUISMO C. Marx y F. Engels Esta Edición: Proyecto Espartaco (http://www.proyectoespartaco.com)

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SOBRE EL ANARQUISMO

C. Marx y F. Engels

Esta Edición: Proyecto Espartaco

(http://www.proyectoespartaco.com)

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C. MARX Y F. ENGELS

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EDICIONES EN LENGUAS EXTRANJERAS MOSCÚ 1941

Printed in the Union of Soviet Socialist Republics

Entre corchetes [] se encuentra la paginación original

de la edición impresa

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SOBRE EL ANARQUISMO

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ÍNDICE

ÍNDICE ...................................................................................................................................................

PROLOGO DEL EDITOR ...................................................................................................................

F. ENGELS LOS BAKUNINISTAS EN ACCION .............................................................................

ADVERTENCIA PRELIMINAR ....................................................................................................... I ............................................................................................................................................................ II .......................................................................................................................................................... III ......................................................................................................................................................... IV .........................................................................................................................................................

С. MARX LAS PRETENDIDAS ESCISIONES EN LA INTERNACIONAL ............

I ............................................................................................................................................................ II .......................................................................................................................................................... III ......................................................................................................................................................... IV ......................................................................................................................................................... V .......................................................................................................................................................... VI ......................................................................................................................................................... VII ........................................................................................................................................................

F. ENGELS DE LA AUTORIDAD .....................................................................................................

C. MARX APOLITICISMO ................................................................................................................

С. MARX ACOTACIONES AL LIBRO DE BAKUNIN «EL ESTADO У LA ANARQUÍA» ..................................................................................................

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PROLOGO DEL EDITOR

Los artículos recogidos en este folleto constituyen documentos de excepcional importancia y son actuales para todo el movimiento obrero latino-americano. En los países latino-americanos, el desarrollo tardío del capitalismo y su dependencia del imperialismo extranjero han motivado el que aún hoy conserven en el terreno social y económico numerosas supervivencias del sistema feudal, condiciones económicas que facilitan la existencia de un ambiente propicio para el medro de las ideas anarquistas. De otro lado, el hecho de que después de la derrota del pueblo español la «élite» de la FAI. haya trasladado sus tiendas de campaña hacia el Nuevo Continente, intentando crearse en el seno de la clase obrera del mismo un nuevo bastión para su actividad provocadora y contrarrevolucionaria, realza con renovado valor los implacables análisis de Marx y Engels desenmascarando la teoría y la práctica anarquistas, «cuyo radicalismo consistente en grandes frases, sirve de la mejor manera a los fines de la reacción». (Marx, «Las pretendidas escisiones en la Internacional»).

Marx y Engels luchaban contra todas las diversas corrientes del socialismo, existentes en su época, y con el anarquismo, para desbrozar el camino a la clase obrera, para ayudarla a situarse en el único terreno revolucionario: en el terreno de la lucha de clases; con el objetivo final de la conquista violenta del poder político por el proletariado. Marx y Engels combatían implacablemente al anarquismo por su enemiga a la lucha política de la clase obrera, a su partido, a la dictadura del proletariado, haciendo con ello luz sobre las tareas, la táctica y acerca de la misión histórico-mundial del proletariado como enterrador del capitalismo y edificador de la sociedad comunista.

A través de esa lucha teórica y práctica, Marx y Engels evidenciaron toda la entraña ruinosa y nociva de la ideología anarquista, descubrieron el origen pequeñoburgués de su táctica de arrebatos y explosiones demenciales, de su rebelión contra la unidad y la disciplina en las filas del proletariado, y demostraron, con la lógica irrefutable de los hechos, cómo ya en los albores de la organización política de la [3] clase obrera, los anarquista bakuninistas se habían situado en el terreno de la Colaboración directa con la policía internacional.

Marx y Engels no eran solamente los grandes teóricos del socialismo científico, sino a la vez jefes y dirigentes del movimiento revolucionario. Ellos fueron los organizadores de la Primera Internacional y, en su lucha de cada hora por la formación de un partido capaz de conducir a las masas a la toma del Poder y a la instauración de la dictadura del proletariado, lucharon en el seno de la misma contra la obra caótica y de doblez de los bakuninistas a los que hubieron de expulsar por disgregadores y provocadores. Ya entonces merecieron de Marx esta acertada y mordaz característica:

«La Alianza, a remolque de un «Mahoma sin Koran», sólo representa un

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amasijo de ideas de ultratumba, disfrazadas con frases sonoras que sólo pueden asustar a burgueses idiotas o servir como piezas de convicción contra los internacionalistas a los fiscales de Bonaparte u otros»... (Marx, «Las pretendidas escisiones en la Internacional»).

De entonces a hoy han transcurrido varias decenas de años. En este tiempo se han producido profundos cambios sociales. El capitalismo monopolista ha llevado al extremo la concentración y la centralización de los medios de producción. Delante del movimiento obrero se han planteado nuevas tareas. Ante el proletariado moderno se presentan nuevas perspectivas de lucha con el empleo también de nuevas formas de organización. Se aproximaba la etapa de las revoluciones proletarias. Los anarquistas continuaban, como antes, imperturbablemente, repitiendo en todos los tiempos sus viejos sofismas utópicos y disparatados, que no son en realidad otra cosa que una expresión del radicalismo pequeñoburgués, ciego, sordo y reaccionario, que quiere hacer girar la rueda de la historia hacia atrás y que., en el insensato empeño, cae de bruces en el campo de la contrarrevolución.

«Sus concepciones —dice Lenin, refiriéndose a los anarquistas— reflejan no el porvenir del régimen burgués empujado por una fuerza inexorable hacia la colectivización del trabajo, sino su presente y aún su pasado, la dominación de la casualidad ciega sobre el pequeño productor aislado». (Lenin, «Socialismo y Anarquismo». Páginas escogidas, t. II.)

El bakuninismo representaba en el movimiento obrero la proyección del revolucionarismo pequeñoburgués el reflejo ideológico de la contradicción económica de esta clase, de sus dudas y de su desesperación, a propósito de la cual Engels decía que [4]

«se agita sin cesar... entre la esperanza de elevarse hasta la clase más rica y el miedo a ser reducida al estado de proletarios, incluso de pordioseros». (F. Engels, «Revolución y contrarrevolución en Alemania».)

Muchas gentes se dirán: ¿Cómo es posible hablar tanto del carácter pequeñoburgués del movimiento anarquista, cuando éste es un movimiento que vive y actúa en los medios proletarios? Cierto, pero eso no cambia la justeza de la sentencia sobre el carácter de clase del anarquismo. El proletariado se nutre constantemente de la pequeña burguesía y de los campesinos y vive en estrecha relación y vecindad con ella, especialmente en países como España y América Latina. Este es uno de los vehículos de penetración de las influencias pequeñoburguesas en las filas del proletariado.

El anarquismo tiene otra particularidad que mueve también a confusión: la facilidad con que se lanza a movimientos «revolucionarios» y realiza actos de violencia. Los anarquistas siempre han hecho ostentación de una fraseología aventurera, alejada de toda realidad. Ello produce en las capas más atrasadas de la clase obrera, especialmente de los campesinos, una gran impresión y lleva, a simple vista, a la estimación errónea del anarquismo como una corriente revolucionaria. Nada más lejos de la verdad.

Lenin nos ha dejado esta justa y excelente opinión a este respecto:

« ... El pequeño propietario, el pequeño patrón (tipo social que en muchos países

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europeos está muy difundido), que sufre bajo el capitalismo una presión continua y muy a menudo un empeoramiento brusco y rápido de sus condiciones de existencia que le lleva a la ruina, adquiere fácilmente una mentalidad ultrarrevolucionaria, pero que es incapaz de manifestar serenidad, espíritu de organización, disciplina, firmeza. El pequeño burgués «enfurecido» por los horrores del capitalismo, es un fenómeno social propio, como el anarquismo, de todos los países capitalistas», (Lenin, «La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo», pág. 18, ed. española, 1941).

En esto estriba la esencia y la médula «ideológica» del anarquismo.

Con la mayor precisión, el camarada Stalin desentrañaba hasta la raíz la política sectaria y aventurera de desprecio a las masas que practica el anarquismo, cuando, al analizar las diferencias de principio, existentes entre el anarquismo y el marxismo, decía: [5]

«El marxismo y el anarquismo están construidos sobre principios completamente distintos, a pesar de que ambos salen a la palestra bajo-la bandera socialista. La piedra angular del anarquismo es la personalidad, cuya liberación, en opinión de los anarquistas, es la condición principal para la liberación de la masa; es decir: en opinión de los anarquistas, la liberación de la masa es imposible hasta que no se libera el individuo, en vista de lo cual su consigna es: «Todo para el individuo», mientras que la piedra angular del marxismo es la masa, cuya liberación es la condición principal para la liberación del individuo, es decir que para el marxismo es imposible la liberación del individuo en tanto no se libere a las masas, y de ahí su consigna: ; «Todo para las masas». (Stalin, «Anarquismo y socialismo». 1906.)

***

Las viejas polémicas de Marx y Engels y más larde de Lenin y de Stalin contra los anarquistas, acerca de la necesidad histórica del Estado proletario, de la dictadura del proletariado, etc., son hoy, a la luz de la experiencia de la revolución socialista triunfante, verdades incontrovertibles. Lo que ayer era un anhelo, un sueño, de los explotados y oprimidos, hoy es una verdad viva y tangible. En la sexta parte del mundo la clase obrera a enterrado al capitalismo y edifica victoriosamente la nueva sociedad humana: el socialismo. Esta irrefutable prueba de la justeza de la teoría marxista-leninista ha determinado que en todos los campos del movimiento obrero, los elementos revolucionarios se hayan alistado bajo las banderas del marxismo-leninismo. Los anarquistas contemporáneos, petrificados ideológicamente unos y corrompidos políticamente otros, han degenerado hasta convertirse en una banda vulgar de contrarrevolucionarios, en los perros más rabiosos que la burguesía azuza contra el País del Socialismo y contra el movimiento revolucionario internacional

Durante la guerra nacional-revolucionaria del pueblo español, los anarquistas que influenciaban a grandes masas de la CNT, no solamente pusieron de relieve el fracaso

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estrepitoso de todas sus teorías y táctica anarquista, su falsedad y su impotencia, sino que evidenciaron que no eran otra cosa que una banda en descomposición de aventureros y provocadores al servicio de la reacción internacional.

En el curso de la guerra del pueblo español, ya no se entablaban polémicas con los anarquistas en lo concerniente a la necesidad del Estado y del gobierno, porque bajo la presión de las masas hubieron [6] de mandar al diablo todos sus sacrosantos principios y postulados, y no solamente fueron ministros, sino que pelearon furiosamente por cada puesto de representación estatal; no se discutía sobre la Autoridad, no se discutía, pasado el período miliciano, sobre el ejército, porque los anarquistas en sus desorbitados afanes de poder peleaban por cada puesto de mando; no se discutía sobre el intercambio de productos y la abolición de la moneda, porque los anarquistas se convirtieron en los mas codiciosos «expropiadores» del dinero ... de todos los demás; no se discutía sobre la necesidad de la dictadura, porque ellos ejercían la más brutal... naturalmente, contra los obreros y campesinos. Es decir, durante la guerra nacional-revolucionaria del pueblo español, la España revolucionaria luchaba contra la obra de provocación, pillaje, sabotaje y espionaje de los anarquistas. Durante la guerra del pueblo español contra Franco y los invasores, el anarquismo constituyó el elemento principal de desorganización y de traición. Bajo la máscara de «socialización» y «colectivización», robaban y atropellaban los intereses de los campesinos, de los artesanos, de los modestos comerciantes, a los que trataban de enfrentar con la clase obrera. Asesinaban a los obreros y a los campesinos que se oponían a sus fechorías y bandidismo, asesinaban a los dirigentes revolucionarios como Trillas, como Duran, Sesé y otros. Con su obra disgregadora buscaban desmoralizar las fuerzas, desorganizaban los frentes y entregaban las posiciones sin lucha al enemigo. Se sublevaban, de acuerdo con los bandidos trotskistas, contra el gobierno del Frente Popular, como en mayo de 1937 en Barcelona; luchaban contra la unidad del ejército, de la clase obrera y del Frente Popular. Y finalmente, fueron el brazo armado principal de los traidores de la Junta casadista, participaron en ella, como Mera, Marín y Del Val, y dirigieron los asesinatos de los comunistas durante este período. Los anarquistas apuñalaron por la espalda al heroico pueblo español, lo entregaron a los verdugos de la contrarrevolución española: a Franco y a los invasores.

Después de la derrota de la revolución española, los jefes anarquistas han buscado en el interior del país hacerse útiles a Falange, y, en el extranjero, la «militancia» de la FAI, se ha convertido definitivamente en una agencia de provocación y espionaje al servicio de potencias imperialistas. Hablan de la «monstruosidad de haber fusilado a José Antonio Primo de Rivera», de la «torpeza de no haberse aliado con él antes de la guerra» (Abad de Santillán). Al comienzo de la segunda guerra imperialista, ofrecieron, por medio de Jouhaux, al gobierno Daladier, sus servicios para luchar contra los comunistas. [7] Al servicio del Intelligence Service, escriben que la reconquista de la República en España es posible sólo mediante la victoria del imperialismo inglés en esta guerra.

El anarquismo, pues, no representa ya hoy otra cosa que una variante del bandidísmo trotskista con el cual marcha estrechamente ligado. Y si Engels, como conclusión de su crítica a la actuación de los bakuninistas en la revolución de 1873, escribía que los bakuninistas nos dieron un modelo inimitable de cómo no debe hacerse una

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revolución, hoy, después de la última gran experiencia del anarquismo en la guerra nacional-revolucionaria del pueblo español, podemos afirmar que los anarquistas contemporáneos nos han dado la prueba más acabada y definitiva de cómo se traiciona una revolución.

El editor

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F. ENGELS

LOS BAKUNINISTAS EN ACCION1

MEMORIA SOBRE LA INSURRECCIÓN DE ESPAÑA (VERANO DE 1873)

ADVERTENCIA PRELIMINAR

Para facilitar la comprensión de la siguiente memoria, consignaremos aquí unos cuantos datos cronológicos.

El 9 de febrero de 1873, el rey Amadeo se hartó ya de la corona de España; fue el primer rey huelguista y abdicó. El 12 fue proclamada la República. Inmediatamente, estalló en las Provincias Vascongadas un nuevo levantamiento carlista.

El 10 de abril fue elegida una Asamblea Constituyente, que se reunió a comienzos de junio, y el 8 de este mes fue proclamada la República federal. El 11 se constituyó un nuevo Ministerio bajo la presidencia de Pi y Margall. Al mismo tiempo, se eligió una comisión encargada de redactar el proyecto de la nueva Constitución, pero fueron excluidos de ella los republicanos extremistas, los llamados intransigentes. Cuando, el 3 de julio, se proclamó la nueva Constitución, ésta no iba tan lejos como los intransigentes pretendían en cuanto a la división de España en «cantones independientes»; así pues, los intransigentes organizaron al punto alzamientos en provincias; en los días 5 a 11 de julio, los intransigentes triunfaron en Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga, Cádiz, Alcoy, Murcia, Cartagena, Valencia, etc., e instauraron en cada una de estas ciudades un gobierno cantonal independiente. El 18 de julio dimitió Pi y Margall y fue sustituido por Salmerón, quien inmediatamente lanzó a las tropas contra los insurrectos. Estos fueron vencidos a los pocos días, tras ligera resistencia; [9] ya el 26 de julio, con la caída de Cádiz, quedó restaurado el poder del gobierno en toda Andalucía y, casi al mismo tiempo, fueron sometidas Murcia y Valencia; únicamente Valencia luchó con alguna energía.

Y sólo Cartagena resistió. Este puerto militar, el mayor de España, que había caído en poder de los insurrectos junto con la marina de guerra, estaba defendido por tierra, además de por la muralla, por trece fortines destacados y no era, por tanto, fácil de tomar.

1 Esta serie de artículos de Engels titulada «Los bakuninistas en acción» fue publicada en tres números del periódico «Volksstaat» [«El Estado del Pueblo»] a fines de octubre y comienzos de noviembre de 1873. La advertencia preliminar fue escrita en 1894. (N. de la Red.)

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Y, como el gobierno se guardaba muy mucho de destruir su propia base naval, el «Cantón independiente de Cartagena» vivió hasta el 11 de enero de 1874, día en que por fin capituló, porque en realidad no tenía en el mundo nada mejor que hacer.

De esta ignominiosa insurrección, lo único que nos interesa son las hazañas todavía más ignominiosas de los anarquistas bakuninianos; únicas que relatamos aquí con cierto detalle, para prevenir con este ejemplo al mundo contemporáneo.

I

El informe que acaba de publicar la Comisión de La Haya sobre la Alianza secreta de Bakunin ha puesto de manifiesto ante el mundo obrero los manejos ocultos, las granujadas y la huera fraseología con que se pretendía poner el movimiento proletario al servicio de la presuntuosa ambición y los designios egoístas de unos cuantos genios incomprendidos. Entretanto, estos megalómanos nos han dado ocasión en España de conocer también su actuación revolucionaria práctica. Veamos cómo llevan a los hechos sus frases ultrarrevolucionarias sobre la anarquía y la autonomía individual, sobre la abolición de toda autoridad, especialmente de la del Estado, sobre la emancipación inmediata y completa de los obreros. Por fin podemos hacerlo ya, pues ahora, además de la información de los periódicos sobre los acontecimientos de España, tenemos a la vista el informe enviado al Congreso de Ginebra por la Nueva Federación madrileña de la Internacional.

Es sabido que, en España, al producirse la escisión de la Internacional, sacaron ventaja los miembros de la Alianza secreta; la gran mayoría de los obreros españoles se adhirió a ellos. Al ser proclamada la República, en febrero de 1873, los aliancistas españoles se vieron en un trance muy difícil. España es un país muy atrasado industrialmente y, por lo tanto, no puede hablarse aún de una emancipación inmediata y completa de la clase obrera. Antes de esto, España tiene que pasar por varias etapas previas de desarrollo y quitar de en medio toda una serie de obstáculos. La República brindaba la ocasión para acortar en lo po-[10]sible estas etapas y para barrer rápidamente estos obstáculos. Pero esta ocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política activa de la clase obrera española. La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la ocasión de actuar, en vez de dejar, como hasta entonces, a las clases poseedoras el campo libre para la acción y para las intrigas. El gobierno convocó elecciones a las Cortes Constituyentes; ¿qué posición debía adoptar la Internacional? Los jefes bakuninistas estaban sumidos en la mayor perplejidad. La prolongación de la inactividad política hacíase cada día más ridícula y mas insostenible; los obreros querían «hechos». Y por otra parte, los aliancistas llevaban años predicando que no se debía intervenir en ninguna revolución que no fuese encaminada a la emancipación inmediata y completa de la clase obrera; que el emprender cualquier

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acción política implicaba el reconocimiento del Estado, el gran principio del mal; y que, por lo tanto, y muy especialmente, la participación en cualquier clase de elecciones era un crimen que merecía la muerte. El citado informe de Madrid nos dice cómo salieron del aprieto:

«Los mismos que habían repudiado los acuerdos de La Haya sobre la actitud política de la clase obrera y que habían pisoteado los Estatutos de la Asociación, llevando con ello la escisión, la discordia y el desorden a la Internacional en España; los mismos que tenían la desvergüenza de presentarnos a los ojos de los obreros como unos arrivistas ambiciosos, que, bajo el pretexto de llevar al Poder a la clase obrera, querían entronizarse en el Poder; los mismos que se llaman autónomos, anarquistas revolucionarios, etc., se han lanzado en esta ocasión, con el mayor celo, a hacer política, pero la peor de todas las políticas: la política burguesa. No laboraron para conquistar el Poder político para la clase obrera —por el contrario, aborrecen esta idea—, sino por agenciar el Poder a una parte de la burguesía, formada por aventureros, ambiciosos y arrivistas que se llaman a sí mismos republicanos intransigentes.

«Ya en vísperas de las elecciones generales a las Corles Constituyentes, los obreros de Barcelona, Alcoy y otros sitios pidieron que se les dijese qué política habían de seguir los trabajadores? tanto en el terreno de la lucha parlamentaria como en los demás. Con este motivo, se celebraron dos grandes mítines, uno en Barcelona y otro en Alcoy; los aliancistas lucharon en ambos con todas sus fuerzas por impedir que se definiese la actitud política que había de adoptar la Internacional (la suya, ¡entiéndase bien!). Se acordó, en vista de esto, que la Internacional, como tal asociación, no debía desplegar ninguna acti-[11]vidad política, pero ¡que los internacionalistas, personalmente, podrían obrar como creyeran conveniente y adherirse al partido que mejor les pareciera, en virtud de su famosa autonomía individual! ¿Cuál fue el resultado de la aplicación de tan absurda doctrina? Que la gran masa de los internacionalistas, incluso los anarquistas, tomó parte en las elecciones sin programa, sin bandera, sin candidatos propios, contribuyendo de este modo a que saliesen triunfantes casi exclusivamente los candidatos republicanos burgueses. Sólo se sentaron en los escaños dos o tres obreros, hombres sin representación alguna, que no alzaron la voz ni una sola vez en defensa de los intereses de nuestra clase y que votaban tranquilamente todas las proposiciones reaccionarias de la mayoría».

A esto conduce el «abstencionismo político» bakuninista. En tiempos pacíficos, en que el proletariado sabe de antemano que a lo sumo conseguirá llevar al parlamento unos cuantos diputados y que la obtención de una mayoría parlamentaria le está por completo vedada, se conseguirá acaso convencer a los obreros en algún sitio que otro de que es toda una actuación revolucionaria quedarse en casa cuando haya elecciones y, en vez de atacar al Estado concreto en el que vivimos y que nos oprime, atacar al Estado en abstracto, que no existe en ninguna parte y, por lo tanto, no puede defenderse. Es éste un procedimiento magnífico de hacerse el revolucionario, característico de gentes a quienes se les cae fácilmente el alma a los pies; y hasta qué punto los jefes de los aliancistas españoles se cuentan entre esta casta de gentes lo demuestra con todo detalle el escrito sobre la Alianza que citábamos al principio.

Pero, tan pronto como los mismos acontecimientos empujan al proletariado y lo

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colocan en primer plano, el abstencionismo se convierte en una majadería palpable y la intervención activa de la clase obrera en una necesidad que es preciso admitir. Y este fue el caso en España. La abdicación de Amadeo había desplazado del Poder y de la posibilidad inmediata de recobrarlo a los monárquicos radicales; los alfonsinos estaban, por el momento, más imposibilitados aún; los carlistas preferían, como casi siempre, la guerra civil a la lucha electoral. Todos estos partidos se abstuvieron a la manera española; en las elecciones sólo tomaron parte los republicanos federales, divididos en dos bandos, y la masa obrera. Dada la enorme fascinación que el nombre de la Internacional ejercía aún por aquel entonces sobre los obreros de España y dada la excelente organización que, al menos para los fines prácticos, conservaba aún su Sección española, era seguro que en los distritos fabriles de Cataluña, en Valencia, en las ciudades [12] de Andalucía, etc., habrían triunfado brillantemente todos los candidatos presentados y mantenidos por la Internacional, llevando a las Corles una minoría lo bastante fuerte para decidir en las votaciones entre los dos bandos republicanos. Los obreros sentían esto; sentían que había llegado la hora de poner en juego su potente organización, pues por aquel entonces todavía lo era. Pero los señores jefes de la escuela bakuninista habían predicado, durante tanto tiempo, el evangelio del abstencionismo incondicional, que no podían dar marcha atrás repentinamente; y así, inventaron aquella lamentable salida consistente en hacer que la Internacional se abstuviese como colectividad, pero dejando a sus miembros en libertad para votar individualmente como se les antojase. La consecuencia de esta declaración en quiebra política, fue que los obreros, como ocurre siempre en tales casos, votaran a la gente que se las daba de más radical: a los intransigentes. Y que, sintiéndose con esto más o menos responsables de los pasos dados posteriormente por sus elegidos, acabaran por verse envueltos en su actuación.

