2005. de la cultura politica a la politica de la cultura

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2005. de La Cultura Politica a La Politica de La Cultura

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DE LA CULTURA POLÍTICA A LA CULTURA DE LA POLÍTICA Héctor Tejera Gaona*

Introducción En este artículo se pretende, por un lado, realizar un acercamiento crítico a la estrategia teórico-

metodológica del estudio de la cultura política, profundizando en algunos de sus presupuestos

con el propósito de establecer sus alcances y límites para explicar la dinámica de los vínculos

entre cultura y política. Por otro, presentar una propuesta de análisis del papel de la cultura en las

relaciones políticas, como alternativa a algunos problemas que, desde nuestra perspectiva, son

resultado de dichos presupuestos.

El análisis de la cultura política ha congregado a una amplia comunidad de científicos

sociales, y fundamentado importantes proyectos de investigación. Algunos de ellos tan

ambiciosos que sus participantes han recabado y comparado datos de más de 60 000 ciudadanos

en 7 000 ciudades (Cfr. Clark, 1998), y elaborado enunciados indudablemente sugerentes1.

Los enfoques en que se ha sustentado dicho análisis son muy diversos2, pero pueden

agruparse en dos grandes tendencias3: aquella que sigue en términos generales las propuestas de

Almond y Verba4, y la que utiliza el concepto de una forma más amplia, en la cual se incluye una

perspectiva historiográfica y socio-antropológica que abarca temas como la constitución de la

cultura nacional, el sistema político y las percepciones sobre este último5. Ambas tendencias han

1 Tenemos, por ejemplo, los veintidós enunciados sobre los cambios suscitados en la cultura política propuestos por Clark e Inglehart (1988). 2 En términos sintéticos podemos destacar las siguientes: a) la psicologista, que se ubica en el estudio de la relación entre las orientaciones individuales y los objetos políticos; b) la comprensiva, que analiza las orientaciones individuales y los comportamientos asociados a ellas; c) la durkheimiana, que se enfoca en el análisis de las normas y valores dominantes en la sociedad; d) la simbólica, que considera a la cultura política como un conjunto de símbolos que ordenan la interpretación de las relaciones políticas; y, e) la semántica, que aborda la cultura política desde el lenguaje y el discurso. Cabe precisar que muchos de sus postulados se entrecruzan y complementan en diferentes enfoques y definiciones. 3 En ambas tendencias encontramos a quienes hablan de cultura política como sinónimo de cultura cívica, al referirse a la primera como el conocimiento de los deberes y derechos ciudadanos democráticos, o de la participación política. De esta forma, por ejemplo, afirman: «El avance de la cultura política ha sido lento pero efectivo, pues poco a poco la ciudadanía no sólo conoce, sino que además se interesa y participa en los procesos políticos, ya sea a través de partidos políticos, organizaciones civiles u organizaciones no gubernamentales» (Ortega, 2000; p. 1). 4 Booth y Seligson, 1984; Clark e Ingleharth, 1998; De la Peña, 1996; Durand, 1998; Fagen y Tuhoy, 1972; Gutiérrez, 1996; Ingleharth, 1990, Kavanagh, 1985; Rose, 1985; Toledo y de la Peña, 1994; Topf, 1990, entre otros. 5 Por ejemplo, Alonso, 1996; Krotz, 1985; Loaeza, 1989; Revueltas, 1997; Winocur y Ubaldi, 1997. Por supuesto, también encontramos definiciones de cultura política que conjuntan ambas vertientes, por ejemplo Chiu (1995)

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enriquecido el estudio de la cultura política, en la medida en que se han traducido en propuestas

alternativas, pero también han generado, cuando menos, dos tipos de problemas: los relacionados

con los conflictos entre distintos paradigmas, que dificultan la comunicación entre los estudiosos

del tema, y los derivados de la instrumentación de las definiciones postuladas (Gibbins, 1991).

Por lo demás, algunas definiciones han sido enunciadas sin demostrar su capacidad hermenéutica

(Cfr. Varela, 1996), ya que no derivan en una estrategia de investigación y resultados con base

en ella; y otras están desligadas de la metodología que emplean quienes las formulan para

analizar la cultura política. Por ejemplo, con relación a esto último, Clark e Inglehart (1998)

afirman:

En contraste de quienes sugieren que la cultura política es una variable residual, nosotros reafirmamos que ella incluye los elementos quintaesenciales del sistema político —las estructuras profundas que definen las reglas básicas del juego— aquellas que si el analista puede identificar, ayudan a entender cómo y por qué los jugadores juegan como lo hacen (…) Los conceptos básicos incluyen a la cultura política, con la cual nos referimos a las reglas perdurables del juego: aquellos valores que definen fines importantes (como la igualdad) y normas más específicas concernientes a cómo deben actuarse los roles (como mayor participación ciudadana). [pp. 69-70]

Tanto desde la perspectiva de análisis cultural como de la institucional cabe mencionar lo

siguiente: concerniente al primero, aun cuando la teoría del juego implica el análisis de la

competición, los valores son estudiados por estos autores mediante encuestas6; además, los

autores no diferencian entre las reglas normativas del juego político —públicamente profesadas y

bastante vagas (honestidad, por ejemplo)— y las pragmáticas cuyo interés radica en que

imprimen su eficacia al juego político (Bailey, 1969). Asimismo, no precisan que los roles

sociales no solamente están asociados a normas, sino también a valores. En cuanto al segundo, el

enfoque institucional (North, 1995), más allá de que pueda sostenerse que las instituciones

estructuran, limitan e incentivan la conducta humana de manera formal, y que la cultura

establece los parámetros informales de acción social, el estudio de las reglas del juego implica

define en un sentido amplio a la cultura política como conocimientos, actitudes, normas, deberes y derechos, lenguaje y símbolos, y en un sentido estricto, como determinante cultural de los comportamientos políticos (121). 6 En efecto, el juego político se desarrolla en un campo político, entendiendo como tal al conjunto de actores y interrelaciones sociales que se estudian en un tiempo y espacio determinado con base en una arena, a la cual Swartz define como: «el repertorio de valores, significados y recursos» de los actores sociales ubicados en dicho campo político (Swartz, 1986; pp. 6-9).

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ubicarse en el campo de las interacciones entre actores sociales e instituciones y no (cuando

menos no únicamente), el levantamiento de una encuesta de valores7.

Sin embargo, las tendencias mencionadas usualmente se fundamentan en presupuestos

similares en cuanto al enfoque con que definen a la cultura política, sus componentes, y su papel

en el sistema político8.

Proponemos que la persistencia de dichos presupuestos proviene de que tanto Almond y

Verba como analistas posteriores no retoman críticamente algunos elementos de la antropología

culturalista norteamericana y de la perspectiva parsoniana sobre la dinámica social con base en

los cuales establecen los fundamentos del estudio de la cultura política. Que el culturalismo

antropológico y la sociología de Parsons fueran las propuestas más avanzadas en los Estados

Unidos cuando los fundadores del estudio de la cultura política formulan sus principales

planteamientos, permiten explicar este hecho. Pero que sus debilidades teóricas se transfieran a

estudios posteriores —no obstante que desde que Almond (1956) comenzó a utilizar el término

de cultura política para estudiar la relación entre cultura y sistema político recibió diversas

críticas—9, requiere de una explicación más detenida.

7 La propuesta de Durand (1998) sigue la línea institucional pero desde un enfoque racionalista —aunque matizado— ya que afirma: «Definimos a la cultura política como el conjunto de reglas que posibilitan a los actores calcular sus acciones políticas. Estas reglas no son rígidas como las reglas de un juego (por ejemplo, el ajedrez), o como si se tratara de normas prescriptivas (por ejemplo, el derecho), por el contrario, son reglas que se asemejan a una fórmula matemática que debe despejarse o calcularse, la acción política no es automática o un acto reflejo, es producto de una reflexión, de un monitoreo por parte del actor, es producto de un cálculo social o político. En la aplicación de esas reglas, en su uso, se incluyen o movilizan valores políticos, conceptualizaciones, informaciones, resultados de las experiencias participativas, evaluaciones del sistema o de partes del mismo, sentimientos y emociones que posibilitan el cálculo de la acción» [p. 15. Cursivas nuestras]. Pero Durand no explicita cuales son dichas reglas. Además, esta propuesta no parece relacionarse con la encuesta de valores cuyos resultados presenta posteriormente y que, desde nuestra perspectiva, no sustentan teórica ni metodológicamente su definición de cultura política. 8 La definición actual de la cultura política sigue en términos generales aquella formulada por Reyes del Campillo, quien nos dice: «Por cultura política hemos de entender la visión del mundo —conjunto de valores, sentimientos y opiniones relativamente estables— en torno a la realidad política de una nación. Al hablar de cultura política nos referimos, entonces, a esa síntesis heterogénea de apreciaciones subjetivas que dan cuerpo a la identidad del individuo en la colectividad y que resultan ser condicionantes del comportamiento político. Forman parte de esta cultura política, luego, las valoraciones respecto de los elementos fundamentales constitutivos de los estados nacionales y las percepciones que posibilitan la lealtad a sistemas políticos establecidos. Desde luego, estas apreciaciones están vinculadas, a pesar de su mayor solidez temporal, con la dinámica de la opinión pública, al incorporar interpretaciones de la realidad que tienden a consolidarse paulatinamente como consecuencia de tendencias generales sostenidas en la opinión pública, que adquieren arraigo al insertarse en el cotidiano colectivo. Así, aspectos como los niveles informativos y valores expresos respecto a aspectos sustantivos de la democracia, que forman parte central para la caracterización de la cultura política de una sociedad, se entrecruzan y redefinen por los patrones de opinión pública que se van presentando en coyunturas particulares (Reyes del Campillo, 1994; p. 302). 9 Kim, 1964; Lieman, 1972, entre otros. El propio Almond (1999) reconoce que «la teoría de la cultura política ha sido impugnada desde cuatro perspectivas». Menciona que estas perspectivas son las siguientes: la determinista, que

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Los presupuestos mencionados son: que la cultura política se estudia a partir de las

normas y valores hacia los objetos políticos, por un lado (Almond y Verba, 1963; p. 14), y que la

cultura política incide sobre el sistema político, por el otro. Ambos pueden considerarse como el

núcleo duro —el armazón axiomático— del enfoque con base en el cual se realizan estudios

sobre cultura política. Dichos presupuestos están asociados, especialmente en lo que se refiere a

la primera tendencia, con una estrategia específica de investigación: el estudio de los valores

políticos con base en encuestas. El empleo de esta estrategia para el estudio de la cultura política

puede considerarse más como un indicador de la importancia de los presupuestos arriba

mencionados, que una demostración de que la cultura política presenta características que la

hacen susceptible de analizarse mediante ella.