II

Los aliancistas no podían persistir en la ridícula situación en que se habían colocado con su astuta política electoral, a menos de querer dar al traste con su jefatura sobre la Internacional en España. Tenían que aparentar, por lo menos, que hacían algo. Y su tabla de salvación fue... la huelga general.

En el programa bakuninista, la huelga general es la palanca que se pone en juego para desencadenar la revolución social. Una buena mañana, los obreros de todos los gremios de un país y hasta del mundo entero dejan el trabajo y, en cuatro semanas a lo sumo, obligan a las clases poseedoras a darse por vencidas o a lanzarse contra los obreros, con lo cual dan a éstos el derecho a defenderse y a derribar, aprovechando la ocasión, toda la vieja organización social. La idea dista mucho de ser nueva; primero los socialistas franceses y luego los belgas se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin embargo, por su origen, un caballo de raza inglesa. Durante el rápido e intenso auge del cartismo entre los obreros británicos, que siguió a la crisis de 1837, se predicó, ya en 1839,

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el «mes santo», el paro en escala nacional1; y la idea tuvo tanta resonancia, que los obreros fabriles del norte de Inglaterra intentaron ponerla en práctica en julio de 1842. También en el congreso de los aliancistas celebrado en Ginebra el 1 de [13] septiembre de 1873 desempeñó gran papel la huelga general, si bien se reconoció por todo el mundo que para esto bacía falta una organización perfecta de la clase obrera y una caja bien repleta. Y aquí precisamente el quid del asunto. En primer lugar, los gobiernos, sobre todo si se les deja envalentonarse con el abstencionismo político, jamás permitirán que la organización ni las cajas de los obreros lleguen tan lejos; y, por otra parte, los acontecimientos políticos y los abusos de las clases gobernantes facilitarán la emancipación de los obreros mucho antes de que el proletariado llegue a reunir esa organización ideal y ese gigantesco fondo de reserva. Pero, si dispusiese de ambas cosas, no necesitaría dar el rodeo de la huelga general para llegar a la meta.

Para nadie que conozca un poco el engranaje oculto de la Alianza puede ser dudoso que la propuesta de aplicar este bien experimentado procedimiento partió del centro suizo. Pues bien: los dirigentes españoles encontraron de este modo una salida para hacer algo sin volverse de una vez «políticos»; y se lanzaron encantados a ella. Por todas partes se predicaron los efectos milagrosos de la huelga general y en seguida se preparó todo para comenzarla en Barcelona y en Alcoy.

Entretanto, la situación política iba acercándose cada vez más a una crisis. Los viejos tragahombres del republicanismo federal, Castelar y comparsas, se echaron a temblar ante el movimiento, que les rebasaba; no tuvieron más remedio que ceder el Poder a Pi y Margall, que intentaba una transacción con los intransigentes. Pi era, de todos los republicanos oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que la República se apoyase en los obreros. Así presentó en seguida un programa de medidas sociales de inmediata ejecución, que no sólo eran directamente ventajosas para los obreros, sino que, además, por sus efectos, tenían necesariamente que empujar a mayores avances y, de este modo, por lo menos poner en marcha la reforma social. Pero los internacionalistas bakuninianos, que tienen la obligación de rechazar hasta las medidas más revolucionarias, cuando éstas arrancan del «Estado», preferían apoyar a los intransigentes más extravagantes antes que a un ministro. Las negociaciones de Pi con los intransigentes se dilataban; los intransigentes empezaron a perder la paciencia; los más fogosos de ellos comenzaron a encender en Andalucía el levantamiento cantonal. Había llegado la hora de que los jefes de la Alianza actuasen también, si no querían seguir marchando a la zaga de los intransigentes burgueses. En vista de esto, ordenaron la huelga general.

En Barcelona se pegó, entre otros, este cartel: « ¡Obreros! Declaramos la huelga general para demostrar la profunda repugnancia que [14] nos causa ver cómo el gobierno echa a la calle el ejército para luchar contra nuestros hermanos trabajadores, mientras apenas se preocupa de la guerra contra los carlistas», etc. Es decir, que se invitaba a los obreros de Barcelona —el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo—, a enfrentarse con el poder público armado, no con las armas que ellos tenían también en sus manos, sino

1 Véase: Engels, «Lage deг Arbeitender Klasse in England» [«Situación de la clase obrera en Inglaterra»], 2ª. edición, pág. 234.

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con un paro general, con una medida que sólo afecta directamente a los burgueses individuales, pero que no va contra su representación colectiva, contra el poder del Estado. Los obreros barceloneses habían podido escuchar en la inactividad de los tiempos de paz las frases violentas de hombres tan mansos como Alerini, Farga Pellicer y Viñas; pero cuando llegó la hora de actuar, cuando Alerini, Farga y Viñas lanzaron, primero, su famoso programa electoral, luego se dedicaron constantemente a calmar los ánimos, y por fin, en vez de llamar a las armas, declararon la huelga general, acabaron por provocar el desprecio de los obreros. El más débil de los intransigentes revelaba, con todo, más energía que el más enérgico de los aliancistas. La Alianza y la Internacional mangoneada por ella perdieron toda su influencia y, cuando estos caballeros proclamaron la huelga general, bajo el pretexto de paralizar con ello la acción del gobierno, los obreros se echaron sencillamente a reír. Pero la actividad de la falsa Internacional había conseguido, por lo menos, que Barcelona se mantuviese al margen del alzamiento cantonal. Dentro de él, la representación de la clase obrera era, en todas partes, un elemento muy fuerte; y Barcelona era la única ciudad cuya incorporación podía respaldar de un modo firme a este elemento obrero y darle la perspectiva de hacerse dueño, en fin de cuentas, de todo el movimiento. Además, la incorporación de Barcelona puede decirse que habría decidido el triunfo. Pero Barcelona no movió un dedo; los obreros barceloneses, que sabían a qué atenerse respecto a los intransigentes y habían sido engañados por los aliancistas, se cruzaron de brazos y dieron con ello el triunfo final al gobierno de Madrid. Todo lo cual no impidió a los aliancistas Alerini y Brousse (acerca de cuyas personas da más detalles el informe sobre la Alianza) declarar en su periódico «Solidaridad Revolucionaria»: «El movimiento revolucionario se extiende como un reguero de pólvora por toda la península... En Barcelona todavía no ha pasado nada, ¡pero en la plaza pública está la revolución siempre en su puesto!» Pero era la revolución de los aliancistas, que consiste en mantener torneos oratorios y, precisamente por esto, se está «siempre en su puesto», sin salir de la «plaza».

[15]

La huelga general se había puesto a la orden del día al mismo tiempo en Alcoy. Alcoy es un centro fabril de reciente creación que cuenta actualmente unos 30.000 habitantes y en el que la Internacional, en forma bakuniniana, sólo logró penetrar hace un año, desarrollándose luego con gran rapidez. El socialismo, bajo cualquier forma, era bien recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente al margen del movimiento, hecho que se repite en algunos lugares rezagados de Alemania, donde repentinamente la Asociación General de Obreros alemanes ha encontrado, por el momento, gran número de adeptos. Alcoy fue elegido, por tanto, para sede de la Comisión federal bakuninista española; y esta Comisión federal es precisamente la que vamos a ver aquí actuar.

El 7 de julio, una asamblea obrera toma el acuerdo de huelga general; y al día siguiente envía una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndole para que reúna en el término de veinticuatro horas a los patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros. El alcalde, Albors, un republicano burgués, entretiene a los obreros, pide tropas a Alicante y aconseja a los patronos que no cedan, sino que se parapeten en sus casas. En cuanto a él, estará en su puesto. Después de celebrar una entrevista con los patronos —

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estamos siguiendo el informe oficial de la Comisión federal aliancista, que lleva la fecha de 14 de julio de 1873—, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros mantenerse neutral, lanza una proclama en la que «injuria y calumnia a los obreros y toma partido por los patronos, anulando así el derecho y la libertad de los huelguistas y retándolos a luchar». Cómo los piadosos deseos de un alcalde podían anular el derecho y la libertad de los huelguistas, es cosa que no se aclara en el informe. El caso es que los obreros, dirigidos por la Alianza, hicieron saber al concejo, por medio de una comisión, que, si no estaba dispuesto a mantener en la huelga la neutralidad prometida, lo mejor que podía hacer era dimitir para evitar un conflicto. La propuesta fue rechazada y, cuando la comisión salía del ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra el pueblo, congregado en la plaza en actitud pacífica y sin armas. Así comenzó la lucha, según el informe aliancista. El pueblo se armó, y comenzó la batalla, que había de durar «veinte horas». De una parte, los obreros, que «Solidaridad Revolucionaria» cifra en 5.000, de otra parte 32 guardias civiles concentrados en el ayuntamiento y algunas gentes armadas parapetadas en cuatro o cinco casas junto al mercado, casas a las que el pueblo pegó fuego a la buena manera prusiana. Por fin, a los guardias se les agotaron las municiones y tuvieron que capitular. «No habría habido que [16] lamentar tantas desgracias —dice el informe de la Comisión aliancista— si el alcalde Albors no hubiera engañado al pueblo simulando rendirse y haciendo luego asesinar alevosamente a los que entraron en el ayuntamiento fiándose de su palabra; y el mismo alcalde no habría perecido, como pereció justicieramente a manos de la población indignada, si no hubiese disparado su revólver a quemarropa contra los que iban a detenerle».

¿Cuántas bajas causó esta batalla? «Si bien no es posible calcular con exactitud el número de muertos y heridos (de parte del pueblo), sí podemos decir que no habrán bajado seguramente de... diez. De parte de los provocadores, no bajan de quince los muertos y los heridos».

Esta fue la primera batalla callejera de la Alianza. Al frente de 5.000 hombres, se batió durante 20 horas contra 32 guardias y algunos burgueses armados; los venció, después que ellos hubieron agotado las municiones y perdió, en total, diez hombres. Se conoce que la Alianza inculca a sus iniciados aquella sabia sentencia de Falstaff de que «la prudencia es la mejor parte de la valentía».

Huelga decir que todas las noticias terroríficas de los periódicos burgueses, que hablan de fábricas incendiadas sin objeto alguno, de guardias fusilados en masa, de personas rociadas con petróleo y luego quemadas, son puras invenciones. Los obreros vencedores, aunque estén dirigidos por aliancistas cuyo lema es: «no hay que reparar ante nada», son siempre demasiado generosos con el enemigo vencido para obrar así, y éste se limita a imputarles todas las atrocidades que él no deja de cometer nunca cuando vence.

Eran, pues, vencedores. «En Alcoy —dice llena de júbilo «Solidaridad Revolucionaria»— nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la situación». Veamos qué hicieron de su «situación» los tales «dueños».

Al llegar aquí, el informe de la Alianza y el periódico aliancista nos dejan en la estacada; tenemos que contentarnos con la información general de la prensa. Por ésta, nos

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enteramos de que en Alcoy se constituyó inmediatamente un «Comité de Salud Pública», es decir, un gobierno revolucionario. Es cierto que en el congreso celebrado por ellos en Saint Imier (Suiza) el 15 de septiembre de 1872, los aliancistas habían acordado que «toda organización de un poder político con el nombre de provisional o revolucionario sólo podía ser una nueva añagaza y tan peligrosa para el proletariado como todos los gobiernos que actualmente existen». Además, los miembros de la Comisión federal de España residente en Alcoy habían hecho lo indecible para con-[17]seguir que el congreso de la sección española de la Internacional hiciese suyo este acuerdo. Pero, a pesar de todo esto, nos encontramos que Severino Albarracín, miembro de aquella Comisión y, según nuestros informes, también Francisco Tomás, su secretario, forman parte de ese gobierno provisional y revolucionario que era el Comité de Salud Pública de Alcoy.

¿Y qué hizo este Comité de Salud Pública? ¿Cuáles fueron sus medidas para lograr «la inmediata y completa emancipación de los obreros»? Prohibir que ningún hombre saliese de la villa, autorizando en cambio para hacerlo a las mujeres, siempre y cuando que... ¡tuviesen pase! ¡Los enemigos de la autoridad restableciendo el régimen de pases! Por lo demás, la más completa perplejidad, la más completa inactividad, el más completo desamparo.

Entretanto, el general Velarde avanzaba con sus tropas desde Alicante. El gobierno tenía sus razones para ir apaciguando silenciosamente las insurrecciones locales de las provincias. Y los «dueños de la situación» de Alcoy tenían también las suyas para zafarse de un estado de cosas con el que no sabían qué hacer. Por eso el diputado Cervera, que actuaba de mediador, encontró el camino llano. El Comité de Salud Pública resignó, sus poderes, las tropas entraron en la villa el día 12 sin encontrar la menor resistencia y la única promesa que se hizo a cambio al Comité de Salud Pública fue... dar una amnistía general. Los aliancistas «dueños de la situación» habían salido realmente del aprieto una vez más. Y con esto terminó la aventura de Alcoy.

En Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz, «el alcalde —relata el informe aliancista— clausura el local de la Internacional y, con sus amenazas y sus incesantes ataques contra los derechos personales de los ciudadanos, provoca la cólera de los obreros. Una comisión reclama del ministro el reconocimiento de su derecho y la reapertura del local, arbitrariamente clausurado. El señor Pi accede a ello en principio... pero denegándolo en la práctica; los obreros ven que el gobierno trata de colocar a su Asociación sistemáticamente fuera de la ley; destituyen a las autoridades locales y ponen en su lugar a otras, que ordenan la reapertura del local de la Asociación».

«¡En Sanlúcar... el pueblo es dueño de la situación!», exclama! triunfalmente «Solidaridad Revolucionaria». Los aliancistas, que también aquí, en completa contradicción con sus principios anarquistas, instituyeron un gobierno revolucionario, no supieron por dónde empezar a servirse del Poder. Perdieron el tiempo en debates vacuos y acuerdos sobre el papel, y el 5 de agosto, después de ocupar las ciuda-[18]des de Sevilla y Cádiz, el general Pavía destacó a unas cuantas compañías de la brigada Soria para tomar Sanlúcar y... no encontró la menor resistencia.

Esas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza donde nadie le hacía la

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competencia.

III

Inmediatamente después de la batalla librada en las calles de Alcoy, se levantaron los intransigentes en Andalucía. Pi y Margall estaba todavía en el Poder y en continuas negociaciones con los jefes de este grupo político, para sacar de ellos un nuevo ministerio. ¿Por qué, pues, echarse a la calle, sin esperar a que fracasaran las negociaciones? La razón de estas prisas no ha llegado a ponerse nunca totalmente en claro. Lo único que puede asegurarse es que los señores intransigentes trataban ante todo de que se llevase a la práctica cuanto antes la República federal para de este modo poder escalar el Poder y los muchos cargos nuevos que habrían de crearse en los distintos cantones. En Madrid, las Cortes tardaban mucho en descuartizar a España; había que tomar cartas en el asunto y proclamar en todas partes cantones soberanos. La actitud que había venido manteniendo hasta entonces la Internacional (la bakuninista), envuelta de lleno, desde las elecciones, en los manejos de los intransigentes, permitía contar con su colaboración; además, precisamente se había apoderado de Alcoy por la violencia y estaba por lo tanto, en lucha abierta con el gobierno. A esto se añadía el que los bakuninistas habían predicado siempre que toda acción revolucionaria de arriba abajo era perniciosa y que todo debía organizarse y llevarse a cabo de abajo arriba. Y he aquí que ahora se les deparaba la ocasión de implantar de abajo arriba, al menos en unas cuantas ciudades, el famoso principio de la autonomía. Ni que decir tiene que los obreros bakuninistas se tragaron el anzuelo y sacaron las castañas del fuego a los intransigentes, para luego verse recompensados por sus aliados, como siempre, con puntapiés y balas de fusil.

Veamos cuál fue la posición de los internacionalistas bakuninistas en todo este movimiento. Ayudaron a imprimirle el sello de la atomización federalista y realizaron su ideal de la anarquía en la medida de lo posible. Los mismos bakuninistas que, pocos meses antes, en Córdoba, habían anatematizado como una traición y una añagaza contra los obreros la instauración de gobiernos revolucionarios, formaban ahora parte de todos los gobiernos municipales revolucionarios de [19] Andalucía, pero siempre en minoría, de modo que los intransigentes podían hacer cuanto les viniera en gana. Mientras éstos monopolizaban la dirección política y militar del movimiento, a los obreros se les despachaba con unos cuantos tópicos brillantes o con unos supuestos acuerdos sobre reformas sociales del carácter más tosco y absurdo y que, además, sólo existían sobre el papel. En cuanto los líderes bakuninistas pedían alguna concesión real y positiva se les rechazaba desdeñosamente. Lo más importante que tenían siempre que declarar los intransigentes directores del movimiento a los corresponsales de los periódicos ingleses, era que ellos no tenían nada que ver con estos llamados internacionalistas y que declinaban toda responsabilidad por sus actos, aclarando bien que tenían estrictamente vigilados por la

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policía a sus jefes y a todos los emigrados de la Comuna de París. Finalmente, en Sevilla, como veremos, los intransigentes, durante el combate contra las tropas del gobierno, dispararon también contra sus aliados bakuninistas.

Así sucedió que, en el transcurso de pocos días, toda Andalucía estuvo en manos de los intransigentes armados. Sevilla, Málaga, Granada, Cádiz, etc., cayeron en su poder casi sin resistencia. Cada ciudad se declaró cantón independiente y nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Lo mismo hicieron después Murcia, Cartagena, Valencia. En Salamanca se hizo también un ensayo por el estilo, pero de carácter más pacífico. Así estuvieron la mayoría de las grandes ciudades de España en poder de los insurrectos, con excepción de la capital, Madrid —simple ciudad de lujo, que casi nunca interviene decisivamente—, y de Barcelona. Si Barcelona se hubiese lanzado, el triunfo final habría sido casi seguro y además se habría asegurado un refuerzo firme al elemento obrero que tomaba parte en el movimiento. Pero ya hemos visto que en Barcelona los intransigentes no tenían apenas fuerza y que los internacionalistas bakuninianos, que por aquel entonces eran aún muy fuertes allí, tomaron la huelga general como pretexto para calmar los ánimos. Así pues, esta vez, Barcelona no estuvo en su puesto.

No obstante, la insurrección, aunque iniciada de un modo descabellado, tenía todavía grandes perspectivas de éxito si se la hubiera sabido encauzar con un poco de inteligencia, siquiera hubiese sido al modo de las revueltas militares españolas, en que la guarnición de una plaza se subleva, va sobre la plaza más cercana, arrastra consigo a la guarnición de ésta, preparada de antemano, y, creciendo como un alud, avanza sobre la capital, hasta ¡que una batalla afortunada o el paso a su campo de las tropas enviadas contra ella decide el triunfo. Este método [20] era especialmente aplicable en esta ocasión. Los insurrectos se hallaban organizados en todas partes desde hacía mucho tiempo en batallones de voluntarios, cuya disciplina era, a decir verdad, deplorable, pero no más deplorable seguramente que la de los restos del antiguo ejército español, que, en su mayor parte, se había desmoronado. La única fuerza de confianza con que contaba el gobierno era la Guardia Civil y ésta se hallaba desperdigada por todo el país. Era primordial impedir a todo trance la concentración de los guardias civiles y, para esto, no había mas recurso que tomar la ofensiva y aventurarse a campo abierto; la cosa no era muy arriesgada, pues el gobierno sólo podía oponer a los voluntarios tropas tan indisciplinadas como las suyas. Y, si se quería vencer, no había otro camino.

Pero, no. El federalismo de los intransigentes y de su apéndice bakuninista consistía precisamente en dejar que cada ciudad actuase por su cuenta y declaraba esencial, no su cooperación con las otras ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a toda posibilidad de una ofensiva general. Lo que en la guerra de los campesinos alemanes y en las insurrecciones alemanas de mayo de 1849 había sido un mal inevitable —la atomización y el aislamiento de las fuerzas revolucionarias, que permitió a las tropas del gobierno ir aplastando un alzamiento tras otro— se proclamaba aquí como el principio de la suprema sabiduría revolucionaria. Bakunin pudo disfrutar de este desagravio. Ya en septiembre de 1870 (en sus «Lettres à un Français») había declarado que el único medio para expulsar de Francia a los prusianos con una lucha revolucionaria consistía en abolir toda dirección centralizada y dejar que cada ciudad, cada aldea, cada municipio, dirigiese la

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guerra por su cuenta. Si al ejército prusiano, con su dirección única, se oponía el desencadenamiento de las pasiones revolucionarias, el triunfo era seguro. Frente a la inteligencia colectiva del pueblo francés, abandonado por fin de nuevo a sus propios designios, la inteligencia individual de Moltke se esfumaría. Entonces, los franceses no quisieron concebir esto; pero en España se obsequió a Bakunin, como hemos visto y aún hemos de ver, con un triunfo resonante.

Entretanto, la puñalada trapera de este levantamiento, organizado sin pretexto alguno, imposibilitó a Pi y Margall para seguir negociando con los intransigentes. Tuvo que dimitir; le sustituyeron en el Poder los republicanos puros del tipo de Castelar, burgueses sin disfraz, cuyo primer designio era dar al traste con el movimiento obrero, del que antes se habían servido, pero que ahora les estorbaba. A las órdenes del general Pavía, se formó una división para mandarla contra Andalucía y otra a las órdenes del general Martínez Campos para enviarla [21] contra Valencia y Cartagena. El nervio de estas divisiones eran los guardias civiles traídos de todas partes de España, todos ellos antiguos soldados cuya disciplina se mantenía aún inconmovible. Como había ocurrido con los gendarmes en la marcha del ejército versalles sobre París, la misión de estos guardias civiles era reforzar las tropas de línea desmoralizadas e ir siempre a la cabeza de las columnas de ataque, cometido que, en ambos casos, cumplieron en la medida de sus fuerzas. Además de ellos contenían las divisiones algunos regimientos de línea refundidos, de modo que cada una de ellas estaba compuesta por unos 3.000 hombres. Era todo lo que el gobierno podía movilizar contra los insurrectos.

El general Pavía se puso en marcha hacia el 20 de julio. El 24 fue ocupada Córdoba por una columna de guardias civiles y tropas de línea al mando de Ripoll. El 29, Pavía atacó las barricadas de Sevilla, la cual cayó en sus manos el 30 ó el 31. (Muchos de los telegramas no permiten fijar con seguridad las fechas). Dejó una columna móvil para someter los alrededores y avanzó sobre Cádiz, cuyos defensores no se batieron más que en el acceso a la ciudad, y aún aquí con pocos bríos; luego, el 4 de agosto se dejaron desarmar sin resistencia. En los días siguientes desarmó, también sin resistencia, a Sanlúcar de Barrameda, San Roque, Tarifa, Algeciras y otra multitud de pequeñas ciudades, cada una de las cuales se había erigido en cantón independiente. Al mismo tiempo, envió columnas contra Málaga y Granada, que capitularon sin resistencia el 3 y el 8 de agosto respectivamente; y así el 10 de agosto, en menos de 15 días y casi sin lucha, había quedado sometida toda Andalucía.

El 26 de julio inició Martínez Campos el ataque contra Valencia. Aquí, la insurrección había partido de los obreros. Al escindirse en España la Internacional, en Valencia obtuvieron la mayoría los internacionalistas auténticos y el nuevo Consejo federal español fue trasladado a esta ciudad. A poco de proclamarse la República, cuando ya se vislumbraba la inminencia de combates revolucionarios, los obreros bakuninistas de Valencia, desconfiando de los paños calientes que los líderes barceloneses disfrazaban con frases ultrarrevolucionarias, prometieron a los auténticos internacionalistas que harían causa común con ellos en todos los movimientos locales. Al estallar el movimiento cantonal, inmediatamente ambas fracciones se lanzaron a la calle, utilizando a los intransigentes, y desalojaron a las tropas. No se ha sabido cuál era la composición de la

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Junta revolucionaria de Valencia; sin embargo, de los informes de los corresponsales de la prensa inglesa se desprende que en ella, al igual que entre los voluntarios va-[22]lencianos, tenían los obreros preponderancia decisiva. Estos mismos corresponsales hablaban de los insurrectos de Valencia con un respeto que distaban mucho de dispensar a los otros rebeldes, en su mayoría intransigentes; ensalzaban su disciplina y el orden reinante en la ciudad y pronosticaban una larga resistencia y una lucha enconada. No se equivocaron. Valencia, ciudad sin artillar, se sostuvo contra los ataques de la división de Martínez Campos desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto, es decir, más tiempo que toda Andalucía junta.