El panorama que hemos perfilado nos indica que puede ser más productivo precisar qué

es la cultura, cuál es su dinámica en el ámbito político y cómo puede emprenderse su estudio,

que proponer una nueva (otra más) definición de cultura política10. Pero esta tarea requiere, como

primer paso, desbrozar los presupuestos mencionados para, como se ha dicho, establecer sus

alcances y límites a fin de explicar la dinámica de los vínculos entre cultura y política.

1. Normas, valores y comportamiento político

El primer presupuesto, que la cultura política se estudia a partir de las normas y valores hacia los

objetos políticos11, parece tan obvio que —reiteramos— ha fundamentado la mayoría de los

estudios sobre cultura política. Su carácter axiomático se debe, principalmente, a la confluencia

de cuatro elementos: una visión mecánico-normativa de la cultura12, la tecnofilia derivada de la

visión que sobre sí misma ha generado la sociedad industrial, la influencia de la sociología

empirista norteamericana (Alexander, 1997) y el psicologismo culturalista.

considera «intrascendente»; la «estructural y económica», que afirma que los marxistas abandonaron cuando descubrieron la relativa autonomía de la política y el Estado; la que critica la separación ente actitudes políticas y comportamiento reduciendo la cultura política a sus aspectos psicológicos, a lo cual Almond responde que al separar la sicología de la conducta permite averiguar las relaciones entre ambas. Finamente, se refiere a la teoría de la elección racional en sus diversas variantes (pp. 203-205). 10 Lo cual realizaremos en los dos últimos apartados de este texto. 11 Por supuesto, este enunciado sintético retomado de Almond y Verba (1963, pp. 14-15) muestra variaciones con base en la definición que se utilice de cultura política (Rose, 1985, pp. 127-28; Kavanagh, 1985, p. 46; Pye, 1973, p. 323; Almond y Powell, 1984, p. 37; Gutiérrez, 1996, p. 43; Varela, 1996, p. 51; Krotz, 1985, p. 121; Almond y Verba, 1980, p. 29). Sin embargo, ninguna de ellas se desliga de la propuesta central en cuanto a que la cultura política es la estrategia para analizar los vínculos entre cultura y política en las sociedades contemporáneas. 12 Durkheim sustentó que la cohesión de la sociedades no industriales se fundaba en la llamada solidaridad mecánica, expresada en la similitud de las normas y valores compartidos por sus miembros (Durkheim, 1976; p. 65).

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A. Normatividad y cultura

Las raíces de la visión mecánico-normativa de la cultura provienen de cuatro vertientes: a) la

perspectiva jural —legalista—, con la que los primeros antropólogos del siglo XIX (en su

mayoría abogados) enfocaron el estudio de la cultura, otorgándole un carácter integrativo13; b) la

influencia de Durkheim en los campos de la reflexión socio-antropológica, específicamente, en la

vigencia explícita o implícita de las nociones de hecho social y de conciencia colectiva,

manifestados como un conjunto de normas y valores que rigen a la sociedad (tribal) (Tejera,

1996); c) el enfoque de la cultura como un conjunto de «pautas»14; y, d) la visión psicologista de

la acción social. Estas dos últimas vertientes asociadas al culturalismo norteamericano.

Siguiendo en mayor o menor medida las vertientes mencionadas, la cultura ha sido

concebida en los estudios de cultura política como un conjunto de normas introyectadas a los

integrantes de la sociedad a través de la educación (formal o informal), los cuales adquieren el

carácter de «pautas» sobre la acción social15.

Hemos mencionado que los fundadores del estudio de la cultura política retoman algunos

postulados de la antropología culturalista sin analizar algunas de sus implicaciones. Almond

afirma que tanto él como Verba descartaron el grueso de las categorías antropológicas para

estudiar la cultura política en las sociedades industrializadas. Pero al retomar el núcleo principal

13 Entre estos juristas o historiadores se encuentran: Edward. B. Tylor (1932-1917), Lewis H. Morgan (1818-1881), Henry Maine (1822-1888), John Lubbock (1834-1913), John McLennan (1827-1881) y Johann Jakob Bachofen (1815-1887). No obstante esta perspectiva jural será posteriormente retomada por la escuela estructural-funcionalista británica, debido a la influencia de su fundador: A. R. Radcliffe-Brown. 14 La estrategia metodológica de la corriente antropológica de cultura y personalidad se sustenta en la búsqueda de «pautas» o «patrones» culturales. Ambas, como ha planteado Herskovits (1952) tienen dos significados: «El primer significado de pauta es la “forma” que toman característicamente las instituciones de una cultura, como cuando decimos que es una pauta de nuestra cultura que las ventanas de las iglesias sean de vidrios coloreados más bien que de vidrios sin color. El segundo significado es psicológico, como cuando decimos que la pauta de conducta en las iglesias exige hablar en voz baja. Esta dual significación del concepto “pauta” es la que nos permite emplearlo de modo que podemos movernos hacia delante y hacia atrás, entre el examen de los aspectos objetivos, estructurales de la cultura, y el estudio de sus valores psicológicos» (p. 223). Sobre esta cuestión nos detendremos más adelante al referirnos a la propuesta de Almond y Verba sobre la relación entre cultura y sistema político. 15 Los fundadores de los estudios de cultura política se refieren más específicamente a Talcott Parsons como una de sus principales influencias (Almond y Verba, 1980), pero habría que tomar en cuenta que la relación entre valores como principios morales y de las normas como roles sociales, así como su efecto en la acción social provienen de dos obras fundamentales de Durkheim: Las reglas del método sociológico (1979) y Las formas elementales de la vida religiosa (1967). Recuérdese que Parsons en Toward a General Theory of Social Action, propone que los patrones culturales son componentes internalizados que orientan las acciones, patrones que constituyen —implícita o explícitamente— la base de la concepción de cultura política de Almond (Kim, 1964; p. 320).

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de la reflexión antropológica —la noción de cultura— rescatan, por decirlo así, al «niño con todo

y bañera»16.

Las objeciones de Almond en cuanto al enfoque antropológico para estudiar la cultura y

los sistemas políticos en las sociedades industrializadas se circunscriben al campo —valga la

redundancia— del campo de estudio que le adscribe: las sociedades tribales. En consonancia con

su inexacta perspectiva «tribalista»17, sostiene que esta disciplina no ha elaborado categorías

complementarias que permitan abordar la heterogeneidad de las sociedades complejas. Como

excepción se refiere a Ralph Linton (connotado representante de la escuela antropológica de

Cultura y Personalidad), de quien retoma las nociones de subcultura, rol y estatus18. Igualmente

menciona los estudios de Abraham Kardiner19 y el propio Linton, entre otros, por sus

contribuciones a la construcción de una noción «cuasiestadística» de personalidad «modal» (con

frecuencia estadística mayor). Dichas contribuciones —nos dice— no solamente corrigen la

«perspectiva homogénea propia de la antropología», también son útiles para el análisis de las

sociedades industrializadas. Pero todo lo anterior no contradice la cuestión central, que el

concepto de cultura retomado por Almond y Verba no es sujeto a una reflexión crítica y, en

consecuencia, está teñido de una perspectiva normativa y psicológica.