En la provincia de Murcia, las tropas ocuparon sin resistencia la capital, del mismo nombre. Después de tomar Valencia, Martínez Campos marchó sobre Cartagena, una de las fortalezas mejor defendidas de España, protegida por tierra por una muralla y una serie de fortines destacados en las alturas dominantes. Los 3.000 soldados del gobierno, privados de artillería de sitio, eran, naturalmente, impotentes, con sus cañones ligeros, contra la artillería pesada de los fuertes y tuvieron que limitarse a poner cerco a la ciudad por el lado de tierra; pero esto no significaba gran cosa, mientras los cartageneros dominasen el mar con los barcos de guerra apresados por ellos en el puerto. Los sublevados [de Cartagena], que mientras se luchaba en Valencia y Andalucía sólo se habían ocupado de ellos mismos, empezaron a pensar en el mundo exterior después de estar reprimidas las demás sublevaciones, cuando empezaron a escasearles a ellos el dinero y los víveres. Entonces hicieron primero una tentativa de marcha sobre Madrid, ¡que distaba de Cartagena por lo menos 60 millas alemanas, más del doble que, por ejemplo, Valencia o Granada! La expedición tuvo un fin lamentable no lejos de Cartagena; y el cerco cortó el paso a todo otro intento de salida por tierra. Se lanzaron, pues, a hacer salidas con la flota. ¡Y qué salidas! No podía ni hablarse de volver a sublevar, con los barcos de guerra cartageneros, los puertos de mar que acababan de ser sometidos. Por tanto, la marina de guerra del cantón soberano de Cartagena se limitó a amenazar con que bombardearía a las demás ciudades del litoral marítimo desde Valencia hasta Málaga —también soberanas, según la teoría cartagenera—, y en caso necesario a bombardearlas real y efectivamente, si no traían a bordo de sus buques los víveres exigidos y una contribución de guerra en moneda contante y sonante. Mientras estas ciudades habían estado levantadas en armas contra el gobierno como cantones independientes, en Cartagena regía el principio de ¡cada cual para si! Ahora, que estaban derrotadas, tenía que regir el principio de ¡todos para Cartagena! Así entendían los intransigentes de Cartagena y sus secuaces bakuninistas el federalismo de los cantones soberanos.

[23]

Para reforzar las filas de los combatientes de la libertad, el gobierno de Cartagena dio suelta a los 1.800 reclusos del penal de aquella ciudad, los peores ladrones y asesinos de toda España. Que esta medida revolucionaria les fue sugerida por los bakuninistas es cosa que no admite duda después de las revelaciones del informe sobre la «Alianza». En él se demuestra cómo Bakunin se entusiasmaba desvariando sobre el «desencadenamiento de todas las malas pasiones» y cómo proclamaba al bandolero ruso modelo de verdaderos revolucionarios. Lo que se da a los rusos, debe darse también a los españoles. Por lo tanto,

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el gobierno cartagenero se ajustaba por completo al espíritu de Bakunin cuando desencadenó las «malas pasiones» de los 1.800 matones embotellados, llevando con ello hasta el extremo la desmoralización entre sus tropas. Y cuando el gobierno español, en vez de deshacer a cañonazos sus propias fortificaciones, esperaba la sumisión de Cartagena de la descomposición interior de sus defensores, seguía una política totalmente acertada.

IV

Escuchemos ahora el informe de la «Nueva Federación de Madrid» acerca de todo este movimiento:

«En Valencia debía celebrarse el segundo domingo de agosto un congreso para definir, entre otras cosas, la posición que la Federación española de la Internacional había de adoptar ante los importantes acontecimientos políticos ocurridos en España desde el 11 de febrero, día de la proclamación de la República. Pero la descabellada insurrección cantonal, que fracasó tan lamentablemente y en la que participaron con entusiasmo los internacionalistas de casi todas las provincias sublevadas, no sólo paralizó las actividades del Consejo federal, al diseminar a la mayoría de sus miembros, sino que desorganizó también casi por completo las Federaciones locales y, lo que es peor, condenó a sus componentes a todo el odio y a todas las persecuciones que lleva consigo un alzamiento popular que se inicia de un modo vergonzoso y que fracasa...

«Cuando estalló el levantamiento cantonal, cuando se constituyeron las juntas, es decir, los gobiernos de los cantones, aquellas gentes (los bakuninistas), que con tanta furia clamaban contra el poder político y tanto nos acusaban de autoritarismo, se apresuraron a entrar en aquellos gobiernos. En ciudades importantes, como Sevilla, Cádiz, Sanlúcar de Barrameda, Granada y Valencia, muchos de los internacionalistas que se llamaban antiautoritarios formaban parte de las Jun-[24]tas cantonales, sin más programa que la autonomía de la provincia o del cantón. Esto está oficialmente demostrado por las proclamas y otros documentos publicados por las Juntas, al pie de los cuales figuran los nombres de destacados internacionalistas de esta especie.

«Una contradicción tan escandalosa entre la teoría y la práctica, entre la propaganda y los hechos, significaría poco, si de ello se -hubiese derivado alguna ventaja para nuestra Asociación o algún progreso en la organización de nuestras fuerzas, algún acercamiento a la consecución de nuestro objetivo fundamental: la emancipación de la clase trabajadora. Pero ha ocurrido precisamente lo contrario, como por fuerza tenía que ocurrir. Faltó la condición esencial: la actuación conjunta de todo el proletariado español, que tan fácil hubiera sido conseguir movilizándolo en nombre de la Internacional. No hubo cohesión entre las Federaciones locales; el movimiento quedó confiado a la iniciativa individual o local, sin dirección de ninguna clase (fuera de la que podía imponerle, si acaso, la misteriosa Alianza, que, para vergüenza nuestra, sigue teniendo el mando de la sección

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española de la Internacional) y sin ningún programa, a no ser el de nuestros enemigos naturales, los republicanos burgueses. Y así, el movimiento cantonal sucumbió del modo más ignominioso, casi sin resistencia; pero, en su hundimiento, arrastró consigo el prestigio y la organización de la Internacional en España. No se comete exceso, crimen o acto de violencia que los republicanos no carguen hoy sobre las espaldas de los internacionalistas; y, en Sevilla, hasta se da el caso, según nos aseguran, de que durante la lucha los intransigentes disparasen contra sus aliados, los internacionalistas (bakuninistas). La reacción, explotando hábilmente nuestras torpezas, azuza a los republicanos contra nosotros para que nos persigan, y nos calumnia ante la gran masa indiferente; lo que no pudo conseguir en tiempo de Sagasta, parece que va a lograrlo ahora: desacreditar el nombre de la «Internacional» ante la gran masa de los obreros españoles.

«En Barcelona se han separado de la Internacional multitud de secciones obreras, protestando a gritos contra la gente del periódico «La Federación» (órgano principal de los bakuninistas) y su inexplicable posición. En Jerez, Puerto de Santa María y otros lugares, las Federaciones han acordado disolverse. En Loja (provincia de Granada), los pocos internacionalistas que había, han sido arrojados de la ciudad por la población. En Madrid, donde todavía se disfruta de la mayor libertad, la antigua Federación (bakuninista) no da la menor señal de vida, mientras que la nuestra se ve obligada a permanecer inactiva y en silencio, si no quiere verse cargada con culpas ajenas. En [25] las ciudades del norte, la guerra carlista, cada día más furiosa, impide todas nuestras actividades. Finalmente, en Valencia, donde el gobierno ha salido vencedor después de quince días de lucha, los internacionalistas que no han huido tienen que esconderse y el Consejo federal está totalmente disuelto».

Hasta aquí, el informe de Madrid. Como vemos, coincide en un todo con el relato histórico hecho en las páginas anteriores.

Examinemos, pues, el resultado de toda nuestra investigación:

1) En cuanto se enfrentaron con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a echar por la borda todo el programa que hasta entonces habían mantenido. En primer lugar, sacrificaron su dogma del abstencionismo político y, sobre todo, del abstencionismo electoral. Luego le llegó el turno a la anarquía, a la abolición del Estado; en vez de abolir el Estado, lo que hicieron fue intentar erigir una serie de pequeños Estados nuevos. A continuación, abandonaron su principio de que los obreros no debían participar en ninguna revolución que no persiguiese la inmediata y completa emancipación del proletariado, y participaron en un movimiento cuyo-carácter puramente burgués no se trataba de ocultar. Finalmente, dieron un bofetón a su credo recién proclamado de que la instauración de un gobierno revolucionario no era más que un nuevo engaño y una nueva traición contra la clase obrera, instalándose cómodamente en las Juntas gubernamentales de los distintos cantones, y además casi siempre como una minoría impotente, neutralizada y políticamente explotada por los burgueses.

2) Al renegar de los principios que habían venido predicando siempre, lo hicieron de la manera más cobarde y más embustera y bajo la presión de una conciencia culpable, sin que ni los propios bakuninistas ni las masas acaudilladas por ellos se lanzasen al

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movimiento con ningún programa ni supiesen ni remotamente lo que querían. ¿Cuál fue la consecuencia natural de esto? Que los bakuninistas entorpeciesen todo movimiento, como en Barcelona, o se viesen arrastrados a levantamientos aislados, irreflexivos y estúpidos, como en Alcoy y Sanlúcar de Barrameda, o bien que la dirección de la insurrección cayera en manos de los burgueses intransigentes, como ocurrió en la mayoría de los casos. Así, pues, al pasar a los hechos, los gritos ultrarrevolucionarios de los bakuninistas, se tradujeron en medidas para calmar los ánimos, en levantamientos condenados de antemano al fracaso o en el encadenamiento a un partido burgués, que, además de explotar ignominiosamente a los obreros para sus fines políticos, los trataba a patadas.

[26]

3) Lo único que ha quedado en pie de los llamados principios de-la anarquía, de la federación libre de grupos independientes, etc., ha sido la dispersión sin tasa y sin sentido de los medios revolucionarios de lucha, que permitió al gobierno dominar una ciudad tras otra con un puñado de tropas y sin encontrar apenas resistencia.

4) Fin de fiesta: No sólo la sección española de la Internacional —lo mismo la falsa que la auténtica— se ha visto envuelta en el derrumbamiento de los intransigentes, y hoy esta sección —numerosa y bien organizada— está de hecho disuelta, sino que, además, se le atribuye todo el cúmulo de excesos imaginarios sin el cual los filisteos de todos los países no pueden concebir un levantamiento obrero; con lo que se ha hecho imposible, acaso por muchos años, la reorganización internacional del proletariado español.

5) En una palabra, los bakuninistas españoles nos han dado un ejemplo insuperable de cómo no debe hacerse una revolución.

[27]

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С. MARX

LAS PRETENDIDAS ESCISIONES EN LA

INTERNACIONAL

CIRCULAR RESERVADA DEL CONSEJO GENERAL DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES1

Hasta hoy, el Consejo General se ha impuesto una reserva absoluta respecto a las luchas internas habidas en el seno de la Internacional y no ha respondido jamás públicamente a los ataques públicos lanzados contra él durante más de dos años por miembros de la Asociación.

La persistencia de un puñado de intrigantes en fomentar el que se confunda a la Internacional con una sociedad2 hostil a ella desde su origen, podría no ser aún motivo para romper el silencio. Pero el apoyo que la reacción europea encuentra en los escándalos provocados por esta sociedad, en un momento en que la Internacional atraviesa la crisis más seria que ha conocido desde su fundación, obliga al Consejo General a hacer la historia de todas estas intrigas.

I

Después de la caída de la Comuna de París, el primer acto del Consejo General fue publicar su Manifiesto sobre «La guerra civil en Francia» en el que se solidarizaba con toda la actuación de la Comuna; y lo hacía precisamente en el momento en que esta actuación servía a la burguesía, a la prensa y a los gobiernos de Europa para volcar las calumnias más infames sobre las espaldas de los vencidos de París. Una parte de la propia clase obrera no había comprendido aún que su bandera acababa de ser derrotada. El Consejo pudo comprobar esto, entre otras cosas, por la dimisión que, negándose a solidarizarse con [28] el Manifiesto, presentaron dos de sus miembros: los ciudadanos Odger y Lucraft. Puede

1 Expuesto por C. Marx en la reunión del Consejo General, el 5 de marzo de 1872. Editado en forma de folleto suelto, en francés (Ginebra, 1872). (N. de la Red.)

2 Se trata de la organización bakuninista «Alianza internacional de la democracia socialista». (N. de la Red.)

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SOBRE EL ANARQUISMO

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decirse que de la publicación de este documento en todos los países civilizados data la unidad de opinión de la clase obrera sobre los acontecimientos de París.

Por otra parte, la Internacional encontró un medio de propaganda de los más poderosos en la prensa burguesa, y sobre todo en la prensa inglesa de gran circulación, a la que este Manifiesto obligó a emprender una polémica, sostenida luego por las réplicas del Consejo General.

La llegada a Londres de numerosos refugiados de la Comuna obligó al Consejo General a constituirse en Comité de Ayuda y a ejercer, durante más de 8 meses, esta función completamente ajena a sus atribuciones normales. No hay que decir que los vencidos y los desterrados de la Comuna no tenían nada que esperar de la burguesía. Y, en cuanto a la clase obrera, las peticiones llegaban en un momento difícil: Suiza y Bélgica habían recibido ya su contingente de refugiados y tenían que mantenerlos o facilitar su traslado a Londres. Las cantidades recogidas en Alemania, en Austria y en España eran enviadas a Suiza. En Inglaterra, la gran lucha por la jornada de 9 horas, cuya batalla decisiva se dio en Newcastle, había consumido, tanto las contribuciones individuales de los obreros, como los fondos sociales de los sindicatos; fondos que, por otra parte, según los mismos estatutos, no podían ser destinados más que a las luchas profesionales. Sin embargo, a fuerza de gestiones y cartas incesantes, el Consejo pudo reunir, céntimo a céntimo, el dinero que distribuía cada semana. Los obreros americanos han respondido más ampliamente a este llamamiento. ¡Ah, si el Consejo hubiera podido recaudar los millones que la imaginación aterrorizada de la burguesía deposita tan generosamente en la caja de caudales de la Internacional!

Después de mayo de 1871, un cierto número de refugiados de la Comuna fueron llamados a reemplazar en el Consejo al elemento francés que, a consecuencia de la guerra, se había quedado sin representación en él. Entre los miembros así agregados había antiguos internacionalistas y una minoría de hombres conocidos por su energía revolucionaría y cuya designación fue un homenaje que se rendía a la Comuna de París.

En medio de estas preocupaciones, el Consejo hubo de hacer los trabajos preparatorios para la Conferencia de delegados que acababa de convocar.

Las violentas medidas tomadas contra la Internacional por el gobierno bonapartista habían impedido la reunión del Congreso en París, tal como estaba prescrita por el Congreso de Basilea. En uso del de-[29]recho que le confería el Artículo 4 de los estatutos, el Consejo General, en su circular del 12 de julio de 1871, convocó el Congreso en Maguncia. En las cartas dirigidas al mismo tiempo a las diferentes federaciones, les propuso trasladar a otro país la sede del Consejo General —domiciliado hasta entonces en Inglaterra— y les pidió que dieran a los delegados mandatos imperativos a este respecto. Las federaciones se pronunciaron unánimemente por el mantenimiento de la sede en Londres. La guerra franco-alemana, que estalló pocos días después, imposibilitó todo congreso. Y entonces, consultadas las federaciones, nos dieron la potestad de fijar la fecha del próximo Congreso según lo dictaran los acontecimientos.

En cuanto pareció que la situación política lo permitía, el Consejo General convocó una conferencia reservada; convocatoria que tenía como precedentes la conferencia

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reservada de 1865 y las sesiones administrativas reservadas de cada congreso. —En el momento de las máximas orgías de la reacción europea; cuando Julio Favre pedía a todos los gobiernos, incluso al inglés, la extradición de los refugiados como criminales de derecho común; cuando Dufaure proponía a la asamblea rural una ley poniendo a la Internacional en la ilegalidad, ley de la que luego Malou sirvió a los belgas una imitación hipócrita; cuando, en Suiza, un refugiado de la Comuna estaba en prisión preventiva, esperando la decisión del gobierno federal sobre la demanda de extradición; cuando la caza de internacionalistas era la base ostensible de una alianza entre Beust y Bismarck, cuya cláusula dirigida contra la Internacional se apresuró a adoptar Víctor Manuel; cuando el gobierno español, poniéndose por completo a disposición de los verdugos de Versalles, obligaba al Consejo federal de Madrid a refugiarse en Portugal; cuando, en fin, el primer deber de la Internacional era apretar sus filas y recoger el guante arrojado por los gobiernos, un congreso público era imposible y no hubiera hecho más que delatar a los delegados continentales.

Todas las secciones que estaban en relaciones normales con el Consejo General fueron, en fecha oportuna, convocadas a la Conferencia, la cual, aun no siendo un Congreso público, encontró serias dificultades. No hay que decir que Francia, en la situación en que se encontraba, no podía elegir delegados. En Italia, la única sección entonces organizada era la de Nápoles, y, en el momento de nombrar un delegado, fue disuelta por la fuerza armada. En Austria y en Hungría, los miembros más activos estaban en la cárcel. En Alemania, algunos miembros de los más conocidos estaban perseguidos por alta traición, otros estaban en la prisión y los fondos del partido estaban absorbidos por la necesidad [30] de ayudar a sus familias. Los americanos dirigieron a la Conferencia una Memoria detallada sobre la situación de la Internacional en su país y emplearon los gastos de delegación en el mantenimiento de refugiados. Por lo demás, todas las federaciones reconocieron la necesidad de sustituir el Congreso público por la Conferencia reservada.

La Conferencia, después de haberse reunido en Londres desde el 17 al 23 de septiembre de 1871, dejó encargadas al Consejo General una serie de tareas: publicar sus resoluciones; articular los reglamentos administrativos y publicarlos juntamente con los Estatutos generales, revisados y corregidos, en tres idiomas; ejecutar la resolución de sustituir los carnets de afiliados por sellos; reorganizar la Internacional en Inglaterra y, por último, subvenir a los gastos necesarios para estos diferentes trabajos.

Desde la publicación de los trabajos de la Conferencia, la prensa reaccionaria, de París a Moscú y de Londres a Nueva York, denunció la resolución sobre la política de la clase obrera como una cosa preñada de tan peligrosos designios (el «Times» la acusó de «audacia fríamente calculada»), que era urgente poner a la Internacional fuera de la ley. Por otra parte, la resolución que condenaba a las secciones sectarias suplantadoras fue para la policía internacional, que estaba al acecho, un pretexto para reivindicar ruidosamente la libertad y autonomía de los obreros —sus protegidos— frente al despotismo envilecedor del Consejo General y de la Conferencia. La clase obrera se sentía tan «terriblemente oprimida» que el Consejo General recibió —de Europa, de América, de Australia y hasta de las Indias Orientales— adhesiones y partes de constitución de secciones nuevas.

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II

Las denuncias de la prensa burguesa, así como las lamentaciones de la policía internacional, encontraban un eco de simpatía, incluso dentro de nuestra Asociación. En su seno se fraguaron intrigas, dirigidas en apariencia contra el Consejo General y, en realidad, contra la Asociación misma. Buscando la raíz de estas intrigas se descubre inevitablemente a la «Alianza internacional de la democracia socialista», dada a luz por el ruso Miguel Bakunin. A su vuelta de Siberia, predicó en el «Kólokol» de Herzen, como fruto de su larga experiencia, el paneslavismo y la guerra de razas. Más tarde, durante su estancia en Suiza, fue designado para el Comité directivo de la «Liga de la paz y de la libertad», fundada en oposición a la Internacional. Como los asuntos de esta sociedad burguesa iban de mal en peor, su presidente [31] G. Vogt, por consejo de Bakunin, propuso una alianza al Congreso de la Internacional, reunido en Bruselas en septiembre de 1868. El Congreso declaró por unanimidad que, una de dos: o la Liga perseguía los mismos fines que la Internacional y, en ese caso, no tenía razón de existir, o su objetivo era diferente y entonces la alianza era imposible. En el Congreso de la Liga, celebrado en Berna pocos días después, Bakunin efectuó su conversión. Allí propuso un programa de segunda mano, cuyo valor científico puede juzgarse por esta sola frase: la igualación económica y social de las clases. Mantenido por una ínfima minoría, rompió con la Liga para entrar en la Internacional. Iba decidido a sustituir los Estatutos generales de la Internacional por el programa de ocasión que la Liga le había rechazado y el Consejo General por su dictadura personal. Y, con estos fines y para su uso particular, creó un instrumento especial: la «Alianza internacional de la democracia socialista» destinada a convertirse en una Internacional dentro de la Internacional.

Bakunin encontró los elementos necesarios para la formación de esta sociedad en una serie de personas que había conocido durante su estancia en Italia y en un núcleo de emigrados rusos. Los empleó como emisarios y como agentes de reclutamiento entre los miembros de la Internacional en Suiza, en Francia y en España. Hasta que las negativas reiteradas al reconocimiento de la «Alianza» por parte de los Consejos federales de Bélgica y París no le obligaron a ello, no se decidió a someter a la aprobación del Consejo General los Estatutos de su nueva sociedad, que no eran otra cosa que la reproducción fiel del pro-grama «incomprendido» de Berna. El Consejo respondió con la siguiente circular fechada en 22 de diciembre de 1868:

El Consejo General a la Alianza internacional de la democracia socialista

Hace próximamente un mes que un cierto número de ciudadanos se ha constituido en Ginebra en comité central iniciador de una nueva sociedad internacional llamada «Alianza internacional de la democracia socialista», imponiéndose como «misión especial estudiar las cuestiones políticas y filosóficas sobre la base de ese gran principio que es la igualdad, etc.»...

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El programa y el reglamento impresos de ese comité iniciador no han sido comunicados al Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores hasta el 15 de diciembre de 1868. Según estos documentos, dicha Alianza está «completamente encuadrada dentro de la Internacional», pero, al mismo tiempo, ha sido fundada [32] completamente al margen de la Internacional. Junto al Consejo General de la Internacional, elegido por los Congresos sucesivos de Ginebra, Lausanne y Bruselas, habrá en Ginebra, según el reglamento iniciador, otro Consejo General que se ha nombrado a sí mismo. Junto a los grupos locales de la Internacional, habrá los grupos de la Alianza que, por mediación de sus organismos nacionales —que funcionarán al margen de los organismos nacionales de la Internacional— «pedirán al órgano central de la Alianza su admisión en la Internacional»; y así, el Comité Central de la Alianza se irroga el derecho a dar ingresos en nuestra Asociación. Por último, el Congreso General de la Asociación Internacional de los Trabajadores tendrá también su doble en el Congreso General de la Alianza, puesto que, como dice el reglamento iniciador, en el Congreso anual de los trabajadores, la delegación de la Alianza internacional de la democracia socialista, como rama de la Asociación Internacional de los Trabajadores, «tendrá sus sesiones públicas en diferente local».

Considerando:

que la presencia de un segundo organismo internacional que funcionase dentro y fuera de la Asociación Internacional de los Trabajadores sería el medio más infalible para desorganizarla;

que cualquier otro grupo de individuos residentes en cualquier localidad tendría derecho a imitar al Grupo iniciador de Ginebra y a introducir, bajo pretextos más o menos ostensibles, dentro de la Asociación Internacional de los Trabajadores, otras Asociaciones internacionales con otras misiones especiales;

que, de este modo, la Asociación Internacional de los Trabajadores se convertiría muy pronto en el juguete de los intrigantes de todas las nacionalidades y de todos los partidos;

que, por otra parte, los Estatutos de la Asociación Internacional de los Trabajadores no admiten en sus filas más que ramas locales y ramas nacionales (v. arts. 1 y 6 de los Estatutos)1;

que, está prohibido a las secciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores darse a sí mismas Estatutos y reglamentos administrativos contrarios a los Estatutos generales y a los reglamentos administrativos de la Asociación Internacional de los Trabajadores (v. art. 12 de los reglamentos administrativos);

que los Estatutos y reglamentos administrativos de la Asociación Internacional de los Trabajadores pueden ser revisados únicamente por el Congreso General, a condición de que por tal revisión opten las [33] dos terceras partes de los delegados presentes (v. art. 13 de los Estatutos generales);

que el asunto está fallado de antemano por el precedente que suponen las

1 Los artículos de los Estatutos y reglamentos administrativos están citados según el texto aprobado por la Conferencia de Londres en 1871. (N. de la Red.)

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resoluciones contra la Liga de la Paz, adoptadas unánimemente en el Congreso General de Bruselas;

que, en esas resoluciones, el Congreso declaraba que la Liga de la Paz no tenía ninguna razón de ser, puesto que, según sus recientes declaraciones, su objetivo y sus principios eran idénticos a los de la Asociación Internacional de los Trabajadores;

que varios miembros del Grupo iniciador de la Alianza, en su calidad de delegados al Congreso de Bruselas, han votado esas resoluciones;

el Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores, en su sesión del 22 de diciembre de 1868, ha resuelto por unanimidad:

1) Se declaran nulos y sin efecto todos los artículos del Reglamento de la Alianza internacional de la democracia socialista, que definen sus relaciones con la Asociación Internacional de los Trabajadores;

2) se desecha la admisión de la Alianza internacional de la democracia socialista como rama de la Asociación Internacional de los Trabajadores.

G. Odger, presidente de la sesión.

V, Shaw, secretario general.

Londres, 22 de diciembre de 1868.

Algunos meses después, la Alianza se dirigió de nuevo al Consejo General y le preguntó si admitía sus principios; ¿si o no? En caso afirmativo, la Alianza se declaraba dispuesta a desmembrarse en secciones de la Internacional. En contestación recibió la siguiente comunicación del 9 de marzo de 1869:

El Consejo General a la Alianza internacional de la democracia socialista

Según el artículo 1 de nuestros Estatutos, la Asociación admite en su seno a todas las sociedades obreras que aspiren al mismo fin, a saber: la cooperación, el progreso y la emancipación completa de la clase obrera.

Estando las fracciones de la clase obrera en los diferentes países colocadas en diversidad de condiciones de desarrollo es natural que sus opiniones teóricas, reflejo del movimiento real, sean también divergentes.

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Sin embargo, la comunidad de acción establecida por la Asociación Internacional de los Trabajadores, el intercambio de ideas facilitado por las publicaciones que, como órganos suyos, editan las diferentes secciones nacionales, y, en fin, las discusiones directas en los Congresos Generales han de engendrar gradualmente un programa teórico común.

Así, pues, el hacer el examen crítico del programa de la Alianza, es tarea que no cae

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dentro de las funciones del Consejo General. No tenemos que investigar si —sí o no— es una expresión adecuada del movimiento proletario. Para nosotros, la única cuestión consiste en saber si no contiene nada contrario a la tendencia general de nuestra Asociación, es decir, a la emancipación total de la clase obrera. Hay una frase en vuestro programa que falla en este aspecto. En el artículo 2 se lee:

«Ella (la Alianza) quiere, ante todo, conseguir la igualdad política, económica y social de las clases».

Buscar la igualdad de las clases, interpretado literalmente, conduce a la armonía entre el Capital y el Trabajo, tan importunadamente predicada por los socialistas burgueses. Lo que constituye el gran objetivo de la Asociación Internacional de los Trabajadores no es la igualdad de las clases —contrasentido lógico de imposible realización— sino, por el contrario, la abolición de las clases, verdadero secreto del movimiento proletario. Sin embargo, examinando el contexto donde se encuentra la frase «igualdad de las clases» se saca la impresión de que se ha deslizado como un error de pluma, simplemente. El Consejo General no duda que accederéis a quitar de vuestro programa una frase que se presta a equívocos tan peligrosos. Excepción hecha de los casos en que exista contradicción con la tendencia general de nuestra Asociación, ésta, de acuerdo con sus principios, deja a cada sección en libertad para formular libremente su programa teórico.

No existe, pues, obstáculos para la transformación de las secciones de la Alianza en secciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores.

Si se acuerda definitivamente la disolución de la Alianza y el ingreso de sus secciones en la Internacional, será necesario, según nuestros reglamentos, que se informe al Consejo del lugar donde se encuentra cada sección y de su fuerza numérica.

Sesión del Consejo General de 9 de marzo de 1869.

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Habiendo aceptado la Alianza estas condiciones, el Consejo General la admitió en la Internacional. Algunas firmas del programa de Bakunin indujeron a error al Consejo, el cual creyó que la Alianza estaba reconocida por el Comité federal de Ginebra (Comité de la Suiza francesa), cuando la verdad era que nunca le había dado beligerancia alguna. Desde este momento, la Alianza había conseguido su objetivo inmediato: tener representación en el Congreso de Basilea. A pesar de los procedimientos desleales que sus partidarios emplearon —procedimientos empleados en esta ocasión, y sólo en esta ocasión, en un congreso de la Internacional—, Bakunin sufrió una decepción en su intento de que el Congreso trasladase a Ginebra la sede del Consejo General y sancionase la antigualla saint-simoniana de la abolición inmediata del derecho de herencia, cosa de la que Bakunin había hecho el punto de partida práctico del socialismo. Este fue el preludio de la guerra abierta e incesante que la Alianza hizo, no sólo al Consejo General, sino también a todas las secciones de la Internacional, que se negaron a aceptar el programa de esta camarilla

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sectaria y, sobre todo, la doctrina del abstencionismo político absoluto.

Ya antes del Congreso de Basilea, habiendo venido Necháyev a Ginebra, Bakunin se puso en relación con él y fundó en Rusia una sociedad secreta en los medios estudiantiles. Escondiendo siempre su persona bajo el nombre de diferentes «comités revolucionarios», reivindicó poderes autocráticos, recurriendo a todos los ardides y mixtificaciones del tiempo de Cagliostro. El gran medio de propaganda de esta sociedad consistía en comprometer ante la policía rusa a personas inocentes, dirigiéndoles desde Ginebra comunicaciones, en unos sobres amarillos que llevaban por fuera, en ruso, la estampilla del «Comité revolucionario secreto». Las informaciones públicas del proceso Necháyev prueban que se ha abusado de un modo infame del nombre de la Internacional1.

Por aquel entonces inició la Alianza una polémica pública contra el Consejo General, primero en el «Progrès» de Locle, después en la «Égalité» de Ginebra, periódico oficial de la Federación de la Suiza francesa, en la que se habían deslizado, detrás de Bakunin, algunos miembros de la Alianza. El Consejo General, que había desdeñado los ataques del «Progrès», órgano personal de Bakunin, no podía desentenderse de los de la «Égalité», que había de creer aprobados por el Comité federal de la Suiza francesa. Entonces publicó la circular del [36] 1° de enero de 1870, en la cual se dice: «En la «Égalité» del 11 de diciembre de 1869 leemos: Es indudable que el Consejo General desatiende cosas de la máxima importancia. Le recordamos sus obligaciones basándonos en el primer artículo del reglamento: «El Consejo General está obligado a ejecutar las resoluciones del Congreso, etc... Podríamos hacer al Consejo General preguntas suficientes para que las respuestas compusiesen un boletín bastante largo. Esto lo haremos más tarde ... En espera, etc...» El Consejo General no conoce ningún artículo, ni en los Estatutos ni en los reglamentos, que le obligue a entrar en correspondencia o en polémica con la «Égalité» o a dar «respuestas a las preguntas» de los periódicos. Ante el Consejo General, sólo el Comité federal de Ginebra representa a las ramas de la Suiza francesa. Cuando el Comité federal nos dirija preguntas o reprimendas por la única vía legítima, es decir, por medio de su secretario, el Consejo General estará siempre dispuesto a contestar. Pero el Comité federal de la Suiza francesa no tiene derecho ni a renunciar a sus funciones en favor de los redactores de la «Égalité» y del «Progrès», ni a dejar que esos periódicos las usurpen. En términos generales, la correspondencia del Consejo General con los Comités nacionales y locales no podría ser publicada sin acarrear un gran perjuicio a los intereses generales de la Asociación. Luego, si los otros órganos de la Internacional imitasen al «Progrès» y a la «Égalité», el Consejo General se encontraría ante este dilema: o desacreditarse ante el público, callándose, o faltar a sus deberes, contestando públicamente. La «Égalité» se ha unido al «Progrès» para invitar al «Travail» (periódico parisino) a atacar por su parte al Consejo General. Es casi una Liga del bien público».

Sin embargo, antes de conocer esta circular, el Comité federal de la Suiza francesa había separado de la redacción de la «Égalité» a los partidarios de la Alianza.

La circular del 1° de enero de 1870, como la de 22 de diciembre de 1808 y la de 9

1 Próximamente se publicará un extracto del proceso Necháyev. Allí encontrará el lector un botón de muestra de las máximas, tan tontas como infames, cuya responsabilidad han cargado a la Internacional los amigos de Bakunin.

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de marzo de 1860, fueron aprobadas por todas las secciones de la Internacional. *

Ni que decir tiene que ninguna de las condiciones aceptadas por la Alianza ha sido cumplida jamás. Sus pretendidas secciones siguieron siendo un misterio para el Consejo General. Bakunin trataba de conservar bajo su dirección personal algunos grupos diseminados por España y por Italia y la sección de Nápoles, que él había hecho salirse de la Internacional. En las otras secciones de Italia se carteaba con pequeños núcleos, compuestos, no de obreros, sino de abogados, periodistas y otros burgueses doctrinarios. En Barcelona, algunos amigos [37] mantenían su influencia. En algunas ciudades del sur de Francia, la Alianza se esforzaba por fundar secciones separatistas bajo la dirección de Albert Richard y de Gaspard Blanc, de Lyon; de ellos volveremos a hablar más adelante. En una palabra: la sociedad internacional dentro de la Internacional seguía agitándose.

El gran golpe de la Alianza, la intentona para apoderarse de la dirección en la Suiza francesa, había de ser dado en el Congreso de La Chaux-de-Fonds, abierto el 4 de abril de 1870.

La lucha se inició alrededor del derecho de los representantes de la Alianza a ser admitidos, derecho que negaban los delegados de la federación ginebrina y de las secciones de La Chaux-de-Fonds.

Aunque, según su propio recuento, los partidarios de la Alianza no representaban más que a una quinta parte de los miembros de la federación, consiguieron, merced a la repetición de las maniobras de Basilea, asegurarse una mayoría ficticia de uno o dos votos. ¡Mayoría que, según afirmaba su propio órgano (ver «Solidarité» de 7 de mayo de 1870), no representaba más que a quince secciones, cuando, sólo en Ginebra, había treinta! Como resultado de esta votación, el Congreso de la Suiza francesa se dividió en dos fracciones, que continuaron sus sesiones por separado. Los partidarios de la Alianza, considerándose representantes legítimos de toda la federación, trasladaron a La Chaux-de-Fonds la sede del Comité federal de la Suiza francesa y fundaron en Neuchâtel su órgano oficial, «Solidarité», redactado por el ciudadano Guillaume. La misión especial de este joven escritor consistía en difamar a los «obreros de fábrica» de Ginebra —«burgueses» odiosos— en hacer la guerra a la «Égalité», periódico de la federación de la Suiza francesa y en predicar el abstencionismo político absoluto. Los autores de los artículos más destacados sobre este último tema fueron: en Marsella, Bastelica y en Lyon, los dos grandes puntales de la Alianza: Albert Richard y Gaspard Blanc.

A su vuelta, los delegados de Ginebra convocaron a sus secciones a una asamblea general que, a pesar de la oposición de Bakunin y sus amigos, aprobó su actuación en el Congreso de La Chaux-de-Fonds. Al poco tiempo, Bakunin y sus acólitos más activos fueron expulsados de la antigua federación de la Suiza francesa.

Apenas clausurado el Congreso suizo-francés, el nuevo comité de La Chaux-de-Fonds pedía la intervención del Consejo General, en una carta firmada por F. Robert, secretario, y Henri Chevalley, presidente, denunciado este último, dos meses más tardé, como ladrón, por el órgano del Comité, «Solidarité» de 7 de julio. Previo examen de los justificantes presentados por ambas partes, el 28 de junio de 1870, [38] el Consejo General decidió mantener al comité federal de Ginebra en sus antiguas funciones e invitar al nuevo

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comité federal de La Chaux-de-Fonds a adoptar una denominación local. Ante esta decisión, que defraudaba sus esperanzas, el Comité de La Chaux-de-Fonds denunció el autoritarismo del Consejo General, olvidando que él había sido el primero en reclamar su intervención. La perturbación que su persistencia en usurpar el nombre de Consejo federal suizo-francés ocasionaba a la Federación suiza, obligó al Consejo General a suspender toda relación oficial con este Comité.

Luis Bonaparte acababa de entregar su ejército en Sedán. Por todas partes se alzaron las protestas de los internacionalistas contra la continuación de la guerra. El Consejo General, en el manifiesto que lanzó el 9 de septiembre denunciando los proyectos de conquista que acariciaba Prusia, hacía ver el peligro que su triunfo representaba para la causa del proletariado y advertía a los obreros alemanes que ellos serían las primeras víctimas de esta victoria. Provocaba en Inglaterra una serie de mítines, que sirvieron para contrarrestar las tendencias prusófilas de la corte. En Alemania, los obreros internacionalistas organizaron manifestaciones reclamando el reconocimiento de la República y «una paz honrosa para Francia»...

Por su parte, la naturaleza belicosa del ardiente Guillaume (de Neuchâtel) le surgió la idea luminosa de un manifiesto anónimo, publicado en un suplemento bajo el formato del periódico oficial «Solidarité», pidiendo la formación de unidades voluntarias suizas para ir a combatir a los prusianos; cosa que nunca pudo llevar a cabo, a causa, sin duda, de sus convicciones abstencionistas.

Sobrevino la insurrección de Lyon. Bakunin voló hacia allá y, apoyándose en Albert Richard, Gaspard Blanc y Bastelica, se instaló el 28 de septiembre en el Ayuntamiento, cuyos accesos se abstuvo de guardar, considerando, al parecer, que esto hubiera sido un acto político. Unos cuantos guardias nacionales lo echaron a la calle lastimosamente, en el momento en que, tras un parto laborioso, acababa de dar a luz su decreto sobre la abolición del Estado.

En octubre de 1870, el Consejo General, privado de la presencia de sus miembros franceses, incorporó a su seno al ciudadano Paul Robín, refugiado de Brest, uno de los partidarios más notorios de la Alianza y además autor de los ataques lanzados en la «Égalité» contra el Consejo General, en el cual, desde aquel momento, no cesó de actuar como corresponsal oficioso del Comité de La Chaux-de-Fonds. El 14 de marzo de 1871, Robin propuso la convocatoria de una Conferencia privada de la Internacional para liquidar el conflicto suizo. El [39] Consejo, previendo que en París se preparaban grandes acontecimientos, rehusó de plano. Robin volvió a la carga varias veces y llegó a proponer al Consejo que adoptara una resolución definitiva sobre el conflicto. El 25 de julio, el Consejo General decidió incluir este asunto entre los problemas a someter a la Conferencia que había de convocarse para septiembre de 1871.

El 10 de agosto, la Alianza, poco deseosa de ver su actuación juzgada por una conferencia, declaró que estaba disuelta desde el 6 del mismo mes. Pero el 15 de septiembre reaparece y pide al Consejo su ingreso bajo el nombre de Sección de los ateos socialistas. Según la resolución administrativa, número V del Congreso de Basilea, el Consejo no hubiera podido admitir a esta sección sin previa consulta al Comité federal de

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Ginebra, cansado ya de luchar durante dos años contra las secciones sectarias. Además, el Consejo General había declarado ya a las sociedades obreras cristianas inglesas (Young Men's Christian Association) que la Internacional no reconoce secciones confesionales.

El 6 de agosto, fecha de la disolución de la Alianza, el Comité federal de La Chaux-de-Fonds, al mismo tiempo que repite su petición de entrar en relaciones oficiales con el Consejo General, le comunica su decisión de seguir ignorando la existencia de la resolución del 28 de junio y de colocarse, respecto a Ginebra, en la posición de Comité federal de la Suiza francesa; y agrega que «el juzgar este asunto corresponde al Consejo General». El 4 de septiembre, el mismo Comité envió una protesta contra la competencia de la Conferencia, cuya convocatoria había sido él el primero en solicitar. La Conferencia hubiera podido a su vez preguntar cuál era la competencia del Consejo federal parisino, al que este comité había llamado a decidir sobre el conflicto suizo, antes de estar París sitiado. La Conferencia se limitó a refrendar la decisión del Consejo General de 28 de junio de 1870. (Ver la exposición de motivos en la «Égalité» de Ginebra de 21 de octubre de 1871.)

III

La presencia en Suiza de algunos de los proscritos franceses, que habían encontrado allí refugio, vino a dar de nuevo un soplo de vida a la Alianza.

Los internacionalistas de Ginebra hicieron por los proscritos todo cuanto estuvo en su mano. Desde el primer momento les aseguraron un socorro y, mediante una fuerte agitación, impidieron a las autoridades suizas el conceder la extradición de los refugiados, reclamada [40] por el gobierno de Versalles. Algunos arrostraron graves peligros yendo a Francia para ayudar a los refugiados a llegar a la frontera. ¡Cuál no fue, pues, el asombro de los obreros ginebrinos al ver a algunos mangoneadores como B. Millón1 ponerse en seguida en relación con los hombres de la Alianza y, ayudados por el ex-secretario de ésta N. Yukovski, tratar de fundar en Ginebra, al margen de la Federación de la Suiza francesa, la nueva «Sección de propaganda y acción revolucionaria socialista»! En el primer artículo de sus Estatutos, esta sección «declara su adhesión a los Estatutos generales de la Asociación

1 Los amigos de B. Malon que, desde hace tres meses, en una campaña de reclamo estereotipado, le llaman fundador de la Internacional, que anuncian su libro como la única obra independiente que se ha escrito sobre la Comuna, ¿saben cuál fue la actitud adoptada por el segundo alcalde de las Batignolles la víspera de las elecciones de febrero? En aquella época, B. Malon no preveía aún la Comuna y, preocupándose sólo de su elección para la Asamblea, intrigó para ser incluido en la lista de las 4 comisiones electorales como internacionalista. Con este objeto, negó descaradamente la existencia del Comité federal parisino y sometió a las comisiones, como si emanara de toda la Asociación, la lista de una sección fundada por él en las Batignolles. Más tarde, el 19 de marzo, insultaba en un documento público a los promotores de la gran revolución realizada la víspera. Hoy, este anarquista hasta la médula, imprime o deja imprimir lo que decía ya, hace un año, a las 4 comisiones: «¡La Internacional soy yo!». B. Malon ha dado con la manera de parodiar al mismo tiempo a Luis XIV y al fabricante de chocolates Perron. ¡Pero este último no ha llegado a declarar que su chocolate sea el único ... comestible!

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Internacional de los Trabajadores, reservándose toda la libertad de acción y de iniciativa que le corresponde como consecuencia lógica del principio de autonomía y de federación reconocido por los Estatutos y los Congresos de la Asociación». Dicho de otro modo: se reserva toda la libertad para continuar la obra de la Alianza.

En una carta de Malon de 20 de octubre de 1871, esta nueva sección dirigió por tercera vez al Consejo General su petición de ingreso en la Internacional. De acuerdo con la resolución V del Congreso de Basilea, el Consejo consultó al Comité federal de Ginebra, el cual se manifestó, en tonos enérgicos, contra el reconocimiento por el Consejo General de este nuevo «vivero de intrigas y de discusiones». Y efectivamente, el Consejo fue lo bastante «autoritario» para no querer imponer a toda una federación la voluntad de B. Malon y de N. Yukovski, ex-secretario de la Alianza.

Habiendo dejado de existir la «Solidarité», los nuevos adeptos de la Alianza fundaron «La Révolution Sociale» bajo la alta dirección de Madame Andre Leo, que acababa de declarar en el Congreso de la Paz, en Lausanne, que «Raoul Rigault y Ferré eran las dos figuras siniestras de la Comuna, que hasta aquel momento (hasta la ejecución [41] de los rehenes) no habían cesado de reclamar, siempre en vano, la adopción de medidas sanguinarias».

Desde su primer número, este periódico se apresuró a ponerse al nivel del «Fígaro», del «Gaulois», del «Paris-Journal» y demás órganos del estercolero, cuyas inmundicias contra el Consejo General reprodujo. Le pareció oportuno el momento para encender, incluso en la Internacional, el fuego de los odios nacionales. Según él, el Consejo General era un Comité alemán, dirigido por un cerebro bismarckiano1.

Después de haber dejado bien sentado que ciertos miembros del Consejo General no podían envanecerse de ser «galos ante todo», la «Révolution Sociale» no encontró cosa mejor que hacer que apoderarse de la segunda consigna puesta en circulación por la policía europea y denunciar el autoritarismo del Consejo.

¿Y sobre qué hechos se apoyaba este griterío pueril? El Consejo General había dejado morir a la Alianza de muerte natural y, de acuerdo con el Comité federal de Ginebra, había impedido su resurrección. Además, había requerido al Comité de La Chaux-de-Fonds a tomar un nombre que le permitiera vivir en paz con la inmensa mayoría de los internacionalistas de la Suiza francesa.

Aparte de estos actos «autoritarios», ¿qué uso había hecho el Consejo General, desde octubre de 1869 hasta octubre de 1871, de los poderes bastante amplios que le había conferido el Congreso de Basilea?

1) El 8 de febrero de 1870, la «Sociedad de los proletarios positivistas» de París pidió su ingreso al Consejo General. El Consejo respondió que los principios positivistas extendidos al capital, enunciados en los Estatutos particulares de la sociedad, estaban en flagrante contradicción con los considerandos de los Estatutos generales; y que era, por lo tanto, preciso suprimir esta parte e ingresar en la Internacional, no como «positivistas», sino

1 He aquí la composición, por nacionalidades, de este Consejo: 20 ingleses, 15 franceses, 7 alemanes (cinco de ellos fundadores de la Internacional), dos suizos, dos húngaros, un polaco, un belga, un irlandés, un danés y un italiano.

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como «proletarios», quedando, aparte de esto, en libertad para conciliar sus opiniones teóricas con los principios generales de la Asociación. Habiendo reconocido la sección la justeza de este acuerdo, ingresó en la Internacional.

2) En Lyon se había producido una escisión entre la sección de 1865 y otra de formación reciente en la que, rodeada de obreros honrados, aparecía una representación de la Alianza en las personas de Albert Richard y Gaspard Blanc. Como es costumbre en casos tales, [42] el fallo emitido por un tribunal de Arbitraje, constituido en Suiza, no fue reconocido. El 15 de febrero de 1870, la sección de formación reciente se dirigió al Consejo, no solicitando simplemente que resolviera en este conflicto según la resolución VII del Congreso de Basilea, sino enviándole un fallo listo para su publicación, en el que se expulsaba y se ponía el sello de la infamia a los miembros de la sección de 1865, fallo que el Consejo había de firmar y devolver a vuelta de correo. El Consejo censuró este procedimiento inaudito y requirió documentos justificativos. A este requerimiento, la sección de 1865 respondió que los documentos acusadores contra Albert Richard habían sido sometidos al tribunal de arbitraje, que Bakunin se había apoderado de ellos y se negaba a devolverlos y que, por consiguiente, no podía satisfacer de un modo completo los deseos del Consejo General. La decisión del Consejo sobre este asunto, fechada en 8 de marzo, no suscitó objeción alguna de ninguna de las dos partes.