El carácter normativo de la cultura ha sido ampliamente rebatido. Desde los años veinte,

el propio Malinowski (1974a [1922]) advirtió sobre las tensiones existentes entre las

declaraciones normativas de los actores sociales y sus acciones reales20. A lo anterior deben

16 Lo anterior, independientemente de que Almond y Verba (1963, p. 14) sostengan que solamente retoman el concepto de cultura en uno de sus múltiples significados: como orientación psicológica hacia los objetos sociales. Dicha perspectiva de la cultura destaca el proceso de internalización de la cultura por parte de los individuos, pero lo importante a destacar es que dicha internalización —permítasenos decirlo de esta forma—, se «externaliza» en «pautas» de conducta. Este proceso de input / output no permite explicar los mecanismos del cambio sociocultural ni político. 17 Inexacta por dos razones: primera, porque los antropólogos desde los años veinte habían desechado una perspectiva homogénea de las sociedades no industriales. Véase, por ejemplo, Malinowski, 1922; Fortes y Evans-Pritchard, 1940; Gluckman, 1955; Gluckman, 1960; Leach, 1951. He citado obras clásicas publicadas, cuando menos, tres años antes de que se editara The Civic Culture. Segunda, porque muchos antropólogos, antes de que se publicara dicha obra, ya habían iniciado investigaciones urbanas y adecuado categorías de análisis para su estudio. 18 Sobre estas propuestas pueden verse: Linton, 1945 y Linton, 1973. 19 Abram Kardiner realiza estudios desde un enfoque sico-antropológico para analizar el comportamiento y cultura nacionales, enfoque que tendrá una corta popularidad durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Cfr. Kardiner, 1945. 20 Malinowski insiste en distinguir entre las declaraciones de los miembros de una sociedad sobre su conducta (que expresa las normas sociales), de sus acciones habituales. El estudio de los valores y costumbres sociales tiene que acompañarse de la recopilación de los actos de la vida cotidiana por medio de la observación participante. En este sentido, el antropólogo polaco fue un acérrimo crítico de Durkheim, para quien el comportamiento social en las sociedades tribales debía estar fuertemente regulado por las normas y costumbres. Malinowski, con los datos de las

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añadirse las advertencias en cuanto a la importancia de distinguir los esquemas referenciales a

los cuales los actores sociales aluden cuando se les inquiere sobre sus valores. En efecto, como

hace varias décadas había ya planteado Kim:

When preferential behavior exhibits certain regularities, we attribute them to values of the actors. Inquiry into the values of an actor involves inferential constructs which are not always congruous with the verbal statements made by the actor. If one studies an actor’s actual preferences among many desiderata, the actor’s values (to which any discerned regularities are attributed) may be called «operative values». When the preferences are base on the actor’s knowledge of anticipated outcome of alternative desideratum selection, the regularities may be attributed to his «conceived values». We can speak of «object values» which the actor ought to prefer or use them to refer to desiderata which are actually preferable whether or not they are preferred or conceived as preferably by the actor. [Kim, 1964; p. 329]

Lo cierto es que los procedimientos metodológicos y técnicos empleados por los

estudiosos de la cultura política siguen, por lo general, los lineamientos de la noción parsoniana

de sistema cultural21, concibiéndolo como un conjunto de patrones simbólicos de sentido y valor,

los cuales retoman del enfoque antropológico fundacional de la cultura política, considerando a

ésta como un conjunto de pautas de orientación hacia los objetos políticos; pautas marcadas por

normas y valores22.

La persistencia del presupuesto no necesariamente se ha sustentado en una reflexión

posterior23, sino en los hechos24. Reiteramos: la encuesta de valores se ha establecido como la

estrategia por excelencia para el análisis de la cultura política y la ha realimentado, ya que al

islas Trobriand, rebatió empíricamente este supuesto mostrando que las decisiones individuales también formaban parte de la vida cotidiana en dichas sociedades. 21 Al respecto, de la Peña (1996) afirma certeramente: «Cuando los politólogos pusieron de moda el concepto, lo hicieron desde una perspectiva parsoniana que postulaba una relación mecánica entre los procesos de socialización y la adquisición de valores». 22 Como afirman Almond y Verba (1963): «Aquí solamente debemos enfatizar que nosotros empleamos el concepto de cultura en uno de sus sentidos: como la orientación psicológica hacia los objetos sociales. Cuando nosotros hablamos de la cultura política de una sociedad, nos referimos al sistema político internalizado cognitivamente, en los sentimientos y las evaluaciones de la población. Las personas son adscritas en éste así como lo son en los roles no políticos del sistema social. La cultura política de una nación es la distribución particular de pautas de orientación hacia los objetos políticos entre los miembros de una nación» (pp. 14-15; cursivas nuestras). 23 Un ejemplo de la carencia de reflexión sobre dichas tensiones lo encontramos en la definición de cultura política empleada por Toledo y de la Peña (1994, p. 302). 24 Como afirma Winocur (2000): «A partir de los ochenta se ha producido en México una proliferación de estudios sobre la cultura política basados en encuestas de opinión. Muchos de estos estudios presuponen una relación directa entre la opinión expresada por el sujeto encuestado, su cultura política, y su comportamiento como actor social» (p. 2).

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utilizarla se reafirma, cuando menos implícitamente, la existencia de un vínculo entre normas,

valores y acción social; de lo contrario, ¿cuál sería el propósito de la misma?25.

B. Tecnofilia, empirismo y culturalismo

El segundo factor que ha alimentado el primer presupuesto se sustenta —como ya se ha

mencionado— en la combinación entre lo que denomino tecnofilia, el empirismo sociológico

(Alexander, 1997) y el sicologismo de la escuela de Cultura y Personalidad. Su inter-influencia

se sintetiza en el quehacer práctico de los estudios sobre cultura política.

La medición se ha convertido en una forma privilegiada de objetividad en la sociedad

industrial, y muchos científicos sociales han pretendido otorgar a las encuestas de valores y el

análisis sofisticado de sus resultados una aureola de «certeza» similar al de las ciencias «duras»

sobre el cual sustentar su eficacia discursiva. El «peso académico» de este quehacer ha actuado

en detrimento de la reflexión teórica sobre la dinámica de la cultura en el ámbito político26.

Esta situación fue perfilándose desde que iniciaron los estudios de cultura política. En

efecto, sus fundadores consideraron que las encuestas permitirían tanto conjugar las teorías sobre

el comportamiento político con la heterogeneidad de las sociedades modernas, como obtener

variables con base en las cuales construir teorías (Almond, 1980; p. 26). En esta línea, Almond

(1980) calificó a las técnicas de muestreo y los procedimientos de análisis estadístico como una

revolución en la tecnología de las ciencias sociales, la cual

Ha hecho crecientemente posible establecer patrones de interacción entre actitudes, las relaciones de las variables socio-estructurales y demográficas con las variables actitudinales, y de las relaciones actitudinales con el comportamiento social y político. Esta revolución en la tecnología de la ciencia social tiene cuatro componentes: (1) el desarrollo de métodos crecientemente precisos de muestreo, que han facilitado recabar información representativa de grandes poblaciones; (2) la creciente sofisticación de los métodos de entrevista para asegurar mayor fiabilidad de los datos derivados de estos métodos; (3) el desarrollo de las técnicas de conteo y medición, que han hecho posible ordenar y organizar respuestas en dimensiones homogéneas y vincularlas a variables teóricas; y (4) la creciente sofisticación de los métodos de inferencia y análisis

25 Cabe precisar que cuando se habla de orientaciones «normativas» nos referimos al comportamiento político y no, como lo hacen algunos autores (Cfr. Cornelius, 1980; p. 59), a la identificación con instituciones políticas. 26 Las encuestas de preferencia electoral se ubican en otro ámbito. Éstas se han convertido en un indicador cada vez más confiable de los posibles resultados de una elección. Su certeza, probablemente se deba a una mayor apertura política en México, como al hecho de que es muy distinto inquirir sobre una preferencia – especialmente en un ambiente de apertura democrática— que cuestionar sobre escalas valorativas con respecto a ciertas situaciones, muchas de ellas imaginarias.

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estadístico, pasando de la estadística descriptiva simple al análisis bivariado, multivariado, de regresión y de trayectoria causal (causal path análisis) de las relaciones entre variables contextuales, actitudinales y de comportamiento. [pp. 15-16; cursivas nuestras]

En consecuencia, al no problematizarse los alcances y límites de los estudios de la

relación entre cultura y comportamiento político, y circunscribir la mayor parte del esfuerzo a la

recopilación y procesamiento de los datos obtenidos, se generó una situación peculiar: la

presencia de una extensa literatura sobre cultura política sustentada en correlaciones

estadísticamente significativas de variables; pero la cual no verifica si dichas variables tienen,

por decirlo en los mismos términos, una correlación significativa con el comportamiento político

de los actores sociales.

La cuestión de la verificación no es un asunto menor. Como Meyer (1983) nos hace

notar:

No hay una sola definición de cultura (política) en que todos puedan estar de acuerdo. No hay categorías clasificatorias universalmente aceptadas por todos como las más útiles; y las diversas relaciones causales proporcionadas como explicaciones del fenómeno cultural pueden ser plausibles, pero permanecen inverificables. [p. 13]

Es cierto que la mayoría de los estudios sobre cultura política se efectúan con base en

muestreos y que los mismos pueden ser estadísticamente impecables; pero la cuestión es que: a)

se obtienen mediante procedimientos que solamente pueden constatar cambios culturales al

compararse aquellos realizados en diferentes momentos27, pero los cuales no explican la

dinámica de dichos cambios28; b) proponen generalizaciones que pueden aplicarse a diferentes

casos, pero que difícilmente explican alguno29; c) las generalizaciones se sustentan en el tamaño

de la muestra y la fuerza estadística de las correlaciones elaboradas con base en ella30.

27 Por ejemplo, la Eurobarometer Series, aplicada cada seis meses aproximadamente desde 1973 hasta la actualidad; o la Word Values Survey realizada en 1981 y 1990, entre otras. 28 Por lo demás, esta imposibilidad de explicar el cambio cultural no es solamente resultado de las técnicas empleadas, sino del énfasis en los elementos normativos de la cultura. Dicho énfasis deriva en una visión estática de la cultura que impide explicar sus transformaciones más que como resultado de procesos exógenos a la misma. Consideramos que esta imposibilidad ha llevado a algunos autores a considerarla como una «variable dependiente». Pero catalogarla como tal tampoco resuelve el problema de fondo. 29 Por ejemplo, enunciados tales como: «Mientras más profesionalizado y burocratizado sea un Estado de bienestar, los criterios políticos probablemente prevalecerán en la política clientelar o personalista»; o como este otro:

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En consecuencia, los procedimientos empleados (en el mejor de los casos, la correlación

de variables, el análisis bivariado o multivariado, el de regresión y el de trayectoria causal —

causal path análisis—) (Cramer, 1998), convierten las propuestas sobre la cultura política,

parafraseando a Meyer, en postulados plausibles pero inverificables, lo que ubica la eficacia

hermenéutica del estudio de la cultura política en particular, y de la teoría empírica de la

democracia en general, en una embarazosa situación31.