3) Habiendo admitido en su seno la rama francesa de Londres a elementos más que dudosos, se había convertido poco a poco en una comandita de M. Felix Pyat. Le servía para organizar manifestaciones comprometedoras pidiendo el asesinato de Luis Bonaparte, etc., y para difundir por Francia sus manifiestos ridículos, tomando el nombre de la Internacional. El Consejo General se limitó a declarar en los órganos de la Asociación que, no siendo el Sr. Pyat miembro de la Internacional, ésta no podía responder de sus actos ni de sus genialidades. Entonces, la rama francesa declaró no reconocer al Consejo General ni a los Congresos; pegó pasquines en las cárceles de Londres, diciendo que la Internacional, con la sola excepción de esta rama francesa, era una sociedad antirrevolucionaria. La detención de los internacionalistas franceses la víspera del plebiscito, con el pretexto de una conspiración, que en realidad había urdido la policía y a la cual dieron visos de verosimilitud los manifiestos pyatistas, obligó al Consejo General a publicar en la «Marseillaise» y en el «Réveil» su resolución del 10 de mayo de 1870. En ella declaraba que la llamada rama francesa no pertenecía a la Internacional desde hacía más de dos años y que su actuación era obra de agentes policíacos. La necesidad de dar este paso está demostrada por la declaración del Comité federal de París en los mismos periódicos y por la de los internacionalistas parisinos durante su proceso; ambas se apoyaban en la resolución del Consejo. La rama francesa desapareció al principio de la guerra, pero, igual que la Alianza en Suiza, había de reaparecer más larde en Londres, con nuevos aliados y bajo nombres diferentes.

En los últimos días de la Conferencia, fue formada cu Londres por [43] proscritos de la Comuna una «sección francesa de 1871», compuesta de unos 35 miembros. El primer acto «autoritario» del Consejo General consistió en denunciar públicamente al secretario de esta sección, Gustave Durand, como espía de la policía francesa. Los documentos que obran en nuestro poder demuestran la intención de la policía francesa de hacer primero

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asistir a Durand a la Conferencia y después introducirlo en el seno del Consejo General. Como los Estatutos de la nueva sección exigían de sus miembros «no aceptar más delegación al Consejo General que la de su propia sección», los ciudadanos Theisz y Bastelica se retiraron del Consejo.

El 17 de octubre, la sección envió a dos de sus miembros como delegados al Consejo con mandato imperativo. Uno de ellos era nada menos que M. Chautard, ex-miembro del comité de artillería, que el Consejo no quiso aceptar sin haber examinado antes los Estatutos de la «Sección de 1871»1. Basta recordar aquí los puntos principales del debate promovido a causa de estos estatutos. En el artículo dos se dice:

«Para ser admitido como miembro de la sección, hay que justificar los medios de vida, presentar garantías de moralidad, etc.». En su resolución del 17 de octubre de 1871, el Consejo propuso suprimir las palabras: Justificar los medios de vida. «En casos dudosos», decía el Consejo, «una sección puede informarse de los medios de vida como garantía de moralidad, mientras que en otros casos, como los de los refugiados, obreros en huelga, etc., la ausencia de medios de vida puede muy bien ser una garantía de moralidad. Pero pedir a los candidatos la justificación de sus medios de vida como condición general para ser admitidos en la Internacional, sería una innovación burguesa contraria el espíritu y a la letra de los Estatutos generales». La sección respondió «que los Estatutos generales hacen responsables a las secciones de la moralidad de sus miembros y les reconocen, por consiguiente, el derecho a tomar garantías a este respecto en la forma que entiendan conveniente». A esto, el Consejo General replicaba el 7 de noviembre: «Siguiendo este criterio, una sección de la Internacional compuesta de teatotallers (asociación de abstemios) podría incluir en sus Estatutos particulares un artículo concebido en estos o parecidos términos: Para ser admitido como miembro de la sección, hay que jurar abstenerse de toda bebida alcohólica. En una palabra: los Esta-[44 ]tutos particulares de las secciones podrían imponer las condiciones más absurdas y disparatadas para el ingreso en la Internacional, pretextando, en cada caso, que la sección entiende que de esta manera adquieren seguridades sobre la moralidad de sus miembros... «Los medios de existencia de los huelguistas, agrega la sección francesa de 1871, consisten en la caja de resistencia». A esto se puede responder en primer lugar que esos fondos de huelgas suelen ser ficticios... Además, encuestas oficiales británicas han demostrado que la mayoría de los obreros ingleses... está obligada —por las huelgas, por el paro, por la insuficiencia de los jornales, por el vencimiento del plazo de pagos y por otras múltiples causas— a recurrir constantemente al Monte de Piedad y a las deudas, medios de existencia cuya justificación no se podría exigir sin inmiscuirse de un modo incalificable en la vida privada de los ciudadanos. Y una de dos: o bien la sección sólo busca en los medios de existencia una garantía de moralidad... y, en este caso, la proposición del Consejo General cubre el objetivo deseado... o bien la sección en el artículo 2 de sus Estatutos ha hablado de la justificación de los medios de existencia como condición de admisión, aparte de las garantías de moralidad... y, en este caso, el Consejo afirma que es una innovación burguesa, contraria a la letra y al espíritu de los Estatutos generales».

1 Poco después, este Chautard, que habían querido imponer al Consejo General, era expulsado de su sección como agente de la policía de Thiers. Sus acusadores eran los mismos que lo habían juzgado como la persona más digna de representarlos en el Consejo.

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En el artículo 11 de los Estatutos, se dice: «Serán enviados al Consejo General uno o varios delegados». El Consejo pidió la supresión de este artículo, «porque los Estatutos generales de la Internacional no reconocen a las secciones ningún derecho a enviar delegados al Consejo General». «Los Estatutos generales —añadía— sólo reconocen dos modos de elección para los miembros del Consejo General: su elección por el Congreso o su cooptación por el Consejo...». Bien es verdad que las diferentes secciones existentes en Londres habían sido invitadas a enviar delegados al Consejo General, el cual, para no infringir los Estatutos generales ha procedido siempre del modo siguiente: ha empezado por fijar el número de delegados a enviar por cada sección, reservándose el derecho a aceptarlos o rechazarlos según los juzgara, o no, aptos para las funciones generales que habían de desempeñar. Estos delegados llegaban a ser miembros del Consejo General, no en virtud de la delegación concedida por sus secciones, sino en virtud del derecho a incorporarse nuevos miembros, concedido al Consejo General por los Estatutos. El Consejo de Londres, habiendo funcionado, hasta la resolución tomada por la última Conferencia, como Consejo General de la Asociación Internacional y como Consejo central para Inglaterra, consideró útil admitir, además de los miembros que se [45] incorporaba directamente, miembros delegados en primera instancia por sus secciones respectivas. Sería un craso error querer comparar el método de elección del Consejo General con el del Consejo federal de París, que no es siquiera un Consejo nacional, nombrado por un Congreso nacional, como, por ejemplo, el Consejo federal de Bruselas o el de Madrid. El Consejo federal de París no era más que una delegación de las secciones parisinas... El método de elección del Consejo General está determinado por los Estatutos generales... y sus miembros no pueden aceptar más mandato imperativo que el de los Estatutos y reglamentos generales ... Si se toma en consideración el párrafo que le antecede, el artículo 11 no tiene más sentido que el de cambiar completamente la composición del Consejo General y convertirlo, en contra del artículo 3 de los Estatutos generales, en una delegación de las secciones de Londres y en la que la influencia de los grupos locales sustituiría a la de toda la Asociación Internacional de los Trabajadores. En fin, el Consejo General, cuyo deber primordial consiste en ejecutar las resoluciones de los Congresos (ver el artículo 1 del reglamento administrativo del Congreso de Ginebra) dijo que «considera completamente ajenas al asunto de que se trata... las ideas emitidas por la sección francesa de 1871, tendentes a introducir un cambio radical en los artículos de los Estatutos generales relativos a su constitución:».

Aparte de esto, el Consejo General declaró que admitiría dos delegados de la sección en las mismas condiciones que los de las restantes secciones de Londres.

Lejos de conformarse con esta respuesta, la «Sección de 1871» publicó el 14 de diciembre una «declaración» firmada por todos sus miembros, cuyo nuevo secretario fue poco después expulsado de la sociedad de los refugiados, como indigno de pertenecer a ella. Según esta declaración, el Consejo General, al negarse a usurpar funciones legislativas, se hizo culpable «de una burda retrogradación de la idea social».

He aquí ahora algunas muestras de la buena fe que ha presidido la elaboración de este documento.

La Conferencia de Londres había aprobado la conducta de los obreros alemanes

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durante la guerra. Era evidente que esta resolución, propuesta por un delegado suizo, apoyada por un delegado belga y aprobada por unanimidad, sólo se refería a los internacionalistas alemanes, que han expiado en la cárcel, y que expían aún su conducta antichovinista durante la guerra. Además, para salir al paso de toda interpretación malévola, el secretario del Consejo General acababa [46] de explicar el sentido de la resolución en una Carta publicada por el «Qui Vive!», «La Constitution», «Le Radical», «L'Emancipation», «L'Europe», etc. No obstante, ocho días después, el 20 de noviembre de 1871, quince miembros de la «Sección francesa de 1871» insertaban en el «Qui Vive!» una «protesta», llena de injurias contra los obreros alemanes y denunciando la resolución de la Conferencia como una prueba irrecusable del «pangermanismo» del Consejo General. Por su parte, toda la prensa feudal, liberal y policíaca de Alemania atrapó con avidez este incidente para demostrar a los obreros alemanes la nulidad de sus sueños internacionalistas. Después de todo esto, la «protesta» del 20 de noviembre fue respaldada por toda la «sección de 1871» en su declaración de 14 de diciembre.-

Para poner de manifiesto «la pendiente sin fin del autoritarismo, por la que se desliza el Consejo General», cita «la publicación por este Consejo General de una edición oficial de los Estatutos generales, revisados por él». ¡Basta echar una ojeada a la nueva edición de los Estatutos para ver que, para cada apartado, se encuentra en el apéndice la cita de las fuentes que atestiguan su autenticidad! En cuanto a las palabras «edición oficial», el primer Congreso de la Internacional había decidido que «el texto oficial y obligatorio de los Estatutos y reglamentos generales sería publicado por el Consejo General». (Ver: «Congreso Obrero de la Asociación Internacional de los Trabajadores, celebrado en Ginebra del 3 al 8 de septiembre de 1806, pág. 27, nota».)

Huelga decir que la «Sección de 1871» estaba en constante relación con los disidentes de Ginebra y de Neuchâtel. Uno de sus miembros, Chalain, que había desplegado en sus ataques al Consejo General mucha más energía que en defensa de la Comuna, se encontró de repente rehabilitado por B. Malon, quien poco antes hacía acusaciones muy graves contra él en una carta dirigida a un miembro del Consejo. Por lo demás, apenas había lanzado su declaración la «Sección francesa de 1871», cuando en sus filas estalló la guerra civil. Empezaron por separarse de ella Theisz, Avrial y Camélinat. Desde entonces se fraccionó en varios grupitos. Uno de ellos está dirigido por el caballero Pierre Vésinier, expulsado del Consejo General por sus calumnias contra Varlin y otros y echado después de la Internacional por la comisión belga, nombrada por el Congreso de Bruselas de 1868. Otro de estos grupos fue fundado por B. Landeck, ¡a quien la fuga imprevista del prefecto de policía Pietri, el 4 de septiembre, ha liberado de su compromiso «escrupulosamente cumplido de no volver a ocuparse de asuntos políticos ni de la Internacional en Francia»! (Ver: «Tercer proceso de la Asociación Internacional de los [47] Trabajadores de París» 1870, p. 4). Por otra parte, la masa de los refugiados franceses en Londres ha formado una sección que está completamente de acuerdo con el Consejo General.

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IV

Los hombres de la Alianza escondidos tras el Comité federal de Neuchâtel quisieron intentar un nuevo esfuerzo, en un plano más amplio, para desorganizar la Internacional y convocaron un Congreso de sus secciones en Sonvillier para el 12 de noviembre de 1871. Ya en julio, dos cartas del señor Guillaume a su amigo Robin amenazaban al Consejo General con una campaña de este tipo si no accedía a darles la razón «contra los facinerosos de Ginebra».

El Congreso de Sonvillier se componía de dieciséis delegados, que pretendían representar en conjunto a nueve secciones, entre ellas a la nueva «Sección de propaganda y agitación socialista» de Ginebra.

Los Dieciséis se estrenaron con el decreto anarquista que declaraba disuelta la Federación de la Suiza francesa, la cual se apresuró a devolver a los aliancistas su «autonomía», expulsándolos de todas las secciones. Por lo demás, el Consejo tiene que reconocer que un destello de buen sentido les hizo aceptar el nombre de Federación del Jura, que la Conferencia de Londres les había dado.

A continuación, el Congreso de los Dieciséis procedió a la «reorganización de la Internacional» dirigiendo una «circular a todas las federaciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores» contra la Conferencia y contra el Consejo General.

Los autores de la circular acusan en primer lugar al Consejo General de haber convocado en 1871 una conferencia en lugar de un congreso. De las explicaciones dadas anteriormente se deduce que esos ataques van dirigidos, de lleno, contra toda la Internacional que, en su totalidad, había aceptado la convocatoria. Por otra parte, en la Conferencia, la Alianza estaba dignamente representada por los ciudadanos Robín y Bastelica.

En cada Congreso, el Consejo General ha tenido sus delegados; en el Congreso de Basilea, por ejemplo, había seis. Los Dieciséis pretenden que «la mayoría de la Conferencia ha sido falsificada de antemano con la admisión de seis delegados del Consejo General con voz deliberativa». En realidad, entre los delegados del Consejo General a la Conferencia, los proscritos franceses eran los representantes de la Comuna de París, mientras que sus miembros ingleses y suizos pudieron lomar parte en las sesiones en ocasiones muy contadas, como lo [48] atestigua el diario de sesiones que será sometido al próximo Congreso. Un delegado del Consejo tenía un mandato de una federación nacional. A otro, según una carta dirigida a la Conferencia, no le fue enviado el mandato, porque los periódicos habían anunciado su muerte. Queda pues un delegado, de modo que los belgas solos estaban respecto al Consejo en la proporción de 6 a 1.

La policía internacional, que se había quedado en la calle en la persona de Gustave Durand, se quejó amargamente de que se hubieran violado los Estatutos generales convocando una Conferencia «secreta». Ella no estaba todavía bastante al corriente de nuestros reglamentos generales para saber que las sesiones administrativas de los

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Congresos son obligatoriamente privadas.

No obstante, sus quejas hallaron un eco de simpatía en los Dieciséis de Sonvillier que exclamaron: «Y, como broche, una decisión de esta Conferencia dice que el Consejo General fijará él mismo la fecha y el lugar del próximo Congreso o de la Conferencia que lo sustituya; de modo que henos aquí amenazados con la supresión de los Congresos generales, esos grandes comicios públicos de la Internacional».

Los Dieciséis no han querido ver que esta decisión no tiene más finalidad que afirmar frente a los gobiernos que, pese a todas las medidas represivas, la Internacional está inquebrantablemente resuelta a celebrar sus reuniones generales, sea como sea.

En la Asamblea general de las secciones ginebrinas del 2 de diciembre de 1871, asamblea que acogía con desagrado a los ciudadanos Malón y Lefrançais, estos últimos presentaron una proposición que tendía a confirmar los decretos dados por los Dieciséis de Sonvillier y que encerraba una censura contra el Consejo General y la desautorización de la Conferencia. Esta última había decidido que «las resoluciones de la Conferencia no destinadas a la publicidad serán comunicadas a los Consejos federales de los diferentes países por los secretarios correspondientes del Consejo General». Esta resolución, conforme en un todo con los Estatutos y reglamentos generales, fue falsificada por B. Malon y sus amigos del siguiente modo: «Una parte de las resoluciones de la Conferencia sólo será comunicada a los Consejos federales y a los secretarios correspondientes». Acusan encima al Consejo General de haber «faltado al principio de la sinceridad», al negarse a entregar a la policía, mediante «su publicación» aquellas resoluciones cuyo exclusivo objeto era la reorganización de la Internacional en los países de donde está proscrita.

Los ciudadanos Malón y Lefrançais se quejan además de que «la Conferencia ha atentado a la libertad de pensamiento y de expre-[49]sión ... dando al Consejo General el derecho a denunciar y desautorizar todo órgano de Sección o de federación que trate, sea de los principios sobre que descansa la asociación, sea de los intereses respectivos de las secciones y federaciones, sea, en fin, de los intereses generales de la asociación en su conjunto. (Ver: «Égalité» de 21 de diciembre)». ¿Y qué encontramos en este mismo número de la «Égalité»? Una resolución de la Conferencia en la que «recomienda que el Consejo General, de ahora en adelante, denuncie y desautorice públicamente a todos los periódicos que, diciéndose órganos de la Internacional y siguiendo el ejemplo del «Progrès» y de la «Solidarité», discutan en sus columnas, ante el público burgués, problemas que sólo se deben discutir en el seno de los comités locales, de los comités federales y del Consejo General, o en las sesiones privadas y administrativas de los congresos federales o generales».

Para apreciar lo que vale la lamentación agridulce de B. Malon, hay que considerar que esa resolución acaba de una vez con las tentativas de algunos periodistas de suplantar a los comités responsables de la Internacional y de jugar en sus medios el mismo papel que la bohemia periodística juega en el mundo burgués. A consecuencia de una tentativa de este tipo, el Comité federal de Ginebra había visto a miembros de la Alianza redactar el órgano oficial de la Federación, la «Égalité», en un sentido que le era completamente hostil.

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Además, el Consejo General no necesitaba la Conferencia de Londres para «denunciar y desautorizar públicamente» los abusos del periodismo, porque el Congreso de Basilea ha decidido (resolución II) que:

«Todos los periódicos que contengan ataques contra la Asociación deben ser enviados inmediatamente por las secciones al Consejo General». «Es evidente —dice el Comité federal de la Suiza francesa en su declaración de 20 de diciembre de 1871 («Égalité» de 24 de diciembre)— que este artículo no está redactado con vistas a que el Consejo General guarde en sus archivos los periódicos que ataquen a la Asociación, sino para que conteste y destruya, si hace falta, el efecto pernicioso de las calumnias y de cuanto tienda malévolamente a denigrar. Es evidente también que este artículo se refiere, en general, a todos los periódicos y que, si no queremos tolerar gratuitamente los ataques de los periódicos burgueses, con más razón debemos desautorizar, por medio de nuestra delegación central, el Consejo General, a los periódicos cuyos ataques contra nosotros se encubren con el nombre de nuestra Asociación».

Fijémonos de paso en que el «Times», ese Leviatán de la prensa [50] capitalista, el «Progrès» (de Lyon), periódico de la burguesía liberal, y el «Journal de Genève», periódico ultrarreaccionario, abrumaron a la Conferencia con los mismos reproches y empleando casi los mismos términos que los ciudadanos Malón y Lefrançais.

Después de haberse pronunciado contra la convocatoria de la Conferencia y luego contra su composición y su pretendido carácter secreto, la circular de los Dieciséis la emprende contra las resoluciones mismas.

Constata primero que el Congreso de Basilea hizo una dejación de poderes «al conceder al Consejo General el derecho a rechazar, admitir o suspender a las secciones de la Internacional» ¡y luego imputa este pecado a la Conferencia! «¡¡ Esa Conferencia ... ha tomado resoluciones ... tendentes a convertir la Internacional, libre federación de secciones autónomas, en una organización jerárquica y autoritaria de secciones disciplinadas, entregadas enteramente en manos de un Consejo General que puede, a su antojo, rechazar su admisión o suspender su actividad!!» Más adelante vuelve al Congreso de Basilea que, a su entender, ha «desnaturalizado las atribuciones del Consejo General».

Todas estas contradicciones de la circular de los Dieciséis vienen a parar a esto: la Conferencia de 1871 es responsable de la votación del Congreso de Basilea de 1869 y el Consejo General es culpable de haber cumplimentado los Estatutos que le ordenan ejecutar las resoluciones de los Congresos.

En realidad, el verdadero móvil de todos estos ataques contra la Conferencia es de naturaleza más íntima. En primer lugar, por sus resoluciones, la Conferencia acababa de contrarrestar las intrigas de los hombres de la Alianza en Suiza. Además, los promotores de la Alianza habían sembrado y mantenido, con persistencia excepcional, en Italia, en España y en una parte de Suiza y de Bélgica, una confusión calculada entre el programa de ocasión de Bakunin y el programa de la Asociación Internacional de los Trabajadores.

La Conferencia puso de relieve este equívoco intencionado mediante sus dos resoluciones sobre la política proletaria y sobre las secciones sectarias. La primera, condenando en justicia el abstencionismo político predicado por el programa bakuninista,

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está plenamente justificada en sus considerandos, apoyados en los Estatutos generales, en la resolución del Congreso de Lausanne y en otros precedentes1.

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Pasemos ahora a las secciones sectarias.

La primera fase en la lucha del proletariado contra la burguesía se desarrolló bajo el signo del movimiento sectario. Este tiene su razón de ser en una época en que el proletariado no está aún suficientemente desarrollado para actuar como clase. Pensadores individuales hacen la crítica de los antagonismos sociales y dan para ellos soluciones fantásticas que la masa de los obreros no tiene más que aceptar, propagar y poner en

1 He aquí la resolución de la Conferencia sobre la actividad política de la clase obrera:

Vistos los considerandos de los Estatutos originales, en los que se dice: «La emancipación económica de los trabajadores es el gran objetivo, al cual todo movimiento político debe estar subordinado como medio»;

Visto el Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores (1864) que dice: «Los señores de la tierra y los señores del capital utilizarán siempre sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos. Lejos de impulsar la emancipación del trabajo, seguirán oponiéndole todos los obstáculos posibles ... La conquista del poder político se ha convertido, pues, en el primer deber de la clase obrera»;

Vista la Resolución del Congreso de Lausanne (1867) a este respecto: «La emancipación social de los trabajadores es inseparable de su emancipación política»;

Vista la declaración del Consejo General sobre el supuesto complot de los internacionalistas franceses en la víspera del plebiscito (1870), en la que se dice: «De acuerdo con lo que se contiene en nuestros. Estatutos, ciertamente todas nuestras secciones en Inglaterra, en el continente y en América tienen la especial misión de no sólo servir como centros de la organización militante de la clase obrera, sino también sostener en sus países respectivos todo movimiento político que tienda a la consecución de nuestro objetivo final: la emancipación económica de la clase obrera»;

Teniendo en cuenta que traducciones inexactas de los Estatutos originales han dado lugar a falsas interpretaciones, que han sido nocivas para el desarrollo y la actividad de la Asociación Internacional de los Trabajadores;

Encontrándonos en presencia de una reacción desenfrenada que ahoga violentamente todo esfuerzo de emancipación hecho por parte de los trabajadores y pretende mantener por la fuerza bruta la diferenciación de clases y la consiguiente dominación política de las clases poseedoras.

Considerando, además:

Que, contra ese poder colectivo de las clases poseedoras, el proletariado sólo puede actuar como clase constituyéndose en partido político diferenciado, opuesto a todos los antiguos partidos formados por las clases poseedoras;

Que esta constitución del proletariado en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la revolución social y permitir alcanzar su objetivo supremo: la abolición de las clases;

Que la coalición de las fuerzas obreras, ya obtenida merced a las luchas económicas, debe servir también como palanca en manos de esta clase, en su lucha contra el poder político de sus explotadores.

La Conferencia recuerda a los miembros de la Internacional:

Que para la clase obrera militante, el movimiento económico y la actuación política están indisolublemente unidos.

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práctica. Por naturaleza, las sectas formadas por estos iniciadores son abstencionistas, extrañas a todo movimiento real, a la política, a las huelgas, a las coaliciones; en una palabra, a todo movimiento de conjunto. La masa del proletariado se mantiene siempre indiferente o incluso hostil a su propaganda. Los obreros de París [52] y de Lyon sentían tanto despego hacia los saint-simonianos, los fourieristas y los icaristas, como los cartistas y los tradeunionistas ingleses hacia los owenistas. Estas sectas, palancas del movimiento en sus orígenes, lo obstaculizan en cuanto las sobrepasa; entonces se vuelven reaccionarias. Testimonio de esto dan las sectas de Francia y de Inglaterra y últimamente los lassalleanos en Alemania, los cuales, después de haber entorpecido durante años la organización del proletariado, han acabado por ser simples instrumentos de la policía. En resumen, las sectas son la infancia del movimiento proletario, como la astrología y la alquimia son la infancia de la ciencia. Hasta que el proletariado no hubo superado esta fase, no fue posible la fundación de la Internacional.

Frente a las organizaciones fantásticas y antagónicas de las sectas, la Internacional es la organización real y militante de la clase proletaria en todos los países, ligados entre sí en su lucha común contra los capitalistas y los terratenientes y contra su poder de clase, organizado en el Estado. Así, los Estatutos de la Internacional no reconocen más que simples sociedades «obreras», todas las cuales persiguen el mismo objetivo y aceptan el mismo programa. Programa que se limita a trazar los rasgos generales del movimiento proletario y deja su elaboración teórica a cargo de las secciones, que aprovecharán para ello el impulso dado por las necesidades de la lucha práctica y el intercambio de ideas que se efectúa. En los órganos de las secciones y en sus congresos, se admiten indistintamente todas las convicciones socialistas. En toda nueva fase histórica, los viejos errores reaparecen un instante para desaparecer poco después. Del mismo modo, la Internacional ha visto renacer en su seno secciones sectarias, aunque en una forma poco acentuada.

La Alianza al considerar como un inmenso progreso la resurrección de las sectas es, en sí misma, una prueba concluyente de que el tiempo de las sectas ha pasado. Pues, mientras las sectas, en su origen, representaban elementos de progreso, el programa de la Alianza, a remolque de un «Mahoma sin Koran», sólo representa un amasijo de ideas de ultratumba, disfrazadas con frases sonoras y que sólo pueden asustar a burgueses idiotas o servir como piezas de convicción contra los internacionalistas a los fiscales de Bonaparte u otros1.

[53]

La Conferencia, en la que estaban representados todos los matices socialistas, aprobó por aclamación la resolución contra, las secciones sectarias, convencida de que esta resolución, al volver a colocar a la Internacional en su verdadero terreno, marcaría una nueva fase en su marcha. Los partidarios de la Alianza, sintiéndose heridos de muerte por esta resolución, la consideraron sencillamente como una victoria del Consejo General sobre la Internacional; victoria, por medio de la cual, según su circular, hizo «que predominara el

1 Los escritos policíacos publicados en el último tiempo sobre la Internacional, incluidos la circular de Jules Favre a las potencias extranjeras y el informe del rural Sacaze sobre el proyecto Dufaure, están repletos de citas tomadas de los pomposos manifiestos de la Alianza. La fraseología de estos sectarios, cuyo radicalismo está sólo en las palabras, satisface espléndidamente los deseos de la reacción.

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programa especial de algunos de sus miembros», «su doctrina personal», «la doctrina ortodoxa», «la teoría oficial, única que tiene derecho de ciudadanía en la Asociación». Por lo demás, no era culpa de esos miembros, era la consecuencia necesaria, el «efecto corruptor» de su calidad de miembros del Consejo General, pues «es absolutamente imposible que un hombre que tiene poder (!) sobre sus semejantes, siga siendo un hombre moral. El Consejo General se convierte en un semillero de intrigas».

Según la opinión de los Dieciséis, se podría ya reprochar a los Estatutos generales un grave defecto: el de dar al Consejo General derecho a incorporarse nuevos miembros. Provisto de este poder, dicen: «el Consejo podría a posteriori, incorporarse todo un personal que modificase completamente su mayoría y sus tendencias». Según parece, para ellos, el mero hecho de que unos hombres pertenezcan al Consejo General, basta para modificar, no sólo su moralidad, sino también su sentido común. De otro modo, ¿cómo se puede suponer que una mayoría se transforme, por sí misma, en minoría mediante la incorporación voluntaria de nuevos miembros?

Por lo demás, los mismos Dieciséis no parecen muy convencidos de todo esto, porque, más adelante, se quejan de que el Consejo General haya estado «compuesto, durante cinco años seguidos, por los mismos hombres que eran siempre reelegidos». E inmediatamente después repiten: «la mayor parte de ellos no son nuestros mandatarios regulares, puesto que no han sido elegidos por un Congreso».

El hecho es que el personal del Consejo General ha cambiado constantemente, aunque algunos de los fundadores hayan permanecido siempre en él, lo mismo que ocurre en los Consejos federales belga, suizo-francés, etc.

El Consejo General está sometido a tres condiciones esenciales para el cumplimiento de su mandato. En primer lugar, exige un personal bastante numeroso para ejecutar sus múltiples tareas; en segundo, una composición de «trabajadores pertenecientes a las •diferentes naciones representadas en la Asociación Internacional» y, por [54] último, la preponderancia del elemento obrero. Siendo las exigencias del trabajo para el obrero una causa permanente de cambios en el personal del Consejo General, ¿cómo podría este reunir esas condiciones indispensables sin el derecho de cooptación? Sin embargo, le parece necesaria una definición más exacta de este derecho, y así, en la última Conferencia ha expresado su deseo de que se haga esta definición.

La reelección del Consejo General, tal como estaba compuesto, por los congresos sucesivos en los que Inglaterra estaba apenas representada, parece que debía probar que ha cumplido su deber en la medida de sus posibilidades. Pero no: los Dieciséis sólo ven en esto la prueba de la «confianza ciega de los congresos», confianza llevada en Basilea «hasta una especie de dejación voluntaria de sus derechos en manos del Consejo General».

Según ellos, el «papel normal» del Consejo debe ser «el de una simple oficina de correspondencia y estadística». Basan esta definición en varios artículos sacados de una falsa traducción de los Estatutos.

En contraposición con los Estatutos de todas las sociedades burguesas, los Estatutos generales de la Internacional apenas rozan su organización administrativa. Encomiendan su desarrollo a la práctica y su regulación a los futuros congresos. No obstante, como la

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unidad y la coordinación de actividades de las secciones de los diferentes países es lo único que puede darles la característica de internacionalismo, los Estatutos se ocupan más del Consejo General que de las otras partes de la organización.

El artículo 5 de los Estatutos originales dice: «El Consejo General funcionará como agente internacional entre los diferentes grupos nacionales y locales», y da a continuación algunos ejemplos del modo cómo debe actuar. Entre estos ejemplos, se encuentra la instrucción dada al Consejo para hacer de modo «que, cuando se exija la acción inmediata, como en el caso de los conflictos internacionales, todas las agrupaciones de la Asociación, puedan actuar simultáneamente y de una manera uniforme». El artículo continúa diciendo: «Cuando lo juzgue oportuno, el Consejo General tomará la iniciativa en las proposiciones que haya que someter a las sociedades locales y nacionales». Además, los Estatutos definen el papel del Consejo en la convocatoria y preparación de los congresos y le encargan de ciertos trabajos que habrá de someter a estos congresos. Los Estatutos originales no presentan la acción espontánea de los grupos en contraposición con la unidad de acción de la Asociación; hasta tal punto que el artículo 6 dice: «Puesto que el movimiento obrero en cada país sólo puede ser [55] asegurado mediante la fuerza procedente de la unión y de la asociación; puesto que, por otra parte, la acción del Consejo General será más eficaz ... , los miembros de la Internacional deberán hacer todo lo posible para reunir a las sociedades obreras de sus respectivos países, que aún están aisladas, en asociaciones nacionales, representadas por organismos centrales».

La primera resolución administrativa del Congreso de Ginebra (art. 1) dice así: «El Consejo General está obligado a ejecutar las resoluciones de los congresos». Esta resolución legalizó la actitud mantenida por el Consejo desde un principio: la de delegación ejecutiva de la Asociación. Sería difícil ejecutar órdenes sin «autoridad» moral, a falta de otra «autoridad libremente consentida». El Congreso de Ginebra, al mismo tiempo, encargó al Consejo General la publicación del «texto oficial y obligatorio de los Estatutos».

El mismo Congreso resolvió (Resolución administrativa de Ginebra, art. 14): «Cada sección tiene derecho a redactar sus Estatutos y reglamentos particulares, adaptados a las circunstancias locales y a las leyes de su país; pero no deben ser contrarios en nada a los Estatutos y reglamentos generales».

Fijémonos primero en que no hay la más ligera alusión a declaraciones particulares de principios, ni a misiones especiales, de las que se encargaría esta o la otra sección, aparte de las tareas encaminadas al objetivo común de todos los grupos de-la Internacional. Se trata simplemente del derecho de las secciones a adaptar los Estatutos y reglamentos generales «a las circunstancias locales y a las leyes de sus países».

En segundo lugar, ¿quién debe comprobar la conformidad de los Estatutos particulares con los Estatutos generales? Evidentemente, si no hubiera «autoridad» encargada de esta función, la resolución sería nula y sin efecto. No solamente podrían constituirse secciones policíacas u hostiles, sino que la intrusión de sectarios desclasados y de filántropos burgueses en la Asociación podría desvirtuar su carácter y, por su número, aplastar a los obreros en los congresos.

Desde su origen, las federaciones nacionales o locales se atribuyeron en sus países

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respectivos ese derecho a admitir o rechazar nuevas secciones, según sus Estatutos estuvieran o no conformes con los Estatutos generales. El ejercicio de la misma función por el Consejo General está previsto en el artículo 6 de los Estatutos generales. Este artículo deja a las sociedades locales independientes, es decir, a sociedades constituidas fuera de los lazos federales de sus países, el derecho a ponerse en relación con el Consejo directamente. La Alianza no tuvo [56] a menos el ejercer este derecho para reunir las condiciones que se requerían para enviar sus delegados al Congreso de Basilea.

El artículo 6 de los Estatutos prevé también los obstáculos legales para la formación de federaciones nacionales en ciertos países, en los cuales, por consiguiente, el Consejo General está llamado a funcionar como Consejo federal. (Ver: «Diario de sesiones del Congreso, etc. de Lausanne, 1867», pág. 13.)

Desde la caída de la Comuna, esos obstáculos legales no han cesado de aumentar en diversos países y de hacer en ellos aún más indispensable la actuación del Consejo General, para mantener al margen de la Asociación a los elementos indeseables. Así, últimamente, ha habido comités en Francia que han pedido la intervención del Consejo General para librarse de los confidentes y, en otro gran país, los internacionalistas le han pedido que no reconozca ninguna sección si no es fundada por ellos mismos o por sus mandatarios directos. Basaban su petición en la necesidad de apartar a los agentes provocadores, cuyo ardiente celo se manifestaba en la rápida formación de secciones de un radicalismo inaudito. Por otra parte, secciones que se dicen antiautoritarias no vacilan en requerir al Consejo, cuando surge un conflicto en su seno, ni incluso en pedirle que aniquile de un mazazo a sus adversarios, como ha ocurrido en el conflicto lyonés. Más recientemente, después de la Conferencia, la «Federación obrera» de Turín decidió declararse sección de la Internacional. A consecuencia de una escisión, la minoría fundó la sociedad «Emancipación del Proletario». Se adhirió a la Internacional y debutó con una resolución en favor de los del Jura. Su periódico «Il Proletario» hierve en frases indignadas contra todo autoritarismo. Al enviar las cotizaciones de la sociedad, su secretario previno al Consejo General que la antigua federación enviaría también probablemente sus cotizaciones, y añadía: «Como habréis leído en el «Proletario», la sociedad «Emancipación del Proletario» ... ha declarado... rehusar toda solidaridad con la burguesía disfrazada con máscara obrera que compone la federación obrera» y rogaba al Consejo General «que comunicara esta resolución a todas las secciones y rechazara los 10 céntimos de las cotizaciones, en el caso en que les fueran enviados»1.

[57]

Lo mismo que todos los grupos internacionalistas, el Consejo General tiene la obligación de hacer propaganda. La ha cumplido mediante sus manifiestos y mediante sus mandatarios, que han puesto las primeras piedras de la Internacional en Norteamérica, en Alemania y en muchas ciudades de Francia.

1 Tales eran en aquel momento las opiniones aparentes de la sociedad «Emancipación del Proletario», representada por su secretario corresponsal, amigo de Bakunin. En realidad, las tendencias de esta sección eran bien distintas. Después de haber expulsado, por malversación de fondos y por sus amistosas relaciones con el jefe de la policía de Turín, a este representante doblemente infiel, esta sociedad ha hecho aclaraciones que han hecho desaparecer todo equívoco entre ella y el Consejo General.

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Otra función del Consejo General consiste en prestar apoyo a las huelgas, asegurándoles la ayuda de toda la Internacional. (Ver los informes del Consejo General en los diferentes congresos). El hecho siguiente, entre otros, prueba el peso de su intervención en las huelgas: la sociedad de resistencia de los fundidores de hierro ingleses es, de por sí, una tradeunión internacional, con ramas en otros países, especialmente en Norteamérica. No obstante, en una huelga de fundidores americanos, éstos juzgaron necesaria la intervención del Consejo General para impedir la importación de fundidores ingleses a su país.

El desarrollo de la Internacional impuso al Consejo General, así como a los Consejos federales, la función de árbitro.

El Congreso de Bruselas resolvió: «Los Consejos federales están obligados a enviar cada trimestre al Consejo General un informe sobre la administración y la situación financiera de su organización». (Resolución administrativa, Nº 3.)

Por último, el Congreso de Basilea, que provoca la furia biliosa de los Dieciséis, no hizo sino regular las relaciones administrativas nacidas del desarrollo de la Asociación. Si amplió excesivamente los límites de las atribuciones del Consejo General, ¿de quién es la culpa sino de Bakunin, Schwitzgebel, F. Robert, Guillaume y otros delegados de la Alianza que lo pidieron a gritos? ¿Se acusarán acaso a sí mismos de «confianza ciega» en el Consejo General de Londres?

He aquí dos de las resoluciones del Congreso de Basilea:

«IV. Cada nueva sección o sociedad que se forme y quiera formar parte de la Internacional, debe comunicar inmediatamente al Consejo Nacional su adhesión» y

«V. El Consejo General tiene derecho a admitir o rechazar la adhesión de toda nueva sociedad o grupo, a reserva de apelación al Congreso siguiente». En cuanto a las sociedades locales independientes, formadas fuera de los lazos federativos, estos artículos no hacen más que confirmar la práctica seguida desde los orígenes de la Internacional, y cuyo mantenimiento es una cuestión de vida o muerte para la Asociación. Pero el generalizar esta práctica, aplicándola indistintamente a toda sección o sociedad en vías de formación, era ir demasiado lejos. En efecto, estos artículos dan al Consejo General derecho [58] a inmiscuirse en la vida interior de las federaciones; pero jamás los ha aplicado en este sentido. El Consejo desafía a los Dieciséis a citar un solo caso de intromisión suya en las cuestiones de secciones nuevas que quisieran afiliarse a grupos o federaciones existentes.

Las resoluciones que acabamos de citar se refieren a las secciones en vías de formación y las resoluciones siguientes a las secciones ya reconocidas:

«VI. El Consejo General tiene igualmente derecho a dejar en suspenso, hasta el siguiente Congreso, a una sección de la Internacional».

«VII. Cuando se susciten diferencias entre sociedades o ramas de un grupo nacional, o entre grupos de diferentes nacionalidades, el Consejo General tendrá derecho a decidir en el conflicto, a reserva de la apelación ante el Congreso siguiente, que resolverá en definitiva».

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Estos dos artículos son necesarios para casos extremos, aunque hasta ahora, el Consejo General no haya recurrido nunca a ellos. La relación de hechos que figura en las páginas anteriores, prueba que no ha dejado en suspenso a ninguna sección y que, en caso de conflicto, se ha limitado a actuar como arbitro invocado por ambas partes. Nos encontramos, en fin de cuentas, ante una función impuesta al Consejo General por las necesidades de la lucha. Por muy doloroso que sea para los partidarios de la Alianza, el Consejo General, precisamente por la persistencia con que le atacan todos los enemigos del movimiento proletario, se halla en la vanguardia de los defensores de la Asociación Internacional de los Trabajadores.

V

Después de haber juzgado a la Internacional tal como es, los Dieciséis nos dicen cómo debe ser.

En primer lugar, el Consejo General sería nominalmente una simple oficina de correspondencia y estadística. Pero, como cesarían sus funciones administrativas, su correspondencia se reduciría necesariamente a la reproducción de los informes ya publicados por los periódicos de la Asociación. Por lo tanto, se acabaría por hacer desaparecer la oficina de correspondencia. En cuanto a la estadística, es un trabajo irrealizable sin una potente organización y, sobre todo, como dicen expresamente los Estatutos originales, sin una dirección común. Ahora bien, como todo esto huele mucho a «autoritarismo», puede ser que haya una oficina, pero, desde luego, no habrá estadística. En una palabra, el Consejo General desaparece. Con este mismo razonamiento, [59] se liquidan los Consejos federales, comités locales y otros centros «autoritarios». Sólo quedan las secciones autónomas.

¿Y cuál será la misión de estas «secciones autónomas», libremente federadas y felizmente liberadas de toda autoridad, «incluso de una autoridad que fuera elegida y constituida por los trabajadores»?

Aquí hay que completar la circular con el informe del Consejo del Jura sometido al Congreso de las Dieciséis. «Para convertir a la clase obrera en el verdadero representante de los intereses nuevos de la humanidad», es preciso que su organización esté guiada por la idea que debe triunfar. Extraer esta idea de las necesidades de nuestra época, de las tendencias íntimas de la humanidad mediante un estudio continuado de- los fenómenos de la vida social, inculcar después esta idea a nuestras organizaciones obreras; tal debe ser el objetivo, etc. En resumen, hay que formar, «en el seno de nuestras organizaciones obreras, una verdadera escuela socialista revolucionaria».

Así, las secciones autónomas de obreros, se convierten de golpe en escuelas, cuyos maestros serán estos señores de la Alianza. Ellos extraen la idea, mediante estudios

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continuados, que no dejan el menor rastro; se «inculca después a nuestras organizaciones obreras». Para ellos, la clase obrera es un material en bruto, un caos que, para tomar forma, necesita el soplo de su Espíritu Santo.

Todo esto no es más que una paráfrasis del antiguo programa de la Alianza, que empezaba con estas palabras: «La minoría socialista de la Liga de la Paz y de la Libertad, habiéndose separado de esta Liga», se propone fundar «una nueva Alianza de la democracia socialista... que se impone como misión especial, estudiar los problemas políticos y filosóficos...» ¡Ya está aquí la idea «extraída»! «Una empresa tal... dará a los demócratas socialistas sinceros de Europa y América, el medio de entenderse y de afirmar sus ideas»1

Así, por confesión propia, la minoría de una sociedad burguesa se ha infiltrado en la Internacional, poco antes del Congreso de Basilea, sólo para servirse de él como medio de situarse respecto a las masas [60] obreras, en la categoría de hierofantes de una ciencia oculta, una ciencia de cuatro frases, cuyo punto culminante es «la igualdad económica y social de las clases».

Aparte de esta «misión teórica», la nueva organización propuesta para la Internacional tiene también su aspecto práctico. «La sociedad futura —dice la circular de los Dieciséis— no debe ser sino la universalización de la organización que la Internacional se haya dado. Debemos, pues, cuidar de que esta organización se aproxime lo más posible a nuestro ideal».

«¿Puede concebirse el que una sociedad igualitaria y libre salga de una organización autoritaria? Esto es imposible. La Internacional, embrión de la futura sociedad humana, tiene que ser, desde ahora, imagen fiel de nuestros principios de libertad y de federación».

En una palabra: así como los conventos de la Edad Media representan la imagen de la vida celestial, la Internacional debe ser la imagen de la nueva Jerusalén, cuyo «embrión» lleva la Alianza en su seno. ¡Los comuneros de París no hubieran sucumbido si, comprendiendo que la Comuna era el «embrión de la futura sociedad humana», hubieran arrojado lejos de sí la disciplina y las armas; cosas ambas que deben desaparecer, pero sólo cuando se hayan acabado las guerras!

Pero para poner bien en claro que, a pesar de sus «estudios continuados», no han sido los Dieciséis los que han incubado este bello proyecto, que tiende a desorganizar y desarmar a la Internacional en el momento en que lucha por su existencia, Bakunin acaba de publicar el texto original en su memoria sobre la organización de la Internacional. (V. «Almanaque del Pueblo para 1872», Ginebra.)

1 Los hombres de la Alianza, que no cesan de reprochar al Consejo General la convocatoria de una conferencia reservada, en un momento en que la reunión de un congreso público hubiera sido el colmo de la traición y de la estupidez; esos partidarios cerrados de hacer las cosas a la luz del día, han organizado, desdeñando nuestros Estatutos, una verdadera sociedad secreta en el seno de la Internacional; sociedad dirigida contra la Internacional y que aspira a colocar a sus secciones bajo su férula, bajo la dirección sacerdotal de Bakunin.

El Consejo General se propone reclamar del próximo congreso una encuesta sobro esta organización secreta y sobre sus promotores en ciertos países, por ejemplo, en España.

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VI

Ahora leed el informe presentado por el Comité del Jura al Congreso de los Dieciséis. «Su lectura — dice su periódico oficial, «La Révolution Sociale» (16 de noviembre) — dará la medida exacta de lo que se puede esperar de los afiliados a la federación del Jura, en cuanto a abnegación e inteligencia práctica». Empieza por atribuir a estos «terribles acontecimientos» (la guerra franco-alemana y la guerra civil en Francia) una influencia «en parte desmoralizadora... sobre la situación de las secciones de la Internacional».

Si bien, en efecto, la guerra franco-alemana, al enrolar a gran número de obreros en ambos ejércitos, debió haber tendido a la desorganización de las secciones, no es menos cierto que la caída del Imperio y la proclamación abierta de la guerra de conquista hecha por Bismarck [61] provocaron en Alemania y en Inglaterra una lucha enconada entre la burguesía, que se colocó junto a los prusianos, y el proletariado que afirmó más que nunca sus sentimientos internacionalistas. Por eso mismo, la Internacional había de ganar terreno en esos dos países. En América, el mismo hecho produjo una escisión en la inmensa emigración proletaria alemana; la fracción internacionalista se separó sin equívocos de la chovinista.

Por otra parte, el advenimiento de la Comuna de París ha dado un impulso sin precedentes al desarrollo exterior de la Internacional y a la reivindicación viril de sus principios por las secciones de todas las nacionalidades. Pero de esto son una excepción los del Jura, cuyo informe continúa así: «... desde el principio de la gigantesca lucha... la reflexión se ha impuesto... Unos se apartan, para esconder su debilidad... Para muchos, esta situación (en las filas de ellos) es un síntoma de vejez», pero, «muy al contrario... es una situación propicia para transformar completamente la Internacional» a imagen y semejanza de los aliancistas. Este modesto deseo se comprenderá después de examinar a fondo lo próspero de su situación.

Prescindiendo de la disuelta Alianza, reemplazada desde su disolución por la sección Malon, el Comité tenía que justificar la situación de veinte secciones. De ellas, siete le vuelven limpiamente la espalda; he aquí lo que dice de ellas en el informe:

«La sección de engastadores y la de grabadores y pulidores de Bienne no han contestado nunca a las comunicaciones que les hemos dirigido».

«Las secciones profesionales de Neuchâtel, es decir, las de carpinteros, engastadores, grabadores y pulidores, no han enviado respuesta ninguna a las comunicaciones del Comité federal».

«No hemos podido conseguir ninguna noticia de la sección de Valde-Ruz».

«La sección de los grabadores y pulidores del Locle no ha dado respuesta alguna a las comunicaciones del Comité federal».

He aquí lo que se llama un comercio libre de secciones autónomas con su Comité

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federal.

Otra sección, «la de los grabadores y pulidores del distrito de Courtelary, después de tres años de tenaz persistencia... se constituye en sociedad de resistencia» fuera de la Internacional, lo que no les impide en absoluto hacerse representar por dos delegados en el Congreso de los Dieciséis.

Después vienen cuatro secciones bien muertas.