Tenemos además tres cuestiones que refuerzan la estrategia con la cual se aborda el

análisis de la dimensión política de la cultura: por un lado, una visión descriptiva de la cultura

(Thompson, 1993; p. 141); por otro, el enfoque sico-antropológico con que indirectamente se le

aborda y, finalmente, el estatuto analítico particular que se otorga a la cultura.

En cuanto a la primera cuestión, la cultura política se aborda teórica y prácticamente

como un conjunto de creencias, costumbres, ideas y valores relacionado con los objetos o ámbito

político, pero descontextuados. Cabe recordar que los valores son referentes muy vagos (o en

todo caso situacionales) sobre ciertos principios generales de la vida social, que se expresan en

comportamientos políticos bajo contextos sociales determinados, donde tanto las prácticas y

discursos sustentados en dichos valores, como los valores mismos, son reorganizados,

reformulados e inventados.

«Mientras más importante son los medios de comunicación masivos, menos importantes son los patrones clientelares» (Cfr. Clark e Inglehart, 1998; pp. 63-64). 30 Indistintamente de que la cultura sea tratada como una variable independiente, o como «una llave dependiente más que una variable independiente» (Clark e Inglehart, 1998; p. 70). 31 Un buen ejemplo de la teoría empírica de la democracia lo encontramos en la siguiente reflexión: «Un nivel determinado de desarrollo económico en una nación se relaciona íntimamente con el conjunto de características conocidas como “cultura cívica” (aun cuando las analogías con la categoría de Almond y Verba) (sic). Este conjunto de signos de cultura política se midió mediante tres indicadores: 1) Confianza impersonal, 2) Satisfacción en la vida 3) Apoyo al cambio revolucionario. El último ha sido correlacionado negativamente con la “cultura cívica”. Estas tres variables son indicadores adecuados de la dimensión cultural, con el segundo y tercer indicador se demuestra casi una correlación idéntica. A pesar de que la satisfacción ante la vida no guarda una relación evidente con la política y el apoyo al cambio revolucionario sí la tiene. Las últimas versiones del modelo incluyen también un cuarto indicador de la cultura cívica: la conformidad con el grado de eficiencia democrática nacional. Considerada en nuestro contexto, esta variable hace mayor referencia a las instituciones democráticas, además de que manifiesta una gran cantidad de fluctuaciones a corto plazo. Esta variable parece ser un mejor indicador de la popularidad de un gobierno en un momento dado, que del apoyo a la democracia en el largo plazo. Aunque tiene una correlación significativa con la dimensión de la cultura cívica (r = 0.54), nuestra variable la capta en menor grado que los otros tres indicadores. Lo mismo se aplica a la evolución de una controversia política: dado el reducido número de casos utilizados, yo obtengo una caracterización mejor del modelo al omitir estas variables. Esta cultura cívica, basada en los tres indicadores, indica una fuerte relación con el número de años que las instituciones democráticas tienen de funcionar en una sociedad dada: el coeficiente de regresión es de 0.74, controlado para los efectos de la estructura social. Esto sugiere que más de la mitad de las variaciones detectadas en la persistencia de las instituciones democráticas pueden atribuirse a los efectos de la cultura política por sí misma» (Inglehart, 1990; p. 95).

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Por lo que se refiere a la segunda cuestión, la perspectiva sicológica de la cultura, si bien

ésta no es compartida en sus fundamentos por muchos de quienes se dedican al análisis de la

cultura política, ella no ha dejado de tener influencia en la estrategia con la cual la analizan.

Dicha perspectiva se configura con base en la lectura de algunos textos de la escuela de cultura y

personalidad, por parte de los iniciadores del estudio de la cultura política32. Además de Linton,

es clara la influencia de Ruth Benedict33, Margaret Mead, Bronislaw Malinowski34 y Harold

Lasswell35. Todos ellos seguidores de la perspectiva sico-antropológica cuya influencia, en la

visión con la cual se analiza la cultura política, reconoce el propio Almond36. Dicha perspectiva

se sustenta en el proceso de endoculturación37, donde la cultura se considera como un conjunto

de percepciones, sentimientos y evaluaciones internalizados por los individuos, y con base en los

cuales «pautan» su comportamiento social. Estos elementos se obtienen con base en una

estrategia de estudio de la cultura sustentada en el individuo. El behaviorismo es uno de los

aspectos más débiles del culturalismo norteamericano, pero ha influido en el enfoque con el cual

se aborda el estudio de la cultura política.

32 Como los propios autores lo reconocen: «El presente trabajo ha sido influenciado, específicamente, por la “cultura/personalidad” o “enfoque psicocultural” con relación al estudio de los fenómenos políticos» (Almond y Verba, 1963; p. 13). 33 Ruth Benedict puede considerarse como la iniciadora de los estudios de sicología cultural, mediante los cuales pretende establecer las relaciones entre cultura y personalidad. Si bien es cierto que realiza descripciones pormenorizadas de la personalidad cultural, la relación entre individuo y sociedad se mantiene indeterminada al no explicar cómo se originan las configuraciones culturales. En otras palabras, cómo se generan los cambios culturales y el papel de la dinámica social en dichos cambios, lo que, evidentemente, es fundamental si se quieren estudiar los procesos políticos. 34 Como se sabe, usualmente Malinowski es asociado a la escuela funcionalista británica; sin embargo, su preocupación teórica por el individuo y su sicología lo acercan en muchos aspectos al culturalismo norteamericano. 35 Menos conocido, Almond considera importante la influencia a Lasswell (Almond y Verba, 1963; p. 11). , quien postula que la ciencia política se caracteriza por el estudio de los cambios en la distribución de las configuraciones valorativas en una sociedad. Define los valores como metas deseadas y al poder como la participación en las decisiones. Su texto más importante, debido a que emplea las nociones de persona, personalidad, grupo y cultura es el publicado en conjunto con Abraham Kaplan, Power and society; a framework for political inquirí. London. Routledge & K. Paul. 1952. Este texto es el empleado en The Civic Culture Posteriormente, Almond (1980, p. 29) hace referencia a otro texto de Lasswell: Psychopatology and Politics. 36 Los autores a los que Almond refiere como influencia para elaborar la noción de cultura política indican su visión de la antropología y la cultura: Bronislaw Malinowski, Sex and repression in Savage Society; Margaret Mead, Coming of Age in Samoa; Ruth Benedict, Patterns of Culture. 37 Margaret Mead estudia la transmisión de costumbres, normas y valores al seno de una cultura bajo la noción de endoculturación. Sostendrá que los elementos principales en la formación de la personalidad cultural son la empatía, la identificación y la imitación, los cuales actúan constantemente durante la vivencia cotidiana de los integrantes de una cultura (Mead, 1961; Mead, 1963). La influencia de esta noción en los estudios sobre la cultura política es evidente cuando Almond se refiere a la socialización política refiriéndose a la misma como: «el proceso de inducción en la cultura política». Su producto final es un conjunto de actitudes hacia el sistema político (Almond y Coleman, 1960; pp. 27-28).

255

Además de la tautología que implica explicar al individuo a partir de la cultura y a la

cultura con base en el individuo, el hecho es que la cultura no se configura a partir de la suma de

las características individuales, ni su dinámica se explica a través de la manipulación estadística

de las «variables culturales». Pero el problema de explicar a la sociedad (o a la cultura) con base

en el estudio de componentes culturales individuales ha sido también relegado en la práctica en

los estudios de cultura política. Éstos parecen seguir la propuesta de Almond y Verba (1964, p.

14), en cuanto a que dichos componentes permiten estudiar la cultura política estableciendo

relaciones hipotéticas entre ellos, las cuales pueden ser comprobadas «empíricamente». Al

respecto, la comprobación empírica refiere al establecimiento de correlaciones estadísticas entre

dichos componentes (variables culturales) o, en términos más generales, a la concomitancia entre

«tipos de cultura política» y «tipos de sistema político».

La perspectiva tipológica de la cultura proviene del fundador del culturalismo, Franz

Boas, quien propuso clasificar las culturas para establecer sus similitudes y diferencias38. Podría

sostenerse que la estrategia tipológica de Almond y Verba sobre la cultura política proviene de

Weber. Sin embargo, la influencia antropológica parece más importante si se considera que, en

sentido estricto, las tipologías weberianas son «ideales» y se configuran como una estrategia

hermenéutica, mientras que la influencia de la propuesta de Linton en cuanto a la presencia de

«subculturas» en la sociedad urbano-industrial parece haber sido decisiva.

Las tipologías para caracterizar a la cultura política pueden considerarse un recurso de

clasificación de tendencias generales. Pero el problema de fondo proviene de lo ya expuesto, en

cuanto a la estrategia de investigación de la cultura con base en el estudio de los individuos. Las

tipologías resultan de la construcción de agregados de características similares en los valores

expresados en situaciones descontextuadas por individuos aislados, ante lo cual reiteramos: la

suma de los valores individuales no se traduce en una explicación de lo cultural y, por ende, de la

dinámica de la cultura política.