«La sección central de Bienne ha caído por el momento; sin em-[62]bargo, uno de sus miembros abnegados nos escribía últimamente que no se han perdido todas las esperanzas de ver renacer la Internacional en Bienne».

«La sección en Saint-Blaise ha caído».

«La sección de Catébal, después de una existencia brillante ha tenido que ceder ante las intrigas urdidas por los señores (!) de esta localidad para disolver tan valiente (!) sección».

«Por último, la sección de Corgémont también fue víctima de las intrigas patronales».

Viene a continuación la sección central del distrito de Courtelary, que «tomó una medida de prudencia: suspendió su actuación»; lo cual no le impidió enviar dos delegados al Congreso de los Dieciséis.

Después vienen cuatro secciones de existencia más que problemática.

«La sección de Grange se encuentra reducida a un pequeño núcleo de obreros socialistas... Lo reducido de su contingente paraliza su actuación en la localidad».

«Los acontecimientos han quebrantado mucho a la sección central de Neuchâtel y, a no ser por la abnegación, por la actividad de algunos de sus miembros, su caída hubiera sido segura».

«La sección central del Locle, después de pasar varios meses entre la vida y la muerte, había acabado por disolverse. En fecha muy reciente, se ha vuelto a constituir»; evidentemente, con el único fin de enviar delegados al Congreso de los Dieciséis.

«La sección de propaganda socialista de La Chaux-de-Fonds, está en una situación crítica... Su posición, lejos de mejorar, tiende más bien a empeorar».

Hay a continuación dos secciones, los círculos de estudios de Saint-Imier y de Sonvillier, que no se mencionan más que de pasada y sobre cuya situación no se dice una palabra.

Y queda, por último, la sección modelo, la cual, a juzgar por su nombre de sección central, no es sino residuo de otras secciones desaparecidas.

«La sección central de Montier es, sin duda, la menos quebrantada... Su Comité ha estado constantemente en relación con el Comité federal... todavía no se han fundado secciones». Y todo esto se explica así: «La actuación de la sección de Montier está particularmente favorecida por la excelente disposición de una población obrera... de

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costumbres populares; nos gustaría ver a la clase obrera de esta región hacerse aún más independiente de los elementos políticos».

Se ve que, en efecto, este informe «da la medida exacta de lo que [63] se puede esperar de los afiliados a la Federación del Jura, en cuanto a abnegación e inteligencia práctica». Hubieran podido completarlo añadiendo que los obreros de La Chaux-de-Fonds, sede primitiva de su Comité, han rehusado siempre toda comunicación con ellos. En fecha aún reciente, en la asamblea general de 18 de enero de 1872 han contestado a la circular de los Dieciséis con votaciones unánimes confirmando las resoluciones de la Conferencia de Londres, así como la resolución tomada por el Congreso de la Suiza francesa en mayo de 1871 «de expulsar para siempre de la Internacional a los Bakunin, Guillaume y sus adeptos».

¿Es preciso decir más sobre el peso de ese pretendido Congreso de Sonvillier, que, según él, ha «desencadenado la guerra, la guerra abierta en el seno de la Internacional»?

Es cierto que esos hombres que hacen tanto ruido con tan pocas nueces han obtenido un éxito innegable. Toda la prensa liberal y policíaca se ha puesto abiertamente de su parte. En sus calumnias personales contra el Consejo General y en sus ataques anodinos contra la Internacional, han sido secundados por los sedicentes reformadores de todos los países: en Inglaterra, por los republicanos burgueses, cuyas intrigas ha frustrado el Consejo General; en Italia, por los librepensadores dogmáticos que, bajo la bandera de Stefanoni, acaban de fundar una «sociedad universal de los racionalistas», cuya sede obligatoria está en Roma (organización «autoritaria» y «jerárquica» de conventos de frailes y monjas ateos y cuyos Estatutos conceden un busto de mármol en la sala del Congreso a todo burgués que haga un donativo de diez mil francos); por último, en Alemania, por los socialistas bismarckianos que, aparte de editar un periódico policiaco, el «Der Neue Sozial-Demokrat», hacen de camisas blancas del imperio pruso-alemán.

El cónclave de Sonvillier pide a todas las secciones internacionalistas, en un llamamiento patético, que insistan sobre la urgencia de un Congreso «para reprimir», como dicen los ciudadanos Malon y Lefrançais, «las constantes extralimitaciones depresivas del Consejo de Londres»; en realidad, para sustituir a la Internacional por la Alianza. Este llamamiento ha obtenido un eco tan alentador, que en seguida se han visto reducidos a tener que falsificar una votación del último Congreso belga. En su órgano oficial («Révolution Sociale», 4 de enero de 1872), dicen:

«Por último, una cosa más grave: las secciones belgas se han reunido en un congreso, en Bruselas, los días 24 y 25 de diciembre y han votado por unanimidad una resolución idéntica a la del Congreso de [64] Sonvillier sobre la urgencia de provocar la reunión de un Congreso General». Hay que hacer constar que el Congreso belga ha votado todo lo contrario. Ha encargado al próximo Congreso belga, que no se reunirá hasta junio, la elaboración de un proyecto de nuevos Estatutos generales para someterlo al próximo Congreso de la Internacional.

De acuerdo con la inmensa mayoría de la Internacional, el Consejo General no convocará el Congreso anual inmediatamente, sino para septiembre de 1872.

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VII

Algunas semanas después de la Conferencia, llegaron a Londres los caballeros Albert Richard y Gaspard Blanc, los miembros más influyentes y más ardientes de la Alianza, encargados de reclutar, entre los refugiados franceses, auxiliares dispuestos a trabajar por la restauración del Imperio, único medio, según ellos, de desembarazarse de Thiers y de llenar el estómago. El Consejo General previno contra sus manejos bonapartistas a los interesados, entre otros, al Consejo federal de Bruselas.

En enero de 1872, se quitaron la careta, publicando el folleto «EL IMPERIO Y LA NUEVA FRANCIA. Llamamiento del pueblo y de la juventud a la conciencia francesa, por Albert Richard y Gaspard Blanc. Bruselas, 1872».

Con la acostumbrada modestia de los charlatanes de la Alianza, espetan el reclamo siguiente: «Nosotros, que habíamos formado el gran ejército del proletariado francés... nosotros, los jefes más influyentes de la Internacional en Francia...1 afortunadamente no hemos [65] sido fusilados, y aquí estamos para enarbolar frente a ellos (los parlamentarios ambiciosos, los republicanos bien cebados, los sedicentes demócratas de toda especie), la bandera bajo cuyos pliegues combatimos y para lanzar a la Europa atónita, a pesar de las calumnias, a pesar de las amenazas, a pesar de los ataques de toda índole que nos esperan, este grito que emerge del fondo de nuestra conciencia y que resonará muy pronto en el corazón de todos los franceses:

«¡VIVA EL EMPERADOR!»

«A Napoleón III, difamado y escarnecido, hay que rehabilitarlo con todo esplendor». Y los señores Albert Richard y Gaspard Blanc, pagados con cargo a los fondos secretos de Invasión III, tienen el encargo especial de obtener esta rehabilitación.

Por lo demás, confiesan: «El desarrollo normal de nuestras ideas nos ha hecho imperialistas». He aquí una confesión que debe hacer agradables cosquillas a sus

1 Bajo el titulo «¡A la picota!», la «Égalité» (de Ginebra) de 25 de febrero de 1872, dice:

«Aún no ha llegado la hora de contar la historia de la derrota del movimiento comunista en el mediodía de Francia. Pero, la mayor parte de nosotros hemos sido testigos de la lamentable derrota de la insurrección del 30 de abril en Lyon y, desde ahora, podemos afirmar que el fracaso de esta insurrección se debe en parte a la cobardía, a la traición, al robo de G. Blanc que en todas parles se entrometía, ejecutando las órdenes de A. Richard, que se mantenía en la sombra.

Con sus maniobras intencionadas, estos miserables han conseguido comprometer a varias personas de las que tomaban parte en los trabajos preparatorios de los Comités insurreccionales.

Además, estos traidores han conseguido desacreditar a la Internacional en Lyon, hasta tal punto que, al estallar la revolución parisina, la Internacional inspiraba a los obreros lyoneses la mayor desconfianza. De aquí, la ausencia total de organización. De aquí, la derrota de la insurrección, derrota que necesariamente había de provocar la caída de la Comuna, aislada y abandonada a sus propias fuerzas. Sólo después de esta sangrienta lección, nuestra propaganda ha conseguido reagrupar a los obreros lyoneses bajo la bandera de la Internacional.

Albert Richard es el niño mimado, el profeta de Bakunin y consortes».

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correligionarios de la Alianza. Como en los dichosos días de la «Solidarité», A. Richard y G. Blanc endilgan sus viejas frases sobre el «abstencionismo político» que, según les dicta su «desarrollo normal» no es un hecho sino bajo el despotismo más absoluto: cuando los trabajadores sé abstienen de toda ingerencia política como el preso se abstiene de pasearse al sol.

«El tiempo de los revolucionarios —dicen—, ha pasado... El comunismo ha sido relegado en Alemania y en Inglaterra; sobre todo en Alemania. Es por cierto allí donde ha sido elaborado seriamente, desde hace tiempo, para difundirse a continuación por toda la Internacional. Y este progreso inquietante de la influencia alemana en la Asociación ha contribuido no poco a paralizar su desarrollo, o más bien, a darle un nuevo curso en las secciones del centro y mediodía de Francia que no han aceptado jamás consignas de ningún alemán».

¿No parece oír al gran hierofante que, como ruso, se atribuye desde la fundación de la Alianza la especial misión de representar a las razas latinas?, ¿o a los «verdaderos misioneros» de la «Révolution Sociale» (2 de noviembre de 1871), que denuncian «la marcha atrás que tratan de imprimir a la Internacional los cerebros alemanes y bismarckianos»?

¡Pero afortunadamente la verdadera tradición no se ha perdido y los señores Albert Richard y Gaspard Blanc no han sido fusilados! Su «trabajo» personal consiste en «dar un nuevo curso» a la Internacional en el centro y mediodía de Francia, tratando de fundar secciones bonapartistas que, por razón de su tendencia, son esencialmente «autónomas».

[66]

En cuanto a la constitución del proletariado en partido político, recomendada por la Conferencia de Londres, «después de la restauración del Imperio, nosotros (Richard y Blanc) acabaremos pronto, no sólo con las teorías socialistas, sino con ese comienzo de realización de ellas que se manifiesta en la organización revolucionaria de las masas».

En una palabra, explotando el gran «principio de la autonomía de las secciones», que «constituye la verdadera fuerza de la Internacional... sobre todo en los países de raza latina» («Révolution Sociale» de 4 de enero), esos señores especulan sobre la anarquía en la Internacional.

La anarquía: he aquí el gran caballo de batalla de su maestro Bakunin, que, de los sistemas socialistas, no ha tomado más que las etiquetas. Todos los socialistas entienden por anarquía el objetivo final del movimiento proletario. Una vez conseguida la abolición de las clases, el poder del Estado, que sirve para mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una minoría explotadora poco numerosa, desaparece y las funciones de gobierno se transforman en simples funciones administrativas. La Alianza toma el rábano por las hojas. Proclama que la anarquía en las filas proletarias es el medio más infalible para romper la potente concentración de fuerzas sociales y políticas que los explotadores tienen en sus manos. Con este pretexto, pide a la Internacional, en el momento en que el viejo mundo trata de aplastarla, que substituya su organización por la anarquía. La policía internacional no pide otra cosa para eternizar la república de Thiers, cubriéndola con el

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manto imperial1.

EL CONSEJO GENERAL:

R. Applegarth, Antoine Arnaud, M. T. Boon, F. Bradnick, G. H. Buttay, F. Cournet, Delahaye, Eugene Dupont, W. Haies, Hurliman, Jules Johannard, Harriet Law, F. Lessner, Lochner, Margueritte, Constant-Martin, L. Maurice, Henry Mayo, Georges Milner, Charles Mu [67]rray, Pfander, Vitale Regis, J. Rozwadowski, John Roach, Rhül G. Ranvier, Sadler, Cowell Stepney, Alf. Taylor, W. Townshend, Ed. Vaillant, John Weston, F. J. Yarrow.

SECRETARIOS CORRESPONSALES:

Karl Marx, Alemania y Rusia; Leo Frankel, Austria y Hungría; A. Hermán, Bélgica; Th. Mottershead, Dinamarca; J. G. Eccarius, Estados Unidos; Le Moussu, sección francesa de los Estados Unidos; Aug. Serraillier, Francia; Charles Rochat, Holanda; J. P. MacDonnell, Irlanda; Friedrich Engels, Italia y España; Walery Wroblewski, Polonia; H. Jung, Suiza.

Charles Longuet, presidente de la sesión.

Hermann Jung, tesorero.

John Hales, secretario general.

33, Rathborne Place, W.

Londres, 5 de marzo de 1872

[68]

1 En el informe sobre la ley Dufaure, el rural Sacaze apunta, sobre todo, contra la «organización» de la Internacional. Esta organización es su pesadilla. Después de haber constatado «el ascenso de esta formidable asociación», añade: «Esta asociación rechaza las prácticas tenebrosas de las sectas que le han antecedido. Su organización se ha hecho y se ha modificado a la luz del día. Gracias a la potencia de esta organización... ha acrecentado progresivamente su esfera de acción y de influencia. Se abre las puertas de todos los territorios». Después describe «sumariamente la organización» y concluye: «Tal es, en su sabia unidad... el plan de esta amplia organización. Su fuerza reside en su concepción misma. Reside también en la masa de sus afiliados, ligados a una acción simultánea, y reside, por último, en el impulso invencible que puede ponerlos en movimiento».

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F. ENGELS

DE LA AUTORIDAD1

Algunos socialistas han emprendido de algún tiempo a esta parte una verdadera cruzada contra lo que ellos llaman principio de autoridad. Basta con que se les diga que este o el otro acto es autoritario para que lo condenen. Hasta tal punto se abusa de este método sumario de proceder, que no hay más remedio que examinar la cosa un poco más de cerca. Autoridad, en el sentido de que se trata, quiere decir: imposición de la voluntad de otro a la nuestra; autoridad supone, por otra parte, subordinación. Ahora bien; por muy mal que suenen estas dos palabras y por muy desagradable que sea para la parte subordinada la relación que representan, la cuestión está en saber si hay medio de prescindir de ella, si—dadas las condiciones actuales de la sociedad-podemos crear otro régimen social en el que esta autoridad no tenga ya objeto y en el que, por consiguiente, deba desaparecer. Examinando las condiciones económicas, industriales y agrícolas, que constituyen la base de la actual sociedad burguesa, nos encontramos con que tienden a reemplazar cada vez más la acción aislada por la acción combinada de los individuos. La industria moderna, con grandes fábricas y talleres, en los que centenares de obreros vigilan la marcha de máquinas complicadas movidas a vapor, ha venido a ocupar el puesto del pequeño taller del productor aislado; los coches y los carros para grandes distancias han sido sustituidos por el ferrocarril, como las goletas y los barcos de vela lo han sido por los barcos a vapor. La misma agricultura va cayendo poco a poco bajo el dominio de la máquina y del vapor, los cuales reemplazan, lenta pero inexorablemente, a los pequeños propietarios por grandes capitalistas, que cultivan, con ayuda de obreros asalariados, grandes extensiones de tierra. La acción coordinada, la complicación de los procedimientos, supeditados los unos a los otros, desplaza en todas partes a la acción independiente de los [69] individuos. Y quien dice acción coordinada dice organización. Ahora bien, ¿cabe organización sin autoridad?

Supongamos que una revolución social hubiera derrocado a los capitalistas, cuya autoridad dirige hoy la producción y la circulación de la riqueza. Supongamos, para colocarnos por entero en el punto de vista de los antiautoritarios, que la tierra y los instrumentos de trabajo se hubieran convertido en propiedad colectiva de los obreros que los emplean. ¿Habría desaparecido la autoridad, o no habría hecho más que cambiar de forma? Veamos.

Tomemos, a modo de ejemplo, una fábrica de hilados de algodón. El algodón, antes de convertirse en hilo, tiene que pasar, por lo menos, por seis operaciones sucesivas; operaciones que se ejecutan, en su mayor parte, en diferentes naves. Además, para mantener las máquinas en movimiento, se necesita un ingeniero que vigile la máquina de vapor, mecánicos para las reparaciones diarias y, además, muchos peones destinados a

1 Publicado por vez primera en el «Almanaque Republicano para 1874>>. (N. de la Red.)

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C. MARX Y F. ENGELS

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transportar los productos de una sala a otra, etc. Todos estos obreros, hombres, mujeres y muchachos, están obligados a empezar y terminar su trabajo a la hora señalada por la autoridad del vapor, que se burla de la autonomía individual. Lo primero que hace falta es, pues, que los obreros se pongan de acuerdo sobre las horas de trabajo; a estas horas, una vez fijadas, quedan sometidos todos sin ninguna excepción. Después, en cada sala y a cada instante surgen cuestiones de detalle sobre el modo de producción, sobre la distribución de los materiales, etc., cuestiones que tienen que ser resueltas al instante, so pena de que se detenga inmediatamente toda la producción. Bien se resuelvan por la decisión de un delegado puesto al frente de cada rama de producción o bien por el voto de la mayoría, si ello fuese posible, la voluntad de alguien tendrá siempre que subordinarse; es decir, que las cuestiones serán resueltas autoritariamente. El mecanismo automático de una gran fábrica es mucho más tiránico que lo han sido nunca los pequeños capitalistas que emplean obreros. En la puerta de estas fábricas, podría escribirse, al menos en cuanto a las horas de trabajo se refiere: Lasciate ogní autonomia, voi che entrate! [«¡Quien aquí entre, renuncie a toda autonomía!»]. Si el hombre, con la ciencia y el genio inventivo somete a las fuerzas de la naturaleza, éstas se vengan de él sometiéndolo, mientras las emplea, a un verdadero despotismo, independiente de toda organización social. Querer abolir la autoridad en la gran industria, es querer abolir la industria misma, es querer destruir las fábricas de hilados a vapor para volver a los tiempos de la rueca.

Tomemos, para poner otro ejemplo, un ferrocarril. También aquí [70] es absolutamente necesaria la cooperación de una infinidad de individuos, cooperación que debe tener lugar a horas muy precisas, para que no se produzcan desastres. También aquí, la primera condición para que la empresa marche es una voluntad dominante que zanje todas las cuestiones secundarias. Esta voluntad puede estar representada por un solo delegado o por un comité encargado de ejecutar los acuerdos de una mayoría de interesados. Tanto en uno como en otro caso, existe una autoridad bien pronunciada. Más aún; ¿qué pasaría con el primer tren que arrancara, si se aboliese la autoridad de los empleados del ferrocarril sobre los señores viajeros?

Pero, donde más salta a la vista la necesidad de la autoridad, y de una autoridad imperiosa, es en un barco en alta mar. Allí, en el momento de peligro, la vida de cada uno depende de la obediencia instantánea y absoluta de todos a la voluntad de uno solo.

Cuando he puesto parecidos argumentos a los más furiosos antiautoritarios, no han sabido responderme más que esto: «¡Ah! eso es verdad, pero aquí no se trata de que nosotros demos al delegado una autoridad, sino ¡de un encargo!» Estos señores creen cambiar la cosa con cambiarle el nombre. He aquí cómo se burlan del mundo estos profundos pensadores.

Hemos visto, pues, que, de una parte, cierta autoridad, delegada como sea, y de otra, cierta subordinación, son cosas que, independientemente de la organización social, se nos imponen con las condiciones materiales en las que producimos y hacemos circular los productos.

Y hemos visto, además, que las condiciones materiales de producción y de circulación crecen inevitablemente con la gran industria y con la gran agricultura, y tienden

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cada vez más a ensanchar el campo de esta autoridad. Es, pues, absurdo hablar del principio de autoridad como de un principio absolutamente malo y del principio de autonomía como de un principio absolutamente bueno. La autoridad y la autonomía son cosas relativas, cuyas esferas varían en las diferentes fases del desarrollo social. Si los autonomistas se limitasen a decir que la organización social del porvenir restringirá la autoridad basta el límite estricto en que la hagan inevitable las condiciones de la producción, podríamos entendernos; pero, lejos de esto, permanecen ciegos para todos los hechos que hacen necesaria la cosa y arremeten con furor contra la palabra.

¿Por qué los antiautoritarios no se limitan a clamar contra la autoridad política, contra el Estado? Todos los socialistas están de acuerdo en que el Estado político, y con él la autoridad política, desaparecerán como consecuencia de la próxima revolución social, es [71] decir que las funciones públicas perderán su carácter político, trocándose en simples funciones administrativas, llamadas a velar por los verdaderos intereses sociales. Pero los antiautoritarios exigen que el Estado sea abolido de un plumazo, aun antes de haber sido destruidas las condiciones sociales que lo hicieron nacer. Exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad. ¿No han visto nunca una revolución estos señores? Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por el terror que sus armas inspiran a los reaccionarios. ¿La Comuna de París habría durado acaso un solo día, de no haber empleado esta autoridad de pueblo armado frente a los burgueses? ¿No podemos, por el contrario, reprocharle el no haberla empleado con bastante largueza?

Así, pues, una de dos: o los antiautoritarios no saben lo que dicen, y en este caso no hacen más que sembrar la confusión; o lo saben, y en este caso traicionan el movimiento del proletariado. En uno y otro caso, sirven a la reacción.

[72]

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C. MARX

APOLITICISMO1

«La clase obrera no debe constituirse en partido político; no debe, bajo ningún pretexto, tener actividades políticas, porque combatir al Estado es reconocer el Estado y esto va en contra de los principios eternos. Los obreros no deben declarar huelgas, porque esforzarse por aumentar el salario o por impedir su reducción es tanto como reconocer el salario, lo cual va en contra de los principios eternos de la emancipación de la clase obrera.

«Si, en la lucha política contra el Estado burgués, los obreros se unen para arrancar solamente concesiones, aceptan compromisos, lo cual va en contra de los principios eternos. Se debe despreciar, por tanto, todo movimiento pacífico como los que los obreros ingleses y norteamericanos tienen la mala costumbre de organizar. Los obreros no deben esforzarse por establecer un límite legal de la jornada de trabajo, porque esto equivale a un compromiso con los patronos, los cuales entonces ya no podrán explotarlos más que diez o doce horas en vez de catorce o dieciséis. Tampoco deben tomarse la molestia de conseguir la prohibición legal del trabajo de los niños menores de 10 años en las fábricas, porque de esa manera no impiden la explotación de los muchachos menores de diez años; lo que hacen es incurrir en una nueva transacción que daña a la pureza de los principios eternos.

«Los obreros deben aspirar todavía menos a que, como ocurre en la República Norteamericana, el Estado, cuyo presupuesto se nutre de la clase obrera, esté obligado a dar instrucción primaria a los hijos de los obreros, porque la instrucción primaria no es la instrucción completa. Es preferible que los obreros y las obreras no sepan leer, escribir ni echar cuentas a que reciban instrucción de un maestro de escuela del Estado. Y es mucho mejor que la ignorancia y un trabajo de 16 [73] horas diarias embrutezca a la clase trabajadora a que se violen los principios eternos.

«Si la lucha política de la clase obrera asume formas violentas, si los obreros sustituyen la dictadura de la clase burguesa por su dictadura revolucionaria, cometen el terrible delito de leso principio; porque, para satisfacer sus míseras necesidades profanas de cada día, para eliminar la resistencia de la clase burguesa, en vez de deponer las armas y abolir el Estado, dan a éste una forma revolucionaria y transitoria. Los obreros no deben formar sociedades especiales para cada oficio, porque así perpetúan la división del trabajo social, tal como la encuentran en la sociedad burguesa; y esta división, que desune a los obreros, es la verdadera base de su actual esclavitud.

«En una palabra, los obreros deben cruzarse de brazos y no perder el tiempo en movimientos políticos y económicos. Estos movimientos no pueden darles más que

1 Escrito en el año 1873 y publicado, en italiano, en el «Almanaque Republicano para 1874». (N. de la Red.)

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SOBRE EL ANARQUISMO

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resultados inmediatos. Como hombres verdaderamente religiosos, los obreros, despreciando las necesidades diarias, deben exclamar llenos de fe: ¡Que nuestra clase sea crucificada, que nuestra raza perezca, pero que permanezcan inmaculados los principios eternos! Como cristianos devotos, deben creer en las palabras del cura, despreciar los bienes de esta tierra y no pensar más que en ganar el paraíso». Donde dice paraíso, léase liquidación social—que advendrá un buen día, en algún rincón del mundo, no se sabe cómo ni por obra de quién—y la mixtificación será idéntica en todo y por todo.

«Por tanto, en espera de esta famosa liquidación social, la clase obrera debe comportarse bien, como un rebaño de ovejas que tiene pasto abundante; dejar en paz al gobierno, temer a la policía, respetar la ley y suministrar, sin quejarse, la carne de cañón.

«En la vida práctica cotidiana, los obreros deben ser los servidores obedientísimos del Estado; pero, en su fuero interno, deben protestar enérgicamente contra su existencia y testimoniarle su profundo desprecio teórico mediante la adquisición y lectura de tratados literarios sobre la abolición del Estado; deben, pues, guardarse muy mucho de oponer al régimen capitalista otra resistencia que no sea la de declamar acerca de la futura sociedad, en la que el odioso régimen habrá dejado de existir».

Nadie negará que, si los apóstoles del apoliticismo se expresaran de un modo tan claro, la clase obrera los mandaría a paseo y se sentiría insultada por esos burgueses doctrinarios e hidalgos descarriados, que son lo bastante tontos o ingenuos para prohibirle todo medio real de lucha, porque todas las armas para combatir hay que tomarlas de [74] la sociedad actual y porque las condiciones fatales de esta lucha tienen la desgracia de no adaptarse a sus fantasías idealistas; fantasías que estos doctores en ciencia social han elevado a divinidad, bajo los nombres de Libertad, Autonomía y Anarquía. Pero el movimiento de la clase obrera es hoy día tan potente, que estos filántropos sectarios ya no se atreven a repetir respecto a la lucha económica las grandes verdades que incesantemente proclamaban en cuanto a la lucha política. Son demasiado cobardes para aplicarlas todavía a las huelgas, a las coaliciones, a las sociedades de oficios únicos, a las leyes sobre el trabajo de las mujeres y de los niños, sobre la limitación de las horas de trabajo, etc., etc.

Tratemos ahora de ver si pueden invocar las buenas tradiciones, el pudor, la buena fe y los principios eternos.

Los primeros socialistas (Fourier, Owen, Saint-Simon, etc.), debido a que las condiciones sociales no estaban lo bastante desarrolladas para permitir a la clase obrera constituirse en clase militante, tenían fatalmente que limitarse a soñar sobre la sociedad modelo del porvenir y condenar todas las tentativas, como las huelgas, las coaliciones y los movimientos políticos, iniciados por los obreros para aliviar algo su suerte. Pero, si a nosotros no nos es lícito renegar de estos patriarcas del socialismo, como no le es lícito a los químicos renegar de sus padres, los alquimistas, debemos evitar, sin embargo, reincidir en sus errores que, cometidos por nosotros, serían imperdonables.

Sin embargo, más tarde —en 1839—, cuando la lucha política y económica de la clase obrera había adquirido en Inglaterra un carácter ya bastante acentuado, Bray —uno de los discípulos de Owen y uno de los que descubrieron el mutualismo mucho antes que Proudhon —publicó un libro titulado «Labour's wrongs and Labour's remedy» [«Los males

1

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y los remedios del trabajo»].

En uno de los capítulos sobre la ineficacia de todos los remedios que se quieren conseguir con la lucha actual, hace una acerba crítica de todos los movimientos, tanto políticos como económicos, de los obreros ingleses; condena el movimiento político, las huelgas, la limitación de las horas de trabajo, la reglamentación del trabajo de las mujeres y de los niños en las fábricas, porque todo esto —según él—, en vez de sacarnos del estado actual de la sociedad, nos retiene en él y no hace más que intensificar los antagonismos.

He aquí ahora al oráculo de estos doctores en ciencia social, a Proudhon. Mientras que el maestro tenía el valor de pronunciarse enérgicamente en contra de todos los movimientos económicos (coaliciones, huelgas, etc.) contrarios a la teoría redentora de su mutualismo, [75] estimulaba con sus escritos y con su participación personal el movimiento político de la clase obrera; y sus discípulos no osan pronunciarse abiertamente en contra de este movimiento. Ya en 1847, época en que vio la luz la gran obra del maestro: «Las contradicciones económicas», yo refuté sus sofismas contra el movimiento obrero1. Sin embargo, en 1864, después de la ley Ollivier, que otorgaba a los obreros franceses de modo tan restringido el derecho de coalición, Proudhon volvió a la carga en su libro «De la capacidad política de las clases obreras», publicado pocos días después de su muerte.

Los ataques del maestro respondían de tal modo al gusto de la burguesía, que con ocasión de la gran huelga de sastres de Londres, en 1866, el «Times» hizo a Proudhon el honor de traducirle y de condenar a los huelguistas con sus propias palabras. He aquí algunas muestras:

Los mineros de Rive-de-Gier se habían declarado en huelga; los soldados habían acudido para reducirlos a la razón.

«La autoridad—grita Proudhon— que hizo fusilar a los mineros de Rive-de-Gier fue muy desdichada. Pero obró como el antiguo Bruto, colocado entre su amor de padre y su deber de Cónsul: había que sacrificar los hijos para salvar la República. Bruto no dudó y la posterioridad no se atreve a condenarlo»2.

Ningún proletario recordará el caso de ningún burgués que haya dudado en sacrificar a sus obreros para salvar sus propios intereses. ¡Qué Brutos son los burgueses!3

«Pues bien, no; no existe el derecho de coalición, como no existe el derecho de estafa y de hurto, como no existe el derecho de incesto y de adulterio»4. Hay que decir, sin embargo, que sí existe el derecho a la majadería.

1 Véase, en el opúsculo «Miseria de la Filosofía», respuesta a la «Filosofía de la Miseria» del Sr. Proudhon (París, 1817. Frank, editor), el cap. V. titulado: «Las huelgas y coaliciones obreras». (Nota de Marx.)

2 P. G. Proudhon, «De la rapacidad política de las clases obreras», París, Lacroix y Cía. eds., 1868, pág. 387. (Nota de Marx.)

3 El juego de palabras que resulta aquí en castellano no coincide con el sentido del original. Interprétese la palabra Bruto como el compendio de las características morales y políticas de Lucio Julio Bruto. (N. de la Red.)

4 Obra citada, pág. 383. (Nota de Marx.)

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SOBRE EL ANARQUISMO

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¿Cuáles son, pues, los principios eternos en nombre de los cuales fulmina el maestro sus excomuniones abracadabrantes?

Primer principio eterno: «El nivel de los salarios determina el precio de las mercancías».

Incluso aquellos que no tienen la menor noción de Economía polí-[76]tica y que ignoran que el gran economista burgués Ricardo, en su libro «Principios de Economía política», publicado en 1817, refutó, de una vez para siempre, este error tradicional, conocen el hecho tan notorio de la industria inglesa, que puede dar sus productos a un precio bastante inferior al de otra nación cualquiera, mientras que los salarios son relativamente más elevados en Inglaterra que en ningún otro país de Europa.

Segundo principio eterno: «La ley que autoriza las coaliciones es altamente antijurídica, antieconómica, contraria a toda sociedad y a todo orden». En una palabra, «contraria al Derecho económico de la libre concurrencia». Si el maestro hubiera sido un poco menos chovinista, se habría preguntado cómo se explica que cuarenta años antes se hubiese promulgado en Inglaterra una ley tan contraria a los derechos económicos de la libre concurrencia y cómo es que, a medida que la industria se desarrolla, y con ella la libre concurrencia, esta ley —tan contraria a toda sociedad y a todo orden— se impone como una necesidad incluso a los mismos Estados burgueses. Es posible que él hubiera descubierto que ese Derecho (con D mayúscula) no existe más que en los manuales económicos redactados por los «fray ignorantes» de la Economía política burguesa, en cuyos manuales se hallan perlas como ésta: «La propiedad es el fruto del trabajo»... de los demás, se olvidaron de añadir.

Tercer principio eterno: «Por consiguiente, so pretexto de sacar a la clase obrera de una llamada inferioridad social, habrá que comenzar a denunciar a toda una clase de ciudadanos: a la clase de los señores, los empresarios, los patronos y los burgueses, habrá que incitar a la democracia obrera al desprecio y al odio hacia estos execrables e indignos elementos de la clase media coligados contra ella; habrá que preferir la guerra mercantil e industrial a la represión legal, el antagonismo de clases a la policía del Estado»1.

El maestro, para impedir a la clase obrera salir de su llamada inferioridad social, condena las coaliciones que hacen de la clase obrera una clase antagónica de la respetable categoría de los patronos, empresarios y burgueses los cuales seguramente prefieren, como Proudhon, la policía del Estado al antagonismo de las clases. Para evitar disgustos a esta respetable clase, el buen Proudhon aconseja a los obreros (hasta el advenimiento del régimen mutualista y a pesar de sus graves inconvenientes) «la libertad de concurrencia, nuestra única garantía».

[77]

El muestro predicaba el indiferentismo económico, para poner a cubierto la libertad de concurrencia burguesa, nuestra única garantía; los discípulos predican el indiferentismo político, para poner a cubierto la libertad burguesa, su única garantía. Si los primeros cristianos, que también predicaban el apoliticismo, necesitaron el brazo de un emperador

1 Obra citada, págs. 337-338. (Nota de Marx.)

3

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para convertirse de oprimidos en opresores, los modernos apóstoles del apoliticismo no creen que sus principios eternos les impongan la abstinencia de los goces mundanos y de los privilegios temporales de la sociedad burguesa. ¡Y, sin embargo, hemos de reconocer que soportan con un estoicismo digno de los mártires cristianos las 14 ó 16 horas de trabajo con que se sobrecarga a los obreros de las fábricas I

Londres, enero de 1873.

[78]

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С. MARX

ACOTACIONES AL LIBRO DE BAKUNIN «EL ESTADO У

LA ANARQUÍA»1

(FRAGMENTO)

«Ya hemos apuntado nuestra profunda repugnancia por la teoría de Lassalle y Marx, que recomienda a los obreros, si no como ideal supremo, por lo menos como objetivo inmediato y principal la instauración de un Estado popular2 <naródnovo gosudarstva> [народного государства], el cual, según su expresión, no será sino el proletariado erigido en clase dominante <vozvedionni na stiépeni gospódstvuiuschevo soslovia> [возведенный на степень господствующего сословия]. Y uno se pregunta: cuando el proletariado sea la clase dominante, ¿sobre quién va a dominar? Esto significa <znáchit> [значит] que quedará en pie otro proletariado, sometido a esta nueva dominación, a este nuevo Estado <gosudarstvu> [государству]. (Esto significa que mientras subsistan las otras clases y especialmente la clase capitalista, mientras el proletariado luche contra ellas (pues con la subida del proletariado al Poder no desaparecen todavía sus enemigos, ni desaparece la vieja organización do la sociedad) tendrá que emplear medidas de violencia, es decir, medidas de gobierno. Mientras el proletariado sea todavía una clase y no hayan desaparecido las condiciones económicas en que descansa la lucha de clases, es decir la existencia de éstas, será preciso, [79] por la violencia, quitarlas de en medio o transformarlas, será preciso acelerar por la violencia su proceso de transformación). Por ejemplo, la vulgar masa campesina, la plebe campesina <krestiánskaia chern> [крестьянская чернь] que, como es sabido, no goza de las simpatías de los marxistas y que se halla en el más bajo nivel de cultura, será gobernada probablemente por el proletariado urbano y fabril. (Esto significa que allí donde el campesino existe todavía en masa como propietario privado,

1 Marx extractó minuciosamente este libro de Bakunin, transcribiendo algunos pasajes de él y traduciéndolos al alemán. Algunas frases las copió en ruso (estas frases van aquí entre paréntesis cuadrados y reproducidas con ortografía moderna). Junto a ellas hemos puesto la pronunciación figurada en letras latinas y entre paréntesis quebrados. Los pasajes de Bakunin transcritos por Marx aparecen en tipo corriente. Las glosas o comentarios de Marx van impresos en negrilla. Lo que aparece en cursiva son frases o palabras subrayadas por Marx en el original. La traducción ha sido hecha sobre el manuscrito de Marx que se guarda en el Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú. (N. de la Red.).

2 Subrayado por Bakunin. (N. de la Red.)

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C. MARX Y F. ENGELS

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donde incluso forma una mayoría más o menos considerable, como en todos los Estados occidentales del continente europeo, donde este campesino no ha desaparecido, reemplazado por jornaleros agrícolas, como en Inglaterra, ocurrirá lo siguiente: o se dedica a obstaculizar toda revolución obrera hasta hacerla fracasar, como ha ocurrido hasta ahora en Francia, o el proletariado (pues el campesino propietario de su tierra no pertenece al proletariado, y, si por su situación pertenece, no cree formar parte de él) tiene que adoptar como gobierno medidas encaminadas a mejorar inmediatamente la situación del campesino y que, por tanto, le ganen para la revolución; medidas que lleven ya en germen el tránsito de la propiedad privada sobre el suelo a la propiedad colectiva y que suavicen este tránsito, de modo que el campesino vaya a él impulsado por móviles económicos; pero no debe acorralar al campesino, proclamando, por ejemplo, la abolición del derecho de herencia o la anulación de su propiedad; esto último sólo es posible allí donde el arrendatario capitalista ha desplazado al campesino y el verdadero labrador es tan proletario, tan obrero asalariado como el obrero de la ciudad y donde, por tanto, tiene directamente, no indirectamente, los mismos intereses que éste; aún menos se debe fortalecer el régimen de propiedad parcelaria, agrandando las parcelas por la simple anexión de las grandes fincas a las tierras de los campesinos, como en la campaña revolucionaria de Bakunin); o, si enfocamos el problema desde el punto de vista nacional, nos imaginamos, por la misma razón, que los eslavos seguirán hallándose, respecto a un proletariado alemán triunfante, en la misma sumisión servil en que éste se halla hoy respecto a su burguesía» (pág. 278). (¡Qué estupidez de escolar! Una revolución social radical se halla sujeta a determinadas condiciones históricas de desarrollo económico; éstas son su premisa. Por tanto, sólo puede darse allí donde, con la producción capitalista, el proletariado industrial ocupe, por lo menos, una posición importante dentro de la masa del pueblo, y, para tener alguna probabilidad de triunfar, tiene que ser, por lo menos, capaz de hacer inmediatamente por los campesinos, mutatis mutandis, tanto como la burguesía francesa, en su revolución, hizo por los campesinos franceses de aquel entonces. ¡Hermosa [80] idea la de que la dominación de los obreros lleva consigo la esclavización del trabajo agrícola! Pero aquí es donde se revela el pensamiento íntimo del señor Bakunin. Decididamente, él no comprende nada de la revolución social; sólo conoce su fraseología política; para él, no existen las condiciones económicas de esta revolución. Como hasta aquí todas las formas económicas — desarrolladas o no — implicaban la esclavización del trabajador (sea obrero, campesino, etc.), cree que en todas ellas es igualmente posible la revolución radical. Más aún: pretende que la revolución social europea, basada en los fundamentos económicos de la producción capitalista, se lleve a efecto sobre el nivel de los pueblos rusos o eslavos dedicados a la agricultura y al pastoreo y no rebase este nivel, aunque comprende que la navegación marítima establece una diferencia entre hermanos, pero sólo la navegación marítima, por ser ésta una diferencia que todos los políticos conocen. La base de su revolución social es la voluntad y no las condiciones económicas).

«Si existe el Estado <gosudarstvo> [государство] se hace inevitable la dominación <gospodstvo> [господство] у la esclavitud <rabstvo> [рабство];

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dominación1 sin esclavitud, manifiesta u oculta no se concibe; he ahí por qué nosotros somos enemigos del Estado» <gosudarstva> [государства] (pág. 278).

«¿Qué significa el proletariado erigido en clase dominante <vozviédenni v gospódstvuiuschee soslovie> [возведенный в господствующее сословие]? (Significa que el proletariado, en vez de luchar de un modo inconexo contra las clases económicamente privilegiadas, posee ya la fuerza y la organización suficientes para emplear, en su lucha contra ellas, medidas generales de coacción; pero, en el terreno económico, sólo puede emplear medidas que destruyan su propio carácter de asalariado y, por consiguiente, sus características de clase. Por consiguiente, con su triunfo completo cesará también su dominación, al cesar su carácter de clase). ¿Acaso va a ponerse todo el proletariado a la cabeza del gobierno? (¿Acaso en un sindicato (tradeunión), por ejemplo, se pone a todo el sindicato en la directiva? ¿Acaso va a cesar en la fábrica toda división del trabajo y las diversas funciones que de ella se derivan? En la construcción bakuninista de abajo arriba <snizu vverj> [снизу вверх], ¿acaso todos estarán arriba <vverjú> [вверху]? Entonces no habría ninguno abajo <vnizú> [внизу]. ¿Acaso todos los individuos de un municipio administrarán en el mismo grado los intereses comunes de la provincia <óblasti> [области]? Si así fuese, no habría diferencia alguna entre municipio y provincia <óblastiu> [областью]. Los alemanes son aproximadamente 40 millo-[81]nes. ¿Acaso todos estos 40 millones van a formar parte del gobierno? (Certainly! [¡Indudablemente!] puesto que la cosa comienza por el gobierno autónomo del municipio). Si todo el pueblo gobierna, no habrá ya gobernados (cuando un hombre se gobierna a sí mismo, según estos principios no se gobierna, puesto que es él mismo y no otro). Entonces no habrá gobierno ni habrá Estado, pero si hay Estado habrá también gobernantes y habrá esclavos». (Quiere decir, simplemente: sólo cuando desaparezca el régimen de dominación de clase, dejará de haber Estado en el actual sentido político de esta palabra...) (pág. 279).

«En la teoría de los marxistas, este dilema se resuelve fácilmente. Por gobierno popular, ellos (es decir, Bakunin) entienden el que el pueblo sea gobernado por medio de un puñado de representantes elegidos por él. (¡Burro! ¡Esto es una majadería democrática, una vaciedad política! Las elecciones son una forma política hasta en la más pequeña comuna rusa y en el artel. El carácter de las elecciones no depende del nombre, sino de la base económica, de las relaciones económicas de los electores entre sí, y tan pronto como las funciones dejan de ser políticas: 1) dejan de existir como funciones de gobierno, 2) la distribución de las funciones generales se convierte en un problema administrativo, que no encierra poder alguno, 3) las elecciones no conservan nada de su carácter político actual). La elección, por sufragio universal de todo el pueblo, (eso de todo el pueblo, en el sentido actual de la palabra, es una fantasía) de representantes del pueblo y gobernantes del Estado <pravítieliei gosudarstva> [правителей государства] es la última palabra, tanto de los marxistas como de la escuela democrática; una mentira detrás de la cual se esconde el despotismo de una minoría gobernante, tanto más peligrosa cuanto que se presenta como expresión de la llamada

1 Bakunin: «Estado». (N. de la Red.)

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C. MARX Y F. ENGELS

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voluntad popular. (Sobre la base de la propiedad colectiva desaparece la llamada voluntad popular para ceder el puesto a la verdadera voluntad de la colectividad cooperativa). En suma: dirección de la gran mayoría de la masa popular por una minoría privilegiada. Pero esta minoría, dicen los marxistas (¿dónde?) estará formada por trabajadores. Sí: permítaseme: por antiguos trabajadores, pero que apenas se conviertan en representantes o gobernantes del pueblo dejarán de ser trabajadores (ni más ni menos que hoy un fabricante deja de ser capitalista porque lo hagan concejal de su ayuntamiento) y mirarán al vulgar mundo de los obreros desde las alturas del gobierno <gosudárstvennoi> [государственной]; ya no representarán al pueblo, sino a sí mismos y a sus pretensiones <pritiazania> [притязания] de gobernar al pueblo. El que ponga esto en duda, es que no conoce nada de la naturaleza, humana». (Si el señor Bakunin conociese, por lo menos, la posición que ocupa el gerente do una coopera-[82]tiva obrera, se irían al diablo todas sus fantasías sobre la dominación. Hubiera debido preguntarse: ¿Qué forma pueden asumir las funciones administrativas, sobre la base de este Estado obrero? (si le place llamarlo así) (pág. 279).

«Pero estos hombres escogidos serán socialistas ardientemente convencidos, y por tanto socialistas científicos. Las denominaciones de «socialismo culto» (que no aparece empleada jamás), «socialismo científico» (empleada solamente por oposición al socialismo utópico, que pretende atiborrar al pueblo con nuevos fantasmas cerebrales, en vez de limitar sus conocimientos al estudio del movimiento social desarrollado por el pueblo mismo; véase mi libro contra Proudhon), que se emplean constantemente en los libros y discursos de los lassalleanos y marxistas, demuestran, por sí mismas, que el llamado Estado popular no será otra cosa que el gobierno más despótico de las masas del pueblo por una nueva y muy reducida aristocracia de sabios reales o supuestos. El pueblo no es científico, lo cual quiere decir que hay que descargarlo en absoluto de los cuidados del gobierno, que hay que encerrarlo por completo en el establo gobernado. ¡Hermosa emancipación!» (págs. 279 y 280).

«Los marxistas advierten esta contradicción (!) y, dándose cuenta de que este gobierno de los sabios (quelle rêverie! [¡qué fantasía!]) sería el más insoportable, el más odioso y el más despreciable del mundo, de que, pese a todas las formas democráticas, sería una verdadera dictadura, se consuelan pensando que esta dictadura sólo será pasajera y de corta duración (non, mon cher! [¡no, amigo!]. La dominación de clase de los obreros sobre las capas del mundo viejo que ofrecen resistencia debe durar hasta que se destruya la base económica sobre que descansa la existencia de clase). Dicen que su única preocupación y su único objetivo será educar y elevar al pueblo (¡politicastro de café!), lo mismo económica que políticamente, a tal altura, que pronto no haga falta ningún gobierno y el Estado pierda todo carácter político, es decir de dominación <gospódstvuiuschi> [господствующий] у se convierta por sí mismo en una libre organización de intereses económicos y de comunas. Aquí hay una contradicción manifiesta. Si su Estado ha de ser verdaderamente popular, ¿para qué abolirlo? Y si hace falta destruirlo para liberar realmente al pueblo, ¿cómo se atreve a llamarlo popular?» (pág. 280). (Prescindiendo de la insistencia con que se refiere al Estado popular de Liebknecht, que es una majadería, esto, aplicado al «Manifiesto Comunista», etc. sólo significa: como el proletariado mientras lucha por derrocar la vieja sociedad, todavía

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Page 69: 22224251 Carl Marx y Federico Engels Sobre El Anarquismo

actúa sobre la base de esta vieja sociedad, y por tanto se mueve aún bajo formas políticas hasta cierto punto propias de ella, durante este período de lucha no ha [83] adquirido aún su organización definitiva y aplica para su emancipación medidas que después de ésta no tienen aplicación; de donde el señor Bakunin infiere que al proletariado lo valdría más no hacer nada y... esperar el día de la liquidación general: del juicio final). «Con nuestra polémica <polémika> [полемика] (polémica que naturalmente, vio la luz antes que mi libro contra Proudhon y antes que el «Manifiesto Comunista» y hasta antes de Saint-Simón) contra ellos (¡hermoso ύστερον πρότερον [consecuencia presentada como premisa]!) les hemos obligado a confesar <soznania> [сознания] que la libertad o la anarquía (el señor Bakunin no ha hecho más que traducir la anarquía de Proudhon y de Stirner al tosco idioma tártaro), es decir, la libre organización de las masas obreras de abajo arriba (¡qué majadería!) es la meta última del progreso social y que todo Estado «gosudarstvo» [государство], sin excluir el Estado popular, es un yugo, que engendra de un lado despotismo y de otro lado esclavitud» (pág. 280)

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