Por lo que se refiere a la tercera cuestión, el estatuto analítico de la cultura, si

concedemos en aceptar la existencia de una cultura particular (la política), su especificidad no

debiera en todo caso restringirse a su carácter referencial (los objetos, sistema o relaciones

38 Cabe precisar, sin embargo, que, dado que el culturalismo boasiano insistió en que cada cultura solamente podría comprenderse a partir de sus contenidos propios, la comparación entre diversas culturas no fue precisamente una estrategia analítica que haya caracterizado a la antropología norteamericana durante la primera mitad del siglo XX.

256

políticas)39. Sería necesario ampliar dicha especificidad para incluir en ella las particularidades

de la relación entre actores políticos y la cultura. En otros términos, considerar que la cultura no

es solamente un conjunto de «ideas» sobre diferentes aspectos (entre ellos lo político), sino

tomar en cuenta que lo político es un ámbito específico de las relaciones sociales en el cual la

cultura adquiere características particulares. Sobre esto abundaremos más adelante.

2. Cultura política y sistema político

En cuanto al segundo presupuesto, el de la relación entre cultura política y sistema político, todo

parece indicar que no se ha resuelto aún cuál es el carácter de dicha relación. Como ha afirmado

Pateman (1980):

No obstante las afirmaciones de los teóricos empíricos, ellos no han producido un recuento convincente de las relaciones entre los patrones de actitudes y actividades mostrados en sus hallazgos y la estructura política de las democracias liberales. [p. 58]

En efecto, los estudios sobre la cultura política no han logrado establecer su incidencia en

el sistema político, y tampoco la inversa, cómo el sistema político configura a la cultura política.

El presupuesto de que la influencia de la cultura política en el sistema político se realiza a

través de la cultura cívica se sustenta en la participación. Como se sabe, Almond y Verba (1963,

p. 31) sostuvieron que «la cultura cívica es una cultura política participante donde la cultura

política y la estructura política son congruentes»; por tanto, que la participación influye sobre el

sistema político, ya que su presencia o ausencia marca las posibilidades u obstáculos para la

instauración o permanencia de un régimen democrático.

En términos más generales, la propuesta es que el comportamiento político incide sobre la

posibilidad de existencia de un sistema político democrático o autoritario, ya que actúa sobre los

inputs y outputs entre el sistema político y la forma en que se actúan los roles sociales40.

39 De lo contrario el quehacer de la investigación sobre la cultura se restringiría a elaborar tantas tipologías de culturas como ámbitos sociales podamos diferenciar. Podríamos así hablar —como en efecto se ha hecho— de «cultura familiar», de «cultura escolar», de «cultura del trabajo», entre otras muchas. 40 Cabe mencionar que con posterioridad a la publicación de The Civic Culture, (Verba, 1978) define la participación política en los siguientes términos: «Nos referimos a aquellas actividades legales de los ciudadanos privados que están más o menos enfocadas a influir en la selección del personal de gobierno y/o con las acciones que éste realice» (p. 46). A partir de esta definición, circunscribe la participación política a participar en procesos electorales, en campañas políticas, en actividades comunitarias y los contactos entre ciudadanos y agentes gubernamentales para cuestiones particulares.

257

Aceptando este presupuesto sin conceder que sea correcto, el mismo no se ha fundamentado

debido a que, sencillamente, no se ha explicado cómo se establece dicha relación.

Al respecto, si bien no es incorrecto, tampoco es suficiente sostener, por ejemplo, que los

comicios tienen efecto en el sistema político, y que los mismos implican la participación

(McCann, 1997); tampoco lo es sostener que la participación está sujeta a su mayor o menor

eficacia en el ámbito de las relaciones políticas (Lipset, 1993; p. 155); o que las transformaciones

en la cultura política han provocado una menor participación ciudadana en los asuntos políticos,

lo que dificulta establecer las relaciones entre cultura y política (Giddens, 1994; Inglehart, 1997;

Inglehart, 1977; Inglehart, 1990; Clark, 1998). No es suficiente en la medida en que se requiere

sustentar cómo se articulan la cultura, el comportamiento político y el sistema político.

La explicación de los vínculos entre cultura política y sistema político ha sido difícil de

construir, porque el presupuesto tiene problemas de origen. En efecto, la estrategia explicativa

para correlacionar la cultura política con el sistema político se sustenta —como ya hemos

mencionado someramente— en relaciones tipológicas y concomitantes entre cierto tipo de

sistema político y determinado tipo de valores y percepciones41. Dichas relaciones asociativas

(autoritarismo/cultura súbdito y democracia/cultura participativa)42, tienden a ser azarosas y de

causalidad débil. En consecuencia están sujetas a que investigaciones realizadas bajo

procedimientos similares obtengan resultados y conclusiones distintas. Tal es el caso de las

discrepancias entre la cultura política de los mexicanos y su sistema político, que a veinte años

de la primera edición de The Civic Culture, llevó a Booth y Seligson (1984) a reconocer que:

41 Como se sabe, fue Durkheim (1979) el primero en utilizar las variaciones concomitantes como una estrategia de análisis sociológico en su estudio sobre el suicidio. El sociólogo afirmaba: «sólo tenemos un medio para demostrar que un fenómeno es causa de otro, y consiste en comparar los casos en que se presentan o faltan simultáneamente, y establecer si las variaciones que se exhiben en estas combinaciones atestiguan que uno depende del otro» (p. 98). 42 Partiendo de esta premisa general, el estudio de la cultura cívica explica, supuestamente, la relación entre actitudes y comportamiento de los individuos y las características del sistema político. Como lo expresan claramente los autores: «al moverse constantemente de las características del sistema político a las frecuencias de actitudes particulares en el sistema, a las pautas de los miembros individuales del sistema, uno puede esperar desarrollar hipótesis plausibles, verificables (y, quizá, de forma preliminar, verificadas) acerca de la relación entre lo que nosotros denominamos como cultura política y el funcionamiento de los sistemas políticos.» (Almond y Verba, 1963; pp. 43-44). La cultura política «súbdito» se pretende asociar con la presencia del autoritarismo, mientras que la cultura política de corte «cívico» con la instauración o presencia de gobiernos democráticos. (Cf. Banton, 1972; Booth y Seligson, 1984; Cornelius, 1984; Moore, 1973; Seda, 1969).

258

Aun cuando se acepte la primera visión del vínculo causal directo o la visión relajada de Almond43, la cultura y estructura aparecen inextricablemente relacionadas para los estudiosos de la cultura política. Nuestro análisis ha fallado en cubrir dicha relación y esto puede poner en duda la teoría. Esto es, nuestros datos muestran una vasta cultura política democrática al seno de un régimen político esencialmente autoritario; y es difícil de entender cómo uno puede ser causa del otro o cómo ambos pueden estar mutuamente interactuando. Admitámoslo, los datos que hemos presentado están limitados a un solo país, y la muestra no refleja el total de la población. Sin embargo, creemos que los hallazgos son lo suficientemente claros como para requerir que los expliquemos. Nuestros datos sugieren que uno no puede explicar la naturaleza autoritaria del sistema político mexicano como consecuencia de una cultura política masivamente autoritaria. Si nuestros datos reflejan en lo general el conjunto de la población mexicana, podemos concluir que los mexicanos apoyan fuertemente las libertades democráticas, un patrón muy lejos de la cultura política autoritaria que nosotros creíamos que existía en México. [p. 118, cursivas nuestras]

Los desajustes entre cierto tipo de cultura política y determinado sistema político han

puesto en una encrucijada a quienes se adscriben al presupuesto de que existe relación entre uno

y otro44. Igualmente, a quienes, al encontrar discrepancias entre ambos utilizan, por ejemplo, la

presencia de una cultura democrática como sustento para explicar el cambio de un sistema con

rasgos autoritarios hacia otro con elementos democráticos. Permítasenos, como ejemplo, citar

extensamente a Loaeza (1989) cuando establece la relación entre cultura política y reformas

electorales. Afirma:

Probablemente uno de los rasgos más notables de la cultura política mexicana sea la persistencia del ideal democrático. Esta persistencia explicaría el éxito relativo del reformismo electoral con el que el Estado Mexicano ha pretendido enfrentar los problemas de la pluralización social, la creencia de que las instituciones políticas vigentes en México son potencialmente democráticas, fundamenta y da sentido a la solución reformista mexicana que atribuye a las elecciones una fuerza didáctica suficiente para transformar el sistema a largo plazo. El primer paso en la vía reformista lo dio el sistema en 1963 cuando se crearon las diputaciones de partido. La medida respondía a las fuertes presiones que los grupos empresariales habían ejercido sobre el gobierno de Adolfo

43 Booth y Seligson se refieren a la siguiente afirmación de Almond (1983): «la relación entre estructura política y cultura es interactiva; no pueden explicarse las propensiones culturales sin hacer referencia a la experiencia histórica y las limitaciones y oportunidades estructurales contemporáneas; y ello, por su lado, establece un conjunto de patrones actitudinales que tienden a persistir en alguna forma y grado y por un significativo periodo de tiempo, a pesar de los esfuerzos por transformarlos» (p. 127). 44 Es posible observar que los ciudadanos se suscriben declarativamente a principios democráticos y, al mismo tiempo, aceptan un sistema autoritario por omisión. Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en el estudio realizado por Michael Mann entre la clase obrera en Inglaterra, donde encuentra que ésta muestra la tendencia a aceptar el statu quo por razones pragmáticas, más allá de la convicción y conocimiento sobre sus derechos sociales y laborales. (Cfr. Anderson, 1990)

259

López Mateos para ampliar su influencia política. Pero también perseguía el lejano objetivo de enseñar a los ciudadanos a canalizar sus demandas por la vía partidista. Las elecciones debían servir al Estado para «otorgar» democracia a la sociedad, evitando una ruptura, tal vez incontrolable, en el interior del sistema. Tan así es, que cuando la XLV Legislatura votó la reforma de la representación proporcional, la presentó como una medida transitoria que automáticamente dejaría de ser operativa cuando los partidos minoritarios obtuvieran más de diez diputados de mayoría. Las reformas políticas de 1973 y 1977 intentaron igualmente ampliar los márgenes de tolerancia del sistema mediante el fortalecimiento de los partidos de oposición y la canalización electoral de protestas y demandas que pudieran ser disruptivas. En ambos casos se trataba de salvar las diferencias entre ciertos grupos sociales y el gobierno. Sin embargo, también se fue fortaleciendo la idea de que las modificaciones en los procedimientos electorales eran una vía apropiada para lograr el cambio político ordenado. La «democracia otorgada» a través del reformismo electoral, permitiría mantener un Estado fuerte al tiempo que se desarrollaba un pluripartidismo controlado. Se reconocerían los fraccionamientos internos de la sociedad, sin renunciar al principio autoritario de exclusión de las oposiciones indeseables: sin romper violentamente con el régimen anterior, se pretendía transferir el núcleo legitimador de las instituciones vigentes de la economía a la política. [pp. 80-81; cursivas nuestras]

Como se desprende de esta cita, la autora no vincula su primera afirmación en cuanto a la

relación entre ideales democráticos y reformas electorales, con su recuento posterior sobre las

reformas electorales. Éste es, desde nuestra perspectiva, un ejemplo característico de cómo la

relación entre cultura política y democracia, o entre cultura política y sistema político es

usualmente un supuesto no demostrado. Quizás ello haya llevado a Loaeza a sostener que la

categoría de cultura política es más descriptiva que explicativa (Loaeza, 1989; p. 100).

A pesar de todo lo anterior, la reflexión sobre la capacidad hermenéutica de la estrategia

de estudio sobre las relaciones entre cultura y política no ha abordado críticamente las tensiones

entre las declaraciones verbales sobre normas y valores y el comportamiento político, y las

discrepancias entre los contenidos de la cultura política y el sistema político.

Si los valores y normas que se obtienen por medio de las encuestas de valores no se

corresponden con la acción política resulta inevitable preguntarse: ¿por qué se continúan

utilizando? Además, si la relación entre dichas normas y valores (que supuestamente configuran

el comportamiento político) con el sistema político tampoco ha sido claramente establecida,

¿cuál sería entonces el sentido de continuar estudiando los vínculos entre cultura y política a

partir de estos supuestos?

260

Es pertinente precisar que en las páginas anteriores nos hemos referido a las encuestas y

al análisis estadístico como un factor que ha contribuido a soslayar el análisis de los presupuestos

mencionados. Pero el problema principal no es técnico-metodológico; de ser así, el empleo de

otros recursos como son las entrevistas o la observación participante (Gutiérrez y Delgado,

1995), entre otros, resolvería la cuestión. Sin embargo, nada más alejado del meollo de la

cuestión.

Aquellos investigadores que, retomando la noción de cultura política, han utilizado otros

procedimientos para analizarla, también se han enfrentado con problemas. Por ejemplo, el

destacado antropólogo Guillermo de la Peña (1996) emplea la estrategia de los tipos ideales para

estudiar la cultura política de los sectores populares de Guadalajara, Jalisco, con base en

entrevistas. Sin embargo, como él mismo reconoce de su experiencia:

los valores proclamados en los distintos modelos —aunque resulten contradictorios entre sí— a menudo se combinan en el discurso de un mismo informante. [p. 85]

Esta reflexión es muy sugerente porque lleva a preguntarnos: ¿cuáles de estos valores

inciden en el comportamiento político?; además muestra dos cuestiones: primera, que la cultura,

en la práctica, no es una entidad homogénea e integrada, incluso en una misma persona; segunda,

las limitaciones de la perspectiva tipológica y normativa para el estudio de la cultura política.

Con base en todo lo anterior, es posible sostener que el aspecto central de las limitaciones del

enfoque de la cultura política estriba en el carácter que asigna a la cultura y, como consecuencia,

a la forma de abordar su estudio.

3. De la «cultura política» a la «cultura de la política»

Para salvar los problemas de la noción de «cultura política» arriba planteados, consideramos más

productivo distanciarnos de los estudios de cultura política que pretenden establecer, por un lado,

las normas, valores u orientaciones hacia los objetos políticos y, por otro, los rasgos

democráticos o autoritarios de un sistema político con base en determinadas características de la

cultura política. De esta forma, la labor no radicaría en la construcción de un nuevo concepto de

cultura política, sino en abordar la relación entre cultura y política desde otra perspectiva.

Proponemos, por tanto, abordar el campo problemático de las relaciones entre cultura y

política, no con base en la cultura política, sino a partir de lo que denominamos la cultura de la

261

política. La cuestión no es solamente semántica. Pensamos que puede resultar más pertinente

para entender la relación entre cultura y política abordar la dinámica cultural en el ámbito de la

política: donde la acción cultural es empleada para validar «una postura deliberada ante el

mundo» la cual otorga sentido al mundo y las acciones frente a éste con base en valores

significativos (Weber, 1949; pp. 79-81). Pero la propuesta requiere sustentarse.

Hemos dicho que para abordar la relación entre cultura y política se requiere precisar qué

es la cultura, cuál es su dinámica en el ámbito político y cómo puede emprenderse su estudio.

En primer lugar, partimos de que en la cultura de la política, es la Cultura (con

mayúsculas), la que actúa en el ámbito de las relaciones políticas, lo que se contrapone con la

perspectiva de la «cultura política» que alude a «una parte de la cultura». En efecto, sostenemos

que la Cultura se manifiesta de forma específica en contextos particulares, lo cual es muy distinto

a construir conceptualmente una cultura específica (la «cultura política») con la cual pretender

explicar relaciones sociales particulares (las relaciones políticas). Desde esta perspectiva,

podemos decir que en lo que usualmente se ha definido como «cultura política» hay más cultura

que política, debido a que la cultura es una estructuración específica de valores, normas y

percepciones sociales resultado de relaciones políticas, de las relaciones de poder puestas en

juego en una sociedad determinada.

No es un asunto menor recordar que la Cultura es un fenómeno político. Si ello se ha

soslayado se debe, a nuestro parecer, a que la noción normativa de cultura ha difuminado el

hecho de que la cultura es producida, y a la vez reproduce, las relaciones sociales. En otros

términos, si la cultura es política, se debe a que diferentes fuerzas sociales pretenden establecer

los significados de las relaciones sociales dominantes. Lo anterior nos lleva al campo de la

construcción de la hegemonía45 y el consenso; pero también a cómo abordar las particularidades

de la cultura en la esfera política. Como ha planteado Dagnino (1998):

Si la concepción de cultura como la atribución de significados incrustados en todas las prácticas sociales ha sido establecida en el campo de la antropología, lo que la teoría de la hegemonía trae a la luz es el hecho de que esta atribución de significados tiene lugar en un contexto caracterizado por el conflicto y las relaciones de poder. En este sentido, la lucha sobre los significados y quien tiene el poder de atribuirlos no solamente es una lucha política en sí misma, sino también inherente y constitutiva a todas las políticas. [p. 43]

45 Siguiendo la posición de los Comaroff (1992), entendemos hegemonía como «esa parte de ideología dominante que se ha naturalizado, y ha ideado un mundo tangible a su imagen» (p. 29).

262

No todos los elementos de la cultura se encuentran en debate en la esfera política, pues

ello depende de la configuración particular de las tensiones sociales, aunque este hecho no

invalida sostener que toda la cultura es política. La asignación de significados es un fenómeno

político, pero ello no implica que todos los significados sean objeto de debate político.

En segundo lugar, no enfocamos la relación entre cultura y política desde una perspectiva

ya sea causal directa o «relajada», sino que proponemos que dicha relación es interactiva46. Ello

implica que tanto la cultura como las relaciones políticas se reconfiguran y modifican cuando

ambas se interrelacionan y que, como consecuencia, se generan nuevos fenómenos culturales y,

por tanto, nuevas formas de hacer y pensar lo político.

El carácter interactivo de la relación entre cultura y política proviene de una

particularidad de las relaciones políticas: que éstas son expresiones peculiares de la cultura

cuando ella actúa en el ámbito de las relaciones de poder. Estas expresiones se generan y son

motivadas por el contenido singular de las negociaciones y enfrentamientos políticos: el interés

de los sujetos sociales por modificar su entorno, debido a la presencia de —parafraseando

nuevamente a Weber— valores significativos y podríamos añadir, sustanciales, los cuales actúan

en la esfera política: la posibilidad y la utopía. Como ha sostenido Jorge Alonso (1996): «La

cultura política se mueve entre lo que existe y lo que se quiere que exista» (p. 193)47. Aunque

correcta, esta afirmación requiere exponer los mecanismos mediante los cuales los sujetos

sociales intentan transformar lo existente en algo nuevo. Si bien, en un primer acercamiento

puede afirmarse que la acción política es aquella que puede generar los procesos de

transformación social, lo cierto es que la misma no despeja la incógnita central: cómo actúa la

cultura en la acción política.

En tercer lugar, y con base en lo arriba expuesto, proponemos que la cultura, en el ámbito

político, se reconfigura con base en la reorganización de sus referentes. Dichos referentes son

46 Sin embargo, no estamos proponiendo que se considere la relación entre los elementos subjetivos (la cultura política) y los objetivos (las condicionantes socio-económicas) a la manera en que lo plantean Craig y Cornelius. Finalmente ambos autores se mantienen en la perspectiva del análisis tradicional de la cultura política pero reformada. (Cfr. Rosales Ayala, xxx; pp. 31-32) 47 En este sentido, rescatamos aquí la propuesta de Esteban Krotz (1997) en cuanto a que una de las dimensiones sustanciales de la cultura es la utopía, ya que: «Hay que insistir en que la sociedad plenamente humana como resultado del proceso del mundo nunca está garantizada; se trata sólo de una tendencia de la materia, cuya realización necesita de la intervención activa del sujeto de la historia humana, o sea, de la humanidad misma. Una de las grandes dificultades a las que esta intervención se enfrenta es que no hay imagen unívoca de este futuro, que no hay modelo del futuro a seguir» (p. 45).

263

retomados y resignificados por los sujetos sociales con la finalidad de alcanzar sus propósitos en

el campo de la negociación y el enfrentamiento políticos.

Tanto las narraciones —los discursos— como las prácticas políticas, cuando son eficaces

sobre los imaginarios colectivos, pueden reforzar las identidades sociopolíticas o propiciar la

construcción de nuevas identidades. Se requiere que ellas logren establecer nuevas fronteras de

significado (Bourdieu, 1987) y, si esto ocurre, se incrementa su eficacia política. Esta

característica de la cultura en el ámbito político la denominamos objetivación, y proponemos que

ella es la dinámica central de la cultura de la política.

En beneficio de la precisión definimos como objetivación al proceso por el cual un

individuo o grupo social enfatiza, exagera o inventa ciertos aspectos de su identidad, vida

cotidiana, entorno social, convicciones y creencias o interpretaciones sobre la historia nacional,

entre otros, con el propósito de influir en la esfera política.

En otros términos, la objetivación refiere al proceso de selección, resignificación e

invención de contenidos culturales, los cuales son empleados para sancionar posiciones y

estrategias en la esfera política. Sus contenidos se expresan tanto en discursos como en cuanto a

la forma en que se estructuran ciertas prácticas en el ámbito de las relaciones políticas.

La objetivación estructura el campo cultural en el cual se disputa el control sobre bienes y

recursos (materiales y simbólicos), o la posibilidad de acceder a ellos. Obviamente, la

objetivación no define por sí misma la correlación de fuerzas en el enfrentamiento político, ya

que dicha correlación incluye otros aspectos como el poder que detenta cada grupo en cierta

coyuntura48.

En cuarto lugar, la propuesta que realizamos rescata el carácter dinámico de la cultura en

el ámbito político. En efecto, la objetivación es el proceso mediante el cual se generan las

continuas transformaciones en la relación entre cultura y política. Si bien, ciertamente, esta

característica de la cultura no es exclusiva del ámbito político, en éste su expresión es más

evidente a causa del interés de los sujetos sociales por alcanzar sus objetivos; al ubicarse en el

proceso, parafraseando nuevamente a Alonso, de «lo que existe y lo que se quiere que exista».

48 Como ha planteado Tiffany (1979): «The presence of power in a social unity is indicated by a range o factors. A crude measure might be obtained form the size of memberships, although is also necessary to consider material, technical, financial, and other resources available to the group» (p. 73).

264

4. El enfoque de la cultura de la política

Ahora bien, distanciarnos del enfoque de la cultura política no significa que los problemas que ha

abordado sean desechados; por el contrario, la capacidad hermenéutica de nuestra propuesta debe

radicar en proponer alternativas que permitan salvar los problemas que dicho enfoque ha

enfrentado. Cabe entonces recordar someramente los principales que hemos mencionado: a) las

tensiones entre la perspectiva normativa y la acción social; b) la relación entre cultura política y

sistema político y las disonancias entre democracia y autoritarismo; y, c) la insuficiencia en el

enfoque metodológico para abordar la relación entre cultura y política.

En cuanto al primero de ellos, el que alude a las tensiones entre normas, valores y acción

social, ellas son inherentes a la vida social y, por tanto, se requiere abordar la relación entre

cultura y política de una forma diferente. Al respecto, la propuesta de la objetivación como

núcleo analítico pretende conjugar tanto la capacidad de re-simbolización humana, con la

práctica política; en otros términos, a la cultura con las relaciones políticas, con la finalidad de

explicar tanto la dinámica de la cultura en el ámbito político, como las transformaciones en las

prácticas políticas y, eventualmente, en el sistema político.

Sin embargo, cabe distinguir dos niveles en nuestra propuesta: el primero, el de la

objetivación, la cual genera acciones discursivas o prácticas de carácter novedoso que podrían,

desde la perspectiva de la cultura política, confundirse con una «nueva cultura política», pero que

no es pertinente considerar como transformaciones culturales a priori, sino cuando se cristalicen

en las relaciones políticas. Esto sucede cuando son eficaces en las relaciones políticas, e inciden

en ellas de manera reiterada convirtiéndose, en consecuencia, en reglas pragmáticas las cuales,

como plantea Nicholas (1968):

Are statements about effective action that are in the testing process. A skillful politician may be constantly searching for untried strategies that give him an advantage over opponents or that reduce the expenditure of his power necessary to accomplish a given objective. When a new method is found effective it becomes part of the common store of information on political procedures. An ineffective method may never again be employed, so that it appears only a single political event. In other words, a pragmatic rule that is tested and found effective is translated into oral principle o jural rule and begins to support and restore new forms of social relationship with it is connected. [p. 305]

El segundo nivel es el propiamente cultural, el cual se expresa a través de normas y

valores que predisponen hacia ciertos comportamientos asociados a las relaciones políticas.

265

Como hemos mencionado anteriormente, no todos los significados son necesariamente sujetos de

debate político y, en este sentido, no todos ellos entran en el campo de la objetivación.

El segundo presupuesto que hemos comentado en torno a los estudios de cultura política

se refiere a la relación entre cultura y sistema político y las disonancias entre democracia y

autoritarismo.

Desde la perspectiva habitual de la cultura política, la relación entre ésta y el sistema

político se estructura a partir de la cultura cívica, cuyo elemento principal es el comportamiento

político dividido en dos grandes polos: la subordinación o apatía, y la participación. En el

imaginario de los estudiosos de la cultura política, un elemento que tiende a generar una mayor

participación, o una participación democrática, es el nivel educativo. Sin embargo, Topf y Heath

(1986) nos han demostrado que, por ejemplo, los británicos con menor educación muestran

mayores niveles de participación y conocimiento políticos, y que no existen «diferencias

sustanciales en las normas políticas y el lenguaje de los educativamente calificados y los no

calificados» (p. 565)49. La participación ciudadana, debido a su complejidad, es un tema que

rebasa los alcances de este artículo50; sin embargo, cabe mencionar que la reflexión y los

esfuerzos prácticos al respecto se han dirigido sustancialmente a la necesidad de ampliar los

espacios de participación; pero en la medida en que no se profundice en la reproducción social de

la apatía en la sociedad contemporánea, dicha ampliación resultará, como ya se ha mostrado en

casos como el de la Ciudad de México, insuficiente.

El interés por caracterizar los contenidos autoritarios o democráticos de la cultura política

se ubica en una reflexión que puede sintetizarse de la siguiente forma: ¿la cultura política

obstaculiza o facilita el desarrollo de la democracia? Responder la pregunta desde la perspectiva

de los estudios de cultura política implicaría establecer la adscripción ciudadana a valores

autoritarios o democráticos, aunque la principal dificultad, como ya se ha dicho, sería saber si los

ciudadanos actúan aun de forma aproximada bajo dichas reglas; en otros términos, si dichos

valores delinean su comportamiento político.

Ahora bien, desde la perspectiva de la cultura de la política: ¿cuál sería el enfoque a partir

del cual se abordaría la cuestión? En términos generales, que las acciones y actitudes políticas

ciudadanas se inclinarían hacia actitudes autoritarias o democráticas en concordancia con las

49 Argumento que se vuelve a comprobar en términos generales —con base en la encuesta realizada en 1986— en Topf (1990). 50 Una reflexión sobre la participación ciudadana en la Ciudad de México se encuentra en: Tejera, 2002.

266

condiciones específicas de la negociación política, de los beneficios que pudieran alcanzar con

ellas, más que debido a contenidos arraigados en uno u otro sentido. ¿Por qué esta situación? Por

el carácter multisemántico que los actores sociales imprimen a la cultura con el propósito de

ubicarse en posiciones de ventaja con relación a sus adversarios o contrapartes en las

transacciones políticas. Dada esta situación, generar tipologías o clasificaciones de «culturas

políticas» no solamente se enfrentaría al problema de la convivencia de valores contradictorios

en un mismo actor social, planteado por De la Peña, sino al hecho de que la objetivación

modifica constantemente los contenidos de la cultura en el ámbito de la política51.

Finalmente, pero no menos importante, está la cuestión de los métodos de investigación

de los vínculos entre cultura y sistema político. Como hemos planteado, las estrategias

usualmente empleadas por los estudiosos de la cultura política requieren, para ser de utilidad,

suponer que los valores expresados serán actuados en el ámbito del comportamiento político. Al

respecto, consideramos que las encuestas de valores son indicadoras del orden moral político

(Topf, 1990; p. 67), del «deber ser» que los ciudadanos consideran adecuado socialmente, aun

cuando no reflejen el comportamiento político. Como Nicholas (1968) ha expuesto: «moral

principles are regarded as statements about one “should” or “ought” to do, either to win social

approval or to obtain an ultimate goal» (p. 303). Las cuales, evidentemente, tienen una gran

importancia por su efecto político en el ámbito de la opinión pública. A este nivel, las respuestas

obtenidas expresan lo que se desea que sea, o lo que los ciudadanos que las contestan quisieran

ser y expresan como un ideal. Pero abordar el fenómeno de la moral ciudadana, el conjunto de

normas y valores que en el imaginario colectivo son referentes ideales a los cuales los

ciudadanos apelan para autodefinirse, es diferente al estudio de las prácticas político-culturales y

su efecto en el sistema político. Sin embargo, cabe precisar que dicho orden moral no debe

considerarse necesariamente como un conjunto de valores «arraigados»52 debido a que, como

acertadamente apunta Sartori (1998):

51 En términos del sistema político las cosas no son tan diferentes, aunque están más estructuradas. Como plantea Jorge Alonso: «Hay dos grandes ejes estructurantes de la cultura política mexicana: el autoritarismo y centralismo por un lado, y el reclamo democrático por el otro. Siendo predominante lo primero en el partido de Estado, también hay elementos de lo segundo entre algunos militantes priístas. Y viceversa, hay una oposición democrática, pero que a veces manifiesta comportamientos internos no exentos de autoritarismo y centralismo». (Alonso, 1996; pp. 178-179). 52 La propuesta de Lechner en cuanto a la necesidad de diferenciar entre cultura política y opinión pública se sustenta en que la primera refiere a contenidos «arraigados» de la cultura. Pero el problema es finalmente el mismo: ¿son estos contenidos valores que determinan el comportamiento político? El término «arraigado» tiene cuando menos dos sentidos: el primero refiere a la persistencia de dichos valores durante un largo periodo de tiempo, lo que

267

Para ser exactos, los sondeos de opinión consisten en respuestas que se dan a preguntas (formuladas por el entrevistador). Y esta definición aclara de inmediato dos cosas: que las respuestas dependen ampliamente del modo en que se formulan las preguntas (y, por tanto de quien las formula), y que, frecuentemente, el que responde se siente «forzado» a dar una respuesta improvisada en aquel momento. ¿Es eso lo que piensa la gente? Quien afirma esto no dice la verdad. De hecho, la mayoría de las opiniones recogidas por los sondeos son: a) débil (no expresa opiniones intensas, es decir, sentidas profundamente); b) volátil (puede cambiar en pocos días); c) inventada en ese momento para decir algo (si se responde «no sé» se puede quedar mal ante los demás); y, sobre todo, d) produce un efecto reluctante, un rebote de lo que sostienen los medios de comunicación. [pp. 73-74]

El enfoque metodológico que proponemos para abordar las relaciones políticas desde la

perspectiva de la cultura de la política, diferencia entre los aspectos subjetivos y las acciones y

resultados de las mismas. Estos dos ejes se articulan en dos dimensiones que sustentan el

andamiaje para su estudio:

La dimensión actor político-poder, donde se manifiestan los contenidos intersubjetivos

que imprimen su sentido a las relaciones políticas.

La dimensión cultura-política, la cual dinamiza la construcción de la subjetividad a partir

de la tensión existente entre lo dado y lo posible.

Para el estudio de estas dos dimensiones pueden observarse tres niveles en la expresión

de las relaciones políticas: el primero, las percepciones sobre lo político; el segundo, el

comportamiento político y, un tercero, donde se desagregan tanto la forma como el contenido de

las necesidades, demandas, expectativas y utopías de los actores políticos. Estos niveles deben

ubicarse como parte de procesos de interacción sociopolítica marcados por el contexto

económico y político más amplio. El siguiente gráfico sintetiza lo arriba expuesto.

podría definirse más como perdurabilidad; el segundo a que su «arraigo» establece el comportamiento político, lo que implicaría adscribir la visión normativa de la cultura (Lechner, 1990; p. 49).

268

Gráfica 1. Niveles de expresión de las relaciones políticas

PRÁCTICAS (ASPECTOS OBJETIVOS)

CONTENIDOS DE LAS RELACIONESPOLÍTICAS

DISCURSOS (ASPECTOS SUBJETIVOS)

ACTOR POLÍTICO-PODER

NIVELES DE EXPRESIÓN

PERCEPCIONES SOBRE LO POLÍTICO

DIMENSIONES DE ARTICULACIÓN

FORMA Y CONTENIDODEMANDAS

EXPECTATIVASUTOPÍAS

COMPORTAMIENTO POLÍTICO

CULTURA-POLÍTICA

Estos niveles en la expresión de las relaciones políticas se vinculan con el sistema político

a través de las transacciones políticas entre ciudadanos, partidos políticos y gobierno. Dichas

transacciones, mediante las cuales se negocian bienes (materiales o subjetivos), pueden dividirse

en dos grandes campos: transacciones difusas y transacciones específicas (Mayer, 1980; pp. 125-

126). Las primeras tienden a ser ofertas generales y de carácter público. Refieren, por ejemplo, a

las promesas y compromisos de gobierno y los partidos políticos, o a manifestaciones de

adhesión de ciudadanos y organizaciones; las segundas, se expresan en acciones de satisfacción,

intermediación o gestión de demandas particulares por parte de los partidos políticos y la

administración gubernamental, mientras que en el caso de la sociedad civil y los ciudadanos, en

apoyos políticos y electorales.

Las transacciones políticas se expresan a través de una estructura de intercambio. Dicha

estructura puede dividirse analíticamente en intercambios simbólicos y en intercambios político-

materiales. El primero está integrado por el conjunto de ideas y convicciones que ciudadanos,

269

partidos y gobierno ponen en juego en las relaciones políticas; el segundo, por la oferta de

servicios y votos.

En el intercambio simbólico pueden distinguirse las propuestas cohesivas, con base en las

cuales se pretende formar vínculos políticos; las percepciones tópicas, compuestas por aquellos

temas recurrentes en las relaciones políticas; y las percepciones normativo-funcionales, que

actúan como marcos de referencia en cuanto a los roles sociales de los diversos actores sociales.

Estas últimas delinean el «deber ser» ciudadano, el papel y actuación de los partidos y el del

quehacer gubernamental. Pero se amplían a valores más difusos como el de justicia y

democracia, entre otros.

Finalmente la transacción política debe relacionarse con la estructura de acción, con el

propósito de profundizar en el comportamiento político. El siguiente grafico presenta un

esquema de los elementos que integran la transacción política.

Gráfica 2. Elementos componentes de la transacción política

ESTRUCTURA DE INTERCAMBIO

PERCEPCIONES NORMATIVO-FUNCIONALES

PERCEPCIONES TÓPICAS

PROPUESTAS COHESIVAS

INTERCAMBIO POLÍTICO-MATERIAL (BIENES, SERVICIOS Y VOTOS)

ESTRUCTURA DE ACCIÓN

INTERCAMBIO SIMBÓLICO(IDEAS Y CONVICCIONES)

TRANSACCIÓN POLÍTICA

En síntesis, la propuesta de la cultura de la política reconoce como una característica

propia de las relaciones políticas las constantes tensiones entre normas, valores y acción social

pero no las considera como elementos externos, sino intrínsecos a su dinámica cultural como

resultado de la objetivación. Además, contextualiza la cultura en el ámbito de las relaciones

270

políticas y despoja su análisis del enfoque individualizador y behaviorista con que usualmente se

le aborda. La objetivación cultural es producto de las relaciones políticas, no de procesos de

endoculturación. Sus expresiones refieren y son resultado de prácticas políticas (acciones y/o

discursos).

Por otra parte, en cuanto a la relación entre cultura, comportamiento político y sistema

político hemos sostenido que la misma adquiere especificidad como resultado de la articulación

particular y coyuntural de los actores políticos, por lo que la objetivación puede expresarse en

diferentes sentidos (democráticos o autoritarios) al buscarse nuevos posicionamientos políticos.

De esta forma, las disonancias entre sistema político, valores políticos y acción política pueden

explicarse más allá de propuestas como enfocar a la cultura como una variable independiente,

dependiente o interviniente en el sistema político.

Finalmente, la propuesta metodológica propuesta para abordar el estudio de la cultura de

la política pretende recuperar la dimensión subjetiva y objetiva de las relaciones políticas,

ubicando a las normas y valores como parte de la negociación subjetiva que se pone en juego en

las relaciones políticas.

271

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* Héctor Tejera Gaona es licenciado en antropología social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), maestro en ciencias sociales por el CIESAS y doctor en antropología por la UIA. Es coordinador del proyecto «Cultura y política en México» en el Departamento de Antropología de la UAM-Iztapalapa, donde también es profesor-investigador y jefe del área de Relaciones Económicas. Es director de la revista sobre temas antropológicos Alteridades y miembro del Consejo de Redacción de la revista Nueva antropología.Entre sus libros se encuentran: Capitalismo y campesinado en el Bajío; La antropología funcionalista, y Formación regional y conflicto político en Chiapas. Próximamente publicará el libro Cultura de la Política, campañas electorales y demandas ciudadanas en el Distrito Federal.

